Ismael Camacho Arango
--Siete minutos
Comienzos
Homero jugaba con sus botes en las orillas de un pozo que había hecho con sus palas en el jardín, pero estos naufragaron en el lodo, matando a las hormiguitas que lo molestaban todo el tiempo, cuando una mujer alta, y con el pelo atado en un moño apareció a su lado.
“La comida esta lista,” ella dijo.
Esas palabras hicieron que Homero volviera a la realidad. Tenía que comer si quería conquistar el mundo, eso pensaba mientras se lavaba las manos en el chorro del patio para matar los microbios, después de recoger los juguetes esparramados por todo sitio. La venganza en las hormigas había sido espectacular ya que ellas no lo dejaban jugar con sus carros en el barro del patio.
“Tu padre está esperando,” su madre le dijo.
Homero se saco el barro hacinado en sus manos durante su juego en el jardín, entre las flores que su madre sembraba en los atardeceres tristes para que la gente las admirara, si no tenían más que hacer.
“Ya vienes?” ella le pregunto.
Homero la siguió por entre las begonias y otras flores sin nombre, atrayendo al jardín a las abejas con sus aguijones del infierno. Un señor pequeño, y con cara redonda los esperaba al lado de una mesa llena de comida que su madre había cocinado toda la mañana, el olor del almuerzo despertándoles el hambre.
“Les tengo una sorpresa,” el señor Homero dijo.
La señora Homero lo miro con ojos de duda, pues su marido no traía sorpresas a la casa, aparte de un día que se había encontrado un perrito en la calle, que ella lo había hecho llevar a la perrera municipal a pesar de las protestas de su hijo. Todos miraban a la puerta, por la que apareció un señor alto y con gafas oscuras, su nariz sepultada por el bigote que no se había afeitado en siglos, al tiempo que el reloj seguía su marcha vertiginosa hacia un punto del que no regresaría más.
“Tío Hugo,” ella dijo. “No lo habíamos visto por mucho tiempo.”
“He estado recorriendo el mundo,” el dijo.
La señora Homero lo abrazo, mientras que la sopa se enfriaba en la mesa, y el niño esperaba a que los adultos acabaran de hablar de cosas incomprensibles.
“Tú has crecido mucho, gordinflón,” el tío interrumpió sus pensamientos.
Ellos se sentaron a la mesa, donde la sopa los esperaba con las verduras y el calabazo, que su madre había preparado.
“Y como fue el viaje en el barco,” el señor Homero dijo
“Los peces voladores nos tenían entretenidos todo el tiempo,” el tío dijo.
“Que es eso?” Homero pregunto.
“Son pescados con alas.”
La madre sirvió el sancocho de gallina en su plato, muy bueno para la digestión, interrumpiendo el relato del tío acerca de su viaje a Suramérica.
“Estuve mareado todo el tiempo,” el tío dijo.
“Has debido de tomar un Alka seltzer,” la señora Homero dijo.
Homero se lo imaginaba mirando al horizonte, mientras que el estomago le dolía y el mundo se entristecía con su enfermedad.
“Yo me acuerdo del día que rescataste un dólar,” el tío le dijo.
“Lo puso en sus pañales después de volar a las ramas de un árbol,” la madre dijo.
Homero sabía todo lo demás. Una vecina que estaba colgando los pantalones de su marido en la cuerda, los dejo caer al barro y él se fue con la chica del bar de la esquina que no cometía esa clase de errores. Los niños de los colegios cantaron canciones de gloria por mucho tiempo, mientras que el padre Ricardo exaltaba las cualidades del niño en sus misas cotidianas, una estrella que nunca se ocultaría a pesar de las injusticias de la vida.
“No puedo volar,” Homero dijo.
“Se te habrá olvidado,” su madre dijo.
El tío Hugo encontró una fotografía en su bolsa.
“Tome esta foto con mi primera cámara,” el dijo.
Homero vio un niño gordito y sin mucho pelo, sentado en una silla, cuando su tío había grabado la realidad para siempre.
“La revele en mi estudio,” el tío dijo.
“Esa foto me trae recuerdos,” la señora Homero dijo.
“El tiempo es extraño,” el tío dijo.
“No entiendo.”
“El pasado podría ser el futuro.”
“Tú y tus ideas increíbles.”
La señora Homero conto la historia de su hijo, que había nacido bajo las sombras de un eclipse solar, y una enfermera que no tenía buenos ojos había dicho esas palabras famosas, después de ayudar con el parto:
“Es una niña.”
El padre de Homero siempre había querido un heredero para llevar su apellido, aunque su esposa se puso contenta con las noticias, una hija ayudaría cuando se sintiera cansada de los quehaceres en la cocina. La enfermera descubrió su error después de expulsar la placenta.
“Parecía un ángel,” la madre dijo.
“Que recuerdos tan lindos,” el padre dijo.
La señora Homero se seco las lágrimas, al tiempo que miraba las fotos en la pared, donde Homero sonreía en una y trataba de caminar en otra, pero el sol se había ido al comienzo de su vida. El tío Hugo encontró un centavo con la imagen de George Washington en su bolsillo.
“Ponlo en tu alcancía,” él le dijo. “Te traerá buena suerte.”
“Es un buen niño,” la señora dijo.
Homero pensó que lo protegería contra todos los males del mundo cuando el tiempo se alargaba y las manchas en la pared parecían monstruos sin corazón,
“Vete a jugar,” la señora dijo.
Una vez en el patio, el sol lo cegó por unos momentos en los que los duendes se lo llevarían a las tierras del nunca más, como decía su madre cada vez que no le hacía caso.
“Hola,” alguien dijo.
Homero vio a un niño de cara pecosa en la nueva realidad de otros mundos que no entendía.
“Yo soy José, como tú sabes,” el niño dijo.
“Mentiroso,” Homero dijo.
El extraño se limpiaba la cara con sus manos sucias sin importarle un comino el alma de Homero en el medio del patio.
“Yo soy de la selva,” el niño dijo.
“No te creo,” Homero dijo.
Los dos se revolcaron en el lodo que lo cubría todo, pero entonces José paro su ataque.
“Auufff,” Homero dijo. “Es que soy un perro.”
“Tienes que hacer así,” el niño le dijo.
El aulló y el perro del vecino empezó a ladrar, la voz de Homero uniéndose al ruido que se oiría por el vecindario, al tiempo que su madre salió a la puerta.
“Ese perro hace mucho ruido,” ella dijo. “Me voy a quejar al dueño.”
José tenía que ser invisible como muchas cosas en el mundo de tinieblas del que Homero había llegado no hacía mucho.
“No te vio,” el dijo.
“Quien?”
“Mi madre.”
Las estrellas habían salido atrás del árbol, el tiempo jugándole trucos en las realidades del plano existencial.
“Como puede ser de noche,” Homero dijo.
“Es que el tiempo no existe,” el niño dijo.
“Mi padre tiene relojes en la casa.”
“Pues no funcionan.”
El niño corría alrededor del árbol cantando cosas incomprensibles o habría tomado mucho aguardiente como lo hacía la gente del mercado en días de fiesta.
“Dos y dos son siete,” José dijo
Homero lo miro en desafío. “Eso no es así.”
“Pues digo lo que quiero.”
“Es tu boca.”
“Claro está.”
Las sombras lo llenaron todo hasta que la noche invadió la ciudad, y el patio se sumió en la penumbra donde mundos diferentes se peleaban entre sí a pesar de que había sido día hacia solo unos minutos.
“Serás un brujo,” Homero dijo.
“Que es eso?”
“Hacen magia.”
Homero trato de ver la brujería que José tendría bajo sus pupilas como su madre lo habría hecho.
“Te tienes que acordar,” el niño dijo.
“Acordarme de qué?”
“Ya verás.”
Homero quería jugar a algo más, antes de que su madre lo llamara a la casa, pero el niño se desvaneció hasta que la luz del bombillo le penetraba por los calzoncillos que no se habría cambiado.
“Me viste en las sombras,” le dijo.
“No lo sé,” Homero dijo.
“Se te olvido.”
Los truenos interrumpieron la conversación, gotas de agua cayendo alrededor suyo como si fuera un diluvio pero José se había ido en la noche.
“Estará hechizado,” Homero dijo.
Los truenos le contestaron, su madre apareciendo en la puerta como un fantasma del día de las brujas.
“Éntrate antes de que te mojes,” ella dijo.
Homero recogió unos papeles llenos de garabatos que alguien había tirado al suelo.
“Bótalos a la basura,” su madre dijo.
Homero los puso entre sus juguetes a un lado del corredor antes de entrar a la cocina, donde el tío hablaba de las estrellas del cine mostrando sus curvas, quemadas por el sol en esas películas que él habría visto.
“Marylin Monroe se paro al lado de un ventilador,” el tío dijo.
“Quién es?” la madre dijo.
“Una mujer muy linda,” el tío dijo.
“La quisiera conocer.”
“No es mi novia.”
Homero pensaba en su amigo entre las sobras de la noche, cuando los adultos hablaban de pendejadas.
“Te debes de acostar,” su madre dijo.
“No tengo sueño,” Homero dijo.
“Ya tendrás.”
Una vez en su cuarto, Homero vacio la alcancía en la cama donde cayeron las monedas que había juntado por muchos meses, pero la de su tío era la más bonita. Tendría que pelear con los espíritus de la noche como José lo habría hecho en lejanas tierras de las que Homero no se acordaba.
María
Homero bailaba alrededor del árbol de la vida, asustando a las ardillas que lo miraban desde el muro. Las últimas palabras de José no tenían ningún sentido, como todo lo demás en su vida entre las enredaderas del jardín, que su madre había cuidado antes de que se fuera a un sitio mejor.
“Donde estas?” Homero dijo.
La memoria de su madre lo llevo a otros tiempos, en los que él jugaba bajo el árbol, cobijándolo del sol y la lluvia, la presencia de su amigo invisible haciéndole compañía en los momentos difíciles de su infancia. José estaría escondido entre los rosales, o la maleza creciendo por la pared.
“Hola,” una voz interrumpió sus pensamientos.
La chica más hermosa del mundo lo miraba al lado de la puerta, con un vestido que dejaba ver sus curvas a la luz del sol, pero entonces ella se movió, acabando con sus sueños del cielo.
“Tu existes,” él dijo.
Su risa interrumpió el silencio del mundo.
“Soy la hija de Miguel,” ella le dijo.
El hombre que ayudaba en el almacén era Miguel, y esta chica bellísima seria su hija. El perro de enseguida interrumpió la conversación con sus gruñidos, despertándole su corazón enamorado por primera vez en su vida.
“A mí no me gustan los perros,” ella dijo.
Ellos corrieron hasta la mesa llena de cosas en el medio de la cocina.
“Siéntate acá,” Homero quito unos cuantos jotos de un asiento al lado de la pared.
“No te preocupes,” ella dijo.
“Quiero que veas mis fotos.”
Después de empujar unos cosas llenas de polvo, le hizo señas para que se sentara como una reina entre el desorden del siglo, mientras que le contaba la historia de los comienzos del tiempo.
“Mis padres vinieron aquí en un barco grande,” él le dijo.
“Sería bonito.”
“Tenía muchos pisos y ventanas,” Homero dijo.
Al tomar un álbum de fotos de encima del almario, nubes de polvo hicieron que ella tosiera por un tiempo.
“Perdóname,” Homero dijo.
Ella se limpio la cara con una toalla que Homero encontró en la cocina, entre otras cosas que tendría que organizar en su vida.
“Estas son las fotos de nuestro viaje,” él le paso un álbum envuelto en una funda plástica.
Las huellas de sus dedos quedaron en la cubierta, al cogerlo con sus manos finas, mientras que Homero le traía un vaso de agua para mejorarle la toz.
“Gracias,” ella dijo.
“Esta es mi familia en el barco,” él le mostro una de las fotos.
“Ese eres tú?” ella pregunto.
El asintió. “Cuando deje a mi tierra para siempre.”
Homero hablaba de sus padres, perdidos entre las fotos que guardaba en la cocina y el polvo de la despensa.
“Parece ayer que estaban vivos,” le dijo.
“Lo siento mucho,” ella dijo.
María comía unas galletas de la despensa, sin importarle que Homero sufriera, y las moronas se le caían por entre las montañas de su escote con cada mordisco que daba.
“Ellos murieron de un infarto,” él dijo.
“Al menos no sufrieron.”
“Ya lo sé.”
Él le ofrecía más galletas, tratando de no mostrarle cuanto la quería, aunque se acabaran de conocer.
“Mis padres compran coca en la cordillera central,” ella interrumpió sus pensamientos, dándole hojas secas y sin ningún olor, que tenia adentro de su bolsillo.
“Ponlas en tu boca,” le dijo. “Los indios las mastican durante sus viajes por las montañas”
Homero se los imaginaba haciendo cola en el almacén para comprar su mercancía de primera clase, antes de que ella le cogiera las manos, haciendo que se erizara su corazón.
“Tu vida se acabara con el sol,” ella dijo.
“Como lo sabes?”
Ella siguió la línea más larga de su mano con dedos olorosos y suaves.
“Pues eres especial,” ella dijo.
Homero asintió. “Nací durante un eclipse del sol.”
“Eso lo explica todo.”
Homero le mostro los papeles que José había dejado en el suelo, llenos de garabatos que él no entendía cuando le quería chupar las tetas.
“José era mi amigo invisible,” le dijo. “Solo yo lo veo.”
“Nadie es invisible.”
“No sabes nada,” él dijo.
“Me puedes llamar María.”
“María,” él le dijo. “Me ayudarías a traducir los papeles?”
“Cuando me quede tiempo.”
María vivía en una habitación pequeña, con un baño, una cocina y tres camas donde dormían todos, pero algunos de sus hermanos se acostaban en el suelo. Todo esto era muy interesante para Homero, quien tenía de todo en su vida.
“He visto ratas en la letrina,” ella dijo.
“Que es una letrina?”
“Es un hoyo en el suelo que sirve de inodoro.”
“No te caes adentro?” él le pregunto.
“Ya estoy acostumbrada.”
Él se la quería comer de a poquitos, al tiempo que el crucifijo de su medallón se movía sobre sus senos cada vez que ella hablaba.
“Te acostarías conmigo esta noche?” Homero le pregunto.
“Nos tenemos que casar primero,” ella dijo.
María no aceptaba la oferta de su lecho ni aunque tuviera que dormir con el resto de su familia en la misma cama y las ratas les mordieran los pies.
“Yo te comprare una casa cuando tenga plata,” él dijo.
“Te olvidaras de mi,” ella dijo. “Eso dicen tus manos.”
“Vamos al sótano,” él le dijo.
Él le toco los pechos bajo su blusa donde su corazón le palpitaba urgentemente, después de besarle los labios húmedos que sabían a café.
“Vienes conmigo?” le pregunto.
“No.”
El tiempo paso en cámara lenta, cuando ella dejo que él le tocara su cuerpo atrás de las cortinas, cobijándolos de los males del mundo.
“Yo soy virgen,” ella dijo.
Homero mastico coca oyéndola hablar de su pureza, antes de levantarle la falda para mirar por una última vez esos calzones que habría comprado en el mercado con la plata de su trabajo.
“Hemos tenido algo fantástico,” le dijo
“Te lo soñarías.”
“Dos y dos son siete,” él dijo.
“Estarás loco.”
Él le mostro la carta con unas fotos que el tío les había mandado hacia unos días, en donde la estatua de la libertad levantaba su antorcha bajo un cielo de color plomizo.
“Hay muchos edificios,” ella dijo. “Como suben todos esos pisos?”
“La gente usa ascensores,” él dijo.
“Que es eso?
“Son cajas de metal que suben y bajan.”
Homero se acordó de su niñez en un almacén lleno de cajas, cuando sus padres no ganaban mucha plata. El tío Hugo, que vivía en ese país del norte, lo había llevado a la feria, en la que Homero había aprendido a enfurecer al hombre gorila y a la mujer camello con la pistola de agua que le habían dado de regalo en su cumpleaños.
“Mi madre dono plata para los gamines,” él dijo.
Homero lloro en sus brazos, pensando en la plata que su madre le había dado al mundo.
“Pues se irá directamente al cielo,” ella dijo.
Las obras de misericordia de su madre habían pasado desapercibidas por la humanidad, peleando contra los males del universo.
“Quiero llamar al almacén, el Baratillo,” Homero le dijo.
“Me gusta el nombre.”
El la llevo al sótano, donde un bombillo interrumpía las tinieblas, entre las telarañas y otras abominaciones escondidas en los rincones.
“Quédate conmigo esta noche,” él le dijo.
“Me tendrás que alcanzar primero.”
María corrió por las escaleras, dejándolo solo con los monstruos del sótano y la calma del día.
“Ya vienes?” su voz lo volvió a la realidad.
Homero miro al sótano por una última vez, para cerciorarse que no había nadie antes de subir las gradas.
“No me gustan tu trucos,” ella dijo cuando el apareció en la cocina.
“Me perdonas?” él le dijo.
A ella no le interesaba que él hubiera visto cosas inexplicables durante sus momentos de soledad, pero eso eran las mujeres para él.
El visitante
El Baratillo se convirtió en una institución, donde una corbata que costaba ochocientos pesos Homero la daba por menos, y así con todo lo demás, como lo decían los periódicos en las páginas en blanco y negro. Un día cuando Miguel se había ido a comprar coca, un indio de cara redonda y vestido de bata larga se escondía entre las sombras del almacén, como una de esas estatuas de San Agustín en la provincia del Huila.
“En que le puedo ayudar?” Homero le pregunto.
El indio busco en su mochila, murmurando algo que Homero no entendía, o es que era tonto.
“No estoy interesado en religión,” Homero dijo.
El indio dijo mas cosas sin sentido, hasta que puso una bolsa al lado de los papeles en la mesa.
“Quiero que te vayas,” Homero dijo.
El indio lo miro tranquilamente antes de sacar una cabeza pequeña de la bolsa. Tenía el pelo largo, los ojos cerrados y los labios se los habían cocido como si fueran hechos de tela. La memoria de la feria con toda la gente malformada en las jaulas volvió a Homero, al tiempo que miraba la cabeza de pelo azabache y piel seca.
“Es de verdad?” Homero pregunto.
El indio parecía interesado en las cajas de coca Miguel había dejado allí esa mañana.
“Te gusta la coca,” Homero dijo.
“Mmmm,” el indio dijo.
Homero entendió porque el indio había venido al almacén: la fama de su de coca se habría extendido por la selva, mientras la cabeza con su piel seca y boca cocida con hilo sucio, lo miraba desde la bolsa.
“Quieres un café?” Homero le pregunto.
El indio murmuro algo al tiempo que Homero se maravillaba del parecido entre el hombre y la cabeza, pues parecía que fueran mellizos. Los niños deberían de jugar con cabezas pequeñas en vez de hacerlo con juguetes, él pensó.
“Te doy más cabezas por bolsas de coca,” Homero dijo.
“Mmmm,” el indio dijo.
“Tienes que aprender mi idioma.”
Homero encontró un mapa del país entre las cajas que su padre tenía en la cocina, en el que las ciudades estaban entre las montañas y la selva.
“Donde vives?” le pregunto.
El indio tendría que ser de ese lugar donde las pirañas muerden los pies en el rio y los animales feroces dominan la selva.
“Este es el rio Guaraní,” Homero le mostro el rio en el mapa.
“Rio,” el indio dijo, señalando un lugar en la selva, perdido en las manchas mugrosas.
“Vives allí?” Homero le pregunto.
El galopaba por la habitación, mientras que el indio examinaba el mapa en la mesa.
“Quiero saber dónde vives,” Homero le dijo. “Y si vas allá a caballo.”
Al mostrarle un libro con fotos de la Amazonia, el indio lo miraba con sus ojos oscuros, en los que no se veía nada.
“Me tienes que decir dónde está tu casa,” Homero dijo.
“Casa,” el indio dijo.
“Me entiendes?”
Después de cerrar la bolsa, el indio se alisto a volver a su selva en algún sitio del país, sin interesarle nada alrededor suyo.
“No te olvides de traerme más cabezas,” Homero dijo,
El indio salió al mundo exterior en silencio, y Homero lo vio desaparecer por las calles del mercado, llevando los misterios de la selva en su mochila de colores. María interrumpió sus pensamientos de riquezas en medio de las chicas amazónicas, que supuestamente vivían entre los árboles.
“Algo está en el suelo,” ella dijo.
La cabeza los miraba con sus parpados cerrados desde un rincón de la cocina. María cogió la escoba para darle una paliza antes de que el monstruo se la comiera viva.
“Un indio me la dio,” Homero dijo.
“Debe de estar loco.”
“Pueda que si.”
María estudio la cabeza con el pelo negro y la piel seca por la deshidratación de las hierbas salvajes.
“Vendrías conmigo a la selva?” Homero le pregunto.
Ella retrocedió unos pasos, chocándose con un asiento que le causo una hematoma en la rodilla. Un hombre decente no invitaría a una chica a la selva, a no ser que se quisiera casar con ella.
“Es para encontrar a tus indios?” ella dijo.
“Si.”
“Le tendré que preguntar a mi padre.”
María pedía permiso para todo en su vida, cuando Homero le podía hacer el amor en medio de los arboles, los animales salvajes interrumpiendo sus placeres el día menos pensado.
“El indio vive por el rio Guaviare,” le dijo.
“Te ha dicho eso?”
“No habla.”
Homero tendría que caminar bastante para conseguir sus cabezas como pasaba en las películas que el padre Ricardo les mostraba a los feligreses en la casa episcopal.
“La selva es peligrosa,” ella dijo.
“Ya te protegeré con mi pistola.”
Su mano bajo hasta sus pechos en un momento de locura por esa doncella que no lo quería.
“El indio quiere coca,” le dijo.
“Déjame quieta.”
Homero le bajó el sostén, donde sus pezones lo esperaban con su color oscuro llenos de la dulzura de la vida y a ella no le importó.
“Esta coca es fantástica,” él dijo.
“De la mejor.”
Esa chica le robaba el alma, al tiempo que se le escapaba por la cocina, y a Homero se le olvidaba la cabeza que el indio le había traído de la selva.
“Te casarías conmigo?” le pregunto.
“Eso no es en serio,” ella dijo.
“No lo sabes.”
“Pues no dices lo que piensas.”
Ellos se sentaron a hablar de la cabeza trayéndoles mala suerte desde el minuto que el indio había entrado al almacén.
“Solo te quería besar,” el dijo.
“Y los besos terminan mal a veces.”
Jaramillo
El indio no había vuelto por la coca, muy necesaria para su bienestar en la selva, y Homero necesitaba la plata que haría con las cabecitas que los indios habrían achicado con la magia de la selva.
“Hola,” alguien interrumpió el silencio del jardín.
Un niño con la nariz llena de pecas apareció a su lado, como en una de esas pesadillas que tenia Homero en las noches oscuras. El cerró los ojos, esperando que el fantasma se fuera cuando los abriera otra vez, las imágenes de otro sitio, perdido en las sendas del tiempo, asaltando sus sentidos.
“Donde está tu madre?” él niño le pregunto.
“Se fue al cielo,” Homero dijo.
“Lo siento mucho.”
Un espejismo traspasando las paredes de ladrillos y el cemento de las paredes, no entendería que su madre se había ido a un sitio mejor.
“Vengo de otra dimensión,” el niño dijo.
“Explícame eso,” Homero le dijo.
“Aparezco en otro sitio después de cerrar los ojos,” José dijo.
Homero le ladro al atardecer y José lo imitó, el eco de sus voces disolviéndose en la naturaleza del espacio- tiempo del patio, cuando José seguía siendo un niño con sus mejillas sucias y su ropa arrugada en el torbellino del tiempo.
“Y su tío?” le pregunto.
“Es un periodista en Nueva York,” Homero dijo.
“Me alegra mucho.”
Las memorias del pasado volvieron a la mente de Homero entre los carros de juguete, el triciclo que su tío le había traído de Nueva York y otras cosas difíciles de identificar en el barro del patio.
“El futuro está alrededor tuyo,” José dijo.
“No entiendo.”
“Cierra los ojos,” José dijo.
El sonido de voces interrumpió la fantasía, en la que se Homero se había sumido desde la llegada al jardín hacia una eternidad.
“Estas durmiendo?” María dijo.
Al abrir los ojos, Homero la vio acompañada de un hombre alto y bien vestido, que se debería de haber confundido de sitio.
“Buenas tardes,” le dijo.” “Soy Jaramillo.”
Jaramillo se paro en el mismo sitio donde José había estado hacia unos momentos, teniendo cuidado con las paredes y las cosas sucias del patio.
“Conozco a su tío Hugo,” él dijo.
Homero asintió. “Esta en Nueva York.”
“Ya lo sé.”
Jaramillo le mostro fotos de la cabeza pequeña que habían sido publicados en los periódicos de esa ciudad.
“Un almacén quiere más cabezas,” le dijo.
Homero se imaginaba toda la plata que haría con las cabezas, mientras entraban a la cocina llena de basura.
“Excuse el reguero,” Homero dijo.
“Cuando va a la selva?” Jaramillo pregunto.
“Pues no sé.”
Homero encontró la marca que había hecho con un lápiz en el mapa de la mesa, cosa que no significaba mucho para un indio ignorante que no sabía leer o escribir.
“Creo que el indio vive cerca del rio Guaviare,” Homero dijo.
Jaramillo asintió. “Tus cabezas deben de estar allí.”
“Eso espero.”
Homero se tomo el café que María les había traído, mirando el mapa de la selva donde encontraría su futuro entre los árboles.
“El indio quiere coca,” él dijo.
“No crece en la selva?”
“Ha llovido últimamente.”
Jaramillo se limpio las manos con su pañuelo de seda, que habría comprado en uno de los almacenes de la ciudad, para acabar con las bacterias contaminándolo todo con sus infecciones.
“Tiene que venir a mi oficina la próxima vez,” le dijo.
“Ya lo hare,” Homero dijo.
“Llámame si el indio vuelve otra vez.”
“Claro que si,” Homero dijo.
Estados Unidos tendría que ser el mercado para las cabecitas achicadas de los indios guerreros de la selva, aunque seres humanos habrían muerto, para satisfacer los gustos de los yanquis.
“Quieren más café?” María interrumpió.
“Me tengo que ir,” Jaramillo dijo.
María puso café en las tazas que la madre de Homero había comprado antes de que se fuera de este mundo.
“El indio lo engaña,” María dijo.
“Eso pienso,” Jaramillo dijo.
El periodista se limpio la boca con la servilleta que María había puesto a su lado, después de tomar su café con el pan que ella le había traído.
“Aquí tiene el numero de mi teléfono,” les dio una tarjeta.
“Quiere ir a la selva?” Homero le pregunto.
“Es peligrosa,” Jaramillo dijo.
“Pero encontraremos las cabezas.”
El tiempo corría al futuro, aunque algunas veces lo hacía hacia el pasado, de acuerdo a las leyes quánticas que Homero había leído en uno de esos libros que su padre había comprado, mientras Jaramillo se tropezaba con unas cuantas cosas en su camino a la calle.
“Nos repartiremos la plata si vienes a la selva,” Homero dijo.
Jaramillo oía la historia que Homero le contaba de la tribu escondida en algún sitio de la selva.
“Puede ser un truco,” le dijo.
“Espero que no,” Homero dijo.
“Como lo sabes?”
Homero le dijo de lo que podría pasar en el universo múltiple de la realidad, si se le ponía cuidado a lo que ese señor Einstein decía en los libros polvorientos de su padre.
“Que imaginación,” Jaramillo dijo. “Los papeles que has encontrado en el suelo te hablaran de esto.”
“Están escritos en lengua desconocida.”
“Serán de Einstein.”
El visitante
El indio se escondía entre las sombras del almacén en un día como cualquier otro, con su ropa de colores y su pelo cogido en un moño en la espalda, cuando Homero les vendía a sus clientes a esa hora de la mañana.
“Es que es de la selva,” le dijo a una mujer admirando la ropa de la vitrina.
“No se preocupe don Homero,” ella dijo.
Ella se media alguna de la ropa de la vitrina en frente del espejo que Miguel había conseguido a bajo precio en el mercado.
“Le doy ochenta pesos por este vestido,” ella le dijo.
Homero tenía que ser fuerte, si quería ser millonario antes de que el sol explotara, mientras que ella admiraba uno de los vestidos de última moda con el escote grande y lentejuelas en la cintura.
“Es que perderé plata,” le dijo.
“Noventa pesos,” ella dijo
“Cien es mi última oferta.”
“Pues no lo compro.”
El mundo paro cuando ella caminaba hacia la salida del almacén con sus caderas amplias y senos tambaleantes.
“Noventa pesos,” él le dijo.
“Ochenta.”
El la alcanzo antes de que ella abriera la puerta con la manija sucia, de todos los clientes que habían entrado al almacén.
“Se lo doy a buen precio,” le dijo.
“Don Homero.”
“No se arrepentirá.”
La mujer empezó a botar cosas de su bolso, hasta encontrar una billetera café con dibujitos de colores al frente.
“Me puede escribir un cheque,” él le dijo. “Si me da la dirección de su casa.”
“Lo tengo en suelto,” ella dijo.
Homero recibió los billetes que habría sacado el banco esa mañana con la firma del vicepresidente del país, dándole gracias al dios que lo volvía rico.
“Ya tendré más cosas otro día,” le dijo a la mujer.
“Muy bien, don Homero,” ella dijo.
El corazón de Homero latió más rápido cada vez que ella mostraba sus piernas en su camino a la puerta, pero el indio lo esperaba entre las cajas y otras cosas que le habían traído de las montañas.
“Tengo buena coca,” Homero le dijo. “Donde esta mi pago?”
“Mmm,” el indio dijo.
“No le doy nada entonces.”
La pistola estaba en un cajón de la mesa, buena para solucionar los disputes ocasionados por indígenas tercos.
“No me gusta ese hombre,” Miguel dijo al entrar al almacén. “Tiene cara de ladrón.”
Homero puso unos enlatados de comida en su maletín, mientras el indio estudiaba sus movimientos desde algún punto de la habitación.
“Dónde va?” Miguel pregunto.
“A la selva.”
“No confió en él,” Miguel le dijo.
Homero le dijo como las vitrinas tenían que estar llenas de coca, mientras que el buscaba las cabezas en la maleza con el indio que no hablaba.
“Ya correrá desnudo por la selva,” Miguel le dijo.
“Pues no lo creo,” Homero dijo.
Su madre le había dado muchos consejos sobre los caminos de la vida, llenos de las tentaciones del demonio.
“Ya le diré al padre Ricardo,” Miguel dijo. “Para que rece por su alma.”
Homero pensó que una parte de él se iría y la otra se quedaría en el almacén, de acuerdo a uno de esos libros que su padre había dejado en el almario.
“La senda se dividirá en muchas,” Homero dijo.
“Que senda?”
“La de mi aventura.”
“Tienes mucha imaginación,” Miguel dijo.
“Mmmm,” el indio dijo.
Homero asintió. “Creo que esta de afán.”
“Es mejor que no vaya,” Miguel dijo.
Homero puso más cosas en la maleta, aunque había leído que en la selva andaban desnudos entre los árboles.
“Tienes que cuidar el almacén,” el dijo.
“Miguel asintió,” lo sé.”
Homero le recordó que tendría que poner las bolsas de coca al lado de las vitrinas, para que los clientes las vieran.
“Y no le fie saz nadie,” le dijo.
“Le he prometido a tu madre que te cuidaría,” Miguel dijo.
“Cuida del almacén.”
“Quédate acá,” Miguel le dijo.
El indio murmuraba algo en esa lengua incomprensible que alguien descifraría algún día, cuando Homero se preparaba para su aventura en el tiempo fractal, mientras que el sol brillaba en el cielo.
“Como se llama?” Miguel le pregunto.
“Su nombre no se puede pronunciar,” Homero dijo.
“No será cristiano.”
El indio seguía sin interesarle nada, aunque Miguel lo encomendara a su Dios de los cielos.
“Algún día aprenderá a hablar,” el dijo.
El indio miraba la biblia que Miguel le había dado, su rostro inmutable a todo lo que pasaba a su alrededor, antes de que Homero le mostrara las bolsas de coca.
“No sé si confiar en ti,” Homero dijo.
“Mmm,” el indio dijo.
“Tráeme más cabezas,” Homero le mostro su cabeza. “Y te daré mas coca.”
Entonces el indio saco otra cabecita de pelo azabache y sus labios cocidos con hilo sucio.
“Ya te dije que este hombre es mágico,” Homero dijo.
“Pues es otra cabeza,” Miguel dijo.
El indio puso el trofeo que habría adquirido en otra de sus batallas campales al lado de los papeles de Homero y unas otras cosas sin nombre.
“Me tienes que llevar al resto de las cabezas,” Homero le dijo.
“Mala idea,” Miguel dijo.
“Mmm,” el indio dijo.
Homero alisto su maleta, pensando en la plata que haría con las cabezas de la selva.
“Eso es un truco,” Miguel le dijo.
“No dejes que nada le pase a la cabeza,” Homero dijo.
El encontró otras cuantas cosas que necesitaría en su travesía por la selva, mientras que el indio permanecía callado, su cara una mezcla de cosas incomprensibles.
“Debería de llamar al periodista,” Miguel dijo.
“Jaramillo se muere en un sitio tan sucio como la selva.”
“Pero sería una compañía.”
Homero asintió. “Ya lo sé.”
Ellos discutieron las cosas buenas y las malas de alguien como Homero visitando la selva, pero el indio parecía más jarto que nunca en su bata de colores.
“Tus papeles tienen que decir algo de esto,” Miguel dijo.
Homero miro las hojas que había estado estudiando desde su niñez, en las que tenía que estar su futuro entre otras cosas pasándole en su vida.
“El bus pueda que pase por acá,” Miguel interrumpió sus pensamientos.
Homero examino el horario de los buses que Miguel había encontrado entre sus cosas.
“No sabía que los buses salieran a tiempo,” Homero dijo.
“La municipalidad es organizada,” Miguel dijo.
El indio puso el bulto de hojas de coca en una de sus mochilas, hablando consigo mismo en un idioma bastante raro.
“Ya se querrá ir,” Miguel dijo.
El bus
Homero salió a la calle cuando el indio, al que no le importaba nada de lo que pasaba alrededor suyo, corriera en persecución de un bus de color amarillento en camino a algún sitio del mundo.
“Ese es nuestro bus?” le pregunto.
El indio no contesto, afanado por correr más rápido que los campeones de los olímpicos, y Miguel apareció con la maleta en la mano.
“Lo puedes alcanzar,” le dijo.
Entonces Homero corrió con la cartera en una mano y su maleta en la otra, esperando que el chofer parara en frente de las luces del semáforo, que la alcaldía había instalado no hacía mucho.
“Déjanos subir,” él le mostro todos los pesos que tenía en su billetera.
El hombre ha debido de pensar en las implicaciones del gesto de Homero, porque les abrió la puerta después de algunos momentos.
“Aquí está la plata,” Homero dijo.
“Sigue adentro,” el chofer le dijo.
Homero avanzo sobre la gente que había en el vehículo, ganándose unos cuantos insultos de los que estaban sentados en el suelo.
“Ya lo mato,” una voz dijo.
Una mano salía por entre los cuerpos formando una muralla olorosa a todos lados, como en el infierno del que hablaba el padre Ricardo durante sus sermones en la iglesia del mercado.
“Lo siento mucho,” Homero dijo.
Entonces vio dos asientos al lado de una jaula llena de gallinas.
“Esto le costara,” una voz dijo.
Una mujer sentada debajo de la jaula, alargaba sus brazos bajo las barras de la prisión de los bichos que llevaba a vender.
“Estos son mis pájaros,” ella dijo.
“Son gallinas.”
“Mentiroso.”
Homero la ignoro, mientras que el bus tomaba la carretera central por donde se veían los cañaduzales y el viento les traía una lluvia de plumas y caca.
“Los pájaros no lo quieren,” la mujer dijo.
“Pues a mí no me gustan,” Homero dijo.
“Vete al culo.”
“Vieja grosera.”
Los pájaros lo miraban con ojos pequeñitos, llenos de malevolencia, hasta que se durmió, y el mundo fue remplazado por el eco de los tambores de la selva. Quiero mis cabezas, le decían. El ruido del vehículo le contestaba en su sueño de cabecitas pequeñas, gracias a las hierbas de los indígenas en medio de los árboles.
“Empanadas,” una voz lo despertó.
Homero vio a una mujer ofreciéndole una bandeja llena de moscas afuera de la ventana.
“No tengo hambre,” él dijo.
“Pues come mierda,” la mujer de las gallinas dijo.
“Huevona,” Homero dijo.
“Su amigo se fue,” la mujer dijo.
Homero vio el asiento del indio vacío.
“Han visto a mi amigo?” él le pregunto a la gente.
“No nos molestes,” alguien dijo.
Homero trato de salir entre la chusma que había elegido el suelo para dormir antes de llegar a su destino, ganándose unos cuantos insultos.
“Quiero salir,” les dijo.
“Pues te jodiste,” un hombre gordo, atrapado entre una mujer con cara de sargento y alguien durmiendo, le dijo.
“Te doy plata,” Homero le dijo.
“Cuanto?”
“Veinte pesos.”
“Haber,” el hombre estiro su mano.
“Déjenme pasar primero.”
Unas cuantas personas que él no podía ver lo amenazaron de muerte, en las sombras del fin del mundo.
“Quiero la plata,” el hombre decía.
“Han visto a mi amigo?” Homero pregunto.
“No,” la gente dijo.
“Tenía una bata larga.”
“Deme la plata,” el hombre seguía diciendo.
Homero pisó los cuerpos hacinados en el suelo, hasta llegar al lado del chofer que había parado para comprar algo.
“Tu amigo está afuera,” él señaló algún punto en el infinito.
De pronto alguien le hacía señas al lado de unas mulas polvorientas y de los vendedores ambulantes ofreciéndole sus concocciones.
“Que te pudras por la carretera,” el chofer le dijo.
“Quiero mi plata,” el hombre gordo decía desde algún rincón del bus.
“Solo tengo cheques,” Homero dijo.
Al fin se bajo del bus y paso al otro lado de la calle, donde el indio le acariciaba la cabeza a la mula sin interesarle su sufrimiento.
“Imbécil,” Homero le dijo.
El indio continuaba acariciando al animal, haciendo que Homero se enfureciera más.
“Te doy más coca si me ayudas a subir en la mula,” Homero dijo.
“Mmm,” el indio dijo.
Homero se trepo encima del animal antes de caerse por el otro lado, raspándose las rodillas y parte de su alma. Eso no les había pasado a los héroes de las películas del oeste, que el padre Ricardo mostraba algunas veces en la casa episcopal.
“No mas coca,” Homero dijo.
“Mmmmm,” el indio le contesto.
Homero vio una piedra de buenas dimensiones cerca de ellos, por la que se podría montar encima del burro, antes de que el indio se le escapara con las bolsas de coca.
La aventura
El cuerpo a Homero le dolía cada vez que el caballo trotaba y los insectos cantaban sus sinfonías, mientras ellos cabalgaban por la llanura desapareciendo hasta el horizonte.
“Mmmm,” el indio dijo.
“Serás tonto,” Homero dijo.
Entonces llegaron a un rio en rumbo a algún sitio lejos de la civilización cuando el sol les quemaba la espalda, y el indio esculcaba en una de las mochilas que había puesto al comienzo de su viaje por la sabana, como si le ocultara algo importante.
“Donde están las cabezas?” Homero le pregunto.
El indio no le puso cuidado, entretenido con algo que había encontrado adentro de su mochila, antes de sacar una malla de pescar entre las otras cosas que tendría.
“Es buena idea,” Homero dijo. “Ya me está dando hambre.”
El indio se paro al lado del rio con la malla que habría tejido en su pueblo, cuando no estaba matando a sus enemigos en las batallas campales, al tiempo que Homero se trataba de bajar de su mula.
“Esto parece un sueño,” le dijo. “Como si estuviéramos drogados.”
“Mmm,” el indio dijo.
“Tenemos que hablar de las cabezas,” Homero dijo.
El indio seguía pescando, haciéndose el tonto, o es que el pobre era tarado y no entendía nada. Entonces Homero le mostro la mochila que tenía en el suelo.
“Te lleno varias bolsas con coca,” le dijo. “Por cada cabeza que me des.”
Al indio no le importo lo que Homero decía, pues tendrían que comer algo antes de que el sol se ocultara atrás de la maleza, pero entonces algo saltaba en la malla de pescar, interrumpiendo los pensamientos de Homero.
“Mmmm,” el indio dijo.
“Eso se llama un pescado,” Homero dijo.
El indio dijo algo parecido antes de que encendiera unos papeles que tenía en sus bolcillos con una caja de fósforos del mercado, asustando a los zancudos que querían pasarles los venenos de la selva.
“Cuantas cabezas tienes?” Homero le pregunto.
El indio seguía cocinando, sin importarle los sentimientos de Homero, que sería un millonario antes del final del mundo.
“Yo quiero muchas cabezas,” el señaló su propia cabeza para que el hombre le entendiera.
El pescado había quedado muy bueno, mirándolos con ojos apagados detrás de su muerte en el rio, antes de que el sol se transformara en una antorcha grandísima entre las tinieblas de las que no saldría hasta el día siguiente.
El indio le ofreció un aguardiente, al tiempo que los tambores sonaban y el mundo se evaporaba en una cantidad de imágenes, como si los duendes de la selva los hubieran embrujado con sus pociones reservadas para festividades especiales.
Entonces aparecieron otros indios, caminando por entre los charcos que el rio había dejado cerca de la maleza.
“Vengo en paz,” Homero dijo.
“Mmm,” ellos dijeron.
El habría cambiado el tiempo fractal, desde su llegada al rio hacia unos momentos, en los que las sombras surgían entre los arboles rodeándolos por todos los lados.
“Mmm,” los indios dijeron.
“Es que no hablan?” Homero dijo.
Los indios le dieron a Homero una trucha cocinada en sus jugos, más un aguardiente bastante fuerte, que le quemo el esófago hasta llegar al estomago, aunque él les quería hablar en un idioma que entendiera.
“Les doy bastante coca,” Homero les dijo.
Uno de los indios le trajo más pescado, en esa primera noche en la selva, en la que el ruido de los tambores lo hizo dormir al lado de la hoguera.
“Tome aguardiente,” alguien le decía.
“Es que hablan mi idioma,” el les pregunto.
El aguardiente que había tomado le hacía ver todo de una manera extraña, y el se quería ir a dormir, antes de pedirles las cabezas a los indígenas.
“Les daré mucha coca, si me dan esas cabecitas que me gustan,” les dijo.
“Mmm,” los indios le dijeron.
“Lo prometo,” les dijo.
Los indios le ofrecieron más aguardiente, hasta que todo le daba vueltas y Homero corría por la selva, en uno de esos sueños extraños de los que es imposible despertarse.
“Dónde estoy?” Homero dijo.
El viento le contesto mientras los murciélagos volaban y los tambores lo llamaban a una ceremonia secreta.
“Uhhh,” algo se quejaba en algún sitio que él no podía ver porque no tenía fósforos.
Entonces unas sabanas brillantes bailaban sobre los arboles, como si el mundo se hubiera vuelto mágico.
“Buenas noches,” una de las sabanas dijo.
“Estaré loco,” Homero dijo.
“Que esta chiflado,” la sabana dijo, mirándolo por entre las ramas.
“Soy un fantasma en camino a Pereira,” la sabana le dijo.
“No sé dónde voy,” Homero dijo.
“Tiene que saber.”
Homero explico cómo los indios le habían dado aguardiente cerca del fuego, cuando él quería las cabezas achicadas.
“Porque está desnudo?” el fantasma le pregunto.
“Me desperté así.”
“Coja una de mis sabanas,” el fantasma dijo.
Él le dio una de sus sombras, ayudándole a encontrar los hoyos de los ojos por los que se veía el paisaje en tonos grises.
“Donde van?” Homero pregunto.
“Vamos a actuar por dos meses en Pereira,” el fantasma le dijo.
“No tiene compañía?”
“Es la más famosa del otro mundo.”
Uno de los esqueletos luminosos boto algo sobre la maleza, matando unas cuantas luciérnagas alistándose para su presentación nocturna.
“Esa es Ileana,” el fantasma dijo. “Ya ha roto dos piernas esta noche.”
El fantasma trato de repararla, después de darle a Homero uno de sus ojos.
“Guárdalo por el momento,” le dijo.
Homero lo cogió con la sabana, que alguien habría tejido en otro mundo que no entendía.
“Aquí tienes tu hueso,” el fantasma le dijo al esqueleto. “Si lo rompes otra vez, tendrás que saltar entre los árboles como un canguro.”
Ileana siguió bailando después de colocarse el hueso en la pierna, y Homero le trato de dar el ojo al fantasma.
“Lo puede guardar,” él le dijo. “Como recuerdo mío.”
“Gracias,” Homero dijo.
El mundo se veía diferente con el ojo encima de la sabana, como la fantasía en la que se había sumido desde que había salido de la casa hacia un tiempo indeterminado.
“Este es un universo paralelo,” el fantasma dijo.
“No entiendo,” Homero dijo.
El fantasma le explico las leyes de la naturaleza rigiéndolo todo, desde el día que Homero había abierto sus ojos a la luz del mundo.
“Eso es loco,” él le dijo.
El fantasma sonrió. “Estar hablando conmigo es loco.”
Homero se sentó en una piedra de buenas dimensiones, que algún volcán habría vomitado del interior de la tierra haría miles de años, las palabras del fantasma llevándolo más lejos de la realidad.
“El camino se bifurcó antes de que nos encontráramos,” el fantasma dijo.
“Ya lo sé,” Homero dijo.
“Te has ido por ambos lados del tiempo.”
“Pero si estoy aquí.”
“Estas aquí, allá y en todo sitio.”
La cabeza de Homero le dolía de pensar en las consecuencias de sus acciones, y más seres transparentes aparecieron, envueltos en sabanas fosforescentes, como si estuvieran en una fiesta de disfraces.
“La ley de las probabilidades indica que tienes un cincuenta por ciento de chances de que estés en varios sitios,” el fantasma dijo.
El mundo se volvía confuso para Homero, que solo quería volver a su almacén, esperando que su doble estuviera ayudándole a Miguel en sus negocios, de acuerdo a las palabras del fantasma.
“Tienes que escoger tu futuro,” el espectro dijo.
“Pues no sé qué tiene que ver con esto,” Homero dijo.
Los fantasmas seguían bailando en ese sueño que él tenía en medio de la selva, al tiempo que algunos micos interrumpían la escena con sus bailes y cantos, perfectamente normal en el mundo al que Homero había llegado.
“Somos los Australopitecos
“Los Australopitecos invencibles
“Cualquier cosa que los hombres han hecho
“Ya la hemos hecho
“No lo nieguen
“No lo nieguen
“No digan no
“Somos los australopitecos
“Los hombres se llaman sabios
“Ja, ja, ja
“Lo quieres ver?
Somos los sabios”
Entonces se
Verlag: BookRix GmbH & Co. KG
Texte: Maria Camacho
Bildmaterialien: Maria Camacho
Lektorat: Maria Camacho
Übersetzung: Maria Camacho
Tag der Veröffentlichung: 24.03.2013
ISBN: 978-3-7309-1628-5
Alle Rechte vorbehalten
Widmung:
A mi padre que murió hace 15 años.