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sueños de vida



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sueños de muerte



camino al cielo
péndulo de agua
el regalo del mar
el guanín de arocoel
otoño





sueños de vida




Alba Rosa




Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!
Hacedla florecer en el poema.
Vicente Huidobro




Y germinó. Todo se hizo blancura cuando el primer rayo de Sol tocó su cuerpo en corazón de flor naciente. Abrazada por las últimas gotas del rocío matutino sintió correr en su interior la vida yacente en las entrañas de la tierra, el palpitar de tantas ansias muertas y sepultadas bajo el polvo de los siglos. Despertados ahora por ella, interrumpiendo su sueño milenario con el llamado de sus raíces ávidas de sueños, vidas y sonrisas muertas.

Detenida en un instante, la flor naciente contempla el alborozo de los rayos de luz entre sus pétalos nuevos. Comienza, como por costumbre, a ofrecer en ofrenda solar su corola de flor recién hecha. Sin temores ni vanaglorias abre su albo cuerpo en compás de sinfonía a natura, en crescendo lento, irreversible.

Todas las flores, aves y cascadas y todos los arrollos, árboles y soles, cantaron en fortíssimo salvaje la sinfonía de bienvenida a la Alba Rosa. Y se sintió feliz, ajena al dolor de los hombres.


AHORA




Sólo un sauce quebrantaba el infinito de la llanura. Sus ramas tristes enmarcaban derruida columna corintia. Desde su rasgado capitel bajaban en líneas duras, eráticas, las huellas dejadas al paso de un tiempo sin tiempo, sin sustancia, incontenible. Sólo el recuerdo de su gloria, reminiscencia de un esplendor de mármol, reflejaba la luz intermitente de los relámpagos que rasgaban el grueso velo de las nubes nocturnas. Los truenos se ahogaban en la distancia, como filtrados por el silencio que impone la soledad de una noche de recuerdos.

Sobre el prado casi virgen, casi verde, casi húmedo, reposaban pedazos de mármol, como si fueran testigos de la eternidad del tiempo, o mudas pruebas de su fugacidad, siendo ruinas de un sueño. Entre ellas descansaba, en actitud sollozante, un unicornio blanco. Por un belfo colgante resbalaba una lágrima, matizada por un color de soledad, tenue, transparente. Su único cuerno señalaba en agonía de verde marfil al suelo, casi virgen, casi húmedo. Mientras el frío entumecía el ala teñida de rojo carmesí.

Una tenue neblina salía tímidamente, como sudor de virgen, por entre las yerbas que tapizaban de sensualidad la llanura infinita. Borrándolo todo de forma gradual, casi normal, en caricia sutil de lenta penetración, de primer éxtasis sensual que eterniza un momento, en silencio, como vuelo de ave nocturna. Y todo lo cubrió. . . y el tiempo se volvió blanco...

* *



Parecía flotar por sobre el nivel de la espuma de las olas. En vuelo callado, amarillo, casi espiritual. Una lechuza blanca arranca su secreto al aire, en confidencia sutil, tenue, casi amorosa. Va, como impulsada por la inercia de los sueños, sostenida por la costumbre de agarrarse al viento sin forma, sin nombre. Por sobre las olas de un mar en calma vuela, siguiendo la ruta del instinto, flotando entre un rayo de luna empeñado en seguirle, como fiel compañero intangible de su soledad sobremarina.

La brisa le susurra quedamente estás cerca, y la claridad de la luna le descubre un punto en el horizonte que rompe la continuidad de la espuma de las olas. Se dirige hacia él, en vuelo altivo, constante, silencioso. Va cortando la espesura nocturna con el filo de su blancura, firme, segura, como guiado por un rayo de luna llena, resplandeciente.

Llega a una playa desnuda, solitaria, sin tiempo. El rumor de sus olas hace mucho huyó hacia la eternidad. Sigue arrastrando su cuerpo por el aire, sobre la desolada playa. Hasta que, como si fuera un refugio místico donde no tiene cabida el tiempo, surge por entre la arena, casi imponente en la eternidad de la distancia, el tronco solitario de un pino. Se acerca a él con su vuelo pausado, y escoge con la rapidez de un aletazo una rama carcomida por la inercia del tiempo, y descansa, descansa. . .

Al amanecer, sólo un puñado de plumas en aglomeración ligera de blancura era arrastrado por el viento.

* *



Parado sobre la eternidad, sobre una roca, inmóvil ante el paso del tiempo, inconmovible en el golpear de los elementos aire, tierra, agua, fuego. . . El hombre contempla el vacío profundo, lejano, detallado en un horizonte de humo y tinieblas, sin formas, ni líneas, todo reflejado en sus ojos, cuencas de entrada a su propio horizonte de niebla y lluvia.

Ni un sollozo cuando el viento le acariciaba en remolino ligero su desnudez de hombre inmóvil; ni una lágrima cuando la agitación de las olas le humedece en un abrazo íntimo y lleno de sensualidad y pasión; ni un solo quejido al sentir sobre su entero cuerpo la áspera caricia de la tierra en levitación concéntrica que lentamente le va rodeando, espesándose, como caldo de amarguras y penas; y lo cubría, lo cubría, lentamente, lo cubría, vistiéndolo.

Quedó así, como esculpido en actitud de súplica en la eternidad naciente del barro convirtiéndose en piedra. Silencioso, macizo como un pensamiento fugaz, inconmovible en el espacio, intocable en el tiempo. Sereno, con la misma tranquilidad de las rocas.

Al atardecer, poco antes del crepúsculo, un último rayo de luz baña en etérea ida el cuerpo suplicante, imponente, eterno. Y al desvanecerse, el reflejo de una tenue lágrima se abre paso por sus pupilas eternas.

* *



Me despierto en un sobresalto, con la sensación de sentir el corazón latiendo entre mis manos. Suavemente me levanto y mis pies guiados por esa euforia que atonta lentamente responden a mi llamado. Mis ojos descubren el horizonte y un rayo de sol nuevo penetra los surcos de mi rostro anciano.


Dos lágrimas blancas




Venía cansada, de recorrer el mundo sobremarino, de llevar en mis alas el peso de las aves y el sabor disuelto de la sal en un mar aéreo. Veo, gozosa, cómo se perfila la línea de la playa, con su frontera de palmas invitándome a hozar en ellas. En un peñón grande y gris que resiste las embestidas del otro mar y yo, veo a un huerco joven, de mirada ronca y sonrisa rojiza, de cara al otro mar. Me acerqué, como tímida al principio para no asustarlo. Entonces, me metí entre sus cabellos y mientras me perdía y volvía y salía y entraba otra vez era todo un revuelo piloso y él no se enteraba y entonces acariciando en espiral descendente toqué su oído y susurré suavemente qué te pasa pero él seguía llorando y preguntando por qué, por qué. ¡No llores!

Y el deseo de consolar me hizo remolino que cubrió lentamente su cuerpo. ¡Por favor!

Y el deseo de aliviar me empujó dentro de su ropa y camisa, tocaba su faz de llanto en una caricia inútil, constante. Y la desesperación me convirtió en ciclón bíblico, capaz de barrer de sobre la tierra toda causa de llanto y dolor. Las palmeras me rindieron pleitesía y las aves huyeron temerosas y el otro mar empezó a rugir y el ritmo y la altura y la fuerza de sus olas contra la peña aumentó pensando que había llegado la hora de jugar su rol apocalíptico.

Entonces despertó.

Y la fuerza huracanada de mi ternura se disipó en una súplica. Y el mar de agua descansó otra vez, sabiendo que su sello no había sido roto todavía. Sólo el cáliz del vino amargo reflejaba en su espíritu embriagante las nubes asustadas por ese conato de apoteosis final. Levantó su triste mirada al horizonte, a lo lejos, mientras sus lágrimas fluían en violencia serena. Me acerqué para secar sus lágrimas de sangre con mis manos de aire. ¿Qué te pasa?

Y la consternación reflejó en sus ojos la más intensa agonía. Se hundió, se murió... ¿Quién, dices?

Mi estrella... se apagó. ¿Qué estrella?

Era ella, lo sabía, había jurado que después de su muerte aparecería. Y brilló para todos como lo hizo en mi vida. Cayó fugazmente y se hundió en el mar nocturno como murió en mí, murió para todos. ¿Lloras por una estrella?

Sí, era ella. . . y murió. . .

Era el comienzo de la segunda vigilia cuando sentí en mi seno la cosquilla incandescente que produjo su caída. Reflejaba en un brillo intenso su desesperación. Caía, y trataba inútilmente de aferrarse a mi manto. ¿A dónde vas?

Y un temeroso no sé me contestó. La seguí en su caída por la dulzura de su brillo embriagante. La seguí, hasta que cayó al mar de agua. Y allí apagó su fuego celeste y se durmió, cansada y asustada. Yo la acaricié y la arrullé como arrullo a los caracoles marinos. Tuvo un sueño inquieto de amar sin amar o una vela consumiéndose por la llama del tiempo. Fue su sueño como ella, fugaz y un recuerdo eterno. Despertó sollozante en su lecho azul de hierbas marinas y yo le dije ¡hola!

y ella ¿dónde estoy? y yo en otro cielo

, no te asuste su alborozo

. ¡Quiero volver! No puedes

. ¿Por qué? Sólo los que conservan su brillo logran volver

. . . ¿Y volvió? No temas, seca tus ojos y guarda las lágrimas lloradas en el cáliz azul del alma, porque de eso es hecho el amor

. ¡Sólo tantas lágrimas puedo llorar hasta que el dolor haya pasado! Entonces podrás decir que tu amor vivirá para siempre

...

Y una noche, una tarde, una mañana. . . la estrellita sintió deseos de volar, de elevarse, por sobre encima del mar y los delfines y las gaviotas y recostarse sobre un nuevo lecho de hierbas aéreas, de extender su luminiscencia naciente por cada rincón del alma terráquea. De sentir en sus venas intangibles la evaporación de la gota en la rosa sensual. Y de crecer, crecer, crecer y desnudarse rompiendo sus vestiduras de náufraga, enseñando a todos, alborazada, su desnudez solar. Asombrada, vió cómo los caracoles marinos, los peces escurridizos, los tímidos delfines, las gaviotas sumidas en su dolor inmóvil y las olas intranquilas de ese otro cielo en que había caído se juntaban para decirle adiós en un coro marino que semejaban siluetas de sombras en días de añoro y tristezas. Arriba, las estrellas y la Luna parecían huir de su grandeza, la que recién acababa de empezar a sentir y que aun dominaba sus deseos de saltar con sus hermanas. Lentamente, se sentía hinchándose de gloria y de poder, mientras un rayo transmitía en grito de calor he llegado. . .

Mientras abajo, en una piedra embestida por la furia serena del mar, un joven contemplaba el amanecer, llorando. Y la brisa la susurraba al oído, ¿lo ves?

Y él sí, puedo sentir sus rayos y su calor sobre mi cuerpo. Toma, seca tus lágrimas

, y le tendió un dedo de aire para dos lágrimas blancas.


Baracutay




Un rayo de sol nuevo desplazábase suavemente por el interior de la gruta sagrada. A su paso iba descubriendo el cobre lustroso de un cuerpo divino. Subía, por el cuerpo tendido, con la majestuosidad que produce la lentitud ceremoniosa de una marcha imperial. El beso con sus labios fue cálido, amoroso, como los que despiertan a seres queridos, e intenso y profundo, como los que abren las puertas veladas del recinto sagrado del amor. El contacto con sus párpados unidos, como manos en rezo ingenuo, fue ligero, casi tenue, como el roce primero que despierta en el alma virginal la sed y el ansia de amar.

Abrió lentamente sus ojos de astro sereno. Recorrió con su mano regidora su cuerpo de cobre moldeado en barro, barro rojo y delineado con achiote, semilla sagrada y tinte ritual. Se irguió completamente, ya con el sol de lleno sobre su altiva figura arauca, contemplando, escuchando el silencio, tratando de distinguir entre los sonidos matutinos del bosque tropical el canto agudo de algún bohíque en narcótica cohoba invocadora.

Se sentó sobre su áureo dujo sagrado. A su diestra, el Cemí, con el brillo velado por el polvo de cinco centurias profanando su figura sagrada. A su izquierda, el collar de piedra, serpiente madre y tierra primera de libertad arauca.

Sentóse así, esperando con paciencia de dios bueno la invocación de algún araguaco festivo, los cantos de areyto salvaje saludando su llegada o el batuto indicativo de peligro, de caribes hambrientos o Juracán furioso en cauces sin cauce, descontrolados. Al caer la noche, los rayos que lentamente foljaron su cuerpo y que fueron testigos de su inactividad heroica, decaen de una manera no precisa, sin orden, imperceptibles, como el puñal clavado en su pecho por el silencio de su pueblo aruaco. . .

Sintió la presencia del espíritu cerca del fuego sagrado. Su lento acercarse indicaba reverencia y miedo. Le tendió su diestra divina y con voz que sabía a verde frondoso y olía a exhuberancia tropical le llama:

- Operito.

Y el ánima inclina su forma en reverencia sumisa. El dios bueno en espera de su ofrenda o súplica le mira altivo y bondadoso, firme y consentidor, extrañado de que esta aparición escapada del Coabey estuviera ante Él. Le interroga, y más o menos le contesta lo que en lengua cristiana diría así:

- "Oh Hijo de Atabex, distingue a tu pueblo porque ante Tí se encuentra! Perdona nuestro abandono a tu culto sagrado! Cuando vinieron los dioses blancos, nos compraron tus rezos a cambio de un trozo de turey caído, te abandonamos para adorar en lengua incierta al Padre y a la Madre, entregamos nuestras hijas esperando tener hijos de dioses y trabajamos como naborias entregando nuestra libertad innata que de Tí heredamos. Fue lo último que ofrendamos. Porque gritos de guerra y rebeldía cuando descubrimos el engaño, despertaron en nosotros la ira de la indignación. Y te invocamos en areyto salvaje, pero Tú, ya te habías ido..."

Siguió escuchando hasta que el espíritu colectivo se desvaneciera atravesado por un rayo de sol incipiente. Quedóse como tallado en piedra. Salió hacia la selva de lluvia y aunque la llamara la cotorra amiga no vino a su encuentro. Y vió que un hombre extraño profanaba Su Morada, destruyéndola. Bajó hasta ellos, pero no reconocieron su presencia autoritaria, ni temblaron a sus pies ante su furia inminente. Pronunció palabras de guerra y nadie le contestó. Convocó señales celestes y meteóricas, pero no escuchó los cantos salvajes de areytos desenfrenados reaccionando a su llamado...

Al atardecer, postrado en la cueva sagrada del corazón del Otoao (lugar que sólo caciques escogidos penetraban para investirse de Su autoridad), impotentes lágrimas mojaban el polvo que cinco centurias depositaran sobre los objetos abandonados de autoridad. Todo olvidado, desierto, abandonado. Juracán enanejado en su morada más allá del mar, sin la furia guerrera y sed de destrucción con que le había conocido y enfrentado.

- Hemos sido olvidados, despojados de nuestra autoridad divina, suplantados por un dios blanco, muertos nuestros hijos y el temor a nuestro culto y nosotros... es nuestro Coabey...

Pero no podía ser cierto. Yucayeques extraños rompían el verdor de su tierra mimada. En su refugio, escuchaba el lamento de los coquíes repitiendo la historia que había conocido o adivinado. Recogió del suelo el Guanín dorado abandonado por el último cacique escogido. Las manchas frescas de sangre taína contaron la historia de su última lucha contra el dios blanco y el sacrificio de un bohíque fiel que recuperó el áureo símbolo y lo ocultó en este lugar sagrado. Sintió la furia guerrera abrirse paso en sus venas. El mismo Juracán lo había sentido en ocasiones y salido de su encierro, destruyéndo todo en frustración de dios olvidado. ¡No! Él no sería olvidado, recuperará su tierra taína otra vez y se sentará sobre su montaña sagrada para recibir la adoración de su pueblo resucitado. Los coquíes callaron para escuchar su juramento pronunciado con el Guanín en alto y lo repitieron de montaña a montaña, hasta el valle y luego a la montaña hasta el mar. Y las aves se revolvieron en su nido ansiosas de cantarlo en la alborada del día que empezaba a nacer, las reinas palmas alzaban su cogoyo altivo otra vez, presurosas de recibir la mañana y la brisa juguetona con el orgullo de sus hojas cortando un firmamento más brillante, más azul.

Mientras en la cueva sagrada, el dios taíno mantenía el Guanín en alto, repitiendo su promesa como en canto ritual. En el horizonte, el sol rompía los sellos de un turey nuevo, abriendo caminos renovados sus rayos lentamente despejan la oscuridad nocturna. El astro, percibiéndolo, envía un rayo nuevo a la cueva sagrada y cortando la oscuridad centenaria hiere el disco de oro, resucitándolo.


Sueño




Me detengo por un instante a tomar un poco de aire, y observo fijamente la gota de sudor que baja lentamente por tu cuello, pecho, vientre y caderas, hasta fundirse con la sábana ya húmeda de incontables gotas de sudor que, antes que ella, resbalaran por nuestros cuerpos. Un impulso súbito me hace recorrer lentamente el camino seguido y trazado en tu cuerpo por esa gota, néctar salado, inversamente. Comienzo en tus caderas, mis labios buscando frenéticos el camino de sal, tu camino. Beso la redondez de tus nalgas y bebo, sorbo, lamo, otra gota que lentamente recorre el camino trazado por muchas más, como aderezo al manjar ofrecido en tu bandeja de carne, en plato de pasión. Miras, y el reflejo de tus suspiros bailan cadenciosos bajo la luz tenue de una vela en el infinito de espejos que multiplican nuestras miradas, nuestros roces, nuestro ardor. Subo por tu cuerpo, como sube en ofrenda de olor grato tu aroma de rosa en noche sin luna, mi lengua trazando surcos concéntricos de saliva alrededor de tu ombligo, seno, pezón. Tus manos buscan desesperadamente asirte a mi espalda, desgarrar mi piel, unirte a mi carne, bañarte con mi sangre. Busco (y buscas), en tu cuello el alivio al peso ligero que siento bajo mi vientre. Te sumerges en mi pecho, tu lengua como sierpe ansiosa revuelve mi piel, desordena mis poros y desciende lentamente a mi infierno, avivando con cada beso las brasas que me atormentan, aumentando mi calor, mi lloro y mi crujir de dientes. Un frío me envuelve, me abraza, crece desde el centro de mi nada y me pierdo flotando en tus labios por sobre un abismo. Y tu saliva dulce se mezcla con la sal de mi cuerpo que lentamente fluye, gota a gota, hasta tu cuerpo, uniéndonos.

La llama tenue de la vela titubea casi imperceptiblemente, y como piedra lanzada al lago de los espejos nuestras imágenes se rompen y se unen, bailando una danza frenética, como de muerte. Tus ojos exhalan una mirada de miedo, de deseo. Tu pelo nace, como la noche, negro y húmedo de mi pecho. Nuestros cuerpos pulsan al compás de nuestros corazones, al unísono, mientras se funden lentamente, tu carne y mi carne, como un solo quejido, un solo suspiro.

Navegamos en un mar de lujuria y placer. A veces en calma, a veces en tormenta, pero siempre a la deriva, tras ese horizonte siempre lejano que nos llama y nos hala como un imán poderoso. Cabalgas sobre mi cuerpo, domando ese desenfreno que crece en medio de nuestros cuerpos, nuestro cuerpo, incontenible. De repente, las sombras danzantes se desvanecen en una explosión de luz que nace de las entrañas y se multiplica y se derama sin control en una loca carrera sin final donde todo da vueltas y el tiempo se detiene, fluyendo lentamente, gota a gota. Y la vida vuelve a correr en nuestras venas.

Me volteo soñoliento hacia la pared, tratando de conservar en un suspiro tu imagen que lentamente se desvanece en la bruma amartelada de tu recuerdo. Y empapo de sudor cristalino las sábanas llenas de sueños, por tí.


Vidas




Y vio la luz. Caminó, primero atraído por ella y luego una corriente incontenible lo arrastró hacia ese círculo de luz que cada vez se hacía más grande, hasta envolverlo todo. Y se sintió perdido en ese mar de luz y lloró, y sus lágrimas se mezclaron en el torrente de luz y sus gritos se confundieron en las olas del resplandor que lo envolvía hasta perderse en un horizonte lejano y brillante.

Caminó siempre entre este mar azul, ciego, con el viento de frente y la lluvia a su alrededor. En silencio, hasta que su vacío explotaba en lágrimas que descomponían en espuma multicolor esa luz siempre de frente. Incómodo, viajó siempre solitario buscando deshacer ese círculo que lo envolvía. Y su llanto sólo producía un eco de luz que hería sus ojos. Vacío de vida, llevado por la inercia, consumido por esa luz siempre presente, siempre ardiente. Así caminó, a veces por costumbre y siempre empujado hacia ese lugar sombrío que había encontrado y en el cual había soñado que estaba dormido en un lecho oscuro y tibio, palpitante.

Así fue su vida, su tránsito por ese luminoso mar que lo azotaba constantemente con sus olas de fuego. Hasta que, sintió deseos de recogerse sobre sí mismo, volverse una sola forma compacta y uniforme alrededor de su propio corazón. Se encogió, sí, sus manos en sus mejillas y sus rodillas sobre su frente húmeda. Y sintió deseos de llorar un llanto largo y lento, como el brotar de un manantial nunca visto. Y la luz que antes lo envolvía se fue apagando, lentamente, primero en sus ojos y luego fue como una brisa vespertina, imperceptible siempre. La sombra avanzó lentamente, caprichosa, y su avance tenía la sensualidad que moldea las formas que nos hacen llorar. Y una tibieza lo fue abrazando poco a poco hasta sentirse envuelto en un núcleo palpitante. Y soñó.

Al cabo de centurias, cuando su sueño fue disipado y abrió sus ojos por vez primera, vio la luz y sintió un vacío en el fondo de su alma, y se sintió atraído por ella.


Sueños de muerte




Camino al cielo




¡Si tú hubieras visto la cara de aquella hermanita que me dijo que Cristo era el camino al cielo! Yo le dije mano, hay dos caminos al cielo, Cristo y un pase de perico. Y parece que vio al diablo porque se perdió en un dos por tres. ¡Mira, y que decirme eso a mí! ¡Si yo voy al cielo todos los días! Te digo que yo vivo en el cielo. Cuando me meto esa hostia, la aguja llena de manteca, en estas venas que piden Comunión, yo rezo el Credo. Y siempre voy a lugares distintos y tripeo y nunca me acuerdo de nada. A veces me acuerdo porque pegan a contarme y yo me hago el pendejo y digo que no me acuerdo, pero chico dime tú, tú no te vas a poner a decir que sí, porque déjame decirte que yo estuve en la Universidad, si mano, yo me veo aquí tira'o contigo en este botecito tu sabes, pa' la pesca, pero yo estaba en la Universidad estudiando Economía, la ciencia del dinero, y los vecinos me respetaban porque yo estaba estudiando en la Universidad y yo no los podía defraudar, porque yo era hijo de Don Pedro tú sabes, el del negocio, pero los panas tú sabes, empezaron y las jebas, loco, mira, tú haces cualquier cosa, chico yo pensaba en los estudios, pero tú sabes, me metía y olvidaba y cuando salía volvía y pensaba en lo mismo y me metía más para seguir olvidando pero cada vez recordaba y el viejo me gritaba y mi madre no me podía hablar claro porque lo único que hacía era llorar y llorar, mi hermano, eso me rompía el corazón mi pana, la vieja, y volvía y olvidaba, lo mismo de siempre loco.

Pero mano, el cielo lo tengo ahí en tres filas de polvo celeste para alabar a mi Creador, socio, yo soy mi propio sacerdote, me confieso, comulgo, y ¡me mando al cielo! Porque en verdad os digo: la puerta estrecha, la ancha y el pase hermanos, el pase, la puerta rápida (risas y muecas

).

Pana, ¿y no te dá calor esa ropa así de larga tapándote la cabeza? Aunque tú pareces que tienes este bote medío porque tú ni haces fuerza para moverlo. No me hagas caso que antes de montarme aquí vi a una cosa que se me paró de frente y me empezó a gritar muchas cosas que no entendí, pero ¡que voy a entender si me acababa de meter lo último que venden ahora! Lo nuevo, le dicen la estigia y es para hombres de verdá', pa' matar caballos. Lo único que me dio tiempo a decirle fue ¿qué carajo quieres? Porque chico, a mí todo el mundo me conoce en el barrio y saben como yo soy y como yo brego y conocen al viejo, por eso yo me meto en cualquier sitio y nadie me dice nada porque saben que estoy ennotao y viene el diablo éste a hacerme eso, pero yo creo que son cosas mias del material ese nuevo porque me cogió aquella cosa y me enrrolló siete veces con un rabo bien largo que tenía y lo jaló de cantazo y yo empecé a bailar como un trompo y se me fue el mundo y cuando caí me di en el casco con una piedra grande y gris que decía Estigia en letras grandes y rojas pero con el dolor que yo tenía vine hasta esta yolita creyendo que tú tenías algo y en eso tú arrancaste y no me diste tiempo ni de sentarme socio, por poco me caigo en esta agua roja, sucia y apestosa. ¡Mira, parece una gran miasma...! ¡Oh...!

(Y el agua reflejó su desdicha como una imagen de ondulante vida

.)

- ¡Flegias!

Truenos y ecos se unían en ese llamado cavernoso y obscuro. Nos volvimos hacia un puente secular de piedra, y entre los vapores de recuerdos alegres, tristes y licenciosos vi destacada en relieve la visión turbadora de un cuerpo humano con cabeza de toro, ojos de fuego y aliento de azufre. Agarróme por los cabellos y con tanta fuerza lanzó mi cuerpo al vacío, que caí atontado y no me moví más. Y germiné, eché raíces y estas ramas, que rotas te hablan para que escribas en tu Comedia que sólo hay dos caminos al cielo: Cristo y un pase de perico. . .

(Notas halladas en el diario de Dante

.)


Péndulo de agua



La gota se suspendía sobre ese espacio infinitamente mayor que ella. Agarrándose con su mano húmeda a ese filo, último filo, que la sostenía entre la indecisión del vacío, o la esperanza de una seguridad sólida. Llevaba disuelto en su seno la suma de muchas horas sin sueño, de muchas noches de dolor. Se sentía mensajera de una pena profunda, casi síntesis de un dolor existencial, de una duda de amor.

Ahí estaba, recreando en suspensión de agua su resbalo por la vida. Fue su génesis un último suspiro, aquel soplo de vida que Dios diera al barro le era ahora devuelto, disuelto en su cuerpo de agua.

Balanceándose sobre la nada, su vida era el vaivén del cuerpo que la sostenía, que le dió vida y por cuya faz resbalara. Así recordaba su nacimiento, salió empujada por la fuerza que libera un último suspiro con prisa de regresar al Criador, dejando suspendidos en su seno, como para aligerarse, el dolor de una vida apagada por el aire de la decepción.

Mientras descomponía en cifra divina un minúsculo rayo de luz subrepticio que atravesaba su cuerpo, un zumbido distinto al crujir ocasional de la cuerda vibró en el aire. Era un sonido de vida, un puñal clavado en el pecho de la muerte. Y una mancha negra se posó sobre la senda húmeda que había trazado al resbalar por esa faz aún caliente, pero ahora fría, quieta, sin los estertores que por poco la hacen caer al vacío. Y miró a la pequeña mancha negra que se movía inquieta por esa faz, de cómo bebía de unos ojos enormes que miraban al vacío (¿de vida?), y se entristeció, porque comprendió que ella era la última hija de ese ojo que miraba al vacío, y que esa claridad juguetona que la vestía de tantos colores ahora le daba una sensación de calor, no de vida pero de muerte, empequeñeciéndose gradualmente sintió otros zumbidos (más sonidos de vida), y comprendió que pronto habrían más manchas, muchas manchas, cubriendo esa faz, bebiendo el último suspiro de vida de aquel hombre que se balanceaba tan lentamente de esa cuerda que crujía (ese era el sonido de la muerte) y de cuyos ojos ella había salido y resbalado suavemente por su faz hasta quedar fija en ese mentón frío, sin vida.


El regalo del mar



Cierta noche de luna paseábamos mi soledad, mi tristeza y yo, por una playa acariciada por las olas tranquilas de un mar oscuro. Nos sentamos en la blanca arena a contemplar el reflejo de la Luna en el negro espejo marino buscando el horizonte, oteando la distancia. Sólo un ritmo rompía el silencio entre nosotros y la Nada nocturna. Mi tristeza callaba, rezando con sólo un movimiento de labios oraciones a dioses olvidados. Mi soledad miraba el baile eterno de los espíritus que flotan en el mar y, yo, aspiraba el aire frío de la noche, sin prisa, suavemente.

Una doncella de blancas manos nos ofrece un regalo de su padre el mar. Deposita a mis pies una botella tallada en un rojo rubí. Servíale de corcho una perla que cantaba melodías de sirena. Encantado, tomé la botella y la destapé. Las notas de nácar puro cayeron bruscamente a la arena, dueñas ahora de un peso misterioso. El baile eterno de los espíritus marinos cesó de repente, como si una brisa de fría muerte hubiese acariciado sus mejillas. La última nota de nácar que cae sobre la blanca arena poco a poco cobra movimiento, forma. En un suspiro de agua que brota de la garganta de una ninfa y con el sonido de una gota de lluvia que cae sobre una espalda desnuda nace, casi como flor silvestre, la figura imponente de un genio con cuerpo de aire, corazón de agua y voz de fuego.

Condujo su nacimiento en una sinfonía de colores etéreos, casi como su padre el mar y su madre la brisa. Casi con una sonrisa nos concede un deseo. Y mi tristeza deseó que su voz se escuchara a través de las edades, vidas y hombres que existieran y el genio movió su cabeza y encerró a mi tristeza en un caracol marino, donde su grito pudiera oirse eternamente.
Y yo deseé nubes de carmín en espacios abiertos, y el genio sacudió su cabeza y me convirtió en una gaviota asustada y varada en la desolación de una tormenta marina. Y mi soledad deseó, tan solo, su razón de existir. El genio bajó su cabeza y fueron marchitándose sus colores, encogiendo su cuerpo y secando el corazón. Al final sólo queda un gusano arrastrándose por la arena. Mi soledad lo coge entre dos dedos y lo echa en su boca. Y mientras observa masticando la salida del sol en el horizonte marino, una lágrima resbala por su mejilla, sola.


El guanín de Arocoel



Porque me pusiste al pecho
este guanín relumbante...
Juan Antonio Corretjer



Las gotas caían pesadamente sobre el suelo fangoso de la ladera del monte, en esa selva todavía virgen, intacta. Los musgos y helechos se hundían bajo el peso de sus pies sangrantes, cansados. Su cuerpo parecía derretirse y fundirse en uno solo con el barro de su Tierra Madre. Atardecía. Insignificantes rayos de sol atravesaban la espesura del follaje y, en ocasiones, fugazmente, en un intento fallido de dar calor a su cuerpo deshecho, herido, acariciaban sutilmente en vano intento efímero de brillar en su tez de cobre viejo. Corría bajo la lluvia, dosel y penumbra.

Entre sus manos llevaba un disco antiguo y sagrado, símbolo de su raza y orgullo. Lo recogió cuando el dios blanco, con su dedo tronante, matara de un solo grito, de un solo suspiro, al portador del áureo símbolo. Fue el último cacique escogido.

Ahora, mientras avanzaba penosamente a través del bosque espeso, recordaba. Cómo su niñez transcurrió en un mundo forjado en la lujuria de un paraíso tropical. La naturaleza lo cobijaba como madre, como amante, a veces castigaba implacablemente, sin misericordia. Por eso aprendió a respetarla y a rendirle culto. Aprendió los secretos de las plantas, de las estaciones y de la cohoba que lo comunicaba con los espíritus del Coabey y los dioses que castigaban la insensatez de los hombres. Esto fue lo último que le enseñara su maestro antes de morir. Recordaba aun las miradas de envidia de sus compañeros cuando el viejo bohique le dijo ven, y se internaron en el bosque espeso y eterno, hasta donde nunca antes había llegado a buscar hierbas. Uno, dos, tres días de camino hicieron antes de llegar al lugar escogido, luego cuatro, cinco, muchos días más tomaron para prepararse para la ceremonia. Mientras hacían los preparativos, le hizo recitar varias veces la historia de su tribu, todos los usos de cada planta que señalara y las estaciones del año en que era más propicio hacer la cohoba. Luego inhalaron los polvos que abrían las puertas de las moradas de los espíritus y habló con ellos, y ellos hablaron con él.

Era casi un sueño. Sintió primero como si se elevara, flotando por encima de toda atadura terrestre. Poco a poco, sombras luminosas lo rodearon y le dieron la bienvenida. Vió caciques, nitahínos y ancianos que reconoció como los de las historias de su tribu. Guerreros cuyas hazañas las oía contar desde niño en los areytos y que ahora él contaría a los niños y a los adultos para que su pueblo no las olvidara. Por entre la niebla de seres etéreos ve una figura que no se desvanece como las demás, sino que lo mira fijamente. En su pecho brilla un disco de oro, resplandeciente como el sol. Reconoce su nombre mientras El le tiende su mano. Te estaba esperando y se sintió llevado, te mostraré lo que sucederá a nuestro pueblo cuando llegue el dios blanco, sintió un dolor profundo en su pecho, las madres llorarán y lamentarán ser madres, el eco de los gritos llenó sus oídos, los hombres caerán por el dedo del dios blanco, los campos verdes se cubrieron de sangre, y el canto de los areytos no será ya escuchado, la mirada perdida de un niño solitario quedó suspendida en el aire, alejándose poco a poco. El alma de nuestro pueblo morirá y tú serás su última morada. Toma, y saca de su pecho el disco deslumbrante y suavemente lo coloca en sus manos. El resplandor crece hasta herir su vista y envolverlo todo, como si se tragara la realidad y tan sólo quedara blancura primigenia.

Despierta sobresaltado. El breve sueño reunió las pocas fuerzas que le quedaban para subir el último recodo de bosque eterno. Llega hasta la entrada de la gruta, oculta bajo un espeso follaje en el corazón del Otoao. Aprieta el disco contra su pecho y mentalmente recorre el interior de la gruta sagrada. Hace muchas lunas que entrara por primera vez. Esa vez tenía también el disco dorado en sus manos, recién hecho. Con él entró el nuevo cacique a envestirse de autoridad, a presentarse ante el dios bueno, aquel que habitaba en la montaña, el Gran Señor de las tierras. Hizo el disco con sus propias manos, en su mente llevaba fijo el recuerdo de un brillo cegador y su corazón palpitaba cuando lo colocara por vez primera sobre el pecho del nuevo cacique, allí, dentro de la gruta sagrada. Mira hacia el cielo y sabe que los espíritus pronto rondarán por ahí y le preguntarán porqué has venido y su corazón tan sólo responderá con una lágrima y un suspiro de muerte.

Con dificultad separa el espeso follaje que cubre la entrada a la cueva. Entra, fatigado, respira la penumbra que lo envuelve. Afuera, los pájaros cantan en algarabía vespertina, anunciando la muerte del día, ajenos a otras muertes, la muerte de un pueblo. Llega hasta el fondo y se recuesta de la pared rocosa. Por entre el follaje espeso que cubre la entrada se cuela un tenue rayo de luz, hijo de aquel sol agonizante, del Camuy que hoy vería por última vez. El débil rayo se abre paso por la creciente oscuridad y llega hasta el fondo de la caverna. Acaricia suavemente un mentón que va perdiendo lentamente su calor. Su pecho se ilumina por un momento, los espíritus se van acercando poco a poco y lo rodean mientras el tenue rayo de sol agonizante trata inútilmente de darle vida a un disco de oro. Entre los rostros níveos se destaca uno que lo mira fijamente y le tiende sus brazos, a su lado su maestro le dice ha terminado. El brillo va muriendo gradualmente y la oscuridad se apodera de la cueva. Al fondo, unos dedos fríos sujetan firmemente un disco de oro.


Otoño




Agitada por el viento que canta su gloria eterna y fugaz, recordando la belleza de la vida pura que contenía sus pétalos. Uno a uno doblados por el cansancio de los días, declinan en actitud débil la gloria que corriera en sus venas. Señora de luz, dueña del día, hoy, esclava del viento del atardecer. ¡Ya los pájaros no cantan su nombre de rama en rama! Marchita la belleza de su vida en su muerte, abandono. Sólo el viento acaricia su mejilla de flor agonizante. Los insectos no buscan con ansia su cuerpo chamuscado por la llama del tiempo. Y ella es ahogada por la ausencia del toque tibio de los rayos solares, ahora suplantados por el toque frío del viento vespertino del valle.

Anochece. Y queda en el valle el sonido de los seres nocturnos. Un rayo de luna la envuelve, la acaricia, la consuela. Acompañada de sus sentimientos, extraña la algarabía con que el mundo la recibió en su nacimiento. Todo luz, color y risas salvajes rodeaban su recién estrenada vida. La mañana rompió con una canción de bienvenida y ahora, ella entona la melodía triste de despedida que sólo una flor puede cantarle a la noche, porque sólo ellas pueden enterder el lenguaje único de la muerte y del amor.

- "Cuando las aves cesen de cantar tu nombre y la luz del sol no te envuelva en sus rayos calurosos, ni los animales del valle alaben tu belleza y el viento juguetón no lleve tu perfume hasta el fin del horizonte... Cuando tus pétalos se hayan caído uno a uno, todavía quedará el tallo y tu corazón para sembrar."

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Tag der Veröffentlichung: 17.12.2010

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