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Siete minutos

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Ismael Camacho Arango

-- Siete minutos

 

 

 

 

 

 

 

 

Comienzos

Homero jugaba con sus botes en las orillas de un pozo que había hecho con sus palas en el jardín, pero estos naufragaron en el lodo, matando a las hormiguitas que lo molestaban todo el tiempo, cuando una mujer alta, y con el pelo atado en un moño apareció a su lado.

“La comida esta lista,” ella dijo.

Esas palabras hicieron que Homero volviera a la realidad. Tenía que comer si quería conquistar el mundo, eso pensaba mientras se lavaba las manos en el chorro del patio para matar los microbios, después de recoger los juguetes esparramados por todo sitio. La venganza en las hormigas había sido espectacular ya que ellas no lo dejaban jugar con sus carros en el barro del patio.

“Tu padre está esperando,” su madre le dijo.

Homero se saco el barro hacinado en sus manos durante su juego en el jardín, entre las flores que su madre sembraba en los atardeceres tristes para que la gente las admirara, si no tenían más que hacer.

“Ya vienes?” ella le pregunto.

Homero la siguió por entre las begonias y otras flores sin nombre, atrayendo al jardín a las abejas con sus aguijones del infierno. Un señor pequeño, y con cara redonda los esperaba al lado de una mesa llena de comida que su madre había cocinado toda la mañana, el olor del almuerzo despertándoles el hambre.

“Les tengo una sorpresa,” el señor Homero dijo.

La señora Homero lo miro con ojos de duda, pues su marido no traía sorpresas a la casa, aparte de un día que se había encontrado un perrito en la calle, que ella lo había hecho llevar a la perrera municipal a pesar de las protestas de su hijo. Todos miraban a la puerta, por la que apareció un señor alto y con gafas oscuras, su nariz sepultada por el bigote que no se había afeitado en siglos, al tiempo que el reloj seguía su marcha vertiginosa hacia un punto del que no regresaría más.

“Tío Hugo,” ella dijo. “No lo habíamos visto por mucho tiempo.”

“He estado recorriendo el mundo,” el dijo.

La señora Homero lo abrazo, mientras que la sopa se enfriaba en la mesa, y el niño esperaba a que los adultos acabaran de hablar de cosas incomprensibles.

“Tú has crecido mucho, gordinflón,” el tío interrumpió sus pensamientos.

Ellos se sentaron a la mesa, donde la sopa los esperaba con las verduras y el calabazo, que su madre había preparado.

“Y como fue el viaje en el barco,” el señor Homero dijo

“Los peces voladores nos tenían entretenidos todo el tiempo,” el tío dijo.

“Que es eso?” Homero pregunto.

“Son pescados con alas.”

La madre sirvió el sancocho de gallina en su plato, muy bueno para la digestión, interrumpiendo el relato del tío acerca de su viaje a Suramérica.

“Estuve mareado todo el tiempo,” el tío dijo.

“Has debido de tomar un Alka seltzer,” la señora Homero dijo.

Homero se lo imaginaba mirando al horizonte, mientras que el estomago le dolía y el mundo se entristecía con su enfermedad.

“Yo me acuerdo del día que rescataste un dólar,” el tío le dijo.

“Lo puso en sus pañales después de volar a las ramas de un árbol,” la madre dijo.

Homero sabía todo lo demás. Una vecina que estaba colgando los pantalones de su marido en la cuerda, los dejo caer al barro y él se fue con la chica del bar de la esquina que no cometía esa clase de errores. Los niños de los colegios cantaron canciones de gloria por mucho tiempo, mientras que el padre Ricardo exaltaba las cualidades del niño en sus misas cotidianas, una estrella que nunca se ocultaría a pesar de las injusticias de la vida.

“No puedo volar,” Homero dijo.

“Se te habrá olvidado,” su madre dijo.

El tío Hugo encontró una fotografía en su bolsa.

“Tome esta foto con mi primera cámara,” el dijo.

Homero vio un niño gordito y sin mucho pelo, sentado en una silla, cuando su tío había grabado la realidad para siempre.

“La revele en mi estudio,” el tío dijo.

“Esa foto me trae recuerdos,” la señora Homero dijo.

“El tiempo es extraño,” el tío dijo.

“No entiendo.”

“El pasado podría ser el futuro.”

“Tú y tus ideas increíbles.”

La señora Homero conto la historia de su hijo, que había nacido bajo las sombras de un eclipse solar, y una enfermera que no tenía buenos ojos había dicho esas palabras famosas, después de ayudar con el parto:

“Es una niña.”

El padre de Homero siempre había querido un heredero para llevar su apellido, aunque su esposa se puso contenta con las noticias, una hija ayudaría cuando se sintiera cansada de los quehaceres en la cocina. La enfermera descubrió su error después de expulsar la placenta.

“Parecía un ángel,” la madre dijo.

“Que recuerdos tan lindos,” el padre dijo.

La señora Homero se seco las lágrimas, al tiempo que miraba las fotos en la pared, donde Homero sonreía en una y trataba de caminar en otra, pero el sol se había ido al comienzo de su vida. El tío Hugo encontró un centavo con la imagen de George Washington en su bolsillo.

“Ponlo en tu alcancía,” él le dijo. “Te traerá buena suerte.”

“Es un buen niño,” la señora dijo.

Homero pensó que lo protegería contra todos los males del mundo cuando el tiempo se alargaba y las manchas en la pared parecían monstruos sin corazón,

“Vete a jugar,” la señora dijo.

Una vez en el patio, el sol lo cegó por unos momentos en los que los duendes se lo llevarían a las tierras del nunca más, como decía su madre cada vez que no le hacía caso.

“Hola,” alguien dijo.

Homero vio a un niño de cara pecosa en la nueva realidad de otros mundos que no entendía.

“Yo soy José, como tú sabes,” el niño dijo.

“Mentiroso,” Homero dijo.

El extraño se limpiaba la cara con sus manos sucias sin importarle un comino el alma de Homero en el medio del patio.

“Yo soy de la selva,” el niño dijo.

“No te creo,” Homero dijo.

Los dos se revolcaron en el lodo que lo cubría todo, pero entonces José paro su ataque.

“Auufff,” Homero dijo. “Es que soy un perro.”

“Tienes que hacer así,” el niño le dijo.

El aulló y el perro del vecino empezó a ladrar, la voz de Homero uniéndose al ruido que se oiría por el vecindario, al tiempo que su madre salió a la puerta.

“Ese perro hace mucho ruido,” ella dijo. “Me voy a quejar al dueño.”

José tenía que ser invisible como muchas cosas en el mundo de tinieblas del que Homero había llegado no hacía mucho.

“No te vio,” el dijo.

“Quien?”

“Mi madre.”

Las estrellas habían salido atrás del árbol, el tiempo jugándole trucos en las realidades del plano existencial.

“Como puede ser de noche,” Homero dijo.

“Es que el tiempo no existe,” el niño dijo.

“Mi padre tiene relojes en la casa.”

“Pues no funcionan.”

El niño corría alrededor del árbol cantando cosas incomprensibles o habría tomado mucho aguardiente como lo hacía la gente del mercado en días de fiesta.

“Dos y dos son siete,” José dijo

Homero lo miro en desafío. “Eso no es así.”

“Pues digo lo que quiero.”

“Es tu boca.”

“Claro está.”

Las sombras lo llenaron todo hasta que la noche invadió la ciudad, y el patio se sumió en la penumbra donde mundos diferentes se peleaban entre sí a pesar de que había sido día hacia solo unos minutos.

“Serás un brujo,” Homero dijo.

“Que es eso?”

“Hacen magia.”

Homero trato de ver la brujería que José tendría bajo sus pupilas como su madre lo habría hecho.

“Te tienes que acordar,” el niño dijo.

“Acordarme de qué?”

“Ya verás.”

Homero quería jugar a algo más, antes de que su madre lo llamara a la casa, pero el niño se desvaneció hasta que la luz del bombillo le penetraba por los calzoncillos que no se habría cambiado.

“Me viste en las sombras,” le dijo.

“No lo sé,” Homero dijo.

“Se te olvido.”

Los truenos interrumpieron la conversación, gotas de agua cayendo alrededor suyo como si fuera un diluvio pero José se había ido en la noche.

“Estará hechizado,” Homero dijo.

Los truenos le contestaron, su madre apareciendo en la puerta como un fantasma del día de las brujas.

“Éntrate antes de que te mojes,” ella dijo.

Homero recogió unos papeles llenos de garabatos que alguien había tirado al suelo.

“Bótalos a la basura,” su madre dijo.

Homero los puso entre sus juguetes a un lado del corredor antes de entrar a la cocina, donde el tío hablaba de las estrellas del cine mostrando sus curvas, quemadas por el sol en esas películas que él habría visto.

“Marylin Monroe se paro al lado de un ventilador,” el tío dijo.

“Quién es?” la madre dijo.

“Una mujer muy linda,” el tío dijo.

“La quisiera conocer.”

“No es mi novia.”

Homero pensaba en su amigo entre las sobras de la noche, cuando los adultos hablaban de pendejadas.

“Te debes de acostar,” su madre dijo.

“No tengo sueño,” Homero dijo.

“Ya tendrás.”

Una vez en su cuarto, Homero vacio la alcancía en la cama donde cayeron las monedas que había juntado por muchos meses, pero la de su tío era la más bonita. Tendría que pelear con los espíritus de la noche como José lo habría hecho en lejanas tierras de las que Homero no se acordaba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

María

Homero bailaba alrededor del árbol de la vida, asustando a las ardillas que lo miraban desde el muro. Las últimas palabras de José no tenían ningún sentido, como todo lo demás en su vida entre las enredaderas del jardín, que su madre había cuidado antes de que se fuera a un sitio mejor.

“Donde estas?” Homero dijo.

La memoria de su madre lo llevo a otros tiempos, en los que él jugaba bajo el árbol, cobijándolo del sol y la lluvia, la presencia de su amigo invisible haciéndole compañía en los momentos difíciles de su infancia. José estaría escondido entre los rosales, o la maleza creciendo por la pared.

“Hola,” una voz interrumpió sus pensamientos.

La chica más hermosa del mundo lo miraba al lado de la puerta, con un vestido que dejaba ver sus curvas a la luz del sol, pero entonces ella se movió, acabando con sus sueños del cielo.

“Tu existes,” él dijo.

Su risa interrumpió el silencio del mundo.

“Soy la hija de Miguel,” ella le dijo.

El hombre que ayudaba en el almacén era Miguel, y esta chica bellísima seria su hija. El perro de enseguida interrumpió la conversación con sus gruñidos, despertándole su corazón enamorado por primera vez en su vida.

“A mí no me gustan los perros,” ella dijo.

Ellos corrieron hasta la mesa llena de cosas en el medio de la cocina.

“Siéntate acá,” Homero quito unos cuantos jotos de un asiento al lado de la pared.

“No te preocupes,” ella dijo.

“Quiero que veas mis fotos.”

Después de empujar unos cosas llenas de polvo, le hizo señas para que se sentara como una reina entre el desorden del siglo, mientras que le contaba la historia de los comienzos del tiempo.

“Mis padres vinieron aquí en un barco grande,” él le dijo.

“Sería bonito.”

“Tenía muchos pisos y ventanas,” Homero dijo.

Al tomar un álbum de fotos de encima del almario, nubes de polvo hicieron que ella tosiera por un tiempo.

“Perdóname,” Homero dijo.

Ella se limpio la cara con una toalla que Homero encontró en la cocina, entre otras cosas que tendría que organizar en su vida.

“Estas son las fotos de nuestro viaje,” él le paso un álbum envuelto en una funda plástica.

Las huellas de sus dedos quedaron en la cubierta, al cogerlo con sus manos finas, mientras que Homero le traía un vaso de agua para mejorarle la toz.

“Gracias,” ella dijo.

“Esta es mi familia en el barco,” él le mostro una de las fotos.

“Ese eres tú?” ella pregunto.

El asintió. “Cuando deje a mi tierra para siempre.”

Homero hablaba de sus padres, perdidos entre las fotos que guardaba en la cocina y el polvo de la despensa.

“Parece ayer que estaban vivos,” le dijo.

“Lo siento mucho,” ella dijo.

María comía unas galletas de la despensa, sin importarle que Homero sufriera, y las moronas se le caían por entre las montañas de su escote con cada mordisco que daba.

“Ellos murieron de un infarto,” él dijo.

“Al menos no sufrieron.”

“Ya lo sé.”

Él le ofrecía más galletas, tratando de no mostrarle cuanto la quería, aunque se acabaran de conocer.

“Mis padres compran coca en la cordillera central,” ella interrumpió sus pensamientos, dándole hojas secas y sin ningún olor, que tenia adentro de su bolsillo.

“Ponlas en tu boca,” le dijo. “Los indios las mastican durante sus viajes por las montañas”

Homero se los imaginaba haciendo cola en el almacén para comprar su mercancía de primera clase, antes de que ella le cogiera las manos, haciendo que se erizara su corazón.

“Tu vida se acabara con el sol,” ella dijo.

“Como lo sabes?”

Ella siguió la línea más larga de su mano con dedos olorosos y suaves.

“Pues eres especial,” ella dijo.

Homero asintió. “Nací durante un eclipse del sol.”

“Eso lo explica todo.”

Homero le mostro los papeles que José había dejado en el suelo, llenos de garabatos que él no entendía cuando le quería chupar las tetas.

“José era mi amigo invisible,” le dijo. “Solo yo lo veo.”

“Nadie es invisible.”

“No sabes nada,” él dijo.

“Me puedes llamar María.”

“María,” él le dijo. “Me ayudarías a traducir los papeles?”

“Cuando me quede tiempo.”

María vivía en una habitación pequeña, con un baño, una cocina y tres camas donde dormían todos, pero algunos de sus hermanos se acostaban en el suelo. Todo esto era muy interesante para Homero, quien tenía de todo en su vida.

“He visto ratas en la letrina,” ella dijo.

“Que es una letrina?”

“Es un hoyo en el suelo que sirve de inodoro.”

“No te caes adentro?” él le pregunto.

“Ya estoy acostumbrada.”

Él se la quería comer de a poquitos, al tiempo que el crucifijo de su medallón se movía sobre sus senos cada vez que ella hablaba.

“Te acostarías conmigo esta noche?” Homero le pregunto.

“Nos tenemos que casar primero,” ella dijo.

María no aceptaba la oferta de su lecho ni aunque tuviera que dormir con el resto de su familia en la misma cama y las ratas les mordieran los pies.

“Yo te comprare una casa cuando tenga plata,” él dijo.

“Te olvidaras de mi,” ella dijo. “Eso dicen tus manos.”

“Vamos al sótano,” él le dijo.

Él le toco los pechos bajo su blusa donde su corazón le palpitaba urgentemente, después de besarle los labios húmedos que sabían a café.

“Vienes conmigo?” le pregunto.

“No.”

El tiempo paso en cámara lenta, cuando ella dejo que él le tocara su cuerpo atrás de las cortinas, cobijándolos de los males del mundo.

“Yo soy virgen,” ella dijo.

Homero mastico coca oyéndola hablar de su pureza, antes de levantarle la falda para mirar por una última vez esos calzones que habría comprado en el mercado con la plata de su trabajo.

“Hemos tenido algo fantástico,” le dijo

“Te lo soñarías.”

“Dos y dos son siete,” él dijo.

“Estarás loco.”

Él le mostro la carta con unas fotos que el tío les había mandado hacia unos días, en donde la estatua de la libertad levantaba su antorcha bajo un cielo de color plomizo.

“Hay muchos edificios,” ella dijo. “Como suben todos esos pisos?”

“La gente usa ascensores,” él dijo.

“Que es eso?

“Son cajas de metal que suben y bajan.”

Homero se acordó de su niñez en un almacén lleno de cajas, cuando sus padres no ganaban mucha plata. El tío Hugo, que vivía en ese país del norte, lo había llevado a la feria, en la que Homero había aprendido a enfurecer al hombre gorila y a la mujer camello con la pistola de agua que le habían dado de regalo en su cumpleaños.

“Mi madre dono plata para los gamines,” él dijo.

Homero lloro en sus brazos, pensando en la plata que su madre le había dado al mundo.

“Pues se irá directamente al cielo,” ella dijo.

Las obras de misericordia de su madre habían pasado desapercibidas por la humanidad, peleando contra los males del universo.

“Quiero llamar al almacén, el Baratillo,” Homero le dijo.

“Me gusta el nombre.”

El la llevo al sótano, donde un bombillo interrumpía las tinieblas, entre las telarañas y otras abominaciones escondidas en los rincones.

“Quédate conmigo esta noche,” él le dijo.

“Me tendrás que alcanzar primero.”

María corrió por las escaleras, dejándolo solo con los monstruos del sótano y la calma del día.

“Ya vienes?” su voz lo volvió a la realidad.

Homero miro al sótano por una última vez, para cerciorarse que no había nadie antes de subir las gradas.

“No me gustan tu trucos,” ella dijo cuando el apareció en la cocina.

“Me perdonas?” él le dijo.

A ella no le interesaba que él hubiera visto cosas inexplicables durante sus momentos de soledad, pero eso eran las mujeres para él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El visitante

El Baratillo se convirtió en una institución, donde una corbata que costaba ochocientos pesos Homero la daba por menos, y así con todo lo demás, como lo decían los periódicos en las páginas en blanco y negro. Un día cuando Miguel se había ido a comprar coca, un indio de cara redonda y vestido de bata larga se escondía entre las sombras del almacén, como una de esas estatuas de San Agustín en la provincia del Huila.

“En que le puedo ayudar?” Homero le pregunto.

El indio busco en su mochila, murmurando algo que Homero no entendía, o es que era tonto.

“No estoy interesado en religión,” Homero dijo.

El indio dijo mas cosas sin sentido, hasta que puso una bolsa al lado de los papeles en la mesa.

“Quiero que te vayas,” Homero dijo.

El indio lo miro tranquilamente antes de sacar una cabeza pequeña de la bolsa. Tenía el pelo largo, los ojos cerrados y los labios se los habían cocido como si fueran hechos de tela. La memoria de la feria con toda la gente malformada en las jaulas volvió a Homero, al tiempo que miraba la cabeza de pelo azabache y piel seca.

“Es de verdad?” Homero pregunto.

El indio parecía interesado en las cajas de coca Miguel había dejado allí esa mañana.

“Te gusta la coca,” Homero dijo.

“Mmmm,” el indio dijo.

Homero entendió porque el indio había venido al almacén: la fama de su de coca se habría extendido por la selva, mientras la cabeza con su piel seca y boca cocida con hilo sucio, lo miraba desde la bolsa.

“Quieres un café?” Homero le pregunto.

El indio murmuro algo al tiempo que Homero se maravillaba del parecido entre el hombre y la cabeza, pues parecía que fueran mellizos. Los niños deberían de jugar con cabezas pequeñas en vez de hacerlo con juguetes, él pensó.

“Te doy más cabezas por bolsas de coca,” Homero dijo.

“Mmmm,” el indio dijo.

“Tienes que aprender mi idioma.”

Homero encontró un mapa del país entre las cajas que su padre tenía en la cocina, en el que las ciudades estaban entre las montañas y la selva.

“Donde vives?” le pregunto.

El indio tendría que ser de ese lugar donde las pirañas muerden los pies en el rio y los animales feroces dominan la selva.

“Este es el rio Guaraní,” Homero le mostro el rio en el mapa.

“Rio,” el indio dijo, señalando un lugar en la selva, perdido en las manchas mugrosas.

“Vives allí?” Homero le pregunto.

El galopaba por la habitación, mientras que el indio examinaba el mapa en la mesa.

“Quiero saber dónde vives,” Homero le dijo. “Y si vas allá a caballo.”

Al mostrarle un libro con fotos de la Amazonia, el indio lo miraba con sus ojos oscuros, en los que no se veía nada.

“Me tienes que decir dónde está tu casa,” Homero dijo.

“Casa,” el indio dijo.

“Me entiendes?”

Después de cerrar la bolsa, el indio se alisto a volver a su selva en algún sitio del país, sin interesarle nada alrededor suyo.

“No te olvides de traerme más cabezas,” Homero dijo,

El indio salió al mundo exterior en silencio, y Homero lo vio desaparecer por las calles del mercado, llevando los misterios de la selva en su mochila de colores. María interrumpió sus pensamientos de riquezas en medio de las chicas amazónicas, que supuestamente vivían entre los árboles.

“Algo está en el suelo,” ella dijo.

La cabeza los miraba con sus parpados cerrados desde un rincón de la cocina. María cogió la escoba para darle una paliza antes de que el monstruo se la comiera viva.

“Un indio me la dio,” Homero dijo.

“Debe de estar loco.”

“Pueda que si.”

María estudio la cabeza con el pelo negro y la piel seca por la deshidratación de las hierbas salvajes.

“Vendrías conmigo a la selva?” Homero le pregunto.

Ella retrocedió unos pasos, chocándose con un asiento que le causo una hematoma en la rodilla. Un hombre decente no invitaría a una chica a la selva, a no ser que se quisiera casar con ella.

“Es para encontrar a tus indios?” ella dijo.

“Si.”

“Le tendré que preguntar a mi padre.”

María pedía permiso para todo en su vida, cuando Homero le podía hacer el amor en medio de los arboles, los animales salvajes interrumpiendo sus placeres el día menos pensado.

“El indio vive por el rio Guaviare,” le dijo.

“Te ha dicho eso?”

“No habla.”

Homero tendría que caminar bastante para conseguir sus cabezas como pasaba en las películas que el padre Ricardo les mostraba a los feligreses en la casa episcopal.

“La selva es peligrosa,” ella dijo.

“Ya te protegeré con mi pistola.”

Su mano bajo hasta sus pechos en un momento de locura por esa doncella que no lo quería.

“El indio quiere coca,” le dijo.

“Déjame quieta.”

Homero le bajó el sostén, donde sus pezones lo esperaban con su color oscuro llenos de la dulzura de la vida y a ella no le importó.

“Esta coca es fantástica,” él dijo.

“De la mejor.”

Esa chica le robaba el alma, al tiempo que se le escapaba por la cocina, y a Homero se le olvidaba la cabeza que el indio le había traído de la selva.

“Te casarías conmigo?” le pregunto.

“Eso no es en serio,” ella dijo.

“No lo sabes.”

“Pues no dices lo que piensas.”

Ellos se sentaron a hablar de la cabeza trayéndoles mala suerte desde el minuto que el indio había entrado al almacén.

“Solo te quería besar,” el dijo.

“Y los besos terminan mal a veces.”

 

 

Jaramillo

El indio no había vuelto por la coca, muy necesaria para su bienestar en la selva, y Homero necesitaba la plata que haría con las cabecitas que los indios habrían achicado con la magia de la selva.

“Hola,” alguien interrumpió el silencio del jardín.

Un niño con la nariz llena de pecas apareció a su lado, como en una de esas pesadillas que tenia Homero en las noches oscuras. El cerró los ojos, esperando que el fantasma se fuera cuando los abriera otra vez, las imágenes de otro sitio, perdido en las sendas del tiempo, asaltando sus sentidos.

“Donde está tu madre?” él niño le pregunto.

“Se fue al cielo,” Homero dijo.

“Lo siento mucho.”

Un espejismo traspasando las paredes de ladrillos y el cemento de las paredes, no entendería que su madre se había ido a un sitio mejor.

“Vengo de otra dimensión,” el niño dijo.

“Explícame eso,” Homero le dijo.

“Aparezco en otro sitio después de cerrar los ojos,” José dijo.

Homero le ladro al atardecer y José lo imitó, el eco de sus voces disolviéndose en la naturaleza del espacio- tiempo del patio, cuando José seguía siendo un niño con sus mejillas sucias y su ropa arrugada en el torbellino del tiempo.

“Y su tío?” le pregunto.

“Es un periodista en Nueva York,” Homero dijo.

“Me alegra mucho.”

Las memorias del pasado volvieron a la mente de Homero entre los carros de juguete, el triciclo que su tío le había traído de Nueva York y otras cosas difíciles de identificar en el barro del patio.

“El futuro está alrededor tuyo,” José dijo.

“No entiendo.”

“Cierra los ojos,” José dijo.

El sonido de voces interrumpió la fantasía, en la que se Homero se había sumido desde la llegada al jardín hacia una eternidad.

“Estas durmiendo?” María dijo.

Al abrir los ojos, Homero la vio acompañada de un hombre alto y bien vestido, que se debería de haber confundido de sitio.

“Buenas tardes,” le dijo.” “Soy Jaramillo.”

Jaramillo se paro en el mismo sitio donde José había estado hacia unos momentos, teniendo cuidado con las paredes y las cosas sucias del patio.

“Conozco a su tío Hugo,” él dijo.

Homero asintió. “Esta en Nueva York.”

“Ya lo sé.”

Jaramillo le mostro fotos de la cabeza pequeña que habían sido publicados en los periódicos de esa ciudad.

“Un almacén quiere más cabezas,” le dijo.

Homero se imaginaba toda la plata que haría con las cabezas, mientras entraban a la cocina llena de basura.

“Excuse el reguero,” Homero dijo.

“Cuando va a la selva?” Jaramillo pregunto.

“Pues no sé.”

Homero encontró la marca que había hecho con un lápiz en el mapa de la mesa, cosa que no significaba mucho para un indio ignorante que no sabía leer o escribir.

“Creo que el indio vive cerca del rio Guaviare,” Homero dijo.

Jaramillo asintió. “Tus cabezas deben de estar allí.”

“Eso espero.”

Homero se tomo el café que María les había traído, mirando el mapa de la selva donde encontraría su futuro entre los árboles.

“El indio quiere coca,” él dijo.

“No crece en la selva?”

“Ha llovido últimamente.”

Jaramillo se limpio las manos con su pañuelo de seda, que habría comprado en uno de los almacenes de la ciudad, para acabar con las bacterias contaminándolo todo con sus infecciones.

“Tiene que venir a mi oficina la próxima vez,” le dijo.

“Ya lo hare,” Homero dijo.

“Llámame si el indio vuelve otra vez.”

“Claro que si,” Homero dijo.

Estados Unidos tendría que ser el mercado para las cabecitas achicadas de los indios guerreros de la selva, aunque seres humanos habrían muerto, para satisfacer los gustos de los yanquis.

“Quieren más café?” María interrumpió.

“Me tengo que ir,” Jaramillo dijo.

María puso café en las tazas que la madre de Homero había comprado antes de que se fuera de este mundo.

“El indio lo engaña,” María dijo.

“Eso pienso,” Jaramillo dijo.

El periodista se limpio la boca con la servilleta que María había puesto a su lado, después de tomar su café con el pan que ella le había traído.

“Aquí tiene el numero de mi teléfono,” les dio una tarjeta.

“Quiere ir a la selva?” Homero le pregunto.

“Es peligrosa,” Jaramillo dijo.

“Pero encontraremos las cabezas.”

El tiempo corría al futuro, aunque algunas veces lo hacía hacia el pasado, de acuerdo a las leyes quánticas que Homero había leído en uno de esos libros que su padre había comprado, mientras Jaramillo se tropezaba con unas cuantas cosas en su camino a la calle.

“Nos repartiremos la plata si vienes a la selva,” Homero dijo.

Jaramillo oía la historia que Homero le contaba de la tribu escondida en algún sitio de la selva.

“Puede ser un truco,” le dijo.

“Espero que no,” Homero dijo.

“Como lo sabes?”

Homero le dijo de lo que podría pasar en el universo múltiple de la realidad, si se le ponía cuidado a lo que ese señor Einstein decía en los libros polvorientos de su padre.

“Que imaginación,” Jaramillo dijo. “Los papeles que has encontrado en el suelo te hablaran de esto.”

“Están escritos en lengua desconocida.”

“Serán de Einstein.”

 

 

 

El visitante

El indio se escondía entre las sombras del almacén en un día como cualquier otro, con su ropa de colores y su pelo cogido en un moño en la espalda, cuando Homero les vendía a sus clientes a esa hora de la mañana.

“Es que es de la selva,” le dijo a una mujer admirando la ropa de la vitrina.

“No se preocupe don Homero,” ella dijo.

Ella se media alguna de la ropa de la vitrina en frente del espejo que Miguel había conseguido a bajo precio en el mercado.

“Le doy ochenta pesos por este vestido,” ella le dijo.

Homero tenía que ser fuerte, si quería ser millonario antes de que el sol explotara, mientras que ella admiraba uno de los vestidos de última moda con el escote grande y lentejuelas en la cintura.

“Es que perderé plata,” le dijo.

“Noventa pesos,” ella dijo

“Cien es mi última oferta.”

“Pues no lo compro.”

El mundo paro cuando ella caminaba hacia la salida del almacén con sus caderas amplias y senos tambaleantes.

“Noventa pesos,” él le dijo.

“Ochenta.”

El la alcanzo antes de que ella abriera la puerta con la manija sucia, de todos los clientes que habían entrado al almacén.

“Se lo doy a buen precio,” le dijo.

“Don Homero.”

“No se arrepentirá.”

La mujer empezó a botar cosas de su bolso, hasta encontrar una billetera café con dibujitos de colores al frente.

“Me puede escribir un cheque,” él le dijo. “Si me da la dirección de su casa.”

“Lo tengo en suelto,” ella dijo.

Homero recibió los billetes que habría sacado el banco esa mañana con la firma del vicepresidente del país, dándole gracias al dios que lo volvía rico.

“Ya tendré más cosas otro día,” le dijo a la mujer.

“Muy bien, don Homero,” ella dijo.

El corazón de Homero latió más rápido cada vez que ella mostraba sus piernas en su camino a la puerta, pero el indio lo esperaba entre las cajas y otras cosas que le habían traído de las montañas.

“Tengo buena coca,” Homero le dijo. “Donde esta mi pago?”

“Mmm,” el indio dijo.

“No le doy nada entonces.”

La pistola estaba en un cajón de la mesa, buena para solucionar los disputes ocasionados por indígenas tercos.

“No me gusta ese hombre,” Miguel dijo al entrar al almacén. “Tiene cara de ladrón.”

Homero puso unos enlatados de comida en su maletín, mientras el indio estudiaba sus movimientos desde algún punto de la habitación.

“Dónde va?” Miguel pregunto.

“A la selva.”

“No confió en él,” Miguel le dijo.

Homero le dijo como las vitrinas tenían que estar llenas de coca, mientras que el buscaba las cabezas en la maleza con el indio que no hablaba.

“Ya correrá desnudo por la selva,” Miguel le dijo.

“Pues no lo creo,” Homero dijo.

Su madre le había dado muchos consejos sobre los caminos de la vida, llenos de las tentaciones del demonio.

“Ya le diré al padre Ricardo,” Miguel dijo. “Para que rece por su alma.”

Homero pensó que una parte de él se iría y la otra se quedaría en el almacén, de acuerdo a uno de esos libros que su padre había dejado en el almario.

“La senda se dividirá en muchas,” Homero dijo.

“Que senda?”

“La de mi aventura.”

“Tienes mucha imaginación,” Miguel dijo.

“Mmmm,” el indio dijo.

Homero asintió. “Creo que esta de afán.”

“Es mejor que no vaya,” Miguel dijo.

Homero puso más cosas en la maleta, aunque había leído que en la selva andaban desnudos entre los árboles.

“Tienes que cuidar el almacén,” el dijo.

“Miguel asintió,” lo sé.”

Homero le recordó que tendría que poner las bolsas de coca al lado de las vitrinas, para que los clientes las vieran.

“Y no le fie saz nadie,” le dijo.

“Le he prometido a tu madre que te cuidaría,” Miguel dijo.

“Cuida del almacén.”

“Quédate acá,” Miguel le dijo.

El indio murmuraba algo en esa lengua incomprensible que alguien descifraría algún día, cuando Homero se preparaba para su aventura en el tiempo fractal, mientras que el sol brillaba en el cielo.

“Como se llama?” Miguel le pregunto.

“Su nombre no se puede pronunciar,” Homero dijo.

“No será cristiano.”

El indio seguía sin interesarle nada, aunque Miguel lo encomendara a su Dios de los cielos.

“Algún día aprenderá a hablar,” el dijo.

El indio miraba la biblia que Miguel le había dado, su rostro inmutable a todo lo que pasaba a su alrededor, antes de que Homero le mostrara las bolsas de coca.

“No sé si confiar en ti,” Homero dijo.

“Mmm,” el indio dijo.

“Tráeme más cabezas,” Homero le mostro su cabeza. “Y te daré mas coca.”

Entonces el indio saco otra cabecita de pelo azabache y sus labios cocidos con hilo sucio.

“Ya te dije que este hombre es mágico,” Homero dijo.

“Pues es otra cabeza,” Miguel dijo.

El indio puso el trofeo que habría adquirido en otra de sus batallas campales al lado de los papeles de Homero y unas otras cosas sin nombre.

“Me tienes que llevar al resto de las cabezas,” Homero le dijo.

“Mala idea,” Miguel dijo.

“Mmm,” el indio dijo.

Homero alisto su maleta, pensando en la plata que haría con las cabezas de la selva.

“Eso es un truco,” Miguel le dijo.

“No dejes que nada le pase a la cabeza,” Homero dijo.

El encontró otras cuantas cosas que necesitaría en su travesía por la selva, mientras que el indio permanecía callado, su cara una mezcla de cosas incomprensibles.

“Debería de llamar al periodista,” Miguel dijo.

“Jaramillo se muere en un sitio tan sucio como la selva.”

“Pero sería una compañía.”

Homero asintió. “Ya lo sé.”

Ellos discutieron las cosas buenas y las malas de alguien como Homero visitando la selva, pero el indio parecía más jarto que nunca en su bata de colores.

“Tus papeles tienen que decir algo de esto,” Miguel dijo.

Homero miro las hojas que había estado estudiando desde su niñez, en las que tenía que estar su futuro entre otras cosas pasándole en su vida.

“El bus pueda que pase por acá,” Miguel interrumpió sus pensamientos.

Homero examino el horario de los buses que Miguel había encontrado entre sus cosas.

“No sabía que los buses salieran a tiempo,” Homero dijo.

“La municipalidad es organizada,” Miguel dijo.

El indio puso el bulto de hojas de coca en una de sus mochilas, hablando consigo mismo en un idioma bastante raro.

“Ya se querrá ir,” Miguel dijo.

 

 

 

 

 

 

 

El bus

Homero salió a la calle cuando el indio, al que no le importaba nada de lo que pasaba alrededor suyo, corriera en persecución de un bus de color amarillento en camino a algún sitio del mundo.

“Ese es nuestro bus?” le pregunto.

El indio no contesto, afanado por correr más rápido que los campeones de los olímpicos, y Miguel apareció con la maleta en la mano.

“Lo puedes alcanzar,” le dijo.

Entonces Homero corrió con la cartera en una mano y su maleta en la otra, esperando que el chofer parara en frente de las luces del semáforo, que la alcaldía había instalado no hacía mucho.

“Déjanos subir,” él le mostro todos los pesos que tenía en su billetera.

El hombre ha debido de pensar en las implicaciones del gesto de Homero, porque les abrió la puerta después de algunos momentos.

“Aquí está la plata,” Homero dijo.

“Sigue adentro,” el chofer le dijo.

Homero avanzo sobre la gente que había en el vehículo, ganándose unos cuantos insultos de los que estaban sentados en el suelo.

“Ya lo mato,” una voz dijo.

Una mano salía por entre los cuerpos formando una muralla olorosa a todos lados, como en el infierno del que hablaba el padre Ricardo durante sus sermones en la iglesia del mercado.

“Lo siento mucho,” Homero dijo.

Entonces vio dos asientos al lado de una jaula llena de gallinas.

“Esto le costara,” una voz dijo.

Una mujer sentada debajo de la jaula, alargaba sus brazos bajo las barras de la prisión de los bichos que llevaba a vender.

“Estos son mis pájaros,” ella dijo.

“Son gallinas.”

“Mentiroso.”

Homero la ignoro, mientras que el bus tomaba la carretera central por donde se veían los cañaduzales y el viento les traía una lluvia de plumas y caca.

“Los pájaros no lo quieren,” la mujer dijo.

“Pues a mí no me gustan,” Homero dijo.

“Vete al culo.”

“Vieja grosera.”

Los pájaros lo miraban con ojos pequeñitos, llenos de malevolencia, hasta que se durmió, y el mundo fue remplazado por el eco de los tambores de la selva. Quiero mis cabezas, le decían. El ruido del vehículo le contestaba en su sueño de cabecitas pequeñas, gracias a las hierbas de los indígenas en medio de los árboles.

“Empanadas,” una voz lo despertó.

Homero vio a una mujer ofreciéndole una bandeja llena de moscas afuera de la ventana.

“No tengo hambre,” él dijo.

“Pues come mierda,” la mujer de las gallinas dijo.

“Huevona,” Homero dijo.

“Su amigo se fue,” la mujer dijo.

Homero vio el asiento del indio vacío.

“Han visto a mi amigo?” él le pregunto a la gente.

“No nos molestes,” alguien dijo.

Homero trato de salir entre la chusma que había elegido el suelo para dormir antes de llegar a su destino, ganándose unos cuantos insultos.

“Quiero salir,” les dijo.

“Pues te jodiste,” un hombre gordo, atrapado entre una mujer con cara de sargento y alguien durmiendo, le dijo.

“Te doy plata,” Homero le dijo.

“Cuanto?”

“Veinte pesos.”

“Haber,” el hombre estiro su mano.

“Déjenme pasar primero.”

Unas cuantas personas que él no podía ver lo amenazaron de muerte, en las sombras del fin del mundo.

“Quiero la plata,” el hombre decía.

“Han visto a mi amigo?” Homero pregunto.

“No,” la gente dijo.

“Tenía una bata larga.”

“Deme la plata,” el hombre seguía diciendo.

Homero pisó los cuerpos hacinados en el suelo, hasta llegar al lado del chofer que había parado para comprar algo.

“Tu amigo está afuera,” él señaló algún punto en el infinito.

De pronto alguien le hacía señas al lado de unas mulas polvorientas y de los vendedores ambulantes ofreciéndole sus concocciones.

“Que te pudras por la carretera,” el chofer le dijo.

“Quiero mi plata,” el hombre gordo decía desde algún rincón del bus.

“Solo tengo cheques,” Homero dijo.

Al fin se bajo del bus y paso al otro lado de la calle, donde el indio le acariciaba la cabeza a la mula sin interesarle su sufrimiento.

“Imbécil,” Homero le dijo.

El indio continuaba acariciando al animal, haciendo que Homero se enfureciera más.

“Te doy más coca si me ayudas a subir en la mula,” Homero dijo.

“Mmm,” el indio dijo.

Homero se trepo encima del animal antes de caerse por el otro lado, raspándose las rodillas y parte de su alma. Eso no les había pasado a los héroes de las películas del oeste, que el padre Ricardo mostraba algunas veces en la casa episcopal.

“No mas coca,” Homero dijo.

“Mmmmm,” el indio le contesto.

Homero vio una piedra de buenas dimensiones cerca de ellos, por la que se podría montar encima del burro, antes de que el indio se le escapara con las bolsas de coca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La aventura

El cuerpo a Homero le dolía cada vez que el caballo trotaba y los insectos cantaban sus sinfonías, mientras ellos cabalgaban por la llanura desapareciendo hasta el horizonte.

“Mmmm,” el indio dijo.

“Serás tonto,” Homero dijo.

Entonces llegaron a un rio en rumbo a algún sitio lejos de la civilización cuando el sol les quemaba la espalda, y el indio esculcaba en una de las mochilas que había puesto al comienzo de su viaje por la sabana, como si le ocultara algo importante.

“Donde están las cabezas?” Homero le pregunto.

El indio no le puso cuidado, entretenido con algo que había encontrado adentro de su mochila, antes de sacar una malla de pescar entre las otras cosas que tendría.

“Es buena idea,” Homero dijo. “Ya me está dando hambre.”

El indio se paro al lado del rio con la malla que habría tejido en su pueblo, cuando no estaba matando a sus enemigos en las batallas campales, al tiempo que Homero se trataba de bajar de su mula.

“Esto parece un sueño,” le dijo. “Como si estuviéramos drogados.”

“Mmm,” el indio dijo.

“Tenemos que hablar de las cabezas,” Homero dijo.

El indio seguía pescando, haciéndose el tonto, o es que el pobre era tarado y no entendía nada. Entonces Homero le mostro la mochila que tenía en el suelo.

“Te lleno varias bolsas con coca,” le dijo. “Por cada cabeza que me des.”

Al indio no le importo lo que Homero decía, pues tendrían que comer algo antes de que el sol se ocultara atrás de la maleza, pero entonces algo saltaba en la malla de pescar, interrumpiendo los pensamientos de Homero.

“Mmmm,” el indio dijo.

“Eso se llama un pescado,” Homero dijo.

El indio dijo algo parecido antes de que encendiera unos papeles que tenía en sus bolcillos con una caja de fósforos del mercado, asustando a los zancudos que querían pasarles los venenos de la selva.

“Cuantas cabezas tienes?” Homero le pregunto.

El indio seguía cocinando, sin importarle los sentimientos de Homero, que sería un millonario antes del final del mundo.

“Yo quiero muchas cabezas,” el señaló su propia cabeza para que el hombre le entendiera.

El pescado había quedado muy bueno, mirándolos con ojos apagados detrás de su muerte en el rio, antes de que el sol se transformara en una antorcha grandísima entre las tinieblas de las que no saldría hasta el día siguiente.

El indio le ofreció un aguardiente, al tiempo que los tambores sonaban y el mundo se evaporaba en una cantidad de imágenes, como si los duendes de la selva los hubieran embrujado con sus pociones reservadas para festividades especiales.

Entonces aparecieron otros indios, caminando por entre los charcos que el rio había dejado cerca de la maleza.

“Vengo en paz,” Homero dijo.

“Mmm,” ellos dijeron.

El habría cambiado el tiempo fractal, desde su llegada al rio hacia unos momentos, en los que las sombras surgían entre los arboles rodeándolos por todos los lados.

“Mmm,” los indios dijeron.

“Es que no hablan?” Homero dijo.

Los indios le dieron a Homero una trucha cocinada en sus jugos, más un aguardiente bastante fuerte, que le quemo el esófago hasta llegar al estomago, aunque él les quería hablar en un idioma que entendiera.

“Les doy bastante coca,” Homero les dijo.

Uno de los indios le trajo más pescado, en esa primera noche en la selva, en la que el ruido de los tambores lo hizo dormir al lado de la hoguera.

“Tome aguardiente,” alguien le decía.

“Es que hablan mi idioma,” el les pregunto.

El aguardiente que había tomado le hacía ver todo de una manera extraña, y el se quería ir a dormir, antes de pedirles las cabezas a los indígenas.

“Les daré mucha coca, si me dan esas cabecitas que me gustan,” les dijo.

“Mmm,” los indios le dijeron.

“Lo prometo,” les dijo.

Los indios le ofrecieron más aguardiente, hasta que todo le daba vueltas y Homero corría por la selva, en uno de esos sueños extraños de los que es imposible despertarse.

“Dónde estoy?” Homero dijo.

El viento le contesto mientras los murciélagos volaban y los tambores lo llamaban a una ceremonia secreta.

“Uhhh,” algo se quejaba en algún sitio que él no podía ver porque no tenía fósforos.

Entonces unas sabanas brillantes bailaban sobre los arboles, como si el mundo se hubiera vuelto mágico.

“Buenas noches,” una de las sabanas dijo.

“Estaré loco,” Homero dijo.

“Que esta chiflado,” la sabana dijo, mirándolo por entre las ramas.

“Soy un fantasma en camino a Pereira,” la sabana le dijo.

“No sé dónde voy,” Homero dijo.

“Tiene que saber.”

Homero explico cómo los indios le habían dado aguardiente cerca del fuego, cuando él quería las cabezas achicadas.

“Porque está desnudo?” el fantasma le pregunto.

“Me desperté así.”

“Coja una de mis sabanas,” el fantasma dijo.

Él le dio una de sus sombras, ayudándole a encontrar los hoyos de los ojos por los que se veía el paisaje en tonos grises.

“Donde van?” Homero pregunto.

“Vamos a actuar por dos meses en Pereira,” el fantasma le dijo.

“No tiene compañía?”

“Es la más famosa del otro mundo.”

Uno de los esqueletos luminosos boto algo sobre la maleza, matando unas cuantas luciérnagas alistándose para su presentación nocturna.

“Esa es Ileana,” el fantasma dijo. “Ya ha roto dos piernas esta noche.”

El fantasma trato de repararla, después de darle a Homero uno de sus ojos.

“Guárdalo por el momento,” le dijo.

Homero lo cogió con la sabana, que alguien habría tejido en otro mundo que no entendía.

“Aquí tienes tu hueso,” el fantasma le dijo al esqueleto. “Si lo rompes otra vez, tendrás que saltar entre los árboles como un canguro.”

Ileana siguió bailando después de colocarse el hueso en la pierna, y Homero le trato de dar el ojo al fantasma.

“Lo puede guardar,” él le dijo. “Como recuerdo mío.”

“Gracias,” Homero dijo.

El mundo se veía diferente con el ojo encima de la sabana, como la fantasía en la que se había sumido desde que había salido de la casa hacia un tiempo indeterminado.

“Este es un universo paralelo,” el fantasma dijo.

“No entiendo,” Homero dijo.

El fantasma le explico las leyes de la naturaleza rigiéndolo todo, desde el día que Homero había abierto sus ojos a la luz del mundo.

“Eso es loco,” él le dijo.

El fantasma sonrió. “Estar hablando conmigo es loco.”

Homero se sentó en una piedra de buenas dimensiones, que algún volcán habría vomitado del interior de la tierra haría miles de años, las palabras del fantasma llevándolo más lejos de la realidad.

 

“El camino se bifurcó antes de que nos encontráramos,” el fantasma dijo.

“Ya lo sé,” Homero dijo.

“Te has ido por ambos lados del tiempo.”

“Pero si estoy aquí.”

“Estas aquí, allá y en todo sitio.”

La cabeza de Homero le dolía de pensar en las consecuencias de sus acciones, y más seres transparentes aparecieron, envueltos en sabanas fosforescentes, como si estuvieran en una fiesta de disfraces.

“La ley de las probabilidades indica que tienes un cincuenta por ciento de chances de que estés en varios sitios,” el fantasma dijo.

El mundo se volvía confuso para Homero, que solo quería volver a su almacén, esperando que su doble estuviera ayudándole a Miguel en sus negocios, de acuerdo a las palabras del fantasma.

“Tienes que escoger tu futuro,” el espectro dijo.

“Pues no sé qué tiene que ver con esto,” Homero dijo.

Los fantasmas seguían bailando en ese sueño que él tenía en medio de la selva, al tiempo que algunos micos interrumpían la escena con sus bailes y cantos, perfectamente normal en el mundo al que Homero había llegado.

“Somos los Australopitecos

“Los Australopitecos invencibles

“Cualquier cosa que los hombres han hecho

“Ya la hemos hecho

“No lo nieguen

“No lo nieguen

“No digan no

“Somos los australopitecos

“Los hombres se llaman sabios

“Ja, ja, ja

“Lo quieres ver?

Somos los sabios”

Entonces se golpearon en la cabeza entre ellos, comiéndose a los micos arrastrándose por el suelo. Hitler, Truman, Eisenhower, Mussolini, Franco, Tojo, Hirohito, Cesar y otra gente famosa le pedían a los Australopitecos que no se comieran al resto de sus coterráneos.

“Como puedes ver,” el fantasma dijo. “Tienes que escoger.”

“No entiendo,” Homero dijo.

“Entre los caminos de la realidad.”

Homero se sentó al lado de los personajes famosos, oyéndolos hablar de cosas inverosímiles en ese sueño en el que se había sumido en la selva.

“Esto no es real,” él dijo.

“Que si es,” el fantasma le dijo.

Homero se levanto de la piedra que había encontrado, teniendo cuidado de que la sabana del fantasma no se ensuciara.

“Hay una infinidad de Homeros,” el fantasma le dijo.

“Pues entiendo menos.”

“El universo se parte cada vez que piensas,” el fantasma dijo.

Homero trataba de entender lo que le decía el fantasma de sus pesadillas, después de haberse tomado ese aguardiente en el campamento.

“No existes,” Homero dijo. “Y quiero volver a mi almacén.”

En ese momento salió el sol, y el fantasma se desvaneció entre la piedra, donde Homero se había sentado hacia unos momentos, aunque no hubiera alguna rendija por donde se hubiera metido.

“Donde estas,” Homero dijo.

El pensó en todo lo que le había pasado, desde que el indio lo había abandonado en el medio de los arboles en una noche que nunca olvidaría, cuando tendría que escoger entre los caminos de la realidad.

Tin marin de dos pingue, cucara, macara, títere fue, Homero pensó, cogiendo el camino de la izquierda, que sería el que seguían los habitantes de la región para llegar a la civilización, y se sentó al lado de unos arbustos a descansar de su peregrinaje por las cabezas que el indio habría escondido en algún sitio.

 

 

 

 

 

La iglesia

“Despiértate,” una voz dijo.

Al abrir los ojos, Homero vio a un grupo de gente a su alrededor, al tiempo que un sacerdote le echaba agua con un balde.

“En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo,” el padre dijo.

“Amen,” la gente dijo.

Homero pensaba en la pesadilla en la que se había sumido, mientras que el agua se filtraba por entre la sabana del fantasma.

“Un momento,” les dijo.

“Cállate,” el padre dijo.

La gente odiaba a Homero por algo que no había hecho, entre los poderes de la selva.

“Los indios me dieron pescado,” Homero dijo.

“Quienes?”

“Los indios antes de que viera a los fantasmas.”

El padre escucho todas sus calamidades desde que había salido del almacén en el mercado el día anterior.

“Ven conmigo,” el padre le dijo.

Homero se sentó en el suelo. “Donde?”

“Ya verás.”

Él lo llevo por entre las enredaderas adornando el patio con una fuente, hasta llegar a una calle donde un coche con caballos los esperaba.

“Tengo hambre,” Homero dijo.

“Te daré un cerdo entero en mi casa,” el padre le dijo.

“Quiero aguardiente.”

“Te daré toda la botella.”

El padre lo ayudo a subir al carro, teniendo cuidado que la sabana del fantasma no se enredara en ningún sitio, antes de que los caballos galoparan por el camino.

“Ya los oigo,” Homero dijo.

“Qué oyes?” el padre le pregunto.

“Los tambores de los indios.”

“Te lo imaginas.”

El coche pasó por las calles vacías, hasta que llegaron a una iglesia afuera del pueblo, sus torres recordándoles del poder de Dios y de otras de las cosas en las que creía la gente. Homero levanto la sabana, para ver el paisaje a su alrededor.

“No te la quites,” el padre dijo.

“Por qué?”

“Nos volverá millonarios.”

Homero le dijo que la sabana se la habían dado los fantasmas de su sueño.

“Pues es muy real,” el padre dijo.

“Y todo ha sido una pesadilla,” Homero dijo.

“Los seres de pesadillas no dan sabanas con un ojo real.”

“No sé.”

Al entrar a la iglesia sumida en las tinieblas, unas viejitas encendían velas a la imagen de la virgen con el niño Jesús en sus brazos, en uno de los rincones del atrio.

“Ahhhh,” ellas gritaron.

“No hace nada,” el padre dijo.

La sabana de Homero hacia que las viejitas corrieran atemorizadas de lo que pudiera suceder.

“Este es Homero,” el padre les dijo. “Tiene el poder de Dios.”

“Amen,” todos dijeron.

El padre abrió una puerta atrás del altar, donde encontraron a una mujer alimentando las llamas de una estufa ennegrecida por el humo a su alrededor.

“Tenemos un invitado esta noche,” el padre le dijo.

“Ahhhh,” ella dijo.

“No hace nada.”

“Es el mismo Satanás,” ella dijo.

Homero la miraba a través del ojo de la sabana, y la luz de la estufa bailaba a su alrededor como en los finales del tiempo.

“Es un monstruo,” la mujer dijo.

“Este ojo no es mío,” Homero dijo.

“Pues devuélvelo.”

Homero se envolvió en la sabana, mientras que la mujer alimentaba el fuego, que Dios le habría mandado para que le cocinara en la parroquia.

“Ven conmigo,” el padre dijo.

Él lo llevo entre la basura abandonada por los feligreses en sus visitas a la eucaristía y donde las ratas se escondían para que no las mataran a escobazos, hasta que llegaron a una habitación llena de basura.

“Aquí esta su comida,” la mujer le trajo una bandeja con morcillas, patas de pollo y otras cosas irreconocibles después de ser asadas en la estufa.

Homero levanto la sabana, exponiendo su cuerpo al frio de la noche, antes de comer lo que le ofrecían en la casa de Dios, que vino al mundo para darnos el espíritu santo.

“Tengo pecadores en el pueblo,” el padre dijo.

“Quiero otra ropa,” Homero interrumpió su discurso.

“Esa sabana con el ojo de bombillo, es lo mejor que he visto,” el padre dijo. “Que pilas usas?”

“Ever ready,” Homero dijo.

El padre le explico los poderes de Satanás sobre el pueblo, loco por llevársele la sabana.

“Es que es la ley de las probabilidades,” Homero dijo.

“No entiendo,” el padre dijo.

Homero le explico todo acerca de su vida dividiéndose en muchos caminos, de acuerdo al fantasma que había visto en una noche que nunca olvidaría.

“El señor te ayudara,” el padre dijo.

“Eso espero.”

Él padre le mostro donde podría descansar de todas esas pesadillas mandadas por el diablo, que solo los locos del manicomio verían durante sus episodios cósmicos.

“No hay cama,” Homero dijo.

“Hijo mío,” el padre dijo. “Dios quiere que sufras por tus pecados.”

Homero se hubiera podido quedar en su almacén, vendiéndole a la ciudad, en vez de estar sufriendo penurias en un rincón olvidado del país.

“Lo indios se robaron las cabezas,” le dijo.

El padre paro de barrer la basura al lado de ellos, antes de encontrar unos ladrillos, iguales a los que Dios les hubiera dado a Adam y Eva, para que construyeran su casa después del pecado original.

“Me dirás eso otro día,” le dijo

Homero no veía como podría dormir en el suelo, envuelto en la sabana del fantasma y expuesto a que una rata le mordiera los pies, a pesar de que el padre había quitado bastantes cosas de su lado.

“Quiero una cama,” Homero dijo.

“No he tenido plata para comprar eso,” el padre le dijo.

“Entonces me voy.”

“A donde?”

Homero no tenía otra opción que pasar la noche en el suelo, acompañando a las ratas y otras criaturas de la noche en un rincón del infierno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El camino a la civilización

Homero se despertó en el suelo, su cabeza apoyada en el ladrillo que el padre había conseguido en las entrañas de la iglesia, y la sabana que el fantasma le había dado se había esfumado por arte de magia. En ese momento alguien entro a la habitación.

“Pero si esta empeloto,” una chica gordita dijo.

Ella formo un escándalo, despertando las ánimas en pena vagando por los corredores de la iglesia, e interrumpiendo la misa que estaba a punto de acabar. El padre apareció a su lado con los hábitos sagrados que usaba para hablar con Dios.

“Que has hecho con la sabana,” le pregunto.

“Me la robaron,” Homero dijo.

“Ese era nuestro futuro.”

El padre miraba en todo sitio, tirando cosas al suelo y ensuciándose el hábito con las telarañas esparcidas por el demonio el día que Adam y Eva salieron del paraíso.

“El agua bendita hiso que la sabana se desvaneciera,” Homero dijo.

“Esas son pendejadas.”

Las cabezas que Homero había perdido en la selva tendrían que ser más importantes que la sabana del fantasma, pero el padre seguía quejándose.

“Es mejor que me vaya a mi almacén,” Homero dijo.

El padre lo miro. “Tienes un almacén?”

“Esta atrás de las montañas.”

“Tienes buena suerte.”

“Miguel lo está cuidando,” Homero dijo. “Su hija es muy linda.”

“Les tengo que hablar de Dios,” el padre dijo.

“No puedo ir empeloto,” Homero le dijo.

El padre le dio unos pantalones y camisas para que la gente no saliera corriendo al verlo en la calle, pero le quedaban un poco grandes.

“Ya lo llevare al pueblo más cercano.” El padre dijo. “Quiero ver los fantasmas.”

El padre alisto un maletín viejo, dándole a su empleada instrucciones para cuidar a la iglesia antes de su retorno.

“Deberían de tener más buses,” Homero dijo.

“Necesitamos plata,” el padre le dijo.

Se tendrían que ir rápido, o las viejitas esperando la comunión se quejarían a la diócesis, por no tener el hombre de Dios oficiando la misa.

“Los indios quieren nuestras cabezas,” Homero dijo.

El padre lo miro. “Me confundes con tus indios.”

El puso una botella de agua bendita entre las cosas de llevar a la selva, mientras masticaba las hojas que Homero habría encontrado en la maleza, fortaleciéndolo en su viaje por la llanura.

“No creo en el espíritu santo,” Homero dijo.

“No digas eso.”

“Los espíritus no son santos.”

Ellos se sentaron a hablar de las cosas que Homero había hecho desde que había salido de la ciudad.

“Me recuerdas de la historia de ese hombre que se quedo dormido y han pasado muchos años al despertarse al día siguiente,” el padre dijo.

Homero oyó ese cuento, que alguien habría escrito un día en el que no tendría nada más que hacer.

“Apenas salí ayer de mi almacén,” le dijo.

“Los diablos te han estado siguiendo,” el padre dijo.

El sonido de truenos los volvió a la realidad, en el que espíritu santo los había olvidado y al padre le gustaba la coca creciendo en el campo.

“Esto nos dará fuerza,” Homero dijo.

El padre le sonrió. “Dios ayuda a sus animas benditas.”

Ellos tendrían que irse por la llanura, mientras los fantasmas se escondían en las tinieblas del fin del mundo.

“Tenias esa sabana con ese ojo extraño,” el padre dijo.

Homero le conto la historia de las cabecitas que el indio le había prometido antes de salir de la ciudad, pero ese último aguardiente ha tenido que estar drogado o él había tenido un sueño raro.

“No debes de mezclar la coca con el aguardiente,” el padre le dijo.

Ellos discutieron el poder de los indios sobre su vida, los truenos interrumpiendo la conversación del bien y del mal después del pecado original.

“Padre,” Homero dijo. “Los indios nos achicarán las cabezas.”

El padre no le creía, en su empeño por encontrar a los fantasmas de la noche, pero entonces empezó a toser.

“Satanás me ha mandado esto,” él dijo.

“No puede ir enfermo,” Homero le dijo.

El padre tosía, como si el demonio en realidad no lo quisiera, cuando Homero quería irse a su almacén.

“Los fantasmas no nos darán plata,” el dijo.

“Pero tienen sabanas mágicas.”

“Pues son el demonio.”

“Ya los encontrare otro día,” el padre dijo.

“Es buena idea,” Homero dijo.

El padre tomo sus detalles en un diario, anotando el precio de la coca si quería ofrecérsela a sus feligreses en vez de que rezaran los padrenuestros después de la confesión.

“Los australopitecos se comieron entre ellos,” Homero dijo.

“No hay de eso.”

“Que los vi.”

El padre escribió los detalles de su aventura, después de tomarse ese aguardiente en la selva.

“Los fantasmas bailaban sobre los arboles,” Homero le dijo.

“Cada vez estas más loco,” el padre dijo.

Homero le conto de Ileana perdiendo su hueso y toda la gente famosa reunida entre los árboles.

“Todo eso lo soñaste,” el padre le dijo.

“Tenía la sabana mágica.”

“La encontrarías en algún sitio.”

Homero empaco su ropa, mientras el padre le daba las instrucciones para encontrar el bus.

“Que vayas con Dios,” le dijo.

“Me ha desamparado hasta ahora,” Homero dijo.

“Ya se acordara de ti.”

 

 

 

 

 

 

El mar

Miguel y María le dieron la bienvenida en su almacén. Las cabezas no le habían traído sino problemas, aunque el tío Hugo las hubiera vendido en Nueva York por bastante plata, donde los gringos admiraban las cabecitas reducidas por los indios después de sus peleas campales.

Extranjero triunfa en su expedición a la selva, decía en algunos titulares de los periódicos el día siguiente, aunque no sabían que Homero se había quitado su ropa en el medio de sus sueños, antes de que todo acabara en una tragedia bíblica. Homero encontró el teléfono que tenia entre los chécheres del almacén.

“Esta es la librería,” alguien le contesto.

“Quiero hablar del mar,” Homero dijo.

“No entiendo,” dijo la chica.

“Es para ayudar la economía.”

“Que pasa con la economía?” ella le pregunto.

“Es que soy don Homero.”

El oyó su voz después de una pausa.

“Lo llamare cuando arreglemos algo,” ella dijo.

Homero se dio cuenta como sus aventuras con los indios o su fama como vendedor de coca de primera calidad en la región lo habían hecho famoso en la ciudad.

“Hay muchos Homeros por el mundo,” él dijo.

Miguel paro de arreglar las cajas de coca esparcidas por el suelo, antes de mirarlo por entre los anteojos.

“Pues solo veo uno.”

“Es que mis dobles viven en otras dimensiones.”

“Quien dice eso?”

“Los fantasmas de la selva.”

Miguel siguió haciendo su trabajo sin importarle la locura de Homero, a pesar de que el padre Ricardo lo había bendecido o de que su hija lo quisiera mucho.

“Quiero tener barcos,” Homero dijo. “Es mi nueva ilusión.”

“Buena suerte,” Miguel dijo.

Homero tendría que ayudarles a los jóvenes de la ciudad a tener un futuro mejor, a pesar de que el padre Ricardo les predicara de la biblia, con sus historias horribles del viejo testamento.

“Los jóvenes necesitan trabajo,” el dijo.

“Ya lo sé,” Miguel dijo.

“Les ayudare con su futuro.”

“Todo esto lo habrá dicho el fantasma.”

Homero seguía el árbol de su existencia, envolviéndolo con sus ramas fractales entre los caminos del tiempo.

“Don Homero," Miguel le dijo. “Ya estoy cansado de tanta locura.”

Homero le explico de los caminos que tomaba con cada acción en el hilo del tiempo, llevándolo hacia un futuro incierto

“No sabemos el futuro,” Miguel le dijo.

Homero hizo el diagrama de su vida, desde que había llegado al mundo entre el barro del jardín, aunque los papeles de José lo podrían decir, entre sus garabatos.

“Es que no soy la misma persona que se acostó anoche,” Homero dijo.

“Ya empiezas con tus cosas.”

“Es la verdad,” Homero dijo. “Me he ido por muchos caminos.”

“Y yo debo de trabajar,” Miguel dijo.

Homero tendría que emprender su nueva aventura por el tiempo fractal, pues sus acciones lo llevarían por caminos diferentes.

“Les pediré plata a los ricachones de la ciudad para comprar los barcos,” Homero dijo.

“No sé porque te darán plata.”

“A los ricos le gustan las obras de caridad.”

Homero dibujo la rama por la que tendría que seguir desde ese momento, sus pensamientos impulsándolo hacia el futuro.

“Ya lo sé,” Miguel le dijo. “La plata es tu Dios.”

“Al menos nos da alegría,” Homero dijo.

“Y te llevara al infierno.”

“No hay nada de eso,” Homero dijo.

“De acuerdo a tus papeles.”

“Y los fantasmas.”

Homero tendría que planear la vida desde ese momento, antes de que se volviera un millonario en su línea del tiempo.

“Hare otras cosas cuando tenga mis barcos,” le dijo.

Miguel asintió. “Habrá mas gente pobre que salvar.”

“Eso es buena idea.”

Homero le hablo de sus barcos trayendo la mercancía de muchos sitios del mundo, y la que vendería a buenos precios en su almacén.

“Voy a hablarles del mar en la librería,” Homero dijo.

“Tu país estaba a la orilla del mar,” Miguel dijo.

Homero tenía las fotos del viaje de sus padres a otro país, en las que se veían jóvenes y llenos de ilusión por lo que el mundo les daría.

 

La librería

“La librería está al lado de la plaza del mercado,” Miguel le dijo.

“Ya lo sé.”

Homero se alisto para hacer sus investigaciones acerca del mar, tratando de olvidarse de su aventura por la selva, y de los fantasmas hablándole de mundos desconocidos, aunque ahora tendría que pensar en su misión en el mar.

“Tiene que ir a la librería antes de que cierren” Miguel le dijo.

Homero encontró una libreta para apuntar lo que quería averiguar en la librería, antes de su charla acerca de los océanos rodeando el país, que sus padres habían escogido como su segunda patria.

“Primero tengo que pensar en lo que el mar ha hecho por este país,” el dijo.

“Nos trae las cosas que vendemos en los almacenes,” Miguel le dijo.

“Eso es lo que quiero hacer,” Homero dijo.

El anoto la plata que podría hacer con la mercancía del mundo, cuando nadie más en el mercado tendría las mejores cosas del país y las más baratas.

“Perderás plata si vendes todo a menos precio,” Miguel le dijo.

“Eso es lo que va a aparentar,” Homero dijo.

El puso su libreta de anotaciones entre las cosas que llevaría a la librería, antes de ponerse una camisa mejor, para dar buena impresión.

“Buena suerte,” Miguel le dijo.

“Es que siempre la tengo,” Homero le dijo.

Miguel le recordó de los últimos momentos de la humanidad, en un barco sin nombre.

“Te estarás enloqueciendo,” Homero dijo.

“Que si paso.”

“Debe de estar en tu biblia.”

Homero le dio ese libro que su madre había guardado en el medio del desorden y al que Dios quería mucho, de acuerdo a sus palabras, pero se tendría que prepara para su cita con el destino.

“Hiciste un espectáculo de luz,” Miguel dijo.

“Ya lo sabía,” Homero dijo. “Fue solo un sueño.”

Él le explico a Miguel acerca de otros mundos existiendo en dimensiones de las que sabíamos nada, así como le habían dicho en la selva.

“Esto no tiene que ver con la selva,” Miguel le dijo.

“Entonces te lo imaginaste.

La librería estaba al lado de una plaza pequeña con el busto de Simón Bolívar, el libertador del país que lo había acogido en su juventud, al tiempo que las palomitas se bañaban en una fuente de agua sucia. Al entrar al edificio de ladrillos rojos, Homero vio a la recepcionista afilándose las uñas.

“En que puedo ayudarlo?” ella le pregunto.

El esperaba que la chica cayera en sus brazos, antes de tocarle sus senos.

“Quiero unos libros,” le dijo.

“Tienes que llenar una de estas tarjetas,” ella le dio un papel.

Homero no había aprendido a escribir bien durante su niñez, pero quería estar registrado en la librería.

“Se me han olvidado mis anteojos,” le dijo.

La chica escribió con sus manos delicadas que le podría hacer muchas cosas debajo de sus calzoncillos.

“Me llamo Homero,” le dijo.

Ella estudio su cara antes de anotar el nombre.

“Eres tocayo de un hombre famoso,” ella dijo.

“No sabía.”

“Puedes ver sus libros en la parte de atrás del salón.”

Homero siguió sus indicaciones, estrellándose con unos asientos que alguien había puesto en su camino, e interrumpiendo la concentración de la gente.

“Silencio,” alguien dijo.

Él había llegado al medio de la sala, donde unas madres leían con sus hijos pequeños, cuando vio un hombre de nariz larga y ojos locos en la portada de un libro.

“La Ilíada,” el leyó en la cubierta.

Este libro tenía que ser de su tocayo del pasado. Homero se sentó a la mesa, creando más confusión al mover los asientos a su lado, antes de concentrarse en el libro con el nombre raro. Su tocayo había escrito acerca de Héctor, Zeus y el rey Hermes haciendo sus negocios con Troya, mientras que Helena lo hacía con todo el mundo. El tiempo retrocedió, mostrándole otra realidad que había existido en medio del Olimpo, el silencio de la biblioteca interrumpiendo sus pensamientos.

“Dos y dos son siete,” el dijo.

“Ese hombre habla solo,” un niño dijo.

Homero se estrello con más asientos, mientras caminaba hacia la chica atrás del escritorio.

“Me llevo este libro a la casa,” le dijo.

Ella puso la estampa en la primera página, pero se detuvo cuando vio la cara del otro Homero en la cubierta del libro.

“Es extraño,” ella dijo.

“Qué es?”

“Nada.”

“Saldrías conmigo mañana?” Homero le pregunto.

“Tengo novio.”

“Que pesar.”

Homero dejo la librería mientras que el sol brillaba en el cielo, aunque no hubiera conquistado a la bibliotecaria, las notas del himno nacional interrumpiendo sus pensamientos de otros mundos, perdidos en el tiempo.

El Homero de la historia les hubiera robado la plata a los ricos para dársela a los pobres, cuando el padre Ricardo apareció al lado suyo con su cara redonda y su cuerpo gordinflón, donde el espíritu santo se le asomaría entre el hábito sagrado unas cuantas veces.

“Porque te metiste con los indios?” él le dijo.

“Tenían buenas hembras.”

“Ya discutiremos eso otro día,” el padre dijo.

Homero lo siguió adentro de la iglesia, donde las velas de los feligreses lo dejaban ver un poco entre las tinieblas del atrio.

“Voy a comprar barcos,” Homero le dijo.

El padre lo miro después de persignarse en frente de la cruz, como si no le gustara que Homero tuviera sus ideas de ayudarle a la gente.

“Eso cuestan mucho,” le dijo.

“Estoy pidiendo ayuda a la gente de la librería.”

El padre Ricardo paro de mirar la estatua de la virgen, a la que le faltaba un poco de pintura por el lado de los pies, por donde los feligreses la tocaban para ganarse las bendiciones.

“Estarán locos si te ayudan,” le dijo.

“Gracias padre,” Homero le dijo.

“De qué?”

“No sabes lo que dices.”

Homero siguió en su camino al tiempo que los relámpagos acababan la paz del día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La librería

“Señores y señoras,” Homero dijo en frente del espejo. “Tengo una idea para ayudar al mundo.”

El tendría que comprar un barco y varios camiones para traer la mercancía del puerto, la mejor manera de hacer plata en medio de su vida.

“Dos y dos son siete,” el dijo.

Esa frase no significaba nada, pero muchas cosas no iban a ningún sitio, como los papeles que José había dejado en el suelo, aunque una ardilla comiéndose una nuez lo miraba atrás de la enredadera.

“Me amo mucho,” el se dijo a sí mismo.

Su madre le había contado historias de su niñez en esa tierra perdida en el tiempo, el sonido del teléfono interrumpiendo sus pensamientos de sus padres viajando al otro lado del océano.

“Hemos conseguido un salón para su charla, Don Homero,” una voz dijo. “Debe de estar en la librería a las siete y media de la noche.”

“Muchas gracias.”

Homero se vistió después de bañarse en la regadera que había puesto en el patio, desperdiciando el agua yéndose por la alcantarilla, pero tenía que convencer a la gente de su sinceridad.

“Ese lunar que tienes cielito lindo..” el cantaba al frente del espejo, donde podía ver su perfil con el que conquistaría el mundo.

El se vistió con su mejor ropa, después de secarse con la toalla, la imagen en el espejo mostrándole que guapo era a pesar de sus sufrimientos.

“Cantas muy bien,” una voz dijo.

María lo observaba desde la puerta, mostrando sus piernas bajo una falda muy bonita que habría hecho en su casa.

“Tengo que hablar en la librería,” Homero dijo.

“De qué?”

“De barcos.”

“Cuestan mucho.”

“Lo sé.”

Él le mostro las fotos que había encontrado en el libro de su tocayo griego, el de la guerra de Troya, antes de que hubieran periódicos y otras cosas indispensables para la vida. Homero le toco su cintura pero ella lo rechazó con manos delicadas.

“Estoy ocupada,” le dijo.

“Siempre lo estas.”

Homero se tendría que alistar para exponerle sus ideas a la gente del mundo, mientras que ella lo miraba desde la puerta, en caso de que tratara uno de sus trucos.

“No sé qué decirles,” él le dijo.

“Quieres ir pero no sabes que hacer.”

“Ayúdame.”

El la beso antes de que ella protestara y después le toco sus pechos.

“Te doy plata,” le dijo.

María lo empujo sobre unas cajas que habían venido esa mañana, con la palabra coca escrita en todos los lados.

“Que te paso en la selva?” ella pregunto.

“Los indios no tenían cabezas.”

“Pues mientes.”

“Tengo que ir a la librería,” el dijo.

“Buena suerte,” María le dijo.

Homero le conto de su travesía en el reino de los arboles, y de su sufrimiento al lado de las gallinas en el bus.

“Un fantasma me enseño realidades cósmicas,” le dijo.

“Y eso que es.”

“Me dijo de las ramas del árbol de la vida, llevándome a algún sitio en el universo fractal desde mi nacimiento en las sombras del sol.”

“Dirá esto en tus papeles,” ella le dijo.

“Pues si.”

“Cada vez me confundes mas.”

El busco los papeles de José entre la ropa del cajón, esperando ver esa escritura que lo había obsesionado desde su niñez, aunque María les habría quitado los gusanitos del polvo, que le picaban la piel cuando volaban por el aire.

“Les dirás tus ideas a la gente” ella dijo.

Él le explico la estructura del universo, tal como el fantasma lo había hecho en esa noche de luna llena en el medio de la selva.

“Las sendas de la vida nos llevan a diferentes sitios,” él le dijo.

“Yo estoy en todo sitio entonces.”

“Tienes buena imaginación,” ella dijo.

“El fantasma la tiene,” Homero dijo.

Él le explico lo que había pasado el día en que su tío le había dado la moneda, mientras ella lo escuchaba.

“Cuéntales en la librería,” ella dijo.

“No me da plata.”

El la beso, olvidándose de las sendas que tenía que tomar para ser el hombre más rico del mundo y de lo que les diría a la gente del pueblo.

“Es que te amo,” le dijo.

María se soltó de sus brazos, ignorando sus manos que querían explorar su cuerpo antes del fin del mundo.

“Quiero expresarte mi amor,” Homero le dijo.

“No así,” ella dijo.

“No hay de otra manera.”

“Pues ese camino no te llevara a ningún sitio.”

“Tienes la razón,” Homero dijo. “Te lo tengo que demostrar primero.”

Homero le mostro las páginas de su amigo invisible, que había encontrado entre el cajón del almario.

“Es muy interesante,” ella le dijo.

“Nos los he encontrado en otro plano,” él le dijo.

“Tú y tus universos,” ella dijo.

“Que si existen.”

“Pruébamelo.”

El la beso, dejando que sus microbios invadieran los recesos de su boca, aunque se tenía que preparar para el futuro.

“Pensé que te irías a la librería,” una voz dijo.

Miguel los miraba desde la puerta, con una caja de coca en sus manos.

Homero puso las páginas en el cajón, dejando que ella le explicara a su padre acerca de su amor, si quería ser un millonario al final de su existencia.

 

 

La librería

Homero salió a la calle, donde la gente compraba en el mercado sin importarles que todo se acabara algún día menos pensado, como decía la biblia destartalada que el padre Ricardo tenía en su escritorio.

“Don Homero,” alguien lo saludo. “Tiene buena coca?”

“Mi coca es siempre buena.”

Homero siguió su camino en medio de los transeúntes que iban de prisa a algún sitio en el día más importante de su vida, cuando a ninguno le importaba que camino siguiera en el universo, y las palomas se hacían el amor éntrela basura que no habían barrido por un tiempo.

“Señores y señoras,” el se dijo a sí mismo. “Yo voy a cambiar el mundo.”

Un par de hombres sentados en las bancas lo miraron, antes de seguir durmiendo la siesta, pero Homero se imaginaba el día en el que sería el hombre más rico del mundo. Entonces se acordó de la aventura en la selva, en la que había visto cosas extrañas, no atribuidas a la coca barata de los potreros, ni al aguardiente que había comprado para el indio.

Homero se tropezó con algo en su camino y todo pasó en camera lenta, cuando nuestro héroe iba en su ruta al suelo en uno de aquellos momentos de su vida, de los que no se querría acordar en el universo. Varias personas lo ayudaron a levantarse del suelo, mientras que el se sacaba la mugre de los pantalones y otras de esas cosas que se encuentran en las calles que el municipio no barre.

“Don Homero,” una voz dijo. “Me lo encuentro en todo sitio.”

El padre Ricardo lo miraba con la biblia en la mano, como si fuera en camino a ver a los santos apóstoles.

“Voy a una reunión,” Homero dijo.

“De qué?”

“Pues es que voy a hablar del mar.”

“Y que tienes contra el mar?”

“Quiero comprar barcos,” Homero dijo.

El padre Ricardo pensó por algunos momentos, en los que Homero se alistaba para continuar en su camino.

“Mira hijo,” el padre Ricardo dijo. “Te fue mal en la selva.”

“Es para darle empleo a los jóvenes de la ciudad.”

“Ellos necesitan la biblia,” el padre Ricardo dijo. “Y no empleo.”

El padre Ricardo le recito unos versículos que se sabía de memoria, ignorando esas cosas inicuas que están en éxodos, levíticos, números y todos esos libros de la biblia llenos de matanzas y apedreamientos a los niños desobedientes y las novias que no son vírgenes.

“Le quieres enseñar a la gente acerca del mar,” le dijo.

“No,” Homero dijo. “Les voy a proponer un buen negocio.”

“Acuérdate que paso con los indios.”

“Esta vez es en serio,” Homero dijo.

“Siempre lo es,” el padre Ricardo dijo. “Y luego vienen las consecuencias.

Unos hombres aparecieron con sus cámaras de fotos, listos a fotografiar al hombre que los iba a sacar de la pobreza.

“Hablaremos después,” Homero dijo.

El se arreglo la ropa para aparecer lo mejor que pudiera en las fotos de los periódicos, antes de componerle el futuro a la ciudad.

“Ven a la iglesia conmigo,” el padre le dijo.

“Ya he leído la biblia,” Homero dijo. “Y es muy horrible.”

El padre Ricardo acariciaba el libro que tenía en su mano, esperando cualquier milagro del altísimo convirtiera al ateo que tenia al frente.

“Don Homero,” uno de los fotógrafos dijo. “Lo estamos esperando.”

“Vaya con Dios,” el padre Ricardo dijo.

“Pues no lo veo en ningún sitio,” Homero dijo.

El padre Ricardo le rezo al sagrado corazón de Jesús, al tiempo que Homero seguía por la senda del universo que más le convenía en su misión en la tierra.

“Quédese allí,” un fotógrafo le tomo unas cuantas fotos al lado de la entrada a la librería.

Homero le sonreía a la cámara, imaginándose todo el dinero que le darían por hacerle buena cara a los periódicos.

“Cuantos barcos comprara?” el fotógrafo le pregunto.

“Los que más pueda,” Homero le dijo.

“Esta es otra de tus iniciativas.”

“Son siempre buenas,” Homero dijo.

“Como la de la selva.”

“Los indios se beneficiaron de mi visita.”

Homero se abrió paso entre los periodistas, cuando Jaramillo apareció a su lado.

“Que vivan tus barcos,” le dijo.

Homero asintió. “Cuando los consiga.”

“Ya hablaremos de eso.”

Ellos entraron a la librería, donde una chica, los esperaba con sus tetas grandes y su falda apenas tapándole las piernas.

“Por aquí,” ella los llevo al salón de actividades en el primer piso.

Homero vio bastante gente esperándolos, en medio de los libros y otras cosas adornado las paredes.

“Este es don Homero,” la chica le dijo al público.

A él se le había ido la voz en ese día tan importante de su vida, en el que todos esperaban sus palabras sagradas.

“Ahhh,” Homero dijo.

“Tráiganle un vaso de agua,” la chica dijo.

La bibliotecaria le daba una pastilla y su mente se aclaraba suficientemente para empezar la charla.

“Nosotros teníamos dos mares en mi país,” el les dijo. “Por eso es que amo el mar.”

“Que viva don Homero,” ellos dijeron.

“Les daré empleo a la gente de la ciudad.” Homero dijo.

“Como lo hará?” alguien le pregunto.

“Pueden trabajar en mis barcos.”

El volvió a su asiento entre los aplausos del público, y la chica que lo esperaba con el micrófono contra su pecho.

“Este joven es un tesoro,” ella dijo.

“Gracias,” Homero dijo.

Una señora paso recogiendo plata, para ayudar al extranjero que amaba el mar como nadie más lo había hecho en la historia de la ciudad, a pesar de que el padre Ricardo le rezaba todos los días al espíritu santo, que estaría en los cielos de acuerdo a las escrituras. Homero tomo aguardiente mezclado con las lágrimas de sus ojos, al tiempo que el mundo se desvanecía y Dios lo esperaba al frente de su trono.

“Don Homero,” una voz lo llamo.

La chica le ponía un pañuelo oloroso sobre su nariz, sin importarle que hubiera tenido una visión de estasis, como las de Santa Teresa antes de que la canonizaran.

“Se desmayo,” ella dijo, masajeándolo con sus manos delicadas.

“Te necesito esta noche,” él le dijo.

“Don Homero…”

“Dios lo agradecerá.”

Él le toco el pezón derecho al tiempo que ella lo empujo y acabaron juntos en medio del público.

“Queremos saber cómo conseguirá los barcos,” alguien dijo.

Homero beso a la chica, antes de que ella se fuera de su lado sin agradecerle ese momento de dicha.

“Ya preguntare acerca de eso,” Homero dijo.

“Con nuestra plata,” el joven dijo.

“La devolveré en fuentes de trabajo para los ciudadanos,” Homero dijo.

Sus barcos ayudarían a traer empleo a la ciudad, porque tendrían que confiar en sus industrias ayudándole a la gente de la región a tener buena mercancías.

“Que viva don Homero,” todos dijeron.

Homero brindo por la buena suerte de sus negocios, mientras que alguien encendió un gramófono y la gente de la audiencia bailaba un bambuco.

“Yo puedo manejar sus camiones,” alguien le dijo. “Y también puedo ser marinero.”

“Pues paseara por las islas del Caribe,” Homero dijo.

La chica se le sentó al lado, lista a apuntar las ideas de Homero en ese día especial para la ciudad, donde un extranjero les daría trabajo a los ciudadanos pobres de los tugurios.

“Debemos de ir a un sitio menos ruidoso,” Homero dijo.

El la llevo al baño que había atrás del salón de reuniones, donde a alguien se le había olvidado un pañuelo de colores.

“Ahora si me puedes entrevistar,” él le dijo.

“Acá?”

“Es un sitio tan bueno como cualquier otro.”

“Hemos juntado miles de pesos,” el micrófono interrumpió la conversación.

“Felicitaciones,” la chica le dijo.

Homero la dejo sin aliento después de besarla por unos momentos, en los que sentía el hombre más feliz del mundo, a pesar de sus peripecias en la selva, donde el fantasma le había enseñado lo extraordinario.

Ella paro sus avances de la mejor manera que pudo, aunque las manos de Homero habían subido hasta sus calzones de bordados.

“Debes de recibir el dinero,” ella le dijo.

“Pueden esperar.”

“Vamos ya,” ella dijo.

Homero la siguió hacia el sitio de reunión, saboreando en su mente los minutos en los que le había tocado su cuerpo de diosa y el mundo lo felicitaba por sus ideas.

“Ya conseguiré mis barcos,” él le dijo al público.

“Que viva Homero,” ellos dijeron.

“Nos debe de decir cuando lo hará,” un periodista dijo.

“Lo más pronto posible,” Homero dijo.

Él les delineo sus planes en el puerto, donde esperaba conseguir los barcos sin muchos contratiempos.

“Ya lo veremos allá,” los periodistas dijeron.

“Si quieren,” Homero les dijo.

“Recemos por los planes de Homero,” la chica dijo.

“Padre nuestro que estás en los cielos,” todos dijeron. “Hágase tu voluntad tanto en la tierra como en los cielos.”

 

 

Los barcos

Los periódicos publicaron artículos sobre el extranjero durmiendo entre un bulto de papas y otro de plátanos en su camino al puerto, los moscos lo molestaban, pero un pasajero podía viajar al lado del chofer, mientras que el canto de las gaviotas lo arrullaban en su paso por la selva del Darién. Homero había juntado suficiente plata para comprar el vehículo después de su discurso en la librería, pero ahora tendría que conseguir los barcos, de cualquier manera que pudiera. La llegada del camión al garaje interrumpió sus pensamientos acerca del futuro.

“Don Homero,” uno de los choferes dijo.

“Estoy cansado,” Homero dijo.

“Necesitas una mujer,” el hombre dijo.

“Donde?”

“En el puerto.”

Homero quería encontrar sus barcos, entre la gente vendiendo pescado y otras cosas más de la región, cuando un hombre quemado por el sol interrumpió la conversación.

“Mucho gusto en conocerlo,” le dijo.

“Quien eres?” Homero le pregunto.

“Mis barcos me traen mercancía,” el hombre les dijo.

A Homero le interesaba lo de los barcos trayendo mercancía, cuando estaba interesado en su negocio con otros países del mundo y puso cuidado a lo que el hombre les decía. Los choferes se rieron, pero Cesar permanecía serio.

“Que ya viene el fin del mundo,” les dijo.

“Se lo pasa pronosticando los últimos días de la humanidad,” el chofer dijo.

Homero lo oyó diciendo como todo se iría en los últimos días del tiempo, antes de que el sol estallara, como los fantasmas le habían dicho.

“Que fantasmas?” Homero le pregunto.

“Los de la selva,” Cesar le dijo.

Homero se olvido por unos momentos de su misión en el puerto, pensando en las palabras del hombre.

“Que te dijeron y en donde?” le pregunto.

El hombre le dijo de su aventura un día en la selva del Amazonas. La que había recorrido después de viajar por los océanos del mundo.

“Habían esqueletos?” Homero le pregunto.

“Solo vi fantasmas,” el hombre le dijo.

“Son mentiras de Cesar,” el chofer dijo.

La selva tendría que estar llena de sabanas blancas bailando al ritmo de los tambores, aunque todo pasaba por las diferentes ramas del universo, creadas por las acciones del individuo.

“Hola Cesar,” otro de los choferes dijo. “Cuando se acaba el mundo?”

Cesar hizo una señal ruda con sus manos.

“Maricon,” los choferes le dijeron.

“Cállense,” Cesar dijo.

Homero quería oír las aventuras de Cesar que había empezado a traer la mercancía del Caribe hacia tiempo.

“Tus fantasmas tenían un ojo mágico?” Homero le pregunto.

“No,” Cesar le dijo. “Pero los tuyos serán más avanzados.

Homero quería guardar la plata en el banco, lista para gastarla en lo que quisiera y no en esos barcos que había prometido en la librería.

“Podemos confiar en el mar,” Cesar le dijo. “Pero el sol nos hará quedar mal.”

“Es buena filosofía,” Homero dijo.

“De la mejor.”

“Está loco,” ellos dijeron.

“No me jodan,” Cesar dijo.

Homero abrió una botella de aguardiente, antes de que Cesar discutiera la ruta que tomaría por entre las islas del Caribe, donde vivían las mujeres que había conquistado en un pasado lejano.

“Yo nací en Salvación,” el dijo.

“Eso es fantástico,” Homero dijo.

“Al presidente le gusta el football.” Cesar dijo.

“Lo quisiera conocer.”

“Que viva Salvación.”

Cesar saludo una bandera invisible, mientras que Homero pensaba en hacer negocios con la isla de Salvación en el futuro.

“Es el fin del mundo,” Cesar dijo.

El aguardiente bajo por sus gargantas quemándole las amígdalas, antes de sumirlos en los colores de sus sueños.

“Podría pasar ahora,” Cesar dijo. “Todos tienen que estar listos.”

“Es interesante,” Homero dijo.

“Tome mas aguardiente,” los choferes dijeron.

Homero tomo unas cuantas copitas del licor, hasta que el universo lo inundaba todo con el ardor de su estupor.

“Al principio no había nada,” Cesar dijo. “Luego Dios dijo, hágase la luzy la luz fue hecha.”

“La luz no podía existir sin el sol,” Homero dijo.

“No se puede dudar de la biblia, don Homero.”

“Pues dice mentiras.”

“Y entonces Dios dividió las aguas de la tierra,” Cesar dijo. “Y luego creo las estrellas.”

“No hay luz sin las estrellas,” Homero dijo.

“Cállate hereje,” Cesar dijo.

Homero pensó en la posibilidad de enriquecerse con la mercancía traída por Cesar de otras tierras, si era barata y buena.

“Debe de tener fe, Don Homero,” Cesar interrumpió sus pensamientos.

“Fe no hará que vea sin sol,” Homero le dijo.

Entonces Cesar le leyó del libro que tenía en su bolsillo, empezando por la creación del universo, desde que el ser que él llamaba Dios había empezado a fabricar cosas como por arte de magia, nada era muy difícil de explicar para el hombre nacido en Salvación.

“Me tienes que traer la mejor mercancía del Caribe,” Homero dijo.

“Eso no está en la biblia.”

“Pero son mis palabras.”

Cesar le mostro un mapa del Caribe con la ruta que sus barcos tomaban entre esas islas de señoritas preciosas, dispuestas a darle el mejor placer del mundo, a pesar de que vivieran en la miseria.

“A ellas les gustan los dólares,” El dijo.

“Ya las conquistare un día,” Homero dijo.

“Tiene que venir en mis barcos.”

Ellos hablaron de las sabanas flotando en la selva que Homero había visto, durante su aventura con el indio.

“Me dijeron del universo,” le dijo.

“Que pasa con el universo?”

“Se divide cada vez que pensamos.”

Cesar se rio, interrumpiendo las voces de los choferes. “Mis fantasmas solo me jalaban los pies,” le dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Homero se propone matrimonio

Homero se alisto para irse en uno de los camiones que lo llevaría a la ciudad, pues un día tendría suficiente plata para conquistar el mundo como les había prometido a sus padres muchas veces.

“Don Homero,” alguien dijo. “Ya compro sus barcos?”

“Claro que si.”

“Y cuando?”

“Somos los reporteros,” alguien mas dijo.

Algunos hombres con cámaras fotográficas, lo rodearon como abejas alrededor de un enjambre, haciendo toda clase de preguntas, sin esperar a que Homero las contestara.

“Este es mi camión,” el les mostro uno de los vehículos, parqueados en el garaje. “Me servirá para llevar la mercancía a la ciudad.”

“Y darle empleo a la gente,” el mismo periodista le dijo.

“Por eso lo compre,” Homero dijo.

Los reporteros le tomaban fotos a todo lo que veían, haciendo que Homero posara junto al camión que habría conseguido en el puerto.

“No sabíamos que eras tan famoso,” los choferes dijeron.

Homero había llegado al mundo después de que el sol se escondiera atrás de la luna, de acuerdo a la historia de sus padres, que acabarían su existencia en el almacén del mercado.

“Deseo la paz para la humanidad,” Homero les dijo.

“Bien hecho,” dijeron los periodistas.

Los choferes se sentaron a discutir como traerían la mercancía al almacén, mientras que los reporteros tomaban fotos y Homero pensaba en hacer una fiesta para soportar sus ideas.

“Dios bendiga a nuestro mesías,” Cesar dijo.

“No soy un mesías,” Homero dijo.

“Tienes los ojos verdes.”

“Eso no tiene que ver con nada.”

Cesar les mostro las anotaciones en su libreta, después de leer el libro sagrado de los mayas, que quien sabe como lo había conseguido.

“Escribían en garabatos científicos.”

“No sabes lo que dices,” Homero dijo.

“Tengo sus predicciones.”

“Queremos verlas,” los periodistas dijeron.

La luz de las cámaras acabo con la tranquilidad del día, cuando tendría que explicarles a los choferes como mejoraría la vida de los ciudadanos de la región.

“Ms barcos le ayudaran,” Cesar les dijo.

“Has visto los fantasmas,” los choferes dijeron.

“Don Homero también los vio,” Cesar dijo.

“Es muy interesante,” los fotógrafos escribían en sus notas.

El les dijo como todo lo que hacían los llevaba a un mundo diferente, aunque el futuro siempre parecía incierto, así cono la línea fractal de la existencia, delineada por nuestras acciones en la realidad.

“Es hora de que nos vamos,” los periodistas dijeron.

“Les mostrare los fantasmas un día,” Cesar dijo.

“Estás de psiquiatra,” los choferes dijeron.

Homero se subió a la parte de atrás de uno de los camiones con rumbo a la ciudad, después de que los reporteros se fueron.

“El pasajero de adelante quiere que su perro viaje acá, don Homero,” el chofer le dijo.

“Tendrá que pagar extra,” Homero le dijo.

“Eso hará.”

Un perrito goloso y con el pelo cubriéndole sus ojos, salto junto a Homero que lo saludo gruñendo.

“Este es el almuerzo del perro,” el chofer le dio una caja caliente. “Se lo puede dar cuando quiera.”

“Está bien,” Homero dijo.

El camión se fue al cabo de algunos minutos, cuando las papas rellenas del perro olían a bueno, entre una chuleta grasosa con salsa de tomate, y el animal lo miraba desde las cajas de mercancía. Homero le comió todo lo que el señor le había comparado a su perro, al que querría mas que a su mujer.

“Ya te dará comida tu dueño,” le dijo.

“Grrr,” el perro dijo.

“Huevon.”

Homero trato de dormir para bajar el almuerzo, el movimiento del camión arrullándolo bajo la luz del sol, que lo había dejado solo al comienzo del tiempo.

“Diez elefantes se balanceaban encima de una hamaca,” Homero cantaba. “Si un elefante se desliza solo quedan nueve.”

La canción siguió hasta que apenas que quedaron cero elefantes encima de la hamaca, y Homero se hiso la paja tan bien como pudo, la piel de su miembro deslizándose por sus manos, hasta que el semen corrió sobre las cajas de mercancía.

Es mejor que hacerlo con una prostituta, Homero pensó, pues se podía casar consigo mismo para pagar menos impuestos al gobierno. El reflexionó por una hora en su propuesta, el prospecto del hambre haciendo que se contestara afirmativamente, y los aullidos del perro interrumpieron sus pensamientos sobre el amor en tiempos difíciles.

“No jodas,” Homero le dijo al animal.

El perro asusto a unas cuantas moscas volando sobre las cajas en busca de sustento, las casitas adornando las afueras de la ciudad interrumpiendo los pensamientos de Homero. Tendría que organizar el matrimonio consigo mismo, tan pronto llegara al almacén, donde Miguel estaría vendiendo las hojas de coca y la mercancía barata pero no fiada.

Las calles de la ciudad le dieron la bienvenida al mundo real, invitándolo a pensar en más maneras de hacerse rico, gracias a su imaginación con la que conquistaría el universo.

Un grupo de chicas, con ropa multicolores bailaba en los andenes, el olor a fritanga le hacía dar rebote después de la comida del perro, pero las reinas lo invitaban al cielo cuando él se tenía que casar consigo mismo. Al parar el camión, el dueño del perro apareció al lado de ellos, como un conquistador en busca de más tierras.

“Como esta mi niño?” le pregunto.

“Ya comió,” Homero dijo.

El perro gruño, mas nadie entendía sus quejas con las que quería decir muchas cosas en su idioma necio.

“Don Homero,” el chofer dijo. “Tendremos que revisar la mercancía.”

“Está bien.”

El tenía que ver que todo lo hicieran de buena manera, sin que dejaran algunas de las cajas para sus familias viviendo en algún tugurio de la ciudad.

“Nos vamos a la feria,” los choferes dijeron.

La música interrumpió la conversación, la gente pasaba cantando las rancheras de última moda en la ciudad.

“Tenemos las cajas de la ropa,” el chofer le dijo.

“Y las de los perfumes,” Homero dijo.

“La vida es para gozarla,” el chofer le dijo.

Homero ya sería el hombre más rico del planeta en el futuro, aunque fuera en otro universo, de acuerdo al fantasma de su aventura en la selva.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El matrimonio

Homero le dio las buenas noticias a Miguel apenas llego al almacén.

“Me voy a casar,” le dijo.

“Quien es tu novia?”

“Me caso conmigo mismo,” Homero dijo.

“Estarás loco.”

Homero le tendría que decir a Jaramillo de su matrimonio con la persona mejor del mundo, que no era un pecado de acuerdo a la biblia, donde los hermanos y hermanas se casaban entre ellos y con sus padres. El teléfono sonó unas cuantas veces, hasta que oyó la voz del periodista, entre la estática de otros mundos.

“Me caso conmigo mismo,” Homero le dijo.

“Es para que te den plata?” Jaramillo le pregunto.

“Quiero que seas mi testigo.”

“Eso te costara.”

“Mis hijas están acá,” Miguel interrumpió la conversación.

Homero vio a María con un vestido escotado por el que se le veían los pechos, y su hermanita Amelia se hurgaba las narices, sin importarle nada alrededor suyo.

“Homero se casa con el mismo,” Miguel les dijo.

“No bromees,” María dijo.

“Es en serio.”

Ella estaba acostumbrada a las locuras de Homero, calmando su hambre sexual entre los muebles de la casa o en el patio de atrás, donde solo Dios los vería.

“Me quiero casar ya,” Homero dijo.

“Lo debes de pensar,” Miguel le dijo.

Homero se sentó por unos momentos, en los cuales medito de su compromiso con el mismo entre sus otras ideas de salvar al mundo.

“Yo inflare las bombas,” Amelia dijo.

La niña puso unas cuantas decoraciones alrededor de la cocina y la casa parecía una selva amazónica entre la basura del día.

“Porque Homero no se casa contigo?” le pregunto a su hermana.

“Pues no quiere.”

“Eres bonita.”

La imaginación de Homero vagaba por otros mundos en los que hacia cosas imposibles con María, aunque se ganara el salario mínimo, cuando el timbre de la puerta lo despertó de sus sueños a esas horas de la mañana.

“Tenemos que llamar a la gente,” Homero dijo.

“Pero acabas de llegar del puerto,” Miguel le dijo.

El abrazo a María al llegar a la puerta, sus labios buscando los de ella en las sombras del corredor, a pesar de que se casara con la mejor persona del mundo, de acuerdo a sus cálculos en el camión.

Un hombre con la cabeza calva y un crucifijo listo a parar el fin del mundo, apareció entre las sombras del zaguán.

“Padre Ricardo,” Homero dijo. “Que sorpresa.”

“He tenido una revelación,” el padre dijo

“Se casa con el mismo,” María dijo.

“Dios mío,” el padre dijo.

“Que no hay Dios,” Homero dijo.

El padre Ricardo se alisto a limpiar la casa de los demonios que Homero había traído en el nombre de Satanás, el enemigo de los cristianos, mientras rociaba todo con su agua bendita.

“Me caso conmigo mismo,” Homero interrumpió sus acciones.

“Entonces no es mentiras.”

“Claro que no.”

“Esto si esta malo.”

“Le daré plata para la iglesia,” Homero dijo.

“El reloj de la torre no funciona.”

“Ya lo reparare, padre.”

“Que tal el confesionario?”

“Comprare uno nuevo,” Homero dijo.

“Y la imagen de la santísima madre en el atrio?”

“Lo hare pintar de nuevo.”

“Gracias, hijo mío.”

“A su servicio, padre.”

Homero trato de acordarse de todas las cosas que tendría que hacer por el padre Ricardo, antes de que Cesar y sus marineros llegaran de tierras lejanas, por las que el sol a veces no se ponía si tomaban mucho aguardiente.

“Alguien mas esta acá,” María le dijo.

El la siguió por el corredor esperando tocarla más en la oscuridad, lejos de los ojos de su padre.

“Te espero esta noche,” le dijo.

“Estarás casado.”

María abrió la puerta, tratando de evitar sus manos en el día de su boda.

Cesar entro con los marineros, pateando las bombas que Amelia había inflado hacia unos minutos, sin interesarle que Homero se uniera consigo mismo por la eternidad o hasta que el sol explotara en un trillón de átomos.

“Queríamos ver tu casa,” ellos dijeron.

Homero asintió. “Pero los deje en el puerto no hace mucho.”

Ellos invadieron la casa, aunque María les decía que se limpiaran los pies, y el padre Ricardo se daba bendiciones.

“Eres su novia?” le preguntaron a María.

“Me caso conmigo mismo,” Homero dijo.

“Ora pro novis,” el padre Ricardo dijo.

María les trajo el pastel que su mama había hecho esa mañana, cuando los hombres le miraban su cuerpo lleno de curvas en todos sitios.

“Ya está comprometida,” Homero dijo.

“Te casas contigo mismo,” ellos dijeron.

El ruido del timbre interrumpió la conversación, cuando Homero trataba de tocar a María en el zaguán, antes de que los periodistas grabaran el día mejor del siglo. Jaramillo apareció con algunos de sus amigos fotógrafos, dispuestos a hacerle entrevistas al hombre con las ideas fantásticas.

“Me caso conmigo mismo,” Homero les dijo.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

Eso tendría que ser un sueño, , mientras que los marineros mezclaban las hojas de coca con el aguardiente de las cajas de mercancía que Homero tenia para sus clientes.

“Queremos a María,” ellos dijeron.

“Bastardos,” Miguel dijo.

El padre Ricardo dominaba el desorden con la biblia en sus manos, antes de que el diablo hiciera cosas a sus feligreses.

“Vendremos el día de tu boda,” Cesar dijo.

“Pero es ya,” Homero le dijo.

“Nos hemos reunido acá para casar a este hombre consigo mismo,” el padre Ricardo interrumpió.

“Bravo,” todos dijeron.

El leyó partes de la biblia donde Dios aconsejaba a los conyugues que se amaran para siempre, así como la santísima virgen había amado a San José, el padrastro de Jesús Cristo en los anales del tiempo.

“Te quieres casar contigo mismo?” él padre le pregunto.

“Claro que si,” Homero le dijo.

“Yo te bendigo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.”

“Amen,” todos dijeron.

Homero se sentía muy contento de haber escogido a alguien tan bueno como el mismo, para pasar el resto de sus días en paz.

“Te casarías conmigo?” Amelia le pregunto.

“Otro día,” Homero dijo.

“Felicitaciones,” María dijo.

“Ven a verme esta noche.”

“En tus sueños.”

Homero se había casado consigo mismo cuando María no tenía novio, y las muñecas de Amelia se comprometían al lado del ponqué que Miguel había conseguido esa mañana.

“Va a ser una noche larga,” Homero dijo.

“Pues invita a María,” ellos dijeron.

Los invitados se fueron después de tomarse el aguardiente, y el padre Ricardo lavaba todo en el agua bendita, beneficiosa contra el pecado original que llevamos todos en nuestras almas.

“Llámame mañana,” le dijo.

Homero asintió. “Ya lo hare, padre.”

El quedo solo después de cerrar la puerta, cuando tendría que pensar acerca de sus deberes conyugales en ese día tan importante. Un ruido interrumpió el silencio en medio de sus pensamientos.

“Quién es?” el dijo.

Los pasos se le acercaban, hasta que María apareció a su lado vestida de luto, su belleza reflejada en el espejo de la pared que nunca mentía.

“Estas solo,” ella dijo.

Homero tendría que calmar su pasión si quería pasar la luna de miel consigo mismo, aunque fuera un espejismo como todas las cosas en su vida.

“Abre las piernas,” él le dijo.

El fantasma que era María lo hiso y él vio su cuerpo, esperando darle todo el placer del mundo en aquellos momentos de soledad después de su matrimonio.

“Esto no es un sueño,” Homero dijo.

El se lo metió y la atmosfera se puso eléctrica, hasta que ambos llegaron al clímax, calmando su pasión en un día tan importante.

“Mi papa me está esperando,” ella dijo.

“Afuera?”

“Piensa que estoy en la letrina.”

“Esto es un sueño,” Homero dijo.

“Creo que si.”

María se fue por las calles bañadas en la luna llena, después de darle placer en un mundo que ninguno comprendía. Hombre de negocios se casa con el mismo, decía en los titulares del Espectador y el Tiempo el día siguiente.

 

Las viudas

Las cajas de coca ocupaban una gran porción de la cocina, llena de los regalos que le habían mandado para su matrimonio, pero él no necesitaba nada en su casa- la más desordenada del mundo. Una chica vestida de negro interrumpió la soledad en la que se había sumido a esa hora de la mañana, pues Miguel no había ido a trabajar, mientras María le ayudaba a su madre con los quehaceres de su hogar.

“En que le ayudo?” Homero le pregunto.

Ella le despertaba esos anhelos de conquistar al mundo, aunque le había hecho el amor a María unas cuantas veces, después de su matrimonio.

“Me gusta esta blusa,” la chica lo trajo a la realidad.

Homero le mostro la ropa para lucir su cuerpo de diosa del Olimpo, si le diera permiso para que él se lo tocara.

“Estos vestidos te quedarían muy bien,” le dijo.

“Gracias.”

“Me las puedes dar de otras maneras.”

Ellos se miraron por unos momentos en los que el reloj de la pared seguía su marcha vertiginosa hacia un sitio en el futuro.

“Tengo mercancía de Paris,” le dijo.

“Eso está lejos.”

“Pero es buena.”

Homero puso unas medias de seda en la mesa, que Cesar le había conseguido en el Caribe para las chicas bonitas de la ciudad.

“Los paramilitares me han dejado viuda,” ella interrumpió sus pensamientos.

“Lo siento,” él le dijo.

Mucha gente había muerto en el conflicto del país, de acuerdo a los periódicos que ponían las fotos más horrorosas que se conseguían, y Homero le mostro sus brazos delgados como símbolo de solidaridad.

“Tengo anorexia,” le dijo.

“Que es eso?”

“Me gusta aguantar hambre.”

“Usted es rico, don Homero.”

El tomo la oportunidad para verle las piernas cuando ella recogía unas cosas que se habían caído al suelo.

“Las medias son un regalo,” le dijo.

“No las quiero.”

“Por qué?”

Ella camino a lo largo del almacén, sus caderas moviéndose al son de la música en la mente de Homero.

“No te vayas,” le dijo.

“Mis hijos me necesitan.”

“Que hijos?”

“Los que tengo en mi casa.”

El timbre sonó cuando ella abrió la puerta del almacén con sus manos delicadas, que se habrían puesto duras lavándoles la ropa a sus hijos en la quebrada.

“Ya lo veré otro día,” ella dijo.

Homero se estrello con una mujer que habría llegado al almacén unos minutos antes.

“Perdóneme,” le dijo.

“Me gusta esto,” ella le mostro un vestido rosado con pepitas brillantes.

“Cuesta cincuenta pesos,” el dijo.

“Pues es caro.”

La viudita desapareció entre la gente haciendo sus compras, antes de ir a los tugurios donde sus hijos aguantarían hambre.

“Ella no volverá,” su clienta dijo.

“Sabe donde vive?”

“En las barriadas me imagino.”

La mujer miraba unas cuantas cosas en los mostradores, y Homero pensaba en la viudita viviendo en la miseria.

“Le doy cien pesos por este vestido,” la mujer dijo.

“Perdería plata.”

Homero buscaba un mapa de la ciudad que había visto en el desorden del almacén, antes de que la imagen de la viudita se esfumara en los anales del tiempo.

“Que haría si la encuentra?” la mujer le preguntó.

“la ayudaría.”

“Si le creo.”

Homero anotó el precio de la ropa en la libreta que María le había dado para su cumpleaños.

“Deme ochenta pesos por la blusa,” le dijo.

“Gracias, Don Homero.”

Ella le regalaría la blusa a alguien más, porque la gente pobre le regalaba cosas a otra gente pobre, pero entonces él vio un periódico con las historias de horror en la ciudad, donde todos los días, mujeres, hombres y niños aparecían muertos, aunque los politiqueros lo negaran en sus programas de radio. Los ojos de Homero se llenaron de lágrimas al pensar en otra manera de ganar plata, mucho mejor que la del mar o la de encontrar las cabecitas en la selva.

“Necesitamos un milagro,” ella dijo.

“Usted le daría plata a ese milagro?” él le pregunto.

“Claro que si.”

La viuda y su familia eran producto de la sociedad capitalista y del mundo en el que vivían.

“Las viuditas necesitan casas,” ella le dijo.

“Casas?”

“La gente tiene que tener donde vivir.”

“Claro está,” Homero dijo.

La mujer le explico como Jesús Cristo ayudaba a aquellos que la sociedad había olvidado, porque se irían directo al reino de los cielos.

“Tiene que leer la biblia, Don Homero,” le dijo.

“Eso dice el padre Ricardo.”

La mujer examino unas cosas más, murmurando algo acerca del evangelio de San Mateo que había conocido al niño Jesús en Belem.

“En serio que si?” Homero le pregunto.

“La biblia siempre dice lo que es.”

Homero hacia sus planes para ganar plata a costa de la viudita que lo había abandonado, antes de acostarse con él.

“Le agradezco la idea que me ha dado,” le dijo.

“Va a leer la biblia,” ella dijo.

“No,” Homero le dijo. “Tengo que ayudar a la viudita.”

El le ofrecería protección contra las maldades del mundo, como Dios lo había dicho en su lucha con los espíritus malvados de la humanidad.

“Jesús Cristo les da consejos a los que quieran ir al cielo,” ella dijo.

“Por que murió en una cruz?” Homero le pregunto.

“Lo hizo por tus pecados.”

Homero le ofreció que hicieran el amor entre el desorden del almacén, pero ella se hizo la sorda.

“Dios lo quiere mucho,” le dijo.

“Dígale que me encuentre a la viudita,” Homero le dijo.

La mujer le dijo unas cuantas cosas sobre el pecado original, por el que habían sufrido tanto Adam y Eva después de comer la manzana del paraíso.

“Dios no es omnipotente,” Homero dijo.

“Eso es una blasfemia,” ella dijo

La mujer cambio de semblante, diciéndole unas cuantas cosas malas por no querer al creador del universo.

“Lo quiero tanto como a mi padre,” ella le dijo.

Ella no podía tener a Dios como padre, si estaba manchada por el pecado original, aunque hablara de él, como si fuera parte de la familia.

“Lo podemos hacer rápido,” Homero le dijo.

“Solo piensa en eso,” ella dijo.

“Hay que poblar a la humanidad.”

La mujer compro unas cuantas cosas, antes de dejarlo solo con su0s pensamientos de lo que podría hacer con la viudita.

 

 

 

 

 

Homero construye casas

Homero llego a un lote abandonado, oliendo a mal y lleno de basura, lejos de los barrios de la gente afortunada, donde todos comían, tenían un retrete y no leían bajo la luz de una vela, cuando vio a un niño de pelo sucio, aspirando el aire de una bolsa plástica.

“Quiere probar esto?” el gamín le preguntó.

Homero encontró unas monedas entre las hojas de coca que tenía en su bolsillo, en caso de emergencias.

“Gracias,” el gamín dijo antes de guardarla entre sus harapos.

El niño tendría diez u once años, difícil de acertarlo con todo el barro en su cara.

“Me gusta su bicicleta,” el gamín le dijo.

“Me la encontré,” Homero le dijo.

“Donde está su mama?” Homero le pregunto.

“Se murió.”

“Lo siento mucho.”

“Oiga señor,” el gamín dijo. “Deme más plata.”

Homero se había quedado sin monedas, pero el niño lo podría ayudar con sus negocios.

“Quiero construir unas casas,” le dijo.

“Este sitio es feo,” el gamín le dijo.

“Ya lo sé.”

El gamín señaló a unos niños jugando con una pelota embarrada, al tiempo que un perro los perseguía.

“Atrás de esos árboles,” el gamín dijo.

Homero lo siguió por entre los charcos sucios, hasta que llegaron donde los gamines pateaban la pelota.

“Este es mi amigo,” el gamín les dijo.

“Mentiroso,” ellos dijeron.

Ellos encontraron unos cuantos pesos en los bolsillos de Homero que los habías puesto allí antes de salir del almacén esa mañana.

“Cabrones,” Homero les dijo.

El primer gamín imito su acento bajo la risa de sus amigos, que se hacían los borrachos.

“Oligarca,” ellos dijeron.

Homero encontró su bicicleta entre el follaje lleno de insectos cuando un grupo de hombres lo miraban con sus caras sucias.

“Es un gringo,” los gamines dijeron.

“Como saben?” ellos preguntaron.

“Pues tiene acento.”

Homero se tenía que escapar con su bicicleta, antes de que lo mataran en las barriadas.

“No tengo más plata,” les dijo.

“Mentiroso.”

“No sabía que me los encontraría,” Homero dijo.

“No sabes nada.”

Uno de los hombres indicó una casa de latas donde un almario servía de puerta.

“Allí atendemos a los clientes,” le dijo a Homero.

“No entiendo.”

“Quieres construir casas.”

Estos hombres se habrían comunicado con los gamines, para que supieran tanto de su vida.

“A nadie le interesa la gente pobre,” le dijeron a Homero.

“Pues a mi si,” Homero les dijo.

“Tendrás tus razones,” el hombre le dijo.

Ellos lo llevaron a una casucha de latas, al lado de los pozos oliendo a feo, la esencia de la podredumbre haciéndole perder la fe en los tugurios.

“Esa es nuestra oficina,” ellos dijeron.

“Ya pensé que era la otra.”

“Es que tenemos dos,” ellos dijeron.

Homero entro a la casucha, teniendo cuidado con el barro cubriéndolo todo.

“Siéntese acá,” el hombre le señaló un asiento de madera.

Homero se sentó con cuidado, tratando de no tocar nada a su alrededor, al tiempo que los hombres se sentaban en unas cuantas cajas al lado suyo.

“Estas serán las casa,” el hombre le mostro la foto de una choza con paredes de latas.

“Y los inodoros?” Homero pregunto.

“Pueden usar el patio.”

“Eso es sucio,” Homero dijo.

“A la gente pobre no le interesa.”

Homero odiaba ese lugar perdido entre los pozos inmundos, oliendo a muchas cosas pero no a bueno.

“Yo quiero unas viudas,” les dijo.

Ellos se rieron y los gamines los imitaron con sus caras embarradas, porque era el chiste más grande del universo, así como en las películas en blanco y negro que el padre Ricardo mostraba en la casa al lado de la iglesia.

“Le conseguimos las viudas,” el hombre dijo.

Los niños jugarían con los muñecos hechos de basura, adentro de las casuchas de barro en vez de mendigar por las calles, como lo hacían a toda hora.

“Construiremos las casas en siete días,” su interlocutor le dijo.

Relámpagos interrumpieron la conversación, cuando las gotas de agua deslizándose sobre las paredes formaban charcos olorosos a su alrededor.

“Es el final del mundo,” los hombres dijeron.

Podía ser, si Homero no se afanaba a construir las casas para las mujeres olvidadas por la humanidad, con las que le podría pasar las tardes tediosas de su existencia.

“Tendrán que empezar lo antes posible,” Homero dijo.

“Nos tienes que pagar,” ellos dijeron.

“No tengo plata ahora.”

Ellos miraban la bicicleta que a Homero le habían dado hacia tiempo.

“No es mía,” les dijo.

“Mentiroso,” su interlocutor dijo.

Homero les conto la historia del niño viajando con sus padres a lejanas tierras en los comienzos del universo, cuando ninguno de ellos existía y su almacén en el mercado solo era un sueño en las mentes de sus padres.

“Ellos ya murieron,” Homero les dijo.

“Lo sentimos mucho.”

“El tiempo se ha dividido muchas veces desde eso,” Homero les dijo.

El les explico de los caminos que la vida seguía por los senderos delineados por sus acciones en el plano de la existencia, aunque ellos no se dieran cuenta de nada de esto.

“Todo ha pasado en algún sitio,” Homero dijo.

“No nos hemos encontrado en otro sitio entonces,” uno de ellos dijo.

“Creo que no.”

Homero había encontrado quien construyera sus casas, y no había perdido la bicicleta que sus padres le había dado de cumpleaños en los confines de su vida.

 

Homero va a una fiesta

Los habitantes de la ciudad se reunieron para celebrar las casas que Homero había prometido construir en las barriadas, en vez de dejar que las viuditas se murieran en las calles del mundo.

“Primero se casa con usted mismo y ahora ayuda a las viudas,” Jaramillo le dijo.

“Soy un hombre de muchos talentos,” Homero dijo.

“Eso veo.”

Jaramillo tomó fotos de Homero acariciando a los niños, como un verdadero santo de las barriadas. Una de las viuditas de pelo negro que le llegaba a los hombros y con un bebe en sus brazos fue entrevistada en la radio acerca de lo que Homero había hecho por ella.

“Es como nuestro padre,” ella dijo con lagrimas en sus ojos.

“Eso vemos,” Jaramillo dijo.

Homero sintió el perfume barato que la mujer habría comprado en el mercado, mientras que ella lo apretaba contra su pecho.

“Este hombre me ha salvado la vida,” les dijo.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

Las viuditas no solo le solucionaban sus problemas monetarios pero podrían hacer cosas más interesantes que hablar por la radio.

“Necesitaban algún sitio para vivir,” el les dijo.

“En el barro?” Jaramillo dijo.

“Ya se lo llevaran los albañiles.”

“Ojala que si.”

Las cañerías olían cuando Homero trataba de convencer a los oyentes de su misión en el mundo, aunque sus ingenieros habían sido pillados robándose el material de unas casas en construcción.

“Homero es un santo,” todos dijeron.

“He sufrido mucho en la vida,” el les dijo.

Entonces un carro elegante freno en el barro y los periodistas se agruparon con las cámaras.

“Debe de ser el obispo,” ellos dijeron.

Un hombre pequeño salió arreglándose su vestimenta, mientras que otros religiosos lo seguían por entre el lodo cubriéndolo todo, hasta llegar a la mesa donde Homero esperaba con los periodistas.

“Le damos la bienvenida a su excelencia,” Jaramillo dijo.

El obispo le ofreció su mano, como prueba de que el espíritu santo lo quería mucho, antes de arreglarse la ropa embarrada.

“Quiero hablar con Homero,” le dijo.

Los hábitos del obispo cambiaron más de color a medida que se movía hacia la gente, esperándolo atrás de la mesa.

“Es un placer conocerlo, su excelencia,” Homero le dijo.

El no sabía si besar el anillo fino que su santidad se habría comprado en honor de Dios que está en los cielos.

“Hemos ayudado a las familias,” Homero dijo.

“Eso es bueno,” el obispo dijo.

“Ya casi acabamos con las casas,” Homero señaló unas casuchas donde algunas sombras se apretujaban contra las paredes.

“Quienes son?” el obispo le preguntó.

“No tenían donde vivir,” Homero dijo.

“Eso es tremendo.”

El obispo se aventuro por entre el barro hasta llegar al lado de una mujer y sus hijos, y los reporteros filmaban el momento en el que el obispo los salvaba de las garras del demonio.

“Homero los quiere ayudar,” les dijo.

“Es un santo,” la mujer dijo.

“Claro está,” el obispo dijo, bendiciéndolos en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo en el día más importante de la nación.

“Quiero ir al cielo” ella dijo.

El obispo asintió. “Te sentaras al lado de San Pedro y de Dios mismo.”

“Gracias, excelencia.”

Entonces otra mujer vestida de negro se arrodillo en frente del obispo, y por un momento Homero pensó que la conocía.

“Homero es nuestro benefactor,” ella le mostró su cara morena, pero no era la viudita que había ido al almacén ese día en el que el sol se había ocultado por un momento.

“Nos ha salvado la vida,” la mujer dijo.

“La veré mañana en la catedral,” el obispo le dijo.

“Gracias excelencia.”

El obispo sacó un papel del bolsillo con unos cuantos borrones de mugre, y después de alisarle las arrugas se puso los anteojos.

“He escrito esta oración para que se lea en el país durante las próximas semanas,” les dijo.

“Nuestra ciudad ha sido invadida por los lobos de que las escrituras hablan, por ateos y otra gente mala del mundo.

“El infierno los manda a estas tierras, a pesar de mis esfuerzos de acabar con los malvados corrompiendo a la región.

“Se tienen que arrepentir de sus pecados antes de que el señor los mande al infierno del que nunca escaparan.

“Un extranjero llamado Homero ha sido escogido por Dios en su lucha contra esos lobos, enemigos del mundo.

“Tenemos que ayudarlo en sus esfuerzos, porque los buenos se irán al cielo y los malvados al infierno como la biblia dice.

“Tendrán muchas bendiciones del altísimo por cada millón de pesos que manden a mi palacio episcopal para ayudar a la misión de Homero en la tierra.

“Agradeciéndoles su ayuda.

Pomponio, el obispo de la ciudad.”

La carta tuvo un efecto muy bueno. Homero recibió muchas veces la plata que le habían dado en los últimos días, aunque el obispo y los periodistas querían parte del botín, para que la gente no supiera las cosas malas del barrio de las viuditas.

Los ciudadanos llenaron miles de peticiones, al tiempo que el gobernador visito las casas de la barriada sin notar la ausencia de la luz y el agua.

“Que viva Homero,” todos decían.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Amelia

Homero abrió sus ojos a la luz de un nuevo día, cuando tenía que proteger a los pobres de la ciudad, muriéndose de hambre en medio de las riquezas del mundo. Las viudas le habían traído suerte, aunque se tuviera que aguantar a la gente hablándole de cosas sin mucho interés, gracias al padre Ricardo, y a los periodistas del universo.

“Buenos días, don Homero,” Miguel y Amelia lo saludaron en unísono.

Homero se sentó en la cama que había comprado barata en el mercado, pensando en exponerle sus ideas a la gente más importante de la ciudad en la librería.

“Este es el camino verdadero,” les dijo.

“Que camino, Don Homero?” Miguel le pregunto.

“El de las riquezas.”

“Pues eso esperamos.”

Homero busco las pantuflas en el suelo, teniendo cuidado con la mugre diseminada por todo sitio, mientras Amelia cocinaba los huevos en la estufa barata que él había conseguido en el mercado. La chica sabía hacer cosas simples sin que se quemara las manos.

“Tiene que comer algo, tío Homero,” ella dijo.

“Es bueno para su salud,” Miguel le dijo.

Homero se comió la yema de un huevo cocinado, mezclándola con las tostadas que Miguel había hecho en el horno.

“Vi su foto en los periódicos, tío Homero” Amelia dijo.

Ella le mostro la página del periódico con unas cuantas fotografías hablando de su misión en la tierra. El señor Homero ha juntado plata para ayudar a las viudas, decía en la primera página de El País y El Tiempo. La fotografía del gobernador y otras personalidades adornaban parte de la página, informándole al lector de la misión de Homero en el mundo.

“Ha encontrado a su viudita?” Miguel le pregunto.

“No.”

Amelia seguía las letras con sus dedos, asombrada por la cantidad de dinero que la gente le ofrecía a Homero por sus obras de caridad en la barriada al otro lado de la ciudad.

“Eres rico, tío Homero” le dijo.

“Esa es la plata de las viuditas,” Miguel dijo.

“Que pesar.”

Ella marchaba alrededor de la cocina gritando algunas cosas.

“Quiere ser un sargento cuando sea mayor,” Miguel dijo.

Homero había estado pensando en las viuditas y sus palabras no tenían mucho sentido. El quería que la niña fuera un abogado o que estudiara medicina pues el ejército no alimentaria su inteligencia.

“Ya pagare por la universidad,” les dijo. “El ejercito es para los hombres.”

Miguel contaba las cajas de coca recostadas contra la pared, ignorando las palabras de Homero.

“El ejercito es la mejor universidad,” la niña dijo.

“No lo es.”

Ella marchaba por la cocina, gritándole instrucciones a un grupo de gente invisible, tumbando unas cajas que su padre había puesto cerca de la puerta.

“Un, dos,” Amelia dijo.

“Debe de ser la edad,” Miguel dijo.

“Ojala que si,” Homero dijo.

Los pobres necesitaban un milagro para vivir decentemente, aunque a la niña solo le importaran los soldados perdidos en las montañas y Homero tendría que pensar en lo que diría en la librería.

“Este es mi discurso,” les dijo. “Soy el apóstol de los oprimidos.”

“Está bien,” Amelia le dijo. “Ya me acordare de esto cuando el cielo explote en un millón de luces.”

“No hay más?” Miguel interrumpió.

Homero pensó que esas palabras habían sido las mejores de su vida, al tiempo que se miraba en el espejo que alguien había puesto por la puerta.

“Hare del mundo un sitio mejor,” les dijo.

“Diles cuanto los quieres,” Amelia le dijo. “Y que le gustan las viuditas.”

Homero tendría que convencer a los habitantes de la ciudad, de que ayudaran a las viuditas olvidadas por el mundo, en esos tiempos de desempleo en el país.

“Un, dos..,” Amelia interrumpió.

“Tienen que escoger el mejor camino entre los que les ofrece el destino,” Homero dijo.

“Eso les dirás,” Miguel dijo.

Homero asintió. “La vida se bifurca con cada paso que damos.”

“Ya empiezas con cosas raras,” Miguel dijo.

“Es la verdad.”

Homero se sentó en la mesa a escribir su discurso, ignorando a la niña marchando a su lado y a Miguel ordenando la mercancía. Su aventura en la selva sirviendo como preámbulo a lo que vendría en el futuro, si es que esos eventos no se habían convertido en una infinidad de cosas por el continuum del tiempo.

“Todo está vinculado,” les dijo. “Si no hubiera ido por las cabezas esto no hubiera pasado.”

“Nada sacaste con eso,” Miguel dijo.

“Como que no,” Homero dijo. “Compre el camión.”

“Y te encontraste con Cesar,” Miguel dijo.

Homero escribió más cosas que les diría en la biblioteca para salvar a las viuditas de las garras del demonio.

“Los fantasmas no te dijeron de esto,” Miguel interrumpió.

“Todo se divide cada segundo,” Homero le dijo.

“Por las sendas del infierno.”

La senda de la vida se había bifurcado desde el momento en el que había conocido a los fantasmas en la selva, aunque la gente no entendiera de esas realidades en el plano de la existencia.

“Les dirás del infierno en la librería,” Amelia dijo.

“Dos y dos son siete,” Homero les dijo.

Amelia frunció el seño. “Dos y dos son cuatro, tío Homero.”

“Ya lo sé.”

“No sabe nada.”

“Se le hace tarde,” Miguel dijo.

“Puedo ir?” Amelia les pregunto.

“Es una fiesta de adultos.”

“No me dejan hacer nada,” la niña dijo.

Homero se miro en el espejo por una última vez, antes de ir al otro lado del mercado donde el público lo esperaba, entre las sombras acechándolo de los rincones del mundo.

“Ya sé todo acerca del fantasma,” Amelia le dijo.

“Que sabes de eso?”

“Se me apareció hace unos días.”

Homero escucho lo que hacía en su casa, fuera de ayudar a su madre con el almuerzo y de hacer sus quehaceres escolares.

“Lo vi cerca de la letrina,” ella le dijo.

“Ya les construiré un baño,” Homero le dijo.

“Al fantasma le gusta la letrina.”

“Te lo imaginaste,” Miguel le dijo.

Homero buscaba las notas que había escrito, ajeno a la disputa del fantasma, al que le gustaban los malos olores.

“Mis papeles,” les dijo.

“Cuáles?” Miguel le pregunto.

“Los del discurso.”

Miguel le trajo las notas que había tomado antes de alistarse para la fiesta, en la que se volvería un millonario.

“Aquí están,” Amelia le dijo.

Ella le dio las hojas arrugadas y con algunas manchas del café de las mañanas.

“Sé todo lo que dice,” le dijo.

“Entonces le ayudaras a Homero,” Miguel le dijo.

“No puedo ir a la fiesta,” ella dijo.

“Tendrás que crecer primero.”

“Pues estaré en el ejercito.”

 

 

 

 

 

 

 

El banquete

“Lo estábamos esperando.” Una joven le dijo cuando llego a la biblioteca.

Homero sintió los ojos del público siguiéndolo hacia la plataforma en el medio del salón de reuniones.

“Tenemos aquí al apóstol de los pobres,” la joven interrumpió sus pensamientos.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

El leyó lo que decía en la primera página de una biblia que Miguel le había dado acerca de un ser todo poderoso, que había creado todo en siete minutos.

“Padre nuestro que estás en los cielos,” Homero dijo. “Vénganos en tu reino.”

“Hágase en la tierra lo mismo que en el cielo,” el gobernador dijo.

“Perdónanos nuestros pecados.”

“Así como nosotros perdonamos a los pecadores.”

Homero se sintió perdido en el medio del público, esperando oír de su compasión por sus semejantes.

“No me siento bien,” les dijo.

La chica le sonrió. “No se preocupe, don Homero.”

El tenía que hacer algo, antes de que el mundo lo detestara en un momento tan importante, cuando el universo había salido de la utopía en solo siete minutos.

“Yo viaje con mis padres en un barco en busca de otro mundo,” les dijo. “Antes de que compraran el almacén del mercado.”

“Dios los ha debido de guiar,” la chica dijo.

“Igual que hubo luz antes del sol,” Homero le dijo.

Ella se rio, como si fuera lo más chistoso del mundo, el resto de la audiencia aplaudiendo sus aventuras por la vida, porque Dios había escrito un libro para tarados.

“Tengo que ayudar a los desamparados,” Homero les dijo.

“Inspirado por la biblia?” la chica pregunto.

“Pues depende.”

“De qué?”

La discusión se estaba poniendo religiosa, cuando la gente lo tenía que apoyar por el amor a las viuditas viviendo en la miseria.

“Homero quiere darles una mejor vida a unas cuantas familias de los tugurios,” el gobernador dijo. “Como lo debemos de hacer con los que son menos afortunados, de acuerdo al creador.”

“Eso nos llevara al reino de los cielos,” Homero dijo.

El se trataba de acordar de los mandamientos, que le habían enseñado en la casa parroquial, pero todo daba vueltas alrededor suyo.

“Don Homero,” alguien le dijo.

Al abrir sus ojos, la chica le ponía un pañuelo lleno de colonia sobre su nariz como si fuera su madre.

“Se desmayo,” le dijo.

Homero le toco sus senos al tiempo que ella lo ayudaba a levantarse con el pañuelo en la nariz.

“Siéntese acá,” la chica lo llevo a la mesa más cercana. “Ahora vamos a comer.”

Unas señoritas hermosas les servían la comida a los invitados, moviendo sus caderas de diosas misericordiosas en esos tiempos difíciles. Las reinas de la panela, el guarapo, el maíz, el café, la mantequilla, los tamales y el arroz con leche servían un plato lleno de agua caliente y con un pedazo de pan duro por el valor de mil pesos. La gente rica tendría que estar loca si creía que Dios les perdonaba sus pecados por esa plata.

“Como se siente, don Homero?” la chica le pregunto.

“Pues bien.”

“Debe de comer,” ella le dijo.

Homero pensaba en como rescatar a los oprimidos de la ciudad, cuando ella tenía ese culito tan bonito.

“Que goce de su comida,” ella dijo.

“Porque no se sienta acá?” Él le pregunto.

“Estoy ocupada."

Jaramillo apareció a su lado, con su mejor vestimenta para celebrar el día de las viuditas en los tugurios.

“La comida es horrible,” le dijo.

“Pero las chicas son preciosas,” Homero dijo.

“Huevon.”

“Gracias maricon.”

Una señorita de tetas grandes y falda corta miro a Homero con ojos marrones llenos de sexo, haciendo que se olvidara del comentario.

“Yo soy la reina de las empanadas,” le dijo.

“A mí me encantan,” él le toco su sostén.

“Ohh...”

Otra de las chicas empujo a la reina, antes de sentarse sobre Homero.

“Es mi turno,” le dijo.

“Eres virgen?” Homero le pregunto.

“Claro que si.”

Una fila de las reinas esperaba su turno de sentársele encima, haciendo que todo se pusiera mejor, mientras que el resto de la gente gozaba de la fiesta.

La chica le conto acerca de su familia viviendo en la miseria, donde no comían muchas veces.

“Ya los ayudare,” Homero le dijo.

Su mano acariciaba sus muslos, que estaban gordos a pesar de las veces que habría aguantado hambre con su familia y las otras chicas le pedían que se apurara.

“Esto debe de ser el cielo,” Homero dijo.

“Es la fiesta de las viuditas,” la chica dijo.

“Tenemos que estar solos,” él le dijo. “Así me cuentas tus problemas.”

Sus manos habían llegado a sus calzones con bordados, donde sentía la calidez de otros sitios sin nombre.

“Hemos juntado dos millones de pesos,” una voz interrumpió la actividad.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

El gobernador le dio un cheque con una cifra muy grande impresa en una de sus caras, al tiempo que las reinas de belleza lo besaban y todos celebraban su triunfo sobre la miseria que ahogaba al país.

“Gracias,” Homero dijo. “Ya puedo ayudar a los desamparados.”

“Amen,” el gobernador dijo.

La gente del restaurante lloro, mientras que los oyentes se secaban las lágrimas. El país lloraría al día siguiente al leer los periódicos, y unas cuantas mujeres amigas del obispo se fueron a vivir en las cinco casuchas que los ingenieros construyeron al lado de los canales oliendo a feo, gracias a la plata que la nación había donado.

 

 

 

 

La tragedia

Homero había estado ladrando en el patio del vecino la noche anterior cuando Miguel lo despertó temprano, quitándole la cobija vieja que el usaba en caso de que los relámpagos lo castigaran por su manejo.

“No pude dormir,” le dijo.

Miguel se sentó sobre algunas de las cajas adornando la habitación, pasándose la mano por el pelo, como si el mundo se fuera a acabar a cualquier momento.

“Anoche llovió,” le dijo.

Homero trato de ver que podría tener la lluvia con la tristeza de su empleado, aunque el pobre hombre tendría unas cuantas goteras en su casa por las que la lluvia le mojaría los muebles.

“El agua del rio invadió los hogares de las viuditas.”

“Porque no escaparon?”

“Era imposible.”

La naturaleza había castigado a la ciudad por los pecados cometidos en el nombre del diablo, como decía el periódico que había traído Miguel, en donde las fotos de las mujeres salvando a sus hijos adornaban las páginas en blanco y negro.

“Los sobrevivientes están en la iglesia,” Miguel dijo.

La foto del padre Ricardo confortando a las viuditas, aparecía en una de las páginas, marcadas como importantes por Miguel y su familia, que lo habrían leído más temprano.

“No sé qué hacer,” Homero dijo.

“Vístase primero,” Miguel le paso la ropa.

“Tendré que escapar rápido,” Homero le dijo.

“Escapar donde?”

“Salir del país.”

“Piénselo primero.”

“Ya lo pensé.”

Homero temía que lo castigaran por sus pecados, cometidos en el nombre de Jesús Cristo, quien le había encomendado las viuditas viviendo en la miseria,.

“Jaramillo puede hablar con la prensa,” el dijo.

“El periodista?” Miguel le pregunto.

Homero tendría que llamar a su amigo a esa hora de la mañana, antes de que la ciudad lo odiara por las noticias en los periódicos.

“Tengo que abrir el almacén,” Miguel dijo.

“Esto es muy tremendo,” Homero dijo.

El se peinaba el poco pelo que tenía antes de encontrar una boina que usaba a veces entre el reguero de la habitación, cuando vio a la maleta que usaba cuando iba a quedarse al puerto, para traer la mercancía de los barcos de Cesar a la ciudad.

“Esto no ha pasado,” el dijo.

“Que si paso,” Miguel le dijo.

“No ha pasado en otra realidad,” Homero dijo.

“Pues en esta se ahogaron.”

Homero pensó en los trucos que las rutas de la probabilidad le jugaban, al tiempo que en las otras dimensiones las viuditas estaban vivas, y tenía que encontrar sus pantalones para el viaje.

“Nueva York es frio en esta época,” Miguel le dijo.

“Allá me escondo de la prensa,” Homero dijo.

“Pues te pueden encontrar.”

“Mi tío me ayudara.”

Homero puso munas cuantas camisas en la maleta, mas las corbatas que María le había dado de cumpleaños.

“Dejas a mi hija,” Miguel le dijo.

“Ella no me quiere,” Homero dijo.

El puso más cosas en la maleta, pero necesitaba un abrigo para el invierno de ese país.

“No me digas que te escapas,” una voz interrumpió sus pensamientos.

Jaramillo apareció en la puerta, teniendo cuidado de no enmugrarse su ropa, comprada en los mejores almacenes de la ciudad, cuando Homero se tendría ir a cualquier sitio.

“Ya hablare con la prensa.,” Jaramillo dijo.

Homero puso las camisas de segunda mano que se había comprado en el puerto, debajo de unos pantaloncillos oliendo a limpio, que María le habría lavado en los últimos días.

“Dame cinco mil pesos,” Jaramillo dijo.

“No los tengo.”

“La prensa te destruirá.”

Homero puso más medias entre la ropa, antes de mirar al periodista, diciéndole cosas estúpidas.

“Entonces ya me voy,” Jaramillo dijo.

El camino entre las cajas de coca hasta la entrada al almacén, que Miguel abriría dentro de poco, a pesar de las noticias entristeciendo al mundo.

“Te doy cuatro mil pesos,” Homero dijo.

Jaramillo paro por un momento, en el que el sonido de una mosca volando por el desorden se oía sobre sus pensamientos.

“Dámelos ya,” le dijo.

La chequera estaba entre las cajas de coca amontonadas cerca de la pared, dividiendo la cocina del zaguán por el que se salía a la calle.

“Los quiero en efectivo,” Jaramillo dijo. “Me puedes confundir con cheques.”

“Eres malparido,” Homero dijo.

“Claro está.”

Los truenos interrumpían sus pensamientos de las viuditas ahogándose en el agua de las cañerías, cuando Jaramillo conto la plata que Homero le había pagado por silenciar a la prensa.

“No debes de salir del país,” le dijo.

“Estaba limpiando la maleta,” Homero dijo.

“Cobarde,” Jaramillo dijo.

“Nueva York me acogerá,” Homero dijo.

“Te puedo llevar a donde los ingenieros,” Jaramillo dijo.

Un relámpago termino con la paz del almacén, el ruido del trueno retumbando por todo sitio, pero Dios tiene que ser misericordioso con los pecadores de los tugurios.

“Debes de echarle la culpa a las lluvias,” Homero dijo.

“No controlas las nubes,” Jaramillo dijo.

El escribió su reporte sobre la mesa llena de papeles y otras cosas que no se sabía que eran, al tiempo que Homero no se iría todavía a Nueva york.

 

 

 

 

 

 

 

 

Alicia

Una mujer vino al almacén al día siguiente, con buenas tetas y la línea de sus calzones se le veía debajo de la falda.

“Se llama Alicia,” Miguel le dijo. “Lo quería ver urgentemente.”

Homero le miro sus pezones oscuros que se le notaban a través de su blusa y pensó que la podría tocar antes del desayuno.

“La tragedia no ha sido su culpa,” ella dijo

“Quiere un café?” él le pregunto.

“Gracias, don Homero.

Alicia le mostro sus muslos al cruzar las piernas y el corazón de Homero latió más rápidamente.

“Ha sido nominado para una medalla,” ella dijo. “La ceremonia será en la librería.”

“Esta tragedia me está matando,” él dijo.

Homero le toco su falda de arandelas y tela fina hecha en su casa, aunque las viuditas se hubieran ido al cielo hacia unos días.

“Don Homero,” ella dijo.

“Miguel no sabrá.”

“Miguel?”

“Mi empleado.”

Después de saborear el perfume de su cuello, el sintió sus senos, mientras Alicia rezaba el rosario para que Dios la protegiera de los hombres malos del mundo.

“Ave María gracia plena,” ella dijo.

Ambos quedaron callados, esperando que Dios interrumpiera ese momento en el que Homero le quería hacer cosas malas, sin importarle la muerte de las viuditas.

“Yo no duermo con desconocidos,” Alicia dijo.

“Pues ya me conoce.”

“Ese no es el caso.”

El universo de homero se sintió triste. Las mujeres ni siquiera le agradecían esos momentos de felicidad, a pesar del sacrificio de los inocentes al dios de las lluvias en uno de los días más tristes de su existencia.

“Estamos hechos el uno para el otro,” él le dijo.

“Estarás loco.”

Homero la abrazo sin ponerle cuidado a sus quejas, su voz perdiéndose entre el ritmo de los tambores y el olor a coca, hasta que el placer se disipara lentamente.

“Llegaremos tarde,” ella dijo.

“Ya lo sé.”

Ella jugaba con sus sentimientos, cuando se vestía como una doncella de cita con su príncipe en algún lugar del mundo.

“He dicho que no, don Homero,” ella dijo.

“Es muy tarde,” el dijo.

Sus labios bajaros por el estomago, antes de que ella lo mandara sobre unas cajas que habían llegado esa mañana.

“Ya me voy,” le dijo.

“Le doy plata.”

“Pues voy a la policía.”

Homero esperaba que ella le perdonara ese momento de locura, a pesar de lo que había pasado el día que las lluvias en una noche que nunca olvidaría.

“Perdóname,” le dijo.

“Tiene que pensar en la librería,” ella dijo.

“Señoras y señores,” Homero dijo. “Dios nos mando la lluvia en la que se ahogaron los inocentes.”

Alicia escribía lo que él decía en una libreta de colores que había sacado de su cartera, ajena a que Homero la quisiera desde el primer momento de su existencia.

“Tenemos que prolongar esto,” él le dijo.

Alicia paro de escribir con el lápiz en su mano.

“No quiero más trucos,” le dijo.

Homero pensaba en su entrevista con los periodistas, mientras que ella escribía sin importarle sus sentimientos, y el sol se ocultaba atrás de unas nubes negras que habían aparecido afuera de la ventana.

“Si me quieres?” él le pregunto.

“No.”

“Cásate conmigo.”

Homero la beso antes de que ella le contestara su propuesta de amor.

“El padre Ricardo lo hará,” le dijo.

“Ahora?”

“Cuando acabe con la misa.”

Homero había intentado casarse con el mismo para pagar menos impuestos, los ojos de Alicia perdiendo la intensidad de hacia solo unos minutos.

“Nos esperan en la librería,” le dijo.

Homero sonrió. “Ya lo sé.”

El siguió con la narrativa de su existencia desde que había abierto sus ojos a la oscuridad del eclipse en ese día que nadie olvidaría por mucho tiempo.

“Que eclipse?” ella le pregunto.

“El del momento de mi nacimiento,” el dijo. “Aunque fue en el jardín.”

“No entiendo.”

El la beso esperando que la senda hacia su corazón se compusiera en la realidad de ese momento.

“He llegado a este mundo,” Homero le dijo. “Después de abandonar el limbo inter dimensional.”

“Me gusta la ciencia ficción,” ella le dijo.

Homero le conto su historia desde los comienzos del tiempo, en el que el que nadie mas existía.

“Esto es la realidad, Don Homero,” ella le dijo. “Y no el mundo de tu sueños.”

“Nunca dije que era.”

Homero la beso otra vez, sus manos bajando por su cuerpo, al tiempo que su lengua saboreaba sus curvas y ella le rezaba al espíritu santo que está en los cielos.

“Dime que me amas,” él le dijo.

“Mmmm,” ella le dijo.

“Que te gusta.”

“Don Homero.”

“Para que me quieres.”

“No hay mas coca,” Miguel dijo.

Homero volvió a la realidad, en la que su empleado había interrumpido su romance con la mujer que lo quería condecorar por la muerte de las viuditas.

“Don Homero,” Alicia le dijo. “Tiene que pensar en que les dice a la gente.”

Homero asintió. “Ya lo hare.”

Ella se arreglo el vestido, antes de abrirse camino por entre unas cuantas cosas que habían llegado esa mañana y el pensaba en su coca.

 

La conferencia

El mundo aplaudió al hombre más importante de la ciudad, la pena de las viuditas lejos de sus corazones por unos momentos en los que el sol de Homero brillaba en la ciudad.

“Aquí tenemos a nuestro apóstol,” Alicia le paso el micrófono.

Homero tocio unas cuantas veces, aclarando su garganta.

“Queremos conmemorar a nuestros hermanos y hermanas que han tenido mala suerte en la vida,” les dijo. “Porque se irán directamente al cielo.”

La audiencia aplaudió, pero a Homero todo le daba vueltas y le paso el micrófono a Alicia.

“Nuestro apóstol no se siente bien,” ella dijo.

Homero se esperaba que Alicia lo ayudara, cuando se sentía más malo que las víctimas de las lluvias.

“Tómese esto,” alguien le ofreció una taza de té para su garganta.

“Se lo agradezco,” Homero dijo.

El se tomo el té de hierbas, oyendo a la gente de la ciudad hablar de su amor por los pobres, que el diablo quería destruir con el agua de los cielos.

“Le damos a nuestro apóstol un cheque de miles de dólares para que construya más casas,” Alicia interrumpió.

Homero aceptó la plata con lágrimas en sus ojos, aunque todo se acabaría en siete minutos, de acuerdo a la biblia.

Algunas reinas de belleza aparecieron en medio de la música que la orquesta tocaba y por el valor de miles de pesos ofrecieron al público unas tazas de agua hirviendo, para salvar a las viuditas que las lluvias habían tratado de exterminar.

Homero se sentó a meditar acerca de sus ganancias como el patrón de los tugurios, aunque no había sido su culpa que la gente se hubiera ahogado o de que lo quisieran volver un millonario. La reina de la caña de azúcar le trajo una botella de aguardiente para refrescarse la garganta, después la muerte de los inocentes, castigados por el diablo.

“Siéntate encima mío,” Homero le dijo.

“Estoy ocupada,” ella dijo.

El la empujo y ambos acabaron debajo de la mesa, donde los invitados trataban de ayudar a los damnificados.

“Eso no fue gracioso,” ella dijo.

“Le daré plata,” él le dijo.

“Cuanto?”

“Miles de pesos.”

“No le creo.”

El público aplaudiendo a las reinas interrumpió la conversación acerca de la plata que Homero había traído a la fiesta.

“Nuestro apóstol esta debajo de la mesa,” alguien dijo.

“Tome mas sopa,” una chica le ofreció una taza de agua hirviendo.

Homero esperaba que no se quemara la lengua, después de sentarse a la mesa con el resto de la gente, cuando el padre Ricardo apareció a su lado, como un emisario del demonio.

“Construiremos mas casas con la plata que reunamos hoy,” Homero le dijo.

“Lo más importante es traerles la luz eléctrica,” el padre Ricardo dijo.

“Están acostumbradas a leer con vela,” Homero dijo.

“Eso es malo para los ojos.”

“También necesitan agua y inodoros,” Homero dijo.

“El señor las ayudara.”

Homero pensaba en robarles electricidad a los barrios ricos, para llevársela a las viuditas, pero el padre Ricardo hablaba del electricista y el plomero.

“Hay gente que lo hace barato,” le dijo.

Unos ingenieros podían instalar la electricidad por unos cuantos pesos, dejándoles a ellos la plata del banquete.

“Es por el bien de la humanidad,” el padre le dijo.

“Ya lo sé, padre.”

Homero necesitaba un aviso nuevo para su almacén y otras cosas para su negocio.

“Dios querrá que su casa este en buen estado,” el dijo.

El padre Ricardo asintió. “Los periódicos no lo tienen que saber.”

Fue así como Homero hiso las paces con la iglesia, prometiéndole un porcentaje de las ganancias al padre Ricardo, que seria para el bien de todo el mundo.

“Dos y dos son siete,” le dijo.

“Ya entiendo tu filosofía,” el padre Ricardo le dijo.

La fiesta siguió alrededor de ellos, la reinas de belleza alegrándolo todo con sus vestidos comprados en los mejores almacenes de la ciudad.

“Estas son las ultimas noticias,” alguien interrumpió la comida. “Los sobrevivientes están alojados en la iglesia.”

“Eso lo sabemos,” el padre Ricardo dijo.

“Tienen camas donde duerman?” Homero le pregunto.

“Mi empleada les consiguió unos cuantos costales del mercado.”

“Jesús Cristo no estará contento.”

“No hay plata para nada mas.”

Entonces el padre Ricardo saco una libreta de su hábito para apuntar todo lo que harían con las ganancias de las viuditas, aunque Dios misericordioso las ayudaría en sus horas de pena.

“Necesitan electricidad y baños,” el escribió en su libreta.

“Nos costara mucha plata,” Homero le dijo.

El padre Ricardo hizo las cuentas de los pesos que tendrían que invertir en el proyecto, para ayudar a las familias a salir adelante.

“Puede pintar la iglesia primero,” Homero le dijo.

El padre Ricardo lo oyó hablar de la importancia de tener la casa de Dios en buen estado, si es que quería salvar almas.

“Las viuditas tendrán sus baños más tarde,” Homero dijo.

“Y la electricidad también,” el padre dijo.

“Quieren más sopa?” una de las reinas de belleza interrumpió la conversación.

La chica les trajo más agua hirviendo para que se quemaran la boca, diciéndoles como el consomé les compondría la salud.

“Te tienes que sentar acá,” Homero le dijo.

La chica asintió. “Tendré que servirle la sopa a la gente.”

El padre Ricardo seguía discutiendo lo que harían con la plata de la fiesta, antes de que Homero conquistara a las chicas.

“La iglesia parecerá nueva,” Homero le dijo.

“Eso espero,” el padre le dijo.

“Y las viuditas estarán bien en el futuro.”

“Claro que si.”

 

 

Casas para las viuditas

La gente de la nación le había echado la culpa a las lluvias por la tragedia en la que se habían ahogado las familias de las viuditas, exonerando a Homero de cualquier cosa que hubiera podido tener en el asunto. La naturaleza castiga a los tugurios, decía en los titulares de los periódicos que Miguel había traído esa mañana, unas cuantas fotos de los damnificados por la tormenta adornando las páginas en blanco y negro.

“Santa María madre de Dios,” una voz dijo.

Amelia apareció entre las cajas de coca que Miguel había dejado allí más temprano, peinándole el pelo a una muñeca rubia, que le habían regalado en la iglesia.

“Dos y dos son siete,” Homero dijo.

“Eres chistoso, Tío Homero,” ella dijo. “Cuando te casaras otra vez?”

El la oyó hablar de las cosas buenas que Dios todo poderoso le daría en el reino de los cielos, si era una buena persona.

“Quien ha dicho eso?” le pregunto.

“Me lo ensenaron en el colegio.”

“Uno, dos,” ella dijo antes de saludarlo a estilo militar, sus ojos negros llenos de seriedad.

“Siempre sales con tus cosas,” Homero le dijo.

“Los soldados del batallón marchan así.”

“No entiendo.”

“Cerca de las montañas.”

Los soldados les daban mal ejemplo a los niños del barrio, mientras que Homero trabajaba como un loco, para ganarse su plata de manera honrada.

“Quiero tu primera moneda,” Amelia dijo.

“La heredaras un día.”

“Que día?”

“Cuando me muera.”

Homero le explico del tío Hugo, visitándolo en su niñez para darle la moneda, al tiempo que ella marchaba por la cocina.

“Me acordare de esto cuando el sol asuste al mundo,” ella le dijo.

La niña paro su carrera desenfrenada, su pelo cubriéndole parte de la cara, como si estuviera inspirada.

“Todo se acabara algún día,” ella le dijo.

“Ya lo sé,” El dijo.

Homero tenía que acabar de sumar sus ganancias en la libreta de apuntes que había heredado de su madre, en vez de estar perdiendo el tiempo.

“Conocerás a mi ejercito un día,” Amelia le dijo.

“Antes del fin del mundo?”

“Eso espero.”

El tiempo les podría jugar trucos, como dirían los papeles que Homero había guardado entre la ropa limpia de la maleta que tenia lista en caso de emergencia.

“Ya puedo escribir un padre nuestro,” Amelia interrumpió.

“Muy bueno,” Homero dijo.

“San Pedro me recibirá en el cielo.”

Me tendrán que dar plata para construir casas mejores, Homero pensó después de encontrar su sombrero que se había caído por las cajas de coca y la niña seguía marchando por la habitación.

“Quiero ver a las viuditas,” Amelia dijo.

“Tendrás que crecer primero.”

“Ya he crecido,” ella dijo. “Soy un sargento.”

“En tus sueños.”

“Que Dios lo bendiga,” Miguel apareció con algunas cajas en sus brazos.

Homero sonrió. “Pues que sea antes del fin del mundo.”

“No diga esas cosas.”

Homero salió a la calle donde los vendedores tenían que trabajar para alimentar a sus familias en los tugurios.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

“Estoy de afán,” el les dijo.

El sol brillaba sobre las nubes esparcidas por el firmamento, haciéndolo olvidar de sus problemas, que serian peores que el infierno del que hablaba el padre Ricardo durante sus sermones en la iglesia.

“Soy ciego,” un hombre se le acerco.

“Debes de ir al médico,” Homero dijo.

El hombre se postro en su camino, no dejando que fuera a los tugurios esperándolo detrás de las casas bonitas con sus jardines llenos de flores.

“Que quieres que haga?” Homero le pregunto.

“Cúrame.”

“No soy medico.”

Homero le dijo unas cuantas cosas para calmar su enfermedad, como lo haría una estrella de Hollywood, pero luego el hombre bailaba por la calle, proclamando que veía todo en tecnicolor.

“Eres el mesías,” le dijo.

“Ja, ja,” Homero dijo.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

Él seguía por la calle, donde la gente se persignaba, como si fuera uno de esos santos a los que las viejitas les encendían velas en la iglesia, después de poner monedas en una caja de lata. Los niños hicieron una rueda alrededor suyo para verle la cara al apóstol de los pobres, que ellos amaban con toda su alma.

“Queremos tomar fotos,” unos periodistas le dijeron.

Homero no los había visto en su afán por llegar a los tugurios, en los que el fin del mundo llegaría el día menos pensado.

“Eso les costara,” Homero dijo.

“Cuanto?”

“Miles de pesos.”

Homero poso con los niños, mientras les sonreía a las madres que los dioses le ayudarían a llevar a la cama.

“Viva Homero,” todos dijeron.

Las cámaras tomaban fotos, cuando una mujer le dejo los labios rojos del beso que le dio.

“Muchas gracias, Don Homero,” ella dijo.

Homero pensaba en las casas hechas de barro de las viuditas, mientras que los relámpagos iluminaban el cielo, y el cieguito le contaba a la gente la misericordia del santo de los tugurios. Barrio de las viudas, Homero leyó en un aviso sucio al final de la calle, inundada por las lluvias en las que habrían perecido unos cuantos pobres.

“Mi familia vivía aquí,” la mujer le mostro con sus manos blancas de tanto lavar la ropa en las aguas contaminadas del rio.

“Lo siento mucho,” él le dijo.

“Se salvaron por la misericordia de Dios,” ella dijo. “Han buscado refugio en la iglesia.”

Homero pensaba en un ser malo como Dios, matando a sus pobres cada vez que llovía, aunque esta gente no entendía nada de eso.

“Tengo que morir antes de que me canonicen,” Homero le dijo.

Todos hablaban de sus milagros en la ciudad, cuando él quería plata y la gente se prostraba a sus pies.

“No soy santo,” les dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El negocio de las viuditas

Las viuditas hacían que Homero pagara menos impuestos. El les había pedido a las madres que firmaran algunos documentos, pero la mayoría de ellas no sabían leer y pusieron garabatos al lado del lenguaje legal que sus abogados habían inventado para que se enriqueciera, al tiempo que los niños jugaban en el barro, sin importarles la porquería a su alrededor.

“Quiere un café?” una de las mujeres le pregunto.

Homero entro a la vivienda de una viudita con buen culo. De pronto se lo podría tocar, cuando los niños estuvieran distraídos haciendo sus quehaceres en el medio del barro o trayendo el agua de un pozo en el potrero.

“La tragedia no fue culpa de nadie,” él le dijo.

“Ya lo sé.”

La familia tenía que luchar contra los elementos. El niño mayor iba a la escuela pero los pequeños se quedaban en la casa ayudándole a su madre a barrer el lodo y jugaban con el conejo.

“Yo no sabía que tienen un conejo,” Homero dijo.

La mujer sonrió. “Es de las alcantarillas.”

Una niña se le acerco con una rata en sus manos, pero podía tener peste de rabia o alguna otra enfermedad terrible, mientras que la mujer le trajo algo en una bandeja barata del mercado.

“Debe de tomarse esto,” le dijo.

Homero aceptó el café en una taza de colores, esperando que el agua hirviendo hubiera matado los gérmenes.

“Gracias,” le dijo.

Tendría que salir de allí antes de que muriera de disentería pero la viudita quería hablarle de su vida en medio de la tragedia.

“No perdí a ninguno de mis hijos,” le dijo.

Homero asintió. “Dios es grande.”

El ratón salto al lado de Homero, haciendo que botara sus papeles al suelo.

“No hace nada,” la viudita dijo.

Homero le toco el pezón que se le había salido de la blusa, esperando que ella le dijera algo pero la mujer permaneció callada.

“Le daré plata,” él dijo.

La viudita lo llevo a una habitación sin ventanas, y con una cama en la que se veía la mugre de los siglos.

“He encontrado otro,” un niño interrumpió la escena.

Un ratón le caminaba por las manos, su cola meciéndose por su pecho.

“Hemos tenido Antonio por unos meses,” la viudita dijo.

“Quien?”

“La rata,” ella dijo.

Homero esperaba ver más cosas entre las sombras alrededor suyo, pues a la gente pobre no le interesaba vivir de cualquier manera. Entonces ella le abrió la cremallera de sus pantalones.

“Es muy grande,” le dijo.

“Lo sé.”

La mujer lo llevo al cielo de su mundo en pocos minutos, pero todo quedo en silencio después de la cúspide de su satisfacción, cuando el reloj continuaba su marcha hacia el final del mundo. Él le dio algunos de los pesos que le habían sobrado después de comprar el periódico esa mañana, y antes de que los niños les mostraran más ratas de las alcantarillas.

“Muchas gracias, Don Homero,” ella dijo.

El no sabía por qué le daba las gracias, si todo parecía malo en su mundo.

“Debes de venir a verme,” le dijo.

“Se lo agradezco otra vez,” ella dijo.

Homero se lavo las manos en un balde de agua al lado de la cama, alistándose para que la mujer firmara sus papeles, adornados por la mugre del suelo.

“Tiene que firmar acá,” le dijo.

“No puedo leer, Don Homero.”

“Es para mejorar sus vidas.”

“Usted es un santo.”

Uno de los niños la ayudo a escribir la inicial de su nombre, que lo habría aprendido en la escuela embarrada del tugurio.

“Ya sé el abecedario,” le dijo a Homero.

El niño escribió unas palabras en una libreta que tenia, adornada por unos cuantos dibujos.

“Mis hijos van a leer primero que yo,” la mujer dijo.

Homero le explico cómo los papeles le ayudarían en su vida cotidiana, llena de miseria y angustia por los problemas del mundo.

“Necesitamos agua y luz,” ella dijo.

“Eso lo hare.”

“Cuando nos la pondrán?”

Homero escribió unas cuantas sumas y restas, hasta que el papel estaba lleno de garabatos, para explicar donde se iría la plata recolectada durante los últimos meses por la gente buena de la ciudad.

“Para eso ha firmado,” él le dijo.

“Ya me lo imaginaba,” ella dijo.

La cifra que él había escrito, con unos cuantos ceros, seria para ayudar al barrio de las viuditas, que Dios había castigado el fin de semana, mientras sus hijos iban con hambre al colegio.

“Donde están los niños?” Homero pregunto.

“Jugando con el conejo,” ella dijo.

Homero le besaba los pezones, sus dedos tocándole los puntos eróticos que había leído en la iglesia, acerca del amor santo de los apóstoles con las mujeres del señor.

“Todos están afuera,” ella dijo.

Homero continúo su juego sexual, las voces de los niños acompañándolo en su misión de amor en los tugurios.

“Me olvidara apenas se vaya,” ella dijo.

“No se preocupe.” Homero dijo. “La recordare por muchos años.”

La plata de las viuditas le ayudaría a conquistar el mundo, como sus padres lo querían hacer, antes de que el padre Ricardo los matara con su religión. El placer de Homero le hiso olvidar su misión en los tugurios, construidos en el nombre de Dios todo poderoso.

“Me tengo que ir,” el dijo.

“Tendrá una sorpresa un día,” ella le dijo.

“Que sorpresa?”

“Ya verá.”

La mujer leía las palmas de las manos y tenía otros poderes psíquicos, con los que se defendía de día a día, a pesar de la ayuda de la gente rica como Homero. Los papeles que las mujeres firmaron lo dejaron libre de los impuestos, pues gastaba más que lo que ganaba de acuerdo a los documentos que había llevado a las barriadas. Las cajas que venían del puerto, llenas de mercancía para su almacén tenían letreros que decían: esta es la comida para los pobres de Colombia. Cuídela. Cajas llenas de comida llegaban a veces, que se vendían a muy buenos precios a los clientes de Homero. Los aduaneros nunca pensaban en las cosas que Homero traía al país, mientras su plata se multiplicaba en el banco y el almacén parecía un bazar donde se podía encontrar desde el mejor auto hasta la última moda de Francia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lola

El nombre de Homero se había vuelto sinónimo en el país, con el amor y la caridad por su labor con las viuditas, mientras que lloraba en frente de las cámaras, o recitaba el padre nuestro en la radio cada vez que podía. Todo el mundo compraba el país cuando aparecía en la primera página del periódico en compañía de las viuditas, pero el ruido de las campanas llamando a la gente a misa lo despertó de su sueño matutino, acerca de los desafortunados del mundo.

Una foto en el periódico le llamo la atención. Fray Serapio, el cura gordinflón que se la pasaba hablando con las mujeres de la iglesia, pero nunca hacia nada por la gente de los tugurios, posaba al lado de unos niños desafortunados.

“Fray Serapio ayuda a los que no saben escribir,” Homero leyó en voz alta.

Eso era típico de ese representante de Dios en la tierra, sin interesarle a quien pudiera herir en este universo en donde los que no creían en Dios se iban al infierno, de acuerdo a lo que decía la biblia.

Homero abrió el libro que el padre Ricardo le había dado un día en el que no tenía nada más que hacer, a pesar de que las almas de sus fieles se deslizaban hacia una eternidad de sufrimientos en el infierno. Unas palabras en el Éxodo 21 le llamaba la atención, sobre la mejor manera de vender sus esclavos.

“Los tiene que traer a la puerta, donde su amo les perforara su oreja con un chuzo,” los ojos de Homero se llenaron de lagrimas de no poder vivir en el mundo de la biblia con sus leyes asquerosas.

El puso el libro en la mesa, esperando que algún cliente entrara al almacén a esa hora de la mañana, cuando la noche anterior se la había pasado tomando aguardiente al lado del árbol del patio. Se ha debido de dormir, porque el ruido de los autos en la calle lo arrullaban en sus sueños.

En ese momento abrió los ojos y la chica más linda del mundo lo miraba afuera de la ventana, antes de que la aparición se esfumara por entre la gente de la calle. Homero no podía creer lo que había visto en aquellos momentos, en los que ha debido de estarla soñando.

“Que le pasa, Don Homero,” Miguel le pregunto.

Su empleado estaba a su lado con una de las cajas de coca que el camión había traído hacia poco.

“Vi a una chica lindísima,” Homero le dijo.

“Te la soñarías,” Miguel le dijo.

“No ha podido ser,” Homero dijo.

“Así son los sueños,” Miguel dijo. “Se esfuman en un momento.”

Homero le describía todo acerca de la doncella que había visto fuera de la ventana, con el pelo más negro que la noche y los ojos más lindos del mundo.

“Caminaba así,” Homero imito a la doncella escapándose de su vista.

“Le daré plata al que la encuentre,” Homero le dijo.

“Se llama Lola,” Miguel le dijo.

“Es que la viste?”

“Todo el mundo está enamorado de Lola.”

Miguel traía la coca del camión parqueado afuera del almacén, mientras que Homero buscaba su billetera.

“Cuanto quieres?” le pregunto.

“Tu sueño no tiene precio.”

Miguel puso las cajas de mercancía a sus pies. Murmurando algo del que sueña mucho y trabaja poco.

“Vende ropa fina en el mercado,” le dijo.

“Creo que la viste,” Homero le dijo.

Miguel le dio la dirección donde la chica trabajaba, antes de acomodar las cajas al lado de los mostradores.

“María sabe cocinar y limpiar la casa,” le dijo.

“Un día se conseguirá un buen marido,” Homero le dijo.

“Lo haría si fuera virgen.”

“Que no he hecho nada con ella.”

“Mentiroso.”

Homero tenía que encontrar a la mujer de sus sueños, antes de que se esfumara entre las otras cosas de su mente.

“Es que ha cambiado mucho desde tu visita a la selva,” Miguel interrumpió sus pensamientos.

“Quien?”

“María,” Miguel le dijo. “Se lo pasa hablando de la senda que cogerá.”

“Eso está bien.”

Homero dibujo el camino que habría seguido, en medio de las vías en las que no había María.

“La realidad se divide después de la observación,” le dijo.

“De acuerdo a sus teorías,” Miguel dijo.

“Y a lo que dicen los científicos.”

“A los que no les gusta la biblia.”

“Es que no es la palabra de Dios.”

Homero tenía que encontrar a la chica que había visto afuera de la ventana, cuando pensaba en las cosas de su vida.

“Donde trabaja Lola?” le pregunto.

Miguel puso más cajas de coca a su lado, como si no le interesara su vida.

“El almacén esta cerca de la librería y antes de llegar a la iglesia.”

Homero apuntaba la dirección en su libreta, llena de las sumas de plata, que había pagado por la mercancía que Cesar le había traído de algún sitio exótico.

“Me habrá venido a buscar,” le dijo.

“Le gustara la plata.”

“Pues tengo otras cualidades.”

Homero examino las cajas de la mercancía, antes de peinarse en frente del espejo, que María le había dado hacia unos días.

“La tienes que querer,” Miguel interrumpió sus pensamientos.

“A quien?”

“A mi hija.”

“No debo de mezclar el trabajo con mi vida privada.”

“Eso que ella lo piensa,” Miguel dijo.

Homero interrumpió sus preparativos, antes de encontrar la billetera que guardaba cerca de la caja fuerte.

“Yo también la quiero,” Homero le dijo.

“No le juegues sucio.”

“La quiero a mi manera.”

El miro la dirección que su empleado le había dado, mientras que le hablaba de las bellezas de su hija.

“Hay otros mundos existiendo al lado del nuestro,” Homero le dijo.

“Como los fantasmas le dijeron?”

“Pueda que si.”

“Estarás loco.”

“Gracias.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En busca de Lola

Homero salió a la calle, ignorando lo que su empleado le decía acerca de su hija, cuando tenía que ser millonario antes del fin del mundo. Todo esto pensaba, al caminar por entre los vendedores ambulantes ofreciéndole su mercancía, quemada por el sol.

“Como están las viuditas,” alguien le dijo.

“Están vivas,” Homero le dijo.

“Por la gracia de Dios.”

Homero no veía que tenía que ver Dios con las mujeres de los tugurios, al lado de las cañerías de la ciudad, pero su interlocutor se había esfumado como por acto de magia. En alguna otra versión de su existencia, Lola no habría cambiado para siempre el de su vida.

“Que viva Homero,” alguien le dijo.

Un grupo de gente se habían reunido al lado suyo, pidiendo su autógrafo en libretas o en pedazos de papel.

“Eres famoso,” alguien le dijo.

Homero tenía que encontrar a la ninfa que había visto hacia unas horas, pero les firmo en todo el sitio que querían.

“Las viuditas tienen suerte,” le dijeron.

Homero asintió, poniendo su firma en una tarjeta postal de la ciudad que alguien había puesto bajo su nariz, como si fuera más famoso que los santos adornando la catedral del pueblo.

“Estoy de afán,” les dijo.

“Danos la bendición,” alguien le dijo.

“En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo,” Homero les dijo.

“Amen,” todos dijeron.

El se escapo por las calles del mercado hasta llegar a un almacén de luces amarillentas, donde unos cuantos maniquís lo miraban entre las telarañas esparcidas por todo sitio.

“En que lo puedo ayudar?” una mujer le pregunto.

La chica de sus sueños tenía que estar atrás de los mostradores, si es que no se había confundido de almacén.

“Quiero hablar con Lola,” el dijo.

La mujer lo miro con ojos oscuros, llenos de desconfianza por la humanidad.

“Aquí no está.”

“La vi entrar.”

“Voy a llamar a la policía.”

Lola salió de una habitación al final del corredor que iba hacia la puerta trasera con unas cajas en sus manos, antes de parar al lado de Homero.

“Gusto en conocerla,” él le dijo.

“No sé,” ella dijo.

“Ya llamo a la policía,” la mujer lo amenazo con el teléfono viejo que tenia.

Homero saco unos cuantos pesos de su billetera.

“Quiero ayudar a su almacén,” les dijo.

“A mí no me compran,” la mujer dijo.

“Es para que pinten la entrada,” Homero señaló las paredes sucias.

La mujer lo miro seria, antes de poner la plata en la caja del mostrador.

“La puedo acompañar a la casa?” Homero le dijo a la chica.

“Estoy trabajando.”

“Cuando acabes.”

Lola coloco la ropa en el mostrador sin ponerle cuidado.

“Es mejor que se vaya,” le dijo.

“La esperare afuera,” el dijo.

Homero puso más pesos en el mostrador con su alma en pena. Nunca había gastado tanta plata en una mujer que no conocía, él pensaba al tiempo que su corazón desangraba.

“Ella tiene novio,” la mujer dijo.

Homero le tendría que hacer el amor entre los muebles de su casa, y antes de que el sol se ocultara por una última vez. El polvo de polilla le picaba su piel al poner más plata sobre la mesa.

“Es un general del batallón,” la mujer dijo.

“La veré más tarde,” Homero dijo.

La mujer murmuro algo, antes de que Lola guardara la plata en su cartera, atrás de unas cajas de ropa nueva.

“Compra a las mujeres,” la mujer dijo.

“Pero le agradezco,” Lola dijo.

Homero les conto cuanto había sufrido en su vida, después de que sus padres habían emigrado a un país que no conocían.”

“Es extranjero,” Lola dijo.

“Debe de tener plata,” la mujer dijo.

“Es que viajamos en un barco con muchos pisos y ventanas,” Homero les dijo.

El les mostro las pocas fotos que tenía en su billetera de las gaviotas cazando los peces voladores, cuando la mujer le ofrecía una taza de té y Lola tocaba las fotografías con sus manos suaves.

“Pero no tiene acento,” la mujer dijo.

Homero asintió. “He vivido aquí por mucho tiempo.”

Entonces todo pasó en cámara lenta, cuando Lola dejo que la besara y la señora le decía que se le enfriaba el té.

“Es aromático,” le dijo.

“A mi madre le gustaban,” Homero le dijo.

La mujer asintió. “Son buenos para su salud.”

Homero les narro las peripecias de su infancia en un país extranjero, en el que no tenía muchos amigos.

“Pero lo hemos visto en los periódicos con las viuditas,” Lola le dijo.

“No me querían al principio,” Homero dijo.

“Es que pensamos que era un truco,” la mujer dijo.

La mujer conto la plata del cajero, aprovechando que no habían clientes, dejando que Homero le tocara el cuerpo a Lola atrás del mostrador.

“Se tendrá que casar con ella,” la mujer le dijo.

“Yo decidiré eso,” Lola dijo.

Ella no protesto cuando Homero le toco sus senos.

“Que viene un cliente,” la mujer interrumpió.

La memoria de los fantasmas cantando sobre los arboles, le recordó del camino que había escogido desde que había visto a Lola no hacía mucho.

“Quería conocer al hombre famoso de la ciudad,” Lola dijo.

“Ya lo conoce,” la mujer dijo.

“Y bastante bien,” Homero dijo.

El salió a la calle sintiéndose contento, aunque hubiera perdido la plata por culpa de una mujer muy linda.

 

 

 

 

La vida de Lola

A Homero no le interesaba que Lola tuviera un novio, cuando la podía comprar con la plata que había acumulado con sus negocios, gracias a las viuditas, los barcos y otras cosas. Entonces ella salió del trabajo, moviendo su cuerpo de diosa del Olimpo entre los taxistas de la esquina, que la miraban con ojos, hambrientos por sus encantos.

“Esto es para ti,” Homero le ofreció una rosa que había cogido en un jardín.

“Gracias,” ella dijo.

“Eres tan linda como un millón de pesos,” Homero le dijo.

El se sintió mal, no sabía si era por la mención de un millón de pesos o porque se había masturbado la noche anterior.

“La puedo acompañar a su casa?” le pregunto.

Tenía que ser fuerte en frente de la mujer más hermosa de la ciudad al tiempo que le admiraba su culo.

“Yo trabajo para pagar mis deudas,” Lola dijo.

Homero sonrió. “También soy pobre.”

Tendría que ser amor a primera vista, tal como decían las telenovelas, cuando ella paro al frente de una casa blanca de ventanas anchas.

“Mi madre es muy estricta,” ella dijo.

Una mujer pequeñita y con buena cara les abrió la puerta, mostrando los dientes blancos como los de su hija.

“He visto sus fotos,” la mujer dijo.

“Mi madre ha seguido su campaña de amor,” Lola dijo.

La señora le mostro sus piernas pero Homero solo tenía ojos para Lola, quien lo llevo a una sala al lado del patio, donde algunas fotos adornaban la pared blanca con manchas de humedad. Homero la miro tímidamente antes de tocarle las piernas.

“Mi madre,” ella dijo.

“Está en la cocina.”

El subió sus manos hacia sus calzones llenos de alforjas, antes de tocarle las caderas, amplias como las de una estrella de cine.

“De pronto viene,” ella dijo.

“Tu madre?”

“No hace ruido cuando camina.”

Sentándose en el sofá, el se arreglo los pantalones que se habían arrugado con toda la actividad, mientras ella miraba donde estaba su madre.

“Lo tenemos que hacer rápido,” Lola dijo.

Homero no podía creer su suerte, cuando ella miraba al cielo raso, que necesitaba una capa de pintura, mientras él le hacía el amor, pero entonces lo hiso caer sobre el tapete con polilla, que su madre habría limpiado esa mañana.

“Que es eso,” Lola señaló unos animalitos saltando entre su pelo.

“Me los pegaron las viuditas,” Homero le dijo.

“No me gustan.”

Homero pensó que se quejaba por nada. Sus negocios en los tugurios lo habían llenado de plata y piojos.

“Comprare el veneno mañana,” él le dijo.

“Lo debe de hacer ya.”

Lola buscaba algo en los cajones, antes de que el la besara y ellos resumieron lo que habían dejado de hacer hacia unos momentos, por culpa de los piojos.

“Que me los pega,” ella le dijo.

“Shhh,” Homero le dijo. “Me pondré el veneno tan pronto como llegue a la casa.”

Ellos llegaron al clímax al mismo tiempo, su camino por el continuo del tiempo adquiriendo las luces del universo.

“Te lo agradezco,” él le dijo.

“Que mi madre viene.”

Ella le conto las dificultades que tenían por falta de plata, al tiempo que él se tomaba un té que había sobre la mesa.

“No me pagan bien en el almacén,” Lola le dijo.

“Ya veré que hago.”

“Usted es un santo.”

La puerta se abrió y la madre de Lola apareció con dos vasos de aguardiente en una bandeja azul.

“Estábamos hablando de las financias,” Lola dijo.

La señora les mostro sus senos al poner las copas en la mesita al lado del sofá.

“Mi hija se debe casar con alguien rico,” ella dijo.

“Madre...”

“Es mejor que lo sepa.”

La señora le conto su vida antes de que su marido se muriera de un ataque al corazón, mientras que se secaba las lagrimas con su pañuelo.

“Lo extraño mucho,” ella dijo.

“Mi madre piensa que hemos vivido antes,” Lola dijo.

“No entiendo.”

La señora encontró unos papeles entre toda la ropa que tenía almacenada en un almario.

“Este es el mapa de la vida,” ella dijo.

“Es mi destino?” él le pregunto.

“Mi madre lo sabe todo.”

“Sabría que vendría hoy?”

La mujer se arreglo su blusa antes de poner unas cartas bocabajo en la mesa.

“Coge una,” le dijo.

Homero corrió su mano por entre las cartas, hasta que se decidió por una cerca de las piernas de la señora.

“Estas rodeado por sombras,” ella le dijo después de ver la carta que había escogido.

“Nací durante un eclipse solar,” Homero le dijo.

“Eso lo explica todo.”

La electricidad se fue, dejándolos en tinieblas y una mano le esculcaba sus rincones eróticos, al tiempo que Lola buscaba la vela en los cajones.

“Busca en el baño,” la señora dijo.

“Si es que las pusiste allí.”

“Creo que si.”

Homero oía a Lola escarbando en los almarios, botándolo todo al suelo y haciendo reguero pero la lengua de la señora le daba placer.

“Señora,” Homero dijo.

“Cállate.”

El ruido ceso al tiempo que la luz de una vela se esparció por los rincones de la habitación. Homero ya se había arreglado su ropa arrugada de tanta acción.

“Si pagaste la electricidad?” Lola le pregunto.

La señora asintió. “Nunca se me olvida.”

Ellos tendrían que agradecerle a la planta de energía por todo el caos que les causaba muchas veces.

“Este es tu primer ciclo de vida,” la madre de Lola interrumpió sus pensamientos.

“Que tiene que ver con la falta de energía?”

“Aun no lo sé.”

Homero vio las sombras llenándolo todo.

“Coge otra carta,” ella le dijo.

Homero escogió una de atrás, esperando que su suerte fuera buena.

“Un niño te acompaña en las tinieblas,” ella le dijo.

“No entiendo,” Homero dijo.

“Madre,” Lola dijo

“Es Armagedón,” la señora dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Homero está enamorado

Lola había cambiado su mundo de una manera impresionante, aunque la chica no le refregara la espalda después de que él se bañara con el veneno para los piojos. Homero le compro un helado a Lola en el parque, aunque el tomara un vaso de agua para no gastar su plata, y viajo al lado de chofer cuando fue al puerto esa semana. Una vez en allí se quedo en un hotel que costaba un poco más que los otros, un milagro para alguien que no le gustaba gastar la plata. El chofer del taxi guardo el pedazo del coco que Homero le había dado, como recuerdo de la generosidad del hombre más rico de la ciudad.

“Buena suerte, don Homero,” le dijo antes de se bajara del taxi en el mercado.

“Gracias,” Homero dijo.

La gente lo empujaba hacia algún sitio secreto que solo ellos sabrían, cuando el caminaba por la calle a encontrarse con el amor de su vida.

“Mire por donde va,” alguien le dijo at tratar de pasar la calle sin mirar.

Lola apareció moviendo sus caderas como una princesa, haciendo que Homero corriera por entre los transeúntes, que le decían muchas cosas no muy buenas, antes de asustar a las palomas descansando al lado de la fuente del parque.

“Espérame,” él le dijo.

Lola seguía su camino sin ponerle cuidado, aunque él fuera el apóstol de los pobres de la ciudad y que se la pasara haciéndole cosas buenas. Entonces la alcanzo antes de que ella cruzara la calle.

“Te he extrañado,” él le dijo.

Ella le beso sus labios de bienvenida, dejando su lápiz labial en su cara, sin que al él le importara.

“Te traje algo,” él le dijo.

Al darle el paquete que tenía en la mano, un pedazo de coco se cayó al suelo, enmugrándose con el barro de la calle y rodando hasta la alcantarilla.

“Oh,” Lola dijo.

“Perdóname,” Homero le dijo.

Lola esperaba algo mejor de su novio rico en vez de un pedazo de coco con la mugre del parque en sus poros.

“Es muy saludable,” él le dijo.

“Pero sucio.”

“Lo puedo lavar.”

Homero no comprendía como ella peleaba por algo tan sencillo como el coco, representando su amor de la naturaleza y el universo.

“Tenemos que hablar,” ella le dijo.

Ellos se sentaron en uno de las bancas al lado de la fuente, donde los pajaritos se bañaban, sin importarles la gente pasando por su lado, y el sol los castigara con sus rayos del mediodía.

“Dijiste que te casarías conmigo,” Lola dijo.

“Me tengo que divorciar primero,” el dijo.

“De quien?”

Lola se levanto, asustando a las ardillitas buscando nueces debajo de los arbustos.

“Déjame explicarte,” él le dijo.

“Traicionero.”

Homero le cogió sus manos, sintiendo el aroma del perfume que él le había comprado en un momento de locura.

“Me he casado conmigo mismo,” le dijo.

“Mentiroso.”

“Pregúntale al padre Ricardo.”

La chica oyó la historia de su matrimonio en un día en el que le había querido pagar menos impuestos al gobierno y la señora de Miguel había hecho el ponqué.

“No me quieres,” Lola dijo.

“Que si.”

“Te casarías conmigo.”

“Acá?”

Ella quería que Homero la llevara a la notaria a pocas cuadras de distancia, aunque hubiera empezado a llover.

“Espera un momento,” él le dijo.

Lola corría por entre los hombres que le miraban las piernas con ganas de hacerle algo, tropezándose con unas cuantas piedras en su camino.

“Que viva Homero,” una viejecita le dijo.

“Se me va,” el dijo.

“Quien?”

“Mi novia.”

Homero se zafó de la gente, que lo quería defender del mundo, pero Lola ya no se veía por ninguna parte, dejándolo solo con su pedazo de coco.

“Llévatelo a tu casa,” Homero le dijo a la viejita.

“Gracias don Homero,” ella dijo. “Tiene que leer las escrituras.”

“Son jartas.”

“Pero curan el alma.”

Los relámpagos iluminaban la escena, mientras que Homero pensaba en esa desagradecida que se le había escapado antes del final del tiempo, de acuerdo a los pronósticos de la señora en busca de su cuerpo en una noche sin luz.

“Es Armagedón,” el dijo.

Lola le estaría contando a su madre todas las cosas malas que su enamorado le había hecho, mientras el agua de la lluvia lo mojaba y él pensaba en las viuditas ahogándose si las alcantarillas se desbordaban.

“Las tengo que salvar,” el dijo.

“A quien?” la viejita le pregunto.

Homero la oyó hablar acerca de un Dios cruel, castigando a sus hijos por sus fechorías, en una noche feroz de la que nunca se olvidaría, pero el sol salió atrás de las nubes oscuras.

“Ya me voy,” Homero dijo.

“Anda con Dios,” la viejita le dijo.

La viejita hizo que se sentara a su lado, antes de hablarle de las llamas del infierno incinerando su alma, después de su muerte.

“No soy tu hijo y Dios no existe,” él le dijo.

“Esa es una blasfemia,” ella dijo.

“Que es eso?”

“Estas calumniando hacia Dios todo poderoso.”

“Yo soy eterno,” Homero dijo.

“Nadie lo es.”

Homero le conto como había conocido el limbo antes de su nacimiento en el medio del barro del jardín, en un día como cualquier otro en la historia del universo.

“Dile cuanto la quieres,” ella interrumpio su relato.

“Si cree que funcionara.”

Homero se levanto de la banca, deseándole un buen dia.

“Esta noche será larga,” ella le dijo.

“Ya lo sé.”

“No,” ella le dijo. “No lo sabes.”

La desgracia

Los hombres admiraban a Lola, cuando caminaba por la calle del mercado hasta llegar a la iglesia, las viejitas chismosas mirándola con envidia, después de dejar al tacaño de Homero en el parque. La casa de Dios estaba sumida en las sombras, el sonido de sus tacones despertando a los pordioseros durmiendo la siesta en las bancas de atrás, antes de ella que se arrodillara en el confesionario de madera, teniendo cuidado con las medias nuevas que alguien le había regalado de cumpleaños.

“Padre,” ella le dijo a la sombra atrás de la cortina. “Yo he pecado.”

El padre Ricardo se movió en su asiento, esperando oír más cosas sin sentido, cuando el tenia que ayudar a sus feligreses.

“Me he acostado con tres hombres al mismo tiempo,” ella le dijo.

“En la misma cama?”

“No padre,” ella dijo. “He visto al sargento durante el día, Homero por la noche al tiempo que fray Serapio se ocultaba debajo de la cama.”

El padre Ricardo sabia que fray Serapio haría cualquier cosa con tal de acostarse con las chicas de la ciudad.

“Que vas a hacer?”

“No sé.”

“Tienes que rezar.”

Ella rezo un padrenuestro, las lágrimas dejando su huella por su cara pero le tenía que preguntar algo al padre antes de que el señor la castigara.

“Es cierto que Homero toca a las viuditas?” ella dijo.

“Creo que si.”

Lola sintió la rabia corriéndole por el cuerpo y le pego una patada al confesionario,

“Se irá al infierno con ese comportamiento,” el padre Ricardo dijo.

Lola tenía algo malo en su vida. Su periodo no había vuelto, a pesar de todas las cosas que había hecho.

“Creo que estoy embarazada,” ella dijo.

El padre Ricardo salto con el sonido de su voz. La chica si tenía muchos problemas.

“Es de fray Serapio?” él le pregunto.

Lola movió la cabeza. El cura practicaba coitos interruptus, aunque dejara la cama húmeda después de que hicieran el sexo.

Lola lloro. “No sé qué hacer.”

El padre Ricardo le haría un exorcismo pero ella quería un aborto. No había nada más que se pudiera hacer en esa situación.

“No le digas a Homero,” ella dijo.

“Tienes que rezar.”

Lola se arrodillo en el banco, mostrándole parte de sus piernas, donde le pidió a Dios que le resolviera sus problemas.

“Quiero un aborto,” ella dijo.

Lola no quería ser la madre de un hijo del diablo y rezaba con toda su alma.

“Jesús Cristo,” ella dijo. “Seré una monja si me ayudas.”

Lola esperaba que los cielos la castigaran por tener pensamientos en contra de un alma que no había nacido y cuando salió de la iglesia, relámpagos iluminaban su camino. Un niño pequeño y con pecas en su cara la paro en la esquina.

“No me molestes,” ella dijo.

El pequeño la seguía por entre los transeúntes, haciendo sus compras.

“Dos y dos son siete,” ella pensó.

Esa frase la había oído en algún sitio, aunque no estaba segura en donde, hasta que llego a su casa donde su madre estaba haciendo el almuerzo.

“Quieres arroz con pollo?” la madre le pregunto.

“No tengo hambre.”

Lola rompió las tarjetas que Homero le había dado durante su noviazgo, llenas de cosas sin importancia.

“Ya lo has hecho antes,” la mujer le dijo. “Te acuerdas del abogado, el policía y el soldado?”

“Homero es el diablo,” Lola le dijo.

Después de votar el pedazo de coco que Homero le había traído del puerto en la basura, y las fotos que él le había regalado, ella salto desde el asiento, torciéndose su tobillo. El dolor despertándola del sueño en el que se había sumido, desde que se había enterado de su suerte.

“Estás embarazada?” la madre le pregunto.

“Creo que si.”

“El brujo lo matara.”

Lola tomo el aceite de pescado que había encontrado entre los remedios y salto del sofá al suelo.

“Uno de tus novios se puede casar contigo,” la mujer le dijo.

Lola paro su comportamiento loco para pensar en las consecuencias de sus acciones, cuando Homero era estúpido, y el sargento del batallón la quería mucho, aunque comandaba un ejército de cabrones.

“Volveré con el sargento,” ella dijo.

“No tiene plata.”

Lola se sentó al lado de la mesa, en la que su madre había puesto las cartas de su suerte, incluyendo las que concernían la plata de Homero.

“Mañana lo visitaremos,” la mujer dijo.

“Podría ser muy tarde.”

Lola señaló una de las cartas sobre la mesa, diciéndole algo de su futuro en relación a Homero.

“Se nos escapara,” ella dijo.

La mujer puso las cartas sobre la mesa otra vez, esperando que les dijera algo mas de la suerte de Homero.

“Le llegaremos temprano,” ella dijo.

“Que no estará en su casa.”

“Eso veremos,” la madre dijo.

Lola se tomo la sopa que ella le preparo, cuando el estomago le dolía por todo lo que había hecho.

“Puede ser del sargento,” ella dijo.

“Eso es de Homero,” la mujer dijo.

Lola lloro por todas las veces que lo habían hecho sin usar alguna protección, aunque ella pensó que Homero la haría su esposa.

“Ese cobarde,” ella dijo.

“La vida le pagara,” la madre dijo.

“Eso espero.”

 

 

 

 

 

 

La despedida de un héroe

Llovió esa noche, los cielos abriendo sus puertas al agua estancada en las nubes y los truenos iluminaban los sueños de Homero, en los que corría del sargento persiguiéndolo por el infinito. El ruido de su empleado abriendo el almacén lo despertó temprano, cuando su cuerpo le dolía tanto como la miseria de su alma.

“Tengo malas noticias,” Miguel le dijo.

Miguel se sentó al lado de la cama, con un periódico en su mano: La muerte de los inocentes, decía en letras grandes acompañadas de unas cuantas fotografías de la tragedia.

“Anoche llovió,” Miguel dijo.

Homero se sentó en su cama, el mundo dándole vueltas, pues podría ir a la cárcel por su incompetencia con las viuditas, si los periodistas no acababan con su vida.

“Ya querrán mi sangre,” le dijo.

El tenía que actuar rápido, antes de que vinieran a llevárselo a la cárcel, porque las viuditas no tenían las cosas necesarias para su supervivencia, aunque Miguel parecía estar en control de la situación.

“Tendrás que disculparte,” le dijo.

Homero se imaginaba a los habitantes de los tugurios juzgándolo por algo que no era su culpa, pues Dios los había inundado con el agua de las nubes, envidiosas de sus hazañas en este mundo. Otro titular del periódico le llamo la atención: Hitler castiga a Europa, decía en medio de los horrores de las lluvias. Homero había oído hablar al padre Ricardo de los Nazis, en esos sermones que lo hacían dormir, aunque tratara de no cerrar los ojos con toda su voluntad.

“Es una guerra mundial,” Miguel le dijo.

Amelia apareció a su lado, con una gorra miliar.

“Un, dos…,” ella dijo.

“Me voy ya,” Homero dijo.

“Para donde se va?” la niña le pregunto.

Él les mostro las fotos que el Tío Hugo le había mandado, de ese país al otro lado del mar, lleno de dólares y estrellas del cine.

“Siempre los protegeré,” Homero le dijo.

“Como Dios lo hace?”

“Pues si.”

“Me tiene que escribir, tío Homero.”

Homero prometió aumentarle el sueldo a Miguel si cuidaba su almacén, para el bien de su familia.

“Le daré mi teléfono dondequiera que este,” le dijo. “O le mando un telegrama.

“Que le diré al mundo?” Miguel pregunto.

“Estoy muerto.”

María entro en ese momento, con una blusa donde sus encantos se veían bajo la luz del sol, haciendo que Homero la codiciara más, a pesar de las malas noticias.

“Se va al otro lado del mundo,” Amelia le dijo.

María puso los platos que tenía en la mano en la mesa, prometiéndole muchas cosas a Homero, si se quedaba en la ciudad.

“Las viuditas se murieron,” Miguel le mostro el periódico.

“No ha sido su culpa,” María dijo.

“La gente no lo verá así,” Homero dijo

El empaco su maleta con todo lo que necesitaría para su viaje a otras tierras, donde tendría que probar su suerte, mientras Miguel se perdía en la oscuridad del almacén.

“Cásate conmigo,” ella dijo.

Amelia paro su marcha por la cocina, sus ojos negros llenos de alegría.

“Tiene que hacerlo, tío Homero.”

“Que lo oye tu padre,” Homero dijo.

María sonrió. “Está ocupado en el almacén.”

“Es por el bebe?” Homero le pregunto.

María apretó su delantal contra su estomago.

“No sé qué dice.”

“Ya sé que no es mío.”

Amelia había estado muy ocupada con su marcha para oír la conversación y Homero se sentía mal. Ellos se besaron, haciendo el intercambio de gérmenes, cuando la lluvia seguía inundando las calles de la ciudad.

“Me tengo que ir,” Homero dijo.

“Nunca lo olvidare,” ella dijo.

Homero alisto la maleta rápidamente, poniendo unos cuantos pantaloncillos para cambiarse de ropa en el barco, al tiempo que María hablaba de su vida después de que se fuera.

“Quien es el padre?” Homero pregunto.

“Es un secreto.”

“Ni tú lo sabes.”

La policía me estará buscando, Homero pensó, poniendo más cosas en la maleta que había comprado en caso de emergencia.

“Toma esto,” Amelia le dijo.

Ella le dio una foto de un barco de varios pisos, flotando en las aguas del Caribe, cuando la luna iluminaba todo con su luz plateada.

“Quiero que lo compres algún día.”.

“Ya lo hare.”

“No te olvides de tus papeles,” ella le dijo.

Homero empaco las hojas que había encontrado en el jardín en un día perdido en el tiempo, aunque no sabía si le pudieran ayudar en su destino.

“Aquí está el desayuno,” María le paso un paquete con manchas grasosas.

“Comételo en el camino,” ella le dijo.

“Se lo agradezco,” el dijo.

“No nos olvides.”

El sol desafiaba a la lluvia, cuando Homero salió a la calle, con sus gafas oscuras y un sombrero grande que Miguel le había prestado para que la gente no lo reconociera

“Para dónde va?” Jaramillo apareció a su lado.

“Debes de ser mágico,” Homero le dijo.

“Quiero parte de mi plata por quedarme callado.”

El periodista lo acompañó a coger el camión en rumbo al puerto, antes de que alguien más lo parara.

“Ya le pagare,” Homero le dijo.

“Hazlo ya.”

Homero le paso un montón de pesos, que Jaramillo conto antes de entrar en el garaje, donde los choferes estaban listos para irse al puerto.

“Tengo la dirección de tu tío,” Jaramillo dijo.

“Entonces nos veremos un día,” Homero dijo.

“Eso espero.”

 

 

 

El viaje

Miguel, Amelia, María y las viuditas estaban lejos cuando Homero encontró el barco esperándolo en el puerto. El mercado había sido reemplazado por el mar, los pescados, cangrejos y Cesar que hablaba como siempre.

“Don Homero,” le dijo. “Lo estábamos esperando.”

Cesar lo llevo por los corredores lleno de marineros, mientras se tocaba las pelotas, sudándole con el calor del Caribe. Los periódicos tendrían que estar hablando de las viuditas que se habían ahogado en la tempestad, cuando Homero se iba a otras tierras.

“Dos y dos son siete,” él le dijo.

“Ya lo sé,” Cesar dijo.

“De verdad?”

Homero podría llegar a ser el hombre más rico del mundo en la ciudad de Nueva York, antes de partir al Caribe, donde las chicas mostraban sus curvas bajo el sol tropical, como había visto en las fotos.

“No se preocupe de nada,” Cesar le dijo.

Homero se acostó en una cama pequeña, buena para su mareo, el sonido de las olas hizo pensar en su vida desde que había llegado del limbo, aunque solo creyera en las cosas físicas del universo.

Cesar le trajo una taza de té, buena para disipar su mareo, como lo diría su familia en algún lugar del mundo.

“La tragedia no es culpa mía,” Homero dijo.

“Ya lo sé.”

Cesar tomaba aguardiente, mientras le hablaba de cómo había solucionado los problemas durante su existencia, tal como Dios le habría dicho algún día de su vida.

“No es el momento para que hablemos de esto,” Homero le dijo.

Cesar suspiro. “Nunca lo es.”

“Dame una razón por la que tenga que oír tus historias.”

Homero miro las fotografías que Cesar había puesto sobre la mesa, admirando a las chicas, mostrándoles sus encantos a los marineros que se las querían comer a poquiticos.

“Las viuditas se murieron,” Cesar dijo.

“Como lo dicen los periódicos.”

“Pero no te mencionan.”

“Espero que no.”

Cesar le conto la reacción de algunos de los marineros al oír las noticias de lo que había hecho las lluvias en una noche de terror, aunque podía recuperarse con un remedio que tenia, parecido al polvo que usaba María en su cuerpo.

“Qué es?” le pregunto.

“Pruébalo,” Cesar le dijo.

Homero lo hizo, sumiendo en la oscuridad del limbo de sus pesadillas y Cesar le contaba más anécdotas de su existencia, entres las tinieblas de la nada.

“Estas en el paraíso,” Cesar le dijo.

“Muéstrame a Dios.”

“Ya lo veras.”

El barco salió en rumbo a las tierras frías del norte, donde las estrellas de cine le mostraban sus calzones al público en medio de la plata.

Al principio no había nada, Homero pensó sumiéndose en sus sueños de las reinas de belleza en un día lejano, el sonido de pasos interrumpiendo la orgia.

“Soy el médico,” un hombre pequeño le dijo.

“Me estoy muriendo?” Homero dijo.

“Claro que no.”

El médico quería que Homero se sentara en la cama, pero su cabeza le dolía mucho para que hiciera cualquier cosa.

“Ya le encontrare una chica,” Cesar dijo.

El médico sonrió. “Buena idea.”

Homero no sabía cómo su vida sexual le podría curar su enfermedad, pero el médico dejo unas pastillas en la mesa en caso de que Cesar no pudiera encontrar chicas.

“Volveré más tarde,” el médico dijo.

Homero pensó que sería alguna maldición de las viuditas, pero entonces una muchacha se le acerco, como si fuera de su familia.

“Hola,” ella le dijo.

“Quien eres?”

Ella levanto sus cobijas, haciéndole cosquillas con sus manos quemadas por el sol hasta que Homero le gusto lo que le estaba haciendo.

“Ahhh,” el dijo.

“Es una chica buena,” Cesar dijo.

El los miraba desde los confines del camarote, sin perderse las acciones de la hembra que le había conseguido a su capitán.

“Donde esta mi plata?” ella dijo.

Homero se durmió y la chica se desvaneció hacia el infinito, donde viviría en medio de sus sueños. A veces ella estaba desnuda, pero otras veces tenía una túnica sobre ese cuerpo hermoso, con el que Dios la había mandado al mundo.

“Navegaras los mares,” ella le dijo.

Homero había estado ocupado con su cuerpo y no se preocupo por lo que ella le decía, si le daba el placer en sus momentos de gloria en rumbo a su nueva vida en ese país del norte.

“Quien eres?” Homero le pregunto.

“Mi nombre es complicado,” ella dijo.

“Pues dímelo.”

La chica dijo algo en otro idioma, su voz haciendo eco por el camarote.

“Es raro,” Homero dijo.

“Tus acciones te mandan por las líneas de la vida,” ella le dijo.

Homero se acordó del fantasma que le había dado el ojo en el medio de la selva, después de que el indio lo dejara solo en una noche sin luna.

“Sé porque camino voy,” el dijo.

El pensó en sus palabras, mientras que los sueños lo guiaban por la vida, tal como ella le había dicho en uno de esos momentos de dicha, pues en algún otro universo las viuditas no se habían muerto.

La chica había desaparecido antes de que la estatua de la libertad levantara su antorcha hacia el cielo en una de sus pesadillas.

“Quiere comer algo?” Cesar apareció entre sus sueños.

“Donde está la chica?” Homero le pregunto.

“No sé de qué hablas.”

“La muchacha de pelo largo.”

Cesar tenía que hacerse el tonto porque ella le había dado mucha felicidad durante sus días en el mar.

“Aquí están sus camisas,” Cesar le paso un paquete. “Las mande a lavar y aplanchar, pero no vi a ninguna chica,”

“Mentiroso.”

Homero se sentó en la cama, esperando ver a la chica que lo había visitado en uno de esos caminos en su ruta por el espacio- tiempo.

“La prensa lo podría esperar en Nueva York,” Cesar interrumpió sus pensamientos.

“He viajado de incognito,” Homero dijo. “Solo Miguel y su familia saben de mi viaje a Nueva York.”

Homero se imaginaba la noticia de su fuga a otras tierras en los periódicos de otro universo, el que nunca podría contactar ni aunque se concentrara.

“Quisiera ver a tu chica,” Cesar dijo.

Homero sonrió. “Estará escondida en algún sitio.”

“Eso es lo que crees.”

Homero tendría que escoger entre los caminos en su vida, y se acostó a soñar con la chica dándole placer debajo de las sabanas, aunque el universo se dividiera con cada pensamiento que tenia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nueva York

Los pasajeros descendieron por las escaleras hacia los oficiales que los esperaban por unas mesas llenas de papeles, al tiempo que cada momento los llevaba hacia un futuro incierto en el país al que habían emigrado en busca de una vida mejor. Homero no tenía nada que declarar, pero el oficial lo miraba por entre los anteojos que parecían los ojos de un búho.

“Que quiere usted hacer en los Estados Unidos?” él le pregunto en un Español mal hablado.

Homero le mostro la carta que tenia de su tío Hugo mas una cuenta del banco con la plata que había juntado en la ciudad, donde sus padres lo habían llevado en su infancia.

“Le traeré buena suerte al país,” Homero dijo. “Mi mercancía es muy buena.”

“No entiendo.”

Homero le explico cómo su almacén sería el mejor del mundo, aunque el destino se lo quería llevar al infierno.

“Venderé todo más barato y con garantía,” le dijo.

“Alguien lo está esperando?” el oficial le pregunto.

Homero asintió. “Mi tío debe de estar acá.”

El oficial de emigración escucho la historia de Homero, que había nacido en un eclipse de sol.

“Eso es fascinante,” el dijo.

“Deberíamos de vender el aire,” Homero dijo. “La gente que no puede pagar se ahogaría en un segundo.”

“Tiene ideas interesantes,” el oficial dijo.

“Las olas del mar no deberían de ser gratis,” Homero dijo.

“Ya entiendo el chiste,” el oficial dijo. “Deme una ola grandecita mas otra chiquita.”

“Ja, ja, ja,” Homero dijo.

“Se preocupa del mundo.”

“Es el único que hay.”

Homero le explico que los caminos de la vida se dividían con cada pensamiento, cuando un hombre canoso interrumpió la discusión de mundos paralelos.

“Homero,” le dijo. “Lo estaba esperando.”

El tío Hugo no había cambiado mucho a pesar del paso del tiempo, aunque tenía el pelo casi blanco.

“Pensé que eras más alto,” Homero le dijo.

“Me habré achicado,” el tío Hugo dijo.

Homero lo abrazo, acordándose de aquel día, cuando su tío había aparecido a la hora del almuerzo y le había dado su primer centavo.

“Como fue el viaje?” el tío dijo.

“Estuve enfermo casi todo el tiempo,” Homero le dijo.

“Yo odio los barcos.”

El tío lo llevo entre la gente esperando a que sus familiares se desembarcaran después de ese viaje tan largo a través del océano, mientras Homero le decía que lo había comprado.

“Es que los odias,” el tío le dijo.

“Mis barcos estarán al servicio de mi país,” Homero dijo.

“Puedes pelear con los Nazis en Europa,” el tío Hugo dijo.

“Que dices?” Homero dijo.

“Los puedes acabar con tus tanques.”

Homero le podría vender su mercancía a los guerreros del mundo, haciendo que se sintiera feliz de estar en ese país.

“Dos y dos son siete,” el dijo.

“Ya te he oído decir eso,” el tío dijo.

Al salir a la calle, gotas de lluvia mojaban el prado y las nubes negras se preparaban para la peor tormenta de los finales del tiempo.

“La viuditas se ahogaron,” Homero dijo.

“Lo leí en los periódicos,” el tío le dijo.

“Decían algo de mí?”

“Creo que no.”

Unos niños jugaban al beisbol en el parque, la pelota espantando a los pájaros entre el pasto.

“Tu madre quería que fueras millonario,” el tío dijo.

“Ya lo sé.”

Habían llegado a los edificios de las tarjetas postales que Homero había visto en su niñez, pero el más alto de todos tenía que ser el que su tío le había mostrado.

“Vamos a mi apartamento,” el tío lo llevo hacia un edificio de unos seis o siete pisos, un enano en comparación con los otros, donde un hombre uniformado los miraba entre sus anteojos al lado del ascensor que los llevaría al cielo.

“Esta en el cuarto piso,” el tío le dijo.

Homero no sabía si podría confiar en la caja de metal llevándolo a otros pisos, como por arte de magia.

“No te preocupes,” el tío le dijo.

El ascensor se movió, haciendo que Homero se sintiera mareado, antes de que el portero abriera la puerta, y el tío lo guiara entre las materas adornando el pasillo.

“Bienvenido a mi morada,” el abrió una de las puertas, cerca del balcón.

“El sol se ha ocultado,” Homero dijo.

“Es invierno,” el tío le dijo.

Homero se esforzaba por entender las estaciones de una ciudad fría, cuando no conocía sino el sol los trópicos, al tiempo que seguía al tío adentro de su casa.

“Esta es la calefacción,” el tío le mostro unas rejas en la pared. “Funciona con gas.”

El también tenía un radio para oír las noticias de esa guerra, enloqueciendo a los periodistas, la clase dirigente y a los soldados, que tendrían el honor de luchar por su país.

“Yo vengo del limbo,” Homero le dijo.

“Quieres un café?” el tío interrumpió.

“Me calentara,” Homero dijo.

El tío le mostro su biblia amarillenta, en la que vivirían los gusanitos del papel, aunque fuera la palabra de Dios.

“Creo que estas confundido,” le dijo.

El limbo había sido el sitio donde Homero había estado antes de volver a la vida en un día del que no se acordaba mucho, aunque la biblia lo negara y el tiempo le jugara trucos en las aventuras por otras realidades.

El aroma del café se difundía por la atmosfera del apartamento, cuando el tío le contaba sus aventuras en la ciudad de Nueva York, la mejor del mundo, aunque los periódicos dijeran unas cuantas cosas malas.

“Tienes que estar cansado,” el tío le dijo.

“Un poco,” Homero dijo.

El tío le preparo su cama en la habitación de los huéspedes, por la que se veían los edificios altos de la ciudad.

“Las viuditas se murieron,” Homero le dijo.

“Por eso te viniste.”

Homero se acabo de tomar el café, pensando en las mujeres entre el barro de las alcantarillas de los tugurios, antes de que se fueran a ese lugar del que nunca volverían en el reino de la nada.

“Estabas bien en Colombia,” el tío le dijo

“Encontré mi suerte.”

“Tus padres escogieron un buen sitio.”

Homero asintió, recordándose de ese viaje ocurrido al comienzo del tiempo en el que había visto los pescados voladores jugando en el mar, antes de que empezara su vida en ese otro país al otro lado del mar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Otro día

Esa noche Homero oyó el tráfico de la ciudad que nunca duerme, sus sueños llevándolo a la selva misteriosa, donde había encontrado a los fantasmas, perdidos en su imaginación. No has sido un buen niño, su madre le decía a través del abismo del tiempo.

Homero había creado otras rutas por el universo con sus acciones en busca de dinero, desde que su tío le había dado esa moneda en ese día, perdido en su memoria, antes de su aventura en la selva.

El quería tener un dialogo con los personajes invadiendo sus sueños en su primera noche en la ciudad de edificios tan altos como las nubes del cielo, y el sol se colaba por entre las cortinas cuando el abrió los ojos a la luz de la mañana en un día como ningún otro en su vida, el tic-tac del reloj en la pared, dándole la bienvenida.

“Buenos días,” él tío Hugo interrumpió sus pensamientos.

“No puedo creer que estoy acá,” Homero le dijo.

“Es un día mágico.”

El tío puso una bandeja llena de comida en la mesa antes de encender la radio, donde el locutor reflexionaba sobre las tropas de Hitler invadiendo a Europa, peor que la muerte de las viuditas en las barriadas.

“Hoy vamos donde María,” el tío le dijo.

“Quien es María?”

“Nos reunimos en su casa.”

El tío le mostro una foto de Nueva York, donde la casa de María estaría entre los edificios tratando de alcanzar al cielo.

“Ya estamos en invierno,” el tío Hugo dijo. “Y las noches son frías.”

Homero se puso el abrigo que le dio el tío, admirando su reflexión en el espejo al lado de la puerta, pero entonces se acordó de esa chica que había ido al almacén, en un día como ningún otro.

“No puedo creer que se hayan muerto,” el dijo.

“Quien?”

“Las viuditas.”

Ellas habían firmado sus documentos en medio de las ratas y otras cosas oliendo a feo, antes de que las lluvias se las llevaran a otro mundo.

“Dos y dos son siete,” el dijo.

“De pronto si,” el tío dijo.

“No tengo comienzo ni fin, como le pasa a Dios,” Homero dijo.

“Tengo tu certificado de nacimiento.”

“Esas son mentiras.”

La risa del tío despertó al alma de Homero, que todavía no creía que estaba en la ciudad de sus sueños.

“Me debes de decir la verdad,” le dijo.

Su tío lo miro. “No soy tu padre si eso es lo que estas creyendo.”

“Eres chistoso.”

“A veces sí,” el tío le dijo.

“Sabes el idioma Maya?” Homero le pregunto.

El tío paro lo que estaba haciendo dejando caer unas cuantas cosas al suelo.

“Esa es otra de tus ideas.” Le dijo.

El tío lo oyó hablar de los universos, que le habían explicado los fantasmas flotando sobre los arboles.

“Que fantasmas?” le pregunto

“Los de la selva.”

“Eso es locura.”

“Mis papeles podrían ser de otra dimensión,” Homero dijo.

“La de los mayas?”

Homero le mostro las páginas arrugadas por la ropa de la maleta, pero sin esos gusanitos tan fastidiosos, que les gustaba vivir en el papel almacenado a través del tiempo.

“Las paginas lo deben de explicar,” Homero le dijo.

“Pero nadie las entiende.”

Homero dibujo varias líneas en un papel, para que su tío entendiera como su vida se dividía con las decisiones del momento.

“Yo estoy vivo,” el tío le dijo.

“Ya lo sé.”

“Tú y tus mundos diferentes.”

Homero dibujaba otra línea en medio del papel, de donde salían hacia futuros inciertos, cuando les tendría que vender sus ideas a la gente reunida en la casa de María.

“Esto es tu sección del árbol fractal del universo,” le dijo.

“Ya empiezo a entenderte,” el tío le dijo. “Te enloqueciste.”

“Y a los locos se les lleva la razón.”

El tío le mostro una revista acerca de los Mayas, con escritura que habían encontrado en la península de Yucatán, llena de caracteres extraños, que aparentemente habían sido descifrados por los arqueólogos.

“Se parece a la escritura de las paginas que me encontré,” Homero le dijo.

El tío Hugo fritaba los huevos, al tiempo que Homero hacia un grafico del árbol de la existencia, una de sus ramas representando la realidad.

“Que te hayas encontrado esas hojas no quiere decir nada,” el tío le dijo.

“No sé,” Homero dijo. “Hay otras realidades.”

“Muéstramelas.”

“Están en las ecuaciones.”

“Cuáles?” el tío le pregunto.

Homero puso unos cuantos números en el papel, representando la realidad, tal como la veía a todo momento.

“Un físico importante los ha escrito,” le dijo.

“No me digas que hay más gente alrededor nuestro.”

“Creo que sí,” Homero le dijo. “Es que no los vemos.”

Homero se tomaba el café que el tío había puesto a su lado, pensando es las ecuaciones del científico famoso.

“Tienes tu imaginación,” el tío le dijo.

Homero siguió estudiando ese lenguaje que le había fascinado en su niñez del mercado, cuando su tío hacia muchas cosas.

“Es que tiene muchas consonantes,” le dijo.

“Ya lo sé,” el tío dijo.

Homero encontraría esas realidades paralelas que le habían explicado los fantasmas en ese sueño que tuvo, si alguien le ayudaba con las ecuaciones del tiempo.

 

 

 

 

 

 

María

Al salir a la calle, ellos caminaron por entre los transeúntes que iban de afán a algún sitio en el fractal de la existencia.

“Que sueño tan lindo,” Homero dijo.

“No estás soñando,” su tío le dijo. “Esto es real.”

El tío Hugo le recordó lo bueno en la biblia, si ignoraba esas cosas malas, que algún ateo habría puesto en el libro del señor.

“Dios no escribió la biblia,” Homero dijo. “Por eso es mala.”

“No aguanto tus blasfemias.”

“Digo lo que pienso.”

Al llegar a un

Edificio perdido entre las nubes del cielo, el tío Hugo lo llevo hasta el final de un corredor, donde alguien había puesto macetas con flores y un gatito los miraba cerca de la baranda.

“Nos reciben con flores,” Homero le dijo.

“Eso no es para nosotros,” el Tío o le dijo. “Tenemos que subir.”

El ascensor los llevo al decimo piso donde una mujer de pelo negro abrió la puerta de uno de los apartamentos, su escote mostrándoles parte de los misterios de su cuerpo.

“Este es Homero,” el tío le dijo.

“Lo estábamos esperando,” ella les dijo.

Ella dejo la marca de su lápiz labial en sus mejillas, mientras que el sentía su perfume barato.

“Gracias,” Homero le dijo.

Ella los llevo al interior del apartamento, decorado con muchas banderas y otras cosas de ese país que Homero había olvidado.

“Te tengo una sorpresa,” ella dijo.

Al abrir una puerta, ellos vieron a alguna gente y sentados alrededor de una mesa, que aplaudieron al verlos, pero María restauro el orden.

“Tenemos aquí a nuestro héroe,” les dijo.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

El escucho las historias de esos ciudadanos valientes que odiaban a Hitler, pues alguien les conto que había escapado de un campo de concentración donde centenares de personas morían todos los días.

“Este soy yo,” el hombre les mostro una fotografía al lado de víctimas de los nazis.

“Hice el túnel con las cucharas y tenedores de mi almuerzo,” les dijo.

“Eres muy valiente,” Homero dijo.

“Gracias.”

“Que viva Homero,” todos dijeron.”

Ellos cantaron sus alabanzas al Dios, a pesar de los problemas ocasionados por Hitler, que no hacía sino joder a los ciudadanos decentes como ellos.

“Homero nos ayudara,” el tío Hugo dijo.

Un silencio siguió antes de que Homero delineara sus planes para conquistar a ese hombre al que todos odiaban.

“El gobierno me tiene que dar armas,” Homero dijo.

“Ya nos encargaremos de eso,” el tío dijo.

Homero agradeció la ayuda prestada por sus coterráneos, aunque no se acordara de la patria que había dejado en los anales del tiempo.

“Mi familia tiene que escapar,” el hombre de las cucharas dijo.

“Donde están?” Homero le pregunto.

“En el campo de concentración,” el hombre dijo.

El dibujo un plano en un papel que María había puesto a su lado, diciéndole a Homero donde estaba la puerta y otras cosas importantes de ese sitio.

“Iré a Europa con mis barcos,” Homero dijo.

“Te puedes colar en la prisión,” el hombre le dijo.

“Y como salgo?” Homero le pregunto.

“Utilizando mis cucharas.”

La conversación se estaba volviendo peligrosa, antes de que volvieran a cantar las gracias del señor y María les ofreciera una taza de café.

“Ya ayudare a nuestro país,” Homero dijo.

“El señor lo oirá,” María dijo.

Homero les dijo, como llevaría la libertad a su patria, sufriendo las consecuencias de Hitler.

“Cuando sales con las armas?” el hombre de las cucharas interrumpió.

“No lo sé.”

“Dale mis saludos al presidente.”

“Comete el ariquipe,” María dijo.

El dulce se derretía en la boca de Homero, parecido a los que su madre hacia en un universo del que apenas se acordaba, mientras ellos cantaban al Dios todopoderoso, ayudándole a Hitler a invadir a Europa.

“Eres un Nazi?” alguien le pregunto.

Todo el mundo hablaba al mismo tiempo, sin oír las explicaciones del tío Hugo, que había conocido a Homero por una eternidad.

“Claro que no,” Homero dijo.

“No podemos confiar en cualquiera,” el hombre de las cucharas dijo.

“Ya entiendo,” Homero dijo.

La gente puso muchas monedas y unos cuantos cheques en una canasta, mientras las manos de Homero le masajeaban las piernas a María.

“Ayyy,” ella se quejo, su voz perdiéndose entre los planes que sus coterráneos tenían para deshacerse de Hitler.

Homero había logrado lo imposible y el rostro de la mujer le daba a entender que a ella le había gustado.

“Tendrás tu plata,” ella dijo.

“Ya lo sé.”

El conto la plata que le habían dado en el nombre de la libertad, el mejor regalo para su camino de la realidad.

“Que viva Homero,” ellos dijeron.

Sus voces eclipsaban la muerte de las viuditas en una barriada perdida en el tiempo, y la nieve emblanquecía al mundo fuera de la ventana.

“Está nevando,” el tío dijo.

“Ya les pondré cobijas en el suelo,” María dijo.

“Si te acuestas conmigo,” Homero le dijo.

El la protegería de la nieve cubriéndolo todo con sus moléculas frías en uno de esos sueños de los que no quisiera despertar.

“Me tienes que contar de tu vida,” María le dijo.

Homero le pasaba sus manos por todos sitios, narrando su existencia desde aquel momento en el que había abierto los ojos al mundo en el medio de un eclipse del sol.

“Que interesante,” ella le dijo.

“Sera mas si me dejas tocarte tus pechos.”

“No acá.”

El hombre de las cucharas se alistaba para volver a su casa en algún sitio de ese paisaje blanco adornando los edificios alrededor de ellos.

“Te tienes que apurar con tus barcos,” les dijo.

“Ya lo hare,” Homero dijo.

Sus manos habían bajado a la línea de los calzones de María, cuando ella interrumpió sus acciones.

“Me debo despedir de la gente,” le dijo.

“Terminaremos después,” Homero dijo.

Ella sonrió. “En tus sueños.”

Las mujeres siempre interrumpían sus avances, aunque él les prometía la plata del mundo, pero María jugaba con sus sentimientos, a pesar de que él le había mostrado el cielo del placer con sus juegos debajo del mantel.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los papeles

Homero prometió mandarle plata a Miguel para ayudar con la educación de su hija en una de las primeras llamadas telefónicas de larga distancia en el país, su voz perdiéndose en la infinidad del momento, cuando Amelia lloraba y el mundo se ponía triste.

“Me visitaras un día,” Homero le dijo

“Cuando?”

“Tienes que acabar de estudiar primero,” Homero le dijo.

La familia de Miguel le había ayudado a salir de la desesperación después de la muerte de sus padres en un lugar perdido entre las nubes del tiempo. El tío Hugo apareció a su lado con el desayuno.

“Mándales saludos,” le dijo.

“La comunicación se ha cortado,” Homero dijo.

“Es un milagro que hablaras con un sitio tan lejos.”

El tío puso los huevos cocinados al lado de las tostadas con mantequilla y del café fuerte para calentarlos en el frio de la mañana.

“Te tengo una sorpresa,” le dijo.

“Qué es?” Homero le pregunto.

“Adivina.”

“Es una chica,” Homero dijo.

“No piensas sino en mujeres.”

El tío le dio un cheque por miles de dólares, donado por sus paisanos para vencer a Hitler en Europa.

“Muchas gracias,” Homero le dijo.

“Debes de agradecerle a María.”

“Lo hare mas tarde.”

La plata de Homero se había multiplicado en su banco desde su llegada al país de su redención. Extranjero quiere ayudar al mundo, decía en la primera página del periódico que el tío Hugo había comprado esa mañana, sin mencionar a las viuditas o alguna otra cosa de su pasado.

“Acabare con los fascistas,” Homero dijo.

El tío Hugo asintió. “Buena idea.”

Homero tendría que vencer a la armada de Hitler, que mataba a los inocentes de acuerdo a los periódicos que el tío compraba, mientras pensaba en su camino por los senderos de la existencia.

“Mi vida se irá con el sol,” le dijo.

“Quien lo ha dicho?”

“La madre de Lola en una noche sin luz.”

Homero se acordaba del comienzo del tiempo después de que el sol lo saludara en el jardín, entre las hormigas y el barro.

“Nací el día que nos visitaste,” Homero dijo.

El tío lo miro, sus anteojos resbalándose por su nariz como si tuvieran aceite.

“Tú y tus cosas,” le dijo.

“Es que llegaste al almuerzo.”

“Ya habías encontrado a tu amigo?”

“Eso paso después.”

El sol se había ocultado y él el tío había hecho su entrada triunfal en el comedor, mientras que Homero miraba unas fotos que el tío había puesto en la mesa.

“Tu madre era muy hermosa,” le dijo.

Homero asintió. “Lo sé.”

El miro esas fotos en blanco y negro, antes del mundo del presente.

“Crees que naciste cuando llegue a tu casa,” el tío le dijo.

“Creo que sí,” Homero dijo.

“Estarás loco.”

El tío miro las páginas que Homero había traído en su viaje, donde los misterios de su existencia estarían en medio del alfabeto desconocido, y un camino se creaba cada vez que se movían por la vida.

“Me tendrás que ayudar con el idioma Maya,” Homero le dijo.

El esperaba que su tío le consiguiera un diccionario de esa lengua antigua, que a casi todo el mundo se le había olvidado.

“Algunos Mexicanos lo hablan,” el tío le dijo.

El le explico todo acerca de los nativos mexicanos, viviendo a un lado de la civilización en la península de Yucatán y otros lugares de México.

“Como sabes que es ese idioma?” el tío le pregunto.

“Es especulación,” Homero dijo.

“Aunque las encontraste en la basura.”

Homero copio algunas de las palabras extrañas en su libreta, mientras pensaba en su misión en los mundos de su vida y de que las páginas estaban en el jardín, pero se tendría que alistar para su misión en Europa.

Él tío le pasó unas fotos de chicas en varias posiciones eróticas, aunque no tenían nada que ver con los barcos que el gobierno le daría para atacar a Hitler.

“Las puedes llevar a tu guerra,” el tío le dijo.

“Eres malpensado.”

La risa del tío interrumpio los pensamientos de Homero, que quería ser el hombre más rico del planeta con la ayuda del gobierno de Estados Unidos.

“Las conseguí en la calle,” el tío le dijo.

“Entonces no las conoces.”

“Pues no,” el tío le dijo.

Homero le explico que María no quería una relación íntima con él, a pesar de que le había ofrecido plata, para que saliera de su pobreza.

“No le has debido de decir eso,” el tío le dijo.

“Las mujeres están interesadas en algo.”

El tío le dijo que las mujeres en Nueva York podían ser fáciles, aunque María tendría sus normas de manejo, muy lejos de lo que a Homero querría hacerle.

“No será virgen,” él le dijo.

“Pues no sé,” el tío le dijo

“Es la verdad.”

Ellos hablaron de la pureza de María, que guardaría su virginidad para su marido, quienquiera que fuera.

“Tendrá mucha suerte,” el tío le dijo.

“Quisiera ser el primero,” Homero dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Homero se embarca

Odiseo sería el primer barco con rumbo a Europa, en camino a liberarlos del fascismo, mientras que Homero pensaba en la plata que haría, gracias a sus estrategias con el gobierno de los Estados Unidos, cuando el presidente había madrugado para despedirlo antes del viaje.

“Que les vaya bien,” el presidente le dijo.

“Muchas gracias,” Homero le dijo.

El escucho sus consejos en una mañana resplandeciente a pesar de que los fotógrafos se apretujaran alrededor de ellos y el frio que le congelaba los huesos.

“Que viva la democracia,” Homero dijo.

“Que viva,” todos dijeron.

Una muchacha de falda corta le trajo flores, mostrándole sus piernas cada vez que caminaba a su lado.

“Le deseo un buen viaje,” le dijo.

Homero le beso los labios con sabor a lápiz labial, que el novio le habría regalado en algún día importante de su vida.

“Quieres venir conmigo?” le pregunto.

“Estoy ocupada.”

Homero sonrió. “Que pena.”

Ella le daba confidencia en su misión a otro mundo, del que tendría que volver a continuar su gestión de paz por el cosmos.

“Que viva Homero,” ellos dijeron.

El sol brillaba en el cielo, dándole la bienvenida al viaje por el mar, cuando el tío apareció entre los varios funcionarios del gobierno en ese día que nadie olvidaría.

“Cuídate,” le dijo.

“Eso hare,” Homero dijo.

“Y rézale a tu madre que está en los cielos.”

Homero acepto la camándula que su tío le dio aunque no creyera en Dios todo poderoso, que aparentemente estaba en los cielos.

“Tus barcos tendrán telégrafo,” el tío dijo.

Homero asintió. “Son de lo mejor.”

El le dijo de sus anhelos para un futuro mejor, en el que Hitler se iría al infierno al lado del diablo porque sus coterráneos estaban en los campos de concentración de los Nazis.

“Ya traeré la libertad a mi país,” le dijo.

“Tómese un vinito,” la chica le ofreció una copa con un liquido oscuro.

Homero se lo tomo antes de seguir con su discurso acerca de las ánimas benditas auxiliándolo en su viaje a Europa, aunque la santísima trinidad también tendría algo que ver con su bienestar en el mar.

“Otro vinito,” la chica lleno su copa.

“Me tengo que ir,” Homero dijo.

Ella señaló al horizonte. “En sus barcos.”

“Dios me guiara a Europa.”

“Esperamos que no se encuentre con submarinos,” ella le dijo.

Homero la beso antes de empezar su aventura en las olas del mar, resbalándose por entre los escalones y cayendo al lado de la chica.

“Don Homero,” ella dijo.

“Ven conmigo,” él le dijo.

“No puedo.”

“Le doy plata.”

“Aquí tengo su Alka seltzer,” Cesar le dijo.

“Se lo agradezco.”

El remedio refresco su estomago antes de que el movimiento del barco le dañara el viaje, cuando el ruido de los cañones interrumpieron la paz del día con su ruido infernal.

“Dios lo protegerá,” la chica dijo.

“Eso espero.”

El la beso otra vez, saboreando todo el placer que le debería dar a su novio en sus momentos románticos.

“Adiós, don Homero,” ella dijo.

“Espérame en mi hotel cuando vuelva,” él le dijo.

La chica aceptó una tarjeta con la dirección del tío Hugo, antes de que el ruido del los cañones interrumpieran la despedida.

“Es la segunda vez que los disparan,” Homero dijo.

“Te tienes que ir,” el tío dijo.

Homero se zafó de los brazos de la chica, el eco del aplauso del público siguiéndolo por entre los marineros envueltos en sus abrigos para protegerse del frio Neoyorquino, mientras pensaba en su misión en el mundo.

“Lo llevare al camarote,” Cesar dijo.

“Quiero coca,” Homero dijo.

“Pues no tengo ni una,” Cesar dijo.

“Mentiroso.”

Homero trato de olvidar la falta de la coca antes de que el sueño lo mandara a otras tierras, donde las chicas estaban enamoradas de su dinero. Al llegar a un camarote blanco, Cesar puso sus cosas sobre una cama pequeñita de la que se caería si daba vueltas durante la noche.

“Don Homero,” Cesar le dijo. “Porque vamos hacia el sur si Europa está al este?”

“Tenemos que vencer al enemigo,” Homero dijo.

“Pero nos esperan en Europa.”

“Uno de mis barcos va allá.”

“Que le diremos a la gente?”

“Nada.”

“Don Homero.”

“Nadie se dará cuenta.”

Cesar leyó la ruta por el mar, que Homero había escrito en el apartamento de su tío, sin importarle la liberación de Europa.

“Hitler castigara a su país,” Cesar dijo.

“Esperamos que no lo haga.”

Homero conto los tanques, fusiles y cañones que llevaban en el viaje de liberación, la plata de cada uno escrita a un lado de la pagina.

“Los cañones cuestan 5000 dólares,” Cesar dijo.

Los dólares que la venta de los aviones y los fusiles le darían más plata para poner en el banco, antes de que el mundo se acabara como decían las profecías mayas.

“Ya puede dormir,” Cesar dijo.

La ruta hacia el mar Caribe había sido finalizada, cuando Cesar ayudo a que Homero se deslizara bajo las cobijas de las que no saldría por un tiempo.

“Tienes que soñar con el futuro,” Cesar le dijo.

“Mándame a una chica.”

Cesar le explico que no habían traído chicas en el viaje, pues iban a pelear una guerra y no de fiesta.

“No tienes mujeres ni coca,” Homero dijo.

“Pero llevamos muchas armas.”

“La falta de mujeres me pondrá deprimido.”

“Ya veré que hago.”

Homero se lo imaginaba secuestrando unas cuantas chicas de las islas por las que pasaban, aunque a las mujeres se conquistaban con los dólares que tenía en los bancos de los estados unidos.

Entonces Cesar le dio una pastillita blanca que había sacado de una mesa.

“Esto le hará ver chicas,” le dijo.

“Y me quita el mareo?”

“Es de lo mejor que hay.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Salvación

“Tierra,” Cesar dijo.

Homero se despertó cuando las gaviotas volaban en un cielo azul. Tendría que ser una de esas islas perdidas en el mar Caribe como lo decía en las guías que había leído en los confines de su almacén. Sentándose en su cama, el vio el mar lleno de barquitos pequeños.

“Serán piratas,” el dijo.

“No hay piratas en Salvación,” Cesar le dijo. “Bienvenido a mi país, don Homero.”

“Espero que me compren las armas.”

“Claro que si.”

Homero se alisto a desembarcar en la isla llena de palmas de coco, donde un hombre pequeño fumaba una pipa en la playa de arena blanca.

“Ese es el presidente,” Cesar dijo.

“Donde esta mi corbata?” Homero dijo.

“No la necesitas.”

“Pero es el presidente.”

“A él no le importa.”

Homero vio a la gente bailando en la playa, esperando que él les vendiera sus armas entre los mares del trópico.

“Una lanchita nos llevara a la costa,” Cesar le dijo.

Las chicas le tendrían que hacer el amor, tan pronto como el presidente le comprara sus armas para matar a los invasores haciéndoles la vida imposible, Homero pensaba al tiempo que se embarcaba a la lanchita de madera.

“Cuidado con las manos,” Cesar dijo.

Homero no quería perder los dedos, antes de venderle sus amuniciones al presidente esperándolo en la playa, y la música desafinada la paz del día.

“Esa es la banda del país” Cesar dijo.

“Pues tocan feo.”

Homero puso su cara entre sus manos, el mareo acabándole con todo en el alma, hasta que el bote paro en la playa de arena blanca.

“Mucho gusto en conocerlo, su excelencia,” el dijo apenas se bajo de la lanchita.

“El gusto es mío,” el presidente dijo. “He visto sus fotos en los periódicos.”

La banda toco el himno nacional y todos se pusieron las manos en sus pechos para honrar a su país, la música resonando por entre las palmas adornándolo todo alrededor suyo, cuando Homero quería hablar de negocios.

“Le tengo todo listo, excelencia,” el dijo apenas acabo el ruido de los tambores.

El presidente llamo a uno de los hombres a su lado.

“Vayan por la mercancía,” le dijo.

El presidente llevo a Homero a unos asientos bajo las toldas, para protegerlos de la radiación solar, mientras que sus hombres se encaminaban al barco.

“Todo es de primera calidad,” Homero dijo.

“Dios bendiga al señor Roosevelt,” el presidente dijo.

“Sus vecinos lo respetaran.”

Los soldados pusieron una rambla para traer las armas del barco al tiempo que el presidente buscaba imperfecciones en el armamento que le habían mandado desde Nueva York, y los tanques dejaban sus huellas por la arena llena de cangrejos.

“Atenágoras,” el dijo.

Un hombre pequeño, vestido de marinero apareció a su lado.

“Tráeme la chequera,” el presidente le dijo.

Atenágoras desapareció por una de las casitas de la playa, dejando la aroma de su perfume en el aire, cuando el presidente se miraba las uñas, que se habría pintado de un color claro, para ocultar que se las comía en momentos de inseguridad.

“Perdimos unas islas el año pasado,” el dijo.

“Eso no pasara mas, excelencia,” Homero dijo.

“Espero que no.”

Atenágoras trajo la chequera en una bandeja con vasos de vino.

“Son miles de dólares, excelencia,” Homero dijo.

El presidente tosió al oír la cantidad de dólares que tendría que pagar, para garantizar la libertad de su país, cuando nadie más los atacaría.

“Salvación es lo mejor del mundo,” le dijo.

“Claro, excelencia,” Homero dijo.

Ellos celebraron con el vino que las señoritas vestidas en bikini les traían para que se emborracharan, después de que su excelencia pagara en efectivo, como le gustaba a Homero, y la banda tocaba melodías caribeñas que nunca se olvidan. Una de las chicas con el pelo más negro que la noche se les acerco moviendo sus caderas al son de la música.

“Quiere bailar?” le pregunto a Homero.

“No se arrepentirá,” ella le dijo.

“Eso espero.”

El la guio por entre los tanques, acordándose de los pasos que María le había enseñado en esos días felices de su juventud, y tratando de no pisarle los pies.

“La llevo a mi camarote?” él le dijo.

“Es que soy virgen.”

“He oído esa historia muchas veces.”

La lluvia los mojaba como si estuvieran en un horno con la ventilación encendida, gracias al clima del Caribe, pero la señorita quería bailar más.

“No tienes novio?” Homero le pregunto.

“Estoy sola,” ella dijo.

Él le prometió curarle su soledad, aunque fuera la única cosa que hiciera sin que ganara plata.

“Tómese otro aguardiente,” Cesar dijo.

El mundo se veía diferente a través de una nube de alcohol, donde la chica se quitaba su ropa, para que él le viera el cuerpo, y el presidente hablaba de cosas incomprensibles.

“Que vivan mis negocios,” Homero dijo.

“Que vivan,” el presidente dijo.

Ellos discutieron el precio de los aviones con las bombas de última clase, tal como los querría la mejor nación del Caribe, mientras la señorita se sentaba encima de Homero.

“Así es que me gustan los negocios,” el dijo.

“Debes de venir más frecuentemente,” ella dijo.

El presidente tomaba más aguardiente sin importarle que Homero examinara el cuerpo de la chica, o que cada vez que hablaba nadie le hacía caso.

“Me gusta tus tetas,” Homero dijo.

“Gracias.”

“Me las debes de dar en la cama.”

“Salvacion es el mejor país del Caribe,” el presidente dijo.

“Ahhh,” la chica dijo.

“Te gusta?” Homero le dijo.

“Ya puedo invadir al que quiera,” el presidente dijo.

Homero bailaba con la chica y el presidente seguía su discurso sobre las armas de Salvacion,

“Llévame a tu camarote,” Homero dijo.

“Me debes de dar muchos dólares,” la chica dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los negocios del Caribe

La chica prometió escribirle antes de que el buque siguiera su recorrido con los tanques, amuniciones y otras armas por el mar Caribe, lleno de islas, chicas solitarias, y presidentes tratando de eliminar a sus vecinos. Atenágoras se había ido con ellos, para ayudar a llevar la civilización a regiones apartadas del mundo, aunque Cesar se la pasara hablando todo el tiempo.

“Los marineros comían carne salada con galletas duras hace tiempo,” le dijo.

Homero se imaginaba como seria cuando no tenían nevera donde poner sus cosas, la bacteria multiplicándose como loca entre los marineros.

“El capitán Morgan escondió su tesoro en el Caribe,” Cesar le dijo.

“Alguien lo ha encontrado?” Homero pregunto.

“Creo que no.”

Homero cerró sus ojos, esperando ver a la señorita de Salvación persiguiéndolo alrededor del patio, el mareo asediando su cuerpo cada vez que podía, aunque Cesar le daba muchos remedios inventados por su madre que se había ido al reino de los cielos.

“Que en paz descanse,” Cesar le dijo.

“Amen,” Homero dijo.

Homero se la imaginaba ayudando a los ciudadanos con sus concocciones, antes de que su hijo recorriera el mundo y entonces la chica apareció a su lado, o ha debido ser las drogas de Cesar.

“Te estaba esperando,” Homero dijo.

“Pero si me dejaste en la isla,” ella dijo.

“Eso fue tu imaginación.”

Homero le conto como todo lo que pasaba, tenía su doble en una de las realidades existentes en el universo múltiple.

“Entonces yo no estoy acá,” ella dijo.

“Pues vives en mi imaginación.”

Él le beso su cuello, bajando su lengua por su torso, hasta que una mano lo sacudió de su sesión de amor.

“Despiértese, don Homero,” Cesar dijo. “Hemos llegado a otra isla del Caribe.”

Homero oyó todo lo que Cesar había hecho durante su viaje a otra de las naciones caribeñas, bajo los rayos del sol quemándoles la piel a los habitantes del Caribe.

“La chica se habrá escondido,” Homero dijo.

“Que chica?”

“La que asustaste.”

“Que no había nadie.”

Homero miro debajo de la cama, esperando encontrar la doncella de sus sueños, atrás de algo.

“Vístase rápido,” Cesar le dijo.

El ruido de las olas en los costados del barco, acabo con la monotonía del momento, cuando Homero pensaba en las chicas del Caribe.

“El bote ya está listo,” un marinero interrumpió sus pensamientos.

Homero se vistió rápido, aunque la cabeza le dolía por todo el trago que había tomado.

“Aquí están las medias,” Cesar le paso un paquete con el resto de su ropa.

El estomago de Homero le dolía, al tiempo que trataba de no estar mareado por culpa del movimiento del barco.

“Si había una chica,” Homero dijo.

“Que fue un sueño.”

Homero lo siguió a través de los corredores hasta que llegaron a la escalerilla bajando hacia el mar, donde los esperaba una lanchita flotando en el agua.

“Bienvenido a esta isla,” Cesar le dijo. “Ese es el presidente.”

Un señor moreno les hacia señas, desde una playa de arena blanca y palmas de coco, antes de que la lancha los llevara hacia la ensenada, donde la orquesta tocaba el himno nacional. Homero se bajo de la lancha, mojándose los pantalones que Cesar le había preparado el día anterior.

“Lo estábamos esperando,” el presidente le dijo.

“Mucho gusto en conocerlo,” Homero le dijo.

El presidente le sonrió. “El gusto es mio.”

Una chica muy linda los miraba atrás de las mesas con sus manteles blancos.

“Donde están las armas?” el presidente pregunto.

“Ya las traen del barco,” Homero dijo.

Atenágoras abrió una botella de champaña que Homero tenia lista para momentos especiales, los cañones desfilando por la playa interrumpieron la charla del presidente sobre la seguridad del Caribe.

“Salvación nos jode todo el tiempo,” les dijo.

“Hay que eliminarlos,” Homero dijo.

“Necesito mas aviones, tanques y bombas.”

“Los tendrás.”

El presidente escribió todo lo que necesitaba para castigar a Salvación mientras la chica se sentó en las piernas de Homero, dejándole ver su cuerpo de ninfa del mar.

“No es muy linda?” el presidente le dijo.

Las manos de Homero subieron por sus muslos hasta sus calzones finos.

“Que atrevido,” ella dijo.

“Le daré plata.”

Cesar abrió una botella de aguardiente, el aroma de alcohol esparciéndose en el aire, cuando el presidente hablaba de sus vecinos haciéndole males todo el tiempo.

“Ojala que los mates,” Homero dijo.

Salvación aterrorizaba a los ciudadanos pacíficos de la isla con esos aviones que alguien le habría dado.

“Tomemos mas aguardiente,” Homero dijo.

La isla de Salvación tendría que manejarse bien, o pagaría por sus fechorías como Dios decía en la biblia, de acuerdo a la charla del presidente.

“Sodoma y Gomorra?” Homero le pregunto, acordándose del padre Ricardo.

“Y Caín después de hacerle mal a su hermano.”

“El fue desterrado del paraíso,” Homero dijo.

“Eso le pasara a Salvación.”

El presidente se durmió sobre la mesa, roncando como cualquiera de sus enemigos antes del ataque.

“Vamos a mi camarote,” Homero le dijo a la chica.

“Soy virgen,” ella dijo.

“He oído ese cuento muchas veces.”

“Se tendrá que casar conmigo,” ella dijo.

“Tengo esposa.”

“En Nueva York?”

“Pueda que si.”

Él le quito la virginidad en su camarote en una noche que nunca olvidaría, entre los humos del aguardiente mezclado con las hojas de coca que alguien le había conseguido.

“Tendré tu hijo,” ella dijo.

“Yo soy infértil.”

“Mentiroso.”

La chica se había ido por la mañana cuando Homero se despertó con el peor guayabo del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Malas noticias

El barco siguió por el mar Caribe con algunos tanques, amuniciones y Atenágoras que quería ayudar a hacer más negocios con los presidentes de otras islas pero Homero no se sentía bien, mientras caminaba hacia su camarote por el que podía ver el mar azul y esas islas con palmas de cocos.

“La chica esta acá,” un marinero le dijo.

Homero miro a todo lado, esperando a que su amiga se hubiera colado por entre los guardias cuidando su mercancía, pero solo veía el corredor con puertas a cada lado.

“Te la puedes soñar ahora,” él le dijo.

“Que chistoso,” Homero dijo.

Homero esperaba a que el médico de turno acabara con su mareo, cuando la gente lo esperaba en otros sitios para castigar a más islas del Caribe con sus tanques de buena calidad.

“No me aguanto más esto,” Homero dijo.

“El mareo?”

“La enfermedad del mar,” Homero dijo.

El continuo por los pasillos oscuros, hasta que llego a su camarote, y Cesar apareció a su lado con un vaso de alka seltzer, como su ángel de la guarda.

“Debes de tomar esto,” le dijo.

“Mi estomago se muere,” Homero dijo.

“No digas eso.”

Homero se acostó a mirar la pared blanca con borrones de mugre, tratando de pensar en su negocio, la voz de Cesar interrumpiendo sus pensamientos.

“Alguien me ha dicho que hay una chica en el barco,” le dijo.

“Quien?”

“Uno de los marineros.”

“Pues se habrá colado.”

Eso tendría que ser una mentira, porque ninguna mujer se había subido al barco esa mañana.

“Tráemela si la encuentras,” Homero le dijo.

Los minutos pasaron rápidamente, llevándolo cerca a ese momento en el que tendría que irse a dormir para descansar de su mareo.

“El capitán Morgan escondió un tesoro en una isla del Caribe,” Cesar interrumpió sus pensamientos.

“Ya he oído esa historia.”

“Es que nadie lo ha encontrado.”

“Que pesar.”

Los cuentos de Cesar lo hacían sentir mal, el mundo disolviéndose a medida que avanzaba por los corredores del tiempo.

“Este es el tesoro,” Cesar dijo.

Homero vio la página de un libro en la que alguien había escrito algo en letras chiquitas, encima de una foto.

“Esta en el fondo del mar,” Cesar dijo.

Cesar saco las hojas de una planta, que parecían pedacitos de basura entre otras cosas en su bolsillo.

“Es coca,” le dijo.

“Dámela.”

“Tiene que oír mi historia primero.”

Homero no quería llevarle la contraria, al tiempo que Cesar narraba la historia de los piratas buscando una fortuna en sus sueños de islas misteriosas.

“Quiero a la chica,” Homero le dijo.

“Ya veré que hago.”

Homero se ha debido de dormir, porque alguien le acariciaba el pelo en el mundo fuera de sus sueños.

“Despiértate,” una voz le dijo.

Una mujer de senos grandes se había acostado al lado de él, su esencia de colonia impregnando el aire alrededor suyo, o es que habría tomado una senda diferente después de que Cesar le diera su remedio.

“Ya te mejorare,” ella le dijo.

“No te conozco,” Homero le dijo.

“Desconocidos pueden hacer el amor.”

La chica lo tocaba debajo de las cobijas, haciendo que se le olvidara la enfermedad agobiándolo tan pronto se subía en un barco.

“Me haces feliz,” le dijo.

“No puedo hacer nada con los sueños,” Homero dijo.

“Que soy real.”

“Pruébalo.”

Ella lo beso, dándole unos cuantos de esos gérmenes que tendría en su boca, si es que existía en el mundo fractal de su existencia, cuando tenía que pensar en el precio de las armas que llevaba en su barco.

“Hazme el amor,” ella le dijo.”

El sintió los contornos de su cuerpo con toda la energía positiva de esos átomos que la formaban, aunque fuera un espejismo.

“Esa medicina si es buena,” el dijo.

“No entiendo,” ella le dijo.

“La que me dio Cesar.”

Homero tendría que sacarle provechó a su espejismo y le beso su cuerpo, hasta llegar al triangulo deseado en su imaginación.

“Hazlo ya,” ella le dijo.

El se lo metió, cuando el mundo vibraba del placer que experimentaba, hasta que el universo exploto en los colores del goce.

“Quiero encontrar el tesoro,” Homero le dijo.

“Ahhh,” ella dijo.

“El del capitán Morgan.”

La chica murmuro cosas inteligibles, al tiempo que Homero le contaba todo acerca del pirata navegando los mares del mundo.

“Cesar me lo ha dicho,” le dijo.

Entonces ella lo acariciaba otra vez, despertándole el afán sexual, aunque acabaran de tener el placer del mundo.

“Esto no puede ser real,” él le dijo.

“Igual que tu capitán Morgan.”

“Ese si existió.”

“Lo dice Cesar.”

Ella lo besaba acabando con sus sueños de tesoros del pirata que quería ser el hombre más rico del mundo, en otra línea fractal del tiempo.

 

 

 

 

 

La isla

Los días tenían que estar pasando, interrumpidos por los momentos en que abría los ojos, para oír acerca de los piratas y otras cosas del mundo.

“Estamos cerca a otra isla,” la voz de Cesar interrumpió su estupor.

“Y la chica?” Homero le pregunto.

“No sé.”

“La que estaba a mi lado.”

“Siempre ves gente invisible,” Cesar le dijo.

“No se haga el tonto,” Homero dijo.

El tendría que venderle armas a otro presidente, esperándolo con varias botellas de aguardiente para alegrarle el alma.

“Le diré cuando lleguemos,” Cesar dijo.

“Dime ya,” Homero le dijo.

“No he vista a nadie.”

“Me la trajiste,” Homero dijo. “Ya sé que estas mintiendo.”

Cesar alistaba la ropa que Homero tendría que usar en su cita con algún otro oligarca de las Antillas, sin importarle la suerte de Europa en manos de Hitler.

“El mundo se acabara un día,” Cesar le dijo.

Las cosas pasarían de acuerdo a las escrituras, pues tenían que estar atentos al final del mundo, igual que lo que habían dicho los discípulos de Jesús Cristo en el libro de las revelaciones.

“Este libro es horrible,” Homero dijo, pasando las páginas de la biblia vieja que Cesar llevari0a a todos sitios.

“Don Homero,” él le le dijo. “No debe de blasfemar.”

El paso las hojas, que se podían romper, a pesar de que fueran la palabra de ese Dios, que nunca se manifestaba al mundo.

“Quiero que traigas a la chica,” Homero le dijo.

“No piensas sino en pecar,” Cesar le dijo.

“Para eso la conseguiste.”

Homero le dijo como habían hecho el amor toda la noche, a pesar de que sintiera mareado en su camino por las islas del Caribe.

“Seria invisible,” Cesar le dijo.

“Era muy real.”

“Muéstramela.”

“Se fue al amanecer.”

“Ya sé que mientes.”

Atenágoras interrumpió la conversación con un telegrama en la mano, su cara roja de la emoción.

“Uno de sus buques se ha hundido,” les dijo.

Sus palabras no tenían ningún sentido en el mundo de Homero, pero tendría que hacer algo antes de que se enteraran de su cobardía al ir por las islas del Caribe en vez de desafiar a Hitler.

“Yo estaba en otro barco,” el dijo.

“Usted es el capitán de este.”

Todos lo odiarían como a cualquier mentiroso, gracias a esa tragedia en el Mediterráneo, cuando no le había hecho nada malo a nadie.

“Me perderé del mundo,” Homero dijo.

“Donde?”

“En cualquier sitio.”

El mar azul adornaba el paisaje en el horizonte, cuando Homero hizo sus planes de desparecer del mundo, antes de mirar el mapa de las islas del Caribe que Cesar le había dado, y donde las chicas tenían que estar bailando al lado de las palmeras. El puso la ropa en su maleta, aunque solo se perdería hasta que lograra convencer al mundo de su inocencia.

“Quiero que llames a tu amiga,” le dijo a Cesar.

“De que habla?” Atenágoras pregunto.

Ese remedio que Cesar le había dado había hecho que viera a la chica.

“El manicomio es mejor que la cárcel,” Cesar le dijo.

Él le dio la dirección de unos amigos que vivían en una de esas islas alrededor de ellos, en donde sería fácil hacerles el amor a las chicas.

“Es la primera casa que veas,” le dijo.

“La playa es grande,” Homero dijo.

“Te dejaremos cerca.”

Homero puso más cosas que necesitaba en su maleta, oyendo a las instrucciones de Cesar, que tenía amigos en todos los sitios del mundo, aunque la gente lo podría reconocer por sus fotos en los periódicos.

“Diles que me he muerto,” Homero dijo.

“Eso es muy terrible.”

“Y resucitare al tercer día,” Homero dijo. “Como Cristo.”

Cesar discutía como iba la gente a creer esta mentira, al tiempo que Homero seguía empacando las cosas que necesitaría por unos días.

“Me perderé en el mar,” les dijo.

“Eso es peligroso,” Cesar dijo.

“Me encontraran en una hora.”

Homero les dijo de sus planes para ser el mejor héroe del sigo, cuando las fotos de ese rescate podrían ser falsas.

“Mi amiga conoce a un piloto,” Cesar le dijo.

“Diles que voy en camino,” Homero dijo. “Mándales un telegrama.”

Ellos hablaron de lo que tendrían que hacer para dar la apariencia de que a Homero lo habían encontrado perdido en el mar.

“Lo podremos hacer ahora,” Cesar le dijo.

“Este barco tiene que estar lejos de acá,” Homero dijo.

El les mostraba donde lo tendrían que encontrar para que la historia fuera más verídica, así como lo harían los profesionales, pues se haría el moribundo en frente de las cámaras del mundo.

“Mi amigo puede arreglar todo eso,” Cesar le dijo.

“Me siento el protagonista de una película,” Homero dijo.

“Es la de tu vida.”

Homero escribió el telegrama que Cesar le tenía que mandar a su amigo, oyendo las proezas que la prensa podría inventar para que le dieran mas plata, las voces de los marineros uniéndose al ruido de los motores y del mar.

“Esto será parte de ese camino fractal del que hablas,” Cesar le dijo.

 

 

 

 

 

 

 

Homero se desaparece

La lanchita lo dejo en un sitio lleno de palmas, donde los cangrejos lo miraban desde la arena perdida en algún lado del planeta.

“Buena suerte,” Atenágoras dijo.

“Nos comunicaremos por telegrama,” Homero dijo.

El sonido de las olas estrellándose contra la playa interrumpió la despedida, en la que Homero pensaba en como pasar el tiempo, las gaviotas que volaban en el cielo le recordaban de ese viaje emprendido con sus padres hacia una eternidad.

“En el principio no había nada,” Homero dijo. “Luego Dios creó el cielo y la tierra.”

Esas palabras estaban en la biblia destartalada del padre Ricardo, aunque la luz ha venido antes del sol, antes de poner a las estrellas en el firmamento, como si pudieran existir entre las nubes flotando encima del mar.

“Tengo hambre,” Homero dijo.

Las gaviotas buscaban algo entre las olas azotando la arena, el camino dividiéndose cada vez que se movía en su camino fractal, hasta que llego a la casita de madera que le había dicho Cesar, donde alguien había olvidado un plato de comida al lado de los geranios.

“Hola,” Homero dijo.

“Rffff,” un perro le contesto.

Homero se miro en un espejo roto cerca de la entrada a la casa, hecha de hojas de palmas y unas cuantas cosas más que no se imaginaba, pero el necesitaba un sombrero enredado en un palo para que no lo reconocieran.

“Ay, Dios mío,” alguien dijo.

Una mujer morena salió a la puerta, con un martillo en su mano.

“No le hare daño,” Homero dijo.

“Eso dicen todos.”

“Soy amigo de Cesar,” Homero dijo.

Ella lo miro, lista a darle en la cabeza con el martillo si trataba algo raro, y un perro salió gruñendo.

“Váyase chandoso,” ella dijo.

“Que no tengo buen sabor,” el dijo.

“Grrrrr,” el perro continuo su ataque, hasta que un niño de pelo crespo y ojos grandes, se lo llevo atrás de la casa.

“Cesar le manda saludes,” Homero le dijo.

“Nunca se acuerda de mi,” ella dijo.

La mujer guio a Homero adentro de la casa, la luz de una vela iluminando los lugares oscuros.

“Usted querrá plata,” Homero le dijo.

La señora lo llevo a una pieza pequeñita al lado de la cocina, llena de toda clase de cosas para la semana y el pan que ella habría comprado bien barato en una de las tiendas al lado del mar.

“Puede ponerse la ropa de mi marido,” ella le dijo.

“No entiendo.”

“Me deja la plata en la mesa,” ella dijo.

“Pensé que su marido era Cesar,” él le dijo.

“Es mi amante.”

Ella le tiro unos trapos que había sacado del almario, oliendo a perfume y otras cosas, que se los tendría que devolver tan pronto como pudiera, pues nadie reconocería a Homero si se vestía como los limosneros.

Un hombre pequeño entro a la habitación, al tiempo que la mujer les ofrecía unas tazas de café en tazas blancas con fotos de la isla.

“Gusto en conocerlo,” el hombre dijo. “Me llamo el intermediario.”

“Soy Homero.”

“Cesar me mando un telegrama.”

El intermediario escribió unas cuantas cosas en su libreta, mientras la mujer limpiaba alrededor de ellos, cantando una de esas canciones típicas de la isla.

“Me quiero perder el océano,” Homero le dijo. “Antes de que me encuentren.”

“No entiendo porque lo hace,” el intermediario dijo.

“Me gusta la aventura.”

“Tiene que estar loco,” la mujer dijo.

Ellos se tomaron el café con galletas en el patio atrás de la casa, y intermediario planeaba como Homero podía perderse de la humanidad por unas horas.

“Esa lanchita te dejara en medio del océano,” le dijo.

Homero vio la lanchita en medio de la arena, donde esperaría la llegada de los periodistas en el día más importante de su vida, cuando el intermediario discutía los pormenores de lo que harían y la señora les traía aguardiente.

“Tómatelo todo,” le dijo.

Homero sintió el líquido quemándole las entrañas en el día más importante de la vida, a no ser que el mar le jugara sucio, como había pasado con los indios en la selva y las viuditas ahogadas en los tugurios.

“Cesar me conoce,” el intermediario dijo.

“Es que habla mucho,” Homero dijo.

El barco de Homero se había hundido en el Atlántico, pero las corrientes se habían traído a la lanchita de Homero hacia el mar Caribe, de acuerdo a lo que el intermediario le decía, al tiempo que tomaba aguardiente.

La mujer les trajo comida típica de la isla, para llenarle el estomago a Homero antes de su aventura en el océano, de la que saldría un millonario.

“Tiene que confiar en mí,” el intermediario le dijo.

“Eso hare.”

Una chica apareció a su lado, su pelo negro le llegaba a la cintura, y su cuerpo bronceado por el sol lo invitaba a pecar, antes de su aventura.

“Puede usar la habitación cerca del mar,” la mujer le dijo.

“No entiendo,” Homero dijo.

“Pues que te acuestes con ella,” el intermediario le dijo. “Te dará fuerzas para tu aventura.”

Homero se la llevo al interior de la casa, donde la mujer les había preparado la cama, al lado de una ventana con la vista del mar.

“Soy una virgen,” la chica le dijo.

Homero asintió. “Todas dicen eso.”

 

 

 

 

 

 

 

 

El naufragio

“Lo dejaremos en el medio del mar,” el intermediario le mostro un punto entre el azul del Atlántico en un mapa que tenía en la mesa.

“Que hago si un submarino alemán me encuentra?” Homero le pregunto.

“Esperamos que no pase.”

Homero tenía coca cola, barras de chocolate, una sombrilla para el mal tiempo y fuegos artificiales en caso de que no lo encontraran a tiempo. El intermediario le dio el Financial Times en Español para ayudarle a pasar el tiempo, aunque las gaviotas lo distraerían con sus juegos sobre las olas, mientras buscaban su comida.

“Sabe cómo mandar las señales?” el intermediario le pregunto.

Homero miro los juegos artificiales que le había dado.

“Los prendo con mis fósforos,” le dijo.

El intermediario asintió. “Los mandas al cielo si tienes algún problema antes de que te rescatemos.”

“No me dejan más de unas horas,” Homero dijo.

“Todo saldrá bien.”

“Eso espero.”

Algunas rocas adornaban el muelle, castigadas por las mareas que azotaban la playa todo el tiempo, hasta que un barco se les acerco meciéndose en el agua sin color. Los marineros miraban a Homero con curiosidad, como si fuera algo que nunca habían visto.

“Tu lancha está adentro,” el intermediario dijo.

“Pensé que era grande.”

Homero lo siguió por entre las olas hasta llegar a un barco, esperándolo para empezar su aventura en el mar.

“Tienes suficiente alka seltzer,” el intermediario dijo.

La pastilla de alka seltzer se deshizo en su boca en su camino al estomago, creado diferentes vías en el continuo del tiempo.

“Eso que se toma con agua,” el intermediario dijo.

“Me gusta así no mas.”

“Le dañará mas el estomago.”

Homero pensaba en el momento en que lo rescataran al frente del mundo, que se enteraría de su valentía en su lucha contra los elementos.

“Va a ser famoso,” el intermediario dijo.

Homero asintió. “Eso espero.”

El sabia de los peligros que le esperaban en el mar abierto, aunque la gente le pagaría mucha plata por leer sus aventuras en medio del mar.

“Digan que ya me han rescatado,” el les dijo.

“Necesitamos la prensa.”

“Los veré en la casa.”

El intermediario medito en sus palabras por unos momentos, cuando Homero meditaba en su camino es ese mundo fractal por el que había cogido.

“Es mejor que presencien su rescate,” el intermediario le dijo.

“No quiero morir,” Homero dijo.

Habían llegado al punto donde se perdería, donde el tendría que estar solo con los elementos por solo unos minutos, si todo salía bien.

“Buena suerte,” el intermediario dijo.

“No se vayan,” Homero dijo.

“Para eso nos pagaste.”

Homero espero a que bajaran la lanchita al agua, pues tenía susto de lo que podía pasar después de que lo abandonaran.

“Don Homero,” el intermediario le dijo. “La prensa estará acá dentro de poco.”

“Como lo sabes?”

“Ya les he avisado.”

Homero se bajo con cuidado en la lanchita que lo esperaba en el agua, pensando en saludar a los periodistas al cabo de algunos momentos.

“Estaremos acá en una hora,” el intermediario le dijo.

“Tienen que hacerlo antes.” Homero dijo. “Estaré contando los minutos.”

“Don Homero,” el intermediario le dijo. “El barco de los periodistas debe de venir en camino.”

Homero quería esperar un poco más, alargando el momento antes de que lo dejaran solo en el océano, donde tenía que esperar por su rescate.

“Mi tío estará desolado con mi muerte,” le dijo.

“Que no se va a morir,” el intermediario dijo.

“Moriré un héroe,” Homero dijo.

“Piensa en la plata que ganara.”

Homero se imaginaba al mundo entero leyendo sobre su aventura en el mar, al tiempo que lagrimas le rodaban por sus mejillas.

“El final de un héroe,” le dijo.

“Estarás vivo.”

El barco se separo despacio de la lanchita, hasta que el mar lo rodeaba por todos sitios, y las olas lo mecían sin importarles sus sufrimientos ene un mundo de incomprensión.

“Me rescatan en una hora,” les dijo.

“No se preocupe,” el intermediario le dijo.

Homero recibió unas cuantas cosas más para pasar el tiempo, antes de que la prensa lo viniera a rescatar, y el intermediario le pasaba una botella de aguardiente, de las mejores del Caribe, en caso de se sintiera nervioso.

“Tómesela despacio,” el intermediario le dijo.

“No se olviden de mi rescate,” Homero les dijo.

“Estará en todos los periódicos.”

“Eso espero.”

Homero miro las noticias del día, donde se hablaba de su muerte en el barco en ruta al Mediterráneo, porque el mundo lo quería, el recuerdo de ese viaje que tomo con sus padres al comenzó del tiempo trayéndole lagrimas a sus ojos.

“Va a ser un héroe,” el intermediario le dijo.

“Chao,” Homero le dijo.

“Lo veremos dentro de poco.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Solo en el mar

Homero los vio desaparecer en el horizonte, su última esperanza de salvación desvaneciéndose a medida que se quedaba solo en el océano.

“Ya vendrán,” él le dijo a nadie en particular.

La sombrilla que el intermediario le había dado lo abrigaba de la lluvia, pero su comida se mojaba cada vez que una ola lo levantaba hacia el infinito.

“Señores y señoras,” Homero le dijo al viento. “Mi buque se hundió por culpa de Hitler.”

El se sentó entre su equipaje, alistándose para su rescate dentro de una horas, en la que tendría que olvidarse de los peligros del mar, como si no le importara nada.

Amo el amor que se vuelve leche y pan. Amor que puede ser eterno. Amor que puede ser fugaz, Homero se acordó de los poemas que recitaba su padre hacía muchos años.

Sacando el reloj de su bolsillo, Homero conto los segundos marcados por la mano deslizándose por los números, hasta que se sentía mareado. El ya se vengaría del intermediario si no lo rescataba pronto.

“Lo dejare sin plata,” Homero le dijo al océano.

El pensó en las enseñanzas de la selva en uno de los momentos peores de su vida, cuando la muerte podría acabar con sus ilusiones de ser el hombre más rico del planeta.

“Donde estas,” él miraba a ese horizonte.

Homero se tomo unas cuantas copas de aguardiente, acompañadas de las hojas de coca que tenía en su bolsillo y se ha debido de dormir, porque el cielo se veía oscuro al abrir sus ojos a los terrores de su vida, cuando el sol se ocultaba y el intermediario no aparecía en ningún sitio.

Él le contaría a los periódicos como el hombre lo había dejado a la merced de las olas.

“Se arrepentirá de esto para siempre,” Homero dijo.

Tenía que estarse volviendo loco si hablaba solo en los últimos momentos de su vida, cuando su muerte afectaría el camino fractal por el que se movía desde su nacimiento. Entonces un hombre vestido con una túnica larga apareció entre las olas que se volvían cada vez más grandes y peligrosas.

“Vete,” Homero dijo.

El hombre señalo a una corona de espinas adornando su pelo castaño, y un tiburón le mostraba sus dientes afilados.

“Debe de ser un espejismo,” Homero dijo.

El tiburón lo miro, sus ojos pequeñitos llenos de odio por el mundo que no lo quería, pues Homero le daba una paliza con el remo, que había encontrado en su equipaje.

“Tengo sed,” el dijo.

Esas palabras no significaban nada en un mar lleno de agua salada, aunque el tenia la botella de aguardiente que el intermediario le había dado, antes de que se fuera detrás del horizonte. El liquido le quemo las entrañas en su camino por el esófago hasta el estomago, dejándolo sonso entre su equipaje y otras cosas buenas para su subsistencia por unas horas. Entonces fuera del agua apareció un U225 submarino, o eso era lo que Homero creía en sus alucinaciones de la noche.

“Eres amigo o enemigo?” él le pregunto.

“Hijo mío,” una voz dijo.

“Quien llama?”

“Tu padre que está en los cielos.”

Después de unos momentos de silencio, hasta el mar se había calmado.

“El cielo y la tierra se acabaran,” la voz dijo. “Pero mis palabras seguirán.”

Un ángel descendió de los cielos con un ánfora llena de agua, que sabia mejor que coca cola.

“Tómatela toda,” la visión le dijo.

Homero pensó que moriría antes de que fuera famoso, si es que el intermediario lo encontraba en medio del Atlántico en una noche que nunca olvidaría, en el que las olas atormentaban a su barquito, perdido en su desesperación. El otro Homero lo tendría que rescatar de sus problemas en vez de pensar en Helena, la mujer más linda de la guerra de Troya, de acuerdo a la librería del mercado.

“Es el fin del mundo,” Homero dijo.

El encontró los fuegos artificiales que el intermediario le había dado en ese universo del que había salido no hacía mucho, cuando pensaba que había encontrado la solución de sus problemas, pero los fósforos se le habían mojado.

Homero paso la noche sacando el agua que se había entrado al bote con un balde que alguien había puesto por el asiento, hasta que el sol se asomo entre los peligros del mar.

“Quiero mi plata,” Homero dijo.

El mar le contestaba con sus olas gigantescas, un árbol apareciendo al lado suyo, sus hojas meciéndose en el viento. No hay árboles en el mar, Homero pensó, y María le mostraba sus tetas quemadas por el sol.

“No quiero más espejismos,” el dijo.

“Debes de tomar esto,” ella le ofreció un vaso de agua del mar, llena de nutrientes y sal.

“No te hará daño,” le dijo.

“Mentirosa.”

La chica quería vengar la muerte de las viuditas y a Homero no le gustaba el sabor del agua del mar. Entonces el tiempo paso, a pesar de que tenía hambre y sed, cuando el aguardiente le quemaba su garganta.

“Ayúdenme,” Homero decía.

Nadie oía sus suplicas en medio del mar, si el intermediario se había olvidado de salvarlo, aunque Homero le había pagado bien el ultimo día de su existencia. El se acostó en su lanchita, que el viento la llevaba por entre las olas de un mar violento, después de tomarse su botella de aguardiente, resignado a que el intermediario lo había abandonado a su suerte.

Homero oía el ruido del mar chocándose contra su lancha, cuando los tiburones tenían que estar esperándolo bajo el agua, aunque las visiones lo habían dejado quieto por el momento, y él se acordaba de su vida desde el primer momento en el jardín.

“Tendré que escribir mi historia,” Homero les dijo a las olas levantándolo hacia el cielo. “Si es que salgo de acá vivo.”

Se ha debido de dormir, porque estaba oscuro al abrir sus ojos, el ruido del mar tratándoselo de tragar llenaba todo alrededor suyo, cuando vio una luz iluminando una mujer más bella que cualquier otra en su vida, pero él no quería mas alucinaciones.

“Vete,” Homero le dijo.

Ella le sonrió al lado de su lanchita, donde el agua se entraba cada vez que las olas lo llevaban hacia el cielo.

“Dile al ángel que me traiga más agua,” él le dijo.

Ella le sonrió, mostrándole los senos con sus pezones oscuros, hasta que se volvió transparente, igual que las tinieblas a su lado.

“No quiero morir,” Homero dijo.

 

 

 

 

 

 

El rescate

Un hombre apareció al lado suyo. Homero estaba cansado de alucinaciones y le dijo que lo dejara solo.

“Quiero que te vayas,” le dijo.

“Tranquilo,” el hombre le dijo.

Homero trato de matar al espíritu malo que lo quería matar, al tiempo que otras personas lo linchaban.

“Déjenme solo,” Homero dijo.

El sintió un pinchazo, antes de sumirse en las tinieblas del infierno.

“No lo podíamos encontrar,” alguien lo saco de la oscuridad.

Homero abrió los ojos, y vio al intermediario al lado de la cama, como si viviera en el medio del océano.

“Tómese esto,” el intermediario le dijo, dándole una cucharada de una medicina que sabia a mal pero aparentemente haría que Homero se curara de su enfermedad.

“Aaaa,” Homero dijo.

“Que quieres?” el intermediario le pregunto.

“Bbbbb,” Homero trato de hacer trabajar sus cuerdas vocales quemadas por el sol.

El necesitaba su voz para vender la mercancía en el mercado y odiaba el intermediario, cuando una chica muy linda le mostraba sus piernas al lado de su cama.

“Usted debe de ser Homero,” ella dijo.

“Mmmm,” Homero dijo.

Ella le cogió las manos entre las suyas haciéndolo estremecer.

“He oído mucho acerca de usted,” ella dijo.

Homero encontró su voz entre su erección.

“Debes de ser una princesa,” le dijo.

“Creo que no.”

“Llévame a tu rey,” él le dijo.

“Que chistoso.”

Ella le masajeo su pecho, poniéndolo contento debajo de las cobijas hasta que vio la letra F bordada en su ropa.

“Soy Fifi,” ella dijo.

Homero nunca había conocido a una Fifi pero le encantaban sus pezones oscuros abajo de su blusa.

“Todo el mundo sabe que no has muerto,” ella dijo.

“Quien?”

“El planeta.”

Homero se acordó de las bombas matando a sus hombres, mientras sus tetas se balanceaban sobre su cara.

“Los botes se incendiaron,” le dijo.

“Dios mío.”

Él le beso sus manos, mirando sus ojos oscuros.

“Te amo” le dijo.

“Nos acabamos de encontrar.”

“No interesa.”

Después de tocarle el contorno de sus senos, él le puso cuidado a la aureola oscura de sus pechos.

“He debido de morir,” le dijo.

“No digas eso.”

Al él se le olvidaron sus penas, mientras le hablaba de sufrimientos en el mar, porque sus compañeros estarían al lado de Dios misericordioso, que está en los cielos.

“Has sufrido mucho,” ella dijo.

“Ya lo sé.”

Homero se seco las lágrimas rodando por sus mejillas, mientras le contaba de ese momento cuando la bomba había explotado en el barco.

“Todos querían escapar,” le dijo.

“Pero Dios te escogió a ti.”

“Es que es misericordioso.”

El se tomo el aguardiente que el intermediario le ofreció, sintiendo que le quemaba el esófago en su camino hasta el estomago y todo le daba vueltas alrededor suyo, cuando tenía que contarle la historia de su vida.

“El tío Hugo nos visitaba de Nueva York,” le dijo.

Todo había estado bien, hasta el día en el que había conocido de otros mundos existiendo al lado del suyo, como se lo había dicho José hacia una eternidad.

Ella se sentó, mostrándole sus muslos pálidos, a los que no les daría la luz del sol.

“Que interesante,” le dijo.

“Es que José es invisible,” Homero dijo.

La chica lo miro con sus ojos oscuros, iguales a esa noche del mar, antes de que él le saboreara los labios, festejando su llegada desde la muerte.

“El bote con el salvavidas no se quería ir de mi lado,” él le dijo.

“Pero te salvaste.”

Homero le toco su piel, compuesta de electrones y protones, como le había enseñado el padre Ricardo durante sus clases de los sábados.

“Ya te aliviaste,” el intermediario interrumpió.

Homero asintió. “Gracias a Fifi.”

“Llegaremos a Nueva York dentro de unos días,” el intermediario dijo.

El le beso la mano a Fifi antes de irse por el corredor, dejando la puerta abierta para que el mundo los viera.

“Si eres real,” Homero le dijo.

“Que chistoso.”

“Ya lo sabía,” él le dijo.

Fifi dejo que él le tocara sus pechos, y sus piernas.

“Creo que te alentaste,” ella le dijo.

Homero tomo el aguardiente que alguien había dejado en la mesita al lado de la cama, agradeciéndoles a los dioses por su aventura en el tiempo fractal.

“Tenemos que hacer el amor,” le dijo.

“Es que soy virgen.”

Ella le dijo que trabajaba como periodista con uno de los mejores periódicos de Nueva York.

“He sufrido mucho,” Homero le dijo.

Ella asintió. “Ya lo sé.”

El la beso, sin hacerle caso a sus excusas por no dejarle hacer todas esas cosas que deseaba, hasta que todo se esfumo como en un sueño.

“No he debido de tomar ese aguardiente,” Homero dijo.

Fifi se acostó a su lado, haciéndole compañía en esas primeras horas, después de que lo habían encontrado en el océano, aunque él no tuviera alientos de hacerle nada, y las medicinas que el intermediario le había dado lo mandaron al mundo de los sueños, donde la voz de Fifi le calmaba las pesadillas que tenia de estar perdido en el mar.

A veces se despertaba para encontrar a Fifi peinándole el poco pelo que tenia o haciéndole masajes a su espalda.

“Te quiero hacer el amor,” él le dijo.

“Espera a que estés bien.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fifi este enamorada

Homero desafía al mar, decía en el New York Times a la llegada a la ciudad. Las batallas libradas en Europa no significaban nada para un mundo en el que Hitler y Churchill perdían su gloria mientras que la estrella de Homero se levantaba sobre todos. Fifi escribió su historia de valor: entre la tierra y el cielo, dondenuestro héroe tenía que enfrentar los peligros en medio del mar, hasta el momento de su rescate. El artículo de la periodista Fifi fue traducido a todos los idiomas y gano el premio de la paz.

Las fotos de Homero adornaban las paredes de la ciudad, como el héroe que había desafiado a Hitler, al tiempo que él se recuperaba en el apartamento de Fifi, dejando que ella lo sanara con sus tés de yerbas, tan necesarios para la civilización, de acuerdo a lo que le habían dicho sus ancestros.

“Te pareces a una chica que conocí,” él le dijo.

“Quien era?”

Homero pensaba que la había visto en medio de la selva, así como ese niño visitándolo de vez en cuando al lado del árbol.

“Es que existen otros universos,” le dijo.

Ella lo miro con sus ojos negros, mientras que el hablaba de un señor llamado Einstein prediciendo muchas cosas en su teoría de la relatividad.

“El padre Ricardo me lo explico,” el dijo.

“Pues sabe muchas cosas,” ella le dijo.

Los fantasmas de la selva le habían dicho todo eso, antes de que se casara consigo mismo, en frente del padre Ricardo y más gente.

“Amelia jugaba con sus muñecas,” le dijo.

“Amelia?”

“La hija de mi empleado en el almacén.”

El tío Hugo había llegado de otra realidad, antes de que Homero se ganara la plata ayudándoles a las viuditas de los tugurios.

“Pero se ahogaron,” él le dijo. “El rio inundo sus viviendas.”

Ella abrió sus ojos al escuchar las noticias de su vida, peores que cualquier otra cosa en el mundo, aparte de las cosas malditas que los hombres de Hitler hacían en la guerra.

“Hay muchos caminos del universo,” él le dijo

“Ya entiendo,” ella le dijo. “Creamos nuestro senderos a medida que vamos por la realidad.”

“Eso creo,” él le dijo.

La luz del sol se colaba por entre las nubes oscuras al disiparse la tormenta, cuando él pensaba en una catástrofe sin precedentes el día menos pensado.

“Te amaría en cualquier universo,” él le dijo.

“Que confusión,” ella dijo.

Había otras dimensiones atrás de las nubes del tiempo, de acuerdo a las leyes de física, de las que había leído en los libros de su padre.

“Te gusta eso de dimensiones,” ella dijo.

“Por eso nos conocimos.”

“Tenía que ver al hombre desafiando a Hitler,” ella dijo.

Homero acaricio ese cuerpo que había aprendido a amar después de la tragedia en el mar, cuando casi se había muerto por culpa del intermediario dejándolo solo en medio de las olas.

“Nuestras vidas se dividen en muchas posibilidades,” le dijo.

“Ya veo,” ella dijo. “Me ves en la selva, y tienes amigos en otras dimensiones.”

“Eso me define,” Homero dijo.

“Las dimensiones.”

Fifi tendría que contarle al mundo acerca del héroe siguiendo el camino fractal delineado por sus ancestros en los comienzos del tiempo, cuando él esperaba hacerle el amor en la ciudad mejor del mundo.

“No se te olvide del eclipse,” él le acaricio su estomago.

“Eso es lo primero que pondré.”

“Y mi vida acabara con el sol.”

Fifi paro de escribir, dejando que él le hiciera más cosas.

“Me lo dijo alguien hace tiempo.”

“En otra dimensión,” ella le dijo.

“Creo que si.”

“Estás loco.”

Homero la abrazo, sus labios besándole ese cuerpo con el que había soñado en su realidad fractal, pero ella tenía que escribir más de su vida.

“Hablaremos después,” él le dijo.

“No piensas sino en eso.”

Él le acariciaba el triangulo del amor del que hablaban esas revistas especializadas en el amor sexual, como las que tenía el padre Ricardo en su casa parroquial, las que hablaban del placer del universo..

“Yo nací al lado de las hormigas,” él le dijo.

“Pensé que había sido en el eclipse.”

Ella escribía de su vida a pesar de que él le quisiera hacer el amor y el reloj los llevara hacia otra realidad fractal, de la que nunca regresarían.

“No hay más que decirte,” él le dijo. “Aparte de las veces que acudía a las clases en la iglesia y de los libros de mi padre.”

“Los que te decían de dimensiones.”

Fifi subrayo unas cuantas cosas que consideraba importantes en su narrativa de esos detalles, los cuales tendría que informarle al mundo.

“Te amo mucho,” él le dijo.

Ella los escribió entre otras cosas que había puesto acerca de sus relaciones desde su llegada del océano.

“Tendremos que ir al Empire Estate Building,” ella le dijo.

“El asintió. “Otro día.”

Él le masajeaba sus piernas, para que hicieran el amor en ese momento, en el que a ella solo le interesaban los detalles de su vida.

“Tengo que acabar,” le dijo

“Shhh,” él le dijo.

Homero le conto mas detalles de su vida, como acerca de su aventura en la selva, donde los fantasmas le habían contado muchas cosas, antes de encontrarse con el padre del pueblo y el tiempo había pasado más rápido que de costumbre.

Su mano le masajeaba sus pechos, esperando que ella se cansara der escribir, pero ella quería saber de los fantasmas. Homero la llevo hacia la cama, donde la beso, tocándole sus zonas erógenas y ella dejo caer el papel al suelo.

“Seguiremos después,” él le dijo.

 

 

 

 

 

 

La reunión

Fifi lo llevo al metro al día siguiente, en el que los edificios que adornaban las tarjetas postales de la ciudad se veían entre la neblina ocultándolo todo, antes de que entraran a una estación con nombres escritos en ingles, llena de ciudadanos de prisa a algún sitio del mundo.

“Estoy nervioso,” Homero dijo.

“Por qué?”

Las puertas del tren se abrieron, mientras la gente hablaban en esa lengua que tendría que aprender, si quería ser un millonario, mientras de subían y bajaban del tren.

“Les tienes que contar tus aventuras,” ella dijo.

“No se cuales.”

“Todo acerca de la explosión en el barco,” ella dijo.

La bomba lo habría matado en su misión de paz a su país, en otra de las realidades en las que habitaba en el mundo fractal, aunque estuviera vivo en ese momento.

“Es que no estaba allí,” él le dijo.

“Deja de tus chistes.”

“Es verdad,” él le dijo.

Homero la oyó hablar de su vida, porque nunca había amado a nadie más que a él, si es que existía en otra realidad.

“La tragedia no fue culpa tuya,” ella le dijo.

Ya le habían dicho todo eso a Homero en un día perdido en el tiempo, cuando las viuditas se habían ahogado en la tormenta.

“Que si fue,” él le dijo.

Él le conto de su vida antes de que apareciera entre las hormigas del jardín, cuando el tío Hugo les había traído fotos de Nueva York en una de sus visitas a la familia de Homero.

“El me llevo al circo,” él le dijo.

“Ha debido de ser interesante.”

Habían llegado a una estación de paredes grises, de donde la gente salía de prisa para algún sitio desconocido de la ciudad.

“Le gustas a María,” ella dijo.

Homero miro a la gente que iba de prisa a algún lugar del universo, mientras los pájaros volaban hacia otros países más cálidos en esa época del año.

“Apúrate,” Fifi dijo.

El la siguió a una estación de paredes grises como el clima de la ciudad, en donde se volvería un millonario si el mundo algún día. Después de caminar por unas cuantas calles, ellos llegaron a un edificio gris, donde el ascensor los esperaba cerca de las escaleras olorosas.

“No te preocupes,” ella le dijo.

“Ya tratare.”

Al bajarse en uno de los pisos, ellos se encaminaron por entre los apartamentos, hasta llegar a una puerta blanca.

“Lo estábamos esperando,” María los recibió, dejando la marca de su lápiz labial en la cara Homero.

“Gracias,” el dijo.

“Tenemos que festejar al héroe,” ella dijo.

Entonces el tío Hugo apareció en la puerta, delgado a pesar de la ropa de invierno que tenia puesta, por dejar que un hombre como Hitler acabara con sus vidas.

“Bienvenidos,” les dijo.

“Dos y dos son siete,” Homero le dijo.

El tío le sonrió. “Claro está.”

Su corazón latiendo rápidamente, cada vez que pensaba en la tragedia en el océano en la que nunca había estado.

“Dios salvo su vida,” ellos dijeron.

“Mis compañeros murieron,” Homero dijo.

“Vio monstruos en el mar?” le preguntaron.

“Un pescado trato de comerme.”

Homero había desafiado a los nazis, en un día que nadie olvidaría, mientras lloraba en los brazos de Fifi, consolándolo por sus sufrimientos en el mar.

“Es que nació en un eclipse solar,” ella les dijo.

“Que viva el mesías,” todos dijeron.

“Pondremos su foto en el altar,” María mostro el lugar donde habían encendido unas cuantas velas.

“Lo adoraremos,” ella dijo.

“Gracias,” Homero le dijo.

“No sea tan modesto.”

Homero brindo por la liberación del mundo, al tiempo que una de las mujeres recogía dólares en una canasta vieja, para aumentar el capital de Homero que quería ser un millonario antes del final del mundo. Entonces él les conto una historia de valor en el medio del mar, que se lo quería comer a pesar de todo lo que había hecho para deshacerse de los demonios persiguiéndolo en el mundo.

“Ha estado adentro de una ballena?” alguien le pregunto.

“No se,” Homero dijo.

“Pero si eres nuestro héroe de las escrituras,” otro dijo.

“Alabado sea Homero,” todos dijeron.

Todo el mundo hablaba al tiempo de cómo Dios había mandado a Homero a salvar al mundo, sumido en la desgracia de los pecados enviados por el demonio, que odiaba a Dios con toda su aliento.

“Hemos conseguido miles de pesos,” una voz interrumpió la polémica.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

El teléfono sonó y María hablo con esa boca que el añoraba tanto, dándole paz a su corazón, sumido en la miseria de una ciudad tan fría.

“Es el presidente de los Estados Unidos,” ella dijo. “Le quiere dar una medalla.”

Había sido una tarde muy productiva aunque el reloj corriera hacia el final del tiempo, y no había podido hacer nada con María.

“Este capítulo esta corto,” él le dijo.

“No entiendo.

Homero la quería llevar al baño con la escusa de contar la plata, esperando que el mundo los dejara solos para poseer a la chica.

“Se puede alargar de otras maneras,” ella dijo.

“Esta es la única buena para mí.”

Ella no entendía lo que Homero le decía, cuando el final del tiempo se aproximaba por los caminos que tendrían que escoger entre los universos.

“Alguien ha donado mil dólares para la aventura de Homero,” el tío Hugo interrumpió la conversación.

María lo llevo al centro de la habitación, donde la gente lo aplaudió y varias mujeres le besaban las mejillas, porque era el hombre más importante de la reunión, al tiempo que la plata aumentaba en su cuenta bancaria.

 

 

 

El sol oscuro

Ellos vivían en un hotel como cualquier otro en la ciudad, donde ella pagaba las cuentas y Homero la satisfacía de muchas maneras, a pesar de que tendría que pensar en su futuro, cuando el timbre del teléfono interrumpió sus actividades amorosas.

“Puede ser importante,” Fifi dijo.

Al intentar coger el teléfono, Homero le toco los senos quemados por el sol del Caribe, donde se habían conocido.

“Es suficiente,” ella dijo.

“Nunca lo es.”

Fifi alcanzo el teléfono a pesar de sus protestas, cuando él quería alargar el momento por una eternidad.

“Es el tío Hugo,” ella dijo. “Los periodistas nos esperan en la recepción.

“No has debido contestar.”

“Te pueden dar más plata.”

Homero pensó en las consecuencias de sus palabras si quería ser el hombre más rico del planeta antes de que el sol acabara con todo lo que tenia, como lo diría en las páginas que José había dejado en el jardín.

“No sé qué decirles,” Homero dijo.

“La verdad.”

“Sabes que eso no puede pasar.”

Homero tendría que encontrar su ropa en la mescolanza del cajón, hasta que una de sus camisas cayó a sus pies.

“Te quedara buena con tus pantalones azules,” Fifi dijo.

El no sabía que ropa ponerse, cuando Los periodistas los esperaban en ese día tan importante para la nación.

“Vámonos,” ella le dijo.

El la siguió por los corredores hasta que llegaron al ascensor, en medio de las paredes color crema de un edificio como cualquier otro de la ciudad.

“Si me amas?” él le pregunto.

“Claro que si.”

Homero se imaginaba los titulares del día siguiente especulando acerca de la mujer que le había salvado su vida.

“Pues escribiste acerca de esto,” él le dijo.

“Ya lo sé,” ella dijo.

Fifi tenía lista la historia de las tribulaciones sufridas por Homero a bordo de esa lanchita, meciéndose en las olas del mar Mediterráneo por una eternidad.

“El aguardiente se me había acabado,” el dijo.

“Tendría que ser una tragedia.”

Homero se acordó de esas horas que había pasado en la soledad de su naufragio, cuando el mar intentaba matarlo, y Hitler lo había amenazado con el pescado salado.

“No quiero que las bombas me maten,” él le dijo.

“Porque no se hundió con el barco?”

“No estaba allí.”

Todo paso en cámara lenta, cuando ella dejo caer el papel en el suelo, después de oír su confesión de las mentiras que le decía al mundo, cuando los reporteros los esperaban abajo.

“Pero tus hombres murieron.”

Homero asintió. “En otro de mis barcos.”

Ella escribió algo en su libreta, antes de que las lágrimas le rodaran por la cara, como si él hubiera matado a unas cuantas personas del mundo o algo así por el estilo.

“Eso es una historia que no sabias,” él le dijo.

“Pero..”

“Le vendí armas a la republica de Salvacion.”

Homero le dijo la historia de sus negocios con los presidentes del Caribe, que querían matarse con las armas de Homero.

“Te perdono,” ella le dijo.

“Y la prensa?”

“Les dirás tus mentiras.”

Ella escribió unas cuantas cosas más, mientras Homero reflexionaba sobre sus mentiras al público que lo quería tanto en el camino del universo que había seguido desde la muerte de sus padres.

“La prensa nos espera,” ella le dijo.

Homero se alisto para su cita con los periodistas, después de decirle a Fifi los secretos de su vida, cuando ella seguía escribiendo cualquier cosa que quería decirles a sus lectores.

“No digas la verdad,” le dijo.

Homero se estaba amarrando la corbata y paro de mirarse en el espejo.

“Hare lo que quieras,” le dijo.

“La verdad te arruinaría.”

“Ya lo sé.”

Él le tenía que decir todo lo que había hecho en su vida para obtener la fama deseada por sus padres antes de que la muerte se los llevara.

“Me perdí en el mar,” le dijo.

“Pagaste por todo eso.”

Homero le conto como el intermediario lo había dejado que sufriera a la intemperie por unos días.

“Casi que me muero,” le dijo.

“Eso es castigo de Dios,” ella dijo.

“Pero no existe.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los periodistas

Homero bajo por las escaleras de la mano de Fifi, esperando que ella le hubiera perdonado lo que le había hecho al mundo.

“No digas la verdad,” ella le dijo.

Homero miro al suelo, tratando de recordar lo que tenia de decirles a los periodistas que le dirían a sus lectores de los sufrimientos de Homero en esa tragedia que ninguno olvidaría.

“Don Homero,” un hombre alto le dijo. “Es un placer conocerlo.”

Ellos lo siguieron por un corredor largo, hasta llegar a la recepción del hotel, donde el resto de la prensa los esperaba.

“Que viva Homero,” todos dijeron.

Los periodistas alistaron sus cameras, apuntando todo lo que Homero les decía de su aventura en el mar.

“Cuéntenos de la explosión,” le dijeron.

“Estábamos comiendo cuando oímos un ruido como un trueno,” Homero dijo.

“Ha debido de ser muy tremendo.”

“Pensé que me había muerto,” Homero dijo.

Ellos siguieron tomando fotos, sin importarles la plata que Homero les exigía, porque quería ser el hombre más rico del mundo.

“Me acuerdo de mis camaradas,” Homero dijo.

“Ya están con Dios,” uno de los reporteros dijo.

Homero asintió. “Se habrán ido derechito al cielo.”

Los periodistas le tenían que pagar la plata exigida por esos momentos que lo llevarían hacia el fin de la humanidad.

“Fue un milagro que se salvo,” ellos dijeron.

Fifi, le daba alientos para contestar las preguntas de los reporteros, quienes querían saber de su nacimiento bajo la sombra del sol.

“Díganos más acerca de la tragedia,” ellos dijeron.

“Vi fantasmas,” Homero dijo.

“Estaba solo en el océano.”

El eco de los fuegos artificiales acabo la paz del momento, recordándole a Homero de esos momentos cuando el submarino de Hitler había matado a sus compatriotas, como si hubieran estado maldecidos por su dios.

“Quiero que paren,” él le dijo a Fifi.

“Quienes?”

“Los submarinos.”

Homero huyo de las cámaras, corriendo por las escaleras hasta llegar a su habitación en un piso del hotel, donde nadie lo molestaría con sus preguntas acerca del día peor de la humanidad.

“Es Armagedón,” el dijo.

Fifi apareció a su lado, acobijándolo de las pesadillas persiguiéndolo hasta el fin, tal como decía en las escrituras hacia más de dos mil años, aunque podrían estar confundidas acerca de algo, del que nadie sabía nada.

“En otra existencia yo estoy aquí con María,” el dijo.

Fifi lo miro, sus ojos oscuros estudiando su alma, como nunca lo había hecho.

“Pero mientes,” le dijo.

“Ya te lo he dicho.”

Homero busco las hojas de coca que guardaba debajo de la ropa, la mejor cura para los problemas asediándolo desde su rescate del Atlántico, porque él no había visto las bombas estallando.

“Tenemos que hablar,” ella le dijo.

Fifi le dijo de sus planes para que se casaran, después de su entrevistas con el mundo, aunque tendrían que tener otra entrevista con la prensa.

“Pueden saber la verdad,” Homero le dijo.

“Lo dudo,” Fifi le dijo. “Piensan que eres un héroe.”.

Ellos hablaron de lo que pasaría si el mundo se enterara de lo que había pasado esa noche, en la que Homero le había estado vendiendo las armas a uno de los presidentes del Caribe.

“Tenemos que hablar de lo vas a decir,” ella le dijo.

“Que estaba en el barco.”

“Es lo mejor que puedes hacer.”

Fifi escribió en su libreta todo lo que Homero le tenía que decir al mundo, cuando todos creían que casi había muerto en el barco llevando las armas a Europa.

“Ya publicare mis notas,” ella le dijo.

“Y ganaran muchos premios.”

“Eso espero.”

El la beso, saboreando ese lápiz labial que él le había dado hacia poco, cuando el teléfono interrumpió sus avances sexuales.

“Es la prensa,” Fifi le dijo. “Te quieren hablar otra vez.”

“Si vienes conmigo.”

“Claro que lo hare.”

 

 

 

 

 

Una nueva vida

Homero recibió una medalla del congreso de Estados Unidos en una ceremonia atendida por presidentes de muchos países del mundo, trescientos mil soldados, seiscientos mil estudiantes y veteranos de las guerras mundiales. Stalin lo declaro el líder de los trabajadores soviéticos y Churchill lo beso en las mejillas unas cuantas veces en uno de sus viajes a Europa, para celebrar el final de la guerra y el comienzo de su nueva vida, como persona influyente en la humanidad.

Homero había seguido a su tío a la ciudad que había dejado, después de la muerte de las viuditas en los misterios del tiempo, mientras que Fifi esperaba a que más millonarios ayudaran con su misión de amor en la ciudad de Nueva York.

Eso se llama modernismo, Homero admiro el paisaje de la ciudad desde la ventana, al tiempo que se tomaba el jugo de curuba, que el tío Hugo le había traído esa mañana. Una fruta exótica producida en el país, pero no tan valiosa como la marihuana. Homero leía los manuscritos que su amigo invisible le había dejado, tomándose un café con bastante azúcar, así como su madre lo había hecho antes de irse al reino de los cielos.

Entonces miro los papeles que su amigo invisible había dejado en el suelo en el primer día en el mundo, pues Homero no se acordaba de nada mas antes de ese acontecimiento tan importante.

“Es una cuestión de palabras,” el se dijo a el mismo.

Algún escritor ganaría premios con el relato de su vida, desde el momento que había abierto sus ojos al eclipse solar, cuando las hormiguitas acababan con todo lo que encontraban en su camino al lado del árbol en ese patio donde pasaría muchos días de su juventud.

Homero quería el yate para pasear por todo los sitios en compañía de mujeres hermosas, pues tenía que pasar contento aunque Fifi se pusiera celosa de las chicas bañándose en su piscina.

El dibujo la piscina al lado de ese mar azul del Caribe en uno de esos yates de los millonarios que salían en los periódicos, paseándose por el mundo sin importarles la pobreza de la gente en muchas de las ciudades que visitaban.

El puso algunas de las formulas de uno de esos libros científicos de su padre, mezcladas con las palabras de los papeles de su amigo secreto.

“El tiempo no existe,” Homero se dijo a sí mismo.

El paso del tiempo tendría que ser un espejismo, a pesar de que todos dijeran que había dejado la tragedia de las viuditas hacía muchos años, porque él había huido de las cosas malas de la lluvia hacia solo unos meses, en los que se había embarcado para el Caribe, sus hombres habían muerto en el Mediterráneo, antes de encontrarse con Fifi en el barco del intermediario, donde se habían enamorado como nunca en sus vidas.

Algo que decía le llamaba la atención, entre todas las otras que no entendía por más que las estudiara. Masa es energía y energía es masa, Homero leyó en una de las páginas de un libro de física.

Homero pensó en el significado de esas palabras, y de cómo afectarían el mundo que conocía al seguir leyendo todo eso lo de que la observación colapsa la ola de la realidad en otra de esas formulas que le daban dolor de cabeza de solo verlas.

Homero volvió a sus cálculos matemáticos, que le habían enseñado en la escuela del Padre Ricardo, mas algunas de esa formulas físicas de los libros que su padre tenía en el almacén del mercado.

“Eso demuestra que las realidades existen,” se dijo a si mismo.

El hizo las sumas de lo que él llamaba el presente, dividiéndose en una infinidad de mundos cada vez que parpadeaba, como lo diría en esas páginas que tenía desde los comienzos del tiempo.

El copio algunas de las cosas que decían en los papeles viejos, que tenía en la mesa, pensando en el significado de lo que había leído, si la realidad se dividía en muchas más de acuerdo a esas formulas locas del libro.

“Nunca lo sabré,” el se dijo a sí mismo.

“Es que hablas solo?” el tío apareció a su lado.

Homero dejo caer su libreta al suelo, entre otras cosas que había puesto al empezar su estudio de las realidades escondidas.

“Es importante,” le dijo a su tío.

“Debe de ser.”

El tío lo seguía mirando, sin interesarle las teorías de Homero sobre otros mundos de su imaginación.

“Todos estamos entrelazados,” Homero le dijo.

“Si lo dices.”

Homero se habría vuelto loco después de masticar coca, que muchas veces le ponía la boca negra o su mente le estaría fallando con los sufrimientos del mundo.

“Todo eso estará acá,” él le mostro las páginas.

El tío asintió. “Ya las he visto."

Homero le explico la teoría de otras dimensiones de las que no sabrían nada.

“El fantasma te lo ha debido de decir,” el tío le dijo.

“No fue un sueño,” Homero dijo.

“Como lo sabes?”

“Me dio la sabana con el ojo mágico.”

“Tú y tus historias,” el tío le dijo.

El fantasma le había dado la sabana para protegerlo de la noche, cuando sus camaradas bailaban sobre los arboles en medio de la selva.

“Pero no encontraste tus cabezas,” el tío le dijo.

“Ya lo sé.”

“Te engañaron entonces.”

Homero miro a las páginas, pensando en la plata que le darían en todas las realidades, de acuerdo a las teorías de la selva.

“Las mejores cosas en la vida nunca se olvidan,” le dijo.

“Como el fin del mundo,” el tío le dijo.

Homero dibujo a los fantasmas danzando sobre los arboles, explicándole a su tío todo lo que había pasado esa noche.

“El indio te dio coca,” el tío le dijo.

“Mezclada con la marihuana.”

“Ya sé por qué viste esas cosas.”

“No fue un sueño.”

Homero tenía que discutir las otras realidades alrededor de ellos en las dimensiones del tiempo.

“Cada vez que pensamos creamos otros mundos,” le dijo.

“Ya me lo has dicho,” su tío le dijo. “Tienen que haber una gran cantidad de esos mundos.

Una partícula se divide en dos al pasar por una rendija,” Homero le dijo.

“Estarás loco.”

“Pues lo dice acá,” Homero le mostro el libro que se había llevado a su destierro de Nueva York.

“Entonces crearemos una gran cantidad de mundos.”

“Más que los granos de arena del mar.”

“Hablando de eso,” el tío le dijo. “Debemos ir a comprar el yate.”

Homero a su destino aunque saliera por los caminos cuánticos del universo, entre todas esas realidades creadas por sus movimientos en el mundo.

“Esta es tu realidad,” el tío le dijo.

“Claro que si.”

“Entonces alístate ya.”

Él le paso la ropa que estaba en uno de los asientos.

“La he lavado y aplanchado para tu cita con el destino.”

“Eres una buena ama de casa.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El yate

Homero admiraba los barrios de la ciudad, símbolo de la sociedad capitalista acobijándolos en su manto, cuando el tío lo llevaba en su carro en rumbo a algún sitio del mundo, y evitando los hoyos de las calles que el alcalde no se preocupaba por mandar a componer. Todo había salido como Homero lo quería, la vida brindándole muchas oportunidades, desde el primer momento en el que había abierto los ojos al eclipse del sol en los comienzos del tiempo.

“Tú y tus historias,” su tío interrumpió sus pensamientos.

“Cual de todas?” Homero le pregunto.

“La que dices que llegue el primer día de tu existencia.”

“Pues no me acuerdo de nada mas.”

Habían llegado a la parte comercial de la ciudad, llena de almacenes vendiendo toda clase de cosas para ayudar en la vida cotidiana.

“Me acuerdo de cuando te di tu primer centavo,” el tío le dijo.

Ellos esperaban a que la luz del semáforo cambiara para seguir a su destino, y la gente hacia sus maromas al lado del semáforo por algunas monedas, cuando un niño pobre se les acerco.

“Dame una monedita,” les dijo.

Homero se acordó de la gente pobre a la que había ayudado hacia algún tiempo, aunque las viuditas se habían ahogado en las lluvias.

“Toma esto,” Homero le paso unos cuantos pesos.

“Dios le agradecerá,” el gamín le dijo.

“Pues que lo haga pronto.”

Ellos dejaron al niño buscando por más plata para aplacar su hambre, y la calle los llevo a uno de esos barrios nuevos para la gente con plata.

Ellos habían llegado a una calle con bastantes edificios parecidos entre ellos.

“Ese debe de ser,” El tío señaló un edificio gris.

“Como sabes?”

“Ya llame.”

Ellos dejaron el carro en un parqueadero cerca de allí, mientras buscaban el edificio que el tío había visto.

“Esta atrás de estos,” el tío le mostro otros edificios.

“Eso espero,” Homero dijo.

Ellos encontraron el edificio del almacén de yates, cuando pensaron que estaban perdidos en la parte nueva de la ciudad.

“El espíritu santo no nos dejo perder,” el tío dijo.

“Pues no lo he visto,” Homero dijo.

“La oficina está en el segundo piso,” el tío le dijo.

Homero subió las escaleras hasta una oficina pequeña, donde la oficinista escribía en la maquina.

“Vengo a comprar un yate,” él le dijo.

“Pues son caros,” ella dijo.

Él la quería besar, pues tenía que conquistar a una mujer cada vez que pudiera, cuando un hombre alto entro a la oficina.

“Buenos días,” le dijo.

Homero le mostro la foto del barco que había visto en una de esas revistas que su tío compraba, cuando le quedaba tiempo.

“Es que soy Homero.”

“El magnífico?”

El hombre se rio, mostrándole una corona de oro entre sus dientes blancos, antes de que le diera la mano.

“Mucho gusto en conocerlo,” le dijo. “He visto su foto en los periódicos.”

El hombre le dijo de cómo había seguido su labor de amor en el mundo, sin mencionar la muerte de las viuditas en los tugurios.

“Es que es un santo,” el hombre le dijo.

“Gracias,” Homero dijo.

El hombre tenía un libro sobre el mostrador, donde algunos buques adornaban las páginas amarillentas.

“Es un yate precioso,” le dijo.

Alguien había dejado un yate en el Caribe para la satisfacción de Homero, cuando sus padres nunca habían tenido plata para nada en el camino del destino.

“Tiene que firmar acá,” el hombre interrumpió sus pensamientos.

Homero puso su nombre junto a otras cosas legales que le exigían para poseer su yate.

“Ya es suyo, don Homero,” el hombre le dijo.

La mente de Homero volvió al jardín de su nacimiento, su amigo invisible enseñándole acerca de la vida y las hormigas invadiéndolo todo a su paso.

“Tiene ocho pisos,” el hombre le dijo.

Alguna gente caminaba por la proa en las fotografías de la revista, donde los huéspedes se bañaban en una piscina, sin los peligros del mar abierto.

“Quiero ver las habitaciones,” Homero dijo.

El hombre le mostro unas cuantas fotos de los camarotes en todos los pisos.

“Es súper lujoso,” le dijo.

Homero tendría que saborear el mundo, gracias al dinero aportado por los ciudadanos de todo sitio, pero el eco de los fuegos artificiales lo saco de sus pensamientos.

“Deben de estar celebrando su llegada,” la chica dijo.

“Eso creo,” Homero dijo.

“Es el veinte de julio,” el hombre dijo.

Homero tenía que ser más importante que todo lo demás que pasara en el país, aunque la chica seguía escribiendo sin importarle nada.

“Necesito su nombre,” ella le dijo.

“Homero, Homero,” el dijo.

“Es un nombre extraño.”

“Ya lo sé.”

Ella escribía rápidamente, dejándole ver los pezones a través de la blusa que tenia puesta, y su jefe le decía que tendría que tener cuidado en caso de que lo secuestraran, como ya les había pasado a un poco de gente rica en el país.

“Lo puede asegurar,” el hombre le dijo.

“Qué?”

“A usted y al yate.”

El hombre le mostro los papeles, dándole el valor que Homero tendría que pagar cada mes, en caso de que algo malo le pasara a su propiedad, cuando el tío Hugo apareció en la puerta.

“Estábamos hablando del yate,” Homero dijo.

“Es mejor asegurarlo,” el hombre les dijo.

El les dijo de la muerte de hombres inocentes en un país lleno de desigualdades entre las clases.

“Eres el apóstol de los pobres,” el hombre le dijo.

“Pero quiero una novia,” Homero le dijo.

La chica seguía escribiendo los detalles de Homero en una de las libretas de la compañía, sin interesarle que él quisiera hacerle el amor esa noche, al tiempo que su jefe hablaba de su grandeza.

“Que lo quieren canonizar,” le dijo.

“No me he muerto.”

“El papa ha canonizado a la gente antes de la muerte.”

“Es que es el santo patrón de los inocentes,” el tío le dijo.

“Ja, ja,” Homero dijo.

“Estoy casada,” la chica dijo.

“Homero es un millonario,” su jefe dijo.

La chica abrió los ojos al oír las cantidades de dinero que tenía en el banco.

“Ya la invitare al yate,” Homero le dijo.

“Si te acuestas con él,” el hombre dijo.

“Que chistoso,” la chica dijo.

Homero finalizó la compra del yate, mirándole las piernas a la secretaria cada vez que las cruzaba, pues tenía que llevársela a la cama antes de salir de paseo por el mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Las memorias

Homero se recordaba su niñez en esa ciudad en donde había hecho su fortuna, desde el día en que había viajado con sus padres en un barco de varios pisos. Los ojos claros de su madre tenían que estarlo mirando desde algún sitio del universo, mientras los zancudos le chupaban su sangre.

“Le puedo cortar el pasto,” un hombre interrumpió sus pensamientos.

Homero le dio unos cuantos pesos, para que quitara la maleza creciendo por encima de las tumbas, guardando los restos de sus padres a través del tiempo.

“Le puedo conseguir unas flores,” el hombre le dijo. “Si me da más plata.”

Homero busco los pesos que tenía en su bolsillo, para que las tumbas de sus padres no desaparecieran en medio de la maleza creciendo por el cementerio.

“Pondré rosas,” el cuidandero le dijo.

“Ya veré si lo hace,” Homero dijo.

El cuidandero le explico cómo cambiaria las flores los fines de semana, antes de que el sol las tostara con sus rayos tropicales.

“Mi madre me enseño a cortar el pasto,” le dijo.

“Muy bueno,” Homero dijo.

El cuidandero le conto la muerte de su madre hacía muchos años, cuando él la ayudaba a comer con el salario mínimo que tenia.

“Y tu padre?” Homero le preguntó.

“No lo conocí,” el hombre le dijo. “Era un extranjero rico.”

Los mosquitos hicieron que Homero se olvidara de su misión en el cementerio, mientras se rascaba las piernas y los brazos como un loco.

“Le cuidare sus tumbas,” el cuidandero le dijo.

Homero le dio más pesos, y las gotas de lluvia le mojaban la ropa que había comprado en Nueva York.

“Que viva tu padre,” Homero dijo.

“Me hubiera gustado conocerlo,” el cuidandero le dijo.

Él le conto como su madre lo recordaba en esas noches tristes en las que no tenían nada de comer.

“Como se llamaba?” Homero le pregunto.

“No sé,” el cuidandero dijo. “Tenía un nombre extraño.”

Homero pensó que el futuro alteraba el presente con sus ondas probabilísticas, de acuerdo a las predicciones del fantasma y su compañía de danzas encima de los arboles.

“Es que soy hijo de una viudita,” el cuidandero le dijo.

“Pero todas murieron.”

“No todas.”

Una velita alumbraba una foto de la virgen de los remedios, entre unas cuantas tumbas, olvidadas por el tiempo, mientras él le hablaba del héroe del pueblo.

“Eres nuestro héroe,” le dijo.

“Yo?” Homero le pregunto.

“El gran Homero.”

Homero pensó que nunca había oído hablar de sus fechorías en los tugurios, hacia algún tiempo.

“Las lluvias las mato,” le dijo.

“Ya lo sé,” el cuidandero le dijo.

El se arrodillo a rezarle a los espíritus del tiempo y los zancudos se volvían más locos por su sangre en un día que no olvidaría.

“Dos y dos son siete,” Homero le dijo.

“Claro, don Homero.”

Él cuidandero le hablaba de sus deseos de conquistar al mundo, como Homero lo había hecho desde su llagada del limbo, y una chica interrumpio sus oraciones al creador del universo.

“Este es Don Homero,” el cuidandero le dijo.

La chica lo abrazo, dejando las marcas de su lápiz labial en sus mejillas.

“Lo he querido conocer hace mucho tiempo,” ella dijo. “Una de las viuditas era mi madre.”

“No puede ser,” Homero dijo.

“Que si,” ella le dijo.

La chica le conto como había nacido después de que su madre lo había conocido, en vísperas de la tragedia.

“Usted la visito cuando los niños jugaban con las ratas,” le dijo.

Homero se sintió mal y todo le daba vueltas, mientras la chica le contaba de las privaciones en su niñez, porque su padre la miraba desde el cielo.

“Sabe quien era?” Homero le pregunto.

“Mi madre dice que mi padre tenía un lunar en el cuello.”

Homero se buscaba un lunar como el que ella decía en el cuello, si su madre no había tomado la píldora anticonceptiva. Entonces ella le hablo de su vida, cuando tenía que barrer, trapear y todo lo demás que se hace en una casa, antes de ir a la escuela.

“No ha querido conquistar al mundo?” Homero le pregunto.

Ella señaló la tumba de su madre al lado de la vela, un poco amarillenta por el humo y el paso del tiempo.

“Va a haber una tormenta,” el portero dijo.

“Eso pasa cuando estoy triste,” ella dijo.

Todo daba vueltas alrededor de Homero, su alma sumiéndose en la oscuridad del final de la humanidad.

“No tengo un lunar en el cuello,” le dijo.

“Que?” ella le pregunto.

“Nada.”

Ellos hablaron de las viuditas ahogándose, mientras ella lloraba por esa mujer que la había dejado sola en la vida.

“Creo que escogí el camino que no era,” Homero dijo.

“No entiendo,” ella dijo.

“La ley de la probabilidad me lleva por diferentes senderos cada momento de la existencia,” el dijo.

“Según Dios,” ella dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El tiempo juega trucos

Homero salió del cementerio un poco confundido acerca del tiempo que había pasado desde su llegada a Nueva York, mientras caminaba hacia donde había estado su almacén, y las campanas de la iglesia llamaban a los feligreses a la misa.

“Lo acompaño?” la chica apareció a su lado.

“Le puedo traer malos recuerdos,” Homero le dijo.

“Pero mi madre lo quería.”

“Con todo el corazón.”

El camino por el mercado hacia el sitio donde su casa había estado hacia algunos años, en otra realidad que no entendía.

“Yo vivía por aquí,” él le dijo.

Ya habían llegado al parque, donde la fuente seguía mandando su agua al cielo y los enamorados se sentaban en las bancas a hacer lo que no podrían bajo la mirada de sus padres en su casa.

“Entonces yo visite a tu madre,” Homero le dijo.

“Ella me lo conto.”

“Y no murieron en las inundaciones.”

“Gracias a la caridad de Dios.”

Homero se sentó al lado de la fuente por la que había pasado tantas veces durante su juventud, admirando el cuerpo de la chica.

“Te debes de parecer a tu madre,” le dijo.

“Eso me han dicho,” ella le dijo.

Ella le conto más de su vida en la barriada, donde nunca tenían suficiente plata para comer.

“No sabes de tu padre,” Homero le dijo.

“Nada.”

En ese momento una figura conocida interrumpió sus pensamientos de las cosas sensuales que tendría que hacer con la chica.

“Padre Ricardo,” Homero dijo.

“Que te trae por estas tierras?” el padre pregunto.

“Los vine a ver.”

El padre Ricardo se sentó a su lado, arreglándose el hábito que se le ensuciaba con la mugre del suelo.

“Has huido de tus pecados,” le dijo.

Homero le dijo lo que había hecho desde que se había ido a Nueva York, no hacía mucho.

El padre Ricardo lo miro como si estuviera loco.

“Hace una eternidad que te fuiste,” le dijo.

Homero conto los meses desde su destierro obligado, pero no podía ser mucho tiempo desde que les había vendido las armas a los presidentes del Caribe.

“He leído todo acerca de la bomba,” el padre Ricardo interrumpio sus pensamientos.

“Es que es un héroe,” la chica dijo.

“Se debería de casar,” el padre le dijo.

Homero asintió. “Lo hare un día.”

El padre Ricardo lo bendijo con la cruz que llevaba en su hábito, recordándole de la muerte de Jesús Cristo por sus pecados.

“Dios lo cuidara,” la chica dijo.

“Claro que lo hará,” el padre Ricardo dijo.

Homero les dijo del yate esperándolo en las aguas del Caribe, con el que Dios lo había premiado después de sus sufrimientos en la vida.

“Tus compañeros murieron,” el padre le dijo.

“Pero me salve.”

“Gracias a Dios.”

La buena suerte había permitido que Homero siguiera vivo, a pesar de las desgracias de sus camaradas en el barco, aunque el padre Ricardo le metiera la culpa al diablo por lo malo del universo.

“Que vas a hacer ahora?” el padre Ricardo le pregunto.

“Me iré por el mundo.”

“Te llevaras a tu novia,” la chica le dijo.

Ellos caminaron hacia la casa donde Homero había pasado su niñez, perdida entre un poco de edificios tratando de alcanzar el cielo.

“No ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste,” el padre le dijo.

“Solo unos meses,” Homero dijo.

Habían llegado al sitio donde su casa había estado un día, antes de la tragedia de las viuditas esa noche debla que nunca se olvidaría

“Miguel me ayudo a estudiar,” la chica le dijo.

“Eso está bien,” el padre Ricardo dijo.

Ella los guio adentro del edificio, hasta que llegaron a un apartamento con la puerta de color crema.

“Me tengo que ir,” el padre Ricardo les dijo.

“Ya es hora de la misa?” Homero le pregunto.

El padre Ricardo los dejo solos, y Homero le declaro su amor a la chica, tocándole esas caderas por las que se podría ir al cielo.

“Que mi marido viene,” ella dijo.

Homero le dio unos cuantos pesos que tenía en su billetera, después de hacer las compras esa mañana.

“Venga acá,” ella lo llevo a al dormitorio que usaría con su marido.

“Me llamo Aurita,” le dijo.

Homero le beso su cuerpo oliendo a talco y colonia, hasta que llego a su monte de Venus y su lengua bajo por sus delicias.

“Te amo mucho,” le dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La carta de Fifi

Homero encontró una carta oliendo a perfume, que su tío había puesto en su mesa de noche, que el rompió al abrirlo con afán. Llego esta noche, decía en la mejor escritura de Fifi que habría aprendido en sus estudios de periodismo en la universidad de Nueva York. Un pariente rico le había dejado unos dólares después de su muerte, ayudando a que ella paseara por el mundo sin muchos problemas.

El tío Hugo entro al comedor en su bata de baño, hurgándose los dientes con unos de esos palillos de madera que tenía en el baño.

“Fifi llega esta noche,” Homero le dijo.

El tío le sonrió. “Qué bueno.”

“Pero me voy a la costa.”

“Ya la cuidare.”

Homero vio las fotos que ella le había mandado, donde mostraba sus piernas con las faldas de última moda. Como las usarían las mejores modelos del país.

“Me acuerdo de ese vestido,” el tío Hugo dijo.

“La quise un día,” Homero le dijo.

Más fotos cayeron al suelo, testigos de aquellos momentos en los que una mujer le había salvado su vida en medio del océano, que se lo quería tragar vivo.

“Llega a las seis de la tarde,” Homero dijo. “Pero necesito tiempo.”

“De eso no tenemos mucho.”

La piel dorada de Fifi lo había vuelto a la realidad, después de que el tiburón con los dientes afilados lo había perseguido en el mar de las pesadillas, por el que se paseaban los fantasmas del océano.

“Pues la querías,” el tío Hugo interrumpió sus pensamientos.

“No sé.”

“Nunca lo sabes.”

Homero se recordaba de esos momentos cuando habían hecho el amor en el camarote, antes de que partiera hacia las dimensiones del tiempo, por las que se perdería por entre las ramas del camino fractal de su existencia.

“Amo el amor de los marineros que besan y se van,” el dijo.

“Dejan una promesa y no vuelven nunca más,” su tío dijo. “Me gusta ese poema.”

Homero saco un librito que Fifi le había dado después de su rescate con todos esos poemas amorosos de García Lorca y Pablo Neruda, que le gustaban, mientras se alistaba para recibir a Fifi.

“No has olvidado nada?” el tío le pregunto.

“Creo que no.”

Homero empaco todo lo que necesitaba para su nueva vida, dándole las vueltas al mundo en compañía de las estrellas de cine

Sería fascinante ver los diferentes universos paralelos de los que hablaba el padre Ricardo en sus sermones incomprensibles, cuando su madre lo obligaba ir a misa con la ropa que le quedaba pequeña en esos días, al comienzo del tiempo.

“Fifi me salvo la vida,” Homero le dijo.

“En el barco?”

“Claro que si.”

Esos días habían sido maravillosos, antes de que los periodistas lo volvieran loco con sus preguntas, por haber sobrevivido la bomba del submarino alemán.

“El artículo de Fifi gano muchos premios,” Homero dijo.

El tío asintió. “Gracias a tus aventuras en el mar.”

Homero empaco las cartas que ella le había mandado desde que la había dejado a cargo de sus negocios en Nueva York, por lo que él le pagaba lo que podía.

“También esta Aurita,” le dijo.

“Quien?”

“La hija de una de las viuditas de los tugurios y cuyo padre tenía un lunar en el cuello,” Homero dijo.

“Eso es lo que tú tienes,” el tío le dijo.

“Mucha gente tiene lunares en el cuello.”

Aurita había sido su amiga por unos días de placer, cuando Homero solo tenía ojos para Fifi en ese momento de su vida.

“Aurita te visitara en el yate,” el tío dijo.

“Creo que si.”

El tío escucho la historia de amor en esa ciudad de edificios altos, donde la gente lo había ayudado a que consiguiera el dinero y la fama por no haber muerto en el barco, bajo la bomba de los alemanes.

“Puedo probar que estaba allí,” Homero le dijo.

“Pero no estabas.”

“Eso es asunto de percepción.”

Homero le mostro unas cuantas fotos del barco que había naufragado, donde se veían unas personas en la proa.

“He dicho que soy ese hombre,” él le mostro una foto.

“No se le ve la cara.”

“Por eso me gusta.”

“Eres inteligente,” el tío le dijo.

“Ya lo sé.”

Ellos discutieron que pasaría ahora que se iba al puerto, en vez de pasar unos días con ella, para reencontrar ese amor que había sentido por la mujer que lo había ayudado a volver a la realidad.

“Te tienes que alistar,” el tío le dijo.

Homero empaco más camisas para ese viaje que duraría para siempre, al tiempo que le explicaba al tío como haría que se fuera con él.

“Las camisas de algodón serán mejores para el clima caliente del Caribe,” el tío lo interrumpio.

Homero empaco más cosas en la maleta, no olvidándose del vestido de baño y el flotador para la piscina, donde se divertiría con las chicas mas lindas del mundo.

“Ella tendrá otros planes,” el tío le dijo.

“No puede hacer eso,” Homero le dijo.

“Por qué?”

“Es que me quiere.”

“Eso ya paso.”

La maleta estaba llena de cosas, mientras Homero reflexionaba en su situación, cuando Fifi vendría con él al yate y todo saldría así como el quería.

 

 

 

 

 

 

 

 

Fifi

Homero pensaba en Fifi, la mujer que lo había curado después de su aventura en el mar, y a la que él la había querido como nada más en este mundo, mientras el tío manejaba por los campos bajo los rayos del sol.

“Amor que te escondes bajo las enredaderas, olvidándote de mi pasión,” Homero dijo.

“Estas poético,” el tío le dijo.

“No sé porque la deje.”

Esa era una buena pregunta, cuando Homero tenía que viajar por el mundo, saludando a todos los presidentes que lo querían conocer, aunque Fifi le había rogado que no se fuera de su lado, en ese país del norte. Ya volveré un día, Homero le había dicho.

El revivió esos momentos en los que creyó que moría, mientras que los potreros adornaban el paisaje, interrumpido por las inundaciones cerca del rio oliendo a agua estancada bajo el sol tropical.

“Mis camaradas no han debido de morir,” el dijo.

“Fueron patriotas.”

Los campos se seguían los unos a los otros, donde las vaquitas ingerían su cena de pasto, cuando Homero pensaba en esas dimensiones extraordinarias, a las que volvería en el día menos pensado.

“Tengo que estudiar los papeles que encontré bajo el árbol,” le dijo a su tío.

“Si te queda tiempo en el yate.”

“Claro que si.”

Homero invitaría a la gente importante del mundo que habitaba, sin contar esos otros universos en los que sus dobles podrían vivir, de acuerdo a las ecuaciones de la física que los fantasmas de la selva le habían enseñado.

“Tendremos que escoger el camino de los destinos cuánticos,” el dijo.

“Me lo has dicho unas cuantas veces,” el tío le dijo.

Todo cambiaba de momento en momento, de acuerdo a un hombre llamado Einstein que vivió en tiempos inmemorables.

“Lo que no entiendo,” el tío dijo. “Que tiene que ver la llegada de Fifi con todo esto.”

“Escogeré uno de los caminos de la encrucijada.”

“Ya compraste el yate,” el tío dijo.

Habían llegado al aeropuerto, donde los pasajeros empujaban sus maletas y un avión aterrizaba encima de sus cabezas. Homero se bajo del auto, antes de seguir al tío por entre los otros carros, el ruido de las escaleras automáticas interrumpiendo sus recuerdos de la mujer que había amado después de su aventura en el mar. Una rubia de tacones altos se hizo camino entre la gente hasta llegar a su lado.

“Te he extrañado mucho,” ella dijo, besándolo la boca.

“Fifi,” Homero dijo.

La aparición lo abrazo, sin darle tiempo a que se pusiera contento bajo sus calzones.

“Ya pediré los cafés,” el tío les dijo.

Fifi lo abrazo otra vez, sus tetas apretadas contra su pecho.

“He tenido cirugía plástica,” ella le dijo.

Pues tenía unos pechos de último modelo, y de los mejores materiales de los Estados Unidos.

“Te he extrañado mucho,” ella dijo.

“Yo también.”

“Pruébalo,”

“Ahora?”

“Aquí están los cafés,” el tío interrumpió la conversación.

El los llevo a una tienda, donde las tazas de café los esperaba en medio de unos pasteles para alegrarles el estomago, mientras Homero le explicaba que se tenía que ir a la costa.

“Ven conmigo,” él le dijo.

“A donde?”

“Estas invitada a mi yate.”

“No tengo el tiquete del avión.”

“Te lo comprare,” él le dijo. “Puedo comprar la aerolínea.”

Él le beso sus labios con sabor a café, mientras que el tío miraba a una revista que había encontrado entre sus cosas y la gente alrededor de ellos hablaba en todos los idiomas.

“El apartamento está bien,” ella dijo.

“No lo has vendido.”

“Me trae muchos recuerdos.”

Homero acaricio su cintura, pausando bajo de esas montañas que tendría que escalar un día.

“Ya sé que me has extrañado,” le dijo.

“Déjame que te explique.”

“No te preocupes.”

Él le saboreaba su colorete de labios, pues Fifi lo amaría para siempre entre los misterios de su vida.

“Ya vendrás conmigo,” él le dijo.

“Es que no entiendes,” ella dijo.

Homero la llevo hacia la ventanilla de los tiquetes, donde la chica se miraba las uñas, sin importarle que Homero estuviera de afán o que el mundo se acabara pronto.

“Quiero un pasaje mas para Santa Marta,” él le dijo.

“No hay más puestos,” ella dijo.

“Pero ni siquiera ha mirado el libro.”

Un señor bien vestido se les acerco, empujándolo a un lado como si no valiera nada, pero Fifi lo beso en la boca.

“Este es el general Gómez Ayala,” ella dijo. “Es mi prometido.”

Homero pensaba en el significado de esas palabras tan simples en el universo. Fifi se habría ido a la cama con el general después de que el la había dejado a cargo de su casa en esa ciudad de edificios altos.

“Usted debe de ser Homero,” el general interrumpió el silencio “Fifi lo menciona todo el tiempo.”

“Qué bueno,” Homero dijo. “Discutiremos los negocios algún día.”

“Claro que si.”

Homero le pasó su tarjeta con el teléfono del yate pues tenía que pensar en su vida antes de la catástrofe que vendría muy pronto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El general

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Vemos la parte de arriba de un buque suntuoso, donde el piso los asientos y las mesas son lujosos, al tiempo que se mueven con las olas, una razón para creer que estamos en el mar. Una gaviota trata de dormir en el mástil, pero tiene el ojo que le da al público abierto.

GAVIOTA

Se me olvido tomar esa tableta de sinogan y no puedo dormir.

La gaviota llora con la cabeza debajo de sus alas, cuando una chica muy hermosa aparece en la escena. Ella tiene cabello rubio plateado, pestañas falsas de color azul eléctrico y sus pechos con sostén numero cuarenta son imponentes.

Medidas: 94- 39- 90

Tiene un vestido crema ceñido a su anatomía, su busto parece que va a estallar y su piel bronceada se le ve en los rotos de su vestido.

FIFI

Sola entre el cielo y la tierra.

Ella suspira poniendo su sostén en peligro.

FIFI

Los marineros aman la noche y el mar.

La gaviota abre su ojo.

GAVIOTA

No puedo dormir y esa trasnochada viene a decir cosas estúpidas.

Fifi mira a la gaviota.

FIFI

Pobre pájaro. Estas frio?

GAVIOTA

La noche si está fría. Tienes un sinogan?

FIFI

Qué es eso?

GAVIOTA

Es una pastilla de dormir.

FIFI

No necesito tabletas ya que duermo con mi marido pero a veces con mi amante para

tener buenos sueños.

Un hombre de mediana edad aparece en la escena, vestido de blanco y con zapatos del mismo color. Fifi lo mira.

FIFI

Homero, mi amor.

Ella lo besa.

HOMERO

Que esta mi ángel rubio haciendo aquí sola?

FIFI

Le pregunte a este pajarito quien es el mejor marinero del mundo.

HOMERO

Quisiera ser el mejor pirata del mundo, aunque no te pueda esconder en ningún sitio

del Caribe.

FIFI

Nos tenemos que esconder de mi esposo, el general.

HOMERO

Los generales son buena gente.

FIFI

Mi capitán no me recordara mañana.

GAVIOTA

Ya lo pasare bien.

HOMERO

Mi amor te seguirá a todo sitio, como un perro.

FIFI

Si creo que eres un perro.

HOMERO

Me siento como un estudiante enamorado.

GAVIOTA

También veo esa telenovela.

FIFI

Esta es nuestra última noche.

HOMERO

Y solos si el general no nos molesta.

FIFI

Al general nada lo despierta.

HOMERO

Es como un antitanque.

GAVIOTA

Ha debido de hacer la línea Maginot.

 

El cardenal Anastasio aparece en la escena. Tiene un hábito gris con botones rojos, con una corona triple con cruz de diamantes en la cabeza, mientras se mueve como un tanque listo para el ataque con sus zapatos grises. Medidas: 94- 344- 48

El tose, su voz profunda saliéndole del estomago.

CARDENAL

Me da mucha pena por la interrupción pero estaba hablando con mi Dios como siempre.

Fifi y Homero se arrodillan en el suelo.

FIFI Y HOMER (al mismo tiempo)

Su santidad.

El cardenal los bendice, rezando en latín.

CARDENAL

Páranse mis hijos. Dios estará con ustedes para siempre.

Su santidad se arregla su ropa arrastrándosele por el suelo.

HOMERO

Su santidad, le agradezco que haya visitado mi barco.

CARDENAL

Eres muy modesto.

FIFI

Es un honor tener a un príncipe de la iglesia católica en este viaje tan importante. Es

como si viajáramos con Dios.

CARDENAL

Nosotros, los pastores tenemos que estar con nuestras ovejas.

FIFI

El almirante ha estado enfermo hoy.

HOMERO

Tomemos un vaso de vino mientras esperamos.

CARDENAL

Dios los bendecirá.

GAVIOTA

La señora de rojo debe de estar embarazada.

Homero le da órdenes a uno de los marineros.

HOMERO

Mis actividades necesitan la protección del todopoderoso.

FIFI

Es el padre de la libertad. Tienen que erigir estatuas en su honor.

HOMERO

No digan cosas tontas.

CARDENAL

No seas tan humilde. Sabemos de tu aventura en medio del Atlántico.

HOMERO

Hice lo que cualquier otro hubiera hecho.

FIFI

Escribí entre el cielo y el mar en su honor. Es difícil no reconocer a un héroe.

GAVIOTA

Creo que el barco más pequeño que ese hombre conoce es el Queen Elizabeth II

PASA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Los marineros traen unas cuantas botellas, vasos y flores, y los ponen en la mesa que hay en el medio del escenario.

CARDENAL

Que le pasaría a Aurita.

FIFI

El amor es muy hermoso.

HOMERO

Es la substancia de la vida.

El cardenal suspira.

CARDENAL

Estoy enamorado.

FIFI

Has debido de ser buen mozo. Es una bendición para Aurita estar en el corazón de

Dios.

CARDENAL

He amado a Dios y a los seres humanos toda mi vida.

HOMERO

Dios protege a sus apóstoles.

CARDENAL

Puedo tener mis placeres, después de servir a la eternidad para siempre.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Homero pone el vino en los vasos, cuando los invitados vienen a la mesa.

HOMERO

Brindo por el santo apóstol y la mujer más hermosa del mundo.

CARDENAL Y FIFI (al mismo tiempo)

Gracias.

Todos toman vino.

GAVIOTA

Siquiera que no tome ese sinogan.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Una chica muy linda aparece en la escena. Tiene con un vestido negro largo con una abertura en sus caderas, su pelo negro recordándonos al de Cleopatra antes de encontrarse con Marco Antonio. Sus tetas grandes y brazos bien formados nos traen a la mente unas de esas estatuas de afrodita, esparcidas por la Italia de la edad media. Medidas: 8-31-82

CARDENAL

Un ángel ha llegado.

Aurita le da un beso.

HOMERO

Eso si es amor.

FIFI

Y nosotros qué?

Fifi y Homero se besan.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Las chicas se sientan en las piernas de los hombres.

GAVIOTA

Que están haciendo ahora?

El cardenal le ofrece a Aurita un vaso de vino.

CARDENAL

Toma algo, mi corazón.

Ella se lo toma casi todo.

AURITA

Tengo que dejar algo para mi santo.

CARDENAL

No quieres ser un vampiro.

El cardenal acaricia el tejido en los calzones de Aurita.

CARDENAL

Te los he dado.

AURITA

Los estoy usando en tu honor.

CARDENAL

Te los quitare después.

GAVIOTA

La mujer con la falda roja se quiere comer a la otra.

El almirante aparece con medallas en su pecho, al tiempo que las mujeres se alejan de los hombres.

HOMERO

Estábamos esperándolo, almirante. Como esta?

El almirante camina por entre las mujeres y se arrodilla en frente del cardenal.

ALMIRANTE

Buenas noches, su excelencia.

El cardenal lo bendice.

CARDENAL

A Dios le ha dado compasión de tu alma.

El almirante se para, saluda a Homero, abraza a Fifi y besa a Aurita.

AURITA

Como esta mi león de la mar?

ALMIRANTE

Estoy mareado.

Homero le da un vaso de vino.

HOMERO

Te sentirás mejor después de tomar esta medicina.

FIFI

Que le habrá pasado al general?

El almirante toma su vino.

ALMIRANTE

Debe de estar buscando su sol.

CARDENAL

Es un general de cuatro soles.

GAVIOTA

Un sol es suficiente para mí.

AURITA

Los almirantes tienen que ser de cuatro lunas.

HOMERO

Buena idea.

FIFI

Y romántica.

GAVIOTA

Debe ser bueno tener cuatro lunas.

Homero habla algo con los marineros y la música se oye en el barco, mientras que el almirante acaba con su vino.

ALMIRANTE

Este vino es como la leche de una mujer.

CARDENAL

Cuando Dios nos dejo su sangre, nunca pensó en las mujeres.

AURITA

Creo que si habla con Dios.

Un general con cuatro soles en su solapa aparece en la escena, al tiempo que todos se paran.

HOMERO

Que viva el presidente futuro.

TODOS

Que viva el presidente.

GENERAL

Le agradezco al cardenal en esta aventura, a Homero por darnos las armas y a

nuestras mujeres.

Homero llena los vasos de vino.

HOMERO

Tenemos que celebrar la victoria de nuestro general.

GENERAL

Muchas gracias.

CARDENAL

Brindo por la espada del general y por nuestra religión.

GENERAL

Pido la protección de Dios y de la armada.

ALMIRAL

Mi armada lo reconoce como la cabeza del estado.

GENERAL

Muchas gracias.

AURITA

Hoy es el comienzo de un país nuevo. Que viva el general!

TODOS

Que viva!

FIFI

Estaremos juntos no interesa lo que pase.

Aurita se seca las lágrimas, después de la declaración de amor de Fifi.

GAVIOTA

Donde tienen los soles?

Homero pone más vino en los vasos.

CARDENAL

Tenemos que parar al presidente con la revolución de mañana.

GENERAL

Las armas de Homero son de primera clase. Un poco caras, pero buenas para

nuestra causa.

HOMERO

No son muy caras si consideran unos cuantos detalles.

GENERAL

Aprecio la actitud de Homero, pero ya sé que ganaremos. Nuestro grupo es regular

y la armada nos apoya.

ALMIRANTE

Estamos atrás del general.

CARDENAL

Lo soportamos espiritualmente. La iglesia tiene mejores armas que los cañones,

con nos cuantos tanques.

GENERAL

Tenemos armas potentes, organización y las bendiciones de Dios.

CARDENAL

No he cambiado mi cadillac por dos años.

FIFI

Dos años?

HOMERO

Dos años?

CARDENAL

Solo tengo un chalet por la playa, después de que les ayude con el golpe de estado.

AURITA

Imbéciles!

GENERAL

Mi gobierno tratara muy bien a su santidad.

TODO EL MUNDO

Que viva el nuevo presidente!

FIFI

La religión ha cambiado mucho. Tenemos obispos comunistas, curas casados,

monjas desnudas, franciscanos locos, jesuitas malos, santos destituidos, futbolistas

canonizados, arcángeles que han sido echados del cielo, querubines trabajado con el

Metro Golden Meyer, vírgenes sin referencia, Adam y Eva sin manzana y Jesús

Cristo tratando de pasar un examen de conducir.

CARDENAL

Por eso necesitamos un gobierno nuevo para el país, pero el general se tiene que

acordar de mi.

GENERAL

Tendrás tu chalet.

CARDENAL

Ya te bendeciré.

GENERAL

Gracias, su santidad.

CARDENAL

El placer es mío.

AURITA

El tendrá su cadillac.

GENERAL

Claro que sí.

ALMIRANTE

Necesitamos un gobierno fuerte para nuestra gente, el país y la iglesia.

CARDENAL

Hablas de la virtud y la santidad.

GENERAL

Eso lo arreglaremos con nuestros cañones.

ALMIRANTE

No nos podemos olvidar de los tanques, barcos y submarinos.

HOMERO

Les tengo buenos submarinos.

GENERAL

Gracias. Los llevare por las ciudades.

ALMIRANTE

También los podemos usar en las maniobras.

HOMERO

Mis submarinos tienen que estar protegidos contra la humedad.

ALMIRANTE

Eso es bueno. El agua del mar acaba con todo.

GENERAL

Un desfile sin submarinos es como una fiesta sin aguardiente.

AURITA

O sin música.

GAVIOTA

Y comida.

HOMERO

Tenemos que tener música.

FIFI

Quiero música caliente.

Homero sale por la puerta al tiempo que los marineros traen mas botellas, limpian la mesa y ponen unas cuantas flores en un florero.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

La música moderna se oye en el buque. El cardenal baila con Aurita, Homero baila con Fifi, mientras que el general y el almirante bailan juntos.

El cardenal se tropieza y cae al lado de Aurita, que se mueve sensualmente. Homero lo ayuda a parase y le arregla su habito.

CARDENAL

No me acostumbro a esta música. Bailábamos el minueto y bolero en nuestros

tiempos.

El se toca su cabeza calva.

CARDENAL

Donde esta mi corona?

FIFI

La he encontrado.

Ella le da una corona dorada. El cardenal se persigna y se la pone otra vez.

La música suena por todo sitio, al tiempo que el cardenal baila con Aurita, Homero se esconde atrás de las plantas con Fifi y los militares hablan de sus planes.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE, ATRÁS DE LAS PLANTAS- NOCHE

HOMERO

Serás una reina mañana.

FIFI

Y tú serás mi príncipe.

HOMERO

Eso debe ser el general.

FIFI

Es mi consorte.

Homero las mesa, tocándoles los pezones.

HOMERO

Me haces el hombre más feliz del mundo.

FIFI

Poséeme ya.

Homero la abraza, tocándole las caderas.

HOMERO

Tendrás que echar a tu marido.

Él le toca sus calzones de seda.

FIFI

La revolución lo matara.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

CARDENAL

Homero es estratégico, escondiéndose con Fifi atrás de las rosas.

AURITA

Sigamos su ejemplo.

Su santidad besa a Aurita atrás de unas cajas, alguien ha dejado cerca de la puerta.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Homero y Fifi bailan, mientras que la música de un bolero los arrulla.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

GENERAL

Los tanques estarán listos mañana.

ALMIRANTE

Esa gente no sobrevivirá.

GENERAL

Debo de tener un avión listo para que el presidente se vaya. Me siento generoso.

ALMIRANTE

Siempre eres generoso.

GENERAL

No quiero derramar mucha sangre en nuestro golpe de estado.

ALMIRANTE

Esta muy bien.

GENERAL

Te hare un ministro de guerra.

ALMIRANTE

Tu generosidad no tiene límite.

GENERAL

Tenemos que firmar los cheques de Homero.

ALMIRANTE

Ya se preocupara de eso.

GENERAL

Que hombre!

ALMIRANTE

Es de los mejores negociantes.

GENERAL

Tomémonos otro.

Ellos toman más del vino que los marineros han dejado sobre la mesa.

ALMIRANTE

Nuestras mujeres son santas.

GENERAL

Ellas serán la primera dama y la señora del ministro. Las tenemos que condecorar.

ALMIRANTE

Necesitan títulos y honores.

GENERAL

Ya hare eso.

ALMIRANTE

Unas cuantas medallas de más no nos hará mal.

Ellos toman más vino.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

La música ha parado y todo el mundo vuelve a la mesa.

ALMIRANTE

Su santidad baila muy bien.

CARDENAL

Estoy molestando a su señora que baila muy bien.

AURITA

Es un honor estar con su santidad.

ALMIRANTE

Esto es de parte de ambos.

CARDENAL

Eres muy bueno.

Los marineros traen más comida y vino.

HOMERO

Me gusta bailar con la primera dama.

FIFI

Su yate es importante.

GENERAL

Los reyes y las reinas han estado acá.

HOMERO

Nunca he tenido a alguien como ustedes.

CARDENAL

El papa ha estado acá de vacaciones.

ALMIRANTE

Y el Dalai Lama.

HOMERO

He hecho lo mejor que he podido esta noche.

GENERAL

Gracias. Nunca lo olvidare.

Ellos continúan tomando en honor a Homero. Los marineros traen más botellas de vino y la música de una ranchera se oye en la escena.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Las parejas bailan. El general dispara su revólver al tiempo que el almirante hace eso con su pistola de bolsillo y el cardenal se tira un pedo.

GAVIOTA

Hacen mucho ruido y no puedo dormir.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

GENERAL

Tenemos suficiente vino para calmar nuestros nervios.

ALMIRANTE

Este es un momento muy importante en nuestras vidas.

GENERAL

Necesitamos un gobierno nuevo.

ALMIRANTE

Que nos de felicidad por el resto de nuestras vidas.

GENERAL

Homero es maravilloso.

ALMIRANTE

Tendremos que tener al menos ochenta generales y otros tantos almirantes.

GENERAL

Hay tres generales por cada soldado al momento. Sería ideal que tuviéramos un ejército

de solo generales.

ALMIRANTE

Y almirantes.

GENERAL

Claro está.

Los marineros traen más botellas de vino y la ranchera se acaba.

HOMERO

Debes de firmas mis cheques, distinguidos huéspedes.

ALMIRANTE

He comprado un discurso corto de la fábrica nacional.

GENERAL

Tengo uno del mismo sitio.

Los marineros traen una mesa cubierta por un mantel verde, llena de papeles, lapiceros, maquinas de escribir y calculadores, mientras que un hombre sin mucho pelo hace la venia en frente de la gente y se sienta al lado de la mesa. Todos se sientan al lado de la mesa, excepto por el general, que mira a sus medallas.

GENERAL

Buenas tardes su excelencia, damas y caballeros. Nos hemos reunido en el medio del

océano y bajo la luz de miles de constelaciones…

El general mueve en el aire la espada que tiene en su cinturón y le corta la cola a la gaviota, cuando come tuna de uno de los platos.

GENERAL

…Para salvar a mi país de las cadenas. Estoy preparado a ofrecer mi vida por mi gente.

Todos aplauden.

GENERAL

Necesitamos fe y dignidad, grandeza y altruismo para darle a nuestra gente paz, justicia y

pan.

Todos aplauden otra vez y la gaviota aplaude mientras toma el vino de un vaso.

GENERAL

Volvemos como los espartanos con los emblemas…

Todos lloran, aplauden y toman vino.

GENERAL

El amanecer nos encontrara en las trincheras defendiendo nuestro país, quien nos enseño

amor desde la cuna, con las lagrimas de nuestra madre y los esfuerzos de un padre

moribundo. Dios, Cristo y la libertad! Aquí está un dicho de mi gobierno: de mi país y

para mi país.

Todos aplauden. El general busca su vaso para refrescarse la boca, pero la gaviota ha acabado con su vino.

GENERAL

Los invito a que sigan a mis camaradas. Si vuelvo, mátenme, pero si muero, tienen que

vengar mi muerte.

Todos abrazan al general. Fifi y la gaviota le besan la boca, al tiempo que el general se endereza su corona y se alista a hablar.

CARDENAL

En esta noche llena de fe y esperanza, yo represento la gente católica de mi país, quien

seguirán a sus líderes más allá de la muerte.

Todos aplauden.

CARDENAL

El veintisiete de octubre del año 1312, el emperador Constantino encontró las tropas de su

rival Magencio a doce kilómetros de distancia de Roma. El llamo al dios cristiano con sus

ojos fijos en el atardecer, donde vio una cruz luminosa con las siguientes palabras: con

este signo ganaras. Entonces fue promovido como Jesús Cristo, Dios de las armadas.

Todos aplauden.

CARDENAL

Por eso es que en este momento de nuestras vidas, volvemos nuestros ojos hacia Dios, y

encontramos sus palabras: con la santa cruz, todos tendremos la victoria.

Todos se paran.

CARDENAL

Les tengo que dar la bendición papal con la indulgencia plenaria.

Todos se arrodillan en el suelo, incluyendo la gaviota. El cardenal reza en latín al tiempo que hecha agua bendita a su alrededor, pero a la gaviota no le gusta esto y vuelve a la comida. Todos felicitan a su santidad.

HOMERO

General, jefe supremo, protector y padre de nuestro paisa: Nunca había visto una opinión

tan unánime acerca de nuestro gobierno y tengo el honor de mostrar los recibos y firmas

que muestran el coraje de sus corazones.

El general va a la mesa, y firma el documento después de leer unas cuantas líneas. El cardenal pone una postdata: no se les olvide el diez por ciento antes de firmarlo.

HOMERO

Les quiero ofrecer los lapiceros que hemos usado en la ceremonia a nuestras damas.

Él le da un lapicero a Fifi, otro a Aurita y el último a la gaviota. El almirante toma un poco de vino, se aclara la garganta antes de hablar.

ALMIRANTE

General, jefe supremo, almirante y padre de nuestro país, el cardenal, damas y caballeros:

Quiero decirles algunas palabras en este día, en el que decidimos el futuro de nuestro país.

Desde el nacimiento de nuestro país unas cuantas razas étnicas han venido a América,

abriendo sus entrañas a la raza ibérica, embarazada de Dios y al torrente de África. Todo

esto mezclado en la tierra nueva y en nuestros corazones.

Todos aplauden.

ALMIRANTE

Entre las sendas de la selva virgen..

CARDENAL

Este no es un buen momento de hablar de vírgenes.

ALMIRANTE

Nuestros antepasados sembraron en las altas montañas, los arboles de un Cristo victorioso

en su lucha contra los moros de Lepanto y un mundo hostil.

Todos aplauden.

ALMIRANTE

Esta sangre hizo que las plantas crecieran al lado de la cruz, que se volvió en la castidad

de nuestras mujeres, la caridad, el vigor de nuestros hombres y la santidad en los golpes

de la espada. Los reflejos eternos del mar cambiaron en una pirámide de luz, entre los

senderos de la esperanza y los amaneceres de gloria, al tiempo que las primeras notas de la

sinfonía de América fueron formadas con el llanto de los niños.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

ALMIRANTE

Atahualpa y Gaspar juntaron sus fuerzas titánicas sobre las montañas de nieve, como lo

escribió la última página de la cultura Inca…

CORTA A

CARDENAL

Creo que el general nos quiere contar la historia de América.

AURITA

Soy una fan del equipo de football americano, tiene que citar los clásicos, sin discutir los

juegos.

CARDENAL

El ultimo clásico acabo 2-2.

AURITA

Debemos de bailar.

El cardenal sale por la puerta.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

La música de una ranchera suena en el barco.

MUSICA

El día que yo muera será por cuatro balazos…

ALMIRANTE

…Cuando el talento guerrero de Pizarro se encontró con los indios idolatras, el fuego

celeste se tomo al último inca en frente de su causa. El…

MUSICA

No tuvo tiempo de subirse al caballo…

El cardenal le hace gestos a Aurita.

CARDENAL

Mi amor. Podemos escapar mientras el almirante se acuerda de nuestro país?

Ellos salen de la escena.

ALMIRANTE

El patriota es leal a las instituciones.

El general baila con la gaviota, después de tomarse otra copa de vino.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Homero se sienta al lado de Fifi.

HOMERO

Su santidad se llevo a Aurita.

FIFI

Es natural. La mente de su marido está en Cusco.

CORTA A

ALMIRANTE

….Y los incas sufrieron en ríos de sangre…

El general mira a la gaviota.

GENERAL

Que piensas la mini falda?

CORTA A

ALMIRANTE

….el agua del Orinoco está llena de lo que queda…

MUSICA

Estoy tomando como un loco…

CORTA A

Homero y Fifi se sientan cogidos de la mano.

HOMERO

Nuestro general de cuatro soles no ha tenido mucho sol.

FIFI

Le debemos de dar las tabletas de dormir.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

El general baila con la gaviota.

GENERAL

Le gusta la música?

GAVIOTA

Prefiero el rock.

CORTA A

ALMIRANTE

….Y la libertad creció como una planta tropical. Una de esas enredaderas creciendo

hacia la luz, sin que mire a su blancura porque cuenta la energía…

MUSICA

Si te dicen que me vieron muy borracho…

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

La música para y todo el mundo regresa a la mesa, mientras que Homero pone unas cuantas gotas de sinogan en el vino del general.

GAVIOTA

Me dijeron que nada era bueno para dormir.

ALMIRANTE

…Los centauros de la libertad rompieron sus flechas en los trajes armados de los hijos

del Cid…

Todos toman y comen.

CORTA A

GENERAL

Nuestro almirante sigue hablando. Le daré una copa de vino.

El pone vino en una de las copas y se la ofrece al almirante.

ALMIRANTE

….La grandeza de la raza ibérica, que no pudo pelear contra sus propios hijos en quien…

El toma un poco de vino delo vaso que el general ha dejado a su lado.

ALMIRANTE

…Las semillas de su genio se multiplican…

CORTA A

HOMERO

El almirante es un genio en retorica sin ninguna duda.

GENERAL

Es muy interesante. Le pediré una copia para ponerla en el periódico oficial.

HOMERO

Quiere otro vaso de vino, general?

CORTA A

Homero abre otro sobre, pone sus contenidos en el vino y el general se toma el licor con las medicinas.

TODO EL MUNDO

Que viva el almirante.

ALMIRANTE

….Y entonces los ríos fecundos de las mujeres morenas dieron nacimiento a los héroes, quien se multiplicaron, igual que sus hijos…

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

HOMERO

Le he dado todos los polvos y podremos gozar el resto de la noche.

FIFI

Cuando acabara el almirante?

CORTA A

El cardenal y Aurita vuelven a la mesa arreglándose su ropa, antes de pedir más vasos de vino.

ALMIRANTE

…Y entonces la bandera de la libertad mostro sus colores…

AURITA

Mi marido tiene que estar acabando.

La gaviota se estrella contra los mástiles, y el general se queda dormido sobre la mesa, roncando como los héroes del mundo.

CORTA A

ALMIRANTE

…Por eso debemos de gri0tar muchas ves: libertad, libertad, libertad. Ya he hablado.

Todos aplauden y el almirante se toma su vino.

CARDENAL

Nos debemos de acostar. Tengo que oficiar la misa mañana temprano.

ALMIRANTE

Ya entendemos.

Homero llama a los marineros.

HOMERO

Llévense al general a su cabina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las bombas humanas

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Unos cuantos marineros miran a la noche con binoculares, mientras que un hombre de edad madura y vestido de pantalones cortos, los observa con un vaso en sus manos. El hombre toma de su vaso, mirando al mar.

INTERMEDIARIO

Está seguro de que este es el lugar?

PRIMER MARINERO

El piloto jura que si es.

INTERMEDIARIO

Es raro. Esta gente llega a tiempo.

SEGUNDO MARINERO

Los deben de haber encontrado.

INTERMEDIARIO

No sea pesimista.

SEGUNDO MARINERO

Todo es posible, mi capitán.

INTERMEDIARIO

Solo soy un intermediario, se acuerdan?

TODOS LOS MARINEROS

Sí señor.

INTERMEDIARIO

Han chequeado las instalaciones de la seguridad?

TODOS LOS MARINEROS

Sí señor.

INTERMEDIARY

Díganle al hombre a cargo del radar.

El camina a lo largo del barco, antes de sentarse a tomar de su vaso.

ALGUIEN (VF)

Un barco viene.

El intermediario toma un micrófono que encuentra sobre la mesa.

INTERMEDIARIO

Un barco viene. Preparen la recepción.

Un barco se aproxima al tiempo que los marineros se alistan y el intermediario enciende su pipa.

El intermediario se acerca a la baranda de su barco a darle la bienvenida a la gente que llega.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Hombres y mujeres suben al barco y se paran en frente del intermediario, después de que se bajan del bote.

RECIEN LLEGADOS

Ejercito de liberación nacional.

Ellos se dispersan por el barco, excepto un hombre barbudo, que parece estar a cargo y se queda cerca al intermediario.

CORTA A

Más gente llega al barco.

RECIEN LLEGADOS

Ejercito de liberación nacional.

El hombre barbudo se quita su boina y saluda a estilo militar, antes de escupir en el piso.

HOMBRE BARBUDO

El batallón de las bombas X está listo para su misión de carácter económico.

INTERMEDIARIO

Gracias.

HOMBRE BARBUDO

Atención!

Los hombres forman una fila en frente de ellos.

HOMBRE BARBUDO

Descansen.

Todos se relajan.

INTERMEDIARIO

 

Están en la presencia de alguien a quien le gustan sus ideas. Viva la libertad.

TODO EL MUNDO

Que viva.

El intermediario le ofrece al hombre barbudo un cigarro, mientras que los notros se sientan su alrededor.

ATENAGORAS

Quiere algo don intermediario?

INTERMEDIARIO

Muéstreme los papeles de los revolucionarios.

Atenágoras se sienta al lado del intermediario y el hombre barbudo, que mira entre los papeles de su billetera, después de ponerse los anteojos.

INTERMEDIARIO

Les quiero mostrar mi admiración y solidaridad.

El hombre barbudo se para.

HOMBRE BARBUDO

Estamos en una misión acá y no aceptamos nada.

INTERMEDIARIO

Esta es ayuda desinteresada, don revolucionario.

HOMBRE BARBUDO

Don intermediario, dígame cuanto le debemos. No somos mendigos.

INTERMEDIARIO

Me deben de perdonar. Solo tengo las mejores intenciones del mundo.

HOMBRE BARBUDO

Muchas gracias.

Atenágoras se quita los anteojos.

ATENAGORAS

Nos debe de dar la suma de 28.000 dólares esta noche.

Se pone los anteojos otra vez y mira el papel que tiene en su mano, siguiendo las palabras con su dedo.

ATENAGORAS

…Y 835 dólares.

HOMBRE BARBUDO

Ha cometido un error. No tengo que dar sino 28.300 dólares.

INTERMEDIARIO

No peleemos por eso.

El mira a Atenágoras.

INTERMEDIARIO

Escriba un recibo por la plata que él quiere.

El hombre barbudo se abre su camisa y saca un rollo de dólares.

HOMBRE BARBUDO

Gracias. Aquí esta su plata.

INTERMEDIARIO

Cuente la plata, Atenágoras.

El empleado calvo cuenta la plata.

INTERMEDIARIO

El idealismo es muy hermoso. Alguien piensa en su trabajo glorioso, después de tener

tanta plata en su bolsillo.

HOMBRE BARBUDO

Somos revolucionarios.

INTERMEDIARIO

Son hombres.

HOMBRE BARBUDO

Ninguno es un hombre acá.

INTERMEDIARIO

No entiendo.

HOMBRE BARBUDO

Es que somos bombas.

INTERMEDIARIO

Entiendo menos que antes.

HOMBRE BARBUDO

Es la última táctica descubierta por los héroes de Vietnam. Nuestro batallón está

compuesto de bombas vivientes, que explotan en los sitios más convenientes.

INTERMEDIARIO

Son una novedad. Nunca pensé en eso.

HOMBRE BARBUDO

Nuestra pelea es nuestra vida. Somos soldados de la revolución.

INTERMEDIARIO

Estoy nervioso, puedo tomar un aguardiente?

HOMBRE BARBUDO

Claro que si puede.

INTERMEDIARIO

Debería de hacer la misma cosa. Calma los nervios.

HOMBRE BARBUDO

El alcohol es para la gente rica.

INTERMEDIARIO

Es que soy un rico progresista.

HOMBRE BARBUDO

Señor intermediario, no es su culpa que sus jefes ricachones lo controlen. Puede tomar

lo que quiera.

INTERMEDIARIO

Mi espíritu es débil.

El aplaude y un marinero aparece. El intermediario le dice algo.

HOMBRE BARBUDO

Los planes de nuestros líderes nos libraran del opresor.

INTERMEDIARIO

Nunca imagine tanta fuerza.

HOMBRE BARBUDO

La pelea apenas está empezando. No se le olvide.

Alguien del ejército de liberación nacional se rasca una pierna.

INTERMEDIARIO

Dios mío. No hagas eso o de pronto te explotas.

HOMBRE BARBUDO

No se preocupe señor intermediario. Tómese su aguardiente.

Un marinero llega con unas botellas, vasos y soda, antes de que el intermediario ponga aguardiente en su vaso. Luego se lo toma de una.

INTERMEDIARIO

Pertenezco a los oligarcas que odias, pues no puedo con tanto idealismo.

HOMBRE BARBUDO

Atenágoras está contando su idealismo.

INTERMEDIARIO

Somos los esclavos y los otros los dueños.

HOMBRE BARBUDO

Es la explotación del hombre por el hombre.

Atenágoras para de contar el dinero.

ATENAGORAS

Quiere decir que el hombre se explota a sí mismo.

HOMBRE BARBUDO

Es chistoso?

ATENAGORAS

No lo creo.

INTERMEDIARIO

Cuenta los dólares.

HOMBRE BARBUDO

No quiere una demostración?

INTERMEDIARIO

No, gracias.

HOMBRE BARBUDO

Podemos probar nuestro sistema en el mar.

INTERMEDIARIO

Le puedo dar su plata otra vez, señor revolucionario, pues no sé nadar.

HOMBRE BARBUDO

Cálmese, señor intermediario. No gastaremos nuestras armas en este barco.

INTERMEDIARIO

Siempre supe que era noble.

El intermediario se toma tres vasos de aguardiente y Atenágoras para de contar la plata.

ATENAGORAS

Todo parece estar bien.

El escribe en un papel y lo firma. El intermediario también lo firma.

INTERMEDIARIO

Mañana tendrá las armas en el sitio que dijimos, de acuerdo a nuestras promesas.

HOMBRE BARBUDO

Debe de guardar su palabra.

Atenágoras señala a los miembros del ejército de liberación nacional.

ATENAGORAS

Que le paso al examen de las bombas?

HOMBRE BARBUDO

Estoy pensándolo.

INTERMEDIARIO

Este no es un barco de guerra, señor revolucionario.

HOMBRE BARBUDO

Quiero probar algo.

INTERMEDIARIO

Se lo pido por favor.

HOMBRE BARBUDO

Nada le pasara al barco.

ATENAGORAS

Deje que ensaye las armas, señor intermediario.

El hombre barbudo murmura algo entre los dientes.

HOMBRE BARBUDO

Estas son maniobras militares y nada le pasara.

INTERMEDIARIO

Quiere perder una bomba?

HOMBRE BARBUDO

Le quiero mostrar una pelea con submarinos a usted, que es el terrorista rico. Debemos de

vivir para la revolución.

El se mueve hacia las bombas vivientes.

HOMBRE BARBUDO

Quiero una bomba con una carga pequeña para atacar un submarino. Número ocho, que

carga tiene?

Un hombre se para.

NUMERO OCHO

Tengo cuatro kilogramos, mi teniente.

HOMBRE BARBUDO

Y número seis?

Uno de los hombres sentados al lado de la mesa levanta su mano.

NUMERO SEIS

Peso tres kilogramos y medio con la carga incorporada.

HOMBRE BARBUDO

Necesito una bomba pequeña sin carga. Párate.

Un hombre pequeño que parece un niño se levanta del asiento.

NUMERO SEIS

Peso tres kilos sin la carga, mi capitán.

El barbudo mira al intermediario.

HOMBRE BARBUDO

Debe de navegar tan rápido como pueda, me entiende?

INTERMEDIARIO

Por qué?

HOMBRE BARBUDO

La explosión nos puede mandar al fondo del océano.

INTERMEDIARIO

Que explosión?

El barbudo señala al joven.

HOMBRE BARBUDO

Esa explosión.

INTERMEDIARIO

Solo veo un hombre.

HOMBRE BARBUDO

Haga que este barco vaya rápido o lo explotare en su cara, hombre rico estúpido.

El intermediario le dice unas cuantas cosas en voz baja a los marineros, el motor hace ruido, el viento sopla sobre las bombas y el intermediario se limpia la frente.

HOMBRE BARBUDO

Cuál es la velocidad?

INTERMEDIARIO

Quince kilómetros por hora.

HOMBRE BARBUDO

Eso es todo?

ATENAGORAS

Sera eso dentro de media hora.

El barbudo mira al joven bomba.

HOMBRE BARBUDO

Puedes descansar por el momento.

El joven se sienta.

HOMBRE BARBUDO

Necesito un flotador.

ATENAGORAS

Tenemos varias clases de flotadores.

HOMBRE BARBUDO

Los puedo ver?

El intermediario llama a uno de los marineros, mientras se toma un aguardiente.

INTERMEDIARIO

Ve y trae los flotadores.

ATENAGORAS

Como será la maniobra, mi teniente?

HOMBRE BARBUDO

La bomba explotara cuando este cerca del barco.

ATENAGORAS

Pensé que eran maniobras bajo del agua.

HOMBRE BARBUDO

Eso es lo que es.

ATENAGORAS

Los submarinos van debajo del mar.

HOMBRE BARBUDO

Estará en la superficie, aunque a usted no le guste.

ATENAGORAS

No sé.

HOMBRE BARBUDO

Ya lo explicare en un grafico.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

El hombre barbudo escribe algo en su libreta.

Unos cuantos marineros llegan con los flotadores y esperan a que el hombre barbudo acabe de escribir acerca de sus planes, mientras que el intermediario y Atenágoras toman aguardiente. El ruido de los motores quiere decir que se están moviendo más rápido.

ATENAGORAS

Escúcheme teniente, pero los salvavidas han llegado.

El barbudo examina uno de los flotadores, antes de pasárselo al joven bomba.

HOMBRE BARBUDO

Atención!

El joven se para y se pone el salvavidas.

HOMBRE BARBUDO

El salvavidas es muy bueno. Puedo tener la referencia?

Uno de los marineros le da algo al barbudo, que escribe en su libreta de notas.

INTERMEDIARIO

El joven debería de tomarse un aguardiente. Lo hará sentir menos nervioso.

HOMBRE BARBUDO

Piensa que es una moja?

ATENAGORAS

El mar es frio a esta hora.

HOMBRE BARBUDO

Se mojara solo por cuatro minutos.

El barbudo le hace gestos al joven bomba.

HOMBRE BARBUDO

Debes de saltar al agua después de que cuente hasta tres, pero espera por la señal antes de

encender la bomba. Me entiendes?

NUMERO SEIS

Si, teniente.

HOMBRE BARBUDO

Repite lo que te dicho.

NUMERO SEIS

Cuando cuente hasta tres, me acerco a la baranda y me boto al mar. Entonces espero por

la señal, antes de detonar la bomba.

HOMBRE BARBUDO

Alístate.

El número seis se acerca a la baranda.

ATENAGORAS

No puede hacer la misma cosa sin una bomba, teniente?

HOMBRE BARBUDO

Como mas lo puedo hacer?

ATENAGORAS

Bota el salvavidas al mar.

HOMBRE BARBUDO

Lo mando a usted, si sigue interfiriendo.

INTERMEDIARIO

Excúseme teniente, pero el salvavidas es mi responsabilidad.

HOMBRE BARBUDO

Cuánto cuesta?

INTERMEDIARIO

Dos dólares.

El barbudo pone dos dólares en la mesa, después de buscar en sus bolsillos.

HOMBRE BARBUDO

El barco va rápido?

MARINERO

Si, teniente.

El barbudo le hace un gesto al el joven bomba número seis.

HOMBRE BARBUDO

Alistase.

El ruido del motor se oye sobre todo lo demás y el hombre barbudo mira a su reloj.

HOMBRE BARBUDO

Uno, dos, tres.

Número seis salta al agua y después de cuatro minutos, el barbudo dispara en el aire y todo el mundo mira al mar.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

HOMBRE BARBUDO

Ese bastardo se debe de haber ido a dormir.

ATENAGORAS

O se habrá ahogado.

HOMBRE BARBUDO

El salvavidas si sirve?

INTERMEDIARIO

Le aseguro que estaba bueno.

HOMBRE BARBUDO

Tendremos que encontrarlo.

El intermediario les da órdenes a los marineros y el barco va más menos rápido.

HOMBRE BARBUDO

Tendremos que retroceder.

INTERMEDIARIO

Puede explotar al lado nuestro.

HOMBRE BARBUDO

Pues tendrás que nadar.

Todo el mundo mira al mar y Atenágoras pone más aguardiente en sus vasos.

CORTAN A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Una voz se oye en el micrófono.

VOZ

Estamos cerca del sitio.

Ven algo flotando en el mar, bajo la luz de una linterna.

NUMERO SEIS

Estoy acá teniente. La bomba no exploto.

Un soldado le trae el micrófono al hombre barbudo.

HOMBRE BARBUDO

Número seis, me oye?

NUMERO SEIS

Si teniente.

HOMBRE BARBUDO

Te vamos a destruir.

El hombre barbudo dispara la pistola varias veces.

HOMBRE BARBUDO

Me oye, número seis?

NUMERO SEIS

Sí, señor. Me ha herido en mis piernas y en el pecho.

HOMBRE BARBUDO

Utilizaremos otro método.

El mira a los otros hombres bombas.

HOMBRE BARBUDO

Si los reaccionarios encuentran el cuerpo, estaremos muertos. Necesito una carga pequeña

de dos kilogramos.

MARINERO

No lo tenemos.

Una joven se levanta y sus compañeros sacan carga de su sostén, y después de contarla la ponen cerca de su pecho.

MARINERO

Ya esta lista, teniente.

HOMBRE BARBUDO

Deben de revisar su equipo.

Ella les ayuda a chequear los cables conectándolos a la carga, hasta que su cuerpo joven aparece bajo la luz de la antorcha.

El hombre barbudo mira al mar.

HOMBRE BARBUDO

Número seis, si me oyes?

NUMERO SEIS

Si, teniente.

HOMBRE BARBUDO

Como estas?

NUMERO SEIS

Estoy esperando explotar.

HOMBRE BARBUDO

No te preocupes. El número diez estará allá dentro de unos momentos.

NUMERO SEIS

Gracias teniente.

ATENAGORAS

Por que no lo subimos al barco?

HOMBRE BARBUDO

No es asunto tuyo.

ATENAGORAS

Lo podemos llevar al hospital.

HOMBRE BARBUDO

Si sigues interfiriendo acabaras en el hospital.

INTERMEDIARIO

Algo malo le pasara al barco?

HOMBRE BARBUDO

No.

INTERMEDIARIO

Solo quería saber eso.

El vuelve a la mesa donde esta Atenágoras. El barbudo le hace gestos a la chica, que esta vestida con su munición.

HOMBRE BARBUDO

Atención.

Ella se para a su lado.

HOMBRE BARBUDO

Debes de nadar hacia el número seis, lo abrazas y enciendes la bomba. Entendido?

NUMERO DIEZ

Si, teniente.

El hombre barbudo sacas unos dólares de su bolsillo y los pone en la mesa.

HOMBRE BARBUDO

Quiero otro salvavidas.

INTERMEDIARIO

Sí, claro.

Un marinero trae otro salvavidas y la joven camina hacia la baranda, mientras se lo coloca sobre su cuerpo.

HOMBRE BARBUDO

Esta lista?

NUMERO DIEZ

Si, teniente.

HOMBRE BARBUDO

Uno, dos, tres.

Ella salta al mar, los motores del barco hacen ruido por unos momentos, antes de que una explosión ilumine la noche con su luz rosada.

HOMBRE BARBUDO

Señor intermediario, vámonos a la base.

INTERMEDIARIO

Si, teniente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chucho

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Un marinero se mueve con una bandeja llena de vasos. A primera vista parece raro con sus brazos largos, pelo oscuro que sale de su ropa y la manera peculiar como camina, pero al moverse por el barco, notamos su cara peluda, como aquella de un mico con un sombrero de marinero.

Un hombre viejo y con decoraciones en su camisa camina por la proa, el sonido de las olas nos da a entender que está en alta mar.

El tiene una cara amplia, adornada por un par de anteojos que lo hacen ver muy serio, mientras camina con cuatro libros bajo su brazo derecho y tres bajo el izquierdo, antes de sentarse sobre ellos en el piso.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Otro hombre de edad, flaco y vestido de uniforme con muchas condecoraciones, y con un maletín en sus manos, mira al hombre sentado sobre los libros.

PROFESOR GORDO

Hola.

PROFESOR FLACO

Por que está sentado en los libros?

PROFESOR GORDO

Quien?

PROFESOR FLACO

Tu.

El profesor gordo mira a sus pies y sonríe.

PROFESOR GORDO

Muchas gracias.

El se sienta en uno de los asientos que hay a su lado y el profesor flaco se sienta en otro.

PROFESOR FLACO

Me pueden traer una mesa?

Uno de los marineros sale por la puerta.

Una mujer de edad mediana aparece en el escenario. Esta vestida de largo, al tiempo que lleva un niño de pelo crespo y con varias medallas en su uniforme.

MUJER

Buenas noches, hombres sabios.

Los hombres le besan la mano y le sonríen al niño.

El marinero peludo pone una mesa pequeña en frente del profesor flaco, antes de salir del escenario. Homero aparece en la puerta, con muchas condecoraciones en su pecho.

HOMERO

Me perdonan hombres sabios por interrumpirles los pensamientos.

Todos se paran.

PROFESOR GORDO

Nunca había visto un yate tan lujoso como este en mi vida.

PROFESOR FLACO

Esto es una maravilla, mi querido Homero. Esa es la verdad.

HOMERO

No exageren por favor.

PROFESOR FLACO

Nuestras palabras son una fórmula matemática.

Homero acaricia la cabeza del niño.

HOMERO

Como está el bebe hoy?

WOMAN

Está bien y no tiene más diarrea.

HOMERO

No es fácil encontrar tres científicos de premio nobel en cualquier otro yate.

PROFESOR GORDO

Hemos estado muy contestos en este yate, pero nos tienes una sorpresa.

HOMERO

Nunca me imagine que tendría al famoso profesor Irwin in mi yate.

TODO EL MUNDO

Es difícil de creer.

HOMERO

El profesor Irwin cometió un error y se volvió un bebe, después de encontrar la formula

de la eterna juventud.

MUJER

Le tengo que dar pecho ahora.

Ella se abre el vestido y guía al infante hacia la aureola rosada de sus pechos.

HOMERO

Nos tiene que decir donde dejo la formula.

PROFESOR GORDO

No encontramos la formula en el laboratorio del profesor Irwin, aunque me tome el

liquido amarillo de una de sus botellas.

Todo el mundo se ríe.

PROFESOR FLACO

Si le dijo de sus experimentos?

PROFESOR GORDO

Estábamos en comunicación constante desde que empezó sus estudios.

HOMERO

Dinos más.

PROFESOR GORDO

El tenia que arreglar unos problemas antes de que su formula estuviera lista.

HOMERO

Pensó que había encontrado la fuente de la juventud.

La mujer pone al niño contra sus hombros, dándole palmaditas en la espalda.

MUJER

Nunca me imagine que estaría dándole el pecho a un niño a mi edad.

HOMERO

Tiene suerte de que es su marido.

MUJER

Es que come mucho.

Ella pone al bebe en su otro pecho.

MUJER

El no quería que el mundo se enterara de sus investigaciones, por todo ese montón de

cosas que venden y que aparentemente te hacen ver más joven.

PROFESOR FLACO

Tendría que estar en el útero de mi madre si funcionaran.

PROFESOR GORDO

Pero si tu madre murió.

PROFESOR FLACO

No me interesaría cualquier otro útero.

Todos de ríen.

HOMERO

Debemos de tomarnos otro vinito.

El da unas palmadas y el marinero peludo aparece.

PROFESOR FLACO

Quiero una coca cola.

PROFESOR GORDO

Quiero una coca cola.

MUJER

Quiero una coca cola.

HOMERO

Por que no toman un whiskey?

PROFRESOR GORDO

Es malo para mi hígado.

PROFESOR FLACO

Me mata el páncreas.

MUJER

No puedo tomar alcohol, mientras le de pecho al niño.

HOMERO

Que tal un vinito suave?

PROFESOR FLACO

Mi colon transverso se reventara.

PROFESOR GORDO

Afectara a mis riñones.

MUJER

Me reviento si no pruebo uno.

El marinero peludo muestra los dientes y sale de la escena.

HOMERO

Dinos la historia, mi querida amiga.

MUJER

Esa noche el se tomo el contenido de uno de sus frascos, antes de que se fuera a la cama y

me dijo que acababa de tomar el remedio de la juventud.

Deja de bromear, le dije. Pero el llanto de un niño me despertó muy temprano por la

mañana y encontré un bebe en el piso de la habitación con los mismos lunares de ese

cuerpo que conocía tan bien.

PROFESOR FLACO

Que hizo con la botella.

MUJER

Que botella?

PROFESOR GORDO

Pensé que la había dejado en la mesa de noche.

MUJER

Se me olvido la botella en la prisa de cuidar al niño.

PROFESOR GORDO

Sera una millonaria si lo encuentra.

El marinero peludo llega con todo lo que ordenaron, más una botella de whiskey y soda para Homero. Luego hace la venia y sale de la escena.

El niño llora y la mujer se limpia el vestido con una servilleta, después de cubrirse sus senos.

MUJER

Discúlpenme, pero es que él hace estas cosas al acabar de comer.

Ella deja sus huellas húmedas, mientras se mueve con el niño en sus brazos.

HOMERO

El profesor no puede ni caminar ahora.

PROFESOR GORDO

El mama el pecho de su mujer durante una discusión con sus colegas, antes de ensuciar su

pañal.

HOMERO

El profesor Irwin debe de haber tomado mucho de la poción, pues ya sería un millonario si

hubiera tomado menos después de haber hecho bien el experimento.

PROFESOR FLACO

Tendremos que esperar a que el niño nos lo diga.

PROFESOR GORDO

Pero se acordara de esto?

HOMERO

Coleccionara pelotas y chicles

PROFESOR GORDO

Que pérdida de tiempo.

HOMERO

Piensen en toda la plata que ha podido tener.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO – NOCHE

Un marinero aparece en la escena con un papel en una bandeja, y Homero les da instrucciones a los marineros después de leer el mensaje.

HOMERO

Un helicóptero trae al profesor Greer, su esposa y Fifi.

PROFESOR FLACO

Me gusta Fifi, y es que trae al general?

HOMERO

Esta ocupado con una revolución por el momento.

PROFESOR FLACO

A ese hombre le gustan las revoluciones.

PROFESOR GORDO

Y a Fifi le gusta Homero.

PROFESOR FLACO

El profesor Greer se ha casado?

HOMERO

Estaba soltero la última vez que lo he visto, porque los científicos son cansones.

PROFESOR GORDO

Las mujeres quieren de todo.

PROFESOR FLACO

Solo amo a la ciencia.

HOMERO

Soy un científico frustrado.

PROFESOR FLACO

Tengo que estudiar los ángeles a la orilla del mar.

El saca un microscopio de su bolso y una caja lindamente condecorada.

PROFESOR FLACO

Se tienen que arrodillar a rezar, antes de que empiece mis estudios en la aguja que toco

los pañales de niño Jesús.

Todos se arrodillan y el profesor pone la aguja en el microscopio, pero luego todos se paran.

CORTA A.

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

PROFESOR GORDO

Sabe del trabajo del profesor?

HOMERO

Ya he oído acerca de eso y que no le da tiempo para nada más.

PROFESOR GORDO

Este es el genio más grande del mundo.

HOMERO

Estoy seguro de eso.

PROFESOR GORDO

Los hombres de negocios tienen mucha influencia en nuestras vidas.

HOMERO

Claro que sí.

PROFESOR GORDO

Este científico ilustre se vestía de túnica y alas durante las navidades. Lo ha visto

durmiendo?

HOMERO

No he tenido ese honor.

PROFESOR GORDO

El se acuesta con alas de plástico con punticos de oro y una peluca rubia que le llega a sus

caderas.

HOMERO

Es muy interesante. Quiere otra coca cola?

PROFESOR GORDO

Bien.

Homero aplaude y un marinero aparece.

HOMERO

Trae otra coca cola para el profesor, por favor.

MESERO

Sí, señor.

El hombre sale de la escena.

PROFESOR GORDO

El profesor escribió su tesis en latín antiguo, después de graduarse con honores en la

facultad de teología de Roma, pero no ha sido traducida a ningún otro idioma, a pesar de

haber ganado el premio nobel hace unos años.

El marinero llega con las coca colas.

HOMERO

Que dice el libro?

PROFESOR GORDO

Tiene 834 páginas, escritas en versos de 10 líneas. Nadie sabe lo que dice, hasta que

alguien lo traduzca.

HOMERO

Es muy interesante.

PROFESOR GORDO

Es que ha ganado el primer premio en la historia de esa ciencia, pues siendo un genio debe

de ser una enfermedad.

HOMERO

Eso veo. Tómese su coca cola.

PROFESOR GORDO

El se gana $2,500 dólares en un mes, mas 800 dólares para los gastos.

HOMERO

No es mucho para un trabajo tan importante.

PROFESOR GORDO

Los genios como nosotros somos mal remunerados.

HOMERO

Ya cambiaremos eso.

PROFESOR GORDO

El ha pensado en el sexo de los ángeles desde su infancia. Son mujeres o hombres? Son

unas de las preguntas en las que ha pasado mucho tiempo deliberando.

HOMERO

Es un héroe.

PROFESOR GORDO

Como puede ver un ángel? Ha estado pensando en esa pregunta por 21 anos, hasta que un

día corrió por las calles de Roma gritando: Eureka, Eureka.

HOMERO

Que quiere decir?

PROFESOR GORDO

No lo sé. Es otra de sus palabras preferidas.

HOMERO

Que paso entonces?

La mujer aparece en ese momento. Se ha cambiado la ropa y no tiene al niño.

MUJER

Me da mucha pena haber interrumpido la conversación.

HOMERO

Donde está el profesor?

MUJER

Esta durmiendo y se despertara dentro de unas horas, cuando este con hambre.

TODO EL MUNDO

Qué lindo.

Ella mira al profesor, ocupado con el microscopio.

MUJER

Nuestro hombre sabio no es más de este mundo.

La mujer se sienta.

HOMERO

Quiere un vinito?

MUJER

Tiene que ser seco.

Homero le da órdenes al marinero peludo.

PROFESOR GORDO

Le he dicho a Homero las cosas que este hombre ha hecho.

MUJER

Es que ha batido todos los records con su trabajo.

El profesor delgado sonríe, mirando a su microscopio.

PROFESOR DELGADO

Gracias.

HOMERO

He oído del momento en el que salió corriendo por la calle empelotas.

MUJER

No sabía de esto?

HOMERO

Es que estoy muy ocupado con mis negocios.

MUJER

Fue primera página en los periódicos por unos cuantos días.

PROFESOR GORDO

El boxeador L. Clay gano su pelea ese mismo día.

MUJER

Han escrito columnas en las primeras páginas, acerca de su falta de ropa.

PROFESOR GORDO

Era miembro de la orden de Pieni una semana después.

HOMERO

Me gusta esa opera.

MUJER

La orden de Pieni es una decoración papal.

HOMERO

No lo sabía.

MUJER

Los Beatles cantan operas.

PROFESOR GORDO

Nuestro amigo, el hombre de negocios, no tiene tiempo para estas cosas.

HOMERO

Que paso después de que salió empeloto?

PROFESOR GORDO

Podía ver a los ángeles.

HOMERO

De verdad?

PROFESOR GORDO

El profesor se fue a encontrar sus ángeles, demostrándonos cómo funciona la mente.

HOMERO

Se fue al cielo?

PROFESOR GORDO

Tiene que estar muerto para ir al cielo y el estaba vivo.

HOMERO

Como lo hizo entonces?

PROFESOR GORDO

Corrió empeloto por las calles, cuando se acordó del pañal de Jesús Cristo en el

monasterio Corraplitence.

HOMERO

Que hombre.

PROFESOR GORDO

Los encontró, después de poner alguna de la materia fecal con una aguja bendecida por el

papa, en el microscopio.

HOMERO

Que encontró?

PROFESOR GORDO

Vio a los ángeles, claro está.

HOMERO

Es increíble.

MUJER

Piensa que encontró gusanos?

PROFESOR GORDO

No tengamos pensamientos locos, que vio solo ángeles en su microscopio.

HOMERO

Es un genio.

PROFESOR GORDO

El quería saber el sexo de los ángeles y cuantos podían bailar en la cabeza de una aguja.

MUJER

Es un tópico fascinante.

PROFESOR GORDO

El profesor vio hombres y mujeres angélicos, bailando en parejas en la cabeza de la aguja.

MUJER

Ese genio se merece todos los honores.

HOMERO

Quiere otra coca cola?

PROFESOR FLACO

Quiero una fría.

PROFESOR GORDO

También quiero una.

MUJER

Quiero un vino tiple.

Homero sale de la escena.

MUJER

Es un hombre ignorante con un corazón de oro.

PROFESOR GORDO

El quiere soportar la ciencia.

MUJER

Ya hemos hablado de eso. Yo prefiero si alguien me ayuda con dinero a criar a Irwin.

PROFESOR FLACO

Quiero que me ayude con su dinero a encontrar una vacuna contra el pecado, pues la

intravenosa del momento no quita el pecado original.

PROFESOR GORDO

Quiero acabar con la enciclopedia del pato Donald bajo la protección de Homero.

PROFESOR FLACO

Es la mejor obra literaria del siglo veinte y no hay nada como eso.

PROFESOR GORDO

Gracias.

Homero entra en la escena.

HOMERO

El helicóptero que trae al profesor Greer y a Fifi está a punto de llegar.

Un marinero llama a Homero.

HOMERO

Excúsenme pero los tengo que ir a recibir.

Homero sale y el profesor flaco mira en su microscopio, el gordo lee su colección del pato Donald y la mujer se peina, pero entonces oyen el ruido de un helicóptero.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE – NOCHE

Homero aparece en la escena.

HOMERO

El profesor Greer ha llegado sin su esposa.

PROFESOR GORDO

Pero están en su luna de miel. Porque ha venido solo?

HOMERO

No. Ha traído a alguien.

PROFESOR GORDO

Es Fifi?

Un hombre de cuarenta años aparece acompañado de un joven, vestido en blue jeans, con el pelo largo y una falda corta sobre sus pantalones. Fifi sale en la escena, y besa a Homero, mientras muestra sus piernas y parte de sus senos que se salen de su escote.

PROFESOR GREER

Este debe de ser el encuentro de los siete hombres sabios de Grecia.

PROFESOR GORDO

El octavo acaba de llegar.

El mira las piernas de Fifi.

PROFESOR GORDO

Debes de ser Fifi.

FIFI

Mucho gusto en conocerlo.

La falda de Fifi muestra más de su anatomía, cuando lo abraza y el profesor flaco mira en el microscopio.

PROFESOR FLACO

El mejor financiero de todos los tiempos acaba de llegar.

HOMERO

Usted está en su casa, mi querido profesor Greer.

Ellos se abrazan. La señora Irwin besa a Greer, al tiempo que el joven juega con su arete. Fifi abraza a la señora Irwin.

MUJER

He visto su foto en los periódicos.

PROFESOR FLACO

Solo les interesa la vida de ella, e ignoran todo lo demás en el país.

FIFI

No soy tan importante.

Corta a

EXTERIOR DE YATE LUJOSO– NOCHE

PROFESOR GREER

Me he casado antes de mi viaje y esta es mi esposa Ferny. Esta es nuestra luna de miel.

Ferny saluda a todo el mundo y se sienta al lado de Greer.

HOMERO

Pensé que era tu amigo.

PROFESOR GREER

Es mi señora. El matrimonio con el mismo sexo es más común.

PROFESOR GORDO

Es aceptado en muchos países del mundo.

El profesor Greer abraza a Ferny.

PROFESOR GREER

Te adoro mi amor.

La pareja se besan y abrazan, al tiempo que Fifi sale con Homero de la escena.

INTERIOR DE YATE LUJOSO– NOCHE

Fifi pasa un brazo sobre los hombros de Homero.

FIFI

Me has hecho mucha falta.

HOMERO

Como está el general?

Fifi le besa la oreja.

FIFI

Esta peleando sus guerras.

HOMERO

Te quiero hacer el amor.

FIFI

No has cambiado.

Ella le trata de abrir sus pantalones, al tiempo que Chucho aparece a su lado.

CHUCHO

Las bebidas están listas, don Homero.

Fifi se arregla su ropa.

HOMERO

Te he dicho que no interrumpieras.

CHUCHO

Pero he golpeado en la puerta.

HOMERO

Chucho, has estado en la selva?

CHUCHO

He vivido en Leticia por unos meses.

Homero encuentra los papeles de José en un almario.

HOMERO

Quiero que mires estas páginas.

Chucho coge las hojas.

CHUCHO

Lo hare después, don Homero.

Chucho sale con los papeles.

INTERIOR DE YATE LUJOSO– NOCHE

Homero y Fifi están en una cama por la ventana de uno de los camarotes y el cielo negro se ve fuera de la ventana.

FIFI

Te amo más que a mí misma.

El mira su cuerpo desnudo.

HOMERO

Pues estarás bromeando.

FIFI

Es en serio.

Ella se pone encima de Homero, y el mueve su torso.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO – NOCHE

Ferny y el profesor Greer están abrazados.

MUJER

El amor es algo muy hermoso. Yo era así con Irwin.

FERNY

Este es mi primero y último amor.

El se pone un pañuelo en su pecho y se endereza la mini falda. Greer lo besa.

HOMERO

Tenemos que brindar por la felicidad de esta pareja.

Fifi juega con su pelo.

FIFI

Y la nuestra qué?

Ella pone su cabeza en su pecho.

HOMERO

Ya hablaremos de eso mas tarde.

PROFESOR FLACO

He acabado con mis observaciones por hoy.

El profesor flaco pone todo en su bolsa, y hace la venia antes de tocar el alfiler.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO – NOCHE

HOMERO

Estamos en camino a Gibraltar.

PROFESOR GREER

Que viva nuestro anfitrión.

TODO EL MUNDO

Que viva.

HOMERO

Veamos. Los profesores quieren coca cola, la señora un vino seco, y usted profesor

Greer?

PROFESOR GREER

Quiero ron de Jamaica seco.

HOMERO

Que quiere Ferny?

FERNY

Quiero un vino dulce en agua de rosas. Todo lo demás me da dolor de cabeza.

PROFESOR GREER

Es que es una flor.

HOMERO

Parece una flor plástica.

FERNY

No puedo tomar nada muy fuerte.

Homero mira a Fifi.

HOMERO

Quieres soda y whiskey?

FIFI

Con un pedazo de limón.

Ellos se van a la mesa, mientras que Ferny se empolva la cara por la baranda. El profesor Greer se sirve ron en su copa, Homero trae más vasos y Fifi abre una botella de whiskey.

PROFESOR FLACO

Se ha servido mucho ron, profesor Greer.

FERNY

Es que es un hombre fuerte y yo lo adoro.

PROFESOR GREER

Ya tendrás tu vino dulce en agua de rosas.

FERNY

Gracias tesoro.

HOMERO

Profesor Greer, tengo los mejores hombres de la ciencia para que manejen mi fundación

filantrópica.

PROFESOR GREER

Soy asesor de las financias de Homero.

HOMERO

Gracias. El profesor Greer les explicara todo lo que tengan que saber.

El profesor Greer se toma su ron.

PROFESOR GREER

Hemos decidido empezar la sociedad filantrópica para ayudar a los hombres de ciencia y

les queremos donar el millón de dólar que se harán al año por sus actividades en vez de

pagar la plata en los impuestos. Homero solo quiere que ustedes le den cinco millones de

dólares en cambio por un millón para conservar el capital.

PROFESOR FLACO

Cinco millones por solo un millón es mucha plata.

PROFESOR GORDO

El tiene la razón.

MUJER

Estoy de acuerdo.

Homero y el profesor Greer hablan en voz baja, mientras que Ferny mira a Fifi.

FERNY

Donde compro ese vestido?

FIFI

Lo hice yo misma.

FERNY

Es muy lindo. Tengo que aprender a hacer mi ropa.

FIFI

Le puedo enseñar.

FERNY

Gracias.

PROFESOR GREER

La generosidad de Homero no tiene límites, pues solo quiere un millón y dos cientos mil

dólares.

PROFESOR FLACO

Le daremos cincuenta mil dólares más.

HOMERO

Lo acepto de estos hombres sabios distinguidos.

Todos aplauden y el profesor Greer saca unos documentos de su bolsa.

PROFESOR GREER

Deben de firman estos papeles.

Todos firman los documentos.

PROFESOR FLACO

Ya llamare a mi vacuna el Homero angélico.

HOMERO

Muchas gracias.

PROFESOR GORDO

A él le dedicare mi libro.

HOMERO

Gracias.

MUJER

Irwin lo llamara padre.

FERNY

Es que es un hombre peligroso.

FIFI

Lo amare para siempre.

MUJER

Cuál es la sorpresa?

HOMERO

Se me había olvidado eso.

El sale de la escena.

FERNY

Que hombre tan fantástico.

FIFI

Es mi héroe.

MUJER

Es un Mecenas.

PROFESOR FLACO

Era el hombre que le daba cosas a la gente.

FERNY

Que cansón.

MUJER

Pensé que era un emperador griego.

PROFESOR GORDO

Carlo magno era el emperador griego.

MUJER

Nunca me gusto la geografía.

FIFI

Odio la matemática.

FERNY

No se que hizo Cristóbal Colon.

PROFESOR FLACO

Creo que descubrió la penicilina.

PROFESOR GORDO

No lo confundan con Gagarin, que descubrió la luna.

FERNEY

La luna llena?

PROFESOR FLACO

No. Fue la luna de miel.

FERNY

Te prohíbo que hables de eso.

FIFI

Entonces el profesor Greer es Gagarin.

El profesor Greer parece estar borracho.

PROFESOR GREER

No me gusta el gargajo.

FIFI

No es gargajo sino Gagarin.

PROFESOR GREER

No es eso un remedio para la gripa?

FERNY

No mi ternura. El descubrió la luna.

Homero llega con Chucho.

HOMERO

Les quiero presentar a Chucho a estos científicos prominentes.

El marinero hace la venia.

HOMERO

Chucho debe de ser una sorpresa para mis científicos. Saluda a mis invitados, Chucho.

Todos aplauden.

HOMERO

Le pueden preguntar lo que quieran.

PROFESOR FLACO

Nos puedes decir algo sobre el primer campeonato de Football?

Lo jugaron en Montevideo, Paraguay, desde el 13 de julio 19-30. Argentina le gano a los Estados Unidos en la semi final: 6-2

TODO EL MUNDO

Increíble.

PROFESOR GORDO

Quien fue el campeón de ajedrez en 1926?

CHUCHO

José Raúl Casablanca.

HOMERO

Quien gano el campeonato de boxeo del mismo año?

CHUCHO

Jack Dempsey.

TODO EL MUNDO

Ahhhhhh!

FERNY

Dime quien gano el Derby en Epson en 1956?

CHUCHO

Lavandin.

PROFRESOR GREER

Cuál es la raíz cubica cuadrada de 1.085?

CHUCHO

La raíz cuadrada es 32.94 y la raíz cubica es 10.28.

FERNY

Cuál es la montaña más alta del mundo?

CHUCHO

El monte Everest, que es 8.848 metros de alto.

FERNY

Que cansón.

PROFESOR GREER

Es una calculadora y no un marinero.

PROFESOR GORDO

Es maravilloso.

PROFESOR FLACO

Debería de estar en la academia de las ciencias.

HOMERO

Muchas gracias Chucho. Ya te puedes ir.

Chucho hace la venia.

CHUCHO

Sí señor.

Chucho sale de la escena.

HOMERO

Que piensan del marinero?

TODO EL MUNDO

Es un genio.

PROFESOR FLACO

Donde encontró ese cerebro?

PROFESOR GORDO

Debería de ser el director de la academia de ciencia.

FERNY

Es tan inteligente como es feo.

FIFI

Tiene su sex appeal.

PROFESOR FLACO

Podría ser de cualquier sitio del mundo.

PROFESOR GREER

No puedo creer que sea tan inteligente.

FERNY

Dicen que los feos son inteligentes.

PROFESOR FLACO

Esa cara tiene un precio.

PROFESOR GREER

Son la bella y la bestia, si lo comparamos con Ferny.

PROFESOR GORDO

Me recuerda de una película.

FERNY

No hable más o me desmayo.

Un marinero llega con un vaso en una bandeja.

PROFESOR GREER

Aquí esta su bebida.

FERNY

Quiero mi agua de flores amarillas.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO – NOCHE

HOMERO

Piensan que Chucho es muy inteligente?

TODO EL MUNDO

Si.

HOMERO

Chucho es un chimpancé.

TODO EL MUNDO

Que?

PROFESOR GORDO

A chimpancé?

PROFESOR FLACO?

Un chimpancé?

PROFESOR GREER

Un chimpancé?

MUJER

Un chimpancé?

FIFI

Si te creo mi corazón.

FERNY

Es un chimpancé. Que jarto.

HOMERO

Ya viene Chucho otra vez.

El marinero aparece en la escena con su vestido de baño, pero es un chimpancé, que se afeita su cara todas las mañanas. Ferny se desmaya en los brazos del profesor Greer.

PROFESOR GORDO

Debe de ser el diablo.

HOMERO

Ya te puedes ir, Chucho.

Chucho hace la venia y sale de la escena.

PROFESOR GREER

Donde encontró ese genio?

FIFI

Puede ser un antioqueño disfrazado.

HOMERO

Es un chimpancé y a su disposición, si lo quieren estudiar, pues trabaja por nada y le gusta

comerse el jabón después de hacer las burbujas.

PROFESOR GREER

Eso no está mal, si trabaja por una caja de jabón al día. Le ha ofrecido un aguardiente?

HOMERO

No le gusta como huele.

PROFESOR FLACO

Quien es el autor de este fenómeno?

PROFESOR GORDO

Es un atento contra la dignidad humana.

HOMERO

Su dueño, un colombiano llamado Mario, me ha vendido a Chucho por muy poca plata.

PROFESOR GREER

Cuanto le costó?

HOMERO

Solo me ha cobrado $85.000 dólares.

MUJER

Si es sano?

HOMERO

Hago que lo examinen cada año en Rochester.

PROFESOR FLACO

Y muerde?

HOMERO

No hace nada.

FIFI

Puede hacer el amor?

PROFESOR GORDO

Es muy caro para ser un mico.

HOMERO

Puedo arreglar exhibiciones en todo el mundo.

PROFESOR GORDO

Por que no lo haces?

HOMERO

Le he prometido a Miguel que no lo haría. Necesito a Chucho acá.

PROFESOR GREER

Homero sabe hacer sus negocios.

FERNY

Quiero más vino con agua de pétalos de rosas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La historia de Chucho

Señor Homero

Yo trabaje para usted hace mucho tiempo, y si tiene paciencia, le diré como me encontré con el hombre que entreno Chucho, sin que pague ni un dólar por el servicio. Felicitaciones!

Tus hombres sabios no sintieron ninguna admiración por Chucho, pero los hombres sabios pueden tener cerebros pequeños, como los dinosaurios tenían hace mucho tiempo y hay que gozar los momentos de la vida, en vez de preocuparse por cosas estúpidas.

Un día acepté la oferta de Jaramillo del LSD que había traído de Europa, donde los aristócratas lo usan para viajar a las estrellas, antes de que viajáramos en el cielo en algo parecido a un aeroplano, aunque hubiera podido ser mi imaginación.

“Esto es real,” le dije.

“Es tu opinión,” Jaramillo dijo.

Viajamos por la galaxia de una manera prodigiosa, aunque unos cuantos hoyos negros interrumpían nuestra vista de las estrellas.

“Esto es fantástico,” Jaramillo dijo.

Yo gozaba la belleza del universo, al tiempo que el avión se iba por donde quería.

“Es bueno viajar por la galaxia,” le dije.

Un pájaro me contesto, mientras llamaba a sus camaradas, pues aparecimos en un sitio muy diferente que no tenía nada que ver con las galaxias que habíamos visto.

“No tenemos aguardiente,” Jaramillo interrumpio mis pensamientos.

“Donde estamos?” pregunte.

El me despertó de la pesadilla en la que me encontraba, mostrándome los restos de un avión en el que hemos debido de viajar antes de caer del cielo con todos los magullones que teníamos.

“Creo que estábamos en esto,” le dije.

“Se llama un avión.”

El polen en la brisa me hizo estornudar por unos momentos, antes de pensar en la tragedia de nuestras vidas.

“Estamos vivos,” le dije.

“Tenemos mucha suerte,” Jaramillo dijo.

“Que vamos a hacer?” le pregunte.

Jaramillo se sentó en una piedra con las manos en su cabeza, como si pudieras componer lo que los pasaba.

“Nunca más tomare drogas,” me dijo.

“Es tu culpa,” le dije. “Las trajiste de Europa.”

El sonido de un rio en su camino a algún sitio, nos volvió a la realidad el mundo psicodélico en el que nos encontrábamos.

“Me duele la cabeza,” Jaramillo dijo.

El me mostro una cortada cerca de su oreja derecha, donde un hilo de sangre le manchaba la ropa, pero yo estaba bien, aparte de unas cuantas heridas sin importancia y mi ropa sucia.

“Es un milagro,” le dije.

“A Dios le deben de gustar los drogadictos."

Pensé en sus palabras investigando el sitio donde habíamos caído del cielo, cuando encontré un paracaídas rojo y blanco, enredado entre los árboles.

“Esto nos salvo la vida,” le dije.

Jaramillo camino hacia el lugar en el que me encontraba, murmurando algo en contra de las drogas del universo.

“Ya me acuerdo de saltar en el aire,” me dijo.

Yo también tenía mis memorias de seguirlo hasta la puerta de la nave, antes de saltar sobre el verde de la selva, antes de que jalara el cordón del paracaídas y el mundo se había acercado de una manera vertiginosa.

“Acá estamos,” Jaramillo interrumpio mis pensamientos. “Debemos de buscar la civilización.”

Al seguir el rio llegamos a uno mucho más grande y unas horas después estábamos caminando por las orillas de un rio caudaloso.

“Debe de ser el Amazonas,” Jaramillo dijo.

No vimos casas, con la excepción de unos cuantos hoteles Hilton, llenos de gringos estudiando las mariposas de la región.

“Déjenos solos,” nos dijeron.

“Queremos encontrar la civilización,” les dijimos.

“Es de para allá,” ellos señalaron a la distancia.

Nosotros seguimos sus instrucciones y llegamos a un pueblo donde la gente era buena, pero luego nos dimos cuenta de que no eran buenos. Los campesinos dispararon sus pistolas tres veces, pues les dio susto de nuestras barbas y de que teníamos marihuana en los bolsillos.

“Venimos en paz,” les dije.

“Pruébenlo,” ellos dijeron

Los dólares que yo tenía en el bolsillo devolvieron la calma, y los campesinos nos pasearon por las calles para que nos viera todo el mundo.

“Estos son los hombres de la luna,” ellos decían.

“Es que son oligarcas,” alguien dijo.

El pueble había sido construido alrededor de un idiota llamado pate piña, pues su pata derecha tenia elefantiasis y la izquierda mamustiasis, al tiempo que unas reinas de belleza, con sus coronas en la cabeza, nos daban la bienvenida.

“Le tocare las pelotas por unos pesos,” la reina de la piña dijo.

“Ese es mi trabajo,” la reina de la arepa dijo.

Yo las deje que metieran sus manos en mis calzoncillos, al tiempo que las reinas de las salchichas y frijoles, el queso blanco, el plátano, kumis, mermelada, la fiebre amarilla, el arroz y el masato, esperaban por su turno.

“Queremos su plata,” ellas dijeron.

Jaramillo apareció a mi lado abrazando a una de las chicas.

“Esto si esta bueno,” me dijo.

La reina del masato lo miro con la plata en su mano, antes de llevarnos a otro edificio, donde el alcalde les hablaba a los campesinos acerca de las reinas de belleza invadiendo su tierra.

“Tenemos los hombres de la luna,” ella dijo.

“No nos pueden dar ropa?” le pregunte.

Todos se rieron, incluyendo las reinas de belleza que estaban a su lado.

“Únanse a la fiesta,” nos dijeron.

Coronamos unas cuantas reinas de belleza en nuestra ropa sucia, y les tocábamos los senos erectos, debajo de la ropa elegante que tenían.

“Ven conmigo a esa choza,” le dije a una de las reinas.

“Esa es la casa de la señorita Lola,” ella me dijo.

Le quite la virginidad atrás de la choza, aunque algunas ratas interrumpieron el placer con sus chillidos.

“Quien está ahí?” una mujer pregunto.

La chica se puso la ropa. “Esa es la señorita Lola.”

Ella dejo un caminito de sangre por entre el barro en su afán por irse rápido, al tiempo que una mujer pequeña aparecía entre los arbustos.

“Debe de bañarse,” me dijo.

Me ofreció la ropa de su marido, tapándose la nariz por algo que no le gustaba, antes de llevarme a la ducha.

“Corra la cortina,” me dijo. “Para que no lo vea empeloto.”

Yo me metí en el agua fría, refregándome bien con la barra de jabón que ella me paso. Mientras me contaba que había sido la reina de la cebolla, los frijoles, el café, y de cómo tenia la marca en su cabeza de todas las coronas que había tenido.

“Debe de ser muy terrible,” le dije.

“Ya me he acostumbrado a esto,” me dijo

Ella ayudaba a recrear la batalla de Boyacá cada siete de agosto, pero hacia que los españoles ganaran de vez en cuando.

“Entonces tenemos una fiesta,” me dijo. “Donde elegimos mas reinas de belleza.”

“Debe de ser buena,” le dije.

Me dijo acerca de la escuela, donde los niños atendían las clases al lado del primer ladrillo que habían puesto en 1922, esperando a que acabaran de construir el edificio.

“Es tremendo," le dije.

“Les gusta estar en el aire fresco, excepto cuando llueve.”

Primero le habían dicho que podía tener niños de ambos sexos, pero después de un análisis detallado, se dio cuenta que eran niños y niñas y dos años después le dieron permiso para el colegio. Un bus viejo que tenían, los llevaba de vez en cuando a la estación del tres, una aventura para alguien que nunca había salido del pueblo.

“Puede que traigan los trenes acá,” me dijo.

“Es buena idea,” le dije.

Ella me presento algunos de los campesinos tomando aguardiente afuera de un almacén.

“Soy el médico,” un hombre pequeño me dijo.

El me dijo de las fiestas que tenían en la plaza principal, donde todo el mundo vomitaba bajo la luz de la luna, después de tomar aguardiente. “Debe de ser horrible,” le dije.

El podía diagnosticar las enfermedades de las personas, de acuerdo a sus vómitos, aunque tuvieran una dieta mala, mientras tomábamos aguardiente.

“Este es el mejor lugar del mundo,” nos dijo.

Si que le crei. Nos fuimos cantando la marsellesa a su casa, con unas cuantas reinas de belleza y a la media noche.

“Esta es tu cama,” me mostro un lecho doble en una habitación oscura.

Me soñé con las reinas de belleza haciéndome cosquillas bajo las cobijas.

“Ahhh,” yo dije.

“Queremos su plata,” me dijeron.

Luego me soñé que estaba corriendo por la selva, en la que Homero había perdido sus cabezas, hasta que algo me despertó.

“Ha, ha,” una voz dijo.

Estaba en el medio del patio, al tiempo que un guacamayo se reía y una culebra se deslizaba por mi torso.

“Ha, ha, ha, “el guacamayo dijo. Margarita te despertó.

“Debo de estar soñando,” dije.

“Te debería de morder las nalgas,” el guacamayo dijo.

Me caí sobre una tortuga, cuando un mico me ofreció un banano, el guacamayo cantaba una ópera, y una iguana gorda buscaba moscas para almorzar. Un hombre vestido en sus calzoncillos me saludo por la casa.

“Soy el médico,” me dijo.

“Ya me acuerdo,” le dije.

Tendría que ser la maldición de los indios, torciendo el camino del tiempo por el universo, así como Homero me lo había dicho.

“Que paso anoche?” le pregunte.

“Tienes que bañarte,” me dijo.

Me llevo al baño en la parte de atrás de la casa, donde un caimán se refrescaba en la bañera y Chucho- el mico, me recataba del león trayéndome la bandeja del desayuno en su boca.

“Ya te lo explicare,” el médico me dijo.

Un hombre empeloto corriendo por el patio, interrumpio la conversación.

“Una culebra me persigue,” me dijo.

Su amigo corre rápido,” el médico me dijo.

Jaramillo se paro al lado nuestro, mientras que el médico espantaba a la boa constrictora que se lo trataba de comer.

“Como es que has venido acá?” le pregunte.

“Es una historia larga,” nos dijo.

Yo apunte todo lo que nos dijo esa mañana, entre los gritos del loro y los horrores de los otros animales rondando a nuestro lado y esta es su historia:

Un colega de mi amigo tenía un hijo medico, aunque nada así había pasado en su familia, aparte de una tía sirviendo en la corte, pero murió antes de que su hijo acabara en la universidad. El médico hizo su práctica en un hospital después de graduarse, acabando con su dieta de hambre a la que se había sumido para pagarse sus estudios, para ganarse la plata honradamente.

El tenía que encontrar un trabajo como medico después de graduarse y trato encontrar al ministro de la salud, en un edificio entre los otros de la ciudad pero el ascensor no funcionaba y cuando llego al séptimo piso, la secretaria se había ido a almorzar. El volvió cuando habían compuesto el ascensor, gracias a que el ministro de educación había colapsado después de visitar a su colega en el séptimo piso.

Allí le dijeron que se pusiera en contacto con un arquitecto Pérez, el presidente de la sociedad de los cucarrones amarillos y que vivía en Barranquilla. Nuestro medico encontró al arquitecto llorando al lado del cuerpo de un cucarrón muerto.

“Necesitamos médicos en un pueblo de la cordillera central,” el arquitecto le dijo.

Unos días después el arquitecto llego a la estación con su maleta en la que tenía un monitor para la presión de la sangre, un estetoscopio y una inyección.

“Quiero un tiquete para la estación X,” le dijo a la chica en la ventanilla del puesto de ventas.

El vendedor lo miro de abajo a arriba, repitiéndolo otra vez de arriba abajo.

“Deja de estar bromeando,” le dijo, limpiándose las uñas.

“Pero necesito ir allí,” el médico le dijo.

“Habla en serio?” ella le pregunto.

“Claro que si.”

Ella desapareció por unos momentos, en los que nuestro medico meditaba en su situación y volvió con dos hombres gordos y uno flaco. Dos mujeres venían atrás de ellos.

“Ese es el hombre,” le chica les dijo.

Uno de los hombres gordos se quito los anteojos, antes de hablarle al médico.

“Sabe cuál es el castigo para los chistosos? Le pregunto.

Te debe de dar vergüenza,” una de las mujeres le dijo.

El otro gordo se hizo la señal de la cruz. “Que Dios te perdone.”

“No entiendo,” el médico dijo.

“Ven con nosotros,” uno de los gordos le dijo.

Entraron a una sala grande, donde alguna gente estaba sentada alrededor de una mesa, y el que parecía tener más autoridad le hablo.

“Dime porque quieres ir a ese pueblo.”

“Es que no tienen médicos en el pueblo siguiente,” el médico les dijo.

“Por que odia a los médicos?”

“No señor,” el médico les dijo. “Es que yo soy un medico.”

“Pero quiere vivir en el pueblo X.”

El médico se veía desesperado. “Que quiero vivir en el pueblo de enseguida.”

“He estado trabajando en los trenes por treinta y cinco anos y esta es la primera vez que alguien va al pueblo X,” el hombre le dijo. “Por que quiere ir allá?”

“Que quiero ir al de enseguida,” el médico repitió.

El hombre hablo con sus colegas por unos minutos, en los que el médico pensaba en su situación.

Este hombre tiene ideas fantásticas,” el hombre les dijo. “Podríamos darle trabajo en nuestras oficinas.”

“Que soy un medico,” el doctor les dijo.

“Debe de tener un trabajo verdadero.”

“Pues se de medicina.”

“Tiene una bicicleta?” uno de los hombres gordos le pregunto.

“No se manejarlas,” el doctor les dijo.

“No haces nada,” el hombre gordo le dijo.

“Entonces véndanme el tiquete,” el doctor les dijo.

“Le vamos a dar un pasaje gratis y una granada de mano, que debe de explotarla cuando el tren se acerque al pueblo.”

Ellos le dieron el tiquete y la granada antes de que el tren llegara a la estación, y donde el doctor espero entre los pasajeros que no sabían nada de su suerte.

“El tren viene,” alguien dijo.

El humo subiendo al cielo les informo que el tren estaría cerca, y el doctor les pedía a los dioses del cielo que la granada no lo matara., pero la voz en el micrófono interrumpio sus pensamientos de la muerte adentro del tren con destino a algún sitio del universo.

“Ya viene el tren,” les dijo.

El doctor espero a que los campesinos abordaran con sus bultos de papas y otras cosas que llevaban a lejanas tierras, cuando una mujer empujaba una maleta llena de algo incomprensible.

“Me puede ayudar?” le pregunto.

El la ayudo a meter su bulto al vagón, teniendo cuidado con la granada en la bolsa.

“Gracias,” la mujer le dijo.

“No estallo,” el dijo.

“Qué?” ella pregunto.

“Nada,” él le dijo.

El médico se alisto para lo que tenía que hacer, la bolsa con la granada recordándole de los riesgos que tomaba para llegar a su destino, aunque esperaba que no le explotara en la cara.

“Hola amigo,” alguien dijo.

El médico vio a un hombre pequeño, mirándolo por entre sus anteojos.

“No he hecho nada malo,” el médico le dijo.

“Solo quiero su tiquete,” el hombre le dijo. “Soy el inspector.”

El inspector miro el papel que uno de los hombres gordos le había dado al médico.

“Todo está bien,” le dijo.

El inspector se fue, dejando al médico solo con su suerte, cuando vio unas cuantas casas a la distancia, tenían que ser del pueblo que los hombres de la estación le habían dicho.

“Uno, dos tres,” el médico dijo, botando la granada fuera de la ventana.

La explosión hizo que el tren se saliera de la vía, matando a las vacas comiendo su pasto en el potrero, algunas gallinas que salieron de algún sitio y unos neurocirujanos trabajando para los trenes. El médico se fue rodando por entre el pasto y los ángeles lo recibían en un sitio parecido al cielo.

“Te puedes despertar?” alguien le dijo.

El médico vio a la gente mirándolo y su cabeza le dolía.

“Estoy vivo,” les dijo.

“Ya lo sabemos,” ellos dijeron.

Un enfermero le curó las heridas, y todo el mundo quería ver al hombre salvado del tren.

“Le agradezco,” el médico le dijo.

“Tiene que conocer al padre, el dueño de la farmacia y a la señorita Lola, que pone las inyecciones,” el enfermero le dijo.

“Soy un medico,” el doctor le dijo.

“Se ha golpeado la cabeza,” el enfermero le dijo.

El señor Procolo, el hombre más rico del pueblo se lo llevo a su casa para que le ayudara a que su cerda diera luz.

“No quiero que se muera,” el señor Procolo dijo.

El médico le ayudo a que la cerda tuviera sus cerditos, volviéndose el mejor medico de cerdos de la región y el señor Procolo consintió a que su hija viviera con él y algunos de sus animales.

El médico hizo sus investigaciones contra Edison, al heredar los cerdos, la casa y la hija del señor Procolo, con la que se caso, después de su muerte, cuando los resultados de dichas investigaciones eran suficientes para que lo condenaran a la silla eléctrica, a que muriera asfixiado por gases o a que rondara por Marquetalia para siempre.

Nuestros pueblos no tienen escuelas, hospitales, centros de salud o agua limpia. El agua que se obtiene allí es sucia y maloliente, pero si tienen millones de transistores llenando la atmosfera de rancheras las veinticuatro horas del día. El padre pone cuatro parlantes gigantes en la torre de la iglesia y si las del café en la esquina o el que no está en la esquina no están funcionando, su santidad enciende las de él. El pueblo más pequeño de Colombia hace más ruido que un dormitorio de los hermanos maristas, después de su cena de navidad.

Nuestro país tiene miles de emisoras de radio por cada kilometro cuadrado y cada una de ellas tiene dos programas: música popular mas los comerciales. Entonces el doctor me trajo la maquina que había fabricado.

“Enciéndela,” me dijo.

Se la quería quebrar contra sus anteojos, pero el tigre lamiéndome los zapatos no me dejo, y cuando la encendí, no oí mas la voz del padre ofreciéndoles otro tango a la presidenta de las hijas de María. El hombre en contra de Edison había inventado el anti transistor.

No puedo describir la sensación de no oír nada, al tiempo que le pedía permiso para limpiarle sus zapatos en vez del tigre. El también les enseno a que los animales aprendieran a abrir trampas, después de señales acústicas y luminosas y a evitar los choques eléctricos.

El extrajo un acido con un nombre complicado, después de sacrificar algunos de sus animales, pero conocido por sus iniciales: ADN, que lo introdujo en el sistema nervioso de otros animales, haciéndoles que se portaran como los muertos o mejor dicho, tenían metempsicosis. Mi amigo llamo a la academia de medicina, pero sus representantes se fueron, cuando vieron a los cerdos.

De acuerdo a este hombre sabio, el proceso del conocimiento está ligado a una molécula larga y curvada: el ADN y RNA, adentro del código de la vida. Mi amigo se compro a Chucho- el chimpancé, después de que un antioqueno se lo había ganado jugando a las cartas en el zoológico de Bucarest y no sabes cómo es de importante para los científicos.

Chucho no es solo el mico más inteligente del mundo, pero es un buen trabajador, ayudándonos a entender la evolución a través de los siglos. El tigre es más inteligente que cualquier perro, el guacamayo canta la opera traviata de memoria y la serpiente toma leche y caza ratones. Los micos barren la casa, lavan la ropa, al tiempo que las tortugas solo se reproducen cuando se les dice.

El tiene ratones multicolores, que bailan el ballet de Stravinski con perfección rusa. La culebra Margarita no hace nada, aunque no puedo decir lo mismo de los cobradores, que prometen llevársele todo lo que tiene, si no les paga las deudas en los próximos días. Yo le di 100 pesos y le prometí vender a Chucho para que no haya tanto peligro de que lo dejen sin nada.

No le puedo decir más, o alguien se puede apropiar de los descubrimientos de mi amigo, en un mundo obsesionado con plata.

Miguel

 

 

 

 

 

 

 

 

La sinfonía del siglo veinte

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Un hombre de edad mediana y con corte de pelo prusiano, hace ejercicio en una bicicleta. El pedalea por algunos momentos, antes de chequear la velocidad y la distancia que ha viajado, y luego se baja al suelo, donde levanta algunas pesas sobre su cabeza, respirando profundamente. Chucho aparece a su lado.

CHUCHO

Debe de tener buen apetito, señor astronauta, Quiere desayuno?

ASTRONAUTA

Que hora es?

Chucho mira al reloj que hay en la pared.

CHUCHO

Son las diez y veinte.

ASTRONAUTA

No ese reloj. Mira el cronometro y dime toda la cosa.

Chucho mira al cronometro pequeño que hay en la mesa.

CHUCHO

Son las diez de la mañana, veintidós minutos, cuatro segundos y dos decimales.

ASTRONAUTA

No ese reloj. Dime todo lo que el cronometro dice.

Chucho mira a un cronometro pequeño que está en la mesa.

CHUCHO

Son las diez, veintidós minutos y dos decimas de segundos.

ASTRONAUTA

Tráeme el desayuno a las diez y media en punto.

Chucho deja la escena, después de leer un papel que está en la mesa.

El astronauta hace ejercicio en las barras con la fuerza de un antropoide, al tiempo que Chucho llega con dos litros de aceite, dos libras de grasa en un plato, una botella de gasolina y dos tornillos. El pone todo en la mesa, antes de mirar al cronometro.

CHUCHO

Son las diez y media.

El astronauta salta del trapecio, se limpia la cara y las manos, y respira diez veces, antes de acercarse a la mesa.

El saborea la grasa del motor con una cuchara, y la mezcla con la gasolina.

ASTRONAUTA

Me gusta la grasa más densa.

CHUCHO

Nos has debido de decir cuál es tu aceite favorito, pues usamos ese para el motor diesel.

ASTRONAUTA

Me gustan todas las marcas.

Una calculadora del tamaño de un perrito y con ruedas, aparece leyendo el periódico. Ella se acerca a la mesa y le sonríe al astronauta.

CALCULADORA

Hola Sompson.

ASTRONAUTA

Me llamo Simpson.

CALCULADORA

Me gusta el nombre español de sonso.

ASTRONAUTA

No me gustan los dialectos.

CALCULADORA

No te enfades o se te ira el apetito.

El astronauta se toma el aceite.

ASTRONAUTA

Me gusta este aceite.

CALCULADORA

Amo el mar y me gustaría ser una computadora submarina.

ASTRONAUTA

Estarías carcomida.

CALCULADORA

Me gusta estar carcomida.

ASTRONAUTA

Uhmmm.

El saborea el aceite.

La calculadora mira a Chucho.

CALCULADORA

Me estoy muriendo de hambre.

CHUCHO

Como la puedo ayudar?

CALCULADORA

Quiero carne con tostadas y mermelada, mas café con leche.

ASTRONAUTA

Que te da paro electrónico en el sistema ZX34

CALCULADORA

Tengo una salud se hierro, con cemento y transistores.

El astronauta mira el cronometro.

ASTRONAUTA

Tengo doce minutos, treinta segundos y dos decimales.

CALCULADORA

El aceite puro es malo para tu físico.

ASTRONAUTA

Es la presión atmosférica.

CALCULADORA

Debes de descansar en este ambiente marítimo.

ASTRONAUTA

He trabajado veintidós horas y diez decimales de segundo pero ya descanso.

CALCULADORA

Algo le puede pasar a tu cerebro.

ASTRONAUTA

Eso no es importante.

CALCULADORA

El cerebro y la cabeza le dan simetría al cuerpo. Las mujeres lo usan para los peinados,

sombreros, pelucas y dolores de cabeza. Una mujer sin dolor de cabeza no es mujer.

ASTRONAUTA

Tengo que hacer la maniobra L-09…

CALCULADORA (Interrumpiendo)

Quiero ver un transformador enano que me encontré anoche.

ASTRONAUTA

El amor es degradante, para los hombres con muchas cosas que hacer.

CALCULADORA

Es malo ser un hombre.

Chucho entra con el desayuno de la calculadora en una bandeja y el sonido de un clarinete interrumpe la escena.

La calculadora mira a Chucho.

CALCULADORA

Qué es eso?

CHUCHO

El guardia del matador lo despierta con su clarinete.

CALCULADORA

“Que matador?

CHUCHO

Llego al yate anoche y se llama Cagangosto.

CALCULADORA

Que mata?

CHUCHO

Mata a toros, porque es español.

CALCULADORA

Y lo despiertan con clarinetes?

CHUCHO

Creo que sí.

CALCULADORA

Por que no usa un reloj de alarma?

Un hombre de edad madura con ojos asiáticos, una sonrisa asiática y un bigote aparece en la puerta, moviendo sus manos.

PRESIDENTE DE SALVACION

Buenos días todo el mundo.

La calculadora y el astronauta se paran.

ASTRONAUTA Y CALCULADORA

Buenos días.

El presidente se limpia su bigote, teniendo cuidado de no ensuciar su camisa blanca y sus pantalones.

PRESIDENTE DE SALVACION

Este es yate muy hermoso y Homero es un genio.

CALCULADORA

Ha probado la comida?

PRESIDENTE DE SALVACION

Anoche comí caviar.

El astronauta mira el cronometro.

ASTRONAUTA

Excúsenme.

El sale de la escena.

El presidente de Salvacion se sienta al lado de la mesa, mientras que la calculadora acaba de comer y se limpia la cara con un tornillo.

PRESIDENTE DE SALVACION

Nosotros, los hombres del estado, debemos de descansar de las presiones del gobierno en

el yate de Homero.

CALCULADORA

Eso es un buen negocio.

El presidente de Salvacion mira a Chucho.

PRESIDENTE DE SALVACION

Quiero algo de tomar.

CALCULADORA

Un vino?

PRESIDENTE DE SALVACION

Buena idea.

Chucho sale de la escena.

PRESIDENTE DE SALVACION

El gran Melé esta acá?

CALCULADORA

Apenas llegue anoche.

PRESIDENTE DE SALVACION

Yo estoy de incognito, pues amo la humildad.

La conversación es interrumpida por la llegada de un hombre con una capa roja, que es perseguido por otro con un trípode en ruedas, adornado con la cabeza de un toro.

PRESIDENTE DE SALVACION

Ese no es el gran matador Cagangosto? Es increíble.

CALCULADORA

Se debería de curar sus hemorroides, como lo hace un técnico de Houston que conozco.

PRESIDENTE DE SALVACION

Es un monstruo, esplendido e inmortal, y el matador más famoso de todos los tiempos.

Chucho llega con una botella de vino y la calculadora lo pone en unos cuantos vasos que están en la mesa.

CALCULADORA

Aquí esta su vino, señor presidente.

PRESIDENTE DE SALVACION

Debes de llamarme, excelencia.

CALCULADORA

Ya le traje el vino, excelencia.

PRESIDENTE DE SALVACDION

A mi esposa le gusta Cagangosto.

CALCULADORA

Tómese el vino, excelencia.

Antes de que el presidente se lleve la copa a su boca, una pelota se estrella contra su cabeza, y sus dientes falsos salen volando.

PRESIDENTE DE SALVACION

Qué demonios…

La pelota ahora se estrella contra sus anteojos, al tiempo que un hombre pequeño y con una corona en su cabeza corre a través de la escena.

MELE

Hiii.

El presidente gatea en el suelo, antes de que Chucho encuentre sus anteojos y se los de.

El presidente limpia sus anteojos con su pañuelo.

PRESIDENTE DE SALVACION

Quien ha hecho esto?

El saca una ametralladora de su camisa, con balas de verdad, y la bola de Melé acaba en la boca de un tiburón de adorno.

PRESIDENTE DE SALVACION

Pero es el rey.

El guarda su ametralladora y se arrodilla en el piso.

MELE

Hiii.

Melé le da patadas a la pelota.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tenemos dos personas famosas. Es difícil de creer.

Su voz suena rara sin sus dientes falsos.

Chucho aparece con más botellas y vasos, mientras que Homero entra acompañado de una mujer hermosa.

HOMERO

Buenos días, excelencia. Como durmió?

Todo el mundo se para.

HOMERO

Esta es Madame Bulla. La mejor soprano del mundo.

Madame se ventila con un abanico veneciano.

MADAME

Como están su excelencia y la señora calculadora?

El presidente de Salvacion se tapa la boca con su pañuelo de seda.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tengo alguno de sus discos. Es un placer conocerla.

MADAME

Eres muy bueno.

PRESIDENTE DE SALVACION

Excúsenme. Volveré dentro de un momento.

El sale de la escena.

CALCULADORA

Se le perdieron los dientes.

MADAME

Muy chistoso.

Una cabeza con cuernos la hace caer al suelo, pero la calculadora y Chucho la ayudan a pararse.

CALCULADORA

Cagangosto la tumbo.

Chucho encuentra la peluca de Madame encima de un busto de Julio Cesar.

MADAME

Es un honor ser golpeada por el torero mejor del mundo.

El astronauta se mueve a través de la escena con un casco en la cabeza y manejando un tablero con riendas y ruedas.

MADAME

Quién es ese?

HOMERO

Es Simpson. El primer astronauta en Marte.

MADAME

He visto mucha gente en el campo de Marte.

HOMERO

Estoy hablando del planeta Marte.

El presidente de Salvacion aparece en la escena con otra caja de dientes.

PRESIDENTE DE SALVACION

Ese hombre que estaba comiendo acá parece loco.

El hace círculos en su cabeza.

HOMERO

Es Simpson, el primer hombre en Marte.

PRESIDENTE DE SALVACION

Ya me acuerdo de ese juego de football donde pelearon por la decima estrella.

MADAME

Me da mucha pena su excelencia, pero Homero habla de las estrellas del cielo.

PRESIDENTE DE SALVACION

Es que estoy tan ocupado y los amigos de Homero son tan famosos en el mundo.

HOMERO

Yo diría el universo.

PRESIDENTE DE SALVACION

He estado en la universidad.

Melé entra rápidamente y todos se paran.

MELE

Hiii.

HOMERO

El siglo veinte se acordara de sus mil goles, su majestad.

Melé se limpia la boca con su capa.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tengo un pedazo de la pelota del los mil goles en una caja de oro.

MADAME

Y yo tengo una hebra de sus medias, después de cantar diez conciertos en beneficio de las

víctimas de la gripa.

MELE

Hiii.

Cagangosto entra, perseguido por el toro, al tiempo que Melé patea la cabeza del animal y la hace caer al suelo.

CAGANGOSTO

Pero qué te pasa.

MELE

Hiii.

CAGANGOSTO

Has roto mi toro de entrenar.

MELE

Hiii.

CAGANGOSTO

Lo tendrás que componer o te…

Homero, Madame, el presidente y Chucho tratan de calmarlo, pero Melé manda a Cagangosto al mar de una patada.

Homero coge el micrófono.

HOMERO

Alguien se ha caído al mar, apaguen los motores.

 

PRESIDENTE DE SALVACION

Una patada del campeón tiene que ser un honor.

MADAME

Es como si los Beatles me cantaran una de sus canciones.

CALCULADORA

Su majestad ya tiene mil y un goles.

MELE

Hiii.

Los marineros bajan un bote al mar, y el astronauta aparece con una llanta cuadrada, mientras cuenta.

ASTRONAUTA

25…24…23…22…21…

PRIMER MARINERO

Veo un zapato.

SEGUNDO MARINERO

Y el vestido de luces con la capa roja.

MELE

Hiii.

HOMERO

Le podemos tirar un cable?

PRIMER MARINERO

Está muy lejos.

Madame se quita la ropa.

MADAME

Ofrezco mi vida por la suya.

PRESIDENTE DE SALVACION

Su vida no tiene precio, Madame.

CALCULADORA

Por que no amarran el cable a la pelota para que su majestad la patee.

MELE

Hiii.

HOMERO

Buena idea.

Los marineros amarran el cable a la pelota de Melé.

HOMERO

Apúrense.

PRIMER MARINERO

Como sabe su majestad donde está el matador?

CALCULADORA

Le decimos que es el gol número 2002.

MELE

Hiii.

Homero amarra el cable y llama a Melé, quien come una banana.

Homero hace la venia.

HOMERO

Su majestad.

MELE

Hiii.

El rey Melé patea la pelota, haciéndola ir más rápido que el sonido y la peluca del presidente vuela en el aire.

PRIMER MARINERO

Perfecto.

MADAME

Es que es un genio.

PRESIDENTE DE SALVACION

Mi peluca.

MELE

Hiii.

PRIMER MARINERO

Esta cogido del cable.

Madame solo tiene los pantalones y el sostén puestos.

MADAME

Gracias a Dios.

HOMERO

Debemos de jalar al tiempo.

PRIMER MARINERO

Tráiganlo al barco.

SEGUNDO MARINERO

Tengan el oxigeno listo.

PRIMER MARINERO

Jalen ya.

Alguien grita y Madame corre hacia la baranda sin su sostén.

MADAME

No tiene cabeza.

Ella se desmaya.

HOMERO

Un tiburón se le habrá comido la cabeza.

PRESIDENTE DE SALVACION

El matador mejor de todos los tiempos ha muerto.

El llora.

CALCULADORA

No es tan mala la cosa. Puede que toree mejor sin cabeza.

HOMERO

Esta respirando.

Los hombres salen de la escena, al tiempo que Madame se quita los calzones, la calculadora toma vino y todos esperan en silencio.

Unos marineros traen el cuerpo sin cabeza de Cagangosto, acompañados por Homero y el presidente de Salvacion.

HOMERO

Necesita oxigeno.

La sangre sale de la herida en el cuello.

PRIMER MARINERO

Tenemos que parar la sangre.

SEGUNDO MARINERO

Necesitamos telarañas.

Un marinero pone bastantes telarañas en el cuello sangriento.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tenemos que poner una hoja de plátano encima de esto.

MADAME

Que va a ser del mundo sin Cagangosto?

Ella llora.

MADAME

El sol ha muerto.

HOMERO

Es que está vivo, Madame.

Madame se para.

MADAME

Pero sin cabeza.

CALCULADORA

Le hubiera sido más terrible perder el brazo derecho.

PRESIDENTE DE SALVACION

No podría sujetar su capa.

Melé aparece pateando la pelota.

MELE

Hiii.

El astronauta camina en sus manos y con un paracaídas multicolor atado a sus pies.

HOMERO

Esta sangrando. Que hacemos.

CALCULADORA

Póngamele la cabeza del toro en su cuello.

MADAME

Esa calculadora es inteligente.

PRESIDENTE DE SALVACION

Chucho le pasa a Homero la cabeza del toro.

HOMERO

Intentaremos hacerlo.

El pone la cabeza del toro en el cuello del matador.

CALCULADORA

Necesita unos puntos.

Madame sale de la escena.

PRESIDENTE DE SALVACION

Ha parado la sangre.

HOMERO

Es un milagro.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Madame esta arrodillada al lado de Cagangosto con un baulito dorado.

HOMERO

Debe de tener cuidado.

MADAME

Coseré mis mejores puntos.

PRESIDENTE DE SALVACION

Use diferente colores.

CALCULADORA

Quedara mejor que antes.

Madame cose la cabeza, mientras que los marineros se llevan las cosas que han usado para salvar la vida.

FONDO DEL MAR- DIA

En el fondo del mar unos tiburones nadan.

PRIMER TIBURON

No me siento bien. Debe de ser apendicitis.

SEGUNDO TIBURON

Has comido algo malo?

PRIMER TIBURON

Me devore la cabeza de un torero.

SEGUNDO TIBURON

Los pies es lo mejor que tienen.

PRIMER TIBURON

No lo sabía.

SEGUNDO TIBURON

Aprenderás los secretos del trabajo un día.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Todos aplauden cuando Madame acaba de coser la cabeza, que se mueve y abre los ojos.

CAGANGOSTO

Dónde estoy?

HOMERO

No se preocupe matador que está conmigo.

CAGANGOSTO

Quién es?

PRESIDENTE DE SALVACION

Puedes ver?

Cagangosto mira al presidente.

CAGANGOSTO

Quien es él?

HOMERO

Se tiene que acordar del presidente de Salvacion, excelencia.

Homero ayuda a que Cagangosto se levante, antes de examinarle sus cuernos.

CAGANGOSTO

Tengo sed.

CALCULADORA

Tome vino.

La calculadora le pasa la botella y él se toma casi todo el vino.

MADAME

Es tan hermoso como una Miura.

PRESIDENTE DE SALVACION

Voy a buscar mi otra peluca.

El presidente sale de la escena.

CALCULADORA

Creo que el matador ha mejorado, pues algunos toros son inteligentes.

CAGANGOSTO

Los matadores son los animales más inteligentes del mundo.

CALCULADORA

Sin incluir las calculadoras, claro está.

CAGANGOSTO

Estoy hablando de animales.

HOMERO

Tengo sed después de lo acontecido. Quiere otra botella de vino, matador?

CAGANGOSTO

Si hombre.

Uno de los marineros le dice algo a Homero.

HOMERO

Les tengo buenas noticias. Un helicóptero con los Beatles está a punto de aterrizar en el

yate.

CAGANGOSTO

Los Beatles?

Madame sigue empelota.

MADAME

Los Beatles?

El presidente de Salvacion aparece con otra peluca.

PRESIDENTE DE SALVACION

Si oí bien?

HOMERO

Los Beatles llegaran dentro de unos minutos, excelencia.

PRESIDENTE DE SALVACION

Los héroes del imperio británico?

MADAME

Estoy muy contenta.

Homero dice algo.

Melé corre a través de la escena pateando su pelota.

HOMERO

Excelencia.

MELE

Hiii.

PRESIDENTE DE SALVACION

Su majestad, los Beatles ya casi llegan.

HOMERO

La joya más resplandeciente del imperio británico.

CAGANGOSTO

Son miembros de la orden de Garreteer.

MELE

Hiii.

El corre atrás de la pelota

MADAME

Su majestad es un genio.

HOMERO

Es superman.

CAGANGOSTO

El vino es muy bueno.

CALCULADORA

Debemos de tomar por su salud, matador.

PRESIDENTE DE SALVACION

Representamos lo mejor de la humanidad.

MADAME

Dios ha reunido lo mejor de su gente en este yate.

El astronauta camina a través de la escena jalando una torre con luces de colores y una sirena suena. Entonces para y camina de para atrás.

CALCULADORA

Puedo comer más calamares?

Homero sale de la escena, y se oye el ruido de un helicóptero.

PRESIDENTE DE SALVACION

Ya han llegado.

MADAME

Me voy a desmayar.

CAGANGOSTO

Desmáyese aquí.

El abre sus brazos.

MADAME

Ahhhhhhhhhhhhhh!!!!

Ella cae en los brazos de Cagangosto.

PRESIDENTE DE SALVACION

Es una mujer muy sensible.

CAGANGOSTO

Y muy bonita.

Ella se desmaya más, cuando él le lame su cuerpo.

CALCULADORA

Donde está el inodoro?

MARINERO

Al final del pasillo.

Él le muestra con sus manos.

La calculadora se va con el marinero.

PRESIDENTE DE SALVACION

No me gusta esa máquina.

CAGANGOSTO

Tiene aspecto de una nave espacial domesticada.

PRESIDENTE DE SALVACION

Debe de ser indiferente a la gloria humana.

CAGANGOSTO

No creo que entienda mucho de toros.

PRESIDENTE DE SALVACION

No le gusta el arte.

CAGANGOSTO

Ese astronauta se lo pasa jugando a ciencia ficción todo el tiempo.

Homero aparece con algunas personas de pelo largo, ropa extraña y con guitarras eléctricas. El presidente de Salvacion se levanta de su asiento.

PRESIDENTE DE SALVACION

Los Beatles

Madame se levanta.

MADAME

Los Beatles.

Cagangosto se queda sentado.

CAGANGOSTO

Los muchachos están acá.

HOMERO

Estos los Beatles y sus novias, damas y caballeros.

Las personas con la ropa rara ignoran a todos y se sientan en un círculo en el piso, mientras el astronauta gatea por la escena, cantando en voz baja.

ASTRONAUTA

My old Kentucky home...

El primero de los Beatles lo mira.

PRIMER BEATLE

Queremos probar lo que él está tomando.

HOMERO

Es Simpson, el conquistador de las montanas marcianas.

SEGUNDO BEATLE

Denos su marihuana y no las chicas que ha conquistado.

PRIMERA CHICA

Quiero mezcalina.

SEGUNDA CHICA

A mi deme LSD.

TERCER BEATLE

Traigan de todo lo que tengan.

PRESIDENTE DE SALVACION

Es que son genios.

Homero sale de la escena con uno de los marineros y la calculadora vuelve.

CALCULADORA

Todo es basura.

CAGANGOSTO

Me acuerdo de una tarde en Sevilla con los toros de Domec…

MADAME

Me encantan sus vinos.

PRESIDENTE DE SALVACION

Quiero una foto con los genios.

Unos cuantos marineros llegan con comida, vino, cigarrillos y algo parecido a dulces de muchos colores. Homero aparece al lado de ellos.

HOMERO

Aquí están los licores, marihuana rubia asiática y café. También hay opio de varias

concentraciones, mezcalina, heroína sublimizada, y morfina.

Los Beatles tocan sus guitarras y todo el mundo aplaude.

CALCULADORA

Yo tomare vino.

Todos escogen entre la comida y los estimulantes, y Melé llega atrás de la pelota.

MELE

Hiii.

HOMERO

Quiere comer algo, su majestad?

MELE

Hiii.

El se va atrás de la pelota.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Un marinero camina hacia el presidente.

MARINERO

Lo necesitan en el teléfono, excelencia.

PRESIDENTE DE SALVACION

Alguien me necesita?

MARINERO

Sí, señor. Es urgente.

HOMERO

Tráiganle el teléfono.

El marinero se va, mientras que los Beatles fuman marihuana y otras drogas.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Los soldados le traen el teléfono al presidente y un hombre con muchas condecoraciones en su ropa aparece en la pantalla tridimensional.

PRESIDENTE DE SALVACION

Que pasa ministro?

MINISTRO

Es malo, excelencia.

PRESIDENTE DE SALVACION

Dígame, hombre.

MINISTRO

El réferi ha hecho un penalti en contra de nuestro equipo, a los 25 minutos del partido de

football con la republica de Bajuras.

PRESIDENTE DE SALVACION

Eso es un atentado contra mí. Eso es…

MINISTRO

Excúseme, excelente presidente de la republica de Salvacion pero estamos perdiendo uno

a cero, pues ya han pasado el penalti.

PRESIDENTE DE SALVACION

Esos perros. Llamen a nuestras reservas del aire y mar.

El astronauta se mueve a través de la escena con don globos de diferentes colores.

MINISTRO

Lo haremos así, excelencia.

El hace la venia en la pantalla.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tienen que informarme que pasa.

El cuelga el teléfono y respira profundamente.

HOMERO

Malas noticias, excelencia?

Madame canta con los Beatles, mostrando su cuerpo desnudo.

PRESIDENTE DE SALVACION

Algo terrible ha pasado, mi querido Homero. El equipo Barujas ha hecho un penalti en el

partido de football al final de la copa Rimmet. Que indignidad.

Estos idiotas han difamado a mi país.

Las voz de Madame cantando con los Beatles se oye por el escenario.

CAGANGOSTO

Y eso paso durante un toreo en Cali, en el que yo…

CALCULADORA

Tome mas vino, matador.

PRESIDENTE DE SALVACION

Quiero comprar treinta aviones con bombas. No podemos perder más tiempo, si mi país

está en peligro.

HOMERO

Asesinos, bastardos.

CAGANGOSTO

Por que no se lleva al hombre pareando la pelota?

PRESIDENTE DE SALVACION

Quiere decir su majestad, el rey Melé?

CAGANGOSTO

Sí, hombre.

PRESIDENTE DE SALVACION

No creo que su país quiera perder esa joya. Es como si Venezuela regalara su petróleo, el

Japón sus fabricas, Inglaterra su reina, Argentina sus generales, Colombia su salto del

Tequendama, Brasil el rio Amazonas, o China su muralla.

Los Beatles cantan en coro, y las chicas se quitan la ropa.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

 

El ministro aparece en la pantalla del teléfono.

PRESIDENTE DE SALVACION

Que está pasando?

El ministro hace la venia.

MINISTRO

El primer tiempo acabo 1-0. Han matado a siete miembros de nuestro club de deportes,

incluyendo el director técnico, el entrenador y dos analistas.

PRESIDENTE DE SALVACION

Que has hecho?

MINISTRO

Uno de nuestros aviones mato a un juez y cuatro espectadores, después de dejar caer una

bomba sobre el estadio.

Un marinero trae lapiceros y papel a la mesa, al tiempo que los Beatles, Madame y las chicas bailan desnudos en la proa.

PRESIDENTE DE SALVACION

Tendrán más armas dentro de unos minutos.

MINISTRO

Gracias, excelencia.

PRESIDENTE DE SALVACION

Déjeme ver el partido en el teléfono.

El ministro hace la venia y ven a unos cuantos hombres pateando una pelota, mientras que otros están en el suelo.

LOCUTOR

El jugador de Salvacion a la derecha del campo pasa la pelota a otro, al que mata la

defensa central de Barujas. La defensa de la izquierda de Salvacion apunta su

ametralladora hacia el portero del otro equipo, pero el árbitro lo para a tiempo.

Barujas está ganado 1-0, y se llevan a los heridos. La defensa de izquierda de Barujas está

muerto, y el árbitro reemplaza al que mataron en el primer tiempo con un sustituto.

Melé rompe el teléfono en mil pedazos con su pelota.

MELE

Hiii.

PRESIDENTE DE SALVACION

No, hombre.

HOMERO

Qué problema.

CALCULADORA

Su majestad ha acabado con el juego.

CAGANGOSTO

Estaba interesante.

PRESIDENTE DE SALVACION

Que hago ahora?

HOMERO

Tengo los papeles para que su excelencia firme, antes de que le llame el helicóptero.

Homero recoge los papeles de la mesa y sale con el presidente, mientras que los Beatles cantan con Madame y las chicas desnudas.

El astronauta se trepa a una pared, antes de dejarse caer en una malla, que había puesto allí.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Homero y los marineros traen unas cosas.

HOMERO

Debemos de cantar juntos.

Los Beatles cantan sus canciones, Cagangosto baila flamenco sobre la mesa. Homero mira a sus instrumentos y Melé patea su pelota.

Todos se caen al suelo después de unos momentos, excepto Melé y Homero.

HOMERO

Gracias todo el mundo. He acabado de grabar la sinfonía del siglo veinte para el futuro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las monjas

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Dos hombres vestidos de batas largas están sentados en un yate. Uno de ellos es un hombre con un estomago bastante grande, una corona en su cabeza y anillos en sus dedos.

El otro no tiene corona pero si unos pendientes con cruces colgándole del cuello.

Ellos toman el té y comen las galletas que hay en un plato en la mesa, cuando la luna llena esta en el cielo.

CARDENAL

Es bueno que Homero nos deje esconder en su mansión flotante.

OBISPO

El ayuda a sus amigos.

CARDENAL

Le doy mis bendiciones.

Ellos toman su te con galletas, y la moronas se caen en los hábitos sagrados.

Una monja con un hábito azul oscuro y su cabeza cubierta por una tela del mismo color viene hacia ellos.

HERMANA CAMILA

Qué bueno encontrar los hijos de Dios acá.

CARDENAL

Homero ignora al general y nos deja usar su yate. Es que es muy generoso.

HERMANA CAMILA

Lo quieren mandar a la corte en su país.

OBISPO

Es un héroe.

HERMANA CAMILA

El papa lo tiene que canonizar.

Ella coge una de las tazas de té de la mesa, y Fifi aparece en la escena con una mini falda.

OBISPO

Es bueno encontrarte aquí, Fifi.

FIFI

Estoy disfrutando de la hospitalidad de Homero.

Fifi saluda a los religiosos y a la hermana Camila, mientras que una monja malta y con la misma ropa que la otra entra a la escena.

HERMANA ROSA

Hay unos cuantos miembros de la iglesia en este yate.

CARDENAL

Todavía no hemos visto al dueño.

La hermana Rosa coge una de las tazas de café. Homero aparece en la escena acompañado de una chica de piernas largas, pelo negro, pestañas postizas y senos grandes, vestida con ropa de soldado.

Todos se paran y aplauden.

HOMERO

Veo que lo están pasando bien en mi yate.

HERMANA CAMILA

Estamos lejos de ese país peligroso.

HOMERO

Considérenme su salvador.

Él muestra a la chica.

HOMERO

Amelia es la cabeza del movimiento revolucionario del país.

Ella saluda al estilo del ejército y mira a Fifi.

AMELIA

Debes de ser la esposa del general. He visto tu cara en los periódicos.

Fifi asiente.

FIFI

Mucho gusto conocerla.

AMELIA

Quisiera decir la misma cosa.

HOMERO

Brindemos por nuestra salud y la libertad.

El pone en la mesa una bandeja llena de vasos y dos botellas que un marinero le ha traído.

HOMERO

Quiere un vinito, cardenal?

CARDENAL

Gracias, pero tomo un té.

HOMERO

Alguien quiere vino?

FIFI

Deme ginebra y tónico.

AMELIA

Quiero una ginebra y tónico, tío Homero.

Un marinero va repartiendo las tazas de té y café y luego reparte la ginebra con el tónico. Amelia se para en frente de todos.

AMELIA

Queridos camaradas. Nuestros países deben de ser gobernados por gente que no esclaviza

y tortura a sus compatriotas en el nombre del capitalismo.

Ella para por un momento para tomar un poco de ginebra con tónico.

AMELIA

Debemos de atacar las fuerzas del demonio.

Todos aplauden.

HOMERO

Tengo las armas listas para la pelea.

AMELIA

Es la pelea de Dios, tío Homero. Debemos de ganarle a la gente que nos tortura y nos

mata.

Ella lo besa.

HOMERO

Te tengo una sorpresa.

El aplaude y unas cuantas chicas uniformadas salen de una de las puertas y saludan al estilo militar.

Amelia sonríe.

AMELIA

Gracias, tío Homero.

HOMERO

Ya sabía que querrías a tus amigas.

AMELIA

Atención.

Las mujeres se paran en frente de ella.

AMELIA

Un, dos, un, dos…

Ellas marchan alrededor de la escena.

AMELIA

Descansen.

Ellas se dispersan, mientras que Amelia se toma su ginebra y Homero la abraza.

CARDENAL

Ha sido buena muestra de solidaridad.

OBISPO

Es que peleas por tu país.

AMELIA

Queremos la liberación del opresor.

Todos miran a Fifi.

FIFI

He dejado a mi marido el general.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Se oye música del Caribe. Homero baila con Amelia, la hermana Camila y la hermana Rosa bailan entre ellas, mientras que el obispo, el cardenal y Fifi se toman sus bebidas.

Las mujeres del ejército están sentadas en el suelo, girando una botella y cada vez que la botella para de girar, ellas se quitan su ropa.

HERMANA ROSA

Padre nuestro que estás en los cielos.

CARDENAL

Alabado sea tu nombre.

HERMANA CAMILA

Vénganos en tu reino.

Fifi cruza la escena y desaparece por la puerta.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Chucho escribe en su libreta bajo la luz de una lámpara y alguien golpea en la puerta.

FIFI (F.V)

Chucho, soy yo. Puedo entrar?

Al entrar a la habitación, ella ve papeles en el suelo y la mesa está cubierta de cosas.

FIFI

Están todos locos.

Chucho para de escribir.

CHUCHO

Estoy trabajando en las páginas de Homero.

FIFI

Su amigo invisible los ha escrito.

CHUCHO

Ya lo sé.

Fifi acaricia su pelo y le besa la boca.

CHUCHO

Que estoy ocupado.

Ella lee lo que él ha escrito.

FIFI

Por que deja un espacio en este sitio?

CHUCHO

Eso no lo entiendo.

Ella sigue leyendo, pero la música interrumpe su concentración.

CHUCHO

Debes de volver a la fiesta.

FIFI

Me quiero quedar acá.

Ella le besa su cuello, pero él la detiene.

FIFI

Cuando acabaras?

CHUCHO

No sé.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- DIA

Fifi recoge las cosas que están en el suelo del camarote.

CHUCHO

No toques los papeles.

FIFI

Pueda que lo expliquen todo.

CHUCHO

Eso espero.

FIFI

Dímelo por favor.

CHUCHO

Es complicado.

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Fuegos artificiales explotan en el cielo. El aire está lleno de un humo rosado que se alza hacia el cielo, al tiempo que el cardenal, el obispo y las monjas rezan al lado de las chicas empelotas.

HOMERO

No olvidaremos esta noche.

AMELIA

Que viva nuestro héroe.

TODO EL MUNDO

Que viva.

La música empieza otra vez, Amelia se le acerca al cardenal y las chicas bailan entre ellas.

HERMANA ROSA

No tienes ropa, hija mía.

AMELIA

Dios me ha mandado así al mundo.

HOMERO

Quiero que bailemos.

El cardenal reza.

CORTA A

EXTERIOR DE YATE LUJOSO- NOCHE

Los marineros traen una mesa llena de papeles, lapiceros y calculadoras.

HOMERO

Tenemos que hablar de negocios.

AMELIA

Ya firmare un cheque por las amuniciones y los tanques, tío Homero.

Ella se sienta al lado de la mesa, sus tetas temblando sobre los papeles que han puesto allí, antes de firmar un cheque por miles de dólares.

AMELIA

Mataremos a esos bastardos.

Las chicas empelotas vienen a la mesa por sus bebidas.

AMELIA

Brindamos por la revolución.

TODAS LAS CHICAS

Por la revolución.

CARDENAL

Ora pro novis.

HOMERO

Tendremos más fuegos artificiales esta noche.

CARDENAL

Que Dios nos salve.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Miguel

Yo llegue al yate de Homero en una noche caliente, y cuando el helicóptero volaba sobre el yate, un grupo de chicas nos hacían señas al lado de la piscina.

“Esos son los ángeles de Homero,” el piloto me dijo.

“Tiene buena suerte,” le dije.

Homero había juntado plata con su negocio en el mercado, antes de que las lluvias mataran a las viuditas que vivían en los tugurios de la ciudad, en esa tragedia que ya habría olvidado.

“Bienvenido al yate,” el piloto interrumpio mis pensamientos.

“Es bueno estar acá,” le dije.

“Homero tiene las mejores fiestas del mundo,” me dijo. “Donde satisface las fantasías de sus invitados.”

Yo pensé en sus palabras, mientras volábamos sobre el yate por última vez, y el mar Caribe nos daba la bienvenida en el mundo fractal de Homero.

“No creas lo que te diga Don Homero,” el piloto me dijo.

El me conto todas las maneras como mi amigo engañaba a la gente para acumular más dinero, a pesar de ser un millonario.

“No le hare caso,” le dije.

Al bajarme del helicóptero, el aire húmedo del Caribe me trajo a la realidad de mi viaje al yate más famoso del mundo, al tiempo que los marineros me ayudaban con mi equipaje.

“Nos encontramos otra vez,” alguien dijo.

Un hombre alto y calvo me abrazo, y el sonido de los fuegos artificiales interrumpía ese momento.

“Homero,” le dije. “Cuanto hacia que no nos veíamos?”

“El tiempo se pasa rápido,” me dijo.

Muchos años habían pasado en el resto del mundo, pero solo poco tiempo había transcurrido en su vida, así como me lo había dicho en su almacén hacia una eternidad.

“Siempre bromeas,” le dije.

“Es la verdad,” me dijo.

Homero me mostraba las piscinas del yate, explicándome todo lo relacionado con los varios restaurantes a bordo de su palacio flotante, con todas las comodidades del mundo moderno.

“Amelia estuvo acá la semana pasada,” me dijo.

Ya había oído a mi hija hablando de sus aventuras en el yate en alguna de esas emisoras de radio, cuando una mujer nadando en la piscina interrumpio mis pensamientos.

“Hola,” me dijo.

Tenía unas tetas grandes, que parecían que fueran a estallar a cualquier momento si no se cuidaba.

“Tiene sangre azul,” Homero dijo. “Pues es una duquesa.”

Ella no parecía de ese color, pero la gente rica es extraña.

“Quiero un aperitivo,” ella nos dijo.

“Ven acá,” Homero dijo.

Ella se seco con una toalla que él le dio, mientras me miraba con sus ojos azueles, del mismo color que su sangre.

“Acabo de llegar,” le dije.

Ella sonrió. “le puedo mostrar el yate.”

“Gracias,” le dije.

“Quiere un aguardiente?” una voz interrumpio la conversación.

Vi a un chimpancé con una bandeja llena de vasos, la memoria del viaje a la selva volviendo a mi memoria, entre las otras cosas de mi vida.

“Hola Chucho,” le dije.

“Espero que la pase bien,” me dijo.

Chucho me hizo acordar de los experimentos del profesor, cuando las reinas de la belleza me habían hecho feliz bajo mis pantalones, mientras se movía entre los invitados hablando de toda clase de cosas sin importancia.

“El dueño de Chucho necesita su ayuda,” le dije a Homero.

“Es un hombre muy inteligente,” el me dijo.

“Invento el ante transistor,” le dije.

“Parece interesante,” Homero dijo.

Yo le explique la maquina que callaba la música de la torre de la iglesia, en un experimento sin límites, aparte de sus estudios con el ADN y otras cosas que tenían que ver con el tiempo.

“La realidad se bifurca cada vez que pensamos,” Homero dijo. “Eso lo aprendí en la selva.”

“Tomaste mucha coca,” le dije.

“Los invitados le quieren hablar,” Chucho interrumpio.

Homero lo siguió a la otra parte de la piscina, dejándome solo con la mujer que acababa de conocer.

“Llegue hace unos días,” ella me dijo.

“Tiene suerte,” le dijo. “Me gusta este sitio.”

Estudie su cuerpo, quemado por el sol, a pesar de los esfuerzos que haría en proteger su piel de los rayos gamma del espacio.

“Tu señora tiene que estar en Nueva York,” me dijo.

“Estamos divorciados,” le dije.

“No estoy casada,” me dijo.

Ella me mostro parte de sus senos, al tiempo que se secaba con una toalla rosada y pretendía ser tímida.

“Que paso con tu matrimonio?” me pregunto.

“Tuvimos nuestras dificultades.”

Quería acostarme con ella en mi primera noche en el yate, aunque me seguía hablando de cosas sin importancia.

“Chucho lo llevara a su cabina,” Homero interrumpio la conversación.

El chimpancé me mostro sus dientes, que podrían acabar con la cara de alguien con solo un mordisco de esos molares.

“Traeré mas bebidas,” la duquesa dijo.

Ella se fue al restaurante, y algunos de los invitados admiraban su cuerpo con cu0rvas en todos los sitios.

“He estado perdido en el mar,” Homero dijo.

“Ya lo sé,” le dije. “Lo leí en los periódicos.”

El me mostro las fotos de una chica que había conocido después de su rescate del mar.

“Es Fifi,” me dijo.

“Parece simpática,” le dije.

Había visto esa cara en las noticias de la época, cuando hablaban de sus aventuras en el océano Atlántico.

“Jaramillo esta acá,” Homero me dijo.

El periodista había estado escribiendo acerca de la gente importante visitando el yate, mientras estudiaba los papeles que Homero había encontrado en el suelo.

“Me acuerdo de tus papeles,” le dije.

Homero asintió. “Son importantes.”

“No lo sé.”

El me dijo como podrían parar una tragedia de dimensiones extraordinarias, pero las chicas jugando al lado de la piscina no me dejaron oír el resto de lo que pasaría algún día.

“Tendremos los fuegos artificiales esta noche,” Homero me dijo.

“Me gustan,” le dije.

“He tenido un matador con la cabeza de un toro el mes pasado,” me dijo.

“Eso es extraño.”

“Los matadores son raros.”

El ruido de truenos interrumpio la conversación, y más rayos iluminaban las nubes flotando sobre el mar.

“Quiero una orgia,” Homero dijo. “Me gustan los truenos.”

“Tenemos que hablar,” le dije.

“Lo haremos otro día.”

“El médico necesita plata,” le dije.

“Que medico?”

“El dueño de Chucho.”

“Soy su dueño.”

Homero oyó acerca de los recaudadores molestándolo casi todos los días de su vida, al tiempo que yo le mostraba los recibos de sus deudas.

“Todos tenemos problemas,” el dijo.

“Entreno a Chucho,” le dije. “Y le debes eso.”

El prometió mandarle plata, cuando tuviera tiempo de escribir un cheque de un uno con bastantes ceros.

“Lo tienes que hacer ya,” le dije.

Homero me dijo de sus sufrimientos durante su vida, mientras buscaba su chequera, que habría dejado en algún sitio, entre sus papeles.

“Ya lo sé qué has sufrido.” Le dije.

“Tú y tu familia eran todo en mi vida,” me dijo.

“Gracias,” le dije.

La banda empezó a tocar un pasodoble, recordándome de que había venido a pasar contento en el yate Homero me daba el cheque.

“Gracias,” le dije.

“Dale mis saludos al profesor,” me dijo.

Yo asentí. “Eso hare.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los fuegos artificiales

Volví a la piscina, cuando las chicas nadaban empelotas, mientras que los fuegos artificiales estallaban en el cielo y la duquesa me hablaba sin parar.

“Hemos tenido una fiesta del fin del mundo hace una semana,” me dijo.

“Que interesante.”

“No la pasaras jarto aquí.”

Unas cuantas chicas sin ropa bailaban al lado de la piscina, después de probar el aguardiente que Chucho les había ofrecido en su bandeja, y otras cosas que Homero les daba para su bienestar.

“Uno, dos, tres,” las chicas cantaban.

“Me quiero despertar,” yo dije.

“Cuatro, cinco, seis…”

Le mame los senos a la duquesa, cuando ella me mostraba los tatuajes de su torso, los que estaban en sus nalgas dándome la bienvenida a las delicias de su cuerpo.

“Que es ese nombre?” le mostré algunas de las letras en su brazo.

“Pensé que quería a mi marido,” me dijo.

Ella había pasado la noche de bodas en Hide Park en Londres, los zorrillos llamando a sus familia interrumpiendo los mejores momentos de ese día.

“A mi marido le gustaba el sexo en todos sitios,” me dijo.

Las voces de las chicas empelotas cantando la Marsellesa, me trajo a la realidad de una noche.

“Homero se caso consigo mismo,” le dije.

“Me mientes,” me dijo.

“Pues es verdad.”

Le conté la ceremonia, cuando sus amigos le traían la mercancía del puerto para vender el su almacén y mi hija lo había visitado esa noche, de acuerdo a lo que él me había dicho.

“El tiene buena imaginación,” le dije.

“Ese es Homero,” me dijo.

Nos sentamos cerca de la baranda, a admirar al océano bajo la luz de la luna, cuando las chicas sin ropa, cantaban algo que sin importancia y yo pensaba que me la llevaría a la cama esa noche.

“Mi hija lo quiso hace tiempo,” le dije.

“Donde está ahora?”

“Se caso con un hombre rico.”

Le dije todo acerca de los amores de Homero, antes de que las viuditas se ahogaran en algún universo.

“Las viuditas?” me pregunto.

“Las casas que Homero les construyo se inundaron con las lluvias.”

“Eso eso es típico de él,” me dijo.

“Escapo a Nueva York y se enamoro de Fifi.”

“Creo que esta aquí,” ella me dijo.

Yo miraba a la gente en la proa, esperando encontrar a esa mujer que había visto en los periódicos hacia unos años, mientras la briza nos refrescaba la cara en esa noche de magia.

“Homero me dejo el almacén del mercado,” le dije.

“Eso es bueno.”

“Y nos enriqueció.”

La noche adquiría el carácter de ciencia ficción, mientras pensaba en los problemas que la herencia de Homero nos había traído en un mundo del que no sabíamos nada.

“Éramos pobres,” le dije. “Y de pronto resultamos ricos.”

Ella escucho la historia de mi vida, desde el momento que acepté parte de los negocios de Homero en mi país de origen, después de que lo habíamos llamado a New York.

“Él dice que el tiempo se ha ido rápido,” le dije.

“A veces uno piensa que eso pasa.”

Homero creía que su aventura en el mar había pasado no hacía mucho, cuando muchos anos habían trascurrido desde que lo habían encontrado en medio del océano atlántico.

“El habla de otras dimensiones,” le dije.

“Ya he oído de eso.”

La duquesa me mostro las otras partes del yate, donde habían restaurantes para todos los gustos, más un teatro.

“Te tengo que decir la verdad,” ella me dijo. “He venido a conquistar a Homero.”

“Pero él tiene a Fifi,” le dije.

“Lo sé,” ella me dijo.”

Nos sentamos en una cafetería pequeña, donde algunos de los marineros discutían algo y ella me hablaba más de Homero. Le pedimos dos tazas de café a uno de los meseros que no dejaba de mirar a las chicas sin ropa que pasaban por su lado.

“Dejaste a tu marido,” le dije.

Ella asintió. “Si.”

Me dijo como había dejado a su país para estar con el hombre de sus sueños, pero el solo quería a Fifi, la mujer que lo había conquistado en el mar.

“La quiere mucho,” me dijo.

“Eso es lo que piensas.”

“Haría cualquier cosa por ellas.”

Oí todo lo relacionado por su amor por Homero, mientras me tomaba el café caliente, mezclado con un aguardientico colombiano.

Homero apareció al lado nuestro, con un papel en su mano.

“El presidente ha muerto,” nos dijo. “Que viva el general.”

“Fifi estará contenta,” le dije.

“Nunca lo quiso.”

Hablamos de cómo se sentiría ella al ser la esposa del hombre más importante de ese país suramericano, donde vendían la mejor marihuana del mundo.

“Eureka,” Chucho dijo.

El chimpancé corría por el yate, con las hojas de Homero que había estado estudiando por un tiempo.

“Párenlo,” Jaramillo dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

Yo no había visto al periodista por unos meses, pero corría atrás del chimpancé como si se lo llevara el diablo, al tiempo que pensaba del significado de esa palabra en las clases de los sábados con el padre Ricardo.

“Es que lo ha encontrado,” les dije.

“Que ha encontrado?” la duquesa me pregunto.

Las piernas del chimpancé se doblaban cada vez que brincaba, interrumpiendo la orgia en el yate.

“Eureka,” el dijo.

“Mis papeles,” Homero dijo.

El chimpancé corría por entre la gente gozando de los placeres carnales, antes de subirse por el mástil, entre los grupos de amantes jurándose el amor, en una noche que nunca olvidaría.

“Esto es loco,” la duquesa dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

El cielo estallaba en una multitud de colores, mientras que la gente sin ropa se paseaba por la proa, en el ambiente fantástico de la noche.

“Tienen que oír esto,” Homero encendió la radio que tenía en la mano.

“Los astrónomos creen que nuestro sol explotara en una nova,” la voz del locutor dijo. “La palabra quiere decir nuevo, porque es cuando una estrella aparece en el cielo, donde no había nada antes.”

“Esto es un chiste,” le dije.

“Mira al cielo,” Homero me dijo.

Vi nubes rosadas flotando en un horizonte gris y azul.

“Es el amanecer,” le dije.

“Un amanecer extraño.”

“Tenemos que guardar la calma,” el locutor nos dijo.

Yo asenté. “Estoy calmado.”

“Yo también,” la duquesa me acariciaba el cuerpo.

“Es el final del tiempo,” Homero dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

Estas son las ultimas noticias,” el locutor interrumpio. “Nuestro sol ha tenido unos cuantos cambios, de acuerdo a las observaciones astronómicas alrededor del planeta. Queremos que todos se queden en la casa, pues alguna gente ha muerto en las iglesias.

“No me gustan las iglesias,” la duquesa dijo.

Homero se tomo una copa de aguardiente que alguien había dejado en la mesa.

“Tiene que ser un chiste,” le dije.

“Me gustan los colores,” la duquesa dijo.

Al mirar al cielo, vi un poco de rojo disolviéndose en el mar, y tonos de rosado aparecían atrás del rojo.

“Gracias por la bienvenida,” le dije a Homero.

“Que no he hecho nada,” me dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

El se había subido al mástil otra vez, al tiempo que miraba la neblina sobre el mar.

“Va a llover,” la duquesa dijo.

Entramos a la cafetería, donde los marineros estaban de fiesta, después de tomar aguardiente y jugar con las chicas.

“Queremos más ron,” decían.

Homero nos llevo a una esquina del bar, y el olor a alcohol asaltaba nuestro sentidos entre otras cosas que pasaban esa noche. El interlocutor del radio interrumpio mis pensamientos.

“El sol está cambiando,” nos dijo. “El hidrogeno del centro se está consumiendo, mientras que el helio se expande.”

“Tráenos aguardiente,” Homero le dijo a uno de los camareros.

“Quiero menta en el mío,” la duquesa le dijo.

“No piensas en Armagedón?” le pregunte.

“No sé.”

Homero nos podía engañar en su fiesta, mientras que le subía el volumen a la radio para que oyéramos mas detalles.

“Casi todo el mundo está sumido en la niebla,” el locutor nos dijo. “Entre las otras cosas que están pasando en todo sitio.”

El espacio y tiempo se habrían juntado para el mejor espectáculo del mundo y la nebkina se ponía peor afuera de la ventana.

“Los colores tienen que estar atrás de la niebla,” la duquesa dijo.

“El sol ha acabado con su helio,” el locutor de la radio nos dijo. “Siendo culpable por el espectáculo que hemos visto hoy.”

“Helio es el gas de las bombas,” les dije.

“El sol es chistoso,” la duquesa dijo.

“Quiero una orgia,” Homero dijo.

El se tomo otro aguardiente, y su cara se le ponía mas roja, seguro pensando en lo que habría planeado esa noche.

“La madre de Lola de pronostico esto,” nos dijo.

“La chica que trabajaba en el almacén?” le pregunte.

Homero asintió. “Tenía un sargento.”

“No me haga cosquillas,” la duquesa me dijo.

“Les traigo las ultimas noticias,” el locutor dijo. “los carros en las ciudades se estrellan por culpa de la neblina.”

Tenía que ser el final del tiempo, de acuerdo a lo que el hombre de la radio nos estaba diciendo.

“Esto es loco,” le dije.

Ella miro a Homero. “Debe de ser uno de sus chistes.”

“La neblina se empeora en donde estamos,” el locutor nos dijo.

“Como encuentras a la gente a tu alrededor?” alguien más le pregunto.

“Están asustados,” el primer locutor dijo.

“Y las luces?”

“Las tapa la niebla.”

“Igual que aquí.”

 

 

 

 

Armagedón

Homero me dijo como tenía que escoger un camino en su vida para cambiar su realidad, de la manera como los fantasmas le habían enseñado en la selva.

“La realidad solo existe cuando se observa,” me dijo.

“Este debe de ser otro de tus trucos,” le dije.

“Ya sé que no lo entiendes, pero somos ondas de la probabilidad.”

El cielo tenía diferentes colores entre la neblina, mientras que él me trataba de explicar cómo funcionaba la mecánica cuántica del universo y que podíamos cambiar todo con nuestras acciones.

“El futuro y el pasado no son estables,” me dijo.

“El pasado no se puede cambiar,” le dije.

“Solo existe cuando lo observamos.”

La observación creaba nuestro mundo, haciéndome olvidar de la tragedia solar acabando con nuestras vidas, porque algo está en limbo si nadie lo mira.

“Yo existo si no me observas,” le dije.

“Estarás en medio de universos, de acuerdo a mi punto de vista.”

“Pero existo,” le dije.

“Tu colapsas tu ola de la realidad.”

Las cosas se estaban poniendo muy científicas, en esos momentos en los que el sol sufría una transformación muy seria, y la gente seguía disfrutando de la piscina a pesar de la niebla.

“Cada vez que te mueves y que piensas estas creando nuevas realidades,” me dijo.

“Entonces deben de haber tantas realidades como granos de arena.”

“Mucho más que eso.”

Yo pensaba en cambiar nuestro dilema con nuestras acciones, pues todo lo que podía pasar pasaba en otro sitio no muy lejos de ese en el que estábamos, creando una confusión de universos, separados por casi nada entre ellos.

“Debemos de escapar de acá,” le dije.

“Es imposible,” me dijo. “Pues creamos la realidad al colapsar las ondas de todo lo que nos rodea.”

“No quiero colapsar nada,” le dije.

Homero encendió la radio que había puesto en la mesa, la voz del locutor acabando con mis fantasías de escape de la presente realidad si no colapsábamos las ondas cuánticas.

“La neblina cubre toda la tierra,” la radio nos dijo. “Y los satélites artificiales alrededor de la tierra nos informan de sus cambios. Hemos puesto las emisoras del país juntas para darles las ultimas noticias acerca de lo que está pasando.”

Homero le bajo el volumen a la radio, mientras les daba algunas instrucciones a los marineros.

“Estamos navegando a ciegas nos dijo."

“Eso me imagine,” le dije.

Jaramillo apareció, entre la gente a la que no les importaba los eventos de la noche.

“Los Beatles vinieron,” nos dijo.

Nos dijo come Cagangosto había perdido su cabeza, Pele, el futbolista hacia su gol en el yate y los Beatles interrumpieron todo con sus canciones drogadas.

“Quiero más aguardiente,” la duquesa dijo.

“No he dormido,” le dije.

“Duerme acá,” ella señaló el suelo a sus pies.

La discusión volvió a la manera cómo podíamos para la presente situación, si no colapsábamos las ondas existenciales, aunque podíamos dejar de pensar o para quedar entre los universos.

“El sol está cambiando,” la voz del locutor de la radio interrumpio la conversación. “Esto ha sido confirmado por los satélites artificiales dándole vueltas al planeta.”

Homero bajo otra vez el volumen para decirnos más cosas.

“Tienen que estar calmados,” nos dijo.

“El mundo se acaba,” le dije.

El me explico otra vez que el futuro, igual que el pasado no estaba definido.

“Allá llegaremos,” le dije. “Colapsando las ondas.”

“Debemos de gozar antes de morir,” la duquesa nos dijo.

“Hagamos el amor,” Homero dijo.”

“Has querido a mi hija?” le pregunte.

Hablamos de aquellos años, en los que había conquistado al mundo después de la muerte de sus padres, la voz en la radio interrumpiendo la discusión.

“El cielo está cambiando de colores,” el locutor nos dijo. “Y la tierra tiene anillos.”

El nos explico cómo nuestro planeta había adquirido anillos como los de Saturno, desde que el sol había empezado a cambiar, y que serian los restos de un asteroide, destruido por la gravedad de la tierra.

“Esto se está empeorando,” dije.

Homero oía todas estas cosas, al tiempo que nos trataba de calmar con sus explicaciones cuanticas.

“Debemos de hacer algo,” le dije.

“Eureka,” Chucho dijo.

El chimpancé brincaba por todo sitio con los papeles en sus manos, como si se estuviera burlando de nosotros, por no creer en sus poderes mentales.

“El sol esta pulsando, de acuerdo a las ultimas noticias,” el locutor interrumpio la escena. “Las autoridades están tratando de parar el pánico en el país.”

“Esto es real,” Homero dijo.

“En serio?” le pregunte.

La neblina se había disipado y olas de fuego alcanzaron otras partes del cielo, en el espectáculo más hermoso de mi vida.

“El país se ha despertado a un fenómeno nuevo,” el locutor del radio nos dijo. “El sol esta pulsando, debido a que ha acabado con su helio.”

“Eureka,” Chucho dijo.

La voz en el radio nos aconsejo alejarnos del mar, mientras que la gente empelota gritaba en la confusión.”

“Estas son las noticias nacionales del momento,” el locutor nos dijo. “Está lloviendo en Bogotá. Atención!! Hay una tormenta eléctrica con lluvia y granizo.

Llovía en el yate, y los rayos explotaban sobre nuestras cabezas, como si estuviéramos en una película de horror.

“Es el final del tiempo," Homero nos dijo.

“Mentiroso,” le dije.

La duquesa asintió. “Quiero más drogas.”

Ella miraba al cielo, excitada por el carrusel de fuego extendiéndose por la semioscuridad del amanecer.

“Pueden ver eso? Nos pregunto.

“No te lo estas imaginando,” le dije.

Mas luces había aparecido en el cielo en uno de los mejores espectáculos del mundo, cuando marihuana o LSD no me habían hecho sentir así.

“Homero ha debido de poner algo en los cocteles,” la duquesa dijo.

“Que no he hecho nada,” el nos dijo.

“Mentiroso,” le dije.

Tomamos más aguardiente para calmar los nervios, en el yate con las mejores aventuras del planeta.

“Homero encontró amerindios en la selva,” dije.

La duquesa me sonrió. “Y eso de importante.”

“Achicaban las cabezas de sus enemigos.”

“Ya quisiera hacer eso.”

Homero no parecía oír lo que estábamos diciendo, afanado con sus trucos del fin del mundo.

“Ellos hacían magia,” le dije.

Muy interesante,” me dijo.

“Les traigo el siguiente boletín,” el locutor de la radio interrumpio la conversación. “El sol va a explotar en una nova. Esa palabra significa nuevo, porque una estrella aparece cuando antes no se veía nada.”

“Eureka,” Chucho dijo.

“Esto no tiene sentido,” les dije.

Todo esto pasaba gracias a la imaginación de Homero, y de que el chimpancé había encontrado algo.

“Mira al cielo,” la duquesa dijo.

Una fuente de luz azulosa parecía una decoración de navidad sobre la neblina, volviendo la noche en espectáculo de los dioses.

“Se estrello con el arco,” me dijo.

“Odio a Homero,” le dije.

“El sol sale por allá,” me dijo.

Una luz se veía atrás de las nubes, al tiempo que la orquesta tocaba un valse y la naturaleza nos daba el mejor espectáculo al final del tiempo.

“No me muerdas,” alguien dijo.

“Que viva nuestro anfitrión,” alguien mas dijo.

“El capitán es un cínico.”

“Estarás loco.”

“Donde esta mi copa?”

“Si me besas diez veces te lo digo.”

“Eureka,” Chucho dijo.

Una fuente de colores adornaba las nubes del cielo al borde de la realidad en uno de los momentos más extraños de mi vida.

“Homero es un genio,” yo dije.

“Hazme el amor,” la duquesa me dijo.

“Es Armagedón," le dije.

 

 

 

 

 

 

 

 

El final del tiempo

Fifi apareció al lado nuestro con un vaso de aguardiente en sus manos.

“Bienvenida a la fiesta,” la duquesa le dijo.

Le dijimos lo del final del mundo entre las cosas que pasaban en el yate, aunque el futuro no estaba definido, igual que el pasado, de acuerdo a las teorías de Homero.

“Si creen en eso?” Fifi nos pregunto.

La duquesa asintió. “Debe ser verdad.”

Fifi nos dijo las cosas raras que pasaban en las fiestas en el yate, cuando un matador había acabado con la cabeza de un toro.

“Al oír las palabras: tenemos siete minutos, quiero que busquen algún sitio para esconderse” el locutor nos interrumpio. “Que es cuando la fuerza de la nova nos llegara.”

“Que es una nova?” la duquesa pregunto.

“El sol se hincha, antes de que vote parte de sus entrañas,” le conteste.

“No entiendo.”

“Es que explotara.”

Ella lloraba en mis brazos, esperando que el cielo acabara con nuestras vidas dentro de unos minutos.

“Haz algo,” me dijo.

Yo le explique las ondas de la realidad colapsando cada vez que nos movíamos, llevándonos hacia ese final del tiempo, aunque todo lo que pudiera pasar, pasaría en otro sitio.

“Homero nos asusta con sus chistes,” me dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

Este solo sería una senda entre una infinidad de caminos, si poníamos atención a las palabras de Homero, que nos explicaba las sendas de la realidad en un papel sobre la mesa.

“Sabremos que caminos tomamos en los próximos momentos,” nos dijo.

“Quiero ir a otro sitio,” la duquesa le dijo.

“Eso no es posible.”

“Pero has dicho que el futuro no es fijo.”

“Tenemos que estar calmados,” el locutor interrumpio la conversación. “La mayoría de las víctimas han pasado por el pánico en todas partes, los rascacielos han desaparecido bajo la neblina en Nueva York, mientras que miles barcos y aviones se han perdido en la confusión.”

“Estamos huyendo de Nueva York?” alguien dijo.

“Que bien. Es muy jarto.”

“Deben de ser las rentas tan caras.”

“Homero es un genio. Primero nos muestra las luces y ahora nos asusta.”

“Donde compraste ese disco?”

“Tengo esa novela de Wells.”

Se les había olvidado que el sol iba a estallar en una nova en solo unos momentos, o es que no confiaban en las palabras de Homero.

“Esto tiene que ser un chiste,” les dije.

“Atención,” el locutor de la radio interrumpio. “Deben de buscar algún sitio cuando les diga que tenemos siete minutos. Pues ese el tiempo en que la fuerza de la nova tomara en llegar a la tierra.”

“Chucho debe de haber encontrado algo,” Homero dijo.

“Espero que sí,” le dije.

“Pues tiene mis papeles.”

Eso no tendría nada que ver eso con que el sol estallara a cualquier momento, de acuerdo al locutor de la radio.

“José los dejo en el suelo,” me dijo.

“Ya lo sé,” le dije.

Homero creía que las páginas de su amigo invisible nos explicarían lo que pasaba en ese momento de confusión.

“La nova manda la radiación por el espacio,” me dijo.

“Eso dirán tus paginas,” le dije.

“No lo sé.”

Homero me explico más acerca de aquellos papeles de su niñez, al tiempo que el yate navegaba entre las olas del fin del mundo.

“El sol se está expandiendo,” el locutor nos dijo. “Y su atmosfera se nos está acercando, de acuerdo a los astrónomos y tendremos siete minutos para prepararnos antes de la nova nos alcance.”

“Eureka,” Chucho dijo.

“El chimpancé tiene los papeles de José,” me dijo.

“Quítaselos.”

“Es difícil.”

Me volvió a explicar acerca de la infinidad de universos creados en ese momento en los que todo lo que podría pasar pasaría.

“Tendremos que para esto,” le dije.

“Es una nova,” me dijo. “Como se para eso.”

“Si todo lo que puede pasar pasa, podremos estar en el universo en el nada sucede.”

“Tiene que estar en los papeles.”

“El planeta mercurio ha explotado,” el locutor de la radio interrumpio mis pensamientos. “Veremos el resultado dentro de unos momentos.”

“Eureka,” Chucho dijo.

La duquesa me abrazo y yo pensaba en los siete minutos.

“Tome mas LSD,” me dijo.

El universo se veía diferente después de haber pasado una de las tabletas con aguardiente.

“Estas drogado,” me dijo.

“Eso es culpa tuya.”

El mundo daba vueltas alrededor mío, mientras que el mar se veía más oscuro en el fin del mundo y Homero me mostro unos papeles que tenía en una bolsa.

“Son algunos de los papeles de José,” me dijo.

“No los entiendes.”

“La observación hace que las ondas colapsen,” me dijo.

“No estoy para tu filosofía.”

“Es la mecánica quántica,” me dijo. “Y todo es hecho de ondas cuánticas.”

“Tenemos siete minutos,” el locutor de la radio nos dijo. “Atención! Tenemos siete minutos.”

Homero seguía hablando del colapse de la realidad cada minuto de nuestras vidas, cuando el sol iba a explotar.

“Somos ondas de incertidumbre,” me dijo.

“Me lo has dicho,” le dije.

Homero me conto todo acerca de ese día en el que había visto a su amigo invisible y cuando todavía no lo conocía.

“Esas olas están grandes,” Fifi interrumpio la conversación.

Las ondas de la posibilidad tendrían que ser como las del mar, pero hechas de probabilidad, en las que todo lo que podría pasar pasaría en algún sitio.

“Tenemos que parar el colapse de la realidad,” le dije.

“Como?” Homero me pregunto.

“No lo sé.”

Oí a la duquesa quejándose de la neblina dándole dolor de cabeza, mientras se recostaba contra mi pecho.

“Fue esas tabletas que tomaste,” le dije.

Homero nos dijo de la superposición de estados cuánticos, como la superposición de realidades, que ocupan el mismo sitio.

“Tenemos seis minutos,” el locutor interrumpio.

El reloj nos llevaba hacia el final del tiempo, a pesar de que no lo quisiéramos, cuando teníamos que escapar a algún sitio.

“Eureka,” Chucho dijo.

“No podemos cambiar lo que va a pasar,” nos dijo.

“Eso es lo que quiero hacer,” le dije.

Jaramillo apareció con una copa de aguardiente en sus manos, y listo a confrontar el fin del mundo.

“Que están haciendo?” nos pregunto.

“Es Armagedón,” le dije.

Pensé que tendríamos que escondernos de Armagedón, a pesar de la onda de la probabilidad llevándonos hacia el final de todo lo que conocíamos.

“No sé qué hacer,” Homero nos dijo.

Empezamos a alegar sobre lo que pasaría si tratábamos de cambiar nuestro camino por la realidad, la onda de la incertidumbre llevándonos un futuro sin salida.

“Debemos de cerrar los ojos,” les dije.

“Eres un genio,” Homero dijo.

“Vámonos,” Fifi nos dijo.

“A donde?” le pregunte.

“Lejos de las ondas de probabilidad.”

“Ha, ha,” Homero dijo.

“No veo el chiste,” le dije.

Los electrones de nuestros cuerpos nos llevaban hacia el futuro, como las olas del mar

Acabando en la playa.

“Vamos al tiempo antes de esto,” les dije.

“No tenemos máquina del tiempo,” Homero dijo.

“Pero si hay botes salvavidas,” Fifi dijo.

“Atención,” el locutor de la radio interrumpio. “Quedan cinco minutos.”

Yo arrastre uno de los botes hacia la baranda, después de desamarrarlo debajo de las escaleras, al tiempo que la duquesa me traía un aguardiente..

“Hazme el amor,” me dijo.

“Vamos a morir,” le dije.

Nos abrazamos, entre el sonido de los truenos mezclándose con los fuegos artificiales que alguien mandaba al cielo y la voz hablándonos de Armagedón en la radio.

“Tenemos cinco minutos,” ella dijo.

“Nos vamos,” le dije.

“A la muerte,” ella me dijo.

La gente no sabía qué hacer en los últimos momentos de sus vidas, mientras algunos de los invitados se escondían bajo los muebles, para evitar un poco la radiación solar, mientras Homero le hacía el amor a Fifi atrás de los muebles.

“Ahhh,” ella decía.

“Mueve las caderas,” él le dijo.

“Pensé que nos iríamos,” les dije.

“Quiero el sexo,” la duquesa me dijo.

“Es el fin del mundo.”

Le chupe las tetas, pensando que ya casi seria la hora en que dejáramos las ondas de la existencia.

“Te amo,” me dijo.

Ya sabía que serian las últimas palabras que oiría, antes de dejar esta vida.

“Paren esto,” Jaramillo nos dijo.

Una pareja hacían el amor bajo las cobijas que alguien habría traído de los camarotes, gritando de placer en los últimos momentos de la humanidad.

“No nos interrumpas,” Fifi dijo.

“Tenemos cuatro minutos,” la voz del locutor se oyó sobre la conmoción.

Alguien corría por el yate, antes de que el sol nos despachara de este mundo.

“Eureka,” Chucho dijo.

“Quiero mis barcos petroleros,” Homero dijo.

“Hagámoslo otra vez,” Fifi le dijo.

“Paren todo esto,” Jaramillo dijo.

Tendría que ser la mejor fiesta que Homero les había dado a sus invitados a través de los años.

“Vámonos,” les dije.

Corrí hacia la baranda, donde vi el bote esperando al lado del barco, al tiempo que Jaramillo gritaba algo.

“Tenemos tres minutos,” el locutor de la radio interrumpio.

“Esto no tiene sentido,” les dije.

“No te preocupes,” la duquesa dijo.

“Es el final del mundo,” le dije.

Ella puso unas cuantas tabletas en mi mano, después de encontrarlas en su bolso.

“Te hará sentir más contento,” me dijo.

“No colapsamos las ondas,” le dije.

“Claro que no.”

Caí en un estupor después de tomarme las pastillas de diferentes colores, y el locutor decía algo de un planeta desintegrándose entre todo lo demás que pasaba.

“Adiós mundo,” les dije.

“Bésame,” la duquesa me dijo.

“Eres muy sexy,” le dije.

Una nube gigantesca había aparecido sobre el yate, que parecía de verdad y no algo inventado por Homero.

“Me hace falta mi familia,” le dije.

Quería hacerle el amor a la duquesa, para tener el mejor orgasmo en los últimos momentos de mi vida, aunque todo esto podría ser un truco de Homero con su equipo de luces en el yate.

“Tenemos dos minutos,” el locutor interrumpio mis pensamientos.

“Que hacemos?” Jaramillo nos pregunto.

“Consíguete una mujer,” le dije.

“No es la solución.”

“Lo sé,” le dije. “Pero al menos mueres contento.”

“Eureka,” la voz de Chucho interrumpio la conversación.

“Quiero mis papeles,” Jaramillo dijo.

“Es el final del mundo,” le dije.

Trate de aclarar mi mente de todas las drogas que había tomado en esta noche tan importante en la historia de la humanidad.

“Esperemos a que el locutor nos diga cuándo es el final,” le dije.

Le hice el amor a la duquesa, mientras que Homero se lo metía a Fifi y Jaramillo se sentaba al lado de la piscina a pensar en su predicamento.

“Eureka,” Chucho dijo.

“Los papeles no dicen como paramos esta locura?” Jaramillo le pregunto.

El chimpancé le dio una de las hojas que tenía en su mano, murmurando algo ininteligible.

“Es que no tienen sentido,” Jaramillo dijo.

“Eureka,” el chimpancé le dijo.

“Falta un minuto,” el locutor nos dijo.

“Eureka,” Chucho dijo.

“Esos papeles deben de decir algo,” Jaramillo le dijo.

Chucho le dio algunas páginas que tenía en su mano y el periodista las miro por unos momentos.

“Ya sé,” nos dijo. “Están en esa lengua de la india antigua.”

El saco un diccionario de su maletín antes de que nuestro universo se acabara. Las manos de la duquesa masajeaba mi cuerpo y todo se oscureció.

“Eureka,” Chucho dijo.

 

 

 

 

 

Final

Homero se despierta en otro mundo, después de la mejor fiesta del tiempo, mientras que la cabeza del duele del aguardiente que ha tomado y la oscuridad lo rodea.

“Dónde estoy?” el pregunta.

Su voz hace eco alrededor suyo, pues su yate ha desaparecido, cuando se trata de acordar de lo que le ha pasado a su yate, si era todo un chiste, planeado entre las orgias de sus invitados.

La voz de la radio le había dicho de los siete minutos para el fin del mundo, como Homero le había dicho a la emisora que tenía en su yate, y todo había salido bien, excepto que ahora no sabía en donde estaba.

“Fifi,” el llamo. “Que el chiste se ha acabado.”

Alguien aparece a su lado o pueden ser las sombras de ese sitio llamado limbo, del que hablaba el padre Ricardo en sus sermones de los domingos.

“Es que soy José,” alguien le dice.

Homero se acuerda de cuando jugaba al lado del árbol en un mundo diferente al que se encontraba en ese momento, mientras sus padres vendían en el almacén y el sol le quemaba la cara, pues cada vez que pensaba o se movía el mundo se dividía en las sendas fractales de su existencia. Al sentarse más cerca al niño, le ve las pecas de su nariz, en la luz del final del tiempo.

“Es que todo se ha acabado?” le pregunta.

“Pueda que sí,” el niño le dice.

El juega con su camión de juguete, ignorando la pena que siente Homero al perder su mundo.

“Solo estaba bromeando,” le dice.

Homero piensa en los fuegos artificiales para la fiesta mejor del tiempo, y en las otras cosas que había organizado para darles placer a sus huéspedes, sus pensamientos siguiendo varios caminos fractales hasta llegar a la misma conclusión en su realidad.

“Le he pagado al locutor de la radio mucha plata,” Homero dijo.

“La gastaste en nada.”

“El final del mundo si paso,” Homero le dijo.

El niño asintió. “Y no estás contento?”

Homero pensó en las consecuencias de no ser la persona más rica del planeta en su nuevo mundo.

“Mándame al pasado,” le dice.

“No sé,” el niño le dice.

“Por favor.”

El se acuerda del sol explotando en una nova, en medio de sus fuegos artificiales y la orgia del yate.

“Te daré cualquier cosa,” le dice.

“Si?”

“Lo prometo.”

El niño sonríe, mostrándole sus dientes desordenados en la penumbra donde se encuentran.

“Nunca te importaron los indios,” él le dice.

“Que si,” Homero dice.

“Ni las viuditas.”

“No fue culpa mía.”

Homero piensa en que le ha pasado al mundo, la memoria de una tragedia de los últimos momentos, asaltando sus sentidos, porque tenía que haber muerto en la tragedia de su planeta.

“Me quiero ir a la casa,” le dijo.

“No es lo que quieras,” el niño le dice. “Pero lo que yo diga.”

Homero se sienta en la penumbra, a reflexionar en lo que debe de hacer para volver al universo que ha dejado.

“Esto no está bien,” el dice.

“Nada está bien.”

“Me hace falta mi yate.”

“El mejor del mundo,” el niño le dice.

Homero se quiere despertar de la pesadilla en la que se encuentra, aunque podría estar durmiendo en su yate.

“Esto no ha pasado,” le dice.

El niño lo mira con sus ojos del color de la noche, rodeándolos por todo sitio.

“La realidad se divide siempre,” le dice.

Homero asienta. “Eso ya lo sé.”

El cae en un arco de luz, y todo alrededor suyo se va el torbellino de la multiplicidad, como en una de esas películas de ciencia ficción que le gustaban.

“No colapses la onda,” una voz le dijo.

“Qué onda?” Homero pregunta.

Al abrir sus ojos, el ve sus barquitos en el barro del jardín, mientras que la mugre cubre su ropa en otro día del mercado.

“Te tengo una sorpresa,” su madre aparece a su lado.

Una sombra sale de la nada, la figura de su tío Hugo eclipsando los rayos del sol que le queman la piel.

“No te había visto por mucho tiempo,” le dice.

 

 

 

Impressum

Texte: Maria Cecilia Camacho
Bildmaterialien: Maria Cecilia Camacho
Lektorat: Maria Cecilia Camacho
Übersetzung: Maria Cecilia Camacho
Tag der Veröffentlichung: 30.03.2013

Alle Rechte vorbehalten

Widmung:
A mi padre que murió hace quince años.

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