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EL ULTIMO CUADRO

  

                              A Ivette Aguirre              

 

Los violines trinaban en mi cuarto despertándome. No los podía acallar. Me levanté fulminado por meteoritos para romper sus cuerdas. Ya no estaban. Se habían ido dejándome solo, buscando en el rasgar melancólico de su tristeza. ¡Ah, Mozart, con tu allegreto! ¿A qué has venido? ¿Por qué me despiertas de mi profundo sueño? Para luego buscarte, en el espacio de mi cuarto, en el péndulo de mi soñar, para desesperar de lo no llegado. Para inventar mundos y amores que pose-yeran mi monstruoso cuerpo.

 

Cerré los ojos y vi los dientes de marfil de la luna que sonreída me abrazaba. De nuevo el sonar de los violines y las flautas repicaron en mis oídos, en mi cerebro. Me despertaste otra vez. Me levanté deseando apagar ese radio inoportuno. Pero las voces, los violines, la música salían de mi cuarto. De pie junto a mi obra, vi como iban llegando. Acerqué mi cama hasta el cuadro. Lo podía ver todo sin tener que levantar mi cabeza, parado sobre las almohadas miraba maravillado. Ellos estaban aquí junto a mí. Me invitaban a su fiesta de dulces, manjares y suaves melodías.

 

La música sonaba, los girasoles danzaban al ritmo de la flauta, estaban en su gloria. Rubén me repitió lentamente la letra de Pedro Navaja. La tarareé lento como si me acariciara. La seguí paso a paso. Pasamos después al mambo, Tito tocó los timbales y yo bailé a su lado. Celia, oh, Celia la encantadora, me tomó de la mano y me enseñó a bailar el cha-cha-chá. Yo estaba feliz junto a ella. Los abracé dándoles las gracias infinitamente por haber venido. Salí luego para la cocina a buscar las copas y los vasos para servirles unos tragos de ron. El concierto era abrumador. ¡Qué importaba la hora! ¡Qué importaba el trabajo! Si aquí en mi casa estaban ellos, los reyes de mis raíces.

 

Regresé a mi cuarto, la sonrisa no cabía en mi rostro. Repetía ciento de veces la misma pregunta ¿por qué me habían elegido a mí para departir con ellos? Yo, el incapaz de tocar un timbal o de componer una nota musical o cantar como ellos, eran ahora mi musa. Me enseñaban a cantar, a tocar los timbales, a bailar mambo. Bailaban conmigo. Bebimos cognac, bebimos ron, bebimos nuestra felicidad. Brindamos por la vida, por bañarnos en esta música sangre, por esta música enloquecedora e inquisitiva al pensamiento.

 

Empezaron las orquestas a sonar. Tocaron mambo, charanga, guaracha y finalmente la salsa. Me sorprendió ver llegar a Juan Luis Guerra con su 440, a Héctor Lavoe y a Joe Arroyo. Todos hacían coro con Celia, la Reina del Son. Me uní al grupo. Aunque mi casa era grande ya no había espacio. Las ventanas estaban abiertas, las puertas se cerraron para que no entraran los vecinos. No sabía dónde poner el bajo, los pianos, las baterías y las guitarras.  Finalmente no objeté y dejé que cada cual hiciera lo que le fuere mejor. Mi pensamiento era libre. La fiesta continuó, trajeron mujeres y hombres; siguieron bailando.

 

Yo sentado en mi cama, observaba cómo iban entrando a través de mi obra maestra: movían los arbustos, pisaban la luna que se reflejaba en el río. Los girasoles estaban arruinados, el sauzal, el cedro, se balanceaban hasta terminar inclinados. Vi que no tenían respeto por mi cuadro. Me habían estrujado el bosque, los girasoles. Cada vez era más y más la muchedumbre que entraba por él. Yo les quería. Eran mi gente, pero no iba a permitir que destrozaran el amarillo, el azul marino, el verdor de la vegetación y del paisaje; los girasoles perdieron su frescor. Se tornaban en un café fangoso. La casita lejana, que se veía a través del sauce la taparon con el pisar atropellado de las plantas. Me dolió ver mi pintura así. Era lo único que me unía a la realidad. Nadie compraba mis cuadros, excepto mi hermano, pero era por compasión. Los odio a todos.

 

Decidido, llamé a Celia. Los miré con rabia, advirtiéndole que ya no entraría su gente. Ella sonrió y me dijo: ¡Dejarás entrar a Beethoven! Se estaba burlando de mí. Pero antes de decir alguna torpeza giré bruscamente y lo único que pude articular fue... ¡Tú aquí! ¡No puede ser! Me pasé las manos por los ojos, pensando que era una ilusión. Me incliné haciéndole una venia. El me miró con dulzura hablándome de esta manera: A mí me dejarás entrar. Te vengo a tocar la Quinta y la Novena Sinfonía. Deja pasar la Coral. Sin esperar más respondí: a ti todo lo que quieras tocar y bienvenido aquél que venga contigo. Celia le ayudó a poner el pie derecho sobre la cama, yo lo agarré por debajo del brazo para que no se fuera de cabeza. Dejó mi cama enlodada. ¡Ah! No me enojé, lo disculpé por su senectud. Es un honor que venga hasta aquí. Aproveché que Celia lo llevaba de la mano hasta la sala para empapelar mi cama porque el grupo de sopranos, barítonos, hacían su entrada y no se fijaban dónde ponían sus pies. Detrás venía Amadeo con su careta y la Sinfonía número 41, acompañado por Júpiter. No pude soportar que trajera el maestro Salieri, a él lo escupí en la cara, le grité "a mi casa jamás entrarás. Vete." Mozart como es un niño, sólo de risa en risa se le va la vida, ni lo defendió, ni me reprochó.

 

¡Qué importaba que llegara el día, si aquí estaban los más amados! Ya no me sorprendería que llegara Bach, Verdi con su Aida. Feliz los miraba y reparaba de nuevo en mi cuadro, para dejar entrar a mis favoritos. Ahora mi obra de arte era la puerta para que llegaran todos los que en mí habían influido. A lo lejos vi a Silvio Rodríguez, a gritos lo llamé para que se adelantara. Hice camino entre la gente. Los empujaba: Quítense de la vereda, han venido a dañarme el paisaje. Por fin llegó Silvio, ya tenía cómo callar a Celia. Nos abrazamos, eramos los más importantes de esta generación. No le di tiempo de preguntar quiénes estaban en mi casa. Lo llevé a la sala. Celia se levantó furiosa, quería hasta pegarme. Yo no entendía por qué. La reté.

 

-¿Qué es lo que no te gusta de mis invitados?

 

Sin dejarme terminar y sin cuidar su boca, me gritó muy descortés:

 

-Escoge entre él o yo. Decídete de una vez o me marcho. Dio unos pasos. Llegó hasta el cuadro, quiso volver a él. Yo salté, me interpuse entre ella y mi obra. Sentí que me tocaban el hombro izquierdo, giré hacía atrás para ver quién estaba ahí y era Chopin tendiéndome la mano.

 

-Vamos, amigo, ayúdame a bajar esta colina, está muy pendiente-. Rápido me avalancé sobre él y lo ayude a bajar del cuadro.

 

-Te vengo a tocar La Marcha Fúnebre y La Polonesa. ¿Quiéres algo más? Dilo ahora, antes que me arrepienta-. Celia soltó una sonora carcajada y Tito vino a ver qué pasaba. Su sorpresa fue mayor al ver que Chopin le tendía la mano y él se equivocó dándole los palillos de los timbales. Chopin preguntó al mirarlos si era el nuevo estilo de las batutas con que se dirige la sinfonía. Entonces, Tito lo llevó hasta sus timbales y le enseñó cómo usarlos. La Celia como no quería quedarse atrás empezó a cantar y Chopin ordenó tocar el piano en B menor. Silvio se puso en pie dándole un fuerte abrazo, pidiéndole que escuchara su canción Sueño con Serpientes. Celia empezó a estrujarlo y decirle a Beethoven, a Mozart, a Chopin, a  Saliere: "él no es nadie. Yo soy la reina de la música, la Reina del Son." Mozart se enfureció, devolviéndole una estridente carcajada en la cara, mirándole sus senos abultados. Mi amor por ellos se acabó. Enloquecido, no reparando quiénes eran, le dije a Celia cuántas cosas sentimos nosotros los artistas. Serás grande entre lo tuyos, mide tus palabras, no hagas que te saque por los ventanales. Te regalaré a ese público que vela desde la malla, a ésos no los dejo entrar. Tito me amenazó, trató de levantar la mano. Yo se la bajé mirándolo a los ojos intensamente. Tú no harás nada en mi contra. Cuídate y mide tus gestos. Se calmaron los ánimos, porque en ese preciso momento entró Coltrane tocando el saxofón; Chopin y Mozart corrieron hacia él. Beethoven quería toda la atención, y haciendo sonar el violin en La Mayor, estropeó nuestros oídos. Los otros le miraron y dijeron:

 

-¿Qué te crees, que somos también sordos?  Yo no sabía qué hacer, quería escapar de la riña que se había suscitado. Volví a mi dormitorio y miré de nuevo mi cuadro. Allí, entre la muchedumbre estaban Picasso y Borges; fui hacia ellos, recibiéndoles sus abrigos y bastones para que entraran. Estaban bajando cuando llegó Kafka gritándome: ¡Me dejarás entrar!  Desde luego que sí, si tú eres mi favorito. Bajaron en coro cantando. Mozart preguntó quiénes eran ellos. Yo como anfitrión se los presenté, explicándole su oficio. La música siguió; Beethoven llamó la Coral para su presentación, empezaron las voces a subir, se combinaban soprano, tenor, contralto y Mozart que es un poco descuidado comenzó a tararear su Sinfonía Número 41, entonces, yo le llamé la atención, como anfitrión. Le rogaba que se callara, que ya llegaría su momento para exhibirse.

 

El que debe callarse eres tú. ¿Dónde está tu oreja para escuchar nuestra armonía? Picasso se puso en pie temblando de dolor.

 

¿Por qué insultas así a Van Gogh? El es famoso como tú. Ve y mira el cuadro de los girasoles. Borges salió detrás de Mozart y Picasso para ver la pintura. Ellos frente al cuadro vieron cómo la gente lo destruyó. Borges gritaba enloquecido al no ver la casita. "Me han destruido la casa de Asterión". Llamaba enloquecido a Picasso e incluso a mí. ¿Dónde está? No la veo. Mira, Vincent te han destruido tu vida. Silvio que escuchaba nuestros gritos llegó hasta nosotros y tomándonos de la mano con la calma de un hombre razonable nos dijo:

 

Vamos a la sala, allí está el minotauro sentado justo al lado de Chopin y Vivaldi. Los está esperando. Todos salieron de mi cuarto. Les sigo y veo a Celia molesta; en sus manos tiene su cartera y su abrigo. Va hasta Tito que la mira sorprendido. Hablan los dos, creo que la convence de que no se vaya. Yo aprovecho, vuelvo hasta el cuadro, lo descuelgo. Doy la vuelta para regresar a la sala y veo en otra de mis pinturas a la gente en las barquitas pescando. Arriba en el puente, Beethoven y su grupo me esperan. Soy ahora el director de la orquesta y del Coral. Entro al cuadro, camino por la ribera del río, subo hasta el puente. Beethoven me presenta como el director. Me hace una venia, la hago también y empiezo a dirigir la Filarmónica de Viena. (Abajo están los peces, los pescadores; los árboles y la misma tierra danzan). Yo observo a éstos. Me miran y mi pensamiento se ilumina. Le hago señas a Beethoven para que siga dirigiendo su orquesta. Tomó los pinceles, la tela y mi caballete que están a un lado de mi cuadro. Bajo bordeando la ribera del río. Me siento en un peñasco. Desde allí puedo verlos a todos. Escucho a los músicos y sus voces suben alto, alto, muy alto. Los voy pintando. Adentro en la sala, Celia, Tito y Chopin hablan. Voy delineando sus figuras. Sus cuerpos se agigantan ante mí. Sus cabelleras van tomando vida, ésta es mi última pintura. Los barítonos suben sus voces. Yo doy un salto, estiro la mano al compás de sus voces. La cama, Mozart, Júpiter, Bach, dándose la mano con Vivaldi que no se por dónde entró, todos van quedando retratados por la magia de mis pinceles. Ya las sopranos y su Do alto, alto, alto, altooo me dejan en suspenso; con fuerza levanto la brocha. He marcado el rostro de Beethoven, su cabellera gris despeinada, su mirada profunda mirando inquietamente a Mozart que no cesa de reír mirándole los senos a Celia. Ya todas las generaciones de mis invitados estaban en el lienzo. Ahora me estoy pintando, la voz del barítono resuena en los aires, gira, gira, gira. Van bajando los pájaros negros. He terminado a mi último invitado; salto dentro del cuadro. Ahora, colgados, nos balanceamos en el espacio.

LOS ENANOS

              ... se encendió de pronto en mi corazón

                 otro sentimiento ... el sentimiento de

                 dominar y de poseer.  Mis ojos se en-

                 cendieron de pasión y  le estreché con

                  fuerza la mano.

                                 Fedor Dostoyevski

 

Ejecutar un genocidio es cosa que los seres humanos dignos pueden hacer. Es justificable borrar del hemisferio lo innoble que lo habita. No tienen corazón. Hay que verlos bajo la carpa del circo, bamboleándose en las cuerdas del trapecio. Haciendo temblar al público de horror, presintiendo la caída al vacío y el grito que sale de sus bocas, acompañado con aplausos y otro, otrooo... otroooo... que se repita. Los llena de vanidad y de egoísmo. Son seres horribles. Nacen para ser odiados por los que no somos como ellos. Otros dicen que son personas normales.

 

Muchos de ellos son casados y viven bajo la carpa con sus familias. Sus hijos también como sus padres heredan estas profesiones, las que van siendo cada día más controladas y dominadas por estos seres envidiosos. Los desprecio. Les aseguro que yo soy el mejor trapecista. Los enanos me roban el espectáculo más sublime que he podido concebir en toda mi carrera. Lo logro con la páctica, la concentración y el esfuerzo que todos los días repito como una vieja canción en los telares del aire. No permitiré que estos seres extraños me quiten el derecho de ser grande entre los grandes. Todas las noches, después de mi acto, me siento en el palco para mirar desde ahí cómo ellos se ba-lancean en los columpios, y en mi mente sistematizo el ritmo del vaivén de las cuerdas. Uno de ellos recoge a la mujer de piel trigueña que danza por los aires en milésimas de segundos y es rescatada por otro de los enanos que, entrelaza sus pies en la varilla del trapecio, estira las manos para recogerla, después de la quinta vuelta por el aire. El hurra y los aplausos se despliegan por doquier, llegan como ecos a las jaulas de los elefantes quienes con un grito de dolor les devuelven su agonía a los espectadores. A veces escuchamos a los leones rugir encendidos de júbilo ante los aplausos de los participantes en el programa. Después de la función las personas se arremolinan en la carpa para pedir autógrafos y yo, como un tonto, me siento a observarlos. La misma noche que llegué, me asombré de la energía y atracción que invade a la concurrencia ante este enfrentamiento con la muerte.

 

Empecé siendo muy joven, primero fui payaso. Después con mi simpatía y amabilidad conseguí reemplazar a uno de los enanos malabaristas a quien una peste extraña lo llevó a retirarse. Tuve que trabajar día y noche para convencerlos de que yo era la persona indicada. Mucho tiempo pasó para que me reconocieran el trabajo. Me cambiaron a otro lugar, el trapecio, sólo porque llegué a ser el mejor. Yo encantado, acepté mudar de oficio. Me prometían un sueldo respetable. Imaginaba volar como Juan Salvador Gaviota. Al principio me fue difícil. Subía al columpio y empezaba a dar tumbos, sentía un vacío en mi estómago y mi cabeza se desmadejaba como el algodón de azúcar en la boca. Era una agonía levantarme a las cinco cada mañana, para empezar mi entrenamiento. "Sólo en el vuelo puedo encontrar la perfección," me decía al despertar. Con gran esfuerzo arrastraba mis pies de culebra por la ruta que me llevaba al columpio. Algunas veces me preguntaba quién de ellos fue el que inventó este trabajo para mí. Se vivían días de incertidumbre. Corrían rumores por la carpa. La verdad, yo no era una persona arrojada. Sin embargo, era este trapecio al que miraba embelesado. Antes, cuando era un espectador, me imaginaba danzando por los aires teniendo el cielo por carpa. Me convertía en el ser más admirado porque después de cinco vueltas regresaba a la barra. Este vuelo macabro me hacía potente. Así pude mirar desde arriba mientras ellos en tierra  elevaban sus cuellos de cisne hacia mí como si quisieran alcanzarme. Abajo el público aplaudía. Me sentía fuerte. Podía pasearme por todo el circo. Los payasos me envidiaban. Los elefantes me llamaban para que me balanceara en sus colmillos de marfil. Sólo los domadores me miraban con rabia, queriendo abrir las jaulas de los leones. Yo les miraba sonreído.

 

Es cierto que yo no tengo familia, ni mujer, pero siempre me las arreglé para no estar solo. Una buena hembra dotada de belleza y gracia es buena para hacer compañía a un hombre solitario. Sin embargo, la mujer que me acompaña en el trapecio, a diferencia de ellos, es alta y esbelta y se balancea en los columpios con una sensualidad que me incita a hacer el amor. Todos la deseamos, no lo niego, pero me enamoré desde que la vi. Ella me ignora, aun cuando yo no soy diminuto. Tampoco siente el menor respeto por mí. Me ve igual que a todos: feo, pequeño, sin sensualidad.

 

¿Cómo llegué a ser trapecista? No lo sé. Tal vez por ella, es tan bella que cualquier hombre que tenga cinco sentidos y es activo a percibir el erotismo que emana se mecería en ese trapecio, sólo por tocarle las manos, por tenerla un segundo bajo su dominio, y por verla humillada ante el vacío que se abre como una tumba putrefacta a sus pies, por mirarla a los ojos. Por ella llegué a ser el mejor trapecista. Es una forma de hacerla mía en cada acto. Cuando la recojo del aire temblando entre mis brazos, con sus manos sudadas, mi secreción contenida, todo por el miedo de dejarla suspendida en el aire y nunca más pueda mecerse en los aplausos y gritos de ese público expectante que la admira. Su transpiración a sexo me envuelve como un animal, total, para después irme a llorar mi soledad a un rincón. Nunca he sentido mecerme en esas olas que suben y bajan como las mareas para gozar en toda la magnificiencia de su cuerpo, de sus piernas, de su tórax que aguijonean mis glándulas para luego no saciarme en su rutas inexplorables, en ese monte intocable a mis manos, para no sumergir este volcán en erupción que brota incontrolable de mi cuerpo que se agita y me destroza. Después, cuando pasa la tormenta y la calma llega a mi cuerpo, lloro de rabia, pero ¡qué tonto soy! me quiero mucho como para involucrarme con seres que no son humanos. Escucho entonces cuando la audiencia injusta la aplaude y le gritan que se repita el salto. A mí sólo me asalta el deseo de ser de ella. Su vida depende de mí. Soy yo quien balanceo mi cuerpo en el vacío con mis pies trenzados en el trapecio y mis manos estiradas la rescatan. Muchas veces he intentado dejarla caer y luego decir que el salto fue mal calculado. Pero no, es tanto el amor por ella que tiemblo de sólo pensar que la perderé y feliz la recibo en mis manos. Siento odio por todos los que trabajan junto a nosotros. Rencor por los enanos que la tocan, la besan, la aman, que le hagan el amor mientras a mí me niega todo. Ella es la única que conoce el desprecio que yo siento por esos seres insignificantes que no hacen feliz a ninguna mujer. Nunca me reprocha por ese odio que va calando mis huesos, que va penetrando muy adentro de mi sangre, que corre por mis poros hasta irse sentando en mis sienes. Yo mismo me digo a solas. Me repito al oído sin que nadie se entere, porque estos seres horripilantes perciben el más mínimo ruido, te escudriñan, te miran a los ojos y saben lo que piensas. Nunca vislumbro amor dentro de estos seres extraños que en sus ojos aseguras ver la lástima y el desprecio que sienten por los demás que no somos como ellos. Por eso a solas repito " me vengaré de todos ellos."

 

Con el tiempo la trapecista se convirtió en mi confidente. Le contaba mis andanzas, a las mujeres que amé, mis sueños, mi futuro, por qué no me casaba. Sueño como todo hombre, tener una familia, pero soy exigente. "Las mujeres son para el placer" -dicen-. La mía tendrá, también, que ser para otras cosas, a la altura de ella. Nunca hablé de mis sentimientos. Pensé que se rendía a mis pies sólo con mis secretos de amigo. Con todo esto, ella se burló de mí. Se fue con el dueño del circo, hombre asqueroso. Los vi salir. Se ríen. Se besan. Juro que los aplastaré. Son de la misma calaña: enanos, feos y tramposos.

 

Les tejo una trampa. Sé que circulan rumores de que la amo. Nadie lo disimula. Tengo que tener cuidado. Sé que es de todos menos mía. He visto como a ellos les da lo que a mí me ha negado y yo que la amo de verdad. Total, son ellos los culpables. Yo no quiero hacerle daño. Ellos me cambian a la sección de domadores. Me engañan. Ya entre leones no puedo tenerla. Ya no miraré dentro de sus ojos, no sentiré su palpitar, no beberé su perfume, no aspiraré su sexo, no endulzaré su miedo, no saborearé su respiración agitada cuando la rescato de los hilares del vacío. (Son ratas pestilentes. Se deben borrar del mapa).

 

Es por eso que esta noche de cuarto creciente les doy a beber el semen de mi impotencia. Los exterminaré. A ella la tomaré a la fuerza. La llevaré lejos donde nadie escuche sus gritos. Así la amaré hasta la muerte. La poseeré tantas veces sin tiempo ni espacio hasta que nos encuentre la policía. Ella quizás amortajada, flácida su piel y yo bebiendo de ese cáliz que me embriaga.

 

Afuera hay cientos de enanos que me persiguen…

LA SONRISA

 

  

              Ella portaba un corazón borracho y alienante. ...           

                        Jesús I. Callejas

 

 

 

Estás muerta y no digo nada. Así debiste estar hace tiempo, cuando los luceros de tu aurora llenaban de luciérnagas tu vientre.

 

Desde niño empecé a odiarte. Ya viajaba por las calles de tu pueblo buscándote en cada bar. Pero te escondías. Eras como un fantasma que jugabas el juego más peligroso y te perdías en el rocío de la madrugada. Cuantas veces se levantó temprano para buscarla. "Hoy te hablaré" ¡Cómo es posible que sigas ahí envejeciendo tu bello cuerpo, dándole a los carniceros para que beban tu belleza! ¡Cómo le permites que se sumerjan en ti para llenarse de tu juventud, mientras tú te vas hundiendo en ese hoyo que apagará tu existencia!

 

Muchas veces entró en esas cantinas desiertas a la madrugada. Y te buscaba en cada rincón, en la música, en la barra, en el baño que apestaba a hombres. Te encontraba en esos lugares de mala muerte, con sabor a aserrín, a alcohol, a borrachos tirados en el piso. La luz mortecina ensombrecía tu mirar, donde no habían lujos, ni lugares de reserva para amarse locamente y donde nadie como tú podía esconder las pasiones ilícitas ante la mirada de niños como yo, que anhelábamos una frase erótica, una caricia a nuestro cuerpo. Te contemplaba cuando te dabas a otros hombres mientras huías a estos ojos míos que insistentes pedían de ti un poco de lujuria. Me temías. Te perdías de mi vista como si la sangre hablara. Te escapabas a otro lugar desconocido para mí. O te escondías de mi presencia, a estos ojos grandes que te mendigaban un beso como aquellos que les dabas a los otros niños que se perdían por los caminos de tu cuerpo. Descubrías en ellos esos deseos que exige la carne, constelaciones erectas brotaban de sus miembros. Yo viendo ese saboreo desesperado. A todos los despertaste por los paisajes del deleite. ¿A mí qué me diste? 

 

Cuántas veces te levanté del piso donde yacías bañada en vómito y viruta, donde te bañabas en alcohol, el único perfume que usabas. Lloraba a solas viéndote ahí tendida en tu eva-cuación. Apestabas. Te recogía del piso llevándote a un rincón: te daba a beber jugo de limón o agua. Gemías. Mientras que los otros bebían y cantaban con amargura su labor de amantes. Te miraba a través de la neblina de mis ojos. Deseando que te alejarás de estas tabernas, de esos hombres que no te respetaban. Eras tan sólo un pozo de dicha donde relamían y después te dejaban por sus esposas. Pero tú no objetabas y seguías caminando entre cantina y bar. Gritando tu dolor. Te embebías en la música como si dentro de ella estuviera tu desgracia. Cuántos tangos escuchabas. "Caminito que el tiempo ha borrado que juntos un..." Eran maravillosas con tu vocesita de niña, con esas melodías triste que te llevaban a la locura. ¡Cómo creías en su letra!, ¡como penetrabas al fondo de ella! La sentías. Eras bella pero te mirabas en ti, te amabas demasiado como para que otros te amaran. Fuiste la seductora de niños, viejos y de todos.

 

Muchas veces al levantarme en la madrugada y viajar por estas calles angostas de tonos antiguos recibían tus secretos. Triste por la soledad de estas ventanas, mudas a tus cuitas, de estas puertas que se levantaban a mi paso sordas ante mi olar intranquilo porque ya te buscaba en cada uno los patios para ver  si por allí hacías el amor. Soñándote en brazos de otros hombres. ¡Cómo me dolía ser niño, el haberte conocido! ¡Cómo me dolía caminar por estas calles cercioradas de tu vida libertina! Calles que olían a mujer sedienta. Fuiste promiscua de hombres perdidos en tu regazo. Paristes hijos como las perras hasta que tu vientre se marchitó. Nunca diste queja de madre. Por tus arrebatos y despechos dabas tus hijos a mujeres con vientres arcillosos, a esposas de hombres que amaste. Nunca sentiste pena por esos hijos que al igual que tú serían desgraciados. Ya estabas seca.

 

Cuántos hijos tuyos no conocen tu desgracia o se amarán sin saber que tú los engendraste o repitirán tu historia. Tal vez amarán como tú apasionadamente y se entregarán a cada hombre sólo por una copa de aguardiente. O quizás tus hijas se sentarán en las piernas de esos que alimentaron tu vientre de caña brava. Cuántas de ellas se dejarán tocar tan sólo por un trago. Eso fuiste, mujer que viajabas por las cantinas sentándote en cada mesa, arrullando a hombres despechados, los que te golpeaban. Te odiaban. Cuánta pena sentí aquella noche que te recogí en La Milonga. Estabas maltrecha. Gemías en mis brazos. Me pedías perdón. Qué te iba a perdonar si ya tenías demasiado castigo. Caiste en el arrabal más bajo: La Milonga, barra de canallas. Recinto de malhechores bravos que te daban sin lástima y enloquecías de amor. Milonga del arrabal, donde bailaste tantos tangos. Cuartucho sin luces rojas, ni cortinas que escondieran tu labor de amante. Fue en ese lugar donde te recogí esa noche. Por poco te matan esos hombres. No te querían compartir. Recuerdas cuánto te lloré. Te negaste a ir a casa con mi madre. Tan sólo escuchaste su nombre, Florita, tu borrachera se esfumó. Tu dolor de mujer se perdió. La única que me amó. La que me alimentó e hizo que creyera en la vida y en mí. Cuando tú no me querías y te burlabas de mí. ¿Por qué callaste esa noche que te dije que era hijo de ella, Florita? Ahora entiendo por que huiste de mí y me mirabas espantada como si hubiese nombrado al mismo Lucifer. Parecía que te fueras a morir. Desde ese día te apartaste de mí y nunca más te dejaste ayudar.

 

Sólo era un niño de once años, ya empezaba a soñarte a desearte y ese maldito día en La Milonga, cuando ya ibas a ser mía, me dejaste así de inmediato, como pelar un caramelo. Siempre se preguntó porque ella lo rechazaba. Pensó muchas veces que él tenía un mal incurable. Muchas veces se encontró llorando de rabia, de impotencia que ella le negara ese despertar de hombre sólo porque fuese virgen. ¡Pretextos! Mujer sin escrúpulos que hundiste a mi padre en la desolación. Horrorizado huyó de ti. Se fue tan lejos que no recuerdo ni su rostro. Mi madre quedó petrificada por su locura. Tú no respetabas a nadie. Se dice que naciste maldita para el amor, que nunca fuiste correspondida. Jamás creeré en ti, porque muchos hombres te amaron, pero ninguno pudo aceptar tu vida putifarra. Decías que a todos habías amado y que por ellos te emborrachas. Ahora nada tienes; sólo hijos que te maldicen en algún lugar, sólo hombres que desean tu muerte, sólo mujeres que desean poseerte para así encontrar a sus maridos infieles.

 

Empecé a odiarte desde siempre, desde que me levantaba a las cinco de la mañana y caminaba por estas calles tuyas, empinadas, angostas, con olor a licor, testigas de tus desvaríos. Calles que  me gritaban "... ayúdame, Dios mío, ayúdame a olvidarla, arráncame del..." Y yo me iba hasta la escuela tarareando tu dolor. Viendo en mi maestra tu cuerpo engañador a través de la luz mortecina de la cantina. Viéndola en la viruta, revolcándose en el aserrín con ese olor tuyo, con sabor a milonga. En ella veía tus senos redondos listos a amamantar a cuanto paria encontrabas. Me soñé en ti. Trabajé para darte tu medicina para que me dejaras poner mi cara en tus pechos. Pero ahora que soy hombre, ahora que puedo entrar en las tabernas y sentarme en las mesas, ahora que puedo darte hasta la última gota de licor, que te puedo golpear, ahora que puedes ser mía por la fuerza, que te exijo que me desnudes y para eso te pago, ¡me gritas que fuiste tú la madre que me parió! ¡Puta! Estás muerta ahora que te hago el amor...

ADA

 

  

                          Cuando aspiráis a elevaros

                             miráis hacia arriba, y yo

                             miro hacia abajo porque

                             estoy en las alturas.

                                    Zarathustra

 

Está muerta. Nos asegurábamos que todo estuviera perfectamente  organizado. No faltó el menor detalle para el entierro, desde llamar por teléfono a todos los hombres que la cortejaron, a todos los que la amaron, a todos los que deseaban ser amados por ella. El único que faltaba era aquel muchachito commelináceo que desde siempre la acompañó. No sabíamos dónde encontrarlo.

  

Buscábamos a ese chico rubio, de grandes ojos verdes, que estaba a su lado desde que la vimos por primera vez en el lago. Lugar muy concurrido por todos los que deseábamos encontrar enamoradas. Nos paseábamos dando vueltas a la fuente incansable del agua que caía como gotas de amor bañando a todos los jóvenes que íbamos con las mejores ropas domingueras por el asfalto que rodeaba  la fuente. Ella misma, Ada, se reía de él: Tan bello, pero no puede ser... ¡Ah! se quedaba calladita sin decir más palabras. Era como una tumba para los secretos. Así como está ahora, tan silenciosa. A veces pensábamos que ella se burlaba de nosotros, que era más inteligente, y por respeto callábamos. Muchos hombres la arrullaron. Ella fue la que unió nuestras vidas. Fue la que cambió el rumbo de nuestros instintos. Fue la maga de todos.

 

Nos conocimos una tarde de junio en la fuente de soda Puerto Rico, que estaba en una de las esquinas del lago. Sentados festejábamos todas las noches nuestro encuentro. Lugar de reuniones fortuitas, sitio donde llegaban las parejas que se conocían en las vueltas y revueltas alrededor de la pila inagotable de Cupido. Se sentaban aquí para platicar. Era en este paraje donde se hacían los mejores convenios pasionales. Donde todos los ruidos se escuchaban, desde la sirena de los bomberos hasta las discotecas ruidosas que se le-vantaban como el vientre de una madre para recoger a todos estos recién conocidos en su seno, pero nada nos inquietaba. Nos sentábamos para verla pasar. Conocíamos muy bien su hora de dar la vuelta al lago y después de tres giros a su alrededor se marchaba. Recuerdo que a mí se me hacía un nudo en la garganta al verla. Sentado frente al gran ventanal que daba a la carrera séptima, recto a la esquina por donde debía cruzar. Yo era un gran madrugador porque me ubicaba exactamente en el mismo sitio, para mirarla desde que asomaba en la esquina de la acera que está frente a mí. Sentía que mi rostro se enrojecía, mi pulso se agitaba fuertemente, mi corazón latía aprisa y mis manos sudaban. Inconscientemente, me llevaba las manos a los bolsillos, para disimular mi turbación y entre agudos esfuerzos echaba un chiste sobre la mujer más guapa que venía hacía nosotros. Era más bien para engañarlos por mi conmoción, pero también para observar a mis amigos, que como  yo, estaban atribulados.

 

Apostaba a quién sería el primero que se levantara a acompañarla. Quién sería el que iría a su encuentro y la traería aquí, donde todos esperábamos con ansias el poder escuchar su voz. Era en verdad una mujer hecha para el amor. Su cuerpo bien distribuido se balanceaba como los cisnes en las pasarelas de nuestra imaginación. Su pelo azabache, ondulado, caía a media espalda como los velos de novia seductores. Otras veces la mirábamos por detrás y no cabía la menor duda que era el pavo real más delicioso que habíamos hallado. Las esperas se hicieron tan frecuentes y tan necesarias que como un acuerdo mutuo todos llegábamos al mismo sitio: la fuente de soda. Nos deleitábamos escuchando la música de Tchaikovski; "La bella durmiente," era nuestro favorito. ¡Qué música! Nos metíamos en ella para esperarla. Recordábamos con dulzura la melodía de fondo que nos acompañó la primera vez que la vimos pasar: "Las cuatro estaciones", y la seguimos escuchando cuando pasaba por la puerta en donde como soñadores la esperábamos. Ya el encargado sabía qué música colocar en la vitrola, a la hora exacta que ella pasaba, y en el preciso momento le subía el volumen para que ella escuchara nuestros corazones enardecidos de calor por las copas que ya habíamos bebido. Al encargado de los discos le dábamos propinas por su colaboración. Aunque él también se unía al cortejo de enamorados, salía desde el fondo de la fuente, zigzagueaba por entre las mesas, para ver la realeza de nuestra maga que se acercaba a la puerta. Mientras que su acompañante, con las manos en los bolsillos, se paraba frente a nosotros. El nos sonreía maliciosamente. Ese día, ella llevaba un traje azul marino muy pegadito a su cuerpo. Era una minifalda que señía la uniformidad de sus caderas. Sus senos redondos esperaban al eterno amante. ¡Dios, cómo nos sentíamos al verla!; todos estos atrevidos salieron para silbarla. No faltaron las miradas y piropos insinuantes que ella aceptaba muy galante. ¡Qué coqueta!, decía para mí; hasta esos dientes blancos, provocadores a nuestras bocas, seducen a un hombre de buenos principios. Desde ese día pensé muy bien cómo la podía enamorar sin que estos donjuanes se divertieran con ella.

 

Todos apostaban a conquistarla. Yo, en silencio, los miraba como se jugaban hasta sus vidas. Se ofrecía mucho dinero al primero que la llevara a la cama. Claro que entre nosotros había hombres muy guapos que con facilidad podrían aparejar con ella. Al principio, cuando todos estaban locos por enamorarla, yo opté por mirar otras chicas que entraban a la fuente. El recinto era bastante grande, con espejos en las paredes y en el techo. Nos mirábamos como trípticos y nos multiplicábamos con las copas, las mesas y las sillas, dando a nuestros ojos una sensación de mundos repetitivos. De verdad que aquí llegaban mujeres muy bellas, quizás mejores que ella. Me dediqué a conquistar a chiquillas muy ricas que se sentaban frente a nosotros, fumaban cigarrilos y jugaban a ser mujeres expertas e inteligentes. La fuente tenía una reputación bastante buena para encuentros amorosos y amantes de Tchaikovski, de Mozart y de Vivaldi, si se quería pasar una buena noche con música barroca, cena y una buena cama. Este era el rincón escogido por los buenos amantes que jugaban a ser hombres. Era el predilecto para las mujercitas que deseaban vivir. Pero yo no sé por que a todos nos encegueció esta trigueña, esta hembra que se paseaba como un Danubio por toda la Séptima hasta perderse en la lejanía. Cuando ya desaparecía, nos sentábamos de nuevo en nuestras sillas a comentar su hermosura. Saboreamos ese dulce amargo que quedaba en nuestro cuerpo.

 

Traté de persuadirlos, era un error, tratar con mujeres desconocidas. Reconocíamos que era muy guapa pero nada sabíamos de ella, se nos esfumaba de las manos como la arena que se toma entre ellas y se desliza por nuestros dedos. Así era ella y su guarda- espaldas: marasmo, blanco y garboso que se balanceaba como un andamio de Semana Santa. Nos mirabas cómo gaviota de mar, acechabas cómo la observamos. La desnudábamos con la vista, para deleite tuyo que nos invitabas con tus ojos lascivos a seguirla. Aunque, yo era muy hombre me resguardé un poco. Sentía miedo de enredarme con esta Venus hecha para los hombres. Yo era un joven que no huía de las mujeres, al contrario, donde se sirve se come, y ella se nos brindaba melada en el panal. Como un hombre correcto y moralista, dudé muchas veces de este chico que la seguía como un fantasma, cuidándola de todos. Pero en su mirada había una invitación, era su sensualidad, su caminar, su manera de moverse, sus ojos deleitosos que se posaba en nuestros ojos a los que le temía. Así estuvimos por dos meses jugando a enamorarla. Apostando a sentarla aquí junto a nuestra mesa, para que bebiera de nuestro vino, para escuchar su voz. Ya para ese entonces nos hicimos grandes amigos este grupo que nació aquel buen día que ella hizo su aparición en el lago. Compartíamos hasta el más mínimo secreto.

 

Una tarde llegó a la fuente el rubio de ojos zarcos. Nos saludó muy amable. Se sentó en nuestra mesa. Bebió de nuestro vino y tomó unas cuantas cervezas. Lo vimos como un chico simpático, aunque dudábamos de él por su coquetería, asegurábamos que ella lo había enviado como un anuncio para galantearla. Hallábamos en él nu-estro aliado. Después de compartir con él esa tarde, planeamos cómo entrar en sus vidas. En él no vimos nada anormal, excepto que no quiso aceptar a ninguna de las mujeres que estaban frente a muestra mesa, a las que le enviamos bebidas, las que pagábamos. Era una aceptación de irse con nosotros esa tarde, día de calor para encuentros amorosos. El, muy discreto, se despidió sin decirnos nada, cosa que no fue bien vista por hombres como nosotros. Después de su partida fui el primero en irme para el motel con la más trigueña, que se parecía a la mujer que nos unía para regresar a las ocho porque nuestra Ada pasaría por aquí y me perdería su andar seductor. Esa noche convinimos todos que la íbamos a conquistar, ya teníamos a su camarada de nuestro lado.

 

Yo no era tonto, primero quería probar si ella era tan amplia para con nosotros. Juan fue el que decidió que esa noche se iría con ellos con el pretexto de acompañarlos a su casa. Nosotros nos quedamos viéndolos desaparecer entre la luz fosforescente de las lámparas de la avenida. Juan no regresó, dato que nos llenó el corazón de alegría. Era sábado. Sabíamos que al otro día a la misma hora nos sentaríamos en la fuente a commemorar su conquista. Domingo en la tarde lo esperábamos con impaciencia. Llegó retrasado; nos sorprendió, venía alegre. Nos sonrió y nosotros le preguntamos intrigados qué paso. Por respuesta nos dio una sonrisa muy simpática y nos desafió a probar suerte.

 

En la noche, al verla venir como siempre me quedé inmóvil observándola, quería ver entre Ada y Juan esa mirada secreta de eterno amor. Ella lo contempló con sus ojos vivaces llenos de pasión lujuriosa, con esa perspicacia voraz de mujer en celo, pero el rápidamente miró al hombre, su conserje, que lamió sus labios, enseñó sus blancos dientes, su lengua de anguila larga se mecía muy rápida para después lamer y morderse los labios. Su mirada provocadora y exquisita me hizo sentir un hormigueo. Ella miró a Juan y a su acompañante y su risa seca, gruesa, hombruna, trono por los aires. Todos estábamos intrigados, de ese andar, de ese llamar secreto entre ellos, con la lujuria con que se devoraban sus cuerpos, de Ada con su gestos varoniles, con su sentar de hombre en nuestra mesa, con sus manos gruesas, velludas, su voz afeminada llenaba nuestros sentimientos de duda. Sin embargo, queríamos ir atrás, pero por un acuerdo llegamos a la conclusión de que de uno en uno saborearíamos su cuerpo. Esa noche se habló que Pedro sería el siguiente. Juan silenciosamente nos miró y sonrió.  

LOS ESPEJOS

  

 

 

Sé que una mañana al levantarme me miré al espejo, noté que éste no me devolvía mi imagen. Era otra persona la que estaba en él. Cerré los ojos. Quizás estaba dormida. Hice un esfuerzo para abrirlos de nuevo, pero antes me toqué las mejillas, pellizqué mi piel, me halé el pelo, mordí mis labios, golpeé mis rodillas. Debía comprobar que estaba despierta. Miré al espejo, otra vez mi  imagen se transformaba en otra persona. Ella era alta, blanca. Llevaba un vestido oscuro, con algo blanco en la cabeza que parecía dos alas. Volví a cerrar los ojos y al abrirlos de nuevo vi esa efigie alargada. Pasaron muchos meses sin que esa figura alongada regresara a mí. Todavía no me daba cuenta de que ella me perseguía.

 

Meses después, soñé que me miraba en el espejo y éste me regresaba una imagen dilatada, con ojos voraces que me quemaban la piel y me castigaban el cuerpo. Desperté agitada. Corrí al espejo. La vi. Ella estaba mirándome como mar en tormenta. Asustada escapé, no era yo. Algo había en los espejos que me proyectaban otra forma diferente de la mía. Yo no era monja. Nunca pensé serlo. Las ignoraba, no quería saber nada de ellas: bastante daño me habían causado.

 

Y ahora me persiguen...

 

Empecé a huir de los espejos. Cada vez que veía uno cerca, salía de inmediato. No quería que me tocaran. Desertaba como Pedro con su pena. Estas fugas se hicieron cada vez más frecuentes; espejo que miraba, espejo que me perseguía. Ya no los quería ver más. Decidí comprarme un pañolón de colores fuertes, no quería que fuera del mismo color oscuro del fantasma que me seguía. Lo llevaba conmigo siempre. Cubría los espejos con él. Al principio era simple, no llamaba la atención y era fácil taparlos. Cerraba los ojos y a tientas llegaba a ellos. Los arropaba de pies a cabeza. No se me escaparon espejos de media luna, de cuerpo entero, espejos de marcos dorados, espejos de cristales muy finos. No respetaba sitio alguno. Con frecuencia era echada de tiendas, restaurantes y almacenes sin ninguna consideración.

 

Los días transcurrían y yo encontraba dificultad para ocultar los espejos que estaban pegados a la pared. Entonces, cerraba los ojos al pasar frente a ellos, tropezaba con sillas u objetos que yacían en el piso. Abría los ojos para levantarme. Veía la monja frente a mí, se reía de mi torpeza. Yo me iba convirtiendo en la niña de siete años que, hincada sobre granos de maíz, imploraba perdón por haber ignorado las lecciones. Trataba de olvidar esta escena. Me levantaba como un felino queriendo arañarla. Golpeaba su faz y cristales de sangre bañaban mi rostro. Ahora podía vengarme. Dolía que se escapara de mis garras. Lloraba de ira y fustracción por no poderla destruir. Perdía el control y me sentaba como una loca a buscar dentro de mi cartera el colorete, sombras y empezaba a pintarme. Peinaba mis cabellos, adornándolos con moños, peinillas, hebillas y cintillas que arrancaba del pañolón; parecía una reina de carnaval. La desafiaba, la humillaba, como hizo conmigo. Pero ya no estaba. Se escondía en el convento de espejos.

 

La persecución se hacía insoportable. No había lugar donde no me siguiera. Si entraba a baños públicos allí me encontraba. Ahí estaba otra vez la monja odiosa sonriente.

 

Tenía miedo y empezaba a temblar. Ella se iba estirando y se agigantaba ante mis ojos, mientras yo me hacía más pequeña. Lloraba. Sentía las manos calientes, rojas e hinchadas. Cuchilladas de dolor y agujas de maíz pululaban en mis rodillas que estremecían todo mi cuerpo. Mientras ella, la del espejo, me miraba con odio, su mano se alzaba ante mí con algo largo y grueso que usaba en la pizarra para castigarme. Por mis mejillas rodaban gotas saladas que llegaban a mi boca y seguían rodando como cántaros de agua. Nadie podía salvarme, ni tan siquiera mis padres. Pensé que me volvería loca. No quería que nadie dudara de mi estado normal. Trataba de disimular. Ellos no conocían el fantasma que me perseguía, ni sabían por qué yo salía de los sitios precipitadamente. Por fin, un día en un parque de diversiones, pude por primera vez disfrutar de los espejos. No tenía que huir. Era extraño, éstos deformaban los cuerpos de otros, pero a mí me devolvían la mía, mi verdadero rostro. Feliz por este descubrimiento, decidí cambiar los espejos de mi casa por esta variedad. Me podía mirar en ellos, ver mi cara y mi cuerpo. Una risa de triunfo salía de mis labios.

 

Pero una noche soñé con otros espejos. Montones de ellos venían hacia mí, me regresaban la figura de ella. Por más que cerraba los ojos la veía. Los apretaba fuertemente en la oscuridad, pero montones de estrellitas me devolvían su rostro. Sus ojos me devoraban. Yo estaba de rodillas ante ella que de vestido oscuro y sombrero de alas blancas asemejaba un pájaro. Mi mente  no atinaba a pensar, todo estaba en blanco. No podía escapar ante el magnetismo de ella. Me levanté precipitadamente. Prendí la luz. Fui hacia el espejo. Allí estaba yo tendiéndome la mano.

SEÑORA

 

 

Ha muerto mi memoria. No sé quién soy. Mejor. Inventemos un nombre. ¿Cómo me llamo? Señora, ¿podría usted decirme? No, no me mire así. Su vestido blanco, blanco su pelo, blanco sus ojos, blanca su sonrisa, sus dientes..., blanco este recinto. No se ponga nerviosa. Usted está acostumbrada a ver gente como yo. Me está cuidando por eso le hablo. Ha cambiado la sábana, mi ropa. Ha puesto nuevos tendidos. Estoy limpio, ha bañado mi cuerpo pero no mi alma. Por favor aleje de mi esos olores, entran por mi nariz, me ahogan. No puedo respirar. Me queman. Sí, así está mejor. Cierre esa puerta. No permita que entren los olores ni ese ruido de voces. Es que no se dan cuenta que no puedo dormir. Señora en sus ojos veo el miedo. ¿Cuál es la causa? ¿Qué la atormenta? !Dígame! Quizás yo la pueda ayudar. Pero... usted también me dará algo a cambio, un nombre! cualquier da lo mismo. Por favor, es que yo no recuerdo ninguno. Qué dice. Qué no me oye,  pero le estoy hablando en tono alto. No, no se vaya. No, no me abra esas cortinas. Es mejor la oscuridad. Cierre de nuevo esas ventanas. Qué dice, ¿que no me mueva, que me hago daño? ¿Qué estoy sangrando de Nuevo? Entonces, ¿por qué no cierra ese ventanal? No, no llamé a nadie, no abra esa puerta. Ya sé, ese olor extravagante es formol y entra por mi nariz, Señora parece que a usted no le molesta, pero a mí sí. No llame al doctor. No es cierto que me estoy muriendo. ¿Por qué tanto ruido? ¿Qué pasa afuera, es que se está muriendo alguien?  Dígale que no grite. Dejen entrar a esa persona o acaso no la conmueve su lamento... Se ha desmayado, dice. ¿Por qué está débil o enferma? Señora, le repito... ¡¡¡¡es que no me oyeeeeee!!!!            

                       

Muevo mis ojos de arriba hacia abajo. De la pared pende un crucifijo, frente a mí está la ventana y yo tendido en esta cama sin poder moverme. ¿Para qué vivir? ¿Quién soy? ¡Oh, cuerpo mío, no te muevas!, ¡Oh, memoria mía, ayúdame a recordar! Se ha tranquilizado, señora... No, no llegó ese doctor a quién llamabas insistentemente. Nadie te hizo caso. Me observas ahora que recoges las ropas que has quitado de mi cama. Tus gestos me dicen que no soy simpático a su trabajo. ¿Por qué? No se comporte así. Si me tiene pena ¿por qué no desconecta esas agujas de mi cuerpo? Para qué vivir así. No puedo mover mis manos. Yacen amarradas a la baranda de la cama. De mis brazos salen montones de jeringuillas y hondas de mi nariz y de mi boca. ¡Por qué no me dejan morir! Suelten mis manos, desamarren mis piernas. Acaben de una vez. No me torturen. ¡Suéltenme! ¡Desátenme! Señora, no llame al doctor López. No va a venir. Han sido tantas las falsas alarmas que ya no le creen. Son muchos los pasos que escucho afuera. Lo médicos, las enfermeras están ocupados con otros pacientes. Yo estoy condenado a vivir aquí para siempre. Suena el teléfono, hablan con el doctor, llaman a la señora, conversan sobre mí. Señora, no me observe así. Escuche, no repita mentiras. No es verdad que quiero desatarme. Es que estoy incómodo. ¿Qué, que me tiene que cambiar de agujas?; no, las agujas no se han torcido, yo siento pasar el líquido.      

 

Doctor López, venga usted a cerciorarse. Esta señora está mintiendo. Grito, grito, mi garganta gorgojea, mis músculos se contraen, mi pulso se acelera, respiro agitado y ella, estúpidamente, ha colgado el teléfono y me observa sin sentir este dolor que sale de mi garganta. Ayúdenme a morir dignamente. No me torturen. ¿Cómo? ¿Qué dijo el medico? He leído en sus labios la mentira, he leído en sus labios el triunfo de tenerme así. Señora, le estoy hablando... Siento que las cuerdas de mi garganta se revientan, las vísceras explotan en mi cuerpo. Abro la boca, va saliendo un líquido caliente y rojo. Señora, cierre sus ojos, se le van a salir. Llame a alguien. No se quede ahí de pie junto a mí. Afuera las enfermeras corren, se precipitan a los cuartos de los enfermos mientra que a mí me tienen confinado en este hueco. Ella, la que está frente a mí, está loca, no dice ni hace nada, sólo me mira como un punto en el espacio, un punto en el vacío. Afuera el doctor López llama por los parlantes a la señora. Se tapa los oídos y va observando cómo de mis comisuras salen las últimas gotas rojas, calientes, de ese líquido que me ahoga. Te estás arrimando. Me voy cercando con mis manos huesudas, con mis brazos llenos de agujas, tubos, jeringuillas. Te estoy abrazando. Estoy apretando el cuello. Su rostro se contorsiona, señora, su cuerpo aletea como las gallinas ante su muerte cuando les van torciendo el cuello. Su cuello, sus patas, sus piernas, se agitan en el aire. Estamos atrapados. La suelto; cae pesadamente sobre mí. Su lengua lame mi boca. No puedo respirar. Escucho a lo lejos los pasos del doctor López; entra en el cuarto llamándola: Señora, ¿cómo está su hijo…?

RECUERDOS

 

 

Juró guardar silencio. Durmió poco, molesto por los sucesos en que se vio comprometido así de casualidad la noche anterior.  Pablo, su primo, lo abrazaba asegurando que era la persona que más amaba. Estaba embriagado por los vinos que le brindó y por la hospitalidad acogedora que le dio. Parecía que nunca se habían separado. Había llegado de lejos, para visitar a su familia que desde  niño no veía. Había olvidado sus rostros por completo, una imagen vaga, de sus dos primos pequeños jugando se evaporaba ante sus ojos. Aunque su tío no se encontraba en casa se sintió como en la suya.

 

Ahora se lamentaba haber llegado en un momento tan inoportuno, cuando su primo se aprovechó de su hombría. Se levantó rápidamente de la cama. Este no era el momento para reproches y salió derechito para el cementerio.  Caminó entre las tumbas, que se tendían en hileras, a lo largo de las parcelas del Campo Santo, a espacios muy reducidos como si los muertos necesitaran estar juntos, frente a ellas se levantaba un Cristo o una estatua de la virgen. Sobre  sus lápidas rezaba el nombre de las personas, pero él mas bien miraba por las hendijas de los laudes. Todas estaban selladas lucían más viejas. Se encaminó por una de las galerias: la del Perpetuo Socorro que estaba encima de un cerro, las tumbas incrustadas en las paredes unas sobre otras como edificios llegaban a un sexto piso, sabía que allí no había ido, pero le ayudó a mirar a través de los arcos semicirculares que terminaban en vigas y pequeños muros donde se podía sentar recostándose a los pilares y ver el cementerio infinitamente. Desde aquí Sebastian descubrió  los senderos de pinos pequeños que se alzaban como hipnotizados por el silencio de las otras tumbas que se escondían en las bifurcaciones confusas del campo; pero allí tampoco encontró la fosa. Las miraba una a una, arrodillado arañaba las hendijas de las lozas para ver si un poco de cemento se aferraba a sus uñas. Sólo el vaho frío y el olor a tierra húmeda llenaba sus pulmones.  "Ya estarían muertos", se decía. Cómo se culpaba por haber aceptado los caprichos de su primo; cómo había creído en sus palabras; siguió buscando entre los parajes  de mausoleos familiares, de tumbas abandonadas, llenas de yerba, escondidas en montes de plantas. Pasó la mañana, no la hallaba. Arriba el sol rayaba en toda magnificencia, pero él no aminoró la búsqueda. Llegó la tarde y un soplo suave de viento con aromas de azucenas y margaritas perfumaban el cementerio. Sonó la campana de las seis anunciando la misa de las ánimas y el llamado a los difuntos para que se recogieran en sus tumbas. A esta hora se cerraba la gran verja de hierro macizo con adornos enroscados y triangulares que lo separaban de la realidad. Sebastián se detuvo cerca de la reja pero no podía recordar exactamente cómo entró la noche anterior.

 

Continuó la búsqueda incesante al día si-guiente, esperaba encontrarlos con vida. Hallaba lógica esta esperanza: la tierra tiene aire por donde respiran los tubérculos y las raíces de las plantas, a ellos los descubriría vivos, pero cada día que trans curría la pérdidada del ánimo de hallarlos se hacía más remota. Era cosa de Mefistófeles, se dijo. No aceptaba que Pablo le hubiera guiado por el laberinto de los "senderos que se bifurcan". Se habían burlado de él. Finalmente al décimo día claudicó y se retiró a su pueblo sin ningún logro de retornarlos al "reino de este mundo". Parecía que la familia estaba marcada por las fuerzas contrarias del destino. En su pecho llevaba el sufrimiento  de culpa, de dolor, esa congoja de la eterna ausencia de su tío y el no haberlo esperado en momentos tan amargos. Era mejor así. Cómo pudo en un momento aceptar la propuesta de Pablo si eran como hermanos. Cómo pudo en un momento callar y aceptar tan asquerosa propuesta. Cómo pudo realizar tan abominable hecho. Cómo fue posible que su primo lo hubiera embriagado con mimos, con promesas, con caricias y sentimientos  para él aceptar esa corrupta y fatal sugerencia. Cómo no descubrió sus perversos planes a tiempo para salvar su conciencia. Ahora no estaría reprochándose y culpándose del horrendo crimen. Ahora sus manos estaban sucias, bañadas en sangre. Cómo es posible que le haya entregado a esa mujer cubierta por un velo y llevarla a un campo lleno de tumbas de cuerpos inertes. Caminar por pendientes resbaladizas que se bifurcaba en confusas praderas.

 

Lo invade el temor camino del panteón. Sólo la luna blanca, redonda y los luceros iluminaban el camino. A ella, la supuesta mujer que debía conducir, por la que comprometió su hombría, la sintió firme, segura en sus pasos. Era ella la que le daba la fuerza para continuar la meta ordenada por Pablo. Sebastián se sorprendía que esta mujer delgada, serena en su caminar no se resistiera ni dijera una palabra durante la travesía. Al entrar ellos al Campo Santo debía esperar tras los sauces, que estaban detrás de los pinos recortados en el centro mismo del cementerio. Pablo apareció  a la media noche  trayendo un bulto de arena a sus espaldas, y en una de sus manos un balde con agua. Cómo abrazaba a Sebastián haciéndole guardar el secreto. La humanidad tenía que respetar su decisión de vivir o morir. No permitiría que lo separaran de ella otra vez, fue suficiente el tiempo que su padre se interpuso. Ahora él no estaba, la llegada de su primo era oportuna, no había tiempo que perder. Dejó sobre la tierra las cosas que traía y junto con Sebastián empezó a levantar la losa. Vaciaron la tumba, pronto llegaron al fondo donde se encontraba otra tapa de mármol, la levantaron y apareció una escalera caracol. Pablo se detuvo, miró a la mujer, que por primera vez se levantó el velo que cubría su rostro, se vio más hermosa que la luna que resplandecía adornada con estrellas. Dijo: Tú eliges. No nos separaremos más, nadie puede imponerse contra nuestro destino. Ella alzó el pie derecho, entró sin objetar. Su mirada era limpia, transparente como el cristal de roca. Después empezó a descender las escaleras seguida por Pablo quien se detuvo para recomendarle a Sebastián cerrar bien la fosa de tal manera que al día siguiente no se notara en las rendijas su profanación. Sebastián recordaba estas escenas como si hubieran sucedido la noche anterior, no podía soportar esta realidad que lo atormentaba y que distaba de ese mundo familiar. Así estuviera a muchos kilómetros de distancia, en ese otro pueblo tan lejano. Veía a Pablo y esa mujer bajar solemnes las escaleras, orgulloso su primo de la mujer suave y tierna que llevaba de la mano. En sus rostros había placidez, pero ahí mismito sus caras se transformaban en muecas agonizantes, hinchadas como las vejigas carentes de aire. Sus ojos desorbirtados querían salirse de las cuencas. Sebastián no soportaba más estas alucinaciones, si estaba en vi-gilia malo, si dormía, más grave, porque despertaba sudoroso, llamándolos a gritos. Su casa de campo, aunque estaba rodeada de jardines como los bosques de Viena, la sentía pequeña, como si en ella faltara el aire. No soportaba  más y se levantaba aterrorizado por el espectro de su primo.

 

Decidió partir de nuevo a casa de su tío.  La sola idea de enfrentarse con él lo obsesionaba. El romper el juramento,  el pacto con un muerto y descubrir su secreto de donde se hallaban Pablo y la mujer, lo abochornaba. Pero ese fantasma de su primo lo estaba enloqueciendo. Tenía esa necesidad de contarlo. Aún no sabía cómo relatar la historia. Se cuestionaba cómo contarla en presente o en pasado, o contarla desde sus comienzos en tiempos imaginarios. No era fácil explicar su complicidad, cómo decirle a su tío de su partida, casi huida, sin esperarlo. Quizás por lo imprevisto de los acontecimientos no se enteró dónde él estaba. Además él fue víctima en ese urdir de Pablo. Al llegar a la casa de sus parientes, su tío estaba sentado de espaldas a la ventana, acongojado por la pena que lo embargaba. Diagonal a él estaban los sirvientes, cerca de la puerta que daba a la segunda sala. Me miraron y enmudecieron.  Sus ojos que se desviaron hacia mi tío que consternado lamentaba la desaparición de su primogénito. Lloraba su muerte sin aún conocer lo acaecido. Juraba que su hijo fue raptado por un enemigo. Sebastián, atemorizado por esos pensamientos, no sabía qué decir. En ese instante vio venir a Pablo, alegre, entrar a la sala; venía a abrazarlo vestido de la misma forma cuando llegó a visitarlos, después de meses de ausencia. Sebastián de un salto se levantó de la silla, avanzó hacia Pablo, pero en el pestañeo de segundos, él se iba esfumando en el vaho de la neblina aguada de los ojos de Sebastián. Su tío lo miraba asustado. Sus ojos interrogantes enjuiciaban a Sebastián. Decidió contarle que Pablo se hallaba en "el jardín de los senderos que se bifurcan" de Ts' Pen. Habló sobre la noche de su llegada, la promesa que hizo sobre el entierro. Sobre las pesadillas que vivía todos los días y las noches después de haber aceptado cubrir la tumba para que no se reconociera su violación. El tío estaba en estado de excitación, mandó a buscar a su hija que estaba secretamente guardada en el ático de la casa, se comía las uñas, temblaba, preguntaba, alzaba la voz. Al descubrir Sebastián a la mujer que lo acompañaba, mi tío se levantó lívido de la silla, pálido como los veleros de papel, listo a golpearme, pero cayó en el asiento como un globo desinflado, solo repetía: ¡Insensato, insensato, has matado a mis hijos, a tus primos, a Pablo, a Marta!, e inclinó su cabeza.

LA HIJA DE MARIA

  

 

"No se mata por placer. Que un hombre mate a su mujer por faltona es causa justificada. Pero que un amigo muera por la misma, después de ésta muerta, es pérdida de la razón", decían los periódicos en grandes titulares. Juan, sentado en la celda donde confinado, miraba el título, luego el subtítulo; no se decidía a leer. Tenía miedo, alzaba los ojos y los posaba en la mujer que estaba enfrente. Sonríe. Lo mira con picardía. Se levanta, va hacia Juan, acaricia  el pelo y golpea su espalda. Juan siente más confianza como para leer la historia.

 

Por fin se decide a leer el artículo que está entre comillas. "El amigo de Juan juró que encontraría al asesino de su mujer. Estas fueron las palabras que don Pepe le dijo a la mujer de La Milonga, quien ayudó a aclarar el crimen. Ahora que Juan está en la cárcel, me he tomado la responsabilidad de buscar el asesino".

 

Era el 22 de noviembre, noche de alegría para los amigos de Juan, menos para éste que se despedía de su esposa para emprender el viaje de negocios. Nos la dejaba. Lloraba al despedirse. Estaba más dioico que nosotros. No te preocupes, hermanito, que te la vamos a cuidar. La vas a encontrar mejor que nunca, le grité. Esas fueron las últimas palabras que "la potranquita" escuchó. Ya me había sacado de quicio. Me engañó con el jefe de Juan. Yo sí dije que me las pagaría, pero yo no la maté.

 

Ese día se puso el traje más bonito. Lucía como reina de carnaval. Abrió las ventanas, las puertas de la casa, prendió todas las luces, tenía sabor a burdel. Nos preparábamos para dar la bienvenida al jefe más importante. El jugaba el papelito de enviar a Juan lejos. Yo no sé cómo "la faltona" se atrevía a acostarse con un fulano tan viejo. Le veíamos caer las babas, no de ganas, cuando la veía, era de viejo. Pero que "eso" le funcionara, no lo creo. Quizás a ella le gustaba la baba ahí mismito, donde nosotros la hacíamos requete rechinar de gusto. Como un acuerdo aceptamos al jefe de Juan. Era quien lo enviaba lejos. Aunque no nos faltaban ganas de enviar al viejo al cementerio. Yo que creía que la pobrecita lo aguantaba por nosotros. Ella estaba más encaprichada. Se quedaba horas en el cuarto con él. Nosotros esperando a que acabaran. Salía más viejo y gacho que antes. La muy condenada sabía hacerlo.

 

Ese día me dejó plantado, con ganas. Me botó de la casa sin darme nada, porque saqué al viejo del cuarto. Ya era muy tarde, y "la chula" sólo gemía y pedía más. El no era más hombre que nosotros. Los encontré desnuditos. El muy tonto sólo manoseaba el miembro tratrando de erguirlo y ella lo miraba con placer, haciendo por sí misma lo suyo. Los llamé a todos para que los vieran. Salí de la casa. Juré a solas, revolcándome de arrecho, que me las pagaría. Ebrio de calentura me fui a beber a La Milonga. Allí grité que me las venía a jugar de macho. Una hembra, La Chichi de sobrenombre, vino hacia mí y me dio todo lo que a un hombre le gusta. Pero no era "la faltona". La llevaba entre ceja y ceja. Se me había metido tan adentro que no aguantaba la picazón. Me juré, esa noche, que se lo pondría en la boca para aminorar ese ardor. Así que salí derechito a casa de Juan. La muy negra lo hizo frente a todos, pero no me dio más... me botó como un perro de su casa. Reclamaba que ya lo había puesto en otro lado, como si ella no fuera de todos. Regresé a La Milonga. Bebí de gusto y de rabia. Chichi y ella eran igualitas en cara, cuerpo, piernas,  hasta en como tratar a los hombres; pero yo estaba engreído, no quería a nadie. Lloraba en sus brazos, borracho la llamaba "mi potranquita". Le conté todo. Con alguien tenía que hablar. Para eso están éstas, para escuchar y callar. Lo sabía todo, pero no para contárselo a Juan; las hembras no se llevan bien cuando de hombres se trata.

 

Supuse que en La Milonga encontraría la verdad. Me urgía encontrar todos los cabos sueltos e irlos uniendo para desenmascarar al verdadero asesino. Mi corazón me decía que Juan no era culpable. La noche en que Juan se despidió de "la faltona" con muchos  milindros, tuve la sensación que esa despedida era falsa, pero no imaginé que regresaría y nos encontraría a todos en la cama. Bueno, no me encontró a mí, menos mal que yo no me había quitado la ropa. Todos jugábamos con ella. Escuché pasos en el pasillo. Salí con cuidado por la otra puerta que daba al jardín. Presentía que Juan regresaba. Así que me alejé silenciosamente. Llegué a La Milonga. La Chichi  me recibió muy amable, como si supiera algo. No presté atención. Estaba preocupado por lo que pasaría en la casa. Yo sabía que los muchachos la cuidaban, nada le pasaría a "la faltona". La necesitábamos. Era hembra requete buena para que se nos fuera. Así que esa noche, cuando Juan regresó a casa, me ahogué en los olores de La Chichi. Era tan buena como "la potranca". Sabía hacerlo a uno hombre; pero "la faltona" no se me quitaba de la mente. Montaba a esta hembra como si fuera ella. Arremetía con ganas. Diciéndole las sandeces más grandes que un hombre le dice a su chula. Esta me respondía a todas. Mas me desesperaba de encontrar a mi "potranquita". Así que me vestí y salí aburrido. En la mente llevaba a la otra, "la potranca". La veía desnudita y lista para embestirla. Estaba tan desesperado, me olvidé que Juan había regresado. En la puerta encontré a la policía, cuidaban el interior. Frente a la casa estaba estacionada una ambulancia; presentí que algo horrible había sucedido. Caminaba hacia allí pero me detuve. Juan salía en ese momento cabizbajo; amarrado como un cerdo y todo golpeado. Me dio pena. Yo sabía que era víctima de todos. Me sentía culpable, quise preguntar a Juan qué había sucedido. Cada pregunta que hacía no la respondía; caían al vacío, en el mismo que él se había sumergido. Alguien debía conocer el desenlace de los hechos, la policía estaba muy cerca de lo sucedido, quién más que ellos para darme detalles. Me acerqué al guardia que estaba parado en la puerta de la casa, ofreciéndole un cigarrillo quise conocer los sucesos, pero mi  asombro pudo más que el dolor. No sabían nada. Alguien que nos escuchó hablando me respondió en forma sarcástica: "La mataron por tirar con cuanto hombre encontraba. Estos casos suceden a menudo, no necesitamos averiguar a fondo, se descubren instantáneamente." Yo no sabía cómo responder a las palabras vacías que escuchaba. Dicen que la habían encontrado en la cama con muchos hombres, pero cuando la policía llegó nadie estaba en la casa. Sólo Juan lloraba junto al cuerpo desnudo.

 

Regresé al bar. Conté a Chichi que a mi mejor amigo le habían matado su mujer. Lloraba no de dolor, se me había ido "la querendona". Todos eran unos cobardes, segurito que habían huido. No la protegieron. La Chichi me mimaba. Prometiéndome que me ayudaría en todo para aclarar el crimen, la finadita descansaría en paz. Había sido muy buena con todos. Yo me limpié las lágrimas, no sabía cómo pero La Chichi, mujer de experiencia, me sugirió que abriéramos la casa como antes. Ella se vestiría como "la faltona", podía engañarlos a todos; era igualita que "la potranca", hasta Juan podía equivocarse si la viera. Encendimos las luces, abrimos las puertas y ventanas. Le dábamos a la casa sabor de burdel. Llamé a todos los amigos. Les dije que había regresado más saludable que nunca. Nada le había pasado. Y que Juan seguía en la cárcel. Todos nos preparábamos. La Chichi esperaba en el cuarto, se puso la ropa interior con que "la potranca" nos excitaba. Yo, con una tosecita seca, le anunciaba que iban llegando. El último fue el jefe de Juan. Les sugerí que fuéramos al cuarto como la última vez. Empezamos a jugueteo de "quien la monta primero". Todos querían. (La Chichi gozaba de ver tantos hombres juntos con una mujer). Pero yo muy listo les propuse que la gozaríamos y nos gozaríamos, haciendo filas cada uno. Montándonos unos sobre otros. La gozábamos y nos gozábamos. Formamos una fila larga y gruesa, gemían como bestias desesperadas. Unos arremetían contra otros. Yo me reía. El viejo nada podía hacer. Aprovechando la desesperación y el entretenimiento de todos, salí del cuarto. Mi plan se iba a realizar. Vestí la ropa de Juan, saqué la escopeta, y como muy mandado empecé a caminar hacia el dormitorio dando pasos como de un animal gigante. Abrí la puerta de un solo golpe y apunté a todos. Imité la voz de Juan. Todos, sorprendidos, se detuvieron. Alguien dijo que Juan había regresado para vengarse, pero que él no era culpable. Les mandé callar. Uno de los muy guapos me desafió: "Tú no la vas a matar, antes me tienes que matar". Saqué la mano y lo abofeteé. Otro saltó gimiendo que debían cuidar a "la potrancona" porque don Pepe no les perdonaría si le hacían daño. Así que debían cuidarla hasta del viejo, porque él era el culpable de los disparos la última noche, cuando "la potranquita" cayó al piso. El viejo asustado por la acusación nos dijo: "Yo no la maté, al que iba a matar era al estúpido de Juan, ella se metió en el medio por salvar al muy cornudo." Otro de los hombres pedía que lo perdonara, que no quería golpear a Juan pero que el viejo les apuntaba, exigiendo que lo golpeáramos y lo violáramos, ya que era tan inocentón. Yo odiaba al viejo, él era el culpable de toda mi desgracia. Mi odio iba creciendo. Moví el gatillo, todos se movieron dejando libre a La Chichi. Les grité que los iba a matar a todos, pero el viejo se interpuso en mi camino; estaba loco, gritaba que no la dejaría matar: "Antes me matarás." El viejo era muy listo; no sé cómo me quitó el arma de la mano, creo que yo estaba zonzo para dejarme quitar el arma. La Chichi gritaba: "No lo mates, viejo verde, ni me mates, no soy tu "potranquita", ni él es Juan. Míralo bien, es don Pepe." El loco fue disparando a quemarropa, y fui cayendo lentamente al piso. La Chichi gritaba, todos asustados corrían como locos, se lanzaban por la ventana o salían por la puerta que daba al jardín. Mientras que yo agonizante llamaba lentamente a la Chichi "la potranquita". El viejo, sentado en el piso, gemía."

 

Juan termina de leer el artículo. Suspira más animado. Levanta la vista y sonríe. Ahí al frente está La Chichi que también sonríe. Se levanta, le abraza, le llama "mi faltona, mi potranquita". Ella lo abraza, se cogen de la mano y salen de la celda. Atrás se escuchan los quejidos y lamentos de todos los amigos de Juan.

LA CASA AZUL

  

 

Ya había caminado en busca de la casa azul, de diminutas ventanas y techo de teja con una puerta anchísima por donde corrían ríos de gente que nunca más verían la aurora. Según unos decían la casa era de dos plantas, con una reja grande, con jardín de pinos, álamos, dalias, lirios, claveles, crisantenas, margaritas y ruda. Otros decían que la encontraría por el olor de las hortalizas que estaban cerca y por el olor a la tierra húmeda. Pacientemente escuchaba a unos y a otros. En mi mente se formaba la ecuación de cómo sería el encuentro. Esta casa destruía la tranquilidad de mi existencia, mas me atraía lo desconocido. Era el sueño el vaso comunicante con la vigilia.  Decidí indagar en él.

 

Soñaba que yo caminaba dentro de la casa, los cuartos eran laberintos que se sucedían indefinidamente.  Pasaba de un cuarto al otro. La misma cama, la misma humedad de las paredes, la misma oscuridad, el mismo olor a tierra mojada.  Por más que buscaba la salida no la encontraba. Mi voz interior repetía una y otra vez "Sigue, busca lo desconocido." Otras noches tropezaba con una barra amarilla pesada, lingote de oro que dormía dulcemente en el fondo de la casa. Yo iba en busca de él, pero nunca podía encontrarlo.

 

Otras noches soñaba que yo entraba por la anchísima puerta que me iba llevando de cuarto en cuarto, de frías paredes, de olores a hierba, de olores a tierra húmeda y de oscuridad.  Ya cuando estaba próxima al lingote de oro despertaba sudorosa, agitada y con recelo de volver a la búsqueda. En la vigilia pensaba en la misma casa. Tenía que encontrarla. Tenía que buscarla. Allí había algo que me ligaba a esta interrupción constante en mi nocturno reposo.

 

La idea de indagar en el onírico tormento empezó a espolearme. En el último sueño vi flotar hombres y más hombres que llenaban el firmamento de puntos brillantes para luego descender a los cuartos del laberinto. Entonces me atreví a comunicar mi adorado sueño a una anciana, quien escuchó pacientemente mi historia. Noté que su rostro no expresaba ninguna sorpresa ante mi relato. Esto me sorprendió. Ella conocía la casa de mis sueños.

 

La señora, después de escucharme, me aconsejó que fuera a la alcaldía a conseguir un permiso, si es que quería visitar el interior de la casa. Dudé de la información dada por la anciana y decidí consultar a personas más jóvenes. Ellas quizás eran menos misteriosas. Lo extraño de mi cuento era que todos la conocían, nadie se sorprendía de mi maldita obsesión. Las respuestas fueron las mismas que la anciana me había dado: Ve a la alcaldía. Allí te darán el permiso. Te preguntarán para qué quieres ir allí. ¿Qué deseo te empuja a conocerla? Es posible que no te den el pase y tendrás que conformarte con un no.

 

La incógnita, la duda puede más que el temor. Fui a la alcaldía. Había poca gente. Así que tuve que esperar por lo menos cuatro horas. No conocía a nadie. Otros que llegaban después de mí eran atendidos primero, después de un saludo cariñoso con la oficinista. Y yo me conformaba con verlos salir muy arrogantes después de adquirido el logro. Llegué por fin a la ventanilla, en pocas palabras expliqué lo que quería encontrar, no me respondía. Llamaba al siguiente de la línea.  El otro señor buscaba lo mismo que yo, enterrar a su hija. Ella decía que allí no se conseguía el permiso.

 

Teníamos que ir a otro edificio. Salí de allí casi volando para llegar al otro lugar. Mi suerte estaba echada. Allí había poca gente, pero la secretaria entraba y salía constantemente y hablaba con los que esperábamos en línea. Observé que todas estaban vestidas iguales. Sus rostros se parecían entre sí. De nuevo la espera.  Yo miraba a todos con un poco de miedo, aunque ellos no se daban cuenta de mi presencia. La señorita no escuchaba mi intención de ir a la casa azul. No me veía y yo un poco sorprendido no sabía qué hacer. Entonces cogí unos de los formularios que estaban allí. Debía llenarlo con datos específicos, claros y serios.  Consistía en decir mi edad, nombre, apellido, trabajo que desempeñé en vida, a qué escuela asistí, quiénes fueron mis amigos, quién fue el médico que me examinó en vida, dónde nací, cuánto pesaba, la estatura, la medida de mi calzado, la medida de mi ropa. Estos datos no los recordaba. El resultado de la necropsia. Así que fue imposible conseguir el permiso. Aunque todo se presentaba tan difícil, no desmayé en la idea de buscar la casa azul. No sabía dónde estaba ubicada. La búsqueda entonces se daría en minutos, en horas, en días o en meses. Recorrí las calles céntricas de la ciudad, y no, allí no estaba; recorrí los suburbios, recorrí los barrios, recorrí las fincas, los campos, no la encontraba. Preocupada, salí del pueblo hacia otro. Recorrí los rincones más recónditos, no se escapó resquicio alguno en toda la zona. Salí a otro pueblo, hice lo mismo, pero nada encontraba.

 

Traté de encontrarla de nuevo en mis sueños. Recordaba los senderos que me llevaban a ella. Y yo entraba por esa puerta anchísima por donde ríos de gente caminaban y nunca más verían la aurora. Me dejé llevar por mis sueños. Recorría los cuartos. Todos eran iguales, se repetían constantemente. La misma humedad, el mismo olor a tierra mojada. Pasaba de un cuarto al otro, la misma oscuridad, la misma cama. Decidí acostarme en ella, estaba fría; quise levantarme, salir de ese lugar. Yo estaba rígida. Sólo a mi memoria llegaba una masa amorfa y oscura.

ANATEMA

 

  

Todos veníamos a saludarla, como si por unanimidad hubiésemos estado de acuerdo. Unos venían a las siete de la mañana, otros llegaban a las once, a la una o a las tres. La madre llegaba a las cinco. Se estaba con ella hasta que el sol se acostaba dando paso a la llegada de la luna y al padre que también venía a visitarla. Traían viandas, frutas frescas, música, animales vivos y cocidos, taburetes, toldos y camas para acompañarla.

 

Yo escuché que la niña era muy visitada por todos los de la comarca y que incluso venían seglares de Europa y de la misma China. Absorta ante todos estos comentarios, decidí venir a verla. Necesitaba dinero para salir del altiplano y llegar al valle donde, según decían todos, ella vivía. No era fácil, en esta época, conseguirme veinte pesos, de modo que decidí robarme tres gallinas, cuatro patos y un bulto de mazorcas. Me levanté en la noche, despacito, para que nadie me descubriera, porque papa escuchaba bien todos los ruidos. Estamos acostumbrados a vivir en el altiplano y allí nuestros oídos se desarrollan favorablemente. Yo solía escuchar las conversaciones de los peones en las manañas, cuando preparaba las arepas con chicharrón frito y el chocolate para mis hermanos. A veces escuchaba cómo papá desde lejos respondía con sarcasmo las chanzas hechas entre ellos. Mi madre, estaba en el gallinero, o pilando el maíz para la mazamorra, acompañaba a papá con unas coplas que tenían buena rima. A veces yo quería contestar la copla, pero me acordaba de que los muchachos no pueden ser malcriados ni meterse en las conversaciones de los mayores. Mejor me hacía la sorda. Sabía bien que por estos animales y el bulto de mazorcas me darían el dinero que necesitaba para ir a Los Rosales y allí no me perdería: todos conocían el camino para llevarme a donde la niña. El problema radicaba en cómo callar estos animales para sacarlos del gallinero sin que fuesen escuchados sus lamentos. En la noche no podía ser por el silencio, pero las mazorcas sí las podía esconder en la barraca.  Las gallinas y los patos tendría que capturarlos en la mañanita antes de que mamá fuera a darles de comer.

 

Todos querían a la niña.  Daba compasión el verla allí solita. Sufriendo fríos, calores, lluvias y el sol del mediodía. Primero inventaron ponerle una sombrilla para evitarle el sol, pero ella se can-saba de sostenerla. Entonces decidieron clavar la sombrilla en la tierra, pero los vientos fuertes se la llevaban, los mismos que envolvían a la niña en un remolino de polvo, hasta hacerla estornudar. Entonces alguien decidió construirle una casa. Así le evitarían que  sufriera en la intemperie. La casa debía consistir en un cuarto espacioso para que todos los visitantes entraran y tendieran sus toldos, camas, taburetes y sus viandas.

 

Ya había escuchado que todos los días al sonar el Angelus, el párroco de la iglesia, iba y la bendecía, y ella resignada veía cómo unos milímetros de su cuerpo iban desapareciendo ante la vista  del sacristán y el cura. Después de esto, cantaban salmos, al mismo tiempo que le pasaban por su cuerpo palmas benditas. Era como un ritual para que su alma llegara al cielo lo más blanca posible. Ella nunca se quejó, ni protestó ante su madre por este suceso que era discutido mundialmente.

 

Donde por primera vez se escuchó la noticia fuera de Los Rosales, fue en los Estados Unidos. Llegaron periodistas, fotógrafos, camarógrafos, topógrafos, y geólogos, para cubrir el evento.  Era un gran acontecimiento. Llegó gente de todos los rincones del universo. Dicen que hasta un troglodita vino a saludarla y dejarle una carta de su hijo más preciado. La verdad no la sé, porque cuando yo viví la misma situación no vi que nadie llegara a saludarme. Me robé las gallinas y los patos en una tarde de sol. Mis padres habían ido al río con mis hermanos. Yo simulé estar indispuesta. Era el momento que necesitaba. Nadie me veía.  Até mi ropa en un bultico, no era necesario llegar con tantas cosas. Tenía que contar con la suerte de vender bien los animales y las mazorcas. Salí de casa muy contenta a esperar la última Línea que pasaba a las seis y media de la tarde. Lo extraño era que no sentía miedo ante el hurto cometido. (Creo que si el arrepentimiento hubiera llegado a mí antes de vender los animales, no estaría ahora hablando contigo). El camino era largo, así que me quedé dormida mientras la Línea descendía por la montaña.

 

Yo sabía que cuidando el resto del dinero que me había sobrado, tenía suficiente para vivir fuera de la casa un mes y medio. Hasta me sobró una gallina, la cual pensé matar en Los Rosales y convidar a la niña a una comida del altiplano, antes de que la tierra terminara de tragársela.

 

Llegué a las tres de la tarde del día siguiente. Hacía un calor desgarrador. Quería quitarme todo, buscar un río e irme a bañar. Me asfixiaba. Mi ropa empezó a mojarse con mi sudor. Me quité el saco y me lo puse en la mano. A veces se me caía, pues, estaba mareada. No resistía el calor, era como si hubiese llegado al infierno. Pregunté dónde se encontraba la niña y todos me miraron sorprendidos. Entonces yo les dije: "Vengo del altiplano. Vengo en representación de mi gente". (Yo misma me sorprendí al decir estas palabras. Quería también creerlas y las repetía constantemente).

 

No era fácil llegar donde la niña.  Tenía que esperar por lo menos medio día para verla, pues la fila era interminable. Al principio me desanimó la espera.  Después me fui entusiasmando con los comentarios que escuchaba a mi alrededor. Le pregunté a las personas, que también se paseaban por allí, si podía hablar con ella y cuánto tiempo duraba una entrevista. Los datos que conseguí me desanimaron.  Decían: Una hora, o unos minutos. Depende de la muchedumbre que espera. También se contaba con el tiempo que hacía. El calor y la lluvia caían sobre los cuerpos de los vi-sitantes, a quienes eso poco les importaba. Allí me fui enterando de cómo quedó atrapada en la tierra. Unos aseguran que el derrumbe de la casa, en que residía la familia, la atrapó; esta versión era la más acertada para los que estaban curados de todo espanto y veían la ciencia como la lógica de los hechos. Los que apoyaban esta teoría discutían acaloradamente con los otros que entendían el acontecimiento como el producto de fuerzas sobrenaturales. Cada quien tenía su propia versión. Lo que sí pudimos comprobar es que, cada día, iba desapareciendo ante los ojos de los desconcertados visitantes. No había ciencia que la salvara; ni los americanos, los del norte, que conocían todas las técnicas de excavación lograron salvarla. Era cosa del demonio. Ese día que yo estaba en fila, escuché que se estaba hundiendo más que todos los días; ya tenía afuera sólo la cabeza y el pecho, para asombro de geólogos, antropólogos y topógrafos que estaban presenciando la angustia de la niña.

 

No se escuchaba crujir la tierra. Mis oídos eran muy finos para percibir cualquier ruido por insignificante que fuera. No, bramaba. Me irritaba la espera. Quería llegar a verla antes que ésta se la tragara.  Ella era la única que me contaría la verdad de los hechos.  Porque ahora empezaba a dudar de todo lo que hasta el momento había escuchado. Algo que me llamó la atención en estas horas interminables de espera fue que vi pasar al sacerdote con el monaguillo, una paila grande con agua bendita, un crucifijo y las palmas. De alguien escuché que con estas ramas, el cura y la madre de la niña, la santificaban para que fuera desapareciendo.  Decidí adelantarme aunque la gente se enfadara. Al pasar al lado de ellos, que también esperaban, escuché cosas que mis oídos no entendían. Era una lengua desconocida de gentes que, como yo, deseaban conocerla o pedirle algún deseo, para que se cumpliese después de su desaparición. Al llegar a la casa me encontré con el cura y la madre de la niña. Pedí permiso a todos, para que me permitiesen entrar antes que se esfumara. Todos me miraron sorprendidos por mi osadía, o por lo que yo les decía. Según ellos, tenía que esperar como todo el mundo, pero como he vivido en el altiplano, les hice creer que yo sabía una oración prodigiosa que dominaba todo lo sobrenatural. Así que, dudando de lo que les decía, saqué la gallineta negra. Nadie la conocía, para ellos era nuevo este animal, empecé a explicarles que éste curaba todo embrujo, mal de ojo, la rabia, la peste y hasta las fuerzas demoniacas destruía. Me miraban sorprendidos. Me hacían preguntas, las cuales yo respondía muy tranquilamente, como si todo lo conociese.

 

Ante el desconcierto de todos, degollé la gallina. No podía perder tiempo, e inventando un fogón de piedra hice fuego con la leña que recogí en el camino. Condimenté la gallina e hice otras operaciones que ustedes hacen cuando preparan a un animal de éstos. Puse verduras para el plato típico del altiplano. Hecho esto, lo serví. Lo fue saboreando entre risas y alegrías, me iba relatando cómo quedó atrapada entre la tierra. Era su culpa. Le había respondido mal a su madre y al salir huyendo de la casa, la mamá le gritó: "Te va a tragar la tierra por desobediente y grosera." Y ahí mismito la tierra se fue abriendo hasta cubrirle las caderas. Nadie había podido ayudarla con esta maldición de la madre. Estaba arrepentida de lo sucedido. El cura y su madre venían a santificarla con el agua bendita, los ramos y el Cristo para evitarle sufrimientos. "Así Dios no me castiga, tiene compasión de mí y me perdona." Al terminar de comer y relatar lo sucedido, la  tierra empezó a temblar. Se fue agrietando el lugar donde yo estaba parada y fui observando cómo la niña desaparecía ante mi vista y como yo tambien comencé a hundirme en este hoyo que fue apagando mi existencia. Ahora que soy polvo, después que he alimentado la tierra de Los Rosales con mi putrefaccion, dudo de que en realidad alguien haya visto a la niña y cómo la tierra la fue tragando convirtiéndola en lo que yo soy ahora: polvo.                              

SONATA DE VERANO

 

 

"Me estoy muriendo", dijiste.  Yo que estoy frente a ti no te creo. ¿Cómo creerte esta vez?  ¿Cómo creerte después de tantos años de conocer el roble que hay dentro de ti? ¿Cómo pensar que era verdad, si toda la vida la construiste en ese vacío que llevabas encima como una vestidura?  ¿Cómo creerte si tu  propia vida la habías echado a perder?  Volví mis ojos a mirarte. Vi en tu rostro la palidez pero... ¿cómo creerte?, si tu piel blanca, densa, te desmentía como otras veces. Claro que vi tus ojos lánguidos, eso es verdad pero… ¿no había en tus ojos esa languidez del dolor de otras veces?  Aunque, aparentaras ser un roble, te doblegabas ante ese abismo que se abría a tus pies.  Ese abismo que fue hundiendo a cada uno de tus amantes. Ya vez estoy aquí, frente a ti; los años no nos separaron. 

 

Me pregunto ¿quién soy?  No encuentro respuesta. Te pregunto a ti ¿quién soy? Si pudiera lograr de ti por lo menos una palabra. No importa que sea la más dislocada de las tuyas. Estoy preparado para ello. Te conozco, digo o ¿creí conocerte?

 

Te mueves lentamente como si estuviéramos haciendo el amor. De esa manera tan tuya, tan especial para que otros te amen. Te hagan sentir que sos mujer. ¿De verdad que eres mujer? ¡Hoy por hoy lo dudo! ¡Cómo fue posible creerte que lo eras!  ¡Si renunciaste a ser la madre de mis hijos! ¿Cómo creerte que eras mujer si te negaste a ser la esposa fiel, la mujer Penélope que espera paciente tejiendo en casa y aguarda por su marido, la mujer laboriosa que calla y sufre en silencio?  Muévete mujer. No me mires con esos ojos de dolor, porque ahora no hay misericordia. Te desnudaré con el mismo desprecio que sentiste por mí después que terminábamos de hacer el amor. Después que llenaba ese vacío, aparentemente, y entrabas en esos silencios. Para luego escribir uno de tus malditos cuentos que yo no entendía. Los que escuchaba sin poder articular una palabra. Tú sabías que yo era un ignorante en la materia de crear, de leer, pero recuerda que tú misma decías: "así es mejor, tú en lo tuyo y yo en lo mío"  Pero te pregunto ¿acaso alguna vez me perdonaste esa ignorancia? No, no me llevabas a tus encuentros literarios. Siempre tuve miedo de verme frente a ellos como el hombre más insignificante o que me miraran con inferioridad, por eso te dejé que andaras sola. Escondiendo a este amante que siempre te esperaba en silencio.  Callado como tú estás ahora,  ahí tendida en esa cama, donde por última vez te hago el amor. Ya no hay palabras, no hay reproche en mis ojos. Sólo la esperanza de que te quedes conmigo. ¿Te sorprendes al escucharme? Pero…  ¿alguna vez me has escuchado o pensaste en mí?  No, nunca pensaste en esos hombres que te amaron.  Nunca perdonaste a esos hombres que te poseyeron y que te pedían un hijo. No, no, decías:

 

"Las mujeres también nacimos para otras cosas. Yo, por ejemplo, nací para crear... no hijos. No soy como aquellas Penélopes que se humillan,  dicen sí a todo,  calladas esperan a sus esposos, después de largas jornadas de abandono. Tampoco soy como aquellas mujeres que tienen hijos, juegan a ser las esposas fieles, tal vez odiando en silencio o amando a otros en secreto. Yo soy también una mujer,   pienso y no me humillo. No soy como ellas: el que me quiera que me siga y me acepte como soy." Sí, con esa particularidad te seguí por años hasta que lentamente me fuiste sacando de tu vida. Me alejé de ti. Hice mi vida con otras mujeres muy distintas. Pero como tú me fui cansando. No encontré en ellas esa mujer extraña que me cautivó. No fui el único hombre en tu vida. Fueron muchos los que te amaron. Sabes lo sé por ellos,  también fueron mis amigos. Siempre te seguí y cultivé su confianza y amistad. ¡Ah, no lo sabías! Por qué no permitiste que cruzaran esa puerta que aparentemente nos abrías. Yo lo descubrí y sentí pena por ti. Te has quedado sola.  Cállate de una vez y no me digas que no estás sola. No muevas la cabeza. No me grites otra vez que no lo estás. Los libros no son compañía, la música no te puede llenar ese vacío, esa soledad que yo llevo. No me reproches que Chopin te acompañó en esos momentos en que no estaba yo u otro hombre. No me mientas con que no le temes a la soledad. Ni Mozart, ni Tchaikovski llenaron ese vacío que hay aquí dentro de mí y de cada hombre. No me digas como en otras tardes me dijiste que después de hacer el amor bastaba un buen libro y estabas en tu plenitud. No me humilles con que nunca me necesitaste para otras cosas. No me grites otra vez que sólo las mujeres dependientes del hombre pueden llevar una vida sencilla. Te odio porque nunca me pediste nada, porque nunca aceptaste mi dinero. Como nunca aceptaste la protección de los hombres. Ahora, mírame bien.  Estás ahí tendida en esa cama con cara de muerta. Me extraña que no te muevas. Me extraña que después de hacer el amor te quedes mirando el cielo raso azul, sin moverte a poner tu Marcha Fúnebre o La Polonesa. Es que ¿acaso no vibraste en mis brazos como en nuestro primer encuentro?

 

Qué rabia siento por ti. Mírame bien; voy abriendo las llaves de la estufa de gas, las ventanas las he cerrado. Estoy ahora dialogando contigo y no me has dicho nada. No te avergüenzas de tu pasado, por el contrario a todos tus amantes les has hablado de los que ya se fueron. Le has negado esa otra parte de ti. Nunca te fuiste detrás de ellos, nunca te peleaste con otra mujer por un hombre. ¿Quién te crees que eres?  ¿Quién te dijo a ti que eres diferente a las otras mujeres que son unas lloronas?  ¿Sientes el olor a gas que sale por los poros de las hornillas de la estufa? Te acuerdas de Maria Braum, ese personaje que tanto te conmovió. Claro, como otras tantas películas que te conmovieron. Pero… ¿te conmovió mi pasión o verme partir?  No estabas preparada para continuar la vida.

 

Te jugué sucio muchas veces. Jamás preguntaste nada, porque el mundo literario llenó ese vacío que arrastrabas a tus pies. Sí, con ellos podías departir, con ellos te llenabas de felicidad. No te hacían el amor, pero para mí era como si en cada uno de esos encuentros alcanzaras los orgasmos que otro hombre te daba en la cama. Cuánto tiempo los odié. Cuántas veces quise comprar un arma y ponerla a quemarropa, cuando te buscaba en esos sitios de encuentros, donde yo dizque tenía que recogerte  a la hora que dijeras. Cuánto tenemos que aguantar los hombres que amamos. Cuánto tenemos que llorar a solas para no mostrar nuestras flaquezas. No me mires así.  Quítame esa mirada de encima. No te puedo permitir que hables. No puedo dejar salir un alarido de tu garganta. Vendrán ellos a salvarte. Y qué puedo hacer al quedarme solo sin ti. 

 

Ah, tú no le tienes miedo a la muerte, ya lo sé. Sí, me lo repetiste muchas veces cuando me retabas. Yo sin poder hablar,  por qué no me ibas a perdonar. Tuve miedo a que me botaras y callaba, todo ¿para qué? Si al final lo hiciste. Hoy te logré traer aquí a mi casa despertando en ti lástima. ¿Por qué tuvo que ser así? Si hubieras venido con pla-cer, con gusto de estar unas horas conmigo. De darme lo que en otras tantas he buscado, no me vengaría de ti. Estás pálida, ya lo se. Has presentido la muerte de cerca y más sin embargo no has escapado de ella. Maldita, mil veces maldita; siempre visionas tu futuro y no huyes de él. Los dioses lo saben todo y tú poeta maldito has intuido tu final. No me vayas a repetir esa frase,  ya la dijiste una vez  "no me hables de la caída de los ídolos o de los dioses." No me hables de la muerte de Dios. Dios vive aquí conmigo. Es Dios quien me pide que termine contigo. Dios me puso en tu camino para aniquilarte, hereje. Seres como tú tienen que desaparecer del centro del universo.  Tú no puedes cambiar la historia y menos el poder que reside en los hombres.  Mujeres como tú nacieron para ser esclavas,  para depender de nosotros los hombres.  Recuerda esa costilla de la cual tú y todas las mujeres nacieron. Soy ignorante,  no tengo las palabras tuyas para decir finalmente una verdad como ésta: Las mujeres nacieron para vivir bajo nuestro brazo, para ser protegidas por nosotros los fuertes. No te rías, porque vas acrecentando la rabía que hay en mí y en todos los hombres.  Tenemos que acabar con las mujeres que piensan y hablan como tú. No puedes cambiar el curso de la historia porque somos nosotros los que la hacemos  o marcamos el curso de ella. Sientes el olor a gas. Yo siento ardor en mi garganta, ahora sí puedo creer que te estás muriendo. Mis ojos lagrimean pero no por ti, es ese olor fuerte del gas que se va regando por toda la casa.

 

¿Te acuerdas de Miguel Fernández? Tu ex-amante me dijo que soy un egoísta, que todo lo quiero para mí. Repite como un tonto tus malditas palabras. "Con sobrada razón te botó. La juzgas por sus actos, pero los hechos dicen más que las palabras." Me lo grito en la cara. Te amó como yo. También le dolió que tú lo abandonaras, te sigue recordando.  Siempre te disculpa y se echa toda la culpa diciendo que era un hombre sin experiencia, no sabía apreciar mujeres como tú y fue bastante injusto como yo. Sabes te lloró como yo te he llorado. Pero él no puede hablar por mí. Yo que gasté años de mi juventud junto a ti esperando un hijo.

 

 Todos tus ex-amantes dicen que sos muy original y repiten ese maldito estribillo tuyo "Yo no hago lo que todo el mundo hace." Eres una despectiva, no me diste lo que todas las mujeres dan a los hombres: un hijo. Qué se creen ellos, no tienen derecho de decir que eres una auténtica, y que tu derecho de mujer se tiene que respetar. Aceptar tu sofisma sobre la natalidad:

 

 "Es la única profesión del mundo donde  no se necesita patentar fórmulas, ni recibir grados ni conseguir licencias.  La mujer está lista para procrear, basta un hombre, un esperma, y un óvulo,  la máquina empieza a trabajar. No necesita pensamientos, ni filosofías, ni leyes que impongan fórmulas de fertilización ni vientres estrechos. Sólo la disposición de un hombre y de una mujer. Todo ¿para qué? Si son los niños los que vienen a sufrir, quizás sin ser deseados acarreando muchas desgracias."

 

 Ahora esas mujeres que andan con tus ex-amantes están actuando como tú. No quieren hijos, no quieren compromisos, llevan una vida alegre sin preocupaciones. No quieren nada que las ate a esos hombres o viceversa. Tienen miedo de que el amor o esa actracción se acabe entre ellos; y que un hijo, como tú dices, los aten.  Yo pienso diferente; un hijo une más a la pareja, se acaban los rencores, se deja el orgullo atrás y se piensa ya en esa nueva vida. Al que debemos darle mucho amor. Ya no se piensa por dos. No hay traiciones ni otros hombres ni mujeres de por medio. Se viviría en función de la familia.  Ahora ellos te defienden, me gritan que a los hombres como yo los despre-ciaste.

 

 Nunca me habías escuchado hablar así, ¿verdad? Qué te importa a ti que hombres como yo seamos  dominantes, que nos gustan las mujeres aunque ellas sean las que manden. Qué te importa a ti que jueguen a ser las esposa fieles y que seamos más cornudos que los mismos toros. A nosotros nos gusta creer que mandamos, que matenemos el hogar y que jugamos  a ser los hombres más fieles. ¿Por qué andas hablando por ahí de nuestras mujeres, por qué les dices probrecitas, ¿por qué?, ¿por qué? Quizás porque dependen de nosotros los fuertes. ¿Por qué dices que  carecen de ética? Tú no sabes la terminología de esa palabra para que la tengas en tu léxico, porque ellas sí tienen respeto por el cuerpo, por las ideas y el pensamiento. Aman, quedan embarazadas, les gusta que les hagamos el amor y permanecen al lado de sus maridos. Ellas están acompañadas y las llamamos señoras. ¿Por qué te has tapado los oídos? Antes no me escuchabas, ahora te obligo a que conozcas mis ideas. Te grito y gritaré a todos los hombres que mantengan el control de la relación. Somos los hombres los que llevamos el mando, trabajamos y velamos por la familia.  Espera, no te levantes, no he terminado. ¿Qué haces? ¡No  prendas ese fósforo, no es hora de que mueraaaaaaaassssss…!

FANTASIAS

 

              

Hay que profesar la soledad para

no dañar a los otros ...

Jesús I. Callejas

 

 La zona estaba dividida en secciones. En cada una de estas había animales o personas. Estaban puestos ahí con mucho cuidado. Yo tenía en cuenta la raza y la especie.  Cada sección estaba enumerada. En el Cuarto Dos, por ejemplo, habían diminutos animales. Se tuvo la precaución de que la habitación fuera suficientemente hermética. No quería que escaparan por un orificio. Las hormigas son bastante astutas como para dejarse aprisionar. Yo había gastado bastante tiempo y esfuerzo para atraparlas. Son muy escurridizas. Las más fáciles de encerrar fueron las personas. En esta sección tenía montones de ellas. Estaban estrechas. Ya empezaban a molestarme. Quería abrir una sucursal, porque allí ya no podían moverse. Los prisioneros dormían de pie o muchas veces unos sobre otros. Formaban pilas que llegaban  al techo. Cambiaban de posición según acuerdo mutuo. A muchos  los había dejado fuera porque eran rollizos. Ocupaban demasido espacio, cosa que me obligaba a dejarlos ir. Pero viéndolo bien, eran los que más me vigiliban. Así que decidí abrir la sección Cinco al Cuadrado.

 

 La sección Tres B contenía los ratones. Por su color y raza, estaban divididos por una pared. Eran muy ágiles. Así que inventé la forma de ser más rápida que ellos. No quería que escaparan de mis garras. No es fácil atrapar a un roedor veloz en esta época del año. De los lagartijos habían muy pocos en la sección Uno C. Cuidaba de ellos como de un bebé. Eran muy escasos. No me perseguía tan constantemente como los otros. Me gustaba atrapar a los sapos y a las ranas que saltaban sobre las cabezas de los niños, se aprovechaban de ellos  porque eran indefensos. No sabían los mecanismos para combatirlos. De ellos yo era responsable. Ya no volverían a molestar. Tenía cuidado de que ninguno escapara. Así los chicos podrían vivir tranquilos. Ni aun el “Sapo Cuenta Su Vida” escapó de mí. A los conejos les cortaba las orejas, a las tortugas las echaba al pozo para que vivieran tranquilas. Ya no podían moverse libremente. Yo me encargaba de vigilarlos día y noche. Hago lo mismo que ellos hicieron conmigo: fastidiarme, vigilarme.

 

 Ellos me obligaron a que fuera su carcelero. Todo empezó esa semana de abril que vi pasar sombras por el postigo. Ese día miré tantas veces para el mismo lugar. Alguien me observaba, se desplazaba rápidamente cuando avistaba por el vitral de la puerta. Regresaba de nuevo a mi trabajo. De vez en cuando miraba de nuevo para el mismo lugar. La silueta se escondía velozmente cuando mis ojos se posaban en ella. Corría hacia la puerta; la abría de golpe. Me asomaba al pasillo, no había nadie. Esa situación se iba repitiendo continuamente. Ya estaba cansada. Empecé a practicar cómo se debe mirar por el rabillo del ojo. No estaba acostumbrada a hacerlo. Cosa muy sencilla cuando se adquiere destreza. Los días fueron pasando. Estaba feliz. Había aprendido a dominar un órgano más de mi cuerpo.

 

 Encantada por este descubrimiento empecé a usarlo. Cuando viajaba en los trenes linceaba por el rabillo del ojo. Imaginaba cosas que nunca en realidad sucedían, como por ejemplo: por los ojos de una señora alta, rubia, brotaban sapos, lagartijo o culebras. O por el señor serio de cuyas manos salían arañas, o alacranes. Caminaban por todo su cuerpo.  Yo soltaba una gran carcajada y los contaba uno a uno. Me divertía con ese juego. Pero no quería acostumbrarme a él, porque empezaba a atrapar a los animales y echarlos en las bolsas plásticas que llevaba conmigo. Después decidí dejarlo cuando tomé en serio el caso de la niñita de bucles de oro, simpática: pensé que de sus crespos rubios salían gusanos peludos, negros y verdes. Son feos y cuando pican producen fiebre muy alta. Me causaba terror verlos como se movían lentamente hacias sus ojos y a la boca. De repente me levanté, y periódico, en mano comencé a golpearlos. Trataba de sacarlos de su carita. La gente no entendió mi gesto. Decían que yo maltrataba a los nenés. Yo juraba que, si no era por mí, esos animales la matarían.

 

 Esa misma noche del martes, en el baño de  mi casa, vi por el rabillo de mi ojo que un ratón saltaba al balde de mamá Leonor. De repente me molestó. Cómo era posible que un ratón estuviera cerca de mí. Asomé mi cara al balde con mucho cuidado de que no saltara a mi cara, pero no había nada. No presté atención a este hecho, continué bañándome y luego me fui a dormir. Esa misma semana, el viernes en la tarde, salí de mi trabajo y junto con unos amigos entramos a un restaurante muy elegante del bajo Manhattan: queríamos comer algo. Cómo me gusta sentarme al lado de la ventana, para mirar afuera y adentro del lugar, escogí la silla indicada. Podía verlo todo. Estábamos hablando y de pronto por el rabillo del ojo vi que, en una de las mesas, un señor tenía en su plato una rana viva. Me levanté precipitadamente y avancé a la mesa. Miraba fijamente al señor y después al plato. Me lancé sobre el animal y lo atrapé. Lo eché en la bolsa plástica que cargaba conmigo para ponerlo en su respectiva sección. Allí debía de estar. El señor se levantó furioso y me insultó. Vino el mesero y me botó como un perro.

 

 Desde ese día me prometí que iría a ver a un oculista. Necesitaba algo para corregir esta visión deformante de los objetos. El médico escuchó toda mi historia y me examinó. No me recetó absolutamente nada, cosa que no me gustó. Mis ojos, según él, estaban en perfectas condiciones. Hasta me felicitó. Continué trabajando y viajando en los trenes. Prometí no mirar a nadie en el metro, menos a los chiquillos. Estos siempre me atraían. Así que cada vez que se abrían sus puertas yo cerraba los ojos, rogaba a Dios que no me permitiese abrirlos. Ya era bueno lo que había pasado. Este era un truco de mago. Aunque era yo la que veía a estos monstruos, según decía la gente. Ellos no veían nada. Pero yo sé que lo niegan porque son ellos los que conspiran en mi contra.

 

 Así me la pasaba entre rezos y gestos.  A veces alzaba la voz y las personas me llamaban la atención. No me dejaban en paz. Decidí entonces quitarlas de mi camino. Cada vez que me molestaban las quedaba mirando fijamente. Trataba de recordar sus rostros. Después las perseguía hasta cazarlas. Las metía en las bolsas y las llevaba a la Sección Cinco. De regreso en el tren me encontraba con algún pequeño cerraba los ojos para no verlo, pero la tentación me dominaba. Los abría de nuevo y me quedaba mirándolo. De repente aparecían los malditos sapos. El niño gritaba y yo corría en su auxilio. Muchas veces la policía me atrapó. La gente me señalaba, me llamaba "la loca de las bolsas". Yo era muy conocida en todos los trenes. Me acusaban de quererme robar a la muchachita. ¿Para qué? ¡Si yo las quiero mucho, por ellas daría mi vida! ¡No ves que todos se ríen de mí! Hasta los médicos. He tratado de probarles que estoy bien. Qué sólo quiero protegerlos de los animales. Los he llevado a mi casa. Les he mostrado las secciones en que los tengo prisioneros. Así que son ellos los que me recomiendan ver a un doctor, dizque para poner mis imágenes y pensamientos en orden. Yo me pregunto: ¿En qué orden? Para qué ir donde médicos si ya me han dicho: "Tú estás consciente de lo que te pasa. Así que contrólate. Estate quieta. Tómate esta pastilla." Esas píldoras me producen sólo sueño.

 

 Yo no entendía el por qué la gente en el metro no se sentaba junto a mí. Entraban a prisa por ocupar las sillas vacías, pero cuando me veían se retiraban asustados, se alejaban no importando cuál lleno estaban los otros vagones. Entre dientes me llamaban "la mujer de las bolsas". No disimulaban su contrariedad. A veces me levantaba furiosa, les gritaba. Quería probarles que también, como ellos, pagaba mi pasaje. Que también era una mujer trabajadora. Que me bañaba todos los días. Les preguntaba el por qué huían de mí. Si sólo les hacía un favor quitándoles esos animales que caminan sobre sus cuerpos. Son ustedes los que me vigilan, los que me siguen. Me miraban a hurtadillas. En los ojos de algunos había rabia, en otros había miedo. Entonces, yo me sentía sola y humillada. Regresaba a mi silla y comenzaba a reír de ver cómo de sus bocas salían conejos o tortugas. En alta voz les decía que esos animales no eran peligrosos, aunque esos cobardes empezaban a saltar del terror. Yo no los ayudaría así como ellos me desprecian. Hablaba fuerte, como si mi pecho se fuera a desgarrar. Al final, se salían del tren, aprovechando cualquier parada en la estación. Quedaba sola en ese largo y metálico vagón.

 

 Me prometí corregir mis defectos. No molestaría a nadie. Conseguí una caja metálica totalmente hermética, con la que viajaba en los trenes. Me la pasaba recogiendo estos animales. Perdone, señora, de su boca sale un lagarto, ¿me permite? Lo cogía y los echaba a la caja, la cual cerraba rápido. Muchas veces recibí golpes. La gente se disgustaba por querer yo hacerles un favor. Me gritaban, me insultaban. Creían que los iba a golpear cuando trataba de arrancar el animal de sus ropas, o de atrapar el sapo que empezaba a saltar por las cabezas y pies de ellos. Esa tarde en que sentada en la banca de un parque, frente a mí había una chiquilla a la que perseguía un sapo. Fui apaleada. Me gritaban: "¡Abusadora, ladrona"; me acusaban de robarme la niña. ¡Qué tarde tan triste! Me fui a llorar a la orilla del mar. Esa misma noche vi los alcaravanes pasar cerca de mí. Me persiguieron hasta mi casa. Montaron guardia toda la noche. Yo los miraba tras la cortina. Ellos no me veían. Al día siguiente estaban ahí mismito, parados, como si yo les guardara  algo. Esto era demasiado. Restregaba mis ojos para ver si estaba viendo alucinaciones, pero allí estaban. No podía esperar más, algo tenía que suceder para salvarme de esta persecución.

 

 Debía alejarme de los fantasmas que me perseguían. Conseguí unos lentes tridimensionales. El vendedor me aconsejó los mejores; según él yo no era de este planeta. Y esta atmósfera me hacía daño. En los primeros días me divertía. La gente me miraba y yo les sonreía. Los había vencido. Ya yo los vigilaba. No podían verme como yo a ellos. Me fui acostumbrando a estas gafas de tal manera que ya todo me era familiar. Comencé a ver las imágenes soñadas. Animales que caminaban como personas y viceversa. Dejé de usarlos. No quería otra imagen nueva. Bastante había tenido con los animales arrojados por la boca, conejos saliendo por los oídos, ratones saltando en los baldes. Cosas que sólo  veía por el rabillo del ojo. Como desheché estos anteojos traté de hallar otro estilo de lentes, no quería seguir viviendo ratos desagradables.  Los espejuelos que obtuve eran bastante buenos. Cubrían mis ojos completamente y hasta los alrededores. Así que ni aire entraba por ellos. Fui venciendo mis visiones ópticas hasta que todo fue siendo muy normal. Desanimada me fui a casa, ya no quería salir de allí. ¿Para qué?

 

 El día que tomé la decisión de quedarme, me acosté y cerré los ojos. Quería dormir o morir, las dos cosas daban lo mismo. Así no molestaría a nadie, ni ellos a mí, pero ni en el sueño me dejaban tranquila. Vi cómo todos los animales y personas caían desaforadamente sobre el cuerpecito de un infante.  La despedazaban. Saltaban de su cabeza a los pies. No había espacio en su cuerpo en que no estuvieran estos extraños animales. Yo gritaba y saltaba pero algo no me permitía llegar hasta ella. Quería reventar. Cerraba los ojos para no ver lo horrendo y criminal de estos animales, cómo devoraban su carne. Yo sudaba, me revolcaba. Y un ¡NOOOOO! salía de mis labios. Repetía sin parar: "Los tengo que matar."

 

 Abrí los ojos, desperté. Allí estaba todos a mi alrededor. Habían escapado de sus prisiones. Ahora ellos me conminaban. Me tomaron de la mano y me llevaron hasta donde yacía la niña. Las hormigas caminaban por encima de su cuerpo. No se movía. Empecé a quitárselas. Eran horrendas. Saltaban sobre mi cuerpo, caminaban sobre mi cabeza. Me cubrían el rostro, cosquilleaban en mi piel. Me halaban el pelo. Yo las golpeaba. Ellos, los humanos, me miraban y decían que yo me castigaba por el crimen cometido. ¿Soy yo acaso hormiga, sapo, lagartijo, araña, alacrán o gusano para devorar a la niña? No ven que se las estoy quitando de su cuerpo. Y ahora están devorando mi piel.

ME LLAMAN MARIA

 

 

Soy un ser, el más vil de este mundo, recordando tu figura, tu cuerpo. Deseando que vuelva a suceder ese encuentro. Sentado frente a este mostrador escribo para ti. Tengo un vaso de cerveza a mi lado izquierdo y a mi lado derecho otros seres que, como yo, te recuerdan. Insisten mis ojos en mirar hacia atrás con las mismas ansias de verte entrar por esa puerta. Son las once de la noche y hasta ahora no llegas. Escribo tus recuerdos:

 

“tus ojos vivaces diminutos me desnudan todas las noches; digo: me desnudaron esa noche, aquella noche tuya y mía. Tu pelo ondulado rojizo caía despreocupadamente sobre tu rostro, sobre tus hombros y yo lo iba quitando lentamente de tu cara para irte descubriendo y de pronto te me escondes en esa nube que se acrecienta entre los dos. Tu risa lasciva y tus dientes hambrientos me dicen de otra noche más que deseas a mi lado. Y yo como, un tonto, vengo a este bar con el anhelo de verte reaparecer por esa ancha puerta...”

 

“Esta noche es mi última noche

amar, amar es morir

renacer al amanecer

encuentro de ese alimento

amar a cada instante

para seguir muriendo”.

 

Me estremezco al escribir tus palabras. Laten en mi cerebro. Escucho tu voz que me llama a cada rato. Abro los ojos y ya no estás. Me pregunto: ¿Por qué no llegas? Estoy aquí para que tú mueras en ese momento. Tomo el vaso de cerveza, bebo viéndote tras él pero... después de un pestañeo desapareces...

 

¿Por qué esta obsesión de encontrarte, por qué ese deseo que recorre mi cuerpo? Sé que tengo sangre caliente como tú pero... Pongo el vaso de cerveza sobre la mesa. Obsesionado como estoy escribo:

 

“Ayer fuiste mía, compartimos

un ínfimo instante de este siglo

hoy obsesionado pienso

¿dónde estás espiando mis pasos?

¿dónde estás espiando mi búsqueda?”

 

La música suena y la gente danza despreocupada mientras yo como un desesperado olvido danzar como ellos. Pienso en esa noche. Las imágenes se aglutinan en mi mente: figuras, movimientos, gritos, transpiración, agitación y ese grito de éxtasis cae pesadamente en el vacío. No puede ser. No debo hacerlo. No debo danzar; sé que en cualquier momento entrarás por esa puerta, para eso estoy aquí esperando ese encuentro, cuidando que otros no lleguen ante ti, te tomen del brazo, te apremien con sus atenciones y vuelvas a desaparecer.

 

He quedado prendado de ti. Escribo. Tú te has alejado, sin darte cuenta me humillas. Quisiera que leyeras mis angustias, mi pasión desbordada día a día. Quiero beber de tu cuerpo. Quiero alimentarme de ti. Estoy muerto sin morir. Te espero...

 

Ahora danzan la danza de la muerte. Las mujeres bailan histéricas. Los hombres se apasionan. Los excitan con sus movimientos, con el mover de sus senos, con sus caderas que se unen junto a ellos, mientras yo impávido los miro.

 

"Estoy muerto...

Esta es la única verdad.

Estoy como una tumba

cadáver que necesita de ti

para despertar ... “

 

Dos hombres entran en el recinto miran a la barra, indiferentes hablan con una mesera. Me observan. Ella me mira de pies a cabeza. Necesito escapar. Tengo que huir. Reparan mi vestimenta. Soy un guiñapo. Un paria perdido en el universo. Se acercan, hurgan en sus bolsillos. Me estremezco. Son ellos los culpables de que ella no esté aquí. Están muy bien trajeados. Hay elegancia en el caminar. Acelero mis pasos dejando mi libreta de apuntes sobre el mostrador. Tengo miedo. Trato de ganar tiempo. Huyo. Llego al baño pero una blanca mano fina de vellos largos y negros se me adelanta, toma el mango de la manija de la puerta y me abre muy galante. Me sonríe mientras, impávido, sin poder articular palabra, lo miro. Me toma de la mano. Me da un apretón, siento que algo se desliza entre las mías. Tiemblo. Entro corriendo al baño. Abro el diminuto papel, leo:

Búscame si quieres, pero no aquí.

Vete a otro bar. Te espero.

 

Salgo enardecido. Veo tu sombra. Tus piernas se contornean ante mí como esa noche. Ebrio de ti estoy. Tomo mi libreta de apuntes. Salgo detrás de ti que como sombra guías mis pasos. Siento tu perfume. Tu olor a mujer deseando un amante. Los hombres me siguen en una limosina negra. Los veo cerca de mí. Sí, son los mismos que me dieron tu mensaje. Voy de bar en bar. Me apasiono. Eres mía porque en cualquier instante nos encontraremos. La noche se va. El día nace y sigo bebiendo a tu nombre. Te llaman María.

 

El encuentro entre tú y yo está próximo. Releo lo ya escrito. La carta está casi por terminar. Los días están contados para los dos. Moriremos cuando nazca el día. La noche es mi compañera. La música, el olor a cigarillo y el humo son mis amantes. El vino yace en el mostrador al igual que mi libreta. Las meseras me acompañan en el beber. Brindamos por ti. Por la noche que se va y por ese furtivo encuentro. No hay tiempo para ellas. Tú estás en todas partes. Has bebido mi vida. Has hurgado entre la muerte como parásito que nos alimenta a los dos.

 

Cuando llegue esta carta a tus manos espero que yo estaré gozando de ti porque estás aquí dentro de mis pantalones, me acaricias mi cuerpo, mis piernas.

 

Oh, alma mía, parte de mi ser sigue amándome como esa noche, sigue bebiendo de este cadáver que ya no puede sostenerse en sus piernas. Cuando llegues a mi tumba haz lo mismo que aquella noche por favor...

 

He deshojado otra hoja de calendario. Otro mes que muere y mayo con su primavera entra. Han muerto tres meses y sigo buscando tu presencia entre bar y bar. ¿O acaso nunca has existido? Fue que te inventé. Afuera está la limosina esperando por mí. Sus puertas abiertas esperan que yo vaya al encuentro con María. Voy paso a paso. Mi libreta de apuntes me sigue a todas partes. Las meseras me observan calladamente. El bar está casi solo. No hay testigos. Las lágrimas corren por mis mejillas. Acelero el paso y de un salto entro en ella. Los hombres me abrazan. Me dan una bolsa. La abro ligeramente, ahí están mis trajes. Los mismos de aquellas noches. Hoy mayo 15, en tacones y con el traje entallado, mostrando mis curvas, camino por las calles y los bulevares. Me llaman María.

EL LENTE

 

 

Te vi entrar y sonreí.

 

Recogí el lente. La Marcha Fúnebre sonaba al fondo del cuarto. Mi cuerpo sintió alivio. Ya sabía de memoria que irías a tu dormitorio. Te desnudarías frente a esta ventana, de lado del inmenso espejo que mudo te miraba. Mis ojos semicerrados te observaban a través del diminuto vidrio que agigantaba tu cuerpo. Fui repasando uno a uno tus movimientos. Los sabía de memoria. En la cocina mi mujer tarearea la notas del piano que caen con fuerza en mi habitación.

           

Vas dejando caer tu blusa blanca, con encajes en el cuello y en las mangas, a tus pies. Tu falda de cuadros café y tus enaguas de seda con una flor en el seno izquierdo han caído junto a los míos. Me estremezco. Las miro con mis ojos amplificados mientras te vas quitando el corpiño y me olvido de ellos porque ya has empezado tu ritual, como siempre. Pasaste tus manos  mis manos-  por tus senos tiernos. Me sonreiste, te sonreí. Dijiste algo que no alcancé a escuchar por que ya estabas moviendo tus manos. Pann paan pann paann paann paaannn, repicaba el sonido de la marcha en mi cerebro; paso a paso te ibas acercando a mí. Tu tórax esbelto llegaba a mis ojos hasta que  me  centraba en el pezón rosado, contaba tus lunares y lentamente te ibas alejando de mi cuerpo hasta posarme en otra parte del tuyo; tu ombligo, espacio de semillas muertas, ers árida tierra que inexplorable te me das impávida. Entonces te vi de cuerpo entero, sonreías con la misma sonrisa de mi mujer. Moviste el cuerpo como el mío que, lento, se movía con el tuyo.

 

Mi mujer abrió la puerta y me sonrió. Me miró con los mismos ojos tuyos que lentamente se fueron agrandando hasta poner tus caderas en los míos; afiebrado por tocarte deslizaba mi lente manos palpando lento cada espacio de tu mar muerto. Mis ojos se achicaban cada vez que pasaba por tu boca relamida. Vi tu pubis sonrosado a través de los cristales; te abrías lenta a mí. Mi mujer se recostó en la cama. Y, tú, rozando mi piel te fuiste alejando hasta que enfoqué otra parte de ti. Tu pelo maraña oscura, bosque fresco, aroma de tierra que se abre para yo gozar en ti; ya volvías rozándome y la saliva obstruía mi garganta; no cesabas de agitarte. Mi mujer me miró y me sonrió: ¿Qué haces?" Respiré hondo. Hice un esfuerzo por controlarme, ya ibas engrandeciéndote de nuevo. Tus músculos aglutinados firmes se contorneaban a cada gesto mío. Tus caderas llegaban a mis ojos; respondía a tus movimientos.

 

Arriba el cielo plomo caía pesadamente sobre nosotros. Y tú sentaba desnuda en el ventanal hacías tu rito.  "La tarde está fría", dijo mi mujer. Tus lunares crecieron a través del lente y los podía contar. Ibas pasando las manos por tu cuerpo y yo viéndote jugar sin poder decirte una palabra. Mi mujer me llamó de nuevo. "Aquí estás mejor", me dijo.

 

Me levanto del sillón. Te miro con los ojos de mi mujer. Sonríes, y voy repasando las palabras buenas tardes de aquella tarde cuando salí de casa para verte llegar. Subimos juntos el ascensor. Mis nervios estaban incontrolables. Otras personas nos acompañaban. No te pude hablar. Mi respiración acelerada contaba nerviosamente los pisos, uno, dos, tres, cuatro, hasta llegar al octavo. La puerta se abrió; ya para ese entonces estábamos tú y yo. Saliste sin decirme adiós. Cómo si nunca nos hubiéramos visto. ¿O acaso me  ignoraste? Te  seguí. Caminabas lento, me llamabas con el ritmo de tus caderas. No dijiste nada pero dejaste la puerta abierta. Te odié. Mas sin embargo, abrí la puerta; ahí estabas haciendo tu juego. Suavecito entré y sin que me oyeras saqué mi lente que enfocó tu cuerpo. Me miraste de nuevo, ya te movías como siempre. Te recostabas en la ventana. Abrías tus piernas poniendo tus rodillas juntos a tus senos mientras te ibas abrazando y acariciando, e ibas dejando que mis segundos ojos cristales pasarán por todas las partes de tu cuerpo. Tu bulba cálida se abría y se cerraba ante mis ojos y tú moviéndote. Relamiendo tus labios ausculté tu vagina caliente que se convulsionaba ante el cristal que la rozaba suavemente hasta llegar al éxtasis. Tus poros se abrían y mis ojos crecían en admiración por tu cuerpo. Esa tarde te amé a través de mi lente. No dijiste nada. Pero sé que me esperas cada atardecer.

 

Salí alegre. Al otro día regresaría. Caminé por las calles del Boulevard, mi mujer tal vez me esperaría a esta misma hora en casa. Vuelvo los ojos hacia ti mujer, que me llamas incesante acostada en el piso. Te miré con rabia ¿qué quieres ahora?

 

Nada, acaba de una vez que me has lastimado con los binoculares. Cierra la ventana  dijo.

 

Sonreí.  La Marcha Fúnebre había terminado.

 

Hace frío -dije.

 

La mujer del frente cerró la ventana.

EL RETRATO

 

  

Fue esa vez en la playa cuando te conocí. Llevabas una camiseta blanca que te llegaba a las rodillas. Primero, pensé que eras una chica jovial. Después pensé que eras un hombre jovial. Me acerqué a ti para verte mejor, pero mis ojos se nublaron. Los cerré de nuevo. Me llevé las manos a mis ojos para quitarme esa nube que opacaba mi mirar y ya tú habías desaparecido. Desde entonces, voy de playa en playa buscando tu rostro. Años después en una barra en Ocean Drive volví a ver tu rostro. La cerveza que ingería en ese momento me ahogó, quizás por la sorpresa de volverte a ver. Quise de nuevo acercarme a ti pero una mano de mujer me acarició el rostro exigiéndome que no me fuera de su lado. Quizás ella descubrió ese embrujo que tú emanabas en mi pensamiento. De nuevo volví a perderte. Esa noche me emborraché, odié a esa mujer, me odié a mí mismo por ser un paria débil. Desde esa noche empecé a buscarte otra vez por los bares, te busqué en las playas cercanas a Miami, Biscayne, Miami Beach, Isles Beaches. No te encontré. Tuve que empezar a dibujarte. Usé los lienzos más costosos, los colores más sutiles. Por fin tu rostro se fue plasmando en el lienzo. Te fuiste convirtiendo en la mujer alta de pelo negro, piel aceitunada, ojos rasgados negros. Tus senos diminutos, tiernos, tu boca pequeña, tus cejas pobladas y tus pestañas largas y espesas como los oscuros bosque de primavera. Ya real en el lienzo empecé a buscar galerías donde exhibir mi cuadro. Juré que así podría encontrarte. Mi cuadro llamaba la antención por sus colores, por tus ojos vivos, por tu piel tersa. Me preguntaban quién era la modelo, dónde la podían encontrar para que fuera su inspiración. Pero no supe responder. Entonces fui inventando nombres, lugares donde vivías, a veces me excusaba de darles muy pocos datos, disculpas: que te fuiste a un país lejano, que te fuiste a estudiar al extranjero; fueron tantas las mentiras inventadas que al final también yo me las creí. Pasé por muchos miedos, el terror que alguien te conociera y te llevara a mi exposición, a que te vieras allí en ese cuadro y huyeras de mí. Hubo un intruso que me propuso comprármelo. Temblé del miedo a que te llevara y no estuvieras más frente a mi cama. Sentí rabia por el agente que promocionaba mi obra, me regañaba por la suma que había impuesto al que quisiera comprarte. Por eso elevaba su precio. Lo exhibía por ti, para que llegaras solita a verte dibujada, a que te reconocieras en él, pero no llegabas. Se acercaron, sí, muchas mujeres que me ofrecían su cuerpo para que las pintara de igual manera. Sentí rabia. Hubo alguien que quiso robarte de mi cuarto. Las mujeres juraban que tú las mirabas a regañadientes cuando hacían el amor conmigo. Por eso preferían la noche, la oscuridad para que ellas no te vieran cuando tu nos observabas desde el cuadro. Otras, medio descubrían su cuerpo. Pero aquélla que te saco de mi cuarto, se atrevió a desafiarte, un día se desnudó frente a ti, te tocó los senos y fue repasando cada uno de tus gestos; lamía tus manos, besaba tus labios rojos, besaba tu pelo y lentamente te descolgó de allí, de tu espacio. Fue saliendo contigo hacia otro dormitorio. Por primera vez veo que te transformas, que tus ojos cambian de expresión, brillan más intensamente. Y yo voy perdiendo esta calma, esta posibilidad que tengo esperando que llegues hasta mí. Me doy cuenta que te estás alejando. Corro, grito: No, por favor, regrésala a mi cuarto. No te atrevas a ponerla afuera. Algo que yo había jurado: jamás haría el amor en mi cama con otra mujer frente a ti. Para eso mi casa era grande y gozaba de muchos cuartos espaciosos. Pero no fue así, tú saliste de allí recobrando la vida que habías negado vivir conmigo.

VIVOS PARA SIEMPRE

 

 

                   Los hombres fuimos creados para

                  atormentarnos los unos a los otros.

                              Fedor Dostoievski

 

 

Fue el 16 de mayo de 1987 cuando vi por primera vez a mi hijo muerto. Juan Carlos está tendido en una cama con una lesión cerebral definitiva e irrevisible. Desde entonces no duermo. Estoy enferma, agotada y sin saber a quién recurrir. Han pasado días, meses, años y quizás siglos y él sigue ahí tendido en la misma posición. Lo miro y no entiendo por qué a veces él llora. Solamente mueve los ojos para decirme tal vez su dolor que yo, su madre, no puedo remediar. A veces en contadas ocasiones, su cuerpo se estira para volverse a encoger segundos después. Lo cambio de posición cada dos horas de día y de noche. Estoy sola, completamente sola. He aprendido a ser una buena enfermera e incluso hago el papel de neurólogo porque no tengo dinero con qué pagar las visitas médicas ni dejarlo en un hospital. Todo lo he vendido.

 

Todo se ha ido. He perdido al padre de mi hijo, médico también. Agotó seis meses de su vida junto a Juan Carlos con la esperanza de su recuperación. Una mañana salió para no volver. Tres meses después muere mi hijo mayor en un accidente. Y más tarde, mi única hija se va con su esposo a vivir a los Estados Unidos.

 

Pero yo estoy aquí peleando con la muerte, batallando contigo. Dándote vida día y noche. Qué importa que la flebitis recorra mis piernas. Qué importa que mi salud se quebrante. Si sos tú, Juan Carlos, quien debe vivir. Tu padre se negó a desconectar los tubos que te mantienen vivo. Hoy soy yo, cansada, enferna quien se niega a arrancarlos de ti. Ayer te celebramos tu cumpleaños. Te compramos un bizcocho con velitas y te cantamos "feliz cumpleaños", tu tía Jacinta, su marido y yo. Ellos te quieren. Todos los domingos vienen a ayudarme. Te bañamos. Te vestimos con los mejores trajes y te ponemos la radio para que escuches la música y en la tarde escuchamos juntos el partido de fútbol de Millonarios. El ¡gooolll! te lo canto, te repito el ¡gooolll! Te cuento que tu equipo favorito, Millonarios, está primero frente a otros equipos, va ganando, que ha vuelto a ganar.

 

Juan Carlos, ahora te estoy rezando la novena. Pido a Dios por tu salud mientras la mía se va deteriorando. Temo por ti. ¿Quién te cuidará? Juan Carlos, yo no creo en Dios. He esperado que te volviera a la normalidad. He esperado tanto para que vuelvas a ser aquel joven guapo que una vez asistió a la universidad. El está sordo a mi lamento. Ciego a mi dolor y a tu inmovilidad. Te mira desde esa cruz que está encima de tu cabecera, indiferente a tus lágrimas. Otra Navidad que se acerca. Otro pesebre que te estoy haciendo. Lo hago inclinado como una montaña frente a tus ojos para que lo puedas ver y oír las novenas que rezo al niño Jesús. Ahora sí entiendo tus lágrimas. Ahora comprendo todo. No punzes corazón. Tengo que cambiar a mi hijo. Mis manos enflaquecidas tiemblan. Dios, dame fuerzas.

 

Hijo, hijo, no puedo. Miro la cruz. Te imploro, Señor. Deja a un lado tu ceguera. Ten piedad de mi hijo. Si muero ¿qué va a ser de él? Nuestro final se aproxima. Dime, Juan Carlos, con un gesto, con una lágrima, con el movimiento de tus ojos, si desconecto estos tubos que te han engañado. Tenemos que decidir la muerte. Ya no vives intensamente. Sí, hijo, ya entiendo, sigue moviendo tus ojitos. Ya los estoy quitando de tu cuerpo. No te levantes. Cristo, detenlo. Se va al pesebre, se acuesta en el pajar.

 

Yo me voy colocando esos tubos que por tanto tiempo te inmovilizaron. Ahora estamos vivos y para siempre.

LUIS

 

 

 

He descansado de ti dije al despertar: Todo era nuevo. Abri mis ojos despacito palpando cada poro de la blanca pared de este cuarto luminoso. Sé que no puedo hablar. Miro la estancia y un calorcito de verano camina por mi cuerpo. Tú al otro lado, sentada cerca de mi cabecera, me acaricias el cabello arrugado por el tiempo. Veo en tu rostro la tristeza que invade mi cuerpo, cojo tu mano y la beso. Levanto la mía y de un manotazo limpio mis lágrimas que bajan lentamente por mi rostro. Ayer era distinto. Sentado en mi pequeña cama te vi pasar por encima de mi cuerpo, huías de él, como yo ahora huyo de ti. Gritaste pidiendo ayuda; quién te iba a socorrer si yo era un niño, siempre cerré los ojos, tapé mis oídos para no escuchar tu jadeo, tu dolor agudo mientras él como un toro te embestía. Lo odié siempre. Ahora en mis momentos de luz me acuerdo, es lo mismo que me pasa a mí cuando estoy frente a ti, Esther, y siento el frío, el miedo corre por mis venas, y Amanda pasa por mi cuarto gritando, escucho su quejidos silenciosos, su mirar triste, y ya no estás, Esther. Te vas de mí como yo me voy separando de este mundo, costra de mis pecados de mi deseo por la carne, que cosquillea por todas partes sin yo poder evitarlo. Ayer fue distinto, dijo mi padre cuando me llevó a conocerte. Ya Amanda estaba muerta, yo con mis 14 años, te vi hermosa y guapa como las fotografías de mi madre. Te paseabas por las calles anchas de esta ciudad. Te conocí justamente en esa edad donde soñamos amar y ser amados. Mi brazo sigue moviéndose lento como los años que pasaron sin saber disfrutar de ti. Siento en la espalda un dolor agudo. Giro mi cabeza  y ya no estás, Esther. Busco a tientas con mi mano el timbre, llamo con urgencia a la enfermera, necesito levantarme e ir al baño. Lúcidamente reconozco la habiatación, ya sé donde me han traido; como siempre, no estoy en casa. Hago un esfuerzo para llamar a Amanda, pero de mi voz salen sólo sonidos que no logro entender. Sin esperar trato de levantarme. Amanda ha gritado de nuevo, el viejo la sigue por todas partes, la maltrata, llama a mamá que no llegará. El tiempo se la llevó. Te miro de nuevo cual largo y joven estás ahí tendido, esperando que Esther venga a verte, tú ya sabes que no volverá, que se ha ido y te ha dejado otra vez con el viejo. Aunque no te muevas, no hables ni digas una palabra; el viejo no te va a perdonar. ¿Por qué te odia tanto? ¿Acaso no es lo mismo que Amanda sufrió? Te busco, Amanda; hermana estoy solo en este mundo como tú lo estuviste, deseo que vengas por mí. Siento miedo, mucho miedo. No tengo tu fuerza como para morir. Esther, donde estés me recordarás, sé que me amaste. Aunque el viejo te odie.Volviste una tarde en que no escampaba. Tu recuerdo, tu silueta, me volvió a la vida, ¿fue casualidad? Pude recordar quién era, mi nombre salió apretujado, como si me doliera hablar. Me llamo Luis, ¿y tú? Ya recuerdo, sí, dijiste Esher, la de los ojos negros, el pelo castaño, y la mirada dulce. Fue tu llegada muy festejada. Decían que me devolviste la calma. Será posible que eso sea cierto. Tú lo sabes.

 

Dime qué pasa después que te veo desnuda. ¿Por qué no vuelvo a recordar?  Siento que mi mente se queda en blanco, camino por las calles sin dormir ni comer. Sólo a mi memoria llega Amanda y el viejo detrás de ella. Jadeante como cuando  entro en ti y ahí termina la cosa. Ya llega Amanda a invadir mis ojos, mis oídos, mis labios y mi cuerpo. No te muevas cuerpo, que estás hecho trizas, te veo desde aquí; es poco el tiempo que te queda, esperar que el viejo llegue, sabes que llegará. Todo está dicho. A estas horas debe de saber por los policías, los bomberos y los médicos qué ha sucedido. Sólo esperas que el viejo llegue, habrá tiempo para todo. Ah, Esther, sí vivimos tiempos aglutinados. Lo supiste desde el mismo día que me conociste. Mis ojos como los tuyos hablaron, para qué las palabras, para qué llevar promesas al vacío. Te estoy observando cuerpo, estás intranquilo, te mueves como si Esther estuviera sobre ti jugando con tu cuerpo, no te muevas que tus huesos están rotos, tu cabeza vendada, roja, palpita como vientre de madre lista a parir. Cálmate, reposa. Yo ya no siento dolores, basta la caída al vacío, te precipistas al abismo de un único golpe sin que alguien pueda detenerte. Tú corazón se desprendió rápido, Esther, gritaba que quería salvarse, que no quería morir, que me amaba lo suficiente para defender ese amor. Qué importaba ya si el recuerdo de Amanda estaba latente, si te penetré y te sentí palpitar, jadeabas como Amanda, gemías de placer como un perro. Y, Amanda... No puedo contenerme, ya no necesito esta maldita camisa de fuerza como en otros tiempos en que la llevaba sin recordar quién era. Ahora soy Luis... Sí, Luis Sierra para servirle a usted, y a todo el que atentó contra la vida de mi hermana.

LOS SABADOS

 

 

 

Los sábados son sagrados para mí. Aunque soy un corrupto, un hijo del demonio, este sexto día de la semana es el descanso a mi lasciva vida. Me lo prometí desde el día que la vi en mis brazos. Ella, tierna, de piel canela, ojos rasgados, pelo negro azabache y, ante todo, tan bella. Nunca te lo dije Isabel, ni aún ahora en mi estado moribundo te lo diré. No me arrepiento de nada. No te mueves de mi cama, ni siquiera me dejas hablar a solas con mis hijos. Me costó una millonada adquirir esta pieza, dulce y cariñosa que me roba todos los sábados. Es lo mejor que le puede pasar a un hombre a sus 60 años, adinerado y con una mujer regordeta por esposa a la que ya ni una pasión en su mirada despierta  sus instintos de hombre. Isabel levanta mi cabeza y me da la me-dicina. Como te odio, te muestras compasiva, te haces la sumisa. Esperas obtener con esto toda mi fortuna, pero qué equivocadas estás. Por ti entonces decidí buscar en la calle de lo que ya en casa carezco: una ilusión por qué vivir.  Tengo una casita lejana, afuera, en otro pueblo; es bonita,  agradable con un huerto donde siembro tomates, calabazas, sandías, cebollas y pepinos en la primavera. Allí me refugio cada vez que puedo, con mi joya que ordena al chico vecino que deshierbe el huerto, y, desde luego, estos sábados de nunca acabarse son mi gloria desde hace once años. Nunca te diré, Isabel, qué secretos guardo. No me confesaré con nadie ni con el párroco porque él es tu aliado. El es el culpable de mis desdichas cuando empezaste a madrugar a la iglesia a confesar tus pecados. Mis pecados. Ese lugar es el testigo de mis pasiones, lo compartí también con mis amigos. Allí recibí a todo aquel que no conocía a mi mujer, ése es el sitio testigo de mis debilidades. Ah, pero desde que ella llegó no lo comparto con nadie los sábados. Se lo prometí desde que la traje por primera vez. Entonces, Isabel, empezaste a quejarte. Me gritabas sandeces, antes cuando era el corrupto, el Calígula, no me censurabas. Isabel, déjame quieto, no me muevas, estoy harto de ti. Ella, mi nuevo encanto, me roba el día, mi alegría. La traigo el viernes en la noche, con ella vienen sus pijamas, su ropas de fin de semana, su risa, su cariño, su sonrisa inocente.  Nos prometemos pasarla de lo más bien. Antes de acostarnos la baño y le pongo su pijama, en otras épocas eran ellas, esas mujeres, quienes me bañaban y jugaban con mi sexo hasta verlo erecto y me entregaba al placer. Ahora no lo hago. Comemos juntos un helado o una hamburguesa. Ella elije qué quiere hacer en la noche. Le permito que decida. Todo depende de ella. A veces jugamos a las escondiadas, se mete en la cama y yo me hago el que no la encuentra. Cuando la hallo metida debajo de las cobijas, coge las almohadas y me las tira. Y así nos pasamos un rato hasta que no puedo más, me canso mientras ella no para de reír y jugar. Tiene mucha energía. A la mañana siguiente me despierta desde las 6 a.m. y empezamos una nueva vida. Escoge el restaurante en que iremos a desayunar como también cuál será nuestro desayuno favorito. Habla con los cocineros, las meseras y muchas veces termina en la cocina dando órdenes. Yo la miro, y  me satisfago de lo bien que lo hace y cómo llena mi vida. Para de llorar Isabel, ya está bueno de lágrimas, no gimas frente a mí. No me confesaré, dile a ese fantasma que se vaya con sus óleos a espantar a otro. Ella conoce a todos mis hijos y a mis nietos, me pregunta por cada uno de ellos y si podemos verlos. La casa donde me alojo con ella está llena de fotos de mis hijos y mis nietos; hay fotos de ella también, por supueto, en todas  partes: fotos de los dos en la playa, yo tendido en la silla y ella abrazándome con su piel fresca cubierta por un diminuto bikini color miel que con su piel canela simula desnuda. Tenemos fotos en el jaguar, el carro convertible, ella de pie levantando su pierna izquierda colocada en mi hombro derecho, fotos en la cama, y de su cumpleaños. Desde luego, hay fotos de mi mujer en la piscina, regordeta con los pómulos hinchados, en la sala, en el comedor. La he llevado a mi casa donde vivo con Isabel, claro cuando ella no está. Nos hemos bañado en la piscina, hemos dormido en la misma cama donde duermo con mi mujer, pero cuando me pregunta por ella, por la otra, ya la cosa tiene otro color. No puede ser. Isabel no debe conocer su existencia. ¿Pero cómo se lo digo? Isabel no se mueve de mi lado, no sé porque, ya le grité que no la quiero aquí. He buscado la manera mas sutil para que Mercedes entienda que no es necesario conocer a Isabel, como no es necesario que Isabel conozca que tú, Mercedes, formas parte de mi vida, que llenas ese vacío que arrastré por tanto tiempo. Mis hijos sí conocen a Mercedes y la quieren muchísimo, mis nietos la adoran. Ella es mi alegría. Desde que llegó a mi vida todo cambió. Es para mí la razón de vivir.  Antes buscaba en las mujeres ese desasosiego que no me dejaba en paz. Compartía con ellas las películas pornográficas, todo lo obsceno que existe, experimentábamos con las orgías esa extraña búsqueda que nunca me llenaba. Estas mujeres me complacían y las complacía. Gastaba miles de dólares con mis amigos en los restaurantes que yo pagaba y que en ese momento me llenaban de orgullo, pues semejaba el millonario que lo tiene todo. ¿Todo? Eso creí yo. Pero al día siguiente, estaba otra vez malhumorado, pendenciero y buscando qué hacer. Creí que estas cosas eran todo lo bello que un hombre con la posición mía puede tener. Los viajes, ah, a cuántos lugares fui, estuve recorriendo el mundo con muchas mujeres que me acariciaban, me daban lo que yo quería, me complacían en mis exigencias, desnudábamos nuestros cuerpos los que bañábamos en champaña; yo relamía ese vino en sus cuerpos o ellas bebían del mío. Recorrí muchos lugares con mis amigos hombres para llenarme de lujuria, pero ni así me encontraba contento. Sólo cuando acepté a Mercedes, cuando firmé los papeles, cuando me entregaron ese bultico en pañales supe que mi vida cambiaría. Adopté a la niña junto con mi ex-amante que no podía tener hijos. Esta niña encierra en mí todo un mundo que jamás había descubierto. Aunque su supuesta mamá ya no vive conmigo sí puedo disfrutar de la niña por quien yo vivo ahora. Mi mujer, mi esposa, a quien Mercedes le roba los fines de semana.  

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Texte: Copyright@ No se permite la reproducción parcial o completa del texto sin autorización del autor
Bildmaterialien: Campo de trigo y los cuervos, de Vincent van Gogh
Tag der Veröffentlichung: 24.06.2013

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Widmung:
A mi madre Aura Maria

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