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LA PIANISTA … Y OTRAS HISTORIAS
ELFRIEDE JELINEK


Random House Mondadori S.A.
Primera Edición, 1989
Título original: DIE KLAVIERSPIELERIN
Título original: DIE AUSGESPERRTEN
Título original: LUST
Traducción de Pablo Diener Ojeda
Impreso en Colombia


LA PIANISTA
LOS EXCLUIDOS
DESEO


LA PIANISTA


I

Como un ciclón, la profesora de piano Erika Kohut entra atropellada-mente en la casa que comparte con su madre. La madre suele llamar a Erika su pequeño torbellino, porque los movimientos de la niña son a veces de una rapidez extremada. Intenta escabullir¬se de la madre. Eri-ka se acerca al final de sus treinta. Por edad, la madre podría fácilmen-te ser su abuela. Erika había venido al mundo después de muchos años de duro matrimonio. El padre había cedido de inmediato el bastón de mando a la hija y había desaparecido del escenario. Erika aparece, él desaparece. Hoy, Erika ha llegado a ser hábil por necesidad. Como una multitud de hojas otoñales, entra disparada en la casa e intenta llegar a su habitación sin ser vista. Pero la madre ya está ahí, muy grande de-lante de Erika, y la enfren¬ta. Contra la pared y a ver qué ocurre; es in-quisidor y pelotón de fusilamiento a la vez, reconocida sin discusión como madre tanto en el Estado como en la familia. La madre inquiere por qué Erika llega a esta hora, tan tarde. Hace ya tres horas que el último estudiante partió a casa, cargando sobre sus espaldas el sar-casmo de Erika. ¿Crees tú, Erika, que no me enteraré de dónde has es-tado? Una niña ha de responderle a su madre sin que medie insistencia; pero su res¬puesta no merece crédito porque a la niña le gusta mentir. La madre aún espera, pero sólo hasta contar uno, dos, tres.
Cuando ya va por el dos, la hija responde algo muy lejano de la ver-dad. La madre le arranca de las manos el portadocumentos reple¬to de partituras y ahí, sin más, descubre la triste respuesta a sus pre¬guntas. Cuatro volúmenes de sonatas de Beethoven comparten in¬dignadas el poco espacio con un vestido nuevo; salta a la vista que ha sido com-prado recientemente. La madre estalla furiosa contra el vestido. Antes, en la tienda y colgado de la percha, el traje lucía atractivo, multicolor y suave; ahora yace tirado como un estropajo torpedeado por las miradas de la madre. ¡El dinero del vestido esta¬ba destinado a la cuenta de aho-rros! Ha sido malgastado prematura¬mente. Cuando hubiera querido habría podido solazarse con el ves¬tido en forma de un depósito en la li-breta de ahorros de la Caja Austriaca de la Construcción; bastaba con echar un vistazo al cajón de la ropa, donde la libreta de ahorros aso-maba detrás de una pila de sábanas. Pero hoy fue sacada de paseo y se hizo un cobro. Ahí está el resultado: cada vez que quiera saber dónde ha quedado el buen dinero, Erika deberá ponerse el vestido. La madre grita: ¡así desperdicias un premio futuro! Habríamos llegado a tener una casa nueva, pero como no has sido capaz de esperar, te quedas con un andrajo que dentro de poco tiempo estará pasado de moda. La ma¬dre lo quiere todo para el futuro. Nada para ahora. Pero, eso sí, quiere tener a la niña constantemente al alcance de su mano y siem¬pre quiere saber dónde la puede localizar por si surge una emergen¬cia, en caso de que la madre sienta la amenaza de un infarto. La madre quiere ahorrar ahora para poder disfrutar después. Y a Erika no se le ocurre nada mejor que comprar un vestido; casi más pereci¬ble que una pizca de mayonesa en un panecillo con pescado. Este vestido estará pasado de moda no sólo el próximo año, sino ya el próximo mes. El dinero, en cambio, nunca pasa de moda. Los ahorros están destinados a un piso en un bloque de viviendas. El piso de alquiler en el que viven es ya tan viejo que no quedará más remedio que tirarlo. Juntas podrán elegir los armarios empotra¬dos e incluso la distribución de los tabiques, ya que su piso está siendo edificado con un sistema de construcción completa-mente nuevo. Todo será hecho de acuerdo con los personalísimos gus-tos de cada uno. La madre, que no cobra más que una pequeña pen-sión, determina lo que debe pagar Erika. En el flamante piso, construido según el método del futuro, cada una tendrá su propio reino; Erika aquí, la madre ahí, un reino claramente separado del otro. También habrá una sala de estar común para la convivencia. Si se quiere. Pero, de acuerdo con su naturaleza, madre e hija querrán siempre, porque forman una unidad. Ya aquí, en esta pocilga que poco a poco se viene abajo, Erika tiene un propio reino donde es mandoneada a gusto. No es más que un reino provisorio, ya que la madre entra y sale cuando le da la gana. La puerta de Erika no tiene cerrojo y una niña no tiene secre-tos.
El espacio vital de Erika es su pequeña habitación; ahí puede hacer y deshacer. Nadie se lo impide, porque esa habitación es de su abso¬luta propiedad. El reino de la madre es todo el resto de la vivienda, porque el ama de casa que se preocupa de todo, ajetrea por todos los rincones, mientras Erika no hace más que disfrutar de las labores domésticas maternas. Erika nunca ha tenido que maltratarse traba¬jando en la casa, debido a que los detergentes dañan las manos de la pianista. Lo que a veces preocupa a la madre, durante los escasos respiros que se da, son sus múltiples pertenencias. No siempre es posible saber con precisión dónde se encuentra cada objeto. ¿Y dón¬de está ahora tal o cual huidiza pertenencia? ¿En qué cuarto se ocul¬ta sola o acompañada? Erika, igual que el mercurio, esa sustancia escurridiza, quizá se escape detrás de la puerta y haga alguna ton¬tería. Pero la hija se halla cada día puntual-mente en el lugar que le corresponde: en casa. Con frecuencia, la in-quietud hace presa de la madre, porque todo propietario aprende ya desde un comienzo y con sufrimientos: la confianza es buena, pero ha de haber control. El principal problema de la madre consiste en fijar un lugar, ojalá inamovible, para cada una de sus pertenencias con el fin de que no se escapen. A este propósito sirve la televisión, que lleva a la casa hermosas imágenes, bellas costumbres, todo prefabricado y bien en¬vuelto. Gracias a ella, Erika está casi siempre en casa, y si alguna vez sale, se sabe con certeza dónde anda revoloteando. Ocasionalmen-te, Erika va a algún concierto por la noche, pero lo hace cada vez me¬nos. Se pasa el tiempo sentada frente al piano y se revuelve en su ca-rrera pianística abandonada definitivamente hace ya mucho tiem¬po o se deja caer como un espíritu maligno sobre los ejercicios de alguno de sus alumnos. En caso de emergencia se la puede localizar allí. O, para su solaz, Erika se cita con colegas afines para hacer música de cámara y divertirse. También allí es posible llamarla. Erika lucha contra los la-zos maternos y pide con insistencia que no la lla¬me, pero la madre es indiferente ya que sólo ELLA determina los man¬damientos. La madre también determina sobre la disponibilidad de la hija, lo cual conduce a que sean cada vez menos los que quieren ver o hablar con la hija. La profesión de Erika es al mismo tiempo su pasión: el poder celestial de la música. La música ocupa comple¬tamente el tiempo de Erika. Ahí no hay espacio para nada más. Nada es más grato que una representación musical ofrecida por in¬térpretes sobresalientes.
Cuando Erika acude a alguna cafetería, una vez al mes, la ma¬dre sa-be a cuál ha ido y puede llamar. Hace uso indiscriminado de este dere-cho. Un andamio doméstico para la seguridad y el há¬bito.
Poco a poco, la existencia de Erika pierde flexibilidad. Se desmo¬rona de inmediato, cada vez que la madre da un manotazo de auto¬ridad. En esos casos, para mofa de los demás, Erika aparece sentada con los res-tos del cuello ortopédico de su existencia y debe acatar: tengo que ir-me a casa. A casa. Casi siempre está de camino a casa cuando alguien la encuentra por la calle. La madre opina, la verdad es que me parece bien mi Erika tal como es. Probablemente no llegue más allá. Si sólo yo, su madre, la hubie¬se tenido a mi cargo, habría podido llegar a ser una pianista que superaría las fronteras regionales, y sin dificultades, consi-derando sus aptitudes. Pero, contra la voluntad de la madre, una que otra vez, Erika estuvo sometida a la influencia de extraños; pretencio-sos amo¬res masculinos amenazaban con distraerla del estudio, superfi-cialida¬des como el maquillaje y la ropa llamaban la atención de feas ca-be¬zotas; y la carrera termina antes de haber comenzado. Pero al menos se tiene algo seguro en la mano: el cargo de profesora de piano en el conservatorio de la ciudad de Viena. Y ni siquiera tuvo que hacer años de prácticas en otras dependencias, en alguna de las escuelas musica-les de distrito, donde tantos han dejado su juventud, grisá¬ceos, polvo-rientos, gibados –séquito efímero del señor director.
Únicamente esta vanidad. La maldita vanidad. La vanidad de Erika preocupa a la madre y la irrita hasta no poderla soportar. La vanidad es lo único de lo que poco a poco Erika aún debería ser capaz de despren-derse. Mientras antes, mejor, porque en la vejez, que ya está a un pa-so, la vanidad es una carga muy pesada. ¡Y ya en sí la vejez es sufi-ciente carga! ¡Esta Erika! ¿Acaso las grandes perso¬nalidades de la his-toria de la música fueron vanidosas? No lo fue¬ron. Lo único de lo que Erika aún deberá prescindir es de la vani¬dad. Si para ello fuera necesa-rio, la madre limará con aspereza todas las superficialidades que Erika conserve. Por ello, hoy la madre intenta arrebatar el nuevo vestido de las ma¬nos agarrotadas de la hija, pero sus dedos están bien entrena-dos. ¡Suéltalo!, dice la madre, ¡entrégamelo! Tu codicia de exteriorida-des ha de ser castigada. Hasta ahora la vida te ha castigado ignorándo-te, ahora también tu madre te castiga ignorándote, aunque te acicalas y pintarrajeas como un payaso. ¡Entrégame el vestido! De súbito Erika se dirige a su armario. Se apodera de ELLA un sombrío recelo que ha visto confirmado en varias ocasiones. Por ejem¬plo, hoy nuevamente fal-ta algo, el traje gris oscuro para el otoño. ¿Qué ha ocurrido? En el mis-mo momento en que Erika se percata de que falta algo, sabe quién es la responsable. Es la única perso¬na que pudo hacerlo. ¡Cabrona!, ¡ca-brona!; Erika da gritos furiosos a su superiora y se abalanza sobre la madre, agarrándose de su ca¬bellera teñida de rubio oscuro, con raíces grisáceas. También el peluquero es caro y lo mejor es no recurrir a él. Erika le tiñe el pelo a su madre todos los meses con un pincel y Polyco-lor. Tironea de las greñas que ELLA misma ha contribuido a embellecer. Las arranca con furia. La madre llora. Al final, Erika tiene las manos lle-nas de me¬chones de pelo y los mira enmudecida y con sorpresa. Como sea, la química ha debilitado la capacidad de resistencia de estos cabe-llos, pero tampoco la naturaleza habría podido hacer milagros. Por un momento, Erika no sabe qué hacer con ellos. Finalmente va a la co¬cina y tira a la basura las greñas entre rubias y descoloridas.
Con su cabellera castigada, la madre queda lloriqueando en el salón; es ahí donde Erika suele ofrecer conciertos privados en los que brilla como la mejor porque en este salón nadie jamás ha tocado el piano salvo ella. La madre aún sostiene el vestido nuevo en sus manos tem-blorosas. Si quiere venderlo, ha de ser pronto, porque esas amapolas del tamaño de una coliflor se llevarán únicamente un año y nunca más. La madre siente la cabeza dolorida precisamente donde le falta el cabe-llo.
La hija vuelve al salón y llora como consecuencia de la alteración. In-sulta a la madre, vulgar canalla, pero espera que enseguida se re¬concilien. Con un beso cariñoso. La madre jura, se le ha de caer la ma-no a Erika porque le ha pegado y tirado el pelo a su mamaíta. Erika so-lloza con más y más fuerza y comienza a sentir remordi¬mientos; la mamaíta, que se sacrifica en cuerpo y alma. Erika no tarda en lamentar todo lo que hace en contra de su madre, porque la quiere, ELLA la co-noce desde su más tierna infancia. Finalmente, como era de esperar, Erika se aplaca, pero llora con amargura. La madre cede de buena ga-na; no puede enfadarse seriamente con su hija. Bue¬no, ahora prepararé un café y lo tomaremos juntas. Durante la me¬rienda, Erika siente aún más compasión por la madre y los últimos restos de ira desaparecen comiendo bizcocho. Busca las calvas en su cabellera. Pero no sabe qué decir, así como tampoco sabía qué hacer con los mechones. Vuelve a llorar un poco, con remordimientos, porque la madre ya es mayor y al-gún día ya no estará aquí. Y también porque su propia juventud ya ha quedado atrás. Sí, siem¬pre hay algo que acaba y muy pocas veces le sucede algo nuevo. Ahora la madre le explica a la niña por qué una chi-ca guapa no necesita acicalarse. La niña responde afirmativamente. Tantos y tan¬tos vestidos que Erika tiene colgados en el armario, ¿para qué? Nunca se los pone. Estos vestidos son inútiles y sirven únicamente de adorno para el armario. La madre no siempre puede evitar que la niña haga compras, pero es amo y señor de lo que ha de vestir. La ma-dre determina la forma en que Erika puede salir de casa. Así no me sa-les de casa, ordena por temor a que Erika visite casas ajenas con hom-bres desconocidos. La propia Erika ha llegado a la conclu¬sión de que nunca se pondrá esos vestidos. Deber de madre es apo¬yar las decisio-nes y evitar los malos caminos. Así, después no habrá que curar las heridas dolorosas por no haber tomado precauciones. La madre prefiere herir por sí misma a Erika, y después se ocupa de su curación.
La conversación pasa a más y llega al punto en que salpica con aci¬dez a aquellos que, a izquierda y derecha, amenazan o podrían ame¬nazar a Erika. ¡No hace falta, no hay que permitirles hacer lo que quieren! ¡Pero tú lo permites! Aun cuando bien podrías frenarlos, pero eres demasiado torpe para ello, Erika. Si la profesora se lo pro¬pone con decisión, ningu-na jovencita –al menos ninguna de su cla¬se– saldrá adelante ni hará ca-rrera como pianista contra su volun¬tad y plan. Tú no lo lograste; ¿por qué han de conseguirlo otros en tu lugar y, además, procedentes de tu propio rebaño de pianistas? Mientras todavía moquea, Erika coge el po-bre vestido entre sus brazos y, con tristeza y muda, lo cuelga en el ar-mario, junto a los de¬más vestidos, pantalones, faldas, abrigos y trajes. Nunca se los pone. Sólo han de estar ahí para cuando ELLA retorna a casa por la noche. Entonces los extiende uno al lado del otro, se los po-ne delante del cuerpo y los mira. Porque, ¡son de su propiedad! Si bien la madre se los puede quitar y venderlos, no puede ponérselos; la ma-dre es de¬masiado gorda para estas prendas tan estrechas. No le que-dan bien. Todo esto es completamente suyo. Suyo. Es propiedad de Erika. El vestido aún no sospecha que en ese preciso momento ha con-cluido su carrera sin pena ni gloria. Es guardado sin ser utilizado y ja-más saldrá de ahí. Erika desea únicamente poseerlo y mirarlo. Mirarlo desde lejos. Ni siquiera quiere probárselo, le basta con sobreponerse esta poesía de tela y colores y moverse con gracia. Como si soplara un viento primaveral. Erika se probó el vestido en la boutique y nunca vol-verá a ponérselo. Ya ha olvidado el placer efímero que le provocó el vestido en la tienda. Ahora tiene el cadáver de otro ves¬tido, pero éste es, al menos, de su propiedad.
De noche, cuando todos duermen y únicamente Erika sigue des¬pierta, mientras la señora mamá, la querida mitad de esta pareja en¬cadenada por lazos de sangre sueña en divina quietud con nuevos métodos de tortura, algunas veces –muy pocas– ELLA abre las puer¬tas del armario y acaricia a los testigos de sus deseos ocultos. Éstos no son tan ocultos; gritan a voz en cuello lo que han costado y para qué toda esta historia. Los colores acompañan el griterío con la se¬gunda y tercera voz. ¿A dónde se puede ir vestido así sin ser deteni¬do por la policía? Habitual-mente Erika viste falda y jersey o, en el verano, blusa. Algunas veces la madre despierta sobresaltada y sabe por instinto: otra vez está miran-do sus vestidos, la rana vanidosa. La madre lo sabe con seguridad, por-que los goznes del armario no chi¬rrían por propia iniciativa.
Lo terrible es que estas compras de ropa posponen indefinidamente el plazo en que al fin podrán instalarse en el piso nuevo; además, Erika está en constante riesgo de hallarse envuelta en lazos amorosos y de pronto habría un zángano en casa. Sí, mañana al desayuno Erika debe-rá oír una severa reprimenda por su ligereza. Ayer la madre realmente habría podido morir del shock que le produjeron las heridas de la cabe-za. Erika deberá cumplir determinados plazos de pago; si es necesario, que amplíe su horario de clases privadas. Falta únicamente, y por for-tuna, un traje de novia en su triste rope¬ro. La madre no desea ser la madre de la novia. Prefiere seguir sien¬do una madre normal, con este rango está satisfecha. Pero un día es un día. Y ahora ha de dormir. Esta exigencia es for¬mulada por la madre desde el lecho conyugal, pero Eri-ka sigue dán¬dose vueltas ante el espejo. Las órdenes maternas le lle-gan como mazazos en la espalda. De prisa intenta palpar la textura de un gra¬cioso vestido de tarde con estampado de flores; lo toca por el dobla¬dillo. Estas flores jamás han respirado aire fresco ni tampoco co-no¬cen el agua. Según asegura Erika, fue comprado en una lujosa tienda de modas en el centro de la ciudad. Su calidad y confección son para la eternidad; el corte está hecho para el cuerpo de Erika. ¡Cui¬dado con las golosinas y las masas! Desde el primer momento en que vio el vestido, Erika pensó: éste lo podré llevar durante años sin que pase de moda. ¡Estará de moda durante años! Derrochará este argumento ante su madre. Nunca quedará anticuado. La madre ha de escudriñar cuidado-samente en su conciencia, ¿acaso en su juven¬tud nunca llevó un vesti-do con un corte similar, eh, madre? ELLA lo niega por principio. Aun así, Erika decide que la compra ha sido acertada; gracias a que el vestido nunca pasará de moda, podrá lle¬varlo dentro de veinte años como si fuese hoy. La moda cambia ve¬lozmente. El vestido sigue sin usar, aun-que no ha perdido con el tiempo. Pero nadie viene a verlo. Sus mejores días han pasado en vano y ya no se recuperarán o, si ocurriera, no será antes de veinte años.
Algunos alumnos se rebelan con decisión contra la profesora de pia¬no, pero los padres los obligan a perseverar en el ejercicio de las artes. Y de allí que también la señorita profesora Kohut pueda utilizar medidas de fuerza. Sin embargo, la mayoría de estos que macha¬can el piano son dóciles y están interesados en el arte que se les impone. El arte los ocupa incluso cuando es practicado por extra¬ños, ya sea en la Asocia-ción Musical o en el Teatro de Conciertos. Comparan, calibran, miden, marcan el ritmo. Son numerosos los extranjeros que acuden donde Eri-ka, cada año son más. Viena, ¡ciu¬dad de la música! Sólo aquello que ha tenido éxito seguirá teniéndo¬lo también en el futuro en esta ciudad. Llegan a saltar los botones de su obesa barriga blanca, llena de cultura; al igual que los cadáve¬res que permanecen en el agua, cada año está más hinchada. ¡El armario acoge al nuevo vestido! ¡Uno más! A la ma-dre no le gusta que Erika salga de casa. Ese vestido es demasiado lla-mativo, no va con la niña. La madre dice: en algún punto hay que po-ner límites; no sabe qué quiere decir con eso. Hasta aquí y nada más, eso es lo que quiere decir la madre.
La madre le explica a Erika que ELLA no es una más entre muchas; no, ELLA es única. Un argumento que la madre siempre tiene a mano. La propia Erika afirma que ya en la actualidad es una individualista. Se ufana de que no puede someterse a nada ni a nadie. Tampoco le resul-ta fácil encasillarse. Una persona como Erika sólo se da una vez y no se repite. Si hay algo especialmente inconfundible, se llama Erika. Algo que detesta es toda forma de igualación, por ejemplo, en la reforma es-colar que no respeta la singularidad. No se puede meter a Erika en el mismo saco con otros, aun cuando sus puntos de vista sean muy afi-nes. Se destacaría de inmediato. Precisamente porque ELLA es ella. Es tal cual es y no lo puede modificar. La madre barrunta malas influencias en los lugares que están fuera de su al¬cance y, sobre todo, quiere pro-tegerla de que algún hombre la trans¬forme. Porque Erika es un sujeto único, aunque lleno de contra¬dicciones. Estas contradicciones también la obligan a oponerse enfá¬ticamente contra todo tipo de masificación. Erika tiene una persona¬lidad individual muy marcada y se enfrenta completamente sola a la amplia masa de sus estudiantes; una contra todos, y ELLA dirige el timón del pequeño navío del arte. Una masifica-ción jamás le haría justicia. Si algún alumno le pregunta cuáles son sus propósitos, ELLA menciona la humanidad, en este sentido resume para los alumnos el contenido del testamento de Heiligenstadt de Beethoven, sin por ello encaramarse arbitrariamente al trono del héroe de las artes musi¬cales.
A partir de consideraciones artísticas de carácter general y cuestio¬nes humanas de tipo individual, Erika concluye: jamás podría some¬terse a un hombre después de haber estado sometida a la madre du¬rante tan-tos años. La madre es contraria a un matrimonio tardío de Erika, por-que mi hija no puede ser reducida a un casillero y jamás podría some-terse. Así es ella. Erika no debe elegir un compañero para su vida por-que es inflexible. Además, ya no es un árbol joven. Si nadie es capaz de ceder, el matrimonio acaba mal. Sigue siendo tú misma, le dice la ma-dre. A fin de cuentas, ha sido la madre quien ha llevado a Erika a ser lo que es. ¿Aún no se ha casado, señorita Erika?, preguntan la lechera y también el carnicero. Usted sabe, a mí ninguno me satisface, responde Erika.
En términos generales, proviene de una familia donde todos son pos-tes aislados en el paisaje. Son pocos. Se reproducen con lentitud y me-sura, del mismo modo proceden en la vida, siempre resistentes y cau-telosos. Erika vino al mundo después de veinte años de matri¬monio, un mundo que enloqueció al padre, y éste fue encerrado en un hospicio para evitar que se transformase en un riesgo para la humanidad.
En discreto silencio, Erika compra un octavo de mantequilla. Todavía tiene una mamaíta y no necesita perseguir a ningún hom¬bre. Tan pron-to se introduce un nuevo pariente en esta familia, es rechazado y ex-pulsado. Se rompe toda relación con él apenas queda en evidencia –como ya era de esperar– que es inútil e incapaz. Con un martillito, la madre va golpeando a los miembros de la fa¬milia y los ausculta y califi-ca uno a uno. Los califica y los descarta. Analiza y rechaza. De este modo no aparecen parásitos deseando uno y otro día cosas que uno quiere para sí. Nos quedamos entre nosotras, ¿no es verdad, Erika?, no necesitamos a nadie.
El tiempo pasa y nosotros con él. Están encerradas bajo la misma quesera de cristal, Erika, sus finos envoltorios protectores, su ma¬dre. La campana sólo puede levantarse si, desde fuera, alguien la coge por el asa y la alza. Erika es un insecto petrificado, atemporal, sin edad. Erika no tiene historia y tampoco hace historias. Hace ya tiempo que este insecto ha perdido la capacidad de corretear y esca¬bullirse. Fue a dar al horno en el molde de la eternidad. De buena gana comparte esta eternidad con sus queridos artistas musicales, pero en ningún caso puede competir con ellos en popularidad. Erika lucha por un lugarcito desde el que se avisten los grandes creadores de la música. Se trata de un lugar muy codiciado, ya que, al igual que ella, toda Viena querría erigir allí al menos su pequeña casucha jardinera. Erika demarca su es-pacio entre los tenaces y comienza a cavar los fundamentos. ¡Se ha ga-nado este lugar gracias a su honestidad en el estudio y la interpreta-ción! No hay que olvidar que tam¬bién la recreación es una forma de creación. Siempre condimenta el potaje de su interpretación con algo propio, algo que procede de sí misma. Sangre de su propio corazón la alimenta. También el intér¬prete tiene sus modestas ambiciones: ejecu-tar bien la partitura. Pero, en todo caso, ha de subordinarse al autor de la obra, dice Erika. Reconoce abiertamente que esto constituye un pro-blema para ella. Porque no puede, no puede subordinarse. Mas tiene una ambición en común con todos los demás intérpretes: ¡ser mejor que todos!

Ella se encarama en el tranvía bajo el peso de los instrumentos musi-cales que balancea por delante y por detrás de su cuerpo, ade¬más de la cartera repleta de partituras. Una mariposa cargada con enormes bul-tos. El animal siente que en su interior hay fuerzas adormecidas y que la música no basta para activarlas. El animal em¬puña las manitas en torno a las asas del violín, de la viola, de la flauta. Da una orientación negativa a sus fuerzas, aun cuando podría elegir. La madre le ofrece la elección, un amplio espectro de pezones en las ubres de la vaca llama-da música.
Ella golpea a la gente por las espaldas y por delante con sus instru-mentos de cuerda y de viento y con su pesada cartera de par¬tituras. Sus instrumentos rebotan en los rollos de grasa como en un colchón de goma. Según esté de humor, toma el estuche de un ins¬trumento en una mano y, con disimulo, introduce el puño de la otra en abrigos de invierno, capas y chaquetones de paño tirolés. Profana el traje nacional austriaco, cuyos botones hechos de cuerno parecen burlarse de ELLA con arrogancia. Como un kamikaze, hace de sí mis¬ma un arma. Ense-guida da golpes con el extremo más delgado de los instrumentos, ya sea con el violín o con la pesada viola, contra un grupo de gente mu-grienta de trabajo. Cuando todo está muy lleno, a eso de las seis, se puede hacer daño a varias personas a la vez sólo con el único ademán de tomar impulso. Porque para tomar impulso realmente no hay espa-cio. ELLA es la excepción a la regla que la ro¬dea provocándole repul-sión; y la madre le explica gráficamente que ELLA es una excepción, porque ELLA es la única hija de su madre y ha de seguir por la buena senda. Cada día ve en el tranvía lo que no quiere llegar a ser. Atraviesa la masa gris de los pasajeros con y sin billete, de los que acaban de su-bir y de los que se preparan para descender, de los que no han obteni-do nada en el lugar de donde vienen y que nada pueden esperar del lu-gar a dónde van. No son atractivos. Algunos descienden incluso antes de haber alcanzado a instalarse. Si la ira pública la obliga a apearse en una parada distante de su casa, desciende dócilmente del vagón, la ira contenida que se ha acumulado en sus puños cede, pero sólo para es-perar con pacien¬cia el próximo tranvía, que vendrá con tanta certeza como el amén después del rezo. Esta cadena no se interrumpe jamás. Y entonces emprende el ataque con renovadas fuerzas. Se introduce con esfuer¬zo y cargada de instrumentos entre los que retornan del trabajo y en su interior hace explosión como una bomba de metralla. Conscien-temente pone caritas y dice: por favor, yo desciendo aquí. En ese caso todos están de acuerdo. ¡Que abandone en el acto este im¬pecable transporte público! ¡Desde luego que no circula para ella! Para los pasa-jeros que han pagado, ELLA es algo que ni siquiera debie¬ra tolerarse.
Miran a la estudiante y piensan que la música ha elevado temprana¬mente su espíritu, sin saber que lo único que se ha elevado es su puño. A veces se culpa injustamente a un joven gris que lleva cosas asquero-sas en un maltrecho saco de lona, ya que más bien de él se puede es-perar algo así. Que se baje y se vaya con sus amiguetes an¬tes de que un poderoso brazo envuelto en un chaquetón de paño tirolés le dé su merecido.
La ira popular, que mal que mal ha pagado religiosamente, tiene los derechos que le otorgan los tres chelines, y puede probarlo ante cual-quier controlador. Cada uno presenta orgulloso su billete y el tranvía es todo suyo. De este modo se ahorra también semanas de terrorífico pur-gatorio en el caso de que aparezca un controlador. Una dama que sien-te el dolor igual que tú, chilla estridente: también ha sido maltratada su canilla, esa parte vital de su anatomía en la que reposa buena parte de su peso. En estos mortales apretones es imposible descubrir al culpa-ble. Arremete contra la multitud con una andanada de inculpaciones, maldiciones, injurias, invocaciones y lamentaciones. Las lamentaciones brotan como espumarajos; las in¬culpaciones recaen sobre otros. Están de pie uno junto a otro como el pescado en una lata de sardinas, pero aún falta para que estén en aceite, eso será sólo después de llegar a casa. ELLA da un feroz puntapié contra un hueso duro que pertenece a un hombre. Un día le pregunta amablemente una de sus compañe¬ras, una chiquilla cuyos preciosos tacones altos echan llamas eternas y que lleva un modernísimo abrigo de cuero forrado en piel: ¿qué acarreas ahí y cómo se llama? Me refiero a esta caja, no a tu cabeza. Esto es una viola, contesta ELLA con cortesía. ¿Una qué?, ¿una mióla? Jamás había oído esa palabra, comenta mofándose una boca pintarrajeada. Mira tú, cómo sale por ahí de paseo una llevando una cosa que se llama mióla y no parece tener ninguna utilidad. Todos tienen que abrirle paso porque la mióla ocupa tanto lugar. ELLA se atreve a llevar esto por la vía públi-ca y nadie la detiene en flagrante delito.
Los que se cuelgan con todas sus fuerza de las barras del tranvía y los pocos afortunados que han conseguido sentarse estiran en vano el cuello por encima de sus desgastados troncos. Por ningún lado ven a alguien a quien insultar cuando sienten que sus piernas son hostigadas con algo duro. Alguien me ha dado un pisotón, exclama una boca, dan-do paso a una tormenta de frases de literatura medio¬cre. ¿Quién es el malhechor? Sesión del Primer Tribunal Vienes de los Tranvías, temido en todo el mundo, para dictar una sentencia de disuasión y condena. Hasta en la peor de las películas de guerra se presenta al menos un vo-luntario, incluso para llevar a cabo una misión imposible. Pero este co-barde se oculta detrás de nuestras pa¬cientes espaldas. Toda una tropa de trabajadores con aspecto de rata y próximos a la jubilación lucha a empujones y puntapiés para des¬cender del vagón, cargando sus male-tines de herramientas sobre los hombros. ¡Éstos se toman el trabajo de ir a pie el último tramo! Cuando un carnero rompe la paz de las ovejas en el vagón es impe¬rioso respirar aire fresco; y fuera hay aire. Hace fal-ta oxígeno para los resoplidos de la ira con la que más tarde, en casa, será tratada la cónyuge; de otro modo quizá no funcione. Se tambalea algo de co¬lor y forma indefinible, resbala, grita como si sufriera un pin-chazo. Una neblina espesa de los venenos vieneses se extiende sobre el gen¬tío. Uno llega incluso a exigir la presencia del verdugo porque su tiempo libre ha sido fastidiado ya antes de comenzar. Así se irritan. Hoy aún no consiguen el reposo vespertino, que debió comenzar ya hace veinte minutos. O este reposo ha sido bruscamente interrumpi¬do o des-truido como el paquete multicolor de la víctima –con indi¬caciones para su uso–, que ya no podrá restituirlo a las estanterías. Ahora la víctima no pasará desapercibida al cambiar éste por otro paquete nuevo y en buen estado, sería detenida por la vendedora como un ladrón. ¡Sígame sin hacer escándalo! Pero la puerta que conduce –que parece conducir– a la oficina del director de la su¬cursal es una puerta falsa, y del lado de fuera del impecable super¬mercado ya no existen ofertas de la semana; ahí no hay nada, ab¬solutamente nada, sólo la oscuridad, y un cliente que jamás ha sido mezquino cae al precipicio. Alguien dice en lenguaje formal: ¡aban¬done de inmediato el vagón! Sobre la tapadera de los se-sos lleva un sombrero tirolés adornado con pelos de gamuza; es porque el sujeto va disfrazado de cazador.
Pero ELLA se inclina a tiempo y recurre a un nuevo truco artero. An-tes ha de desembarazarse de los instrumentos musicales. Éstos crean una especie de cerco en torno a ella. Aparentemente se trata de atarse los cordones de los zapatos, a partir de lo cual le hace una jugada a su vecino en el tranvía. Casi al pasar, da un buen pellizcón en la pantorrilla a una u otra mujer, da igual, son idénticas. Es segu¬ro que la viuda se quedará con un moretón. La perjudicada dispara hacia lo alto como una clara y luminosa fuente nocturna que al fin ve la ocasión de ser el cen-tro de atención; rápidamente y con preci¬sión bosqueja su situación fa-miliar y advierte que sus relaciones (so¬bre todo su difunto marido) se harán sentir con dureza sobre la atacante. Enseguida llama a la ¡policía! La policía no acude porque no puede ocuparse de todo.
En su rostro se dibuja la candida mirada de un músico. Su aspec¬to es el de alguien que en ese preciso momento se halla entregado al poder emotivo del romanticismo musical, aquel estado de un efecto misterioso y en constante aumento; parece no atender a nada fuera de sí. Así, el pueblo afirma al unísono: desde luego que no puede haber sido la niña con la ametralladora. Como ocurre con frecuen¬cia, también en este ca-so el pueblo yerra. A veces hay alguno que piensa con más agudeza y acaba por señalar la verdadera culpable: ¡tú has sido! ELLA es interro-gada; qué respon¬de su entendimiento desarrollado bajo un sol implaca-ble. ELLA no responde. El precinto con el que su subconsciente ha blo-queado la zona posterior del velo del paladar impide que se castigue a sí mis¬ma. No se defiende. Algunos intervienen atolondrados porque se ha acusado a una sordomuda. La voz de la razón afirma que un violi¬nista no puede ser sordomudo. Quizá sólo sea muda o simplemente lle-ve el violín a una tercera persona. No logran ponerse de acuerdo y de-sisten de su propósito. El vino joven del fin de semana ya tras¬guea por sus cabezas y destruye varios kilos de materia pensante. Un poco más de alcohol destruirá lo que queda. País de alcohólicos. Ciudad de la mú-sica. La mirada de esta niña se pierde en el mundo de las emociones y su acusador se sumerge en las profundidades de una cerveza hasta enmudecer receloso ante sus ojos. Es indigno de ELLA meterse a empu-jones a través de la masa; la violinista y violista no da empujones. Por estas pequeñas alegrías se arriesga incluso a llegar tarde a casa, donde la madre espera cronó¬metro en mano y la regañará. Soporta estos sa-crificios a pesar de que se ha pasado toda la tarde haciendo música y pensando, tocando el violín y mofándose de los que son peores que ella. Desea aleccio¬nar a la gente: que conozcan el sobresalto y el es-tremecimiento. Los programas de los conciertos de la Filarmónica están repletos de estas emociones.
Un asistente a los conciertos filarmónicos aprovecha las palabras de la introducción del programa para explicarle a otro que en su inte¬rior tiembla ante el dolor de esta música. Hace un instante ha leído esto y cosas parecidas. El dolor de Beethoven, el dolor de Mozart, el dolor de Schumann, el dolor de Bruckner, el dolor de Wagner. Este dolor es de su exclusiva propiedad, por lo demás, él es propie¬tario de la fábrica de zapatos Póschl o de la casa Kotzler, mayorista para materiales de la construcción. Beethoven activa el temor, ellos en cambio hacen corre-tear atemorizados a sus empleados. Una tal señora doctora ha estable-cido hace ya mucho tiempo una relación de tú a tú con el dolor. Desde hace ya diez años que busca el más profundo misterio del Réquiem de Mozart. Pero hasta el momento no ha avanzado ni un paso, porque esta obra es inescrutable. ¡No lo podemos comprender! La señora doctora afirma que es la más ge¬nial de las obras de encargo de la historia de la música; para ELLA y para unos cuantos más, esto es una verdad indis-cutible. La señora doctora es uno de los pocos elegidos que son cons-cientes de la exis¬tencia de cosas inescrutables desde todo punto de vis-ta. ¿Qué expli¬cación se puede dar? Es inexplicable cómo pudo ser crea-do algo así. Esto también es válido para algunos poemas, que tampoco debieran ser analizados. Un misterioso desconocido envuelto en una capa negra pagó un adelanto por el Réquiem. La señora doctora y otros que vieron este film de Mozart lo saben: ¡fue la muerte en persona! Con este pensamiento se abre camino a mordiscos hacia el espacio en que están los verdaderamente grandes y a la fuerza se introduce en él. Po-cas veces se crece junto a los grandes. A ELLA la oprimen constante-mente masas humanas detestables. Siempre hay alguien que se entro-mete en SU percepción. El populacho no sólo se apropia del arte sin el menor derecho; también penetra en el artista. Instala su cuartel en el artista y de inmediato abre a golpes un par de ventanas hacia el exte-rior para ver y ser visto. Ese zoquete Kotzler manosea con sus dedos sudorosos algo que sólo le pertenece a ELLA. Can¬turrean sin que nadie lo pida. Siguen un tema con el índice humede¬cido, buscan el correspon-diente tema de acompañamiento, no lo encuentran y, asintiendo con la cabeza, se sienten satisfechos al en¬contrar y repetir el tema principal, al que vuelven con servilismo. Para la mayoría, el máximo atractivo del arte se basa en reencontrar algo que creen conocer. Una ola de emo-ciones ahoga a un señor carnicero. Es incapaz de defenderse, aun cuando está acostumbrado a un trabajo sangriento. La sorpresa lo deja tumefacto. No cosecha, no siembra, no oye bien, pero en un concierto público puede ser visto. Junto a él, el séquito femenino de la familia, que también quiere asistir.
Le da un puntapié a una anciana en el talón derecho. ELLA es capaz de señalar el lugar que le corresponde a cada frase musical. Nadie más que ELLA puede colocar cualquier cosa que oye en el sitio adecuado, allí donde pertenece. La ignorancia de estos borregos que sólo saben balar merece su desprecio y de este modo los castiga. Su cuerpo es como una gran nevera en la que se conserva el arte. SU pulcritud es tremen-damente sensible. Los cuerpos sucios forman un bosque resinoso a su alrededor. No es únicamente suciedad cor¬poral, la inmundicia más gro-sera que escapa de sus axilas y entre¬piernas, la suave pestilencia a ori-nes de la anciana, la nicotina que corre por la red de tuberías que for-man las venas y poros del ancia¬no, las enormes cantidades de alimen-tación de mala calidad que suelta hedores desde sus estómagos; tam-poco es sólo el lívido olor de la costra de sus cabezas, la tina, ni la suti-lísima pero, para el buen olfato, penetrante pestilencia de las micromé-tricas partículas de mierda debajo de las uñas –restos de la digestión de alimentos insí¬pidos, ese placer gris y correoso, si es que eso puede lla-marse pla¬cer–, eso que ellos ingieren maltrata SU sentido olfativo, SUS papi¬las gustativas. No; lo peor es cómo se acoplan unos con otros, có-mo se mezclan unos con otros. Alguno llega incluso a penetrar en los pensamientos del otro, en lo más profundo de su sensibilidad. Por ello han de ser castigados. ELLA castiga. Y, aun así, nunca puede deshacer-se de ellos. Los tironea, los sacude igual que un perro a su presa. Y a pesar de ello se revuelcan sin escrúpulos en torno a ELLA; miran su YO más íntimo y se atreven a afirmar que no saben qué hacer con ELLA y que ¡incluso no les gusta! Si hasta llegan a afirmar que no les gustan Webern ni Schónberg. La madre levanta la tapadera de SU intimidad sin dar aviso previo; desde arriba introduce la mano, revuelve y registra. Lo desordena todo y nunca restituye las cosas a su lugar. Saca esto o aquello des¬pués de una breve selección, lo observa bajo la lupa y lo ti-ra. Otras cosas las remienda, las friega con cepillo, esponja y estropajo. Ense¬guida las seca enérgicamente y las vuelve a atornillar en algún lu-gar. Es como una cuchilla en una máquina de moler carne. Esta anciana es uno de los que acaban de subir, aun cuando no pasa por donde el cobrador. Cree que podrá ocultar que ha subido aquí, en este vagón. La verdad es que hace ya tiempo que todo le da igual y lo sabe. Ya no le merece la pena pagar. El billete para el otro mun¬do lo lleva en el bolsito de mano. Este también ha de ser válido para el tranvía.
En ese mismo instante una señora le pregunta cómo llegar a tal lu¬gar y ELLA no responde. No responde aunque sabe perfectamente cómo ir. La señora no deja en paz a nadie, revuelve todo el vagón y quita a la gente de un lado y de otro para revolcarse debajo de los asientos bus-cando la calle. Es una excursionista terrible por los ca¬minos del bosque, tiene por costumbre alterar la tranquilidad con¬templativa de los inocen-tes hormigueros haciéndoles cosquillas con su delgado bastoncito. Pro-voca que los animales irritados expulsen ácidos. Ella se cuenta entre los que por principio levantan cada pie¬dra para ver si debajo hay una ser-piente. Minuciosamente, cada cla¬ro, por pequeño que sea, es rastreado por esta dama en búsqueda de setas o bayas. Ella es de ese tipo de gente. De cada obra de arte quieren exprimir lo último que le quede y proclamarlo públicamen¬te. En el parque limpian el banco con el pañuelo antes de sentarse. En los restaurantes refriegan el servicio con la servi-lleta. Revuelven el traje de un pariente cercano, lo cepillan y hurgan buscando pelos, cartas o manchas de grasa.
Y ahora, esta señora se disgusta con sonora vehemencia porque na¬die es capaz de darle información. Afirma que nadie quiere darle infor-mación. Esta señora representa a la mayoría ignorante, pero que des-borda una única cosa: voluntad de lucha. Se enfrenta a cualquiera si viene a cuento.
ELLA desciende precisamente en la calle que buscaba la señora y de paso la mira con sarcasmo.
La búfala se da cuenta y los pistones se le ponen al rojo vivo de furia. Dentro de poco revivirá este pasaje de su vida en casa de una amiga comiendo carne de vacuno con frijoles; será como si prolon¬gase la vida durante el corto tiempo que dure este relato, sólo que el tiempo tam-bién transcurre inexorablemente mientras habla. Y con ello, la dama pierde tiempo para vivir nuevas experiencias. Nuevamente SE da vuelta para mirar a la dama completamente des¬orientada y enseguida se pone en marcha por un camino bien cono¬cido, rumbo a una casa bien conoci-da. De paso mira burlona a la dama, olvidando que dentro de unos po-cos minutos ELLA misma será reducida a un montoncito de cenizas bajo el fuego ardiente del soplete materno por llegar tan tarde a casa. Ni si-quiera la totalidad del arte podrá consolarla, aunque del arte se suelan decir muchas cosas, sobre todo, que es un consuelo. Pero en algunos casos prime¬ro provoca el sufrimiento.

Erika, la flor de la pradera. La mujer tomó el nombre de esta flor. Du-rante el embarazo la madre se imaginaba que sería algo tími¬do y deli-cado. Pero cuando vio la masa de arcilla que salió de su cuerpo, no tuvo reparo en ponerse manos a la obra para corregirlo a golpes y conformar algo puro y delicado. Quitar algo de aquí y algo de acá. Por instinto, to-do niño tiende hacia la suciedad y los excre¬mentos, por eso hay que atajarlo. Ya muy pronto la madre elige para Erika una profesión que de alguna forma tenga carácter artístico; de este modo se podrá extraer dinero de las delicadezas alcanzadas con tanto esfuerzo. Mientras tanto, el individuo medio rodeará y aplau¬dirá admirado a la artista. Ahora, fi-nalmente, Erika ha concluido su camino hacia lo delicado y su carro ha de enrielarse por los sende¬ros de la música y de inmediato deberá co-menzar a trajinar en el campo de las artes. Una muchacha como ELLA no ha sido hecha para llevar a cabo tareas duras, pesadas labores ma-nuales ni quehaceres domésticos. Desde su nacimiento estuvo predes-tinada a las sutilezas del baile clásico, del canto, de la música. Una pia-nista de fama mun¬dial, ése sería el ideal de la madre; y con el propósito de que la niña encuentre el camino en medio de un mundo de intrigas, clava seña¬lizadores en cada esquina y así también clava a Erika a la si-lla cada vez que no quiere estudiar. La madre advierte a Erika contra la hor¬da envidiosa que a cada paso intenta destruir lo conseguido y que casi siempre es de sexo masculino. ¡No permitas que te distraigan! En ningún momento de sus logros le está permitido descansar, no debe detenerse a tomar aire reposando apoyada en su pico de alpi¬nista; in-mediatamente ha de seguir adelante. Hasta alcanzar el si¬guiente nivel. Los animales del bosque se acercan peligrosamente y pretenden atraer a Erika hacia su manada. Los rivales desean arras¬trar a Erika hacia los acantilados con la excusa de mostrarle el paisa¬je. ¡Qué fácil es caer! Para que la hija se cuide, la madre le describe de forma didáctica las profundidades del precipicio. En la cima se halla la fama mundial que no alcanza casi nadie. Allí sopla un viento frío, el artista está solo, y éste así lo reconoce. Mientras la madre viva y se afane tejiendo el futuro de Erika, no existe más que una posibilidad para la niña: la más alta cima universal. La madre empuja desde abajo, ya que tiene los dos pies bien puestos en la tierra. Y de pronto Erika ya no se encuentra sobre el suelo heredado de la madre, sino sobre las espaldas de otro al que anula con intrigas. ¡Qué endeble es este fundamento! Erika se empina apoyando la punta de los pies sobre los hombros de la madre, con sus dedos hábiles se agarra firmemente a la punta; pero esto que parecía la cima no es más que el saliente de una roca; tensa la mus¬culatura de los an-tebrazos y tira y tira hacia arriba. Se encarama hasta el siguiente bor-de, pero nuevamente no ve sino otra roca, más abrupta aún que la an-terior. La fábrica de hielo que es la fama al menos tiene aquí una filial y almacena sus productos en grandes bloques; así se reducen los costes de almacén. Erika lame uno de los bloques y participa en un concierto de estudiantes con la esperanza de ganar el concurso Chopin. ELLA piensa que faltan sólo unos milí¬metros, ¡entonces estará arriba!
La madre aguijonea a Erika por su exceso de modestia. ¡Siempre eres la última! El discreto recato no sirve para nada. Siempre hay que estar por lo menos entre los tres primeros, todo lo que llega después, acaba en la basura. Así habla la madre, que quiere lo mejor para la niña y no la deja callejear ni tampoco, por ningún motivo, participar en compe-tencias deportivas que van en perjuicio del es¬tudio.
A Erika no le gusta llamar la atención. Cultiva un cuidadoso recato y espera que otros consigan las cosas por ella: ésta es la queja del ani-mal madre malherido. La madre se queja amargamente de que ella ha de resolverlo todo sola en beneficio de la niña, y así se lanza alegre-mente a la lucha. Erika sigue discretamente en la retaguardia, por lo cual ni siquiera recibe un par de monedas de regalo para comprarse medias o bragas.
Entre amigos y parientes –muchos ya no lo son, puesto que oportu-namente se ha establecido una distancia radical con ellos y también se ha alejado a la niña de su influencia–, la madre fanfarronea a voz en cuello que ha dado a luz un genio. ELLA lo percibe cada vez con mayor claridad –en esto, el pico de la madre es incansable. Erika es un genio en lo que se refiere al piano, sólo que aún no ha conseguido el mereci-do reconocimiento. De lo contrario, hace ya mucho tiempo que Erika habría llegado a las más altas cumbres, como un cometa. En compara-ción, el nacimiento del niño Jesús fue una alpargata.
Los vecinos asienten. A ellos les gusta oír cuando la niña estudia. Es como en la radio, pero no hay que pagar derechos de audición. Basta con abrir las ventanas y quizá las puertas para que los acordes pene-tren y se expandan como gas tóxico por todos los rincones. Aquellos vecinos que se molestan por el ruido, abordan a Erika aquí y allí y le pi-den silencio. La madre comenta con Erika el entusiasmo que provoca en el vecindario el soberbio ejercicio de su arte. Erika es llevada y traída como un escupitajo por el magro arroyuelo del entusiasmo materno. Más tarde se sorprende de las quejas de un ve¬cino. La madre jamás había hecho mención de esas quejas. Con el correr de los años, Erika superará a su madre cuando se trate de mirar a alguien con desprecio. Estos legos no interesan, madre, su juicio es torpe, su percepción no es madura, en mi profesión sólo interesan los especialistas. La madre res-ponde: no te mofes del elo¬gio de la gente sencilla que oye la música con el corazón y que ex¬perimenta más placer que los sofisticados, los mimados, los snob. Tampoco la madre entiende de música, pero some-te a la niña al ar¬nés de la música. Se desarrolla una leal competencia vengativa entre madre e hija, ya que la niña se da cuenta muy pronto de que ha superado a su madre en lo musical. La niña es el ídolo de la madre y por ello la niña sólo ha de pagar un discreto arancel: su vida. La madre desea administrar la vida infantil según su propio criterio. Eri-ka no debe tener trato con gente simple, pero siempre ha de prestar atención a sus elogios. Lamentablemente los especialistas no elogian a Erika. Un destino diletante y antimusical escogió al Gulda y al Brendel, a la Argerich y al Pollini, entre otros. Pero sin titubear pasó dándole las espaldas a la Kohut. Se ha de saber que el destino pretende ser impar-cial y que no se deja engañar por una larva enco¬petada. Erika no es guapa. Si quisiera serlo, la madre se lo prohibiría de inmediato. Erika estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de ELLA una pianista. Es arrojada al suelo como viruta de madera. No sabe qué sucede, porque hace ya tiempo que es al menos tan buena como los grandes. Entonces ocurre que Erika fracasa rotundamente en un importante concierto de fin de curso de la Academia de Música, fracasa en pre¬sencia de la totalidad de sus competidores y de la figura singular de su madre, que ha gastado sus últimos dineros en un vestido de con¬certista para Erika. A continuación, será abofeteada por la madre, ya que incluso legos absolutos en cuestiones musicales se dieron cuenta del fracaso de Erika; en su propia cara o incluso ya en sus manos. Por lo demás, ELLA no había elegido una pieza del gusto de la masa igno-rante, sino un Messiaen, una decisión que la madre había obje¬tado enérgicamente. De este modo, la niña no consigue colarse en los cora-zones de la masa, por la que madre e hija no sienten sino desprecio, la primera porque desde siempre no ha sido más que un miembro irrele-vante de aquella masa, la segunda porque jamás que¬rría llegar a ser un miembro irrelevante de la masa. Con oprobio, Erika desciende torpe-mente del escenario, con ver¬güenza la recibe su destinataria, la madre. También su maestra, una pianista que en su tiempo gozó de renombre, la regaña duramente por su falta de concentración. Se ha desaprove-chado una gran opor¬tunidad y nunca se repetirá. Pronto llegará el día en que nadie envi¬diará a Erika y nadie la buscará.
Qué alternativa tiene, salvo dedicarse a la docencia. Un trago amar¬go para el concertista, que de pronto vuelve a encontrarse frente a princi-piantes que no hacen más que balbucear y a estudiantes de cursos su-periores carentes de alma. Conservatorios y escuelas de música o tam-bién el ámbito de la docencia privada deben sopor¬tar pacientemente mucho de lo que en verdad debería ir a parar a un basurero o, en el mejor de los casos, hallaría un buen lugar en un campo de fútbol. Como en los viejos tiempos, muchos individuos jóvenes son empujados hacia el arte, la mayoría de ellos por sus pa¬dres, porque éstos no tienen ni la más remota idea de lo que es el arte, como mucho saben que existe. ¡Y se alegran tanto de ello! Desde luego que muchos son rechazados por el arte, porque en al¬gún punto se han de establecer los límites. Distin-guir entre el que está bien dotado y el que no lo está es una de las ta-reas favoritas de Erika en el ejercicio de la docencia, la selección es pa-ra ELLA una compensación; ELLA misma fue eliminada como un carnero entre las ovejas. Los alumnos y alumnas de Erika son de la más variada pro¬cedencia y ninguno de ellos había llegado siquiera a tomar el gusti¬llo de quién era la profesora. Pocas veces aparece una rosa roja entre ellos. A algunos Erika consigue arrancarles con éxito una que otra sona-tina de Clementi ya en el primer curso, mientras que otros aún hozan y se revuelcan en los estudios iniciales de Czerny y son deja¬dos a la deri-va en el primer examen, porque son incapaces de sepa¬rar el grano de la paja, mientras sus padres creen que ya muy pron¬to los niños harán milagros.
Erika ve con una alegría ambivalente a los más empeñosos estudian¬tes de los cursos superiores. Ellos llegan a las alturas de las sonatas de Schubert, la Kreisleriana de Schumann, las sonatas de Beethoven, aquellos puntos culminantes en la vida de un estudiante de piano. En el instrumento de trabajo, el Bósendorfer, se llegan a identificar hasta los sonidos más intrincados; del otro lado se halla el Bósen¬dorfer del maes-tro que sólo puede ser tocado por Erika, a no ser que se trate de una pieza para dos pianos. Cada tres años los estudiantes de piano deben someterse a un exa¬men de madurez para acceder al siguiente nivel. La mayor parte del trabajo que conllevan estos exámenes recae sobre Eri-ka, que debe pisar a fondo el acelerador para sacar el máximo rendi-miento del pesado motor de los estudiantes. A veces el mecanismo no llega a ponerse en marcha tal como sería deseable, porque el sujeto preferi¬ría estar haciendo otras cosas, en las que la música no figura si-no como una palabra que él querría susurrar al oído de alguna jovenci-ta. Este tipo de asuntos no son del gusto de Erika y, en la medida de sus posibilidades, los prohibe. Antes de los exámenes, Erika suele ser-monear que una nota falsa daña menos que una interpretación errónea en la que no se haga justicia a la obra en su conjunto; pero los sermo-nes van a dar a oídos sordos, obstruidos por el miedo. Para muchos de sus estudiantes la música significa el ascenso de las pro¬fundidades del proletariado a las alturas inmaculadas del arte. En el futuro también ellos serán profesores y profesoras de piano. Temen que en el examen sus dedos húmedos y entorpecidos por el miedo, descontrolados por un pulso acelerado, vayan a dar con una tecla equivocada. Ante esto, Erika puede hablar cuanto quiera acerca de la interpretación; ellos no aspiran más que a poder tocar la pieza hasta el final sin equivocarse.
En su interior, Erika siente interés por el señor Walter Klemmer, un muchacho guapo de cabello rubio que últimamente es el primero en lle-gar por la mañana y el último en partir por la tarde. Es un espéci¬men empeñoso, Erika tiene que reconocerlo. Estudia cuestiones técnicas, se dedica a la electricidad y sus bondades. En el último tiem¬po asiste a las clases de todos los estudiantes, desde los primeros ejercicios picotea-dos tímidamente sobre el teclado hasta el último manotazo de la Fanta-sía en fa menor, op. 49, de Chopin. Da la im¬presión de que le sobra mucho tiempo, lo cual es poco probable en un estudiante que cursa la última etapa de su carrera. Un día Erika le pregunta si no preferiría ejercitar un poco el Schónberg en lugar de estar ahí sentado perdiendo el tiempo. ¿Es que no tiene deberes pendientes en su estudio? ¿Asistir a cursos, ejercicios, en fin? Así se entera de que hay vacaciones semes-trales, algo en lo que ELLA no había pensado a pesar de que da clases a tantos estudian¬tes. Las vacaciones del curso de piano no coinciden con las de la universidad; en rigor, en el arte jamás hay vacaciones, éste lo per¬sigue a uno a todas partes y el artista es feliz de que las cosas sean así.
Erika siente extrañeza: ¿por qué viene siempre tan temprano, señor Klemmer? Alguien que, como usted, ha estudiado la 33b de Schónberg no puede disfrutar oyendo las cancioncillas de Frohes Singen, frohe's Klingen. ¿Por qué les presta tanta atención? Klemmer miente solícito: siempre y en todas partes se puede sacar provecho, aunque sea poco. Todo puede dar pie para extraer alguna lección, afirma el mentiroso que, en verdad, no tiene nada mejor que hacer. Argumen¬ta que hasta del más pequeño e insignificante de los hermanos se puede aprender algo, siempre y cuando se tenga la disposición que corresponde. Desde luego que ése es un estadio que hay que superar lo antes posible para poder seguir adelante. El estudiante no debe quedarse detenido en lo pequeño e insignificante, de lo contrario intervendrían las autoridades.
Por lo demás, al joven le gusta oír a su maestra cuando toca algo, aunque sólo sea un tantontin, tintontan o la escala en si mayor. Erika dice: no le haga cumplidos a su vieja maestra de piano, señor Klem-mer, el cual responde, cómo puede hablar de vieja, y tampoco se trata de cumplidos, ¡se trata de mi más absoluta, honesta e íntima convic-ción! A veces este guapo muchachón pide estudiar piezas ex¬tras y que no forman parte del programa regular, simplemente por¬que es tan em-peñoso. Mira a su maestra lleno de esperanzas y atien¬de a la menor señal. Está alerta a cualquier gesto. La profesora, sentada en lo alto de su cabalgadura, le baja los humos a este joven en tanto lo zahiere en relación con el Schónberg: tampoco es que lo domine usted tan a la perfección. Cómo disfruta el estudiante deján¬dose llevar por una docen-te como ELLA; aunque lo mire con altanería, ELLA tiene las riendas bien agarradas en sus manos.
A mí me parece que este chulillo guapetón está enamorado de ti, ad-vierte la madre malhumorada una de las tantas veces que va a buscar a Erika al conservatorio para dar juntas un paseo por el cen¬tro de la ciu-dad –una colgada del brazo de la otra y entrelazadas en todas sus complicaciones. También el tiempo es bueno, del gusto de las dos seño-ras. En los escaparates hay mucho que ver, cosas que Erika no debe ver por ningún motivo, ésa es la razón por la que la madre la ha ido a buscar. Zapatos elegantes, bolsos, sombreros, bi¬sutería. La madre con-duce a Erika por un camino diferente y la en¬gaña con el falso argumen-to de que hoy daremos un rodeo ya que el tiempo está tan bueno. En el parque todo ya ha florecido, en espe¬cial las rosas y los tulipanes, las que por cierto no han comprado sus trajes. La madre habla a Erika de belleza natural que no requiere de ningún acicalamiento artificial. Ellas son bellas por sí mismas, Erika, igual que tú. ¿Para qué tanta historia?
El octavo distrito ya les hace guiños presionando en sus entrañas; en el establo hay paja fresca. La madre al fin respira; remolca a la hija de-jando atrás las tiendas y enfila hacia su calle, la Josefstádterstrasse. La madre se alegra de que una vez más el paseo no les haya costado más que el desgaste de la suela de los zapatos. Más valen unas suelas gas-tadas y no que cualquiera se limpie los zapatos en las señoras Kohut.
En este distrito residencial predomina una población ya bastante vie-ja. Sobre todo mujeres mayores. Por fortuna esta señora mayor, la madre Kohut, se ha hecho de un apéndice más joven que la enor¬gullece y que cuidará de ella hasta que la muerte las separe. Sólo la muerte podrá separarlas, y ése es el puerto de destino que aparece escrito en la etiqueta del equipaje de Erika. A veces se sucede una serie de asesi-natos en el distrito y unas cuantas viejecillas mueren en sus madrigue-ras repletas de papel usado. Sólo Dios sabe dónde van a parar sus li-bretas de ahorro, y también el cobarde ladrón lo sabe porque ha busca-do debajo del colchón. Las joyas, las pocas joyas también han desapa-recido. El único hijo, un vendedor de vajillas, se queda sin nada. El oc-tavo distrito residencial de Viena es un barrio muy favorecido en lo que se refiere a asesinatos. No es difícil descu¬brir dónde vive una de estas ancianas. De hecho, para vergüenza de los demás inquilinos, en cada edificio vive una de estas abuelas que inocentemente le abre la puerta al supuesto cobrador del gas cuando llega presumiendo de ser un fun-cionario público. Se les ha advertido con frecuencia, pero ellas siguen abriendo su corazón y su puerta porque son personas solitarias. La se-ñora Kohut lo comenta con la señorita Kohut con el fin de crear pánico y para que ELLA nunca abandone a su madre.
Por lo demás, funcionarios de poca monta y tranquilos empleados. Pocos niños. Los castaños florecen y en el Prater los árboles vuel¬ven a dar brotes. En el Wienerwald ya verdean las viñas. Sin embar¬go, las Kohut no disfrutarán nada de esto, para ellas pasará de largo como un sueño porque no tienen coche.
Pero con frecuencia van con el tranvía hasta una estación final cui¬dadosamente elegida, donde descienden junto con todos los demás y alegremente dan un paseo. Madre e hija, en lo exterior como las ale¬gres tías de Charley Frankenstein, con las mochilas en la espalda. Bue-no, sólo la hija lleva una mochila en la que también tienen cabi¬da las escasas pertenencias de la madre y donde están protegidas de los cu-riosos. Zapatos tiroleses con suela gruesa. Tampoco olvidan el chubas-quero, siguiendo las instrucciones de la guía del excursionista. Prevenir es mejor que enmendar. Las dos señoras continúan su camino con toda decisión. No entonan canciones porque ellas entien¬den algo de música y no quieren mancillar la música con su canto. Que las cosas sean como en tiempos de Eichendorff, grazna la ma¬dre, porque lo que importa es el espíritu, la actitud ante la naturale¬za. No es tanto cuestión de la na-turaleza en sí misma. Éste es el espíritu de las dos señoras, porque ellas son capaces de disfrutar de la naturaleza donde quiera que se halle. Tan pronto oyen el murmu¬llo de un arroyuelo corren a beber de su agua fresca. Es de esperar que no haya meado en él algún venado. Tan pronto aparece un tron¬co grueso o matorrales densos aprovechan la ocasión para mear ellas, y la otra hace guardia para que no venga alguien y las mire sin ver¬güenza.
De este modo las dos Kohut cargan energía para acometer una nue¬va semana de trabajo en la que la madre tiene poco que hacer y la hija es desangrada por los estudiantes. ¿Has tenido muchos disgus¬tos?, pre-gunta cada día la madre a Erika, la pianista fracasada. No, es llevadero, responde la hija con esperanzas que la madre perseve¬rante se encarga de podar. La madre se queja de la poca ambición de la niña. La niña lleva más de treinta años escuchando esta falsa can¬tinela. La hija simu-la esperanzas pero sabe que lo único que aún podrá alcanzar es la cá-tedra, el título de profesora, del cual ya hace uso y que es concedido por el presidente de la República. Una cere¬monia sobria por los muchos años de servicio. Algún día, que ya no está tan lejano, llegará el retiro. La comunidad de Viena es generosa, pero, en una carrera artística, el retiro cae como un rayo. A quien le toca, le toca. La comunidad de Vie-na interrumpe de forma brutal el traspaso de la tradición artística de una generación a otra. Las dos señoras afirman alegrarse desde ya por el retiro de Erika. Urden numerosos planes para ese momento. Hasta entonces hará ya tiem¬po que el piso en el condominio estará comple-tamente amueblado y pagado. Además, habrán adquirido un terreno en Baja Austria, don¬de poder construir algo. Ha de ser una casita sólo para las dos se¬ñoras Kohut. Quien planifica, cosechará. Quien guarda, tendrá en tiempos de necesidad. Para entonces la madre ya andará por los cien, pero todavía estará llena de energía. El follaje del Wienerwald pa-rece inflamarse en la ladera bajo el efecto del sol. Por todas partes emergen tímidamente las flores de primavera; ma¬dre e hija las cortan y las echan en un bolso. Se lo merecen. El atre¬vimiento se castiga, ésta es una premisa de la señora Kohut. Real¬mente hacen tan buen juego con el florero de cerámica de Gmunden, ¿no es cierto Erika, las floreci-tas?

La adolescente vive en una reserva de veda permanente. Es prote¬gida de influencias y no se la expone a tentaciones. La veda no vale pa-ra el trabajo, sólo para la diversión. La brigada femenina, la madre y la abuela, está lanza en ristre para protegerla del cazador masculi¬no que está al acecho; si fuera necesario, espantarían al cazador con argumen-tos contundentes. Las dos mujeres ya envejecidas y con sus órganos genitales resecos y atrofiados se abalanzan sobre cualquier hombre pa-ra que no pueda acercarse a la cría. Ni el amor ni el pla¬cer han de pro-vocar a la cría. Endurecidos por el ácido silícico, los labios de la vagina de las dos hembras viejas golpean con un estertor seco, como las tena-zas de un cascas moribundo, pero nada cae en sus garras. Así, se en-sañan con la carne joven de la hija y nieta y la trocean lentamente mientras hacen guardia armada hasta los dientes para que nadie se acerque a envenenar la sangre adolescente. Por todas partes han pues-to espías que controlan el comportamiento de la cría hembra fuera de casa y que, a la llamada de las apoderadas fe¬meninas acuden para ex-poner tranquilamente el resultado de sus averiguaciones tomando un taza de café. Informan de todo; como premio se les sirve pastel casero. Al retorno de su expedición de reconocimiento comunican lo que han visto junto al antiguo muro defensivo: ¡la preciosa cría con un estudian-te de Graz! La niña no saldrá del cascarón doméstico hasta que se co-rrija y reniegue del hombre. Su casa de campo mira hacia el valle don-de viven las espías y, por costumbre, éstas devuelven las miradas a través de los prismáticos.
Ni siquiera barren la mugre de delante de sus puertas y descui¬dan las labores domésticas tan pronto comienzan a llegar los habi¬tantes de la capital, una vez que ha llegado el verano. El murmullo de un arroyo re-corre la pradera. El arroyo se pierde detrás de una gran rama de ave-llano y continúa más allá de los matorrales en la pradera del vecino. A la izquierda de la casa la pradera se encarama por una ladera escarpa-da y termina en un bosque, del cual sólo son propietarias de una parte, el resto es del Estado. En los alrededores la vista es interrumpida por un pinar, pero aun así se ve exactamente qué hace el vecino, y a su vez éste también ve lo que hace uno. Por los senderos van las vacas a pas-tar. Al fondo a la izquierda, una car¬bonera abandonada; a la derecha, un claro con un fresal. En lo alto, nubes, pájaros y también azores y águilas rateras. Azor madre y águila ratera abuela prohiben a la niña que abandone el nido. LE rebanan la vida en gruesas tajadas y las veci-nas se rego¬cijan urdiendo difamaciones. Cada nivel de sedimentos en que se manifiesta algo de vida es visto como terreno en descomposición y ha de ser eliminado. Demasiados paseos dañan los estudios de músi¬ca. Abajo, junto al muro defensivo revolotean los muchachos; ése es un punto de atracción para ELLA. Ríen a todo pulmón y desapare¬cen. Allí, entre las mujeres del campo, ELLA conseguiría brillar, ser un centro de atracción. Ha sido adiestrada para llamar la atención. Ha aprendido que ELLA es el sol en torno al cual todo gira; basta con que esté quieta y ya acuden los satélites a adorarla. ELLA lo sabe: es mejor que las demás porque siempre se lo han dicho. Pero más vale no ponerlo a prueba.
Al fin, contra su voluntad se encaja el violín bajo el mentón y es alza-do por un brazo que se resiste. Fuera ríe el sol e invita a tomar un ba-ño. El sol seduce a desnudarse ante los demás, lo que ha sido prohibido por las viejas mujeres de la casa.
Los dedos de la mano izquierda oprimen con dolor las cuerdas de acero sobre el mango del violín. El torturado espíritu de Mozart es arrancado del cuerpo del instrumento bajo jadeos y arcadas. El espíritu de Mozart grita desde un abismo porque la estudiante no siente nada, pero está obli¬gada a producir sonidos incesantemente. Bajo chillidos y gruñidos escapan los sonidos del instrumento. ELLA no ha de temer a la crí¬tica, lo principal es que algo suene; ésta es la señal de que la niña ha pasado del ejercicio de las escalas musicales a esferas más altas y que ha dejado atrás los restos mortales de su cuerpo. El desollado en¬voltorio físico de la hija es examinado minuciosamente en búsque¬da de huellas de manipulación masculina y a continuación es sa¬cudido con energía. Después de este proceso puede entrar en acción, limpia, seca y bien almidonada. Sin sentimiento alguno y sin que nadie pueda en-trometerse a hacerla sentir algo. La madre acota mordaz que, si la de-jasen a su aire, ELLA segura¬mente pondría más empeño en un joven-zuelo que en el piano. El piano ha de ser afinado cada año, ya que el áspero clima alpino daña irremisiblemente al instrumento. El afinador viaja desde Viena con el tren y sube el cerro jadeando rumbo a la casa donde unos chifla¬dos dicen que ha sido instalado un piano de cola, ¡a mil metros so¬bre el nivel del mar! El afinador advierte que el instru-mento resistirá uno o dos años más en el mejor de los casos; para en-tonces ya co¬menzará a sucumbir a la silenciosa acción conjunta de la oxidación, la podredumbre y los hongos. La madre cuida la correcta afi-nación del instrumento y también aprieta constantemente las clavijas de la hija, no porque le preocupe su afinación, sino sólo para poner de manifiesto la influencia materna en este instrumento vivo, torpe y fá-cilmente deformable.
La madre insiste en que las ventanas han de estar bien abiertas du¬rante los llamados «conciertos», aquella dulce recompensa del estu¬dio empeñoso; de este modo, también los vecinos podrán disfrutar de las dulces melodías. Armadas con los prismáticos, madre y abuela contro-lan desde lo alto si la campesina de la granja colindante atien¬de como debe ser, junto a toda la familia, y si están correctamente sentados en el banquillo delante de su cabaña escuchando sin chis¬tar. La vecina quiere vender leche, requesón, mantequilla, huevos y verdura, a cam-bio ha de someterse a la audición delante de su casa. La abuela elogia que, por fin, la vieja vecina dispone de tiempo li¬bre para oír música con las manos sobre el regazo. Toda su vida había esperado ese momento. En la vejez lo ha conseguido. Y, una vez más, qué bello ha sido. Tam-bién los veraneantes parecen estar sentados junto a ELLA y escuchar atentamente a Brahms. La madre canturrea alegre que ellos disfrutan de una música garantizada en su frescura a cambio de la leche tibia de calidad garantizada. Hoy se ofrece a la campesina y a sus visitantes un Chopin que acaba de ser injertado en la niña. La madre le advierte a la niña que debe tocar a todo volumen porque la vecina poco a poco se está quedando sorda. Así, los vecinos oyen una melodía nueva, una que hasta ahora no conocían. Aún tendrán que oírla muchas veces, hasta que lleguen a reconocerla en la oscuridad. Además, hemos abierto la puerta para que puedan oír mejor.
El sucio torrente clásico rebosa a través de todas las aberturas de la casa y se expande por las laderas hacia el valle. Los vecinos llegarán a tener la sensación de hallarse en su in¬mediata cercanía. Basta con que abran la boca y el suero tibio de Chopin se derrama en sus morros. Después seguirá Brahms, este músico de los insatisfechos, sobre todo de la mujer. Rápidamente concentra todas sus energías, estira las alas y se abalan¬za hacia delante contra las teclas, que reciben el golpe igual que la tierra soporta la caída en picado de un avión. Toda nota a la que no llega en el primer impulso pasa a pérdida. Ésta es una sutil vengan-za contra sus torturadoras ignorantes en materia musical; al eliminar una que otra nota siente un ligero cosquilleo de placer. Ningún lego percibe una nota perdida, en cambio, una nota equivocada arranca a los veraneantes de sus tumbonas. ¿Qué es lo que hacen allí arriba? Año a año le pagan a la campesina para disfrutar del silencio del campo y resulta que ahora truena la música en lo alto de la colina. Las dos ma-drastras acechan a su víctima, a la que ya le han chupado casi toda la sangre, las dos arañas peludas vestidas con el traje popular austriaco y sus delantales floreados. Incluso tienen más con¬sideraciones con sus vestidos que con los sentimientos de su cautiva. Se ufanan de que la niña haya permanecido tan humilde a pesar de tener por delante una carrera mundial. Por lo pronto la hija y nieta permanece oculta al mun-do, para que más tarde no sólo sea de pro¬piedad de la mamaíta y de la abuelita, sino de todo el mundo. Al mundo le piden paciencia, la niña le será entregada más adelante. Una vez más, ¡cuánto público tienes! Mi-ra, al menos siete personas en tumbonas a rayas de colores. Ésta es una verdadera prueba de fuego. Pero, una vez que acaba de pavonear-se con Brahms, ¿qué es lo que se oye? Como un eco grosero de lo que han oído resuenan las carcajadas estruendosas de los veraneantes en el valle. ¿De qué se ríen tan torpemente? ¿No sienten veneración?
Armadas con los cán¬taros de la leche, madre e hija emprenden una campaña para vengar a Brahms de las risotadas. En esta ocasión los veraneantes se quejan del ruido que trastorna la naturaleza. La madre responde cortante que en las sonatas de Schubert hay más paz bucólica que en la mis¬mísima paz bucólica. Pero claro, no lo entienden. Con la mantequi¬lla de campo y junto al fruto de su vientre, la madre retorna a su cerro solitario, arrogante y sin dirigirles la mirada. Orgullosa la si¬gue la hija con un jarrón de leche.'No se mostrarán al público hasta el próximo atardecer. Los veraneantes seguirán largo tiempo dedi¬cados a su entretención favorita: reírse de los campesinos. ELLA se siente ex-cluida de todo porque es excluida de todo. Algu¬nos siguen su camino e incluso pasan sin tomarla en cuenta. Tan pequeño es el obstáculo que ELLA representa. El excursionista sigue, en cambio, ELLA se queda tira-da como el papel grasiento de un boca¬dillo, cuando más, se mueve un poco con el viento. El papel no pue¬de ir muy lejos, se pudre en el lugar en que cae. Esta descomposi¬ción tarda años, años en los que no ocurre nada.
Para que ocurra algo ha venido su primo a visitarlas y llena la casa con su vitalidad. Más aún, él atrae otras vidas, vidas ajenas a las que él encandila como una luz a los insectos. El primo estudia medicina
y llama la atención de la juventud del pueblo con su rebosante loza¬nía y sus habilidades deportivas. Cuando está de humor cuenta chis¬tes de médico, y lo llaman Chavalote porque es un chaval que sabe estar de buen humor. Se destaca como una roca en la rompiente for¬mada por la ávida juventud del pueblo, que lo rodea y que quiere imitarlo en todos sus pasos. De pronto ha entrado vida en la casa, porque un hombre siempre trae vida a un hogar. Las mujeres de la casa miran al joven con una sonrisa condescendiente, pero llena de orgullo; sí, él tiene que desahogarse. Pero lo ponen en guardia con¬tra la víboras femeninas que andan buscando matrimonio. El joven disfruta al máximo desahogándo-se a la vista de todos, necesita pú¬blico y lo consigue. Incluso SU rígida madre sonríe. Sea como sea, el hombre tiene que salir al mundo hostil, entretanto la hija ha de morir, derrengarse bajo el peso de la música.
A Chavalote le encanta ponerse un bañador minúsculo y, en cuanto a las chicas, tiene preferencia por esos biquinis muy peque¬ños que últi-mamente han comenzado a estar muy de moda. Con sus amigos mide centímetro a centímetro lo que cada muchacha tiene para ofrecer y hace burla de aquello que no ofrecen.
Chavalote jue¬ga al badminton con las chicas del pueblo. Él se esfuer-za por iniciar¬las en el ejercicio de este arte, para el cual en primer lugar es necesa¬ria la concentración. Le gusta guiar la mano de las chicas con la paleta mientras ellas se avergüenzan de su biquini tan pequeño. Ésta se lo ha comprado con los ahorros que le permite hacer su sueldo de vendedora. La chica desearía casarse con un médico y muestra su figu-ra para que el futuro médico sepa lo que se llevaría. No tiene por qué comprar a ciegas. Los genitales de Chavalote están compri¬midos y ape-nas caben en una bolsita atada con dos tiras que pasan por encima de sus caderas y que a cada lado, a derecha e izquierda, están sujetas con un nudo. Es un poco descuidado; él no se pre¬ocupa de esas cosas. A veces los nudos se sueltan y Chavalote debe volver a atarlos. Es un mi-nibañador.
En la montaña, donde aún consigue ser admirado, el muchacho goza haciendo gala de sus habilidades de luchador. También domina unas cuantas llaves de judo. De tiempo en tiempo hace demostraciones con alguna nueva gracia. Ningún lego en estas artes es capaz de re¬sistir es-tas llaves y rápidamente va a dar al suelo. Todos ríen a carca¬jadas y el caído también ha de reírse humildemente con ellos para no acabar siendo motivo de burla. Las muchachas rondan en torno a Chavalote como frutas maduras recién caídas del árbol. El joven deportista no tie-ne más que recogerlas y servírselas. Las muchachas chillan estridentes mirándose de soslayo cuidadosamente unas a otras y aprovechando pa-ra avanzar al próximo lugar más ventajoso. Ruedan por la ladera y sueltan risitas, van a dar sobre guijarros o cardos y chillan. Sobre ellas se halla el jovencito triunfante. Toma por la muñeca a la chica más cer-cana y presiona y presiona. Aplica un misterioso movimiento de palan-ca, no se ve muy bien cómo, el caso es que la afectada es doblegada por su fuerza superior y por sus trucos arteros y cae de rodillas a los pies de Chavalote. En parte ella es llevada a tierra por él, en parte ella se deja arrastrar. ¿Quién podría resistir al joven estudiante? Cuando es-tá de muy buen hu¬mor, la chica caída que patalea ante él en el suelo es autorizada a besarle los pies; si no lo hace, Chavalote no le da respiro. Besa los pies y la supuesta víctima se hace ilusiones de otros besos, más dul¬ces, porque serán dados y arrancados de forma furtiva.
La luz del sol juega con sus cabezas; en la pequeña piscina se tiran agua y las gotas resplandecen con la luz. ELLA practica en el piano e ignora las salvas de risotadas que son disparadas por oleadas. SU ma-dre le ha recomendado enfáticamente que no les preste atención. La madre está sentada en las gradas del balconcillo y ríe, ríe y sos¬tiene en la mano un plato con pastas. La madre dice que se es joven sólo una vez, pero con los chillidos nadie la oye. Con un oído ELLA presta aten-ción al ruido del exterior provocado por su primo y las muchachas. Ve cómo él clava sus dientes sanos en el tiempo devorándoselo con apeti-to. Para ELLA el tiempo es más doloroso cada segundo que pasa; como el engranaje de un reloj, sus dedos marcan el tictac de los segundos sobre las teclas. Las ventanas del cuarto en que estudia tienen barro-tes. La sombra de los barrotes es la cruz con la que rechaza el divertido ajetreo que tiene lugar ahí fuera, como la defensa contra un vampiro que pretende chuparle la sangre.
El muchacho salta a la piscina para refrescarse; se lo ha merecido. La piscina fue llenada hace poco con agua fresca, es agua helada del pozo; sólo el valiente, el dueño del mundo se atreve a chapotear. Chavalote reaparece en la superficie resoplando como una ballena. ELLA lo percibe todo, pero sin verlo. Entre gritos y bravos se su¬man al futuro médico las nuevas amiguitas, tantas como quepan. ¡Qué chapoteo y revolco-nes! Ellas imitan en todo lo que haga Cha¬valote, ríe la madre. Ella es tolerante. También la vieja abuela, que ELLA comparte con el primo, se acerca de prisa para ver las travesu¬ras del estudiante. Hasta la abuela centenaria toca agua, porque para Chavalote no hay nada sagrado, ni siquiera la edad. Todas ríen del nieto varón, tan vital. Pero la madre, cuidadosa, le llama la atención porque Chavalote no tuvo la precaución de enfriarse cuidadosamen¬te la región cardiaca antes de saltar al agua: al final también ella acaba riendo, y hasta con más fuerza que las de-más, aunque contra su voluntad. Se contrae y llega a hipar de risa cuando Chavalote imita con toda naturalidad a una foca. La madre se sacude y se contrae como si en su interior alguien estuviera revolviendo bolas de cristal. Chavalote dispara una pelota al aire e intenta atraparla con la nariz, pero hasta para hacer payasadas se requiere ejercicio. To-dos se revuelcan de risa, risotadas van, risotadas vienen hasta las lá-grimas. Alguien canta a la tirolesa a toda voz. Otro da gritos como se suele hacer en la montaña. Dentro de un instante estará la comida. Es mejor refrescarse inmediatamente y no más tarde, cuando resulte peli-groso.
Enmudecen, se desvanecen los últimos acordes del piano, SUS ten-dones se relajan, el despertador que había puesto la madre ya ha so-nado. Salta en la mitad de la frase y corre hacia fuera cargada de con-fusos sentimientos juveniles, para quizá alcanzar a participar de la últi-ma parte del griterío y jugueteo general. La prima es reci¬bida con los debidos honores. ¿Otra vez te has pasado tanto tiempo practicando? Que tu madre te deje en paz, si estamos de vacaciones. La madre no quiere que la niña esté expuesta a malas influencias. Chavalote, que no bebe ni fuma, agarra un bocadillo de salchichón entre los dientes. Aun cuando la comida estará lista en un instante, las señoras de la casa no pueden negarle un pan a su preferido. En seguida, Chavalote escancia una buena cantidad de jarabe de fram¬buesa, de la propia cosecha, en un vaso de medio litro, lo llena con agua del pozo y se lo vacía en el gaznate. Con esto ya ha recupera¬do fuerzas. Con la palma de la mano se golpea satisfecho el muscu¬loso abdomen. También se da golpes en otros músculos. La madre y la abuela pueden discutir durante horas so-bre el bendito apetito de Chavalote. Compiten con ingeniosas ideas so-bre los detalles de la alimentación, discuten el día entero si Chavalote prefiere las escalopas de ternera o de Cerdo. La madre le pregunta al sobrino qué tal los estudios y el sobrino responde que por ahora quiere olvidar los estudios. Quiere comportarse como un joven y desahogarse. Ya lle¬gará el día en que tenga que aceptar el hecho de que su juventud ha quedado muy atrás.
Chavalote apunta con la vista hacia ELLA y le sugiere que se ría un poco. ¿Por qué está tan seria? Le recomienda el deporte, porque da pie a risas y, en general, porque puede surtir efectos muy positivos. El pri-mo ríe con tanta fuerza por el simple placer deportivo que los restos del bocadillo de salchichón salen disparados de sus fauces. Llega a gemir de placer. Se estira a su gusto. Gira en torno a sí mismo como una peonza y se tira sobre el prado como si estuviera muerto. Pero inme-diatamente vuelve a saltar, que nadie se asuste. Porque ahora ha lle-gado el momento de aplicarle la llave patentada del luchador a la pri-ma, a ella hay que divertirla. La prima se alegra, la tía se disgusta.

A toda velocidad emprende el viaje al suelo, ¡que lo disfrutes! Viaje sin retorno. Desciende a lo largo de su propio eje; hacia abajo con todo el ascensor desciende. Con vértigo ve pasar los árboles, la pequeña ba-randilla de las escaleras con las rosas silvestres, los que se hallan alre-dedor, todo desaparece. De un tirón es alzada. Sus costillas se compri-men, la vellosidad del pecho del Chavalote se pierde por encima de su cabeza, el punto de vista cambia y ya tiene en su campo visual las tiras que sostienen el paquete con sus testículos. Inexora¬blemente aparece de inmediato el pequeño monte Everest de color rojo y más abajo, en visión ampliada, los vellos de los muslos. De pronto el ascensor se de-tiene. Planta baja. En algún lugar de su es¬palda crujen con fuerza los huesos y rechinan las articulaciones; tan repentina ha sido la presión. Y, ¡hela ahí!, de rodillas, ¡bravo! Una vez más Chavalote ha conseguido doblegar a una muchacha. Ella está arrodillada ahí, delante de su primo que se divierte con estos juegos inventados para las vacaciones, un ni-ño en vacaciones ante otro niño en vacaciones. Una ligera ráfaga de lá-grimas brilla en SU cara; alza la mirada para ver el gesto de una risa a punto de reventar. Este bribón la ha manipulado con verdadero acierto y se alegra de su victoria. Es aplastada en la hierba. La madre hace una llamada de atención cuando ve que la niña es tratada del mismo modo que la juventud del pueblo, la hija prodigiosa a la que todos admiran. El paquetito rojo cargado de sexo comienza a balancearse, nota sugerente ante SUS ojos. Es propiedad de un seductor al que ninguna resiste. Tan sólo por un momento apoya en él su mejilla. Ni ella misma sabe por qué. Al menos una vez quiere sentirlo, quiere tocar con los labios esa resplandeciente bola del árbol de Navidad. Du¬rante un instante es ella quien recibe este paquete. ELLA lo roza con los labios, ¿o quizá fue con el mentón? Ocurrió sin que se lo pro¬pusiera. Chavalote no sabe que ha desencadenado una avalancha en su prima. Ella mira y mira. El paquete ha sido puesto ahí para ella como un preparado bajo el microscopio. Cuánto desea que este ins¬tante se prolongue, es tan bello.
Nadie alcanzó a darse cuenta, todos estaban ocupados con la comi¬da. Chavalote LA suelta de inmediato y titubea dando un paso hacia atrás. En vista de las circunstancias, hoy prescindirá del besapiés con el cual suele terminar el ejercicio. Se mueve un poco para relajarse, da saltitos para salir de la situación embarazosa y escapa a toda prisa soltando una carcajada. La pradera se lo traga, las señoras llaman a comer. Chavalote ha emprendido el vuelo, ha abandonado el nido. No dice na-da. Pronto habrá desaparecido del todo y unos cuantos amiguetes lo seguirán. ¡A cazar en descampado! En ausencia, Cha¬valote es censura-do suavemente por la madre a causa de sus locuras. La madre se ha esforzado tanto en la cocina y ahora se queda con la comida hecha.

Chavalote reaparece mucho más tarde. Reina el silencio de la noche, sólo el ruiseñor junto al arroyo. Los demás juegan a las cartas en las gradas del balconcillo. Las mariposas revolotean torpemente en tor¬no a la lámpara a petróleo. ELLA no se deja atraer por un haz de luz. ELLA está sentada sola en su habitación, separada de la masa que la ha olvi-dado porque es un peso liviano. No ejerce peso sobre nadie. De un pa-quete con muchos envoltorios saca una hoja de afei¬tar. Siempre la lleva consigo, dondequiera que vaya. La hoja de afei¬tar ríe como el novio an-te la novia. ELLA prueba cuidadosamente el filo, es tan cortante como debe ser una hoja de afeitar. Entonces aplasta varias veces la hoja pro-fundamente en el dorso de la mano, pero no tanto que pudiera cortarse los tendones. No siente dolor. El metal penetra como en un trozo de mantequilla. Por un instante, en el tejido de la piel aparece una ranura como la de una alcancía, ense¬guida brota la sangre que hasta entonces permanecía retenida con esfuerzo detrás de las compuertas. En total son cuatro cortes. Basta con eso, de lo contrario se desangraría. Limpia la hoja de afeitar y la guarda. Todo el tiempo brota y corre la sangre de color rojo claro de las heridas y lo mancha todo a su paso. Brota tibia-mente y sin hacer ruido, no es molesto. Es muy líquida. Fluye sin cesar. Lo tiñe todo de rojo. Cuatro ranuras de las que brota constantemente. En el suelo y ya también sobre las sábanas se reúnen las cuatro ver-tientes formando una corriente. Guíate sólo por mis lágrimas, pronto te acogerá el pequeño arroyuelo. Se forma un pequeño charco. Y sigue fluyendo. Y fluye y fluye y fluye y fluye.

Por hoy, la siempre pulcra profesora Erika abandona alegremente el lugar en que desarrolla sus actividades musicales. Su discreta par¬tida es acompañada por clarines y trombones, además de uno que otro trino de violín; todo se abre paso a través de las ventanas. Mú¬sica de acom-pañamiento. Erika apenas se posa sobre los peldaños de las escaleras. Hoy la madre no la espera. Con resolución, Erika toma inmediatamente un camino que ya ha recorrido una que otra vez. Éste no conduce direc-tamente a casa; quizá haya algún soberbio lobo, un lobo feroz, apoyado en algún poste de telégrafos situado en un descampado y se escarbe entre los dientes para extraer los restos de carne de su última víctima. Erika desea sentar un prece¬dente en su vida más bien monótona e invi-tar al lobo con la mirada. Lo identificará ya desde la distancia y oirá el rasguido de los tejidos y el reventar de la piel. Esto será ya a última hora de la tarde. En la bruma de verdades musicales a medias, ésta se-rá una experiencia ex¬traordinaria. Erika camina con un destino bien de-finido.
Calles abismales se abren y vuelven a cerrarse porque Erika no se decide a atravesarlas. Ella mira hacia delante con terquedad cuando ca-sualmente algún hombre le hace un guiño. Éste no es el lobo, y su sexo no se abre húmedo, sino que se tapona férreamente. Como una gran paloma, Erika alza la cabeza, de modo que el hombre continúa su ca-mino y no vuelve a detenerse. El hombre queda sorprendido por el des-prendimiento de tierra que ha provocado. Se quita de la cabeza la idea de utilizar o proteger a esta mujer. Erika mira con arrogancia; la nariz, la boca, todo se transforma en una flecha que cruza veloz como que-riendo decir: ¡allá voy!
Una jauría de joven¬zuelos hace un comentario despectivo sobre la señorita Erika. Ellos no saben que se trata de la señorita profesora y no le rinden hono¬res. La falda a cuadros de Erika cubre exactamente hasta las rodillas, ni un milímetro por debajo, ni uno por encima. Además, una blusa de seda que cubre su torso a la medida. La cartera con las partituras, como siempre segura bajo el brazo; la cremallera rigurosa-mente ce¬rrada. En Erika todo lo que tiene cierres está cerrado. Haga-mos un tramo con el tranvía que va a los suburbios. El billete normal no cubre este recorrido y Erika debe comprar un billete adi¬cional. No suele ir en este rumbo. Estos territorios no se visitan si no es por deber. Tampoco los estudiantes suelen proceder de este barrio. Aquí no hay música que resista más de lo que dura un disco en el tocadiscos auto-mático.

Los pequeños chiringuitos ya escupen su luz sobre las aceras. En las islas creadas por los faroles hay grupos disputando porque alguien ha formulado una falsa afirmación. Erika ve muchas cosas que no le son muy familiares. Aquí y allí arrancan las vespinos o despiden su crepitar punzante por los aires. Después se alejan a toda prisa, como si alguien las esperara. La casa parroquial, donde la noche adquiere colores y por donde no han de circular las vespinos porque alteran la paz. Por lo ge-neral hay dos personas encaramadas en estos ve¬hículos sin fuerzas; hay que aprovechar el espacio. No cualquiera es dueño de una vespino. Los coches más pequeños van repletos hasta la bandera. Hasta la abue-la suele hallarse ahí, entre la parentela, y es llevada de paseo al ce-menterio.
Erika desciende. Desde aquí sigue a pie. No mira ni a izquierda ni a derecha. Los empleados están poniendo los candados a las puertas de un supermercado; enfrente carraspean suavemente los últimos motores de las conversaciones de las amas de casa. Un falsete se im¬pone sobre un barítono, que las uvas estaban muy pasadas. Las peo¬res eran las úl-timas, las del recipiente de plástico. Por eso, hoy no había que com-prarlas, grazna una a voz en cuello delante de las demás; todo un cerro de quejas e ira. Una cajera lucha con su cal¬culadora detrás de las puer-tas de cristal. No lo consigue, no consigue descubrir el error. Un niño sobre una patineta, y otro corre junto a él lloriqueando porque le había prometido que él también podría jugar. El otro niño ignora los ruegos del más débil. En otros barrios ya no se ven estas patinetas, piensa Eri-ka. También ella recibió una de regalo y se alegró mucho. Pero no le fue permitido utilizarla por¬que las calles matan a niños.
La cabeza de una niña de unos cuatro años sale disparada hacia la nuca de un tortazo como un huracán e, inerme, se queda rotando un instante cual si se tratase de un dominguillo que momentánea¬mente ha perdido el equilibrio, hasta que se recupera con bastante esfuerzo. Al fin la cabeza de la niña retorna a su lugar y estalla en espantosos gri-tos, ante lo cual la impaciente mujer vuelve a ponerla en movimiento rotatorio. La pequeña cabeza comienza a mostrar señales de tinta ape-nas perceptibles y que prometen pasar a peor. Ella, la mujer, tiene que cargar pesadas bolsas y de buena gana vería desaparecer a la niña por las rejillas del desagüe. Cada vez que se dispone a maltratar a la pe-queña ha de dejar en el suelo las bolsas, con lo cual se suma un trabajo adicional. Pero el pequeño esfuerzo parece merecer la pena. La niña aprende el lenguaje de la violencia, pero es lerda y en la escuela casi no da muestras de progreso. Domi¬na unos cuantos vocablos, los indispen-sables, aun cuando no es fácil entenderla en medio del griterío.

La mujer y la niña quedan atrás. Desde luego, ¡sí se quedan deteni¬das cada dos por tres! Son incapaces de avanzar al ritmo de nuestro tiempo. Erika, la caravana, avanza veloz. Éste es un barrio mera¬mente residencial, pero no es bueno. Van llegando los padres de familia y des-aparecen por los portales laterales para reaparecer como martillazos en medio de sus familias. Orgullosos y prepotentes suenan los últimos por-tazos de los coches; hasta el coche más pe¬queño ocupa el lugar de un favorito indiscutido en estas familias y a él le está permitido todo. Per-manece amablemente brillando junto a la acera mientras su dueño va de prisa tras la cena.
Quien en este instante no tiene un hogar, lo desea, pero jamás logra-rá construir algo, ni siquiera a través de la Caja de la Construcción y sus crédi¬tos. Los que tienen su hogar aquí, precisamente aquí, prefieren ca¬llejear en vez de estar en casa. Cada vez son más los hombres que se cruzan en el camino de Erika. Como por arte de magia han desapa¬recido las mujeres en sus cuevas, que aquí acostumbran a llamar vi-viendas. A esta hora no salen solas a la calle. Cuando más van a tomar una cerveza en compañía de sus familiares o visitan a algún pariente. Pero sólo si van acompañadas de un adulto. Por todas partes se intuyen su presencia indispensable y sus quehaceres. Los olores de las cocinas. A veces los golpes de las cacerolas y el raspa¬do con un tenedor. Azulo-so titila en una que otra ventana el primer serial de la televisión; poco a poco ya está en todos. Ventanas cente¬lleantes con las que se alhaja la noche.
Las fachadas se transforman en bambalinas planas detrás de las cua-les nadie se imagina qué ocu¬rre; todo es igual y se junta con lo igual. Lo único real es el ruido de la televisión; éste representa la verdadera vida. En este sector to¬dos viven las mismas experiencias, salvo en los pocos casos en que algún sujeto especial ha seleccionado el programa El mundo de la Cristiandad en el segundo canal. Tales individualistas son informa¬dos acerca de un congreso eucarístico, sobre el cual incluso se dan cifras, En efecto, actualmente es recompensado el que quiere ser dis¬tinto de los demás.
Aquí: ladridos en los que retumba el sonido de la ü del turco. Ense¬guida se oye la segunda voz, guturales contratenores serbocroatas. Manadas de hombres que aparecen como disparados mediante un arco, pequeños grupos que emergen correteando aisladamente y gol¬pean al unísono: hacia una bóveda bajo la línea del metro, en la cual se ha ins-talado un peepshow. Está en una de las bóvedas del via¬ducto, sobre la que pasa retumbando el tren. Se ha aprovechado impecablemente has-ta el último rincón, no han desperdiciado ni un centímetro. Es probable que los turcos estén vagamente familiariza¬dos con las bóvedas a través de sus mezquitas. Quizá el conjunto les recuerde un harén. La bóveda de un viaducto, completamente despejada, repleta de mujeres desnu-das. Una detrás de la otra, a todas les toca. Un pequeño monte de Ve-nus. En miniatura.
Ya se acerca Tannháuser y golpea con su vara. Una bóveda construi-da con ladri¬llos. En su interior más de alguno se ha quedado embobado miran¬do a una mujer. Todo está acomodado perfectamente en este pe-que¬ño local donde las mujeres se estiran y retozan. Ellas, las mujeres, se alternan. Rotan de acuerdo con el principio del tedio en la serie del peepshow, para que el cliente fiel y los visitantes regulares puedan ver una buena variedad de carne a intervalos previamente estableci¬dos. De lo contrario, no vuelven. Mal que mal, ellos vienen con su precioso di-nero y lo introducen moneda a moneda por la insaciable ranura. Porque cada vez que el asunto se pone atractivo debe intro¬ducir otra moneda. Una mano introduce la moneda, la otra bombea la virilidad sin beneficio alguno. En casa, el hombre come por tres y aquí lo tira desconsidera-damente por los suelos.
Cada diez minutos retumba el tren suburbano de Viena. Resuena en toda la bóveda, pero las chicas continúan revolcándose imperturba¬bles. Uno se acostumbra a que cada cierto tiempo se oiga este tronar apaga-do. Se introduce la moneda por la ranura, la ventanilla hace un clic y aparece la carne rosada; es una maravilla de la técnica. Esta carne no debe tocarse, además, ni siquiera se podría porque está se¬parada por una pared.

La ventana que da al exterior, hacia la pasarela de las bicicletas, está cubierta con un papel negro. La decoran adornos de color amarillo. So-bre el papel negro se ha colocado un espejo para poderse mirar. No se sabe muy bien para qué, quizá para ordenarse el pelo después de la función. Al lado hay un pequeño sexshop. Ahí se puede adquirir lo que dicte el apetito. En la oferta no se incluyen mujeres, pero, a cambio, hay diminutas prendas de nylon con nume¬rosas aberturas situadas de-lante o atrás. En casa se viste a la mujer con ellas y uno puede meter mano sin que la mujer tenga que quitarse las bragas. Para combinar, también hay camisetas; arriba tienen dos agujeros circulares en los que la mujer ha de introducir las tetas. Lo demás queda cubierto, pero se trasparenta.
Cada prenda lleva pequeños encajes. Existen dos colores a elección, rojo oscuro o negro. A una mujer rubia le va más el negro, a una more-na le sienta mejor el rojo. También hay libros y revistas, películas y ví-deos, todo más o menos polvoriento. Aquí estos últimos no se venden. La clientela no tiene un aparato de vídeo en casa. Mejor se da la venta de los condo¬nes con distintos tipos de rugosidad en la superficie; tam-bién las mujeres inflables. Primero ven ahí dentro a la mujer de verdad, después se compran aquí la imitación. Porque lamentablemente el comprador no puede llevarse al pequeño cubículo las bellezas des¬nudas y servirse de ellas hasta reventarlas.
Estas mujeres no han vi¬vido experiencias profundas, de lo contrario no se expondrían a las miradas tal como lo hacen. Ésta no es una pro-fesión para una mujer. Lo mejor sería llevarse de una vez a una, cual-quiera, al fin, todas son iguales. No presentan diferencias fundamenta-les, cuando más en el color del pelo; los hombres, en cambio, tienen una personalidad más individualizada, uno prefiere esto, aquél lo otro. La cerda cachonda detrás de la ventanilla, o sea, del lado de allá de la barrera, querría a su vez que el buey del otro lado del cristal se arran-cara la polla de tanto masturbarse. De esta forma, cada uno saca bene-ficio del otro y el ambiente es muy relajado. Ningún servicio sin su con-trapartida. Ellos pagan y también reciben algo a cambio. El bolsito que Erika lleva junto a su cartera con las partituras está repleto de monedas de diez chelines ahorradas para esta ocasión.

Casi nunca aparece una mujer por aquí, pero claro, Erika siempre quiere ser algo especial. Ella es así. Cuando hay muchos que son así o asá, ella por principio quiere ser todo lo contrario. Mientras unos dicen arre, sólo ella dice soo, y se alegra de ser como es. Es la única forma en que consigue llamar la atención. Y ahora quiere entrar ahí. Los en-claves e islotes idiomáticos turcos y yugoslavos ceden tímida¬mente ante esta aparición de otro mundo. De pronto son incapaces de contar hasta tres, pero les encantaría ultrajar mujeres, si pudieran. A espaldas de Erika le dicen cosas que ella por fortuna no compren¬de. Ella lleva la ca-beza en alto. Nadie le mete mano, ni siquiera uno que está completa-mente borracho. Además, hay un hombre mayor que está atento. ¿Será el dueño o el administrador?
Los pocos natu¬rales del país tratan de pasar inadvertidos. Ellos no cuentan con una panda que les insufle seguridad, y, además, aquí tie-nen que rozarse con gente a la que normalmente evitarían. Están ex-puestos a un con¬tacto físico que no desean, y el que desean obtener no lo consiguen. Por desgracia, el impulso sexual del hombre es fuerte. Ya no da para una buena copa de vino, ésta es la anterior a la última.
Los nativos pasan titubeando junto a los muros del viaducto. Bajo el arco, junto al gran espectáculo, hay una tienda especializada en artícu-los para esquiar y, en el arco anterior, una tienda de bicicletas. Los de estas tiendas ya están durmiendo, adentro no se ve más que oscuridad. Aquí, en cambio, una luz amable los atrae, estas mariposas noctur¬nas, estas falenas atrevidas. Ellos quieren ver algo a cambio de su dinero. La separación de uno a otro es rigurosa.
Las cabinas de ma¬dera están hechas a su medida. Son pequeñas y estrechas y sus inquilinos temporales también son gente pequeña. Por otra parte, mientras menores sean sus dimensiones, más cabinas ca-ben. De este modo se da oportunidad de aligerarse a un número relati-vamente grande en un tiempo relativamente corto. Las preocupaciones se las llevan de vuelta, pero su valioso semen se queda aquí. Las muje-res de la limpieza se ocuparán de que no fecunde. Aun cuando, en caso de ser consultados, cada uno de ellos cree ser particularmente fértil. Por lo general está todo ocupado. La empresa es una mina de oro, un tesoro. Los trabajadores extranjeros esperan pacientemente en grupos haciendo fila. Matan el tiempo contando chistes sobre mu¬jeres.
La pequeñez de las casetas es directamente proporcional a la peque-ñez de sus propias viviendas, en las cuales suelen ocupar ape¬nas un rincón. De modo que están acostumbrados a la estrechez y aquí incluso están separados unos de otros mediante un tabique. En cada cubículo sólo entra uno cada vez. Ahí está solo consigo mismo. La mujer aparece en la mirilla tan pronto ha introducido el dinero. Los dos apartamentos individuales con atención especial para el hombre exigente están casi siempre vacíos. Porque son pocas las ve¬ces que aparece un hombre con deseos singulares.

Erika entra en el local, toda una señora profesora. Una mano intenta acercársele, algo tímida, pero se recoge de inme¬diato. Ella no se dirige al área para empleados de la casa, sino al sector destinado a los clien-tes que pagan. Es la sección principal. Esta mujer quiere ver algo que en casa podría mirar con menos gas¬to frente al espejo. Los hombres no ocultan su sorpresa, porque ellos han debido ahorrar dinero de la comi-da para poder venir aquí como furtivos cazadores de mujeres. Máxima atención, la de estos cazadores. Se asoman por las ventanillas y el di-nero se agota muy pronto. No puede escapárseles nada.
También Erika viene sólo a mirar. Aquí, en esta cabina ya no es nada. Nada hace juego con Erika, pero ella sí que hace buen juego con esta cartuja. Erika es un instrumento compacto con forma hu¬mana. La natu-raleza no parece haber dejado en ella ninguna abertu¬ra. Erika siente que tiene madera maciza donde el Gran Carpintero hizo un orificio a las mujeres de verdad. Es fofo, pútrido, madera solitaria en medio de un bosque, y la descomposición avanza. En cambio, Erika va y viene como una gran señora. Se pudre interior¬mente, pero rechaza a los turcos con su sola mirada. Los turcos la quieren recuperar para el mundo de los vivos, pero se dan de narices en su altanería.
Erika entra con señorío en la gruta de Venus. Los turcos no son corte-ses, pero tampoco descorteses. Simplemente de¬jan que Erika entre con su cartera llena de partituras. Incluso puede abrirse paso hacia delante y nadie lo objeta. Además, lleva guantes. El hombre de la entrada tiene el valor de llamarla distinguida seño¬ra. Por favor, pase usted. La hace pasar a la discreta salita en la que los focos alumbran tetas y coños. Así se saca lustre a los triángulos velludos, porque esto es lo primero de lo primero que miran los hombres: en ese sentido existe una regla infali-ble. El hombre mira a la nada, mira la simple carencia. Primero dirige su mirada a esta nada, después sigue el resto de la mamaíta.

Erika es conducida personalmente a una cabina de lujo. Ella, la se¬ñora Erika, no tiene que esperar. Que los demás sigan esperando. Tiene el dinero a punto, igual que su mano izquierda cuando toca el violín. Durante el día saca cuentas de cuánto tiempo podrá mirar con las mo-nedas de diez chelines que tiene ahorradas. Este dinero proviene de ahorros en la merienda. En este momento la carne es iluminada por un foco azul. ¡Incluso utilizan colores!
Erika levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo pone frente a la nariz. Respira profundamente lo que otro ha producido con in¬tenso trabajo. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital. También hay clubes en los que se puede fotografiar. Ahí, cada uno busca su modelo, según gusto y estado de ánimo. Pero Erika no quiere tomar parte en ninguna trama, ella sólo quiere mirar. Simplemente estar ahí sentada y mirar. Mirar. Erika, la que mira sin to-car.
Erika no siente nada y jamás tiene la posibilidad de acariciarse. La madre duerme en la cama vecina y observa las manos de Erika. Las manos han de practicar y no andar por ahí como las hormigas debajo de la sábana y pasar por el frasco de la mermelada. Tampoco siente nada cuando se corta o cuando se pincha. Lo único que ha llegado a desarrollar estupendamente es el sentido de la vista. La cabina hiede a desinfectante. Las mujeres de la limpieza también son mujeres, aunque no lo parecen. Sin prestar mayor atención re¬cogen en un cubo mugrien-to el semen de estos cazadores ocasiona¬les. Y aquí hay otra bola de un pañuelo de papel arrugado, dura como el cemento.
Si dependiera de Erika, podrían tomarse un des¬canso y dar reposo a sus huesos maltratados. Siempre agachadas. Erika está simplemente sentada y mira. Ni siquiera se quita los guantes para evitar cualquier roce en esta mazmorra maloliente. Quizá no se quita los guantes para que nadie le vea las esposas. Erika sube el telón y detrás de las bamba-linas aparece ella misma moviendo los hilos. ¡Todo el espectáculo está hecho para ella! Aquí no se admiten mujeres contrahechas. Se busca belleza y una buena figura. Cada una ha de someterse a un minucioso control físico, ningún empresario quiere que le den gato por liebre. Lo que Erika no ha conseguido en el escenario de conciertos, aquí lo logran otras mujeres en su lugar.
La valoración se hace de acuerdo con el tamaño de las curvas feme-ninas. Ella mira sin interrupción. Apenas se dis¬trae un instante y ya se ha consumido otra moneda. Una de pelo negro se ofrece al público en una posición espectacular que permite mirar a su interior. Gira sobre una especie de torno de alfarero. Pero, ¿quién gira el torno? Primero junta los muslos, no se ve nada, pero la saliva del deseo fluye a la bo-ca. Entonces abre len¬tamente las piernas y pasa frente a cada una de las ventanillas.
A pesar de los esfuerzos por cuidar la equidad, a veces ocurre que una ventanilla ve más que otra porque la plataforma se mueve inin¬terrumpidamente. Quien juega, gana, y quizá vuelva a ganar. A su al-rededor la masa se soba y amasa y, a su vez, es cuidadosa¬mente mez-clada sin detención por un gran pastelero invisible. Diez pequeñas bombas trabajan a toda marcha. Algunos ya comienzan en secreto a ordeñar fuera para que les cueste menos dinero hasta llegar a disparar. La dama de turno ofrece compañía. En las ermitas vecinas, los rabos se liberan de su valiosa carga en medió de contracciones y sacudones. De-ntro de poco vuelven a car¬garse y nuevamente se ha de aquietar su an-siedad. Hay que contar con cuarenta o cincuenta chelines si se tienen problemas de carga y descarga. Sobre todo si, por mirar, se descuida el trabajo en el pro¬pio rodillo. De ahí que constantemente aparezcan nue-vas mujeres y ofrezcan distracción. El que es imbécil se dedica a mirar y no hace nada.

Erika mira. El objeto de su placer visual se pasa la mano entre los muslos y, haciendo una pequeña O con la boca, da muestras de estar disfrutando. Excitada de que haya tantos mirando, cierra los ojos y los abre hacia arriba con la cabeza completamente girada. Estira los brazos y se soba los pezones para que se yergan. Se sienta cómoda¬mente y abre generosamente las piernas; ahora se puede mirar desde abajo al interior de la mujer. Juguetea con el vello púbico. Se lame con fuerza los labios mientras uno que otro cazador da con su cule¬brón en el blan-co. Ella muestra con el rostro lo delicioso que sería estar sola contigo. Pero lamentablemente la gran demanda no lo per¬mite. De este modo, a todos les toca, no sólo a uno.
Erika mira atentamente. No para aprender. En ella nada se conmue¬ve ni se excita. Pero aun así tiene que mirar. Para su propio disfrute. Cada vez que piensa en irse, algo le dirige enérgicamente la cabeza bien pei-nada hacia la ventanilla y sigue mirando. La plataforma ro¬tatoria en que se encuentra la bella mujer continúa girando. Sigue y sigue mirando. Ella es tabú para sí misma. Nada de tocarse. A su derecha e izquierda gimen y lloriquean de placer. Personal¬mente no llego a entenderlo, re-plica Erika, yo esperaba más.
Un es¬cupitajo de semen da contra el tabique de madera. Las paredes se pueden limpiar fácilmente porque su superficie es lisa. En algún lu¬gar, a la derecha, un señor visitante inscribió piadosamente en co¬rrecto alemán las palabras «Sta. María puta ebria». No es frecuente que al-guien se dedique a hacer inscripciones en el muro; el hombre ha de concentrarse en otra cosa. No están muy familiarizados con las letras. Sólo les queda una mano libre, con frecuencia, ni eso. Además, tienen que introducir las monedas.
Una damita-dragón teñida de rojo ofrece su trasero ligeramente sali¬do en carnes. Masajistas de mala muerte se revientan los dedos des¬de hace años en su celulitis. Pero, a los hombres, ella les ofrece más a cambio de su dinero. Las cabinas de la derecha ya han visto a la mujer de frente, ahora les toca a las cabinas de la izquierda disfrutar de su parte delantera. Algunos prefieren examinar a la mujer por delante, otros por detrás.
La pelirroja mueve una musculatura que por lo general utiliza cuando camina o cuando está sentada. En este instante se sirve de ella para ganar dinero. Se soba con la mano de¬recha, en la que lleva garras de un rojo furioso. Juguetea rascándose la teta izquierda. Con suavidad se tira el pezón con las agudas uñas artificiales como si fuera un elástico que puede separar del cuerpo y enseguida lo suelta. El pezón se com-porta como un cuerpo extraño a ella. Por experiencia, la pelirroja sabe que en ese momento el can¬didato ha alcanzado 99 puntos. El que no puede ahora, no podrá jamás. El que está solo, seguirá estándolo por mucho tiempo y de mala gana.

Erika ha llegado a un límite. Hasta aquí y no más. Esto realmente va demasiado lejos, dice como es su costumbre. Se levanta. Hace ya mu-cho tiempo que ha definido sus límites y los ha dejado estable¬cidos a través de contratos irrevocables. En cambio domina el con¬junto desde una alta atalaya y por consiguiente tiene una amplia vista sobre el pai-saje. La buena perspectiva es un requisito. Tampoco en esta ocasión le interesa lo que sigue. Se va a casa. Con su sola mirada quita de en me-dio a los señores visitantes en actitud de esperar. Un señor ansioso to-ma inmediatamente su lugar. Se forma un pasadizo por el cual Erika pasa y se va.
Camina y ca¬mina, mecánicamente, tal como antes miraba y miraba. Erika lo hace todo de forma acabada. Nada de cosas a medias, una exi-gencia que siempre le impuso su madre. Nada de vaguedades. Ningún artista soporta lo inacabado ni las cosas a medias en su obra. A veces la obra queda inconclusa porque el artista muere prematuramente. Eri-ka apunta en esa dirección. Nada se ha roto, nada se ha desteñi¬do. Na-da ha palidecido. No ha conseguido nada. No tiene nada que ya antes no estuviera en su mano y no ha surgido nada que no estu¬viera en ella desde un comienzo.

En casa la madre deja caer un ligero reproche que inunda la tibia in-cubadora que comparten. Es de esperar que Erika no se haya en¬friado durante el viaje, acerca de cuyo destino ha dicho una mentira. De in-mediato se pone un grueso camisón de dormir. Erika y su madre cenan un pato relleno con castañas y otras cosas. Una cena de gala. Las cas-tañas llegan a salirse por las costuras del pato; según su costumbre, la madre ha exagerado con sus bondades. El salero y el pimentero sólo en parte son de plata, los cubiertos lo son en su totalidad.
Hoy la niña tiene las mejillas bien coloradas, lo que alegra a la madre. Esperemos que las mejillas coloradas no sean señal de alguna enferme-dad febril. La madre sondea con los labios la frente de Erika. Después del postre la controlará con el termómetro. Por suerte su rubor no se debe a la fiebre. Erika está completamente sana; es un pez en el líquido de la placenta materna y ha sido bien alimentado.

Haces de luz de neón atraviesan fríos los salones gélidos, salones de baile. De los faroles cuelgan racimos de una luz que se difunde como sobre un campo de minigolf. Una reluciente corriente de frío. Sujetos de SU edad se apoltronan en la agradable comodidad de la costumbre, an-te mesitas en forma de riñón con copas de cristal en las cuales se ba-lancean cucharas largas como varillas de flores frías. Marrón, amarillo, rosado. Chocolate, vainilla, frambuesa. Las hu¬meantes bolas multicolo-res casi aparecen teñidas de un gris monóto¬no por las lámparas del te-cho. Cucharones centelleantes esperan en recipientes con agua; en el agua flotan trozos de hielo. Con una ale¬gría franca que no requiere pruebas, las siluetas jóvenes se acomo¬dan delante de sus torres de helado, en las que se clavan las som¬brillas de papel multicolor. Entre-medio se esconden como material de arrastre las cerezas de cóctel, los sillares de piña, los guijarros de chocolate. Ininterrumpidamente cucha-rean su banquete frío y se lo llevan a sus gélidas cuevas, del frío a lo frío, o lo dejan derretirse sin prestarle atención porque se entretienen intercambiando noticias que son más importantes que ese placer frío. Basta que ELLA mire algo para que SU rostro haga un gesto de re¬chazo. ELLA piensa que sus emociones son únicas; cuando observa un árbol ve un universo maravilloso en la piña de una confiera.
Con un pequeño martillo examina la realidad, ella, la acuciosa dentis-ta del idioma. Las simples copas de los pinos crecen ante sus ojos como picos nevados. Un abanico de colores tiñe el horizonte. Una serie de enormes máquinas irreconocibles pasa a gran distancia, su ruido ronco es apenas perceptible. Son los gigantes de la música y los gigantes de la poesía completamente cubiertos con gigantescas telas de camuflaje. Varios cientos de miles de informaciones se aler¬tan en SU cerebro bien ejercitado y en pocos segundos un desmesu¬rado hongo de humo se eleva oscilando como un ebrio; enseguida, poco a poco se decanta co-mo un vómito gris ceniza. Un polvillo gris cubre rápidamente los ins-trumentos, todos los vasos capilares y los pistones, los tubos de ensayo y las espirales de enfriamiento. SU habitación se transforma en piedra. Gris. Ni frío ni caliente. Tibio. En la ventana crepita una cortina de nylon rosado, y no porque se mueva con una ráfaga de viento. En el interior, un amueblado so¬brio. Inhabitado. Sin uso.
El teclado del piano comienza a cantar bajo los dedos. El gigantesco cúmulo de residuos culturales avanza arrastrándose silenciosamente por todos lados. Mugrientas latas de conserva, platos embadurnados con sobras de comida, cubiertos sucios, restos descompuestos de fruta y pan, discos quebrados, papeles arrugados. En otras viviendas borbota el agua caliente en las bañeras. Una muchacha se hace un peinado nue-vo sin pensar en nada. Otra busca una blusa que combi¬ne con la falda. Ahí están los zapatos nuevos de punta muy aguda que se pondrá por primera vez. Suena un teléfono. Alguien respon¬de. Alguien ríe. Alguien dice algo.
Es inconmensurable el cúmulo de residuos que se arrastra entre ELLA y LOS DEMÁS. Alguien se ondula el pelo. Alguien busca un esmalte de uñas que haga juego con un lápiz labial. El papel de es¬taño resplandece al sol. Un mechón queda enganchado en la púa de una horquilla, en el filo de una cuchilla. La horquilla es una horqui¬lla. El cuchillo es un cu-chillo. Alteradas por una suave brisa se sueltan ligeramente las capas de una cebolla, se levanta el papel de seda pegoteado al dulce jarabe de frambuesa. El moho de las capas inferiores más antiguas se pudre y se transforma en polvo, alimento para la putrefacción de cortezas de queso y cáscaras de melón, de trozos de vidrio y algodones ennegreci-dos –a todo le espera el mis¬mo destino.
Y la madre sostiene tirantes SUS riendas. Una vez más se mueven de prisa las dos manos y repiten el Brahms, y esta vez ha de ser mejor. Brahms es frío cuando recurre a los clásicos, pero es conmovedor cuan-do se apasiona o expresa tristeza. Mas la madre no se deja conmover.
Una cuchara de metal queda ensartada en un helado de fresa que se derrite, simplemente porque una muchacha tiene necesidad de decir al-go, sobre lo que otra se ríe. La otra muchacha se acomoda en el cabello el enorme peine de plástico nacarado. Las dos están bien fa¬miliarizadas con los movimientos femeninos. Las maneras femeninas brotan de sus miembros como un pequeño arroyo cristalino. Una abre una polvera de baquelita; ante el espejo repasa algo con un ro¬sado desabrido y remar-ca un poco con negro. ELLA es un delfín cansado que ejecuta sin ganas su último número artístico.
Con un gesto de agotamiento acude hacia el último de los ridículos balones multicolores; el animal lo empuja con su hocico en un movi-miento rutinario. Inspira profundamente y lo hace girar. En Un perro andaluz de Buñuel aparecen dos pianos de cola. Enseguida esos dos as-nos, medio descompuestos, cabezas pesadas por la sangre que se des-carga sobre las teclas. Muerta. Descompuesta. Al margen de todo. En una habitación severa, sin aire.
Alguien se pega las pestañas postizas sobre las pestañas naturales. Corren lágrimas. El arco de las cejas es remarcado con énfasis. Con el mismo lápiz para las cejas marca un punto negro en un lunar del men-tón. El asa del peine es introducida varias veces en el moño para soltar un poco esa pila de paja. A continuación vuelve a ser afirma¬do con una pinza. Se sube las medias, la costura es enderezada. Toma el bolsito acharolado y se lo lleva. Las enaguas crepitan bajo la falda de tafetán. Ya han pagado, ahora salen. A ELLA se le abren las puertas de un mun-do que otras ni siquiera intuyen. Es el mundo de Legoland, Minimundo, un mundo en mi¬niatura, hecho de piezas plásticas rojas, azules.
De los pezones que han de dar el propio sustento brota un mundo musical igualmente en miniatura. SU mano izquierda agarrotada, obs-truida por una tor¬peza incorregible, rasguña débilmente las teclas. Quiere volar hacia lo exótico, hacia lo que obnubila los sentidos, lo que supera la ra¬zón. Ni siquiera tiene éxito con la gasolinera de Legoland, para la cual existen minuciosas instrucciones. ELLA no es más que un ins¬trumento grotesco. Posee un raciocinio pesado, lento. El peso muer¬to del plomo. ¡Oclusión! Un arma que nunca dispara contra sí mis¬ma. Casquillo de latón.
Comienzan a aullar unas orquestas en las que no participan más que flautas, casi cien flautas. Una combinación de diversos tamaños y tipos de flautas. En ellas sopla la carne de los niños. Los sonidos son emitidos por aliento de niños. No se recurre al auxilio del tecla¬do. Las madres han hecho estuches de plástico para las flautas. En los estuches tam-bién se guardan pequeños cepillos redondeados para la limpieza. El cuerpo de las flautas se cubre con el vaho tibio de la respiración. La respiración de los niños pequeños produce una mul¬tiplicidad de sonidos. ¡El piano no es utilizado como apoyo!

El concierto de cámara, de carácter absolutamente privado y con un público entusiasta, tiene lugar en una antigua casa patricia junto al ca-nal del Danubio, segundo distrito, en la cual la cuarta generación de una familia de inmigrantes polacos presta sus dos pianos de cola y una considerable colección de partituras. Además, ellos poseen una colec-ción de instrumentos antiguos que guardan en el mismo lugar en el que otros tienen el coche, o sea, muy cerca del corazón. No tienen vehículo propio, pero sí tienen una par de bellos violines y violas y una viola d'amore muy especial que cuelga del muro y que está bajo el constante cuidado de uno de los miembros de la familia cuando estalla la música de cámara en la casa; es descolgada sólo con fines de estudio. O cuan-do hay un incendio.
Esta gente ama la mú¬sica y quiere que a los demás les ocurra otro tanto. Con paciencia y con amor, pero, si es necesario, con violencia. Se esmeran en hacer accesible la música a los adolescentes, porque pastar solitario en es¬tas praderas no resulta tan placentero. Al igual que los alcohólicos o los drogadictos, sienten la necesidad de compartir su pasión con la mayor cantidad posible de gente. Los niños son arrastra-dos hasta acá por medio de los más sofisticados procedimientos. El nie-to mi¬mado de sus abuelos, un gordiflón conocido, con el pelo húmedo pegoteado a la cabeza y que chilla ante la menor excusa, o también un niño muy especial que intenta defenderse pero finalmente se da por vencido. Durante los conciertos no se sirven refrigerios. Y tam¬poco es posible darle un bocado al solemne silencio. Nada de miga¬jas de pan ni de manchas de grasa en el tapiz de los muebles, nada de manchas de vino tinto sobre la cubierta del piano número uno ni sobre la cubierta del piano número dos. ¡Absolutamente nada de chicles! Los niños son pasados por cedazo por si arrastran basuras de fuera. Los niños más gruesos no pasan, se quedan en el cedazo y jamás llegarán a algo con sus intrumentos.
Esta familia no hace gastos innecesarios, la música ha de surtir efec¬to por sí misma. Ella ha de abrirse camino hacia sus corazones me¬diante los procedimientos usuales. Tampoco gastan en sí mismos. Erika ha ci-tado al cuerpo completo de su alumnado. Basta una señal de la señora profesora con el dedo meñique. Los niños traen a su orgullosa madre, a un padre orgulloso o a los dos y las impecables familias abarrotan los salones. Saben que obtendrían una mala califi¬cación en el certificado de piano si no asistieran. Sólo la muerte sería una razón válida para no concurrir al evento artístico. Otro tipo de razones no son válidas para el amante profesional del arte. Erika Kohut es la estrella.
Para comenzar, el segundo concierto para dos pianos de Bach. El se-gundo piano es tocado por un anciano que en ya lejanos tiempos de su vida dio algún concierto en la Sala Brahms, donde dispuso de un piano en exclusiva. Esos tiempos han quedado atrás, pero los más viejos aún lo recuerdan. Ni la de la guadaña parece haber sido capaz de incentivar a este señor, que se hace llamar doctor Haberkorn, para que realice obras de más calibre, como lo consiguió con Mozart y con Beethoven y también con Schubert. Aun cuando este último realmente dispuso de poco tiempo. El anciano saluda a su compañe¬ra en el segundo piano, la señora profesora Erika Kohut, con un galante beso en la mano, siguien-do la costumbre del país, a pesar de la edad, antes de que comence-mos.
Queridos amantes de la música y visitantes. Los visitantes se abalan¬zan sobre la mesa y chasquean con la lengua ante el guiso barroco. Los discípulos escarban en el suelo ya desde el comienzo urdiendo malda-des, pero les falta el valor para llevarlas a cabo. No escapan de este ga-llinero de inspiración artística, aunque las barras en que se sostiene son bastante débiles. Erika viste una sencilla falda recta y larga de terciope-lo negro y una blusa de seda. Sobre uno u otro estudiante dispara mi-radas que podrían hasta cortar un cristal, acompañadas de un leve sa-cudón con la cabeza. Es exactamente el mismo gesto que la madre le endilgó a la hija con ocasión de su fracasado concierto. Con su parloteo, los dos estudiantes interrum¬pieron la presentación del dueño de casa. No habrá otra advertencia.
En primera fila, junto a la mujer del dueño de casa está sentada la madre de Erika en un sillón especial; es la única que golosea en una bombonera y se deleita con la atención excepcional que merece su hija. Disminuye considerablemente la luz al apoyar un almohadón contra la lamparilla del piano; éste vibra de forma rítmica confun¬diendo el con-trapunto con los dibujos hechos a punto de ganchillo. El almohadón ba-ña a los músicos en una demoníaca luz rojiza. So¬briamente brota el arroyo bachiano.
Los estudiantes llevan ropa do¬minguera o lo que sus padres conside-ran que lo es. Los padres arrastran el fruto de sus entrañas a estos sa-lones polacos, para que los niños los dejen en paz a ellos y para que también aprendan a dejar en paz a los demás. El recibidor de los pola-cos está decorado con un enorme espejo modernista en el que está re-presentada una muchacha desnuda entre nenúfares y frente al que siempre se detienen los chiquillos. Arriba, en la sala de música, los pe-queños se sientan delante y los grandes atrás, porque ellos de todos modos lo ven todo. Los mayores se ponen a disposición de los dueños de casa cada vez que parezca necesario reprimir a algún mocoso.
Walter Klemmer no se ha perdido ninguno de estos conciertos des¬de que a sus dulces diecisiete comenzó a aporrear el piano, seria¬mente y no sólo como un pasatiempo. Aquí busca inspiración con¬tante y sonante para su propia interpretación. El arroyo bachiano fluye hacia el movi-miento rápido y, desde atrás, Klemmer examina con creciente apetito a su profesora de piano, cuyo vientre se pierde por debajo del asiento. De eso dispone para enjuiciar su figura. No alcanza a ver nada de la parte delantera de su profesora porque la voluminosa madre de un niño le obstruye la vista. Esta vez está ocupado su lugar predilecto. En clases, ella está siempre sentada junto a él para tocar el segundo piano.
Junto a la fragata-madre está sentado un diminuto bote de rescate, su hijo, un principiante que viste un pantalón negro, camisa blanca y una paja¬rita roja con lunares blancos. Desde un comienzo el niño se ha col¬gado del asiento como un pasajero de avión que se siente mal y que sólo desea un rápido aterrizaje. Erika vaga por altísimos corredores aé-reos suspendida por efecto del arte y casi llega a desaparecer por los aires. Walter Klemmer la mira con timidez porque ella se aleja de él. Pero no es sólo él quien busca asirse involuntariamente a ella, también la madre busca la cuerda de la cometa Erika. ¡Por ningún motivo soltar la cuerda!
También la madre es arrastrada hacia arriba hasta quedar apoyada únicamente en la punta de los pies. El viento ruge con fuerza, como suele rugir a estas alturas. En el último movimiento del Bach, el señor Klemmer siente que se le suben los colores a la cara y que a izquierda y derecha tiene sen¬dos rosetones en las mejillas. En la mano sostiene una rosa roja que le entregará a su maestra después del concierto. Admira sin reparos la técnica de Erika y cómo mueve rítmicamente sus espaldas. Obser¬va cómo su cabeza sopesa cada matiz de la interpreta-ción, buscando el contrapeso. Ve el juego de los músculos de sus bra-zos, lo que lo excita a causa del juego de carne y movimiento. La carne obedece al movimiento interno de la música y Klemmer anhela que lle-gue el día en que la profesora le obedezca a él.
En su butaca se llena de esperanzas. Una de sus manos pasa a llevar casualmente la horrorosa arma de su sexo. El estudiante Klemmer tiene dificultades para con¬trolarse e intelectualmente calcula las medidas to-tales de Erika. Compara su mitad superior con la inferior, que quizá sea una pizca más gruesa, pero eso es algo que le gusta. Equipara lo de arriba con lo de abajo. Arriba: una pizca de menos. Abajo: aquí se con-tabiliza un exceso. Pero, en general, le gusta la figura completa de Eri-ka. Personalmente opina: la señorita Kohut es una mujer muy delicada. Si además llegara a trasladar un poco del exceso de abajo hacia arri¬ba, el conjunto probablemente sería correcto.
Naturalmente también sería posible a la inversa, pero eso ya no le gustaría tanto. Si elimi¬nara un poco de lo de abajo también lograría una buena armonía. ¡Pero entonces ya resultaría demasiado delgada! Esta pequeña im¬perfección provoca que la mujer Erika resulte propiamente atractiva para el estudiante adulto, porque la hace accesible. Toda mu-jer puede ser encadenada a través de la conciencia de su imperfección física. Además, la mujer ya comienza a entrar en años y él aún es jo-ven.
El estudiante Klemmer tiene segundas intenciones, más allá de la música, y en esta ocasión acaba de formularlas intelectualmen¬te. Él es un apasionado por la música. Siente una secreta pasión por su profeso-ra de música. En lo personal opina que la señorita Kohut es precisa-mente la mujer que un hombre joven desearía poseer para hacer sus primeros pinitos en la vida. Un hombre joven comienza con lo pequeño y se va superando con rapidez. Todos tienen que empezar en algún momento. Muy pronto dejará el nivel de princi¬piante, del mismo modo que un novato en la conducción se compra primero un pequeño coche usado y después, cuando ya lo domina, pasa a un modelo más grande y nuevo.

La señorita Erika es toda música y, la verdad, no es nada vieja, según el juicio del estudiante sobre su modelo para los ejercicios. Klemmer parte incluso del se¬gundo escalón, no con un simple Volkswagen, sino con un Opel Kadett. Walter Klemmer, enamorado en secreto, se muer-de los restos de las uñas. Su cabeza está roja –los rosetones se han ex-tendido– y lleva la cabellera rubia medianamente larga. Anda a la moda hasta cierto punto. Es inteligente hasta cierto punto. Nada sobresale en él, nada es exagerado. Se ha dejado crecer un poco el pelo para no pa¬recer tan de hoy, pero tampoco ser tan de ayer. No se deja barba, aun-que ha estado tentado. Hasta ahora ha resistido a la tentación.
En alguna ocasión querría darle un largo beso a su profesora y asir su cuerpo. Quiere confrontarla con sus instintos animales. Quiere rozarla repetidamente, como por casualidad. Quiere que parezca como si algún imprudente lo hubiera empujado. Se dejará caer con fuerza sobre ella y se excusará. Después querría abrazarse a ella con toda decisión y qui-zá, si ella lo permite, sobarse con fuerza en ella. Él hará lo que ella diga y desee, así sacará provecho para amores futuros. Quiere aprender en el trato con una mujer mucho mayor que él, una con la cual no sea ne-cesario proceder con cuidado, como es el caso en el jugueteo con las chicas jóvenes que no lo permiten todo. ¿Tendrá que ver esto con la ci-vilización?
Un muchacho pri¬mero ha de marcar sus límites para enseguida poder sobrepasarlos a su gusto. Espera pronto poder besar a su maestra, has-ta ahogarla. La lamerá por donde ella se lo permita. La morderá donde ella se lo permita. Pero después llegará conscientemente hasta las últi-mas in¬timidades. Comenzará por su mano y seguirá adelante. Le ense-ñará a amar su cuerpo, o al menos a aceptarlo, ya que hasta ahora lo ha negado. La instruirá cuidadosamente en todo lo que es necesario pa-ra el amor, pero después se dirigirá a objetivos más gratificantes y a tareas más difíciles, en lo que se refiere al misterio de la mujer. El eter-no misterio. Por una vez, él será su maestro.
Tampoco le gustan esas eternas faldas de color azul oscuro y las blu-sas que acostumbra a vestir tan sin gracia. ¡Se ha de vestir de forma juvenil y con colo¬res! Él le explicará qué es lo que son los colores. Le mostrará lo que significa ser realmente joven y multicolor y disfrutarlo en pleni¬tud. Y una vez que ya sepa que es verdaderamente joven, la dejará por otra más joven. Tengo la sensación de que usted desprecia su cuerpo, que sólo da paso al arte, señora profesora. Dice Klemmer. Sólo le permite satisfacer sus necesidades primordiales, pero no bas¬ta sólo con comer y dormir. Señorita Kohut, usted piensa que su exterior es su enemigo y que sólo la música es su amiga. Sí, mírese en el espe-jo, ahí puede verse: jamás tendrá un mejor amigo que us¬ted misma. Arréglese un poco, señorita Kohut. Permítame que la llame así.

El señor Klemmer desea ansiosamente llegar a entablar amistad con Erika. Este cadáver sin forma, esta profesora de piano que dela¬ta su profesión por su sola presencia; sí, puede desarrollarse, porque aún no es demasiado vieja, esta bolsa de tejidos fláccidos. Incluso es relativa-mente joven si se la compara con su madre. Esa existencia ridícula, con deformaciones enfermizas, idiotizada y melancólica, que vive sólo espi-ritualmente; este joven le cambiará los polos para traerla de vuelta a este mundo. La hará disfrutar de los placeres del amor, ¡ya lo verás! Walter Klemmer practica el piragüismo en los veranos, incluso ya en primavera, y en los torrentes es capaz de ha¬cer todo tipo de piruetas. Domina un elemento de la naturaleza y también dominará a Erika Kohut, su profesora. Un buen día llegará a mostrarle cómo está cons-truida una piragua. Después deberá aprender cómo se opera para man-tener el equilibrio. Para entonces ya la llamará por su nombre: ¡Erika! El pájaro Erika llegará a sentir cómo le crecen las alas, de eso se ocu-pará el hombre.
Unos pueden aquello, el señor Klemmer esto. Bach ha llegado a su fin. El arroyo ha dejado de fluir. Los dos maestros, el señor maestro y la señora maestra, se levantan de sus taburetes e inclinan la cabeza como pacientes caballos ante sus sacos de heno, retornan a la vida co-tidiana. Declaran que inclinan la cabe¬za más bien ante el genio de Bach que ante esta masa y sus pobres aplausos; no entienden nada y son demasiado estúpidos como para preguntar. Sólo la madre de Erika aplaude hasta herirse las manos. Grita ¡bravo! ¡bravo! La dueña de ca-sa la apoya sonriendo. A su vez Erika examina la composición de feos colores de esta masa recogida de un estercolero.
La luz los obliga a pestañear. Alguien ha quitado el almohadón de la lámpara, ahora todo luce y brilla a su gusto. Este es el público de Eri-ka. Si no se supiera, difícilmente se creería que se trata de seres huma-nos. Erika se alza por encima de cada uno de ellos, pero ellos se le acercan, la rozan, dicen incoherencias. El pú¬blico juvenil es lo que ella ha criado en su propia incubadora. Los ha obligado a venir aquí sirvién-dose de los impuros instrumentos de la extorsión, fuertes presiones y peligrosas amenazas. El único que quizá vendría voluntariamente sería el señor Klemmer, el empeñoso aprendiz. Los demás preferirían cual-quier programa de la televisión, una partida de pingpong, un libro u otra tontería.
Todos están obli¬gados a asistir. ¡Parecen sentirse gratificados en su mediocridad! Pero se atreven a acercarse a Mozart, a Schubert. Se acomodan como islotes panzones en el líquido amniótico de los sonidos. Momentá¬neamente se alimentan de él, pero no tienen idea de qué es lo que están bebiendo. El instinto de la manada siempre lleva a valorar muy alto lo mediocre. Lo aprecia como algo valioso. Creen que son fuer¬tes porque representan a la mayoría. En las capas medias no exis-ten la sorpresa ni el temor. Se empujan unos contra otros para sentir la ilusión del calor. En la mediocridad nadie puede encontrarse a solas con algo, mucho menos consigo mismo. ¡Y cuan felices parecen! En su exis-tencia nada les parece reprobable y nadie podría reprobar su existencia. Incluso los reproches de Erika de que la interpretación no ha sido acer-tada rebotarían sin más en los pacientes muros blan¬dos. Ella, Erika, se halla sola al otro lado y, en lugar de ser orgullosa, se venga.
Cada tres meses los obliga a cruzar la verja que deja abierta para que los borregos acudan a escucharla. Desde la autocomplacencia hasta el aburrimiento corretean balando y se atropellan y pisotean unos a otros cada vez que un imbécil los detiene porque ha colgado su abrigo abajo del todo y ahora no lo puede encontrar. Primero quieren entrar todos a la vez, después quieren salir escapando lo más rápido posible. Piensan que, mientras más rápido lleguen al otro pastizal, al pastizal de la mú-sica, antes podrán abandonarlo. Pero ahora viene todo un Brahms, des-pués de la pau¬sa, señoras y señores. Queridos alumnos y alumnas. Por esta vez la excepcionalidad de Erika no es una culpa, sino una virtud.

Todos la miran embobados, aunque en secreto la odian. El señor Klemmer se acerca a ella serpenteando y la mira arrobado con sus ojos azules y cara de ocasión. Con las dos manos toma una de las manos de la pianista, saluda modoso y dice que le faltan las palabras, señora pro-fesora. La madre de Erika aparece disparada en¬tre los dos e impide ex-plícitamente el apretón de manos. Nada de gestos de amistad e intimi-dad, porque podría dañar algún tendón y ello redundaría en perjuicio del concierto. Que haga el favor, la mano ha de volver a su posición na-tural. Bueno, tampoco es que lo tomemos tan en serio ante este público de tercera clase, ¿no es ver¬dad, señor Klemmer? Hay que tiranizarlos, someterlos y sojuzgar¬los para que lleguen a sentir algo. ¡Habría que darles con la porra!
Quieren golpes y mucha pasión; todo eso debió vivirlo el composi¬tor en lugar de ellos y tuvo que anotarlo minuciosamente. Quieren oír los gritos, de lo contrario tendrían que gritar constantemente ellos mismos. De aburrimiento. Los tonos grises, las diferenciacio¬nes sutiles no están al alcance de su percepción. Y, de hecho, tanto en la música como en general en el reino de las artes, es tanto más fácil crear contrastes es-tridentes, oposiciones brutales. Pero esas co¬sas no son más que barati-jas, nada más. Estos borregos no lo saben. No saben nada de nada.
En confianza, Erika toma a Klemmer del brazo, que de inmediato co-mienza a temblar. No sentirá frío en medio de esta horda de adolescen-tes sanos y con buena circulación. Estos bárbaros ahitos, en un país en el que, en general, reina la bar¬barie cultural. Mire simplemente en los periódicos: ésos son más bárbaros que aquello de lo que escriben. Un hombre que descuarti¬za cuidadosamente a su cónyuge y a sus hijos y los guarda en la nevera para devorarlos poco a poco, no es más salvaje que el perió¬dico que lo publica como noticia. ¡Y fue aquí donde Antón Kuh se atrevió a hablar del simio de Zaratustra! Hoy el Kurier ataca a la Kronenzeitung. Klemmer, ¡piénselo detenidamente! Tengo que salu¬dar a la señora profesora Vyoral, señor Klemmer, si no le molesta. En un instante estaré de vuelta con usted.
La madre le pone sobre los hombros una chaquetilla de angora teji¬da por su propia mano, para que no se le enfríen las articulaciones provo-cando que aumente el roce. La chaquetilla es como el corpiño de una jarra del té. Algunas veces los objetos de uso, como los ro¬llos de papel higiénico, son protegidos con envoltorios de fabrica¬ción casera y apare-cen coronados con una borla de color. Suelen decorar el cristal posterior de los coches. Justo en el centro. La bor¬la de Erika es su propia cabeza que se yergue con orgullo. Taconea sobre el hielo resbaloso del parqué, que hoy ha sido protegido con alfombras de mala calidad en los lugares de mayor concurrencia; se dirige hacia su colega algo mayor, para reci-bir los elogios de boca de un especialista.
La madre la empuja discretamente desde atrás. La madre ha puesto una mano en sus espaldas, en el omóplato derecho de Erika, sobre la chaquetilla de angora. Walter Klemmer sigue sin fumar ni beber; aun así, su energía es sor¬prendente. Como si estuviera sujeto por ventosas, se arrastra detrás de su profesora en medio de los graznidos de la hor-da. Permanece pegado junto a ella. Si lo requiere, estará al alcance de su mano. Por si necesita protección masculina. Basta con que gire la cabeza y se topará con él. Él incluso intenta provocar este juego físico. En un instante habrá concluido la pausa. Inspira la cercanía de Erika abriendo al máximo las ventanas de la nariz, como si estuviese en al-guna pradera en lo alto de la montaña, adonde se va sólo de vez en cuando y por ello hay que respirar con fuerza, para llevar consigo la mayor cantidad de oxígeno a la ciudad. Quita un pelo suelto del brazo de la chaquetilla azul claro y recibe los agradecimientos –de nada, por Dios.
La madre intuye algo nebuloso, pero no puede evitar reconocer su cortesía y su sentido del deber. Esto está en absolu¬ta oposición con to-do lo que ha llegado a ser habitual y necesario en el trato entre perso-nas de distinto sexo.

Para la madre, el señor Klemmer es un joven, pero su esencia es ma-yor. Un poco más de parloteo antes de entrar en la recta final. Klemmer pregunta, y lamenta al mismo tiempo, por qué poco a poco han ido desapareciendo este tipo de conciertos privados. Primero murieron los maestros, después su música, porque lo que la gente quiere oír son los grandes éxitos, el pop y el rock. Ya no existen familias como ésta. An-tes eran muy numerosas. Generaciones de laringólogos se henchían de los cuartetos tardíos de Beethoven o incluso se restre¬gaban en ellos. Durante el día trataban con pinceladas las gargantas heridas por el roce y por las noches se concedían el premio sobán¬dose a sí mismos con Beethoven.
En la actualidad los profesionales no hacen más que zapatear al ritmo de las trompetas de un Bruckner y se deshacen en elogios por este buen artesano de la Alta Aus¬tria. Despreciar a Bruckner es una torpeza juvenil en la que han caí¬do muchos, señor Klemmer. Más tarde accede-rá a la comprensión de su obra, créame. Absténgase de ese tipo de jui-cios en boga mientras no tenga más información, señor colega Klem-mer. Éste se siente ha¬lagado por la palabra colega, proviniendo de una persona tan autori¬zada, y de inmediato recurre a expresiones técnicas como el cre¬púsculo de Schumann y del Schubert tardío. Habla de sus delicados matices y, en sí mismo, él no presenta más matices que un apolillado gris sobre gris.
A continuación el dúo Kohut/Klemmer, en una estridente tonalidad amarillo limón, se refiere a los conciertos que ofrece la ciudad. Molto vi-vace. Tienen bien ejercitado este dúo. Ninguno de los dos toma parte en estas actividades. No les está permitido tomar parte más que como consumidores, pero sus cualidades los sitúan muy por encima. Sin em-bargo, no son sino auditores y se llenan de ilusiones a partir de sus co-nocimientos. Una parte de ellos estuvo a punto de participar: Erika. Pe-ro no llegó a conseguirlo.
Delicadamente se pasean a dúo por el polvillo suelto de los matices intermedios, los mundos intermedios, los espacios intermedios, ése es el lugar de las capas medias. Así, el discreto crepúsculo de Schubert inicia el baile o, según la descripción de Adorno, el crepúsculo en la Fantasía en do mayor de Schumann. Fluye hacia la lejanía, ha¬cia la na-da, pero sin enfatizar la apoteosis de la extinción consciente. Vivir el crepúsculo sin tomar conciencia de él, sí, ¡sin referirlo a sí mismo! Los dos guardan silencio por un instante para poder disfru¬tar lo que dicen en voz alta en un lugar tan inapropiado.
Cada uno de ellos piensa que lo comprende mejor que el otro, uno por su juventud, la otra por su madurez. Se disputan el derecho a la ira contra los ignorantes, los que no comprenden, de los que aquí, por ejemplo, hay un buen número reunido. ¡Mírelos, pues, señora pro¬fesora! ¡Mírelos detenidamente, señor Klemmer! El vínculo del des¬precio une a la maestra y su discípulo. La extinción de la luz vital en Schubert, en Schumann, se halla en la más absoluta contradicción con lo que piensa la masa común y corriente, o sea, la masa sana, al hablar de una tradición sana y al hozar en ella con voluptuosidad. La salud, ¡qué asco! La salud es la manifestación de lo que existe.
Los que garabatean los textos para los programas de los conciertos fi-larmónicos y su detestable conformismo elevan lo sano a la catego¬ría de criterio principal de la música seria; ¡cómo imaginarse tal cosa! En fin, lo sano va siempre de la mano de los vencedores; lo que es débil se pierde. Es rechazado por éstos, sean los aficionados a la sauna o los que mean contra muros callejeros. Beethoven, que les parece un maes-tro sano, pues, lamentablemente era sordo. Y este Brahms, tan profun-damente sano. Klemmer se atreve con el siguien¬te lanzamiento (que por lo demás da en la cesta): también Bruckner le ha parecido siempre muy sano. Eso merece una seria llamada de atención.
Modestamente, Erika muestra las heridas que se ha hecho ella en su roce directo con la actividad musical de Viena y de la provincia. Hasta que se dio por vencida. El que es sensible se que¬ma, la delicada mari-posa nocturna. Schumann y Schubert, según Erika Kohut tan tremen-damente enfermo uno como otro, y además comparten la primera síla-ba, son los que se encuentran más cerca de su maltratado corazón. No el Schumann del que ya se han escapado todas las ideas, sino el Schu-mann inmediatamente anterior. ¡Un ins¬tante anterior! Él ya intuye la pérdida de la razón, por ello sufre hasta en el último de sus vasos san-guíneos, se despide de su vida consciente ya en los coros de ángeles y demonios, pero la retiene por última vez durante un instante, cuando ya no es plenamente consciente de sí mismo. Escucha melancólico, es la tristeza por la pérdida de lo más valioso: la pérdida de sí mismo. La fase en la que aún se sabe lo que se pierde consigo mismo, antes de entregarse del todo.

En una dulce melodía dice Erika que su padre murió completamente trastornado en Steinhof. Por ello Erika necesita cuidados, ya que le ha tocado vivir experiencias muy duras. Ella no quiere seguir ha¬blando de esto en medio de este despliegue escandaloso de salud, pero al menos lo evoca. Su intención es provocar a golpes algunas emociones en Klemmer y para ello utiliza despiadadamente el cincel. Por sus sufri-mientos, esta mujer merece hasta el último gramo de dedicación mas-culina. El interés del joven vuelve a despertarse en toda su estridencia.
Final de la pausa. Por favor, vuelvan a sus asientos. A continuación, Heder de Brahms; la intérprete es una soprano joven y prometedo¬ra. Y ya se acerca el fin; por lo demás, imposible superar el dúo Kohut-Haberkorn. Los aplausos son más fuertes que antes de la pausa porque todos se sienten aliviados de que esto ya se acaba. Más gritos de ¡bra-vo!; ahora no sólo provienen de la madre de Erika, sino también de su mejor alumno. La madre y el mejor alumno se examinan por el rabillo del ojo, ambos gritan con fuerza y energía y se ganan la antipatía de los demás. Uno quiere algo, la otra no está dispuesta a entregarlo. Se encienden todas las luces, incluso las de la gran araña, en este momen-to no se ha de ahorrar en nada. El dueño de casa tiene lágrimas en los ojos.
Como pieza fuera de programa, Erika ha ofrecido un Chopin y el dueño de casa piensa en Polonia de noche, su lugar de origen. La can-tante y Erika, su encantadora acompañante, reciben enormes ramos de flores. Además, se hacen presentes dos madres y un padre que tam-bién le traen flores a la profesora, que estimula a su niño. La promete-dora y joven colega cantante ha recibido tan sólo un ramo. La madre de Erika interviene amablemente y ayuda a embalsamar los ramos con pa-pel de seda para su transporte. Si sólo tenemos que ir con estas precio-sas flores hasta la parada, de ahí nos lleva cómodamente el tranvía casi hasta la puerta de casa. Los ahorros comienzan en el taxi y terminan en la casa. Se ofrecen amigos y ayudantes que se sienten imprescindibles, quieren organizar el transporte con un coche particular, pero la ma¬dre les hace ver a todos que son prescindibles. No aceptamos favo¬res ni tampoco los concedemos.
Dando trancadas aparece Walter Klemmer trayéndole a su profesora de piano el abrigo de invierno con cuello de zorro, una prenda que ya ha visto en las clases de piano. Lleva un cinturón para entallarlo y tiene ese voluminoso cuello de piel. Enseguida cubre a la madre con su abri-go negro de garras de astracán. Quiere continuar la con¬versación que debió ser interrumpida. De inmediato dice algo sobre arte y literatura, para el caso de que la señorita Kohut se sienta de¬sangrada por la músi-ca, después de este triunfo que acaba de conse¬guir. Se adhiere firme-mente a Erika y le deja marcada su dentadura. Le ayuda con las man-gas del abrigo, incluso se toma la confianza de sacar por detrás el cabe-llo que ha quedado aplastado y se lo acomo¬da encima del cuello de piel. Se ofrece a acompañar a las señoras a la parada del tranvía.
La madre intuye algo que aún es prematuro formular. Erika se ale¬gra con un sentimiento confuso de las atenciones que chisporrotean sobre ella. Es de esperar que no se trate de granizos del tamaño de un huevo que acaben por abollarla. Además, ha recibido una enor¬me bombonera; la carga Walter Klemmer, que se la ha arrancado de las manos. Tam-bién lo cargan con un ramo de lirios anaranjados o algo por el estilo.

Bajo el peso de las diversas cargas, entre las que la música no es la menor, los tres avanzan a paso lento hacia la parada del tranvía; des-pués de habernos despedido cordialmente de nues¬tros anfitriones. Que la gente joven se adelante unos pasos, la madre no puede seguir a la misma velocidad que llevan las piernas jóvenes. Puesto que desde atrás la madre tiene mejor vista y puede controlar mejor. Erika titubea ya desde el primer momento, porque la pobre madre ha de venir atrás a trote corto, tan sola. Por lo general, las señoras Kohut disfrutan yendo del brazo y comentando y elogiando con impudicia la actuación de Eri-ka. Un joven venido a más ha ocu¬pado hoy el lugar de la fiel madre, que se queda a la retaguardia, desatendida y olvidada.
Las riendas de la madre se tensan y tiran a Erika hacia atrás. La tor-tura que la madre tenga que ir tan sola ahí atrás. El hecho de que ella misma se haya ofrecido solo agrava la situación. Si el señor Klemmer no se empeñara en ser tan amable, Erika podría ir cómodamente cami-nando del brazo de su procrea¬dora. Así podrían rumiar juntas la recien-te experiencia y quizá es¬carbarían en la bombonera. Sería como un aperitivo del agradable calor y la comodidad que las espera en casa. Allí todo seguirá tal cual.
Quizá alcancen a ver la película en la función nocturna de la televi-sión. Ese acorde final sería la mejor conclusión para un día tan musical. Y este estudiante se le acerca cada vez más. ¿Es que no puede mante-ner la distancia? Es incómodo sentir la inmediatez de un cuerpo cálido que irradia juventud. Este joven resulta tan espan¬tosamente intacto y desaprensivo, que Erika entra en pánico. ¿No querrá imponerle su salud vital? La convivencia doméstica bilateral se ve en peligro; nadie debe participar de ella. ¿Quién mejor que la madre podría imponer paz, or-den y seguridad al interior de las cua¬tro paredes?
Erika se siente atraída de cuerpo y alma hacia su mulli¬do sillón frente a la televisión, y la puerta con un buen cerrojo. Ella tiene su sillón habi-tual, la madre el suyo, aunque además suele po¬ner los pies hinchados sobre un taburete persa. La paz familiar se nubla porque este Klemmer no se quita de en medio. ¡No se le ocurrirá irrumpir en su vivienda! Lo que más querría Erika sería volver a las entrañas de su madre y mecer-se suavemente en el tibio líquido amniótico, tan tibio y húmedo como puede ser el interior de un cuerpo. Se pone tensa ante la madre cuando Klemmer se le acerca demasiado.
Klemmer habla y habla sin parar. Erika calla. Sus escasos ejercicios con el sexo opuesto se le cruzan por la cabeza, pero el recuerdo no le hace bien. Y, en aquel momento, los hechos tampoco resultaron más auspiciosos.

En una ocasión fue con un vendedor cuyos susu¬rros insistían tanto que, para hacerlo callar, ella cedió. La lamentable colección de visitan-tes desabridos se completa con un joven jurista y un joven maestro de liceo. Pero entre tanto han pasado y se han quedado atrás ya muchos años. Los dos profesionales aparecieron de pronto, después de un con-cierto, ayudándole con las mangas de su abrigo, ofreciéndoselas como cañones de una ametralladora. Con ello desarmaron a Erika, ya que es-taban armados con la más peli¬grosa de las armas. Cada vez, Erika sólo deseaba correr lo más rápi¬do posible donde su madre.
La madre no había sido advertida. De esta forma le tomó el gusto a dos o tres departamentos de solteros, con una cocinilla empotrada en el muro y bañera de asiento. Pasti¬zales agrios para la degustadora de las delicadezas del arte. Inicialmente disfrutaba posando de pianista, aun-que sólo pudiera hacerlo en horas fuera de servicio. Ninguno de estos señores había tenido jamás a una pianista sentada en los sillones de su casa. El hombre se comporta automáticamente de forma caballerosa y la mujer disfruta de una vista amplia que va mucho más allá de la figu¬ra del hombre. Mas, durante el acto amoroso, no hay mujer que con-serve señorío.
A poco andar, los jóvenes galanes se tomaban todo tipo de libertades, de las que hacían uso en cualquier situación. Ya no se la recibía junto a la puerta del coche, le llovía sarcasmo ante cualquier torpeza. Después, la mujer es engañada, se le miente, se la tortura y ya no se la llama con frecuencia. Intencionadamente se le ocultan determinadas inten-ciones. Una, dos cartas quedan sin respuesta. La mujer espera y espe-ra, todo en vano. Y no pregunta por qué espera, ya que teme más la respuesta que la espera. Entre tanto el hombre comienza decididamen-te la operación con otras mujeres y otras vidas.

Estos jóvenes echaron a rodar el deseo en Erika; poco después lo de-tuvieron. Le cerraron el grifo. Sólo permitieron que le tomara el olor al gas. Erika intentaba encadenarlos a ella con pasión y placer. Solía gol-pear con violencia el peso muerto que se balanceaba sobre ella, el en-tusiasmo la llevaba a dar gritos. Con las uñas arañaba de forma preme-ditada las espaldas de su contrincante. No sentía nada. Simulaba un placer desenfrenado para que el hombre acabara de una vez. El señor acaba, pero quiere otra vez. Erika no siente nada y jamás ha sentido algo. Es tan insensible como un trozo de pizarra bajo la lluvia.
Todos estos señores abandonaron a Erika en corto plazo y ahora ella ya no quiere que se le monte ninguno más. El hombre no ofrece más que estímulos debiluchos y sus empeños son flojos. No se to¬man el tra-bajo de atender como corresponde a una mujer tan ex¬traordinaria como Erika. Nunca volverán a conocer a una mujer como ella. Porque esta mujer es única. Lo lamentarán toda su vida, pero aun así lo hacen. Ven a Erika, dan media vuelta y se van. No se toman el trabajo de enterarse en detalle de las extraordinarias cuali¬dades artísticas de esta mujer, prefieren ocuparse de su mediocridad, de sus propios conocimientos y oportunidades. Esta, mujer es dema¬siado paquete para sus pobres na-vajitas sin filo. Se resignan a que ella se ponga mustia y se seque. Ello no les lleva a perder ni un minuto de su sueño. Erika se encoge como una momia y ellos si¬guen dedicados a sus tediosos negocios, como si no estuvieran fren¬te a una flor exótica que pide riego.

Sin tener noticia de estos hechos, el señor Klemmer se mece como si él mismo fuese un ramo de flores que camina junto a la señora Kohut hija y con la señora Kohut madre siguiendo la estela. Es tan joven. Ni siquiera intuye lo joven que es. Piensa en su profesora y la mira de re-ojo con admiración y unción. Con ella comparte los misterios del arte. Seguramente también la mujer a su lado piensa, igual que él, cómo po-ner fuera de juego a la madre. Qué hacer para invitarla a una copa de vino y así concluir el día festejando. Klemmer no pide más. Para él, la profesora es pura. Despachar a la ma¬dre, sacar de paseo a Erika. ¡Eri-ka! Así menta su nombre. Ella simu¬la un malentendido y apura el paso, para que avancemos y para que a este joven no se le ocurra nada más. ¡Que se vaya de una vez! Por aquí hay tantos caminos por los que po-dría desaparecer. Tan pronto se haya ido comentará detenidamente los hechos con su madre: en secreto, este estudiante la adora. ¿Verá usted hoy la película de Fred Astaire? ¡Yo sí! No me la pierdo. El señor Klem-mer sabe lo que le espera, ¡nada!
En la oscuridad del paso superior del tren urbano, Klemmer acome¬te un osado intento, en tanto coge a hurtadillas la mano de la señora pro-fesora. Déme la mano, Erika. Esta mano que toca tan maravillo¬samente el piano. La mano fría se escabulle por las mallas y desapa¬rece. Se le-vanta un airecillo pero de inmediato vuelve la quietud. Ella actúa como si el acercamiento no hubiera ocurrido. Primer intento fallido. La mano se atrevió sólo porque la madre caminaba algo dis¬tante a su lado. La madre ha pasado a ser un sidecar para poder controlar el frente de la joven pareja. A esta hora no hay peligro de coches y en este tramo la acera es demasiado estrecha. La hija piensa que hay peligro y abre ca-mino en la acera para la osada madre. Los intentos manuales de Klem-mer pasan a pérdida.
El siguiente empeño en el curso de este ajetreado camino corre por cuenta de la boca de Klemmer. Se abre y se cierra sin que a su alre¬dedor se creen la pequeñas arrugas propias de la edad. No le cuesta trabajo. Quiere intercambiar ideas con Erika sobre el contenido de un libro. Una obra de Norman Mailer, al que Klemmer admira como hom-bre y como escritor. Él vio tal y tal cosa en el libro, ¿quizá Erika haya visto algo completamente distinto? Erika no lo ha leí¬do y la conversa-ción se desvanece.
De este modo es imposible llegar a ningún trato. A Erika le gustaría recuperar su juventud perdida y Klemmer hace fintas con pasos de pre-tendiente. El rostro del joven reluce suavemente a la luz de las farolas y de los escaparates; a su lado se encoge la pianista como una hoja de papel incandescente en el horno del deseo. No se atreve a mirar al hombre. La madre in¬tervendrá para imponer una separación de la pare-ja en el momento en que le parezca necesario. Erika responde con mo-nosílabos, desin¬teresada, una actitud que se acentúa a medida que se acercan a su destino, el tranvía.
La madre impide cualquier transacción entre la juventud que tiene delante de ella hablando de un catarro cuyos síntomas dibuja con gran-des movimientos sobre el muro. La hija le da la razón. Ahora mismo hay que evitar el contagio, mañana ya podría ser demasiado tarde. Por última vez el señor Klemmer abre desesperadamente sus alas y declara a voz en cuello que él sabe de un buen remedio: generar defensas a tiempo. Recomienda la sauna. Aconseja nadar unas cuantas vueltas en la piscina. En general, reco¬mienda el deporte y sobre todo una de sus formas más apasionantes: el piragüismo en aguas turbulentas. Ahora, en invierno, lo impide el hielo, por lo pronto, hay que buscar alternati-vas en otros géneros deportivos. Pero en primavera, dentro de muy po-co, es la mejor época porque los ríos aumentan su caudal con las aguas de los de¬rretimientos y arrastran con todo lo que se les pone en el ca-mino.
Después de esto, Klemmer aconseja otra vez la sauna. Recomienda correr durante un buen rato, correr por el bosque y, en general, hacer ejercicio corriendo. Erika no lo escucha, pero lo mira de sos¬layo e in-mediatamente se escabulle incómoda. Mira casi involunta¬riamente des-de el interior del calabozo de su cuerpo. No desgastará los barrotes con la lima. La madre no le permitirá que se acerque a los barrotes. Diga lo que diga Erika, Klemmer no está de acuerdo, este luchador empederni-do; avanza con osadía unos cuantos pasos más, este novillo que sobre-pasa el cercado, ¿querrá ir hacia la vaca o simplemente quiere pastar en otro potrero? No se sabe.
Recomienda el deporte para desarrollar el gusto y, en general, el sen-tido del propio cuerpo. Usted no se imagina, señora profesora, cuánto placer se puede llegar a sentir con el propio cuerpo. Pregúntele lo que quiere y él se lo dirá. Inicialmente el cuerpo quizá parezca algo irrele-vante, pero después, ¡vaya! Se estimula y desarrolla músculos. Se yer-gue en el aire fresco. Pero también tiene conciencia de sus limitaciones. Y como siempre, también en este caso: lo mejor es su deporte fa¬vorito, el piragüismo en aguas turbulentas.
A Erika se le cruza por la cabeza el vago recuerdo de que ha visto al-go así en la televisión: piragüistas en aguas turbulentas. Fue en un pro-longado programa durante el fin de semana, antes de que comenzara la película. Re¬cuerda a los piragüistas con sus chalecos salvavidas de color naranja y cascos acolchados en la cabeza. Estaban metidos en su botes mi¬núsculos, o algo por el estilo, como las peras del Williams en el in¬terior de las botellas de licor. Con frecuencia se volcaban al realizar sus piruetas. Erika sonríe. Por un instante recuerda a uno de esos señores por el que llegó a gritar con todas sus fuerzas, e inmediata¬mente lo ol-vida. Le queda un vago deseo que también olvida ense¬guida.
Al fin. ¡Casi hemos llegado! El señor Klemmer siente que las palabras se le congelan en la boca. Con dificultades logra decir algo de esquiar, para lo cual la temporada está comenzando. Ni siquiera es necesario ir muy lejos de la ciudad y ya se encuentra uno con las mejores laderas con el declive que desee. ¿No es estupendo? Venga conmigo en alguna ocasión, señora profesora, puesto que la juven¬tud llama siempre a la juventud. Allí nos encontraríamos con ami¬gos de mi edad que se ocupa-rán de buena gana de usted, señora profesora.
La madre concluye la conversación diciendo: nosotras no somos muy deportistas; ella, que jamás ha visto un deporte más allá de la pantalla de televisión. En invierno preferimos recogernos en casa con una buena novela policíaca. En general, a nosotras nos gus¬ta recogernos, retirar-nos de todo. La procedencia de las ofertas ya la conocemos y no tene-mos interés en saber cuál es el propósito. Por lo demás, una se puede quebrar una pierna.
El señor Klemmer dice que él puede utilizar en cualquier momento el coche de su padre, basta que le avise con tiempo. Su mano escar¬ba en la oscuridad y reaparece tan vacía como al comienzo. Erika siente que su rechazo va en aumento, ¡que se vaya de una vez! ¡También puede llevarse su mano! ¡Fuera! Él representa para ella un terrible desafío y Erika está acostumbrada a afrontar únicamente los desafíos que le im-pone la interpretación musical fidedigna.
Al fin la parada del tranvía; la construcción de plexiglás aparece bajo una luz tranquilizadora y dentro hay un banco. No se ve ningún asal¬tante y ellas dos sí que pueden con Klemmer. Además, hay otros dos que aguardan en silencio, dos mujeres, solas, sin protección.
A esta hora, ya tan tarde, la frecuencia de los tranvías disminuye y Klemmer aún no se va. Si bien el asesino no aparece, quizá todavía lle-gue y haya que recurrir a Klemmer. Erika está harta, que acaben de una vez los acercamientos, que alejen de ella ese cáliz. ¡Ahí viene el tranvía! En seguida, desde la distancia, lo conversará detenida¬mente con la madre, tan pronto se vaya el señor Klemmer. Primero ha de irse, después pasará a ser tema de conversación. No cosquillea más que una pluma sobre un trozo de piel.
El tranvía llega y se va llevándose a las dos señoras Kohut. El señor Klemmer se despide moviendo la mano, pero las señoras están ocupa-dísimas con sus monederos pagando los billetes.

Desvalida cae la niña, de cuyas cualidades se habla por doquier, pero que en sus movimientos parece como si estuviese metida hasta el cue-llo en un saco; ha caído al tropezar con unas cuerdas tensadas a poca altura. Queda remando con brazos y piernas. Dando voces se queja que otros han puesto desconsideradamente estas vallas en su camino. ELLA jamás tiene la culpa. Los maestros, que han visto lo ocurrido, saludan y consuelan a la niña fatigada por sus esfuerzos musicales que por una parte sacrifica en beneficio de la música todo su tiempo libre y por otra es el hazmerreír de los demás. De todos modos, en los maestros hay una ligera repulsión, una sutil antipatía soterrada cuando manifiestan que ELLA es la única que después de la escuela no se dedica a hacer estupideces.
Pesan humillaciones sobre SU ánimo, por las que SE queja ante su madre en casa. A su vez, de inmediato, la madre acude a la escuela a quejarse, acusando a voz en cuello a las demás colegialas que intentan descarriar a su precioso retoño. Entonces es cuando la ira contenida de las demás golpea con toda propiedad. Es un circuito de quejas y más motivos para quejas. Canastillos de metal repletos de botellas de leche vacías destinadas a la merienda escolar se le aparecen cada dos por tres en SU camino buscando en vano llamar su atención. Pero ella se concentra en se¬creto en sus compañeros varones, a los que espía furti-va con el ra¬billo del ojo, mientras la cabeza, muy erguida, mira en una dirección completamente diferente y no acusa noticias de los proyectos de hombre. O de lo que ellos ejercitan como masculinidad.
Los obstáculos acechan en las aulas malolientes. Por las mañanas su-da ahí el alumno común y corriente que a duras penas consigue alcan-zar la media del objetivo del curso mientras sus padres activan nervio-sos los interruptores de su intelecto. Por las tardes el aula muda sus funciones para servir a los talentos extraordinarios que se dedican a co-sas extraordinarias: el señalado estudiante de música que asiste ahí a la escuela de música. Como espantapájaros sonoros re¬tumban los estri-dentes aparatos en los silenciosos cuartos del pensa¬miento. A diario la escuela está anegada de valores imperecederos, del saber y de la músi-ca. Hay estudiantes de música de todas las edades y tamaños, incluso estudiantes de bachillerato y egresados. A todos los une el empeño por producir sonidos, en solitario o acompañados.
ELLA se obstina más y más en acceder a las dispersas burbujas de ai-re de una vida interior que los demás ni siquiera sospechan. En lo esen-cial es bella como algo extraterrestre y esta esencia se ha preci¬pitado por sí misma en su cabeza. Los demás no ven esta belleza. ELLA cree que es bella y espiritualmente se cubre con un rostro de ilustrada. Muda de rostro a su gusto, una vez rubia, otra morena, así es cómo les gus-tan las mujeres a los hombres. Y ella se rige en fun¬ción de ello, ya que también quiere ser amada. En sí misma es cual¬quier cosa menos bella. Es talentosa, gracias, de nada, pero no es bella. Más bien es deslucida y su madre se lo recuerda a cada instan¬te para que en ningún caso se crea guapa. Sólo con SUS capacidades y SU saber podrá llegar a cazar a alguien, señala la madre de la for¬ma más artera. Y de paso le advier-te que la matará a palos tan pron¬to la descubra con un hombre. La ma-dre permanece sentada y la tiene en la mirilla, controla, busca, hace cuentas, resuelve, castiga. ELLA está enredada en el ovillo de sus debe-res cotidianos como una momia egipcia, pero nadie se toma la molestia de echarle una mira¬da. Durante tres años persevera en el deseo de te-ner su primer par de zapatos de tacones altos. Jamás desiste por olvi-do. La perseveran¬cia es requisito para su deseo. Hasta que los consiga, puede aplicar la perseverancia al estudio de las sonatas de Bach, en premio de cuyo dominio la astuta madre le hace creer que obtendrá los zapatos. No los obtendrá jamás. Se los puede comprar ella misma cuando gane su propio dinero. Los zapatos permanecen suspendidos como una carnada. De esta forma la madre le saca otra pieza y otra pieza de Hindemith; en cambio, la madre ama a la hija como jamás lo harían los zapatos.
ELLA siempre se sitúa muy por encima de los demás. La madre la eleva siempre muy por encima de los demás. A todos los deja muy por detrás y muy por debajo de sí.
Con el correr de los años, sus deseos inocentes se transforman en afán devastador, en deseos de destrucción. Quiere a cualquier precio lo que otros tienen. Lo que no puede obtener, intenta destruirlo. Comien-za a robar cosas. En el taller del altillo, donde se realizan las clases de dibujo, desaparecen ejércitos de acuarelas, lápices, pinceles, reglas. Desaparecen unas gafas plásticas de sol, cuyos cristales pro¬ducen un reflejo multicolor; una novedad muy de moda. Por temor, los objetos robados, que ya no le servirán a nadie, van a parar de inmediato al primer basurero que encuentra por la calle, para que no sean descu-biertos en su propiedad. La madre busca y siempre encuentra, ya sea un chocolate comprado a hurtadillas o un helado que se ha agenciado ahorrándose el dinero del tranvía.
En lugar de las gafas de sol habría preferido apropiarse del vestido de franela gris de otra chica. Pero no es fácil robar el vestido, ya que su propietaria siempre está metida dentro de él. Como compensación ELLA descubre, a través de un cuidadoso trabajo de detective, que el vestido fue financiado con el propio cuerpo ejerciendo la prostitución infantil. Durante días siguió la sombra gris de la lobezna propietaria del vestido; en el mismo distrito se encuentran tanto el conservatorio como el Bar Bristol con su clientela de mediana edad que mira a la chiquita, tan sola hoy. La compañera de colegio cuenta apenas dulces dieciséis años y, como corresponde, su delito es denunciado. LE cuenta a la madre qué vestido desea y cómo se lo puede financiar. Las palabras fluyen con fal-sa inocencia de sus labios, para que la madre se regocije con la candi-dez de la propia niña y la elogie. De inmediato la madre se ata bien las espuelas de las botas de caza. Resoplando y echando espuma por la boca se deja caer en la escuela y, mientras se sostiene la cabeza, exige una sonora expulsión. La modelo y su vestido gris desaparecen de la institución; ya no tiene el vestido delante de la vista, pero lo tiene me-tido en el corazón, y a causa de él pasará largo tiempo hurgando en sus heridas y grietas sangrientas. La dueña del vestido es condenada a tra-bajar como vendedora en una perfumería del centro de la ciudad y ten-drá que soportar el resto de su vida sin los placeres de una cultura ge-neral. Lo que pudo haber llegado a ser, no fue.
En premio por la rápida comunicación del peligro LE es permitido fa-bricar con sus propias manos una cartera para el colegio, tan extrava-gante como singular, utilizando pobres restos de cuero. De este modo se habrá cuidado de que tenga una actividad provechosa, para un tiem-po libre del que no dispone. Pasará mucho tiempo hasta que la cartera esté acabada. Pero entonces habrá hecho algo que ningún otro posee ni tampoco querría poseer. Nadie más que ELLA posee una cartera tan singular y ¡hasta se atreve a salir a la calle con ella! Los proyectos de hombre y futuros músicos con los cuales practica música de cámara y, como parte del deber, forma parte de una orquesta, despiertan en ella una melancolía duradera que, desde hacía ya mucho tiempo, parecía profundamente adormecida. Por esta razón, hacia el exterior ELLA ma-nifiesta un orgullo incontrolable, pero ¿de qué? La madre ruega e invo-ca que no se conceda nada porque después no se lo podrá perdonar a sí misma. ELLA no es capaz de tolerarse ni el más pequeño error, que se-guirá pinchándola e hiriéndola durante meses. Con frecuencia se re-vuelca con ideas obsesivas; cómo podría haber hecho tal y tal cosa de otra forma, pero ya es demasiado tarde. El diminuto proyecto de or-questa es dirigido personalmente por la profesora de violín; aquí el pri-mer violín representa el poder absoluto. Ella busca el trato con los po-derosos para que éstos la lleven a su altura. Siempre ha rondado en torno al poder, desde que vio a su madre por primera vez. El mucha-cho, al cual han de seguir los demás violines como la veleta de la torre que señala la dirección del viento, se pasa las pausas leyendo libros se-rios para su próximo examen de madurez. Dice que para él muy pronto comenzará una vida seria, o sea, los estudios superiores. Hace planes y los comenta con valentía. A veces mira distraído a través de ELLA, qui-zá repitiendo una fórmula matemática o quizá una relativa al gran mundo. Jamás atraparía su mirada, porque ella mira altanera hacia el techo. En él, ella no ve al individuo, sino al músico; ella no lo ve y él ha de darse cuenta de que, para ella, él no es más que aire. Por dentro se derrite. Con su mecha, ella brilla más que mil soles y encandila a la rata maloliente que se oculta en su propio sexo. Con el fin de que él le dirija la mirada, en una ocasión se golpea con fuerza la mano izquierda con la cubierta del estuche de madera de su violín, una mano que le hace tan-ta falta. Da un aullido de dolor para que él la mire. Quizá sea amable con ella. Pero ¡no!, quiere hacer el servicio militar para no seguir arras-trando ese asunto. Por lo demás, su deseo es ser profesor de historia natural, de alemán y de música.
Por el momento lo único que domina con bastante acierto es la músi-ca. Para que él la acepte como mujer, para ser registrada como hembra en su agenda mental, en las pausas ella se sienta a tocar el piano sólo para él. Es muy hábil en el piano, pero él la juzga únicamente en fun-ción de su espantosa tosquedad en la vida cotidiana. Esas torpezas que le impiden encaramarse en su corazón.
Ella decide: ¡a nadie entregará hasta el último y más recóndito rincón de su yo, sus más íntimos resquicios! Quiere conservarlo todo y, en lo posible, acumular un poco más. Lo que se tiene, se es. ELLA acumula montañas escarpadas, la cúspide la conforman sus conocimientos y cualidades, sobre los que se ha ido acumulando la nieve. Sólo el más valiente de los esquiadores tendrá éxito al escalarla. En cualquier mo-mento el muchacho puede resbalar por sus pendientes, caer por el va-cío en una grieta de hielo. Es ELLA quien le ha confiado a alguien la lla-ve de su precioso corazón, del témpano cincelado de su espíritu, por ello puede recuperarlo en cualquier momento.
De este modo, ELLA espera impaciente que su valor como futura vir-tuosa de la música suba en la bolsa de valores de la vida. Espera silen-ciosa, cada vez más silenciosa, que alguno se decida por ella y, a su vez, ella gozosa se decidirá de inmediato por él. Será un individuo ex-cepcional con dotes musicales, sin ningún tipo de vanidad. Pero éste ya ha hecho su elección: estudios de inglés o estudios de alemán. Su orgu-llo es razonable.
Desde fuera le hace guiños algo en lo que ella decide no participar para poder vanagloriarse de que no le interesa. Ella desea acumular medallas, placas conmemorativas por su exitosa marginación, así no permite ser medida ni sopesada. Rema con torpeza como un animal de piel rasgada y garras sin filo, manotea nadando con dificultad y a em-pujones en el tibio líquido materno, temerosa, sacando la cabeza; ¿dónde ha quedado la orilla que la rescatará? El salto hacia arriba, al terreno seco envuelto en bruma, le resulta demasiado trabajoso, con excesiva frecuencia ha caído a lo largo del resbaladizo declive.
Desea a un hombre que sepa mucho y que toque el violín. Pero éste no la acariciará antes de que ella lo tenga bajo su dominio. El huidizo macho cabrío se encarama por las piedras, pero no tiene energías para escarbar bajo los escombros en búsqueda de su feminidad. Él opina que une femme est une femme. En seguida hace un chiste sobre la veleidad del género femenino y dice; ¡estas mujeres! Cuando le pasa a ELLA la baraja para que haga juego, la mira sin percatarse realmente de su existencia. No decide en contra de ELLA, simplemente decide sin ELLA.
ELLA jamás se expondría a situaciones en las que pudiera aparecer débil o tan sólo subordinada. Por ello se queda donde está. Recorre úni-camente los estadios habituales del estudio y la obediencia, no incur-siona en otros territorios. La rosca de la prensa rechina, esta prensa que le aplastará las uñas de los dedos hasta extraerle toda la sangre. Ya su raciocinio le exige que estudie, puesto que en tanto esté empe-ñada en superarse, seguirá viva, eso le han dicho. La obediencia es una exigencia que plantea la madre. Y, el que se expone, muere, también éste es un consejo de la madre. Cuando no hay nadie en casa, se hiere voluntariamente en la propia carne. Siempre está esperando el momen-to en que pueda herirse sin ser observada. Apenas suena el picaporte, va en busca de la cuchilla para todo uso de su padre, su pequeño amu-leto. Le quita el envoltorio dominguero de cinco capas virginales de plástico. Es hábil en el manejo de cuchillas; mejor que peor, tiene que afeitar al padre, esa blanda mejilla paterna bajo una frente completa-mente vacía a la que no enturbia ni una sola idea ni se enreda en vo-luntad alguna. La cuchilla está destinada a SU carne. Esta planchita delgada, elegante, de acero azulado, flexible, elástica. Se sienta con las piernas abiertas frente al espejo de aumento que se usa para el afeita-do y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta al interior de su cuerpo. Entre tanto ha ganado experiencia, de modo que el corte con la cuchilla no le causa dolor; sus manos, brazos y pier-nas han sido usados muchas veces para estos experimentos. Su pasa-tiempo es precisamente hacerse cortes en el propio cuerpo.
Al igual que la cavidad bucal, tampoco esta entrada y salida de su cuerpo puede considerarse bella, pero es necesaria. Ella se entrega ple-namente a sus propias manos, lo que en todo caso es mejor que estar entregado a las manos de otro. Tiene el control en sus manos, y sus manos tienen sensibilidad. Sabe exactamente con cuánta frecuencia y en qué profundidad. La abertura es tensada desde la tuerca de sostén del espejo y aprovecha la oportunidad para hacer el corte. Rápido, an-tes de que llegue alguien. Con escasos conocimientos de anatomía y con aún menos fortuna, el acero ataca y penetra allí donde ella piensa que ha de haber una abertura. Se abre, se sorprende por la transfor-mación y mana la sangre. Tiene un aspecto extraño la sangre, pero no mejora con la costumbre. Tampoco esta vez siente dolor. Sin embargo, SE corta en el lugar equivocado y separa lo que Dios Padre y la Madre Naturaleza han unido con afán. El ser humano no debe intervenir y ello trae una venganza consigo. No siente nada. Por un instante las dos ca-ras de la carne cortada se miran sorprendidas ya que, de pronto, en medio de ellas ha surgido este espacio que antes no existía. Durante muchos años compartieron penas y alegrías y ahora ¡esta separación! En el espejo las mitades se ven invertidas, de modo que ninguna sabe qué mitad es. En seguida brota abundante sangre. Las gotas de sangre aparecen, fluyen y se mezclan con sus compañeras formando un verda-dero hilo. Después, cuando se unen los hilos de sangre, corre un flujo rojo, homogéneo y tranquilo. De tanta sangre, no ve qué es lo que ha cortado. Es su propio cuerpo, pero éste le resulta tremendamente aje-no. En eso no había pensado, ahora ya no podrá controlar la línea del corte, tal como se haría con el corte de un vestido, en el que cada una de las líneas de puntos o de pequeños trazos es marcado con un rodillo para conservar el control y tener dominio de la situación. Por lo pronto ha de detener la sangre y en este proceso siente miedo. El bajo vientre y el miedo son dos aliados de confianza que ya conoce bien, siempre aparecen juntos. Cuando uno de estos dos aliados se presenta sin pre-vio aviso en su cabeza, sabe con certeza que el otro no puede estar le-jos. La madre puede controlar si por la noche ELLA tiene las manos so-bre la manta, pero para conseguir el control sobre el miedo tendría que abrirle la tapadera de los sesos a la niña y raspar personalmente de ahí el miedo.
Para detener la sangre recurre al inestimable tampón que toda mujer conoce y aprecia en virtud de sus ventajas, sobre todo para hacer de-porte y para cualquier tipo de movimientos. El tampón sustituye en cor-to plazo la compresa dorada que corona las entrepiernas de la señorita princesa, que ha partido al baile infantil en calidad de niñita. Pero ELLA jamás asistió a los bailes infantiles de carnaval ni conoció la corona. De pronto, el adorno de las reinas ha ido a parar a las bragas, y a partir de ese momento toda mujer sabe cuál ha de ser su lugar en la vida. Aque-llo que inicialmente coronaba la cabeza gratificando el orgullo infantil ha ido a parar donde la leña femenina ha de esperar pacientemente el hachazo. La princesa ha crecido y los deseos comienzan a diversificar-se: un señor quiere un mueble enchapado que no sea demasiado llama-tivo; otro, un conjunto en verdadero nogal del Cáucaso, y un tercero no quiere más que leña para hacer fuego que pueda apilarse en grandes cantidades. Pero el señor en cuestión puede marcar las reglas incluso en esto: puede apilar su leña de forma racional para ahorrar espacio. En algunas carboneras cabe más que en otras, en las que la leña está tirada sin ningún orden. Hay fuegos domésticos que arden más tiempo que otros porque, de hecho, hay más leña.

Inmediatamente delante de la puerta de su casa, Erika K. era espera-da por un mundo amplio que se disponía a acompañarla. Cuanto más se empeñaba Erika en rechazarlo, tanto más la apremiaba el mundo pe-gándose a ella. Una fuerte tormenta primaveral la arrastraba con sus violentas ráfagas. El viento se le metía por debajo de la falda acampa-nada, pero enseguida escapaba desalentado. La golpeaban gruesas ma-sas de aire contaminado provocando verdaderas dificultades para respi-rar. Algo se golpeaba con estruendo contra el muro.
En las pequeñas tiendas las madres, vestidas con colores vivos, se agachan para examinar los productos, porque ellas se toman en serio sus labores; dan respingos detrás del muro que rechaza el viento. Las jóvenes mujeres sueltan las riendas de sus hijos mientras ponen a prueba los conocimientos que han extraído de lujosas revistas de cocina examinando inocentes berenjenas y otros productos exóticos. La mala calidad provoca el rechazo de estas mujeres, como si se tratase de una víbora que asoma su cabeza en un calabacín. A esta hora ningún hom-bre adulto que goce de buena salud se pasea por las calles, donde no tiene nada que hacer. Los verduleros han apilado junto a la entrada de sus tiendas las cajas con los frutos multicolores cargados de vitaminas, todos ellos en distinto estado de descomposición y putrefacción. Ahí es-carba con pericia la mujer. Opone resistencia al vendaval. En detestable actitud lo toca todo para averiguar su consistencia y si está fresco. O busca agentes de conservación y sustancias para la eliminación de pa-rásitos, algo que disgusta en extremo a una joven madre bien informa-da. Aquí, en estas uvas se ve una capa de un verde mohoso que sin duda es venenosa, las uvas fueron groseramente fumigadas en la pa-rra. Asqueada las lleva donde la verdulera, que viste un delantal azul; es una prueba de que una vez más la química le ha ganado la mano a la naturaleza y quizá siembre una semilla de un futuro cáncer en la criatura de esta joven madre. Los resultados de una encuesta han puesto en absoluta evidencia que el hecho de que en este país los ali-mentos deben ser controlados regularmente en su contenido de sustan-cias venenosas es más conocido que el nombre del no menos venenoso viejo canciller. También la clienta de mediana edad ha comenzado a preocuparse acerca de la calidad del suelo en que han crecido las pata-tas. Sí, a causa de su edad, la clienta siente que, por desgracia, el ries-go es para ella aún mayor. Y en la actualidad se ha elevado de forma dramática el peligro que la acecha. Por último compra naranjas, ya que se pueden mondar reduciendo así considerablemente los elementos contaminantes. Pero de nada le sirve a esta ama de casa hacerse la in-teresante en la tienda con sus conocimientos sobre sustancias contami-nantes; Erika ha pasado a su lado sin prestarle atención, del mismo modo que por la noche tampoco su marido le prestará atención, sino que se dedicará a leer el periódico del día siguiente; una suerte que lo encontrara de camino a casa, así dispondría de información por adelan-tado. Tampoco los hijos le harán los honores a la comida preparada con tanto cariño, porque ellos ya son adultos y no viven en casa. Hace ya tiempo que se han casado y, a su vez, se afanan comprando frutos en-venenados. Llegará el día en que se hallen de pie frente a la tumba de esta mujer y lloriquearán un poco, pero el tiempo ya roerá en ellos mismos. Por ahora se han deshecho de las preocupaciones por la madre y muy pronto serán ellos la preocupación de sus hijos.
Eso es lo que piensa Erika.
De camino a la escuela Erika ve inevitablemente por todos lados la destrucción de individuos y comestibles, pocas veces ve que algo crece y florece. Tan sólo en el parque del ayuntamiento o en el parque públi-co, donde las rosas y los tulipanes brotan carnosos. Pero incluso éstos se precipitan, porque llevan en sí mismos el proceso de descomposi-ción. Es lo que piensa Erika. En su opinión sólo el arte tiene una exis-tencia más duradera. Erika lo cuida, lo poda, lo ata a una guía, lo des-maleza y finalmente cosecha. Pero, ¿quién sabe todo lo que se ha per-dido o ha sido acallado injustamente? Cada día muere una pieza musi-cal, una novela o un poema porque ya no posee razón de existencia en nuestro tiempo. Y lo que parecía eterno ha perecido, ya nadie lo cono-ce. Aun cuando habría merecido seguir existiendo. En el curso de piano de Erika ya hay niños que machacan a Mozart o a Haydn, los más avan-zados se deslizan sobre los patines de Brahms y Schumann, cubriendo el bosque de la literatura musical con sus babas de caracol.
Erika K. se lanza decidida hacia la tormenta primaveral con la espe-ranza de llegar sana y salva al otro extremo; se trata de cruzar la ex-planada delante del ayuntamiento. Un perro a su lado también percibe los primeros aires de la primavera. Erika repele lo corporal vegetativo, que le resulta como una molestia constante en su camino de trazado recto. Quizá no esté tan imposibilitada como un minusválido, pero sí li-mitada en cuanto a su libertad de movimiento. La mayoría avanza amablemente en busca de compañía, hacia una pareja. Eso es todo lo que desean. Si se le llega a colgar del brazo alguna colega del conser-vatorio, ella da un respingo ante el atrevimiento. Nadie ha de apoyarse en Erika, sólo el peso de las artes tiene derecho a posarse sobre Erika, que a la menor brisa amenaza con escapar y decantar en otro lugar. Erika oprime su propio brazo con tal fuerza contra su cuerpo, que el brazo de la otra intérprete no consigue romper el muro y se ve obligado a desistir. Se suele decir que una persona de este tipo es inaccesible. Y nadie se le acerca. Antes se hace un rodeo. Atrasos y esperas son el precio que se paga para no tener contacto con Erika. Algunos llaman la atención dando voces, Erika no. Algunos hacen señas, Erika no. Los hay así y asá. Algunos dan saltitos, graznan, gritan. Erika no. Porque ellos saben lo que quieren. Erika no.
Dos alumnas o aprendizas femeninas se acercan soltando risitas aho-gadas, estrechamente abrazadas, cabeza con cabeza como dos perlas artificiales. Son muy colegas, los dos frutos. Es seguro que se soltarán tan pronto como se les acerque el novio de una o de otra. De inmediato romperán el cálido abrazo fraternal para dirigir sus ventosas hacia él y penetrar como minas por debajo de su piel. Más adelante explotará con violencia el disgusto y la mujer se separará del hombre para desarrollar un talento que yacía dormido.
Los seres humanos son incapaces de moverse y estar solos, se pre-sentan en manadas, como si cada uno de ellos no fuese ya bastante carga para la superficie terrestre, piensa Erika, la individualista. ¡Babo-sas informes, sin prestancia ni estructura, inconscientes! Jamás han si-do tocados ni conmovidos por magia alguna, por la magia de la música. Están pegados unos a otros con su piel inamovible.
Erika se limpia golpeándose con la mano. Con la mano sacude leve-mente la falda y la chaqueta de paño. Seguro que se le ha pegado algo de polvillo con tanta tormenta y ráfagas de viento. Erika elude a los demás peatones apenas vislumbra que se le acercan.
Fue en uno de estos luminosos días primaverales cuando las señoras Kohut depositaron al padre, deficiente mental irremisible y ya comple-tamente ajeno al mundo, en un sanatorio de Baja Austria; después fue a parar al manicomio estatal Am Steinhof –hasta los extranjeros lo co-nocen a través de tristes baladas–, donde fue invitado a permanecer. ¡Tanto tiempo como quisiera! A su gusto.
El carnicero, un tendero de su confianza, famoso matarife al que ja-más se le ha pasado por la cabeza sacrificarse a sí mismo, se ofreció voluntariamente a efectuar el transporte en su minibus Volkswagen de color gris, en el que por lo general se zangolotean mitades de terneros. El padre se deja llevar por el paisaje primaveral y respira. Junto con él va su equipaje monogramado pieza a pieza, hasta el último calcetín tie-ne bordada con claridad la K., un trabajo arduo que ya no es capaz de admirar o tan siquiera de valorar; a pesar de que este trabajo manual lo beneficia evitando que el señor Novotny, tan imbécil como él, o el señor Vytvar den mal uso, sin malas intenciones, a sus calcetines. Los nombres de éstos están marcados con otras iniciales, pero ¿qué ocurre con el señor Keller, que se mea en la cama? Bueno, él está en otra habitación, según pueden constatar satisfechas Erika y su madre. Em-prenden el viaje y en un santiamén habrán llegado. Dentro de poco arribarán a su destino. Pasan junto a la Rudolfhöhe y a Feuerstein, al lago del Wienerwald y al Kaiserbrunnenberg, al Jochgrabenberg y al Kohlreitberg –un cerro que habían escalado con el padre tiempos pasa-dos, que no fueron mejores–, y casi llegan hasta el Buchberg, pero gi-ran antes. Y detrás del cerro los esperará Blancanieves, en discreto es-plendor y riendo de alegría porque una vez más llega alguien a su re-ino. Allí hay una casa que pertenece a una familia de origen campesino y que disfruta de ingresos que eluden de los impuestos; ésta ha sido organizada con el buen fin humanitario de atender a los dementes y administrarlos con propósitos de explotación pecuniaria. De este modo la casa no sólo beneficia a una familia, sino que sirve al recogimiento de muchos, muchos trastornados, y los protege de sí mismos y de los de-más. Los pupilos pueden elegir entre hacer trabajos manuales o pasear. En ambos casos están bajo control. Pero hay que hacerse cargo del subproducto de los trabajos manuales, de los desechos, y los paseos no están exentos de riesgos (fugas, mordidas de animales, heridas); el buen aire del campo es gratis. Cada uno puede respirar cuanto quiera y necesite. Cada acogido paga una suma considerable a través de su cu-rador legal para ser admitido y poder permanecer, lo que además cues-ta un sinfín de propinas, según el grado de dificultad y suciedad del pa-ciente. Las mujeres habitan la segunda planta y la mansarda, los hom-bres la planta baja y el ala lateral, que oficialmente ha dejado de lla-marse garaje remodelado porque es una pequeña casa bien acondicio-nada, dotada de agua fría y un techo que gotea. No se pueden exponer los coches al moho y la mugre, fuera están mejor. A veces también la cocina acoge a alguno que se acuesta entre cajas llenas de ofertas es-peciales y lee a la luz de una linterna. La construcción agregada es aproximadamente de un tamaño como para un Opel Kadett; un Opel Commodore se quedaría atrapado y no podría ir para delante ni para atrás. Todo, hasta donde alcanza la vista, con un buen alambrado. La familia no puede llevarse de vuelta al paciente que acaban de traer con tantos esfuerzos y por el que han pagado una suma elevadísima. Con el dinero que la familia cobra por sus huéspedes seguramente se ha com-prado un palacio en otro lugar donde no tengan que ver imbéciles. Y desde luego que allí vivirán solos para poder reponerse de tanto servi-cio a la humanidad.
El padre, con la vista ya un tanto nublada, pero bien guiado, se dirige hacia su nuevo hogar, después de haber abandonado hace tan sólo unos instantes su hogar habitual. Le asignan una bella habitación que lo espera; primero debió morir uno lentamente para que fuera admitido uno nuevo. Y, en su momento, también éste deberá despejar el territo-rio. Los trastornados requieren más espacio que los humanos en ver-sión normal, ya que no se dejan despachar con cualquier excusa y ne-cesitan al menos un corral tan amplio como un pastor alemán de tama-ño mediano. La casa explica que estamos siempre completos e incluso podríamos aumentar el número de camas. Los residentes son intercam-biables; en todo caso, han de estar la mayor parte del tiempo acosta-dos porque de este modo ensucian menos y se dejan almacenar ocu-pando menos espacio. Por desgracia, de un día para otro no se puede cobrar el doble por una persona, de lo contrario lo harían. Lo que hay aquí es inamovible y paga; para la familia es un buen negocio. Y el que está aquí, se queda, porque así lo disponen sus familiares. Las cosas sólo pueden empeorar: ¡Steinhof! ¡Gugging! La habitación está cuida-dosamente subdividida a través de las camas individuales, a cada uno su camita, y éstas son pequeñas, así caben más en un cuarto. Entre los compartimientos queda un espacio de unos treinta centímetros, apenas del tamaño de un pie, para que, si lo necesita, el sujeto pueda levan-tarse y aligerarse, lo que no le está permitido hacer en la cama porque significa más trabajo. En ese caso sus costes son mayores de lo que costaría una protección plástica para la cama y es trasladado a lugares aun mucho peores. Es frecuente que alguno pregunte quién ha estado acostado en su camita, quién ha comido de su platito o quién ha revuel-to su cajoncito. ¡Estos enanitos! Cuando suena el gong –siempre bien-venido– para la comida, los enanos acuden como una manada sin or-den, pisoteándose y atropellándose, al salón donde Blancanieves espera a cada uno de ellos con su dulce presencia. Los quiere a todos por igual y los acoge en su corazón, la feminidad ya olvidada, con su piel tan blanca como la nieve y el cabello tan negro como el azabache. Pero aquí no hay más que una enorme mesa de refectorio para estos cerdos, cubierta con una lámina sintética resistente a los ácidos y a las raspa-duras y que es lavable, porque éstos no saben comportarse en la mesa; el servicio es de plástico para que ningún imbécil se hiera a sí mismo o a otro, y no hay cuchillitos ni tenedorcitos, sólo cucharitas. Si hubiera carne, que no es el caso, vendría troceada. Ellos aprietan su propia car-ne, unos contra otros, se atropellan, empujan y pellizcan para defender sus diminutos lugares de enanos.
El padre no comprende por qué está aquí, si ésta jamás ha sido su casa. Se le prohíben muchas cosas y las demás tampoco son vistas con muy buenos ojos. Todo lo que hace está mal, algo a lo que ya está acostumbrado por su mujer. No ha de tomar nada ni tampoco debe ex-citarse, tiene que luchar contra su desasosiego y quedarse acostado, este paseante inagotable. No debe introducir basura a la casa ni sacar de ella las propiedades de la familia. No debe confundir el interior con el exterior, todo tiene su lugar, y para salir debe cambiarse de ropa o po-nerse algo encima, algo que el de la cama vecina acaba de robarle para que se fastidie su paseo. Mas, tan pronto como ha sido depositado en su cubículo, el padre intenta partir, pero es detenido y obligado a per-manecer en su lugar. ¿De qué forma, si no, podría la familia quitarse de encima al perturbador de su tranquilidad y cómo accederían a sus ri-quezas los dueños de casa? Unos necesitan deshacerse de él, los otros necesitan que permanezca. Unos viven de que esté aquí, los otros de que ya no esté y que no se les vuelva a aparecer. Hasta pronto, fue un placer. Pero todo ha de concluir. El padre ha de despedirse de las dos señoras haciendo señas con la mano, apoyado por un asistente involun-tario. Pero el padre no es razonable, en vez de hacer señas se tapa los ojos con la mano y lloriquea que no le peguen. Esto da una mala ima-gen del resto de la familia, a punto de partir; el padre jamás ha sido golpeado, desde luego que no. De dónde habrá sacado esas cosas el padre, pregunta al aire el fragmento de familia. Pero el aire no respon-de. El carnicero conduce con más rapidez que antes ya que se ha des-prendido de un pasajero peligroso; todavía quiere ir con los niños al campo de fútbol, puesto que hoy es domingo. Su día libre. Ofrece con-suelo utilizando palabras que ha escogido cuidadosamente. Compadece a las señoras K. con frases muy cuidadas; la gente de negocios domina a la perfección el lenguaje de lo escogido y selecto. El matarife habla como si se tratara de elegir entre filete y asado de lomo. Habla con el habitual lenguaje profesional, aun cuando hoy es domingo, el día para el lenguaje del tiempo libre. La tienda está cerrada. Pero un buen carni-cero está siempre en servicio. Las señoras K. vuelcan un cúmulo de en-trañas aún humeantes; en el mejor de los casos, alimento para el gato, juzga el especialista. Cotorrean que esto ha sido un desgarro, pero ne-cesario, ¡sí, ya era hora!, esta decisión que les ha costado mucho es-fuerzo. A cuál de ellas da más razones. En cambio, los proveedores del carnicero compiten entre sí pidiendo cada vez menos. Pero este carni-cero tiene precios fijos y sabe muy bien qué da a cambio. Un trozo de buey cuesta tanto, uno de costilla tanto y un pernil tanto. Las señoras pueden ahorrarse sus palabras. Cuando estén comprando salchichón y productos ahumados pueden ser más generosas, ahora que están com-prometidas con el carnicero, que no en vano las lleva de paseo un día domingo. Gratis es sólo la muerte y ésta cuesta la vida; y todo tiene un final, sólo la salchicha tiene dos, comenta este solícito comerciante, y se ríe con sonoras carcajadas. Las señoras K. están de acuerdo, aunque doloridas porque han perdido un miembro de la familia; ustedes saben lo que se les debe a clientas de tantos años. El carnicero las considera parte de sus más fieles clientas y por ello se siente animado: «Al animal no le puedes dar la vida, pero sí una rápida muerte». Se ha puesto muy serio, el hombre del oficio sangriento. Las señoras K. están de acuerdo con él también en eso. Pero que preste más atención a la carretera, de lo contrario su sentencia acabará materializándose de forma horrorosa antes de lo que se lo imaginan. Abundan los conductores poco diestros que salen de paseo el fin de semana. El carnicero dice en seguida que él lleva en la sangre la habilidad para conducir. En este sentido, las se-ñoras K. no tienen otra cosa que ofrecer más que su propia sangre, y no están dispuestas a derramarla. No se ha de olvidar que hace tan só-lo un instante han debido deshacerse de una parte de su propia sangre pagando por ello mucho dinero para que quepa en un dormitorio atibo-rrado de gente. Que el carnicero no crea que les ha resultado fácil. Un trozo de ellas se ha quedado allí, en el hogar de Neulengbach. Qué pre-sa en particular, pregunta el especialista.
Poco después entran en su vivienda ya algo más despejada, esa gua-rida que cierran para protegerse. Ahora dispondrán de más espacio pa-ra las actividades de su tiempo libre; la vivienda no se abre a cualquie-ra, ¡sólo a sus inquilinos!
Se ha levantado una nueva ráfaga de viento y, como si fuera la enorme y suave mano de un gigante, arrastra a la Kohut hija hacia el escaparate de una óptica donde centellean los cristales. Unas gafas gi-gantescas con cristales de color violeta cuelgan delante de la tienda y se mecen amenazando con cada golpe del viento a los que pasan por ahí. De pronto se hace un silencio, como si el viento estuviera cogiendo aire y hubiese sido sorprendido por algo. Seguro que en este momento la madre ajetrea a su gusto en la cocina y sofríe algo en grasa para la cena que, ya fría, compartirán más tarde, y después la esperan las la-bores manuales, una mantel blanco de encajes.
En el cielo hay nubes bien formadas, con los bordes rojizos. Las nu-bes parecen no saber qué rumbo tomar; desbocadas corren para allá y para acá. Erika siempre sabe con días de anticipación lo que la aguarda en los días venideros, esto es, el servicio a las artes en el conservato-rio. O de alguna otra forma tiene que ver con la música –esa chupasan-gre–, que Erika consume en los más diversos estados físicos, enlatada o recién tostada, alguna vez como sopa, otra como alimento sólido, sola o mandoneando a otros.
Ya varias callejuelas antes de llegar a la escuela de música, Erika asume una actitud vigilante, de acuerdo con su costumbre busca y husmea como un experto perro de caza que ha descubierto una pista. Quizá sorprenda a algún alumno o alumna que, por no tener ninguna tarea musical, disponga de demasiado tiempo libre y lo ocupe en asun-tos de su vida privada. Erika se propone penetrar por la fuerza en esas vastas fincas privadas que se extienden más allá de su control. Colinas sangrientas, campos de vida que hay que coger por los cuernos. El maestro tiene todo el derecho de hacerlo ya que representa a los pa-dres. Como sea, ella quiere saber qué sucede en las vidas de los de-más. Tan pronto algún alumno la elude, apenas se relaja en su ámbito propio, como en una caseta plástica portátil, y piensa que se halla fuera de control, la K. aparece temblando de tensión dispuesta a entrometer-se por sorpresa en su vida, sin que nadie la llame. Da un salto en torno a una esquina, inesperadamente emerge de algún pasaje, su cuerpo aparece por arte de magia en un ascensor, es como un espíritu cargado de energía depositado en una botella. A veces asiste a conciertos con el fin de desarrollar su gusto musical e imponérselo después a los alum-nos. Compara a un intérprete con otro y destruye a los alumnos con pa-rámetros válidos sólo para el arte de los más grandes. Su persecución supera el campo visual del alumno y expande su propio campo visual; se observa a sí misma en los escaparates mientras sigue huellas aje-nas. En lenguaje popular se diría que ella es una buena observadora, pero Erika no forma parte del pueblo. Ella se cuenta entre los que con-ducen y dan instrucciones al pueblo. Absorta en el vacío de la absoluta inercia de su cuerpo hace saltar la tapadera de la botella con un estam-pido y aparece por sorpresa en medio de una existencia ajena que ha buscado con premeditación. Nunca se puede demostrar que su espiona-je es deliberado. Pero poco a poco comienzan a formularse sospechas en su contra. De súbito se hace presente en un momento en el que no se desean testigos. Cualquier peinado nuevo de una alumna da tema en casa para latas discusiones incluidas las acusaciones a la madre, que retiene a su hija por la fuerza en casa para que no pueda andar en li-bertad y vivir. Por lo demás, también ella, la hija, hace tiempo que de-bería haberse hecho un nuevo peinado. Pero esta madre –que ya no se atreve a propinar palizas– la sigue, a Erika, como una sombra o se le pega como una sanguijuela asquerosa; la madre le chupa la médula de los huesos. Lo que Erika sabe a través de sus secretas observaciones, lo sabe a plena conciencia, y lo que Erika es realmente, un genio, eso es algo que nadie sabe mejor que su madre, que conoce a la niña por dentro y por fuera. Quien busca, encuentra todo aquello repelente que en secreto espera encontrar.
Frente al cine Metro, en la Johannesgasse, hace ya tres bellos días de primavera, o sea, desde que han cambiado el programa, Erika ha des-cubierto tesoros ocultos, porque un alumno ocupado consigo mismo y con sus guarrerías se da rienda suelta ajeno a toda cautela. Sus senti-dos se concentran en las fotografías de la película. En estos días el cine presenta un filme pornográfico sin importarle que en los alrededores haya niños que se dedican a la música. Uno de los alumnos parado ahí enfrente juzga minuciosamente cada fotografía en función de lo que se ve, el otro se deja guiar más bien por la belleza de las mujeres expues-tas. Un tercero desea con testarudez lo que no se ve, el interior del vientre de la dama. En el momento en que dos jóvenes proyectos de hombre discuten entusiasmados sobre el tamaño de los pechos femeni-nos explota entre ellos la señora profesora de piano, que ha llegado arrastrada por las ráfagas del viento y surte el efecto de una granada. Se impone una mirada de reproche silencioso con una dosis de lástima; quién diría que ella y las mujeres de las fotos pertenecen al mismo sexo, vale decir, al bello sexo; es más, un lego en la materia pensaría que se trata de dos categorías distintas de la misma especie. Si se juz-ga en función del aspecto exterior. Pero una imagen no muestra la vida interior, de modo que las comparaciones serían injustas con la señorita Kohut, cuya vida interior es lo que de verdad da frutos y genera savia. La Kohut se aleja sin decir una palabra. No hay intercambio de opinio-nes, pero el alumno sabe que habrá estudiado poco, claro, porque sus intereses se hallan en otras cosas que nada tienen que ver con el piano.
En los escaparates se ven las fotos de hombres y mujeres en escenas de arduo trabajo, inmersos en la eternidad del placer encarnizado, ese trabajoso ballet. Un trabajo que los hace sudar. El hombre trabaja a ra-tos en la carne de la mujer y puede dar muestra pública del resultado de sus empeños: tan pronto como se corre y se deja caer como un peso muerto sobre el cuerpo de la mujer. Al igual que en la vida, donde por lo general el hombre ha de alimentar a la mujer y se le valora de acuerdo con su capacidad para dar alimento, también aquí le sirve a la mujer un alimento tibio que ha preparado él mismo a fuego lento en el interior de sus entrañas. La mujer jadea a todo pulmón, lo que se refle-ja en las imágenes, ya que hasta sus gritos parecen estar retratados en las fotos; ella está feliz por lo que recibe y por su benefactor, y sus gri-tos van en aumento. Las fotos, desde luego que son mudas; para oír el sonido hay que entrar al cine, donde la mujer grita en agradecimiento por los esfuerzos masculinos tan pronto el cliente haya pagado la en-trada.
El alumno va dando zancadas a una respetuosa distancia de la Kohut. Se riñe a sí mismo por haber herido su orgullo femenino al dedicarse a examinar mujeres desnudas. Quizá la Kohut también cree que es una mujer y ahora se siente profundamente herida. Para la próxima vez su reloj deberá advertirlo con un fuerte tictac cuando la profesora venga a darle caza. Más tarde, durante la clase de piano no le dirigirá directa-mente la mirada al alumno, ese voluptuoso. Ya en el Bach, inmediata-mente después de las escalas y de los ejercicios de digitación, la inse-guridad se apodera de él. Este intrincado tejido musical lo resiste sólo la mano segura del que es dueño de la situación y es capaz de tensar las riendas. El tema principal está confuso, las voces secundarias están demasiado marcadas y al conjunto le falta transparencia. Como el cris-tal de un coche embadurnado de aceite. Erika hace mofa del escuálido arroyuelo en el que el alumno ha transformado a Bach, aguas que co-rren aturdidas quedando detenidas en pequeños diques de piedras y tierra. Erika explica con detalle la obra de Bach: es una construcción ci-clópea cuando se trata de las Pasiones y la construcción de un zorro en cuanto al Clavecín Bien Temperado y las demás obras de contrapunto para instrumentos de cuerda percutida. Con el ánimo de humillar al alumno, Erika eleva por los cielos la obra de Bach; afirma que Bach vuelve a edificar las catedrales góticas cada vez que suena su música. Erika siente entre las piernas aquella comezón que sólo siente el elegi-do por y para las artes cuando habla de las artes y miente diciendo que la fáustica aspiración de Dios fue lo que condujo a la creación tanto de la catedral de Estrasburgo como del coro inicial de La pasión según San Mateo. Lo que él acaba de tocar no ha sido precisamente una catedral. Erika no se calla el comentario de que, por lo demás, Dios también creó a la mujer. Menciona el chiste masculino de que la creó en momentos en que no se le ocurría nada mejor. Se retracta de la broma en tanto le pregunta al alumno con toda seriedad si acaso sabe cómo se ha de mi-rar la fotografía de una mujer. Con respeto, porque también su madre que lo gestó y lo trajo al mundo es una mujer, ni más ni menos. El alumno promete cosas que la Kohut le exige. Como gratificación escu-cha la lección de que el dominio de Bach representa el triunfo de lo ar-tesanal en las más variadas formas y artes del contrapunto. En cuanto al trabajo manual, Erika habla con propiedad; si sólo hubiese sido cues-tión de ejercicio, ella sería vencedora por puntos, incluso por k.o. Pero Bach siempre es más, dice con espíritu triunfal, es un culto a Dios, y, yendo más allá de lo que afirma el manual de uso corriente para la his-toria de la música –parte primera, Editorial Federal de Austria–, Erika exacerba su adulación; Bach es una declaración de principios en favor del singular hombre nórdico que lucha por la gracia divina.
El alumno decide que en lo posible no volverá a dejarse atraer por las fotografías de mujeres desnudas. Los dedos de Erika se tensan como las garras de un animal de caza bien adiestrado. Durante las clases quiebra una tras otra la voluntad de los alumnos. Pero en sí misma siente el vehemente deseo de obedecer. Para eso tiene a su madre en casa; pero la pobre mujer envejece más y más. ¿Qué ocurrirá cuando llegue a ser una ruina física y requiera todo tipo de atenciones, cuando esté obligada a obedecer a Erika? A Erika la consume el deseo de asu-mir tareas difíciles que no consigue cumplir satisfactoriamente. Por ello ha de ser castigada. Este muchacho bañado en su propia sangre no es un contrincante; si incluso ya ha fracasado al enfrentarse a la maravi-llosa obra de Bach. ¡Cuánto mayor será su fracaso el día que caiga en sus manos un ser humano! Ni siquiera se atreverá a dar un buen golpe; hasta los golpecitos de notas equivocadas le resultan vergonzantes. Basta un solo comentario, una mirada despectiva, y lo hace caer de ro-dillas, avergonzado, haciendo todo tipo de promesas que después no será capaz de llevar a los hechos. Quien consiga hacerla obedecer sus órdenes –tendría que ser alguien con don de mando, no su madre, que ha abierto grietas ardientes en la voluntad de Erika–, ése lo obtendrá TODO. ¡Poder apoyarse en un muro que resista! Algo la tira, algo la jala del codo, ejerce peso en la costura de la falda, una pequeña bola de plomo, el cuerpo diminuto de un peso. No sabe qué cosas será capaz de hacer una vez que se vea libre de la cadena, este perro furioso que co-rre a lo largo de la reja estirando los morros, con el pelaje erizado, pero siempre a un centímetro de su víctima, con una cólera negra en las fau-ces y un punto rojo en las pupilas.
Espera una única orden. Un hoyo amarillo, humeante, en medio de toda la masa de nieve, una pequeña taza de meados; aún están tibios, estos orines, y pronto el hoyo se congelará transformándose en un del-gado tubo amarillo en el cerro de nieve, como una guía para esquiado-res, para los que van en trineo, para excursionistas, advirtiendo que en este lugar estuvo presente la amenaza humana, pero siguió adelante.
Ella tiene conocimientos sobre la estructura de la sonata y de la cons-trucción de la fuga. Es profesora en esta materia. Aun así: sus extremi-dades se tensan ante la esperanza de una última orden que tenga ca-rácter definitivo. Las últimas colinas de nieve, las elevaciones –mojones en el desierto– se hacen más esporádicas y a la distancia aparece la llanura, se transforman en reflectantes planicies de hielo, sin marcas de pasos, sin huellas. Otros serán los vencedores en los campeonatos de esquí, primer lugar en partida de varones, primer lugar en partida fe-menina, y en cada caso un primer lugar en la combinación.
En Erika no se mueve ni un pelo, en Erika no ondea ni una manga, en Erika no reposa ni una partícula de polvo. Se ha levantado un viento frío y la patinadora sale a la pista con su vestidito corto y los zapatos blancos de patinaje. La más plana de las superficies va de un extremo del horizonte al otro, y aun más allá. ¡Zumbido sobre el hielo! Los orga-nizadores del espectáculo han perdido la cinta musical correspondiente, de modo que esta vez no se oye el habitual popurrí musical y la vibra-ción solitaria de las cuchillas de los patines resuena más y más como un raspado metálico mortal, un breve relampagazo, para todos, una señal inequívoca en lenguaje morse, al margen del tiempo. La patinadora to-ma impulso y es comprimida en sí misma por un puño gigantesco, con-centración de energía cinética que se dispara hacia fuera en una décima de segundo, realizando con absoluta precisión una doble voltereta com-pleta y cayendo exactamente en el punto previsto. La fuerza del salto vuelve a comprimir a la patinadora; ella arrastra al menos el doble de su propio peso y cae con él sobre la superficie de hielo que no cede. El movimiento de la patinadora se concentra como una fresadora apun-tando contra aquel espejo de la dureza de un diamante, se concentra en el varillaje de sus ligamentos y carga sus huesos hasta el límite de su resistencia. Y ahora una pirueta a partir de una posición en cuclillas. ¡Con el mismo impulso! La patinadora se transforma en un cilindro, una perforadora de petróleo; el aire se dispara, el polvo de hielo escapa re-chinando, se revuelven las nubes del vaho de la respiración, se oyen los aullidos de una sierra, pero el hielo es indestructible, ni una huella de daño. El movimiento giratorio se aquieta, nuevamente se identifica la bella figura, la faldita azul claro vuelve a recuperar su identidad y co-mienza a balancearse hasta caer cuidadosamente en sus pliegues. Si-gue una última flexión frente a las graderías de la derecha y otra frente a las de la izquierda y parte saludando y meciéndose como ramo de flo-res. Pero las graderías son invisibles; quizá la patinadora sólo supone que están ahí porque oye con toda nitidez los aplausos. La chica parte con movimientos rápidos, pequeñísima se la ve en la distancia, no hay mejor paz que la de allí, donde el ribete del traje azul claro de patina-dora reposa y golpea sobre las medias rosadas de los muslos, salta, ondea, oscila, allí, en el centro de la quietud total: ese vestido corto, esas campanitas y pliegues suaves, ese corpiño ceñido y con encajes en el escote.
La madre está sentada en la cocina y, un tanto achispada por el café, va dejando caer sus órdenes. Después, cuando la hija sale de la casa, enciende el televisor para ver el programa matinal; se queda tranquila porque sabe a dónde ha ido la hija. ¿Y, ahora, qué vemos? ¿Alfred Dü-rer o partidas femeninas?
Después de un día de esfuerzos la hija le grita a la madre que de una vez la deje hacer su propia vida. Ya en virtud de su edad tiene derecho a ello, chilla la hija. Cada día la madre responde que ella es la madre y sabe lo que le conviene a la hija, porque jamás se deja de ser madre.
Pero la ansiada vida propia de la hija ha de conducir a la cima de toda obediencia, hasta que no quede más que una diminuta y estrecha calle-juela en la que no quepa más que una persona y a través de la cual ella le haría señas con la mano. El guardián le da el paso. A derecha e iz-quierda, muros lisos, bien pulidos, muy altos, sin desvíos laterales ni pasajes, sin nichos ni cuevas, sólo este único camino que necesaria-mente la conducirá hacia el otro extremo. Si bien ella no lo sabe, allí la espera un paisaje invernal que se pierde en la lejanía, un paisaje en el que no se alza ningún castillo para su salvación y, caso que existiera, no habría camino que condujese a él. Quizá la espera más que una habitación sin puertas, un cubículo amueblado con una anticuada mesa para el aseo, un jarrón para el agua y una toalla, y los pasos del propie-tario de la vivienda se sienten cada vez más cerca, pero jamás llega, ya que no hay puertas. En esta enorme extensión o en la delimitada estre-chez carente de puertas, el animal sentirá miedo, provocado ya sea por un animal más grande o simplemente por esta pequeña mesa de aseo montada sobre ruedas, que está ahí sin más.
Erika se esfuerza hasta el extremo de no sentir ningún impulso instin-tivo dentro de sí. Deja reposar su cuerpo porque nadie saltará como una pantera para apoderarse de ella. Espera y enmudece. Le impone duras tareas a su cuerpo y es capaz de aumentar a su gusto el grado de dificultad de estas tareas mediante trampas ocultas. Afirma enfática ante sí misma que cualquiera puede dar paso al instinto, hasta el más primitivo que no teme satisfacerlo al aire libre.
Erika K. corrige el Bach, hace enmiendas en torno a él. Su alumno deja caer la mirada fija sobre sus manos agarrotadas. La profesora mira a través de él, pero al otro lado no encuentra más que un muro en el que cuelga la mascarilla mortuoria de Schumann. Un instante fugaz siente el deseo de coger la cabeza del alumno por el cabello y lanzarlo con fuerza contra el interior del vientre del piano, hasta que las san-grientas entrañas repletas de cuerdas salpiquen con estruendo por en-cima de la cubierta. El Bösendorfer no dará ni un sólo sonido más. El deseo cruza veloz por la cabeza de la profesora y desaparece sin causar daño.
El alumno promete que mejorará aunque le cueste mucho tiempo. Erika espera que así sea y pide el Beethoven. El alumno aspira impúdi-camente a conseguir elogios, aun cuando no es tan vanidoso como el señor Klemmer, cuyas bisagras chirrían sin parar de tanto empeño.
En los escaparates del cine Metro sigue intacta la carne rosada en to-das sus formas, versiones y precios. Se muestra exuberante y se des-borda porque Erika K. no puede hacer guardia. El precio de las butacas no es fijo, delante es más barato que atrás, aun cuando delante se está más cerca y quizá se vea mejor el interior del cuerpo. Una de las muje-res se introduce las larguísimas uñas pintadas de un color rojo san-griento, la otra, en cambio, se introduce un objeto agudo, es una fusta. Se hace una marca en la carne y demuestra al espectador quién es el amo y quién no; también el espectador se siente como un amo. Erika siente la penetración. La sitúa enfáticamente en su lugar de espectado-ra. El rostro de una de las mujeres se llega a desfigurar de placer; el hombre sólo puede ver en su expresión cuánto placer le provoca y cuánto placer se pierde. El rostro de otra mujer en la pantalla se desfi-gura por el dolor; acaba de ser golpeada, aunque sólo suavemente. La mujer no puede manifestar de forma material el placer que siente, de ahí que el hombre deba atenerse del todo a sus indicaciones específi-cas. Él registra el placer que se manifiesta en su rostro. La mujer se contrae para no ser un objetivo fácil. Tiene los ojos cerrados y la cabe-za echada hacia atrás, sobre la nuca. Cuando no cierra los ojos, por momentos puede volcarlos hacia atrás. Mira al hombre sólo de vez en cuando; de ahí que los esfuerzos masculinos sean tanto más arduos, dado que no puede superar su rendimiento en función de la expresión del rostro y, de este modo, ir acumulando puntos. De tanto placer, la mujer no ve al hombre. Los árboles le impiden ver el bosque. Sólo mira al interior de sí misma. El hombre, este perito mecánico, trabaja en el coche averiado, en la maquinaria femenina. En general, en las películas pornográficas se trabaja mucho más que en las películas sobre el mun-do laboral.
Erika tiene experiencia en observar a personas que se esfuerzan con tesón en alcanzar algún objetivo. En este sentido, las grandes diferen-cias entre la música y el placer resultan más bien irrelevantes. La natu-raleza no es algo que Erika busque con afán; jamás va de paseo al bos-que, donde otros artistas se dedican a renovar casas de campo. Jamás hace excursiones a la montaña. Jamás se zambulle en un lago. Jamás se tiende en la playa. Jamás practica el esquí. El hombre acumula or-gasmos con avidez hasta dejarse caer lleno de sudor en el mismo lugar de donde había partido. Por hoy ha elevado considerablemente el esta-do de su cuenta. Hace ya bastante tiempo que Erika vio esta película, dos veces, en un cine de los suburbios, donde nadie la conoce (salvo la mujer de la taquilla, quien la saluda como a una distinguida señora). No la vería más veces porque prefiere platos más fuertes en lo referente a la pornografía. Estos bellos ejemplares del género humano en el cine del centro de la ciudad actúan sin ningún tipo de dolor y sin la posibili-dad de sentir dolor. Todo es plástico. En sí mismo el dolor no es más que una consecuencia del deseo de placer, de destrucción, de aniquila-miento y, en su forma más sublime, una forma de placer. Erika sobre-pasaría gustosa el límite de una muerte violenta. En los suburbios follan con torpeza y es más probable que se hagan daño unos a otros, que haya todo un decorado teatral en torno al dolor. Estos lastimosos y maltrechos actores de pornografía de tercera categoría trabajan con mucho más empeño, además, agradecen más la posibilidad de partici-par en una verdadera película. Han sufrido daños, su piel presenta manchas, espinillas, cicatrices, arrugas, celulitis, rollos de grasa. El ca-bello mal teñido. Sudor. Pies sucios. En las películas con más pretensio-nes estéticas, en cines de más categoría, se ve casi únicamente la su-perficie del hombre y de la mujer. Ambos ejemplares están cubiertos de una piel sintética que garantiza la ausencia de suciedad, es resistente a los ácidos, a los golpes, a la temperatura. Además, en la pornografía barata la codicia con la que el hombre penetra en el cuerpo de la mujer es más evidente. La mujer no habla y, cuando lo hace, ¡más!, ¡más! Con ello se agota el diálogo, pero no el hombre, que se esmera, está ansioso, se concentra y tiene un orgasmo tras otro.
Aquí, en la pornografía suave, todo se reduce a lo exterior. Esto no es suficiente para Erika, esta mujer de gustos refinados, porque ella quiere escudriñar hasta en sus raíces a estos individuos que se agarran uno al otro, qué hay detrás de todo esto, qué obnubila de tal forma los senti-dos para que todos quieran hacerlo o al menos verlo. Un vistazo al in-terior del vientre no da más que una explicación insatisfactoria y deja muchas interrogantes. Es imposible abrirles el vientre a estas gentes para extraerles hasta el último detalle de sus entrañas. En las películas de mala muerte se ven más profundidades en lo que se refiere a la mu-jer. En cuanto al hombre, no es posible penetrar tan adentro. Pero na-die llega a verlo todo hasta en sus últimas consecuencias; incluso si se le abriera el vientre a la mujer, no se verían más que los intestinos y los órganos de su cuerpo. El hombre activo manifiesta incluso física-mente un crecimiento hacia fuera. Al final ofrece el resultado esperado, o no lo ofrece, pero, si lo hace, puede ser examinado públicamente y su autor se siente satisfecho del valioso producto de su cuerpo.
El hombre debe tener la sensación de que la mujer le oculta algo de-cisivo en cuanto al desorden de sus órganos, piensa Erika. Precisamen-te lo que oculta, estos últimos resquicios, incita a Erika a buscar cons-tantemente lo nuevo, lo más profundo, lo prohibido. Ella anda siempre detrás de una perspectiva nueva e insospechada. Su cuerpo jamás ha delatado sus misterios, ni siquiera en la posición con las piernas abier-tas frente al espejo de afeitar, ¡ni a su propietaria! Del mismo modo, los cuerpos en la pantalla lo contienen todo: tanto para el hombre que quiere echar un vistazo a la oferta en el mercado de las mujeres, aque-llo que él aún no conoce, como también para Erika, la observadora hermética.
Hoy el alumno de Erika es humillado y, de este modo, castigado. Eri-ka cruza las piernas con desenfado y hace un comentario cargado de sarcasmo sobre la interpretación a medio guisar de Beethoven. Más no hace falta, el alumno está a punto de llorar.
Esta vez ni siquiera le parece oportuno interpretar ella el pasaje a que se refiere. Por hoy no sacará nada más de su profesora de piano. Si no se da cuenta por sí mismo de sus errores, ella no le puede ayudar.

¿Ama a su domador el que fuera un animal salvaje y actualmente es un animal de pista de circo? Es posible, pero no imperioso. Uno necesita al otro de forma perentoria. Uno necesita al otro para pavonearse con sus piruetas a la luz de los focos y al ritmo marcial de la música, y el segundo necesita al primero para tener un punto de referencia en el caos general que lo encandila. El animal necesita saber qué es lo de arriba y qué es lo de abajo, de lo contrario se encuentra de pronto pa-rado de cabeza. Sin el domador, el animal se vería perdido en una veloz caída libre o daría vueltas en el espacio y, sin prestar atención a su ob-jeto, mordería todo lo que se pusiera en su camino, lo rasgaría y lo de-voraría. En cambio, de este modo hay siempre alguien que le advierte si las cosas son digeribles. En ocasiones, al animal incluso se le da la comida ya masticada o troceada. La agotadora búsqueda del alimento se hace innecesaria. Y con ella, también la aventura en la jungla. Allí el leopardo sabe lo que le conviene y lo toma, sea un antílope o un caza-dor blanco, ¡por descuidado! Actualmente el animal pasa el día en vida contemplativa y se concentra en las piruetas que ha de llevar a cabo por la noche. Entonces salta a través de aros en llamas, se encarama en taburetes, abre y cierra las fauces en torno a cuellos sin hacerles ni el menor daño, da pasos de baile siguiendo el ritmo, solo o en compa-ñía de otros animales, animales a los que, en estado natural y sin inter-vención ajena, les saltaría al cuello o escaparía de ellos si pudiera. El animal lleva ridículas prendas sobre la cabeza o en el lomo. ¡Se han lle-gado a ver algunos cabalgando sobre caballos con protección de cuero! Y su amo, el domador, hace chasquear el látigo. Éste premia o castiga, según venga a cuento. Pero ni el más ingenioso de los domadores ha tenido la idea de llevar de paseo un leopardo o una leona con un estu-che de violín. Un oso en bicicleta es lo más extravagante que se le ha llegado a ocurrir al hombre.


II

El último trozo del día se desmigaja como un resto de pastel en unas manos torpes; anochece y la llegada de los alumnos se hace más espo-rádica. Cada vez hay más pausas entre uno y otro, momentos en los que la profesora mordisquea a hurtadillas un bocadillo en el water y en-seguida lo envuelve cuidadosamente en el papel. A última hora de la tarde asisten a clases los adultos, aquellos que durante el día trabajan duramente con la sola esperanza de poder dedicarse también ellos al ejercicio de la música. Los que quieren llegar a ser músicos profesiona-les, por lo general profesores de una materia en la que por ahora son estudiantes, vienen durante el día porque no tienen otra cosa que la música. Desean aprender música, rápidamente desean saberlo todo pa-ra someterse al examen oficial. Suelen asistir a las clases de sus cole-gas y, en conjunto con la señora profesora Kohut, ejercen la crítica con vehemencia. No se avergüenzan de criticar en otros los mismos errores que también cometen ellos. Con frecuencia son capaces de escuchar, pero no de sentir ni repetir. Después del último alumno, por la noche la cadena da marcha atrás y a partir de las nueve de la mañana vuelve a girar cargada con nuevos candidatos. Los engranajes van marcando un clic, los pistones realizan su movimiento antagónico, los dedos se co-nectan y se desconectan. Algo suena.
El señor Klemmer está sentado en su butaca desde hace ya tres sur-coreanos y se acerca cuidadosamente, milímetro a milímetro, a su pro-fesora. Ella no debe advertirlo, pero de pronto estará directamente so-bre ella. Y hace tan sólo un rato estaba a bastante distancia detrás de ella. Los coreanos sólo saben un alemán básico, por lo que son atendi-dos en inglés con todo tipo de juicios, prejuicios y críticas. El señor Klemmer habla con la Kohut en el idioma internacional del amor. Los asiáticos tocan la música de acompañamiento, insensibles, con su acos-tumbrada indiferencia hacia las vibraciones entre la profesora bien temperada y el alumno, que persigue lo absoluto.
Erika habla en el idioma extranjero sobre los pecados cometidos co-ntra el espíritu de Schubert: los coreanos deben sentir y no imitar a ciegas el disco de Alfred Brendel. ¡Porque, en este sentido, Brendel siempre será una buena pizca mejor que ellos! Sin que nadie se lo pida, Klemmer opina acerca del alma de una obra musical, la que difícilmente puede ser ignorada. ¡Y aun así hay quienes lo consiguen! Más les val-dría quedarse en casa si no tienen sensibilidad. El coreano no descubri-rá el alma en el techo de la sala, se burla Klemmer, el alumno sobresa-liente. Poco a poco se tranquiliza y parafraseando a Nietzsche, con el que se identifica, dice que él no es lo suficientemente feliz ni sano para enfrentarse a la música romántica en su totalidad (incluido Beethoven, que también incluye en el conjunto). Klemmer ruega a su profesora que trate de percibir su infelicidad y su enfermedad en su maravillosa inter-pretación. Lo que se necesitaría sería una música en la que se olvide el sufrimiento. ¡La vida animal!, ésa es una vida cercana a lo divino. Se desea bailar, triunfar. Ritmos ligeros, simples, armonías doradas, dul-ces, ni más ni menos, eso es lo que pide el filósofo cuya ira se enciende en las cosas pequeñas, y Walter Klemmer se suma a este deseo. Usted, cuándo vive, Erika, pregunta el alumno, y señala que por las noches habría suficiente tiempo si uno supiese tomárselo. La mitad del tiempo es de Walter Klemmer, la otra mitad queda a su disposición. Pero ella siempre ha de estar encerrada con su madre. Las dos mujeres se gritan una a otra. Klemmer habla de la vida como de una dorada uva moscatel servida en una fuente por un ama de casa al huésped, para que éste pueda comer con los ojos. Titubeando se sirve una uva y otra hasta que no queda más que el esqueleto del racimo y, junto a él, un montoncito de pipas en un orden improvisado. El contacto casual amenaza a esta mujer, cuyo espíritu y cuyo arte es admirado. La amenaza quizá esté arriba, en el cabello, quizá en los hombros, sobre los que tiene puesta la chaquetilla tejida. La profesora arrastra la silla un poco hacia delante, introduce muy adentro el destornillador para extraer un último conteni-do del cancionero vienés, que en esta ocasión se manifiesta en su ver-sión pianística. El coreano mira fijo la partitura comprada en su país. El sinfín de puntitos negros representa para él un ámbito cultural comple-tamente ajeno con el cual podrá presumir en su país. Klemmer tiene la sensualidad inscrita en su escudo, ¡incluso en la música se ha encon-trado con la sensualidad! La profesora recomienda una técnica segura, esta mujer, verdugo del espíritu. Su mano izquierda no consigue conju-gar con la derecha. Para ello existe un ejercicio especial de digitación que lleva la mano izquierda hacia la derecha, pero a la vez la ejercita en su autonomía. En él, una mano siempre está en lucha con la otra, tal como el sabelotodo de Klemmer siempre anda disputando con la otra gente. Por hoy ha despachado al coreano.
Erika Kohut percibe un cuerpo humano a sus espaldas y siente esca-lofríos. Que no se le acerque tanto como para rozarla. Da una vuelta por detrás de ella y regresa. Demuestra su falta de objetivo. Cuando por fin, en el retorno, reaparece tangencialmente en su ámbito visual haciendo movimientos cortos con la cabeza, con malicia, como una pa-loma, y poniendo su rostro joven bajo el coño luminoso de la lámpara, Erika siente su interior como algo seco y pequeño. Su cáscara se mueve libre en torno a su núcleo de tierra. Su cuerpo deja de ser de carne y algo que también se materializa penetra en ella. Un tubo metálico. Un instrumento de construcción muy simple que se utiliza para empujar hacia dentro. La imagen de este objeto, o sea, Klemmer, se proyecta ardiente en el vacío del vientre de Erika, pero aparece invertido en su pantalla interior. Nítida se ve en su interior la imagen invertida y en el instante en que, para ella, él cobra una corporeidad que se puede asir con las manos, pasa a ser una pura abstracción, pierde su carne. En el mismo momento en que uno y otro adquieren cuerpo, interrumpen re-cíprocamente toda relación humana. Ya no existe la posibilidad de par-lamentarios que pudieran enviarse con mensajes, cartas, señales. Un cuerpo ya no aprehende al otro, sino que uno pasa a ser un medio para el otro, una definición del ser diferente; allí se querría penetrar con do-lor, y mientras más profundamente se adentra, mayor es la putrefac-ción del tejido de la carne, carece de peso, se esfuma de ambos conti-nentes ajenos y enemigos que chocan uno contra el otro con estruendo y finalmente caen juntos, resonando como las tablas de una estructura con restos de una pantalla, que se sueltan al menor contacto y se pul-verizan.
La cara de Klemmer es tersa, impoluta. La cara de Erika comienza a dar muestras de su futura descomposición. La piel de su cara presenta arrugas, las cejas se arquean ligeramente, como una hoja de papel bajo el efecto del calor, el delicado tejido debajo de los ojos se arruga y to-ma un color azulado. Sobre el nacimiento de la nariz, dos marcados quiebres que ya jamás se enderezarán. La cara se ha ido ampliando hacia fuera, un proceso que seguirá adelante en el curso de los años, hasta que la piel ciña la calavera sin que ésta le dé calor. En la cabelle-ra, aislados pelos blancos que se alimentan de sustancias estancadas y que aumentan sin cesar, hasta crear feos nidos grises en los que no se incuba nada ni cobijan nada, y Erika jamás ha acogido con calor cosa alguna, tampoco en su propio vientre. Él ha de desearla, ha de perse-guirla, ha de caer a sus pies, ha de tenerla siempre presente en sus pensamientos, no ha de encontrar escapatoria ante ella. Erika se mues-tra pocas veces en público. También su madre practicó esa costumbre durante toda su vida y se la veía poco. Ellas permanecen encerradas entre sus cuatro paredes y no les gusta que aparezcan visitantes a husmear. De esa forma se evita el desgaste. En todo caso, durante sus escasas presentaciones en público, no ha habido nadie que ofreciera gran cosa por las señoras Kohut.
La decadencia de Erika golpea ávida a su puerta. Ligeras manifesta-ciones de dolencias físicas, los problemas de circulación en las piernas, los ataques de reumatismo y las inflamaciones de las articulaciones van ganando terreno. (Estas enfermedades no suelen aparecer en un niño. Hasta ahora tampoco Erika las había sufrido.) Klemmer, una figura de propaganda para la saludable práctica del piragüismo, examina a su profesora como si quisiera hacerla empaquetar inmediatamente para llevársela o, dentro de lo posible, zampársela de pie, en la misma tien-da. Quizá éste sea el último que manifieste interés por mí, piensa Erika llena de ira, y pronto estaré muerta, sólo treinta y cinco años más, piensa Erika con furia. ¡Rápidamente a montarse en el tren, porque, una vez muerta, ya no oiré, ni oleré y ni le tomaré el gusto a nada!
Sus garras rasguñan las teclas. Sus pies escarban sin ningún sentido y confundidos, se sacude y se da pequeños tirones por aquí y por acá, el hombre la pone nerviosa y la priva de su sostén, la música. La madre ya espera en casa. Mira el reloj de la cocina, ese péndulo implacable que, no antes de media hora, traerá a casa a la hija al ritmo del tictac. Pero la madre, que no tiene otra cosa que hacer, prefiere acumular tiempo de espera. Quizá algún día Erika llegue por sorpresa antes de la hora, porque faltó un alumno, y en ese caso la madre no habría tenido que esperar. Erika está empalada en su taburete del piano, pero al mismo tiempo se siente atraída hacia la puerta. La poderosa presión del silencio doméstico, interrumpido únicamente por el sonido del televisor, ese momento de inercia absoluta ya comienza a transformarse en un dolor físico. ¡Que Klemmer desaparezca de una vez! Que tanto habla y habla mientras en casa la tetera hierve hasta que se humedece el techo de la cocina.
Klemmer daña el parqué con el nerviosismo de la punta de sus zapa-tos y, como si estuviera haciendo anillos de humo, practica los peque-ños pero importantísimos fundamentos de la técnica de digitación pia-nística, mientras la mujer siente interiormente la llamada de su hogar. Pregunta qué es lo determinante para el sonido y se responde a sí mismo: la técnica de digitación. Su boca dispara elocuente aquel resto sombrío e inasible de sonidos, colores y luz. No, lo que usted menciona no es la música tal cual yo la conozco, chirría Erika igual que un grillo, y desea al fin estar en su hogar tibio. Mas esto y sólo esto, afirma rotun-do el joven. Lo inmensurable, lo inevaluable son para mí los criterios para enfrentarse al arte, sostiene Klemmer, y contradice a la profesora. Erika cierra la cubierta del piano y da vueltas ordenando cosas. En uno de sus compartimientos interiores el hombre ha dado casualmente con el espíritu de Schubert y le saca provecho. Cuanto más se disuelve el espíritu de Schubert en humo, vaho, colores, ideas, tanto más se asien-ta su valor más allá de lo descriptible. El valor cobra dimensiones gi-gantescas, nadie comprende su altura. La apariencia se sitúa decidida-mente por delante de la esencia, dice Klemmer. Sí, la realidad proba-blemente sea uno de los peores errores que se puedan concebir. La mentira está por delante de la verdad, deduce el hombre a partir de sus propias palabras. Lo irreal es anterior a lo real. Y de este modo el arte gana en calidad.
La alegría de la cena doméstica que hoy se retrasa de forma involun-taria es el agujero negro para la estrella Erika. Sabe que el abrazo ma-terno la devorará y digerirá del todo, pero aun así siente por ella una atracción mágica. Un rojo carmesí se asienta en sus mejillas y se ex-pande aún más allá. Que Klemmer la deje en paz y se marche. No que-rría que hubiese nada que se lo recordara, ni siquiera una partícula del polvo de sus zapatos. Desea con ansiedad un abrazo largo e íntimo pa-ra en seguida, tan pronto acabe el abrazo, rechazarlo como una reina, ella, la mujer estupenda. A Klemmer no le pasa por la cabeza la idea de abandonar a la mujer, más aún si ha de comunicarle que sólo ama las sonatas de Beethoven a partir de la op. 101. Porque, según sus lucu-braciones, sólo a partir de entonces son realmente suaves, fluyen, los movimientos se aplanan, difuminan sus contornos, no se aíslan con as-pereza unos de otros, opina Klemmer. Expresa la última parte de estos pensamientos y sensaciones y da la impresión de que comprimiera el final, para que el contenido del salchichón no se le escape.
Y para llevar la conversación a otro rumbo, señora profesora, tengo que decirle, y en seguida lo explicaré con más detalle, que el individuo alcanza su máximo valor sólo cuando se desprende de la realidad y se entrega al reino de los sentidos, algo que también debería valer para usted. Lo mismo que para Beethoven y Schubert, mi querida maestra, con los que personalmente me siento ligado, no sé bien por qué, pero lo siento; también es válido que debemos despreciar la realidad y hacer del arte y los sentidos nuestra única realidad. Beethoven y Schubert han quedado atrás, yo, Klemmer, yo soy el futuro. Acusa a Erika Kohut de que, en ese sentido, a ella aún le falte. Se aferra a superficialidades, pero el hombre abstrae y separa lo esencial de lo innecesario. Al decir esto se ha permitido una osada respuesta de estudiante. Se ha atrevido a ello.
En la cabeza de Erika, una única fuente de luz que lo ilumina todo, pero especialmente el letrero donde dice: Salida. El cómodo sillón junto al televisor abre sus amplios brazos, se oye suave la señal del progra-ma informativo, sobrio se yergue el locutor encorbatado. En la mesita, una serie de cuencos bien surtidos, repletos y multicolores, con cosas para picar, de donde las señoras van sirviéndose de forma alternativa o simultánea. Tan pronto están vacíos, se vuelven a llenar, es como en Jauja, donde nada comienza y nada acaba.
Erika lleva cosas de un extremo de la sala al otro y las devuelve otra vez a su lugar inicial; con énfasis mira el reloj y hace una señal invisible desde su alto mástil, demostrando que está muy cansada después de un arduo día de trabajo, en el cual la música ha sido maltratada con di-letantismo por satisfacer pretensiones paternas.
Klemmer está ahí de pie y la mira.
Erika quiere evitar que se produzca un silencio y dice algo sobre la vi-da cotidiana. Para Erika, el arte es lo cotidiano porque el arte es lo que la alimenta. Cuánto más fácil es para el artista, dice la mujer, echar fuera de sí las emociones y las pasiones. El giro hacia lo dramático, algo que usted aprecia tanto, Klemmer, significa que el artista recurre a si-mulaciones, descuidando los elementos auténticos. Ella habla para que no se produzca un silencio. Yo, en tanto profesora, prefiero el arte no dramático, por ejemplo, Schumann, el drama siempre es más fácil. Emociones y pasiones no son más que un sucedáneo, un sustituto para lo rigurosamente intelectual. Que sobrevenga un terremoto, que caiga sobre ella un estrépito atronador en forma de una violenta tormenta, esto es lo que colma las ansias de la profesora. Klemmer, casi fuera de sí por la ira, está a punto de horadar el muro con su cabeza; si de pron-to emergiera a través del muro la furibunda cabeza de Klemmer junto a la mascarilla mortuoria de Beethoven, los del curso de clarinete de ahí al lado sin duda se sorprenderían –recientemente él ha comenzado a asistir a ese curso para practicar un segundo instrumento dos veces por semana. Esta Erika, esta Erika no se da cuenta de que en verdad él habla exclusivamente de ella y, desde luego, ¡de sí mismo! Establece una asociación puramente sensual entre Erika y él mismo, con ello re-prime lo intelectual, este enemigo de los sentidos, este enemigo ances-tral de la carne. Ella cree que él se refiere a Schubert cuando, en ver-dad, se está refiriendo a sí mismo, como en general se refiere a sí mis-mo cuando habla.
De pronto invita a Erika a tratarse de tú; ella le aconseja, remitámo-nos al asunto. Sin que ella intervenga, la boca se le contrae formando una roseta arrugada; ha perdido el control. Lo que la boca diga está ba-jo su dominio, pero no la forma en que se presente en el exterior. Se le pone la piel de gallina, por todo el cuerpo. Klemmer se asusta de sí mismo, hoza gruñendo con placer en la bañera tibia repleta con sus pensamientos y sus palabras. Se lanza sobre el piano, donde se siente a gusto. A una velocidad exagerada toca una frase que casualmente ha aprendido de memoria. Quiere demostrar algo con la frase, el asunto es qué. Erika Kohut se alegra por esta pequeña distracción y se lanza al encuentro del estudiante para detener el tren rápido antes de que esté en plena marcha. Esto es demasiado rápido y demasiado fuerte, señor Klemmer, y con ello lo único que demuestra son los vacíos a que con-duce la total ausencia del intelecto en la interpretación.
El hombre sale disparado hacia atrás y cae sobre una butaca. Está tan acelerado como un caballo de carreras que ya ha conseguido mu-chos triunfos. Como premio por sus éxitos y para evitar derrotas exige un trato delicado y atención cuidadosa, al menos como una cubertería de plata de doce piezas.
Erika quiere irse a casa. Erika quiere irse a casa. Erika quiere irse a casa. Le da un buen consejo: dé unas cuantas vueltas por Viena y res-pire profundamente. Después toque otra vez a Schubert, ¡pero esta vez hágalo bien!
Yo también me voy; Walter Klemmer amontona con teatralidad su compacto paquete de partituras y sale del escenario como Joseph Kainz, sólo que sin tanto público. Pero él actúa simultáneamente como público. Estrella y público en uno. Y un aplauso atronador como despe-dida.
Una vez fuera, Klemmer echa al viento su cabellera rubia y parte atropelladamente hacia el water, donde se traga de una vez medio litro de agua directamente del grifo, lo que no puede dañar a su cuerpo a prueba de agua. Se golpea la cara con oleadas de agua de alta monta-ña que fluye limpia de la región de Alta Suabia. El agua va a dar sobre la cara de Klemmer. Siempre arrastro lo bello a la suciedad, piensa en su interior. Derrocha el famoso elemento líquido vienés, que entre tanto ya es algo venenoso. Klemmer se asea con la energía que no ha podido aplicar a otras cosas. Utiliza para ello una y otra vez el champú verde de pino que le ofrece el surtidor. Salpica y hace gárgaras. Repite a gus-to el lavado. Manotea al aire y además se moja el pelo. Con la boca hace unos sonidos artificiosos, que más allá del arte no significan nada. Porque tiene penas de amor. Por ello castañetea con los dedos y hace sonar las articulaciones. Con la punta de sus zapatos castiga el muro debajo de la ventana que da al patio interior, pero no consigue que es-cape de él lo que tenía encerrado. Unas cuantas gotas saltan por arriba, pero lo demás queda en su recipiente y comienza a ponerse rancio por-que no ha podido llegar a su puerto femenino de destino. Sí, no cabe duda, Walter Klemmer está enamorado. No es la primera vez, mas, sin duda, tampoco será la última. Pero no es correspondido. Sus sentimien-tos no encuentran respuesta. Esto le repugna y lo pone de manifiesto sacando mucosa de su cuerpo y disparándola con ruido en el lavama-nos. La placenta amorosa de Klemmer. Cierra con tanta fuerza el grifo, que el siguiente no podrá abrirlo, a no ser que también se trate de un pianista y en consecuencia tenga articulaciones y dedos de acero. Dado que no hizo correr el agua, los restos de mucosa del escupitajo de Klemmer cuelgan del desagüe –quien mire minuciosamente la verá en detalle.
Un colega de piano, o algo así, entra corriendo con una palidez mor-tal, viene saliendo en ese instante del examen de ciclo, se abalanza a una de las cabinas y vomita en la taza del water, casi como un fenóme-no de la naturaleza. Su cuerpo parece desolado por un terremoto; ya ha habido muchos derrumbamientos, incluidos los de la esperanza de poder acceder al próximo examen de madurez. El examinado debió re-sistir durante mucho tiempo el nerviosismo porque al final el señor di-rector asistió al examen. Ahora es el nerviosismo el que quiere hacer su aparición en escena para poder ir a dar a la taza del water. El examina-do fracasó en el estudio para las notas agudas, pero claro, ya partió to-cando al doble de la velocidad, algo que nadie puede resistir, tampoco Chopin. Klemmer mira con desprecio la puerta cerrada del water, detrás de la cual su colega musical ha comenzado a luchar con la diarrea. Un pianista que se deja dominar a tal extremo por lo físico jamás llegará a aportar nada relevante a la música. Es seguro que entiende la música simplemente como un quehacer manual y se preocupa en vano cuando uno de sus diez instrumentos yerra. Klemmer ya ha superado este ni-vel. Él sólo atiende al contenido intrínseco de una pieza. Para él ya no son tema de discusión, por ejemplo, los sforzando en las sonatas para piano de Beethoven, hay que responder a ellos, sí, más que ejecutarlos, hay que sugerírselos al auditor. Klemmer podría pasarse horas dictando cátedra sobre el valor agregado de una pieza musical que, si bien está al alcance de la mano, de hecho sólo puede ser alcanzado por los más valientes. Lo que importa es el mensaje y el sentimiento, no la sola es-tructura. Para enfatizar su planteamiento, alza la cartera con las parti-turas y la deja caer varias veces con estrépito en el lavamanos de loza y expeler así sus últimas energías, caso que aún le quede algo. Pero, tal como se da cuenta, en su interior Klemmer está vacío. He agotado mis fuerzas en esta mujer, dice Klemmer parafraseando una famosa novela. Con la mujer ha intentado todo lo que podía. Ahora paso, dice Klem-mer. Ha ofrecido lo mejor de sí: se ha ofrecido entero. ¡Incluso se ha manifestado repetidas veces! Ahora sólo desea una cosa: un fin de se-mana de piragüismo intensivo para recuperar su norte. Es probable que Erika Kohut ya esté vieja para entenderlo. Sólo entiende partes de él, no el gran conjunto.
El estudiante que ha fracasado en el estudio de las notas agudas sale tambaleándose de la cabina y, algo consolado por la difusa imagen que le devuelve el espejo, se da un último toque en el pelo, como queriendo reparar lo que sus manos no fueron capaces de hacer en el piano. Wal-ter Klemmer piensa aliviado que también la carrera de su profesora fra-casó; enseguida escupe al suelo de forma sonora los últimos espumara-jos que ha ido formando su cólera. El colega pianista mira con gesto de censura el escupitajo, porque él fue acostumbrado al orden ya en su casa. Arte y orden, parientes enemistados. Klemmer arranca con vio-lencia docenas de toallitas de papel, las arruga formando una gran bola que lanza justo al lado del papelero; el fracasado lo mira de pasada y con ligera molestia. Se asusta por segunda vez, en esta ocasión por el derroche de los bienes que pertenecen a la ciudad de Viena. Él proviene de una familia pequeño-burguesa de tenderos y tendrá que retornar donde mismo si no aprueba el examen en el segundo intento. En ese caso los padres no seguirán pagando sus gastos. Y tendrá que cambiar de una profesión artística a una comercial, lo que quedará en evidencia en el anuncio matrimonial que dará a la prensa. Mujer e hijos lo paga-rán caro. Pero el negocio seguirá intacto. Tan sólo de pensarlo, los de-dos de salchichón que con frecuencia debieron ayudar en la tienda se le arquean como las garras de un ave de rapiña.
Walter Klemmer razona con el corazón en la cabeza y piensa cuidado-samente en las mujeres que ya ha poseído y despachado a bajo precio. En cada caso les dio largas explicaciones. En eso no ahorró; las mujeres debían comprenderlo, aunque les resultara doloroso. Cuando el hombre quiere, también puede partir sin decir una palabra. Los tentáculos de la mujer se mueven nerviosos por el aire, como antenas del sentimiento, ya que la mujer es un ser que se guía por los sentimientos. En ella lo que domina no es la razón, algo que también queda en evidencia en su forma de tocar el piano. La mujer siempre se limita a evocar una poten-cialidad, con ello se da por satisfecha. Klemmer, en cambio, es un indi-viduo que siempre desea ir hasta la raíz de las cosas.
Walter Klemmer no puede ocultar que desea poner en acción a su profesora. Es consecuente en sus empeños por conquistarla. Como un elefante, Klemmer rompe dos baldosas con los pies pensando en la po-sibilidad de que este amor quede sin retribución. De inmediato abando-na los servicios resoplando como el expreso de Arlberg al salir del túnel del mismo nombre y adentrarse en un gélido paisaje invernal dominado por la razón. Por lo demás este paisaje es frío porque Erika Kohut no ha encendido ni una lucecita en él. Klemmer le aconsejaría a esta mujer que se piense en serio sus escasas posibilidades. Un hombre joven se desvive precisamente por ella. Por ahora existe entre ellos una base in-telectual, pero de pronto la pueden perder y Klemmer quedará solo sentado en su canoa.
Sus pasos resuenan en el pasillo del conservatorio, que ha quedado completamente desierto. Avanza de un escalón a otro amortiguando sus pasos, como una pelota de goma, de rama en rama, y al fin recupe-ra su buen humor, que lo esperaba con paciencia. Detrás de la puerta de la Kohut no se oye nada. A veces se queda tocando un poco después de clases porque el piano de su casa es mucho peor. Eso él ya lo ha averiguado. Prueba la manivela de la puerta, tan sólo para tener entre sus manos algo que también la profesora toca a diario, pero la puerta permanece fría y muda. No cede ni un milímetro porque está cerrada con llave. Final de las clases. Ella ya se encuentra a medio camino hacia su madre anquilosada, junto a la cual se arrellana en el nido, a pesar de que las dos señoras están constantemente empujándose y atropellán-dose. Pero aun así no pueden separarse, ni siquiera durante las vaca-ciones; riñen y riñen en un lugar de veraneo de Estiria. ¡Y de esto hace ya varias décadas! Es una situación enfermiza para una mujer sensible que, si se observa con detención desde un punto de vista matemático, ni siquiera es tan vieja; tales son los auspiciosos pensamientos de Klemmer sobre su amada, que yace en posición de espera, y por su parte se los endilga en dirección a la casa de sus padres, con quienes vive. Ha pedido una cena muy contundente, por una parte, para recu-perar los bidones de energía desperdiciados con la Kohut, por otra, por-que mañana quiere ir a hacer deporte, y para eso ha de partir muy temprano por la mañana. Da igual qué deporte, pero es probable que sea el piragüismo. Muy dentro de sí siente la necesidad de hacer algo hasta el agotamiento y de paso respirar un aire virgen, no uno que ya hayan inspirado y expirado miles antes que él. Un aire en el que Klem-mer no inspire los gases de los motores ni de alimentos de mala calidad que consume la gente mediocre, quiéralo o no. El desea algo que haya sido recién elaborado por los árboles de los Al¬pes con la ayuda de la clorofila. Irá a Estiria, al lugar más oculto y aislado. Allí, en las cercaní-as de una fortaleza echará su bote al agua. A través de los bosques re-saltará a la distancia el manchón estriden¬te de color naranja de su cha-leco salvavidas, la protección contra el agua y el casco, una vez por aquí otra por ahí, pero siempre en una dirección: hacia delante, si-guiendo el curso del arroyo. Como se pueda, hay que hacerles el quite a las piedras y a los pedruscos. ¡No zozobrar! ¡Y además ir a la mayor velocidad! Un compañero en lo del piragüismo irá detrás suyo, pero en este deporte no cabe du¬da de que éste no lo adelantará ni se le escapa-rá. La camaradería en el deporte acaba en el momento en que el otro amenaza con ser más rápido. El camarada sirve para poder medir las propias fuerzas con las de uno más débil y aumentar la distancia que los separa. Con este propósito Walter Klemmer busca cuidadosamente un piragüista poco diestro con mucho tiempo de anticipación. Él es de aquellos a los que no les gusta perder en el juego o en el deporte. Por eso lo irrita tanto la Kohut. Cuando se ve perdedor en una discusión, no es de los que tiran la toalla sino que, iracundo, finalmente da en la cara a su contrincante con el vómito de las aves de rapiña, un montón de huesos regurgitados, pelos, piedras y yerbas que no se pueden digerir; mira despectivo, en su cabeza se revuelve todo lo que habría podido argumentar y que por desgracia queda sin decir, y abandona la discu-sión.
Ahora que está solo en la calle saca el amor por la señorita Kohut del bolsillo trasero del pantalón. Dado que está completamente solo y no hay nadie a quien vencer en el deporte, escala hasta la cúspide de este amor, tanto en un sentido físico como espiritual. Como si dispusiera de una escala de cuerdas invisible. Dando largos saltos recorre de prisa la Johannesgasse hasta la Kártnerstrasse y de allí hasta la circunvalación. Como animales prehistóricos, se cruzan unas con otras las grandes vías delante de la Ópera creando una barrera natural para Klemmer; son di-fíciles de cruzar, de modo que, a pesar de su osadía, se ve obligado a descender por las escaleras mecánicas a las entrañas del cruce de la Ópera. Hace un instante desapareció tras un portal la imagen de Erika Ko¬hut. Ve al joven que pasa en rápida carrera de cazador y ella, como una leona, sigue la huella. Su incursión no ha sido vista, no ha sido oída y por lo tanto es como si no hubiese ocurrido. Ella no podía saber que él se quedaría tanto tiempo en los servicios, pero ella es¬peró. Esperó. Hoy tiene que pasar por aquí, frente a ella. Sólo si fuera en la otra dirección, que tampoco es la suya, no pasaría por aquí. Erika siempre está en al-gún sitio donde espera con paciencia. Observa precisamente en lugares donde nadie se la imaginaría. Re¬corta con cuidado los bordecillos mal-trechos de cosas que explotan, revientan o que, sin más, están guarda-das en su inmediata cercanía y se las lleva a casa, donde les da mil vueltas, sola o en colaboración con su madre, buscando encontrar en las costuras restos de comida, migajas, mugre o pedazos del cuerpo que hayan sido arrancados y que le permitan hacer un análisis. Restos vivos o mortales de otros, en lo posible antes de que la vida de éstos haya pasado a la limpieza general. Ello permite investigar y descubrir muchas cosas. Para Erika estos recortes son precisamente lo esencial. Solas o en dúo, las se¬ñoras K. examinan afanadas los restos de tejidos bajo su lámpara doméstica de operaciones y a la luz de las velas, con el fin de averi¬guar si se trata de una fibra de origen netamente vegetal o animal o de una mezcla o simplemente artificial. Por el olor y la consis-tencia de lo quemado se puede identificar con absoluta certeza y, sin riesgo de error, es posible determinar para qué sirve el trozo recortado. Madre e hija juntan sus cabezas como si fueran un único sujeto y el ob-jeto extraño está a buen recaudo, aislado de su emplazamiento habi-tual, frente a ellas, sin tocarlas ni amenazarlas, pero cargado con los delitos de otros y listo para ser puesto bajo la lupa. No puede escapar-se, como por lo general tampoco los alumnos pueden escapar de la au-toridad de su profesora de piano, que les da alcance cada vez que no permanecen en el borboteo del agua de los ejercicios. Al pasar delante de Erika, Klemmer da grandes zancadas. Sigue se¬guro una dirección, sin dar rodeos. Erika se abstrae de todos y de cada uno, pero, tan pron-to alguno se le escabulle, lo sigue como a su Salvador, le sigue las pi-sadas como si se sintiera atraída por un imán gigantesco.
Erika Kohut sigue de prisa a Walter Klemmer por las calles. Klem¬mer arde de rabia a causa de la insatisfacción y el disgusto por las contra-riedades sin sospechar que siguiendo sus pisadas se halla nada menos que el amor, caminando además a toda velocidad. Erika de¬testa a las chicas jóvenes, cuyos cuerpos y vestimenta mide y juzga a ojo y se esmera por ridiculizar. ¡Cómo se burlará de estas criaturas tan pronto como se encuentre con su madre! Cruzan inermes el ca¬mino del inerme Klemmer, pudiendo infiltrarse en él como el canto de las sirenas hasta obligarlo a que las siga. Se fija en el tipo de mirada que Klemmer dirige a una mujer y a continuación borra meticulosamente la mirada. Un jo-ven que toca el piano puede poner cotas tan altas, que ninguna las sa-tisfaga. Él no ha de elegir a nin¬guna, a pesar de que muchas lo eligirían a él. La pareja corre por caminos perdidos a lo largo y ancho del barrio de Josefstadt. Uno para bajar su temperatura, la otra corriendo al calor de sus celos.
Erika va bien envuelta en su carne, ese abrigo impenetrable que no soporta ningún contacto. Se queda encerrada en sí misma. Pero, aun así, se deja arrastrar detrás de su discípulo. La estela de un cometa de-trás del cuerpo del cometa. En este momento no piensa en una amplia-ción de su almacén de vestidos. Pero sí piensa que para la próxima cla-se se pondrá algo que sacará de sus reservas, se acicalará con coquete-ría ya que está llegando la primavera. En casa la madre no está dis-puesta a seguir esperando y tampoco a las salchichas que ha preparado les sienta bien la espera. A estas alturas, un asado ya se habría estro-peado y estaría correoso. Cuando Erika al fin llegue, la madre ofendida en su orgullo recurrirá a un truco de ama de casa para reventar las sal-chichas y conseguir que les penetre el agua, así ya no sabrán a nada. Eso será suficiente como advertencia. Erika no lo sospecha.
Ella corre detrás de Klemmer y Klemmer corre delante de ella, quién sabe hacia dónde. Así enlazan uno con otro. Siempre en el lugar que corresponde. El pie de Erika pisa en el mismo lugar que antes pisara Klemmer. Desde luego que Erika no puede castigar a los escaparates negándoles un vistazo, aunque van quedando atrás a toda velocidad. Examina los muestrarios de las boutúques con el rabillo del ojo. Éste es un territorio que aún no ha investigado en lo referente a la vesti¬menta. A pesar de que siempre anda buscando nuevos atuendos lla¬mativos. Le vendría de maravilla un nuevo vestido para conciertos, pero aquí no hay nada. Estas cosas es mejor comprarlas en el centro de la ciudad. Serpentinas y confeti de los carnavales decoran alegre¬mente los prime-ros modelos de la primavera y las últimas ventas de oferta del invierno. Además, prendas relucientes que, en el mejor de los casos, en la oscu-ridad absoluta podrían pasar por elegantes vesti¬dos de noche. Dos co-pas de champán con algún líquido artificial aparecen dispuestas de for-ma sofisticada y, sobre ellas, una boa de plumas con la intención de pa-recer casual. Un par de auténticas san¬dalias italianas de tacón alto cu-biertas con un polvillo brillante. Enfrente, una mujer de mediana edad, meditativa, para cuyos pies no bastarían ni siquiera unas pantuflas de pelo de camello del núme¬ro 41, tan abollados están como consecuencia de que la mujer se ha pasado la vida de pie realizando trabajos sin inte-rés alguno. Erika le da un vistazo a un vestido de un color rojo demo-níaco, de seda combinada con dobleces en el escote y en las mangas. Informarse es parte de los estudios. Esto de aquí le gusta, eso de ahí menos, por¬que tampoco es tan vieja.
Erika Kohut sigue a Walter Klemmer, que, sin siquiera dar una mi¬rada, entra en su portal, una casa de buena burguesía, y se dirige a la vivienda de sus padres en la primera planta, donde la familia lo es pera. Erika Kohut no entra con él. No vive lejos, en el mismo dis¬trito. A tra-vés de los formularios que rellenan los alumnos sabe que Klemmer vive cerca de ella, un símbolo de su recíproca pertenencia. Quizá uno de ellos está hecho para el otro y el otro ha de darse cuenta a golpes y po-rrazos.
Las salchichas ya no tendrán que seguir esperando, Erika ha tomado el camino en esa dirección. Sabe que Walter Klemmer no se detuvo en ningún lugar, sino que se fue sin dilación a su casa, de modo que por hoy puede dar por acabado su servicio de vigilancia. Pero algo ha ocu-rrido con ella, y se lleva el resultado de lo ocurrido a casa, donde lo guardará en un cajón para que no lo descubra la madre.
En el Prater vienes se divierte el pueblo llano, mientras que los ca-chondos aprovechan los recodos de la pradera del parque; cada uno a su manera. En el Prater, padres y madres se hinchan comien¬do asado de cerdo, albondiguillas, cerveza o vino, y sientan a sus crías –tan ahi-tas como ellos mismos– sobre las cacerolas o sobre multicolores caballi-tos (de plástico), elefantes, coches, terribles dra¬gones que suben y ba-jan; puesto en movimiento, el niño devuelve todo lo que con tanto es-fuerzo se le ha hecho tragar. A cambio reci¬be una buena bofetada, por-que la comida del restorán ha costado dinero y esto es algo que uno no puede permitirse todos los días. Los padres retienen lo que han consu-mido porque sus estómagos son fuertes, y sus manos son tan rápidas como el rayo cuando se trata de caer sobre sus retoños. Así entra en acción la prole. Sólo cuando los padres han bebido demasiado puede ocurrir que no re¬sistan el veloz viaje por la montaña rusa. Para poner a prueba el valor y la audacia de los de la última generación, hay apara-tos de di¬versión controlados por sistemas electrónicos de la generación de chips anterior. Estos aparatos llevan nombres tomados de los viajes espaciales; de golpe se elevan a toda velocidad y, una vez en el aire, dan vueltas y vueltas, pero cuidadosamente dirigidos, hasta el extremo de que lo de abajo queda arriba y lo de arriba, abajo. Para mon¬tar en ellos hace falta valor; lo cierto es que están pensados para adolescen-tes que ya se han aporreado un poco en la vida, pero que aún no car-gan con responsabilidades, ni siquiera con las de su cuer¬po. La nave espacial es un ascensor compuesto por dos enormes cápsulas multico-lores de metal en las que se introducen los indivi¬duos. Mientras tanto, en tierra disparan contra muñecos de plástico que serán el regalo para la noviecita; son para que se los lleve a casa. Años después, cuando la mujer ya haya vivido sus desilusiones, verá cuánto empeño puso su novio en ella.
Más ambiguo es el ambiente en las espaciosas praderas del Prater, que en parte presenta una abundante vegetación autóctona. En un sec-tor domina el faroleo: de coches bellos y grandes o temeraria¬mente ve-loces descienden sujetos vestidos con propiedad para la equitación, de acuerdo con las circunstancias, y se encaraman sobre el lomo de los caballos. Algunos ahorran en lo esencial, vale decir, en el caballo, y no compran sino la vestimenta con la que se pavo¬nean. Ésta es la ruina de las secretarias, ya que además tienen que proveerse de un vestuario elegante para su presencia diaria ante el jefe. Los contables pernean sin parar hasta que, al fin, el sábado por la tarde un animal patalea duran-te una hora por ellos. Por esto están dispuestos a hacer horas extras. Los jefes de personal y directores de empresa se lo toman con más tranquilidad, porque, si bien esto es algo que pueden permitirse, para ellos no es una obligación. En to¬do caso, cualquiera los identifica, y pueden comenzar a pensar en el golf.
Desde luego, hay parajes más bellos para practicar la equitación, pe-ro en ningún otro lugar cuentan con la admiración de tantas ino¬centes familias con niños ingenuos y perros tirando de la cuerda. Todos dicen: miraaa, un caballitooo; también ellos querrían montar, y si insisten de-masiado se ganan una bofetada. Eso está fuera de nuestras posibilida-des. Como compensación, el niño o la niña va a parar a uno de los ca-ballos de plástico que suben y bajan en el carrusel; allí siguen berrean-do a voz en cuello. La criatura podría aprender una lección, a saber, que para la mayoría de las cosas exis¬ten copias baratas, para las cuales está predestinada. Pero por des¬gracia el niño sólo piensa en las que le han sido escatimadas y odia a sus padres.
Existen también Krieau y Freudenau, donde los caballos trabajan has-ta reventar bajo la vista de profesionales; los que trotan no han de per-der el paso y también los que galopan deben darse prisa. Por todas par-tes el suelo está cubierto de latas de bebida vacías, cupones de sorteos y demás desperdicios, porque la naturaleza no es capaz de digerirlo to-do. A lo más lo consigue con el papel delicado, como el que se utiliza para los pañuelos; en algún momento el papel fue un producto de la naturaleza, pero tarda mucho hasta que vuelve a descomponerse. Por todos lados aparecen esparcidos los platos de cartón, como una semilla indeseable sobre la tierra apisonada. Velo¬ces cuadrúpedos, alimentados de forma sofisticada y con una estu¬penda musculatura, pasan orondos, cubiertos con un manto y cuida¬dosamente conducidos. Para ellos no existe ninguna preocupación más que la táctica con la cual deberán ga-nar la tercera carrera, e in¬cluso eso se lo indicará oportunamente el jockey o el conductor an¬tes de que acaben por perder.
Una vez que se extinguen las luces del día y la noche se extiende con sus labores manuales junto a una lamparilla o con llaves inglesas y pis-tolas, aparecen en escena individuos cuya vida ha sido más bien mal guiada, sobre todo mujeres. No son frecuentes los hombres jó¬venes, pero también los hay, ya que, una vez que se hacen mayores, para los clientes son aún de menor interés que las mujeres mayores. Para los homosexuales, desde luego que éstas carecen de interés en cualquier momento de su vida. Es entonces cuando el Prater abre sus puertas al ejercicio de la prostitución.
La carrera del Prater es conocida en toda Viena, hasta entre los niños pequeños, a quienes se les advierte que al caer la noche ni si¬quiera de-ben acercarse a ese lugar: a la izquierda los niños, a la derecha las ni-ñas. Aquí se encuentran muchas mujeres mayores, al mar¬gen de su profesión y de su vida. Es frecuente encontrar únicamente sus despojos tiroteados que han sido arrojados de coches en marcha. Las pesquisas de la policía casi siempre son en vano, ya que el autor lleva una vida tranquila y ordenada y siempre vuelve a ella. A no ser que haya sido el chulo, que tiene una coartada. Aquí fue inventado y utilizado por prime-ra vez el colchón errante. Quien para estos efectos no tiene vivienda ni cuarto ni hotel ni paradero ni coche, al menos ha de poseer un colchón transportable que le dé calor y so¬bre el cual pueda aterrizar con relativa suavidad cuando el deseo lo derribe. En su infinita maldad, los vieneses cultivan aquí sus más selectas flores, cuando algún ágil yugoslavo o un presuroso cerrajero de Fünfhaus, que quiere ahorrarse el dinero, huye a toda carrera perseguido por una profesional que echa obscenos espu-marajos por¬que ha sido engañada en sus honorarios. Pero lo que más desea el cerrajero de Fünfhaus es concluir la chapucilla de sus propios muros para él y su novia, donde puedan ocultar las guarrerías de su vi-da privada. Allí, protegidos de miradas ajenas, estarán a buen recaudo los libros, el equipo estereofónico con los discos y los altavoces, el tele-visor, la radio, la colección de mariposas, el acuario, las piezas del hob-by y otras y otras y otras cosas. El visitante no verá más que el oscuro bruñido del revestimiento de palo santo, pero no el revol¬tijo que hay detrás. Quizá vea –y debe ver– el pequeño bar de la casa con licores de todos colores y, haciendo juego, las copas de un brillo rabioso, frotadas hasta la saciedad. Al menos durante los pri¬meros años de matrimonio se les saca brillo con esmero. Después las quebrarán los niños o inten-cionadamente se olvida su limpieza por¬que el hombre siempre llega tarde y se emborracha fuera de casa. Poco a poco el espejo del bar va acumulando polvo. El yugoslavo y también el turco desprecian por na-turaleza a la mujer, el cerrajero la desprecia sólo si la encuentra sucia o cuando pide dinero por follar. Más vale gastar ese dinero de otro modo, algo que dé un beneficio más duradero.. No tiene necesidad de pagar por algo que dura tan poco como correrse, ya que la mujer ha disfruta-do con él lo que no disfrutaría con otros hombres. Para producir el se-men ha gastado esfuerzo y tiempo de su propia vida. Como sea, una vez que esté muerto ya no producirá secreciones ni generará energía; un perjuicio para la mujer. Con frecuencia el cerrajero no puede permi-tirse estos espectáculos porque se le conocería en el ambiente y sería implaca¬blemente perseguido. Pero en momentos de extrema necesidad eco¬nómica, porque debe pagar cuotas, se arriesga a recibir una paliza o cosas peores. Su anhelo de variedad en lo referente a la vagina de la hembra no siempre coincide con sus deseos y posibilidades económicas.

A. Así pues, se busca una mujer que, por su aspecto, resulte impro¬bable que a alguien se le ocurra protegerla. Además, es seguro que quedará agradecida, puesto que el cerrajero es un cacho de hombre musculoso. Se ha buscado una solitaria típica del mundo de la sen¬sualidad, una especie de mamaíta ya algo mayor. Un yugoslavo o un turco casi no puede arriesgarse a algo así, de hecho porque las mujeres no suelen dejar que se acerque. No más cerca que a un tiro de piedra. La que lo acepte como cliente apenas podrá cobrar algo a cambio, puesto que su trabajo ya casi no tiene valor. Por ejemplo, un turco cuyo trabajo tampoco merece el aprecio de su empleador, lo que es evidente en el sobre de su sueldo, siente asco por su pareja. Se niega a ponerse el condón porque la cerda es la hembra, no él. Y, aun así, tanto él como el cerrajero se sienten atraídos por aquel sujeto descariñado pero in-eludible denominado mujer. No aceptan a la mujer, jamás buscarían voluntariamente su compañía. Pero, ya que está ahí, ¿qué es lo primero que invita a hacer su presencia?

B. cerrajero de Fünfhaus se dignará a dar buen trato a su novia al menos durante una semana. A su modo de ver es limpia y trabaja¬dora. A sus amigos les dice que ella nunca le hace pasar vergüenza, ¡y eso es ya una gran cosa! Con ella puede ir a cualquier discoteca y, como no tiene grandes pretensiones, no le exige gran cosa. Menos le da y ape-nas se entera. Es mucho más joven que él. Procede de un hogar caóti-co, de ahí que valore tanto más el orden. Él tiene algo que ofrecerle. Nada puede decirse de la vida privada del turco por¬que él no está aquí. Él trabaja. Después del trabajo ha de estar cobi¬jado en alguna parte, debe quedar medianamente protegido de las inclemencias del tiempo, pero nadie sabe muy bien dónde. Por lo visto en el tranvía, sin pagar billete. Para su entorno no turco, él es como una de aquellas figurillas de cartón sobre las que se dispara en los chiringuitos de tiro al blanco. En tiempos de exceso de trabajo se lo pone en circulación mediante un sistema electromotor; alguien dispara sobre él, da en el blanco o quizá no, y en el otro extremo del puesto de feria nuevamente es desplazado, de forma invisible –nadie sabe qué le ocurre, pero probablemente no ocurra nada– recorre el espacio detrás del macizo montañoso de papel maché hasta volver al punto de partida y reaparece en ese escenario con una cruz artificial en la cima, rosas alpinas artificiales, gencianas ar¬tificiales, y donde, bien armado, lo espera el espíritu vienes, envalen¬tonado por el vestido dominguero de la cónyuge, por la Kronenzeitung y por el hijo adolescente, que pronto querrá vencer al padre en el tiro al blanco –el hijo está al acecho del fracaso paterno. El premio del tiro al blanco es un pequeño muñeco de plástico. Tam¬bién hay flores hechas de plumas y rosas doradas; sea cual fuere el premio, siempre está pen-sado en función de la mujer que espera al tirador victorioso y que en sí misma es el mayor premio para él. Sabe, además, que él pone su em-peño en beneficio de ella y que se cabrea si falla. Se puede llegar inclu-so a una disputa descomunal si el hombre no soporta haber fallado el blanco. La mujer no hace más que agravar la situación si intenta apla-carlo. Ella se lo pagará cuando él le eche un polvo de forma particular-mente brutal, sin que en esta ocasión medie ni el menor aperitivo. Él acumula embriaguez y, si ella se atreve a negarse a abrir las piernas, habrá una paliza que le llegará hasta las entrañas. La policía llegará con la sirena a todo vo¬lumen y le preguntará a la mujer por qué grita tanto. Que al menos deje dormir al vecindario, aunque ella esté insomne. En-seguida le darán la dirección de un asilo para mujeres.
Con espíritu de buen cazador, Erika avanza con soltura –como la lan-zadera de un tejedor– a través del territorio que se extiende a lo largo y ancho de todo el verdor del Prater. Ha ampliado su área de acción; hace ya mucho tiempo que conoce las presas de su entor¬no inmediato. Aquí hace falta valor. Lleva buenos zapatos con los que, en caso de emergencia –si fuera descubierta–, puede meterse entre los matorrales, pisar mierda de perro, botellas de plástico va¬cías –con forma fálica, y que conservan restos de bebidas infantiles con colorantes envenenados (para cada gusto existe un tipo distinto de animal que canta en la tele-visión)–, montones de papeles pringa¬dos utilizados con fines más que triviales, platos de cartón con res¬tos de mostaza, botellas quebradas o condones aún llenos que toda¬vía conservan vagamente la forma de la polla. Nerviosamente husmea para eludir riesgos. Inhala aire y lo expi-ra. Pero aquí, en el Praterstern, donde ha descendido, aún no hay peli¬gro. Es cierto que por aquí también andan camuflados algunos hombres en celo en medio de peatones y paseantes inofensivos, pero nada impi-de que incluso la elegante señora dé un paseo casual por el Praterstern, si bien el área no es de lo mejor. Por ejemplo, por aquí merodean ex-tranjeros que, si no están vendiendo periódicos, ofrecen su mercancía gritando discretamente a media voz: de enormes bolsas de papel sacan camisas para caballeros, deportivas y con bolsillos decorativos, direc-tamente de la fábrica; módicos vestidos para da¬mas, con colores estri-dentes, directamente de la fábrica, juguetes para niños, directamente de la fábrica, aunque con algún que otro daño; bolsas de a kilo con tro-zos de galletas rellenas con chocolate, directamente de la fábrica; pie-zas para aparatos eléctricos o electró¬nicos, directamente de la fábrica o de algún robo; equipos compac¬tos de radio o tocadiscos, directamente de la fábrica o de algún robo; como también cartones de cigarrillos, de cualquier procedencia. A pesar de su aspecto sencillo, Erika, con su car-tera de gran tamaño colgada del hombro, que parece hecha o al menos traída a este lugar con un propósito específico, da la impresión de que-rer ocultar un pequeño casete recién salido de la fábrica, de dudosa na-cionalidad y calidad, pero impecablemente empaquetado en un folio de plástico. Además de otros muchos enseres necesarios, la cartera con-tiene so¬bre todo unos buenos prismáticos para ver de noche. Erika pre-senta el aspecto de ser una persona solvente, ya que sus zapatos son de cuero auténtico y tienen buena suela, su abrigo no es chillón, pero tampoco parece querer ocultarse hasta desaparecer, es un abrigo que le sienta bien a la que lo lleva, da el aspecto de ser caro y además tiene pegada la marca internacional inglesa, aunque ésta no se ve desde fue-ra. Es una prenda que se puede llevar toda la vida, siempre que antes uno no acabe harto de ella. La madre se lo recomendó con insistencia, porque ella es de las que prefieren la menor cantidad posible de modifi-caciones en la vida. El abrigo se queda con Erika y Erika se queda con su madre.
En este instante, la señorita Kohut elude a un yugoslavo que desca¬radamente intentaba tocarla para llamar su atención y pretendía ofre-cerle una cafetera defectuosa, además de su propia compañía. Pero és-te aún tiene que empaquetar sus cosas. Girando la cabeza, Erika pasa por encima de algo invisible y se dirige con decisión ha¬cia las vegas del parque, donde los individuos se pierden rápidamen¬te. En todo caso, ella no anda detrás de perderse a sí misma, sino más bien de ganar. Y, en caso de que se perdiera, su madre, cuya propiedad ha ido en aumento desde su nacimiento, iría a toda prisa a reclamar sus derechos. El país entero la buscaría, a través de la prensa, la radio y la televisión. Algo succiona a Erika hacia este paraje, y hoy no es la primera vez. Ya ha estado varias veces aquí. Conoce el territorio. La masa humana se dilu-ye. Desaparece en sus márgenes. Los individuos se dispersan como hormigas, de las que cada una ha asumido una determinada función en su Estado. Des¬pués de una hora, cada animal se presenta orgulloso portando un trozo de fruta o de carroña.
Hace tan sólo un instante, en la parada del tranvía había racimos humanos, grupos e islas, con el propósito de irrumpir todos a una en algún lugar; ahora, de acuerdo con el acertado cálculo de Erika, oscure-ce rápidamente y también se extinguen las luces de la presen¬cia huma-na. En torno a la luz artificial de los faroles son más y más los que se reúnen. Por acá, en las afueras sólo se hallan esporádica¬mente aquellos que han de estar por razones profesionales. O los que andan detrás de su hobby, follar o, en algunos casos, robar y asesinar a la persona que hayan follado. Algunos sólo miran con toda tranquilidad. Una pequeña parte acude a la estación del tren en miniatura, un lugar bien elegido para exhibir sus partes. Un chiquillo rezagado, cargado con el equipo de deportes de invier¬no, corre torpemente hacia las últimas luces de la ca-seta de una pa¬rada, mientras en su interior voces paternas lo acosan advirtiéndole que no debe andar sólo de noche por el Prater. Y mencio-nan casos en que los esquís –que fueron comprados en las rebajas de fin de estación y que no entrarán en servicio hasta la próxima tempora-da pasaron de un propietario a otro con violencia, y éste no es el caso más grave. El muchacho debió luchar demasiado para conseguir los es-quís, de modo que no está dispuesto a que pasen a pérdida. A duras penas pasa dando saltitos junto a la señorita Kohut. Le llama la aten-ción esta dama solitaria que está en absoluta contradic¬ción con todo lo que afirman sus padres. Atraída por la oscuridad, Erika va dando zan-cadas en dirección a la pradera que se extiende con quietud entre ma-torrales, arboledas y arroyuelos. Las praderas simplemente están ahí, y tienen nombre. El destino es la Pradera de los Jesuitas. Hasta allí toda-vía le falta reco¬rrer un buen trecho; Erika Kohut lo mide con su paso regular al ritmo de los zapatos de excursionista. Ahí está el parque de atrac¬ciones, las luces brillan en la distancia y pasan fugaces. Retumban los disparos, se oyen gritos eufóricos provocados por los tiros acerta-dos. Los adolescentes chillan al unísono con sus instrumentos de com-bate en las salas de juego o sacuden en silencio aparatos que, a cam-bio, hacen ruidos ásperos, campanillean y chirrían y lanzan destellos. Con desinterés manifiesto, Erika deja tras de sí todo este ajetreo antes de que siquiera la alcance. Por un instante las luces alargan sus tentá-culos hacia ella, pero no encuentran a qué asirse, pasan rozando sobre su cabello, que está cubierto con un pañuelo de seda, resbalan, marcan una triste huella húmeda en su abrigo y al fin caen al suelo, donde pe-recen en la mugre. Pequeñas explosiones pretenden horadarla, pero también éstas han de dar paso a Erika sin poder penetrarla. No consi-guen llamar su atención, más bien la re¬pelen. La rueda gigante es una rueda de luces débiles. Se eleva por encima de todo. Pero encuentra competencia en el tren que recorre colinas y valles, también iluminado, aunque de forma mucho más deslumbrante, cuyos vagones diminutos emiten ruidos estridentes, mientras a ellos se agarran con fuerza los valientes que también chi¬llan estridentes por el pánico que les provoca la fuerza de la técnica. De paso, cualquier excusa es válida para aga-rrarse también a la acompañante. Esto no es para Erika. Cualquier co-sa, menos sentirse agarrada. Un fantasma saluda con movimientos len-tos desde la cima del tren infernal, sin siquiera llegar a provocar a un perro echado detrás de la estufa; cuanto más, tiene éxito con quincea-ñeras acom¬pañadas por su primer novio, las que coquetean como gati-tas con el terror del mundo, antes de pasar a ser ellas mismas parte de este terror.
Viviendas unifamiliares adosadas que aparecen como los últimos re¬cuerdos del día; en ellas vive gente que debe soportar cotidianamen¬te ruidos lejanos, incluso de noche. Camioneros de los países del Este que por última vez desean embeberse de la vida del gran mun¬do. Para la mujer, en casa, un par de sandalias procedentes de aque¬llas grandes bolsas de plástico, y son examinadas una vez más para constatar si sa-tisfacen el estándar occidental. Perros que ladran. Centelleos amorosos en la pantalla del televisor. Delante de una sa¬la X, un hombre grita a todo pulmón que jamás se ha visto lo que se ve aquí, adelante, adelan-te. Apenas irrumpe la noche, el mundo parece estar compuesto en gran parte por miembros del sexo mascu¬lino. Más allá del último círculo de luces, la parte femenina que les corresponde espera pacientemente po-der obtener algún beneficio, lo que sobre del hombre después de la pe-lícula pornográfica. El hom¬bre va solo al cine, y después del cine necesi-ta a la mujer, que en uno y otro caso lo seduce. No todo lo puede hacer solo. Por des¬gracia, paga el doble, la entrada del cine y enseguida la mujer.
Erika continúa avanzando. Vegas en las que no hay un alma abren sus fauces como si quisieran tragársela. El paraje es muy ex¬tenso y si-gue aún más allá, hasta llegar a otros países. Hasta el Danubio, el puerto petrolífero de Lobau, el puerto de Freudenau. El puerto de Al-bern para los cereales. Los bosques de la vega junto al puerto de Al-bern. Enseguida Blaues Wasser y Friedhof der Namenlosen, el Cemen-terio de los Desconocidos. El muelle comercial. Heustadlwasser y Pra-terlánde. Donde atracan los barcos y de donde vuelven a zarpar. Y, al otro lado del Danubio, los enormes territo¬rios inundados por los que lu-chan los jóvenes ecologistas, arenosos paisajes costeros, praderas, chopos, matorrales. Olas que lamen la costa. Pero Erika no necesita ir tan allá; por lo demás, el camino sería demasiado largo. A pie llegan sólo los excursionistas bien ape¬rados, siempre que hagan paradas y merienden.1 Erika siente que bajo sus pies tiene ahora el suave suelo de la pradera y continúa hacia adelante dando zancadas. Camina y ca-mina. Pequeñas islas congela¬das, manteles de encaje hechos de nieve, el prado quemado aún por el invierno. Erika mueve regularmente los pies, como un metróno¬mo. Si un pie pisa una cagada de perro, el otro se entera de inmedia¬to y evita el lugar apestoso. El primero es limpiado en el pasto. Poco a poco las luces quedan atrás. La oscuridad abre sus puertas: ¡ade¬lante!
De acuerdo con sus experiencias, la señorita Kohut sabe que en esta área es fácil encontrar prostitutas paseando y prestando sus servicios. En la cartera de Erika hay incluso un panecillo con salchi¬chón (tan es-pecial como ella): su comida favorita, si bien la madre lo rechaza por-que no es saludable. Una pequeña linterna para la emergencia, una pis-tola detonadora para la extrema emergencia (tan pequeña como un de-do), un cartón de leche con chocolate para la sed después del salchi-chón, muchos pañuelos de papel para emer¬gencias, poco dinero, pero en todo caso suficiente para el taxi, nin¬gún documento de identifica-ción, ni siquiera para la emergencia.
Y los prismáticos. Heredados del padre, que en tiempos de lucidez observaba pájaros y montañas incluso de noche. La madre cree que la niña ha ido a un concierto privado de música de cámara y con gran al-haraca enfatiza que permite a la hija ir sola para que pueda desarrollar una vida privada; así no podrá echarle en cara que no la suelta de las garras. A más tardar dentro de una hora la madre lla¬mará por primera vez donde la compañera del concierto doméstico, y ésta le repetirá la excusa que han acordado. La compañera cree que se trata de una cita amorosa y se siente partícipe del secreto. La tierra es negra. Apenas se diferencia del cielo, un poco más claro, justo lo necesario para distinguir uno de otro. En el horizonte, las delicadas siluetas de los árboles. Erika toma todo tipo de precaucio¬nes. Se transforma en un ser silencioso y ligero. Suave e ingrávido. Casi invisible. Está a punto de disolverse en el aire. Es toda ojos y oídos. La prolongación de sus ojos son los pris-máticos. Evita los senderos por donde van los otros paseantes. Busca los lugares donde los demás se divierten; siempre de a dos. Aunque no ha hecho nada que la obligue a escabullirse de la gente. Con ayuda de los prismáti¬cos acecha a las parejas de las que otros se alejarían. No puede exa¬minar el terreno debajo de sus zapatos; camina con el piloto auto¬mático. Se deja guiar completamente por su oído, algo a lo que es-tá acostumbrada por su profesión. A veces hace un giro, luego casi tro-pieza, pero avanza segura. Camina y camina y camina. Los des¬perdicios se introducen en el perfil de sus zapatos deportivos y lo alisan. Pero ella continúa caminando por el prado.
Y así llega a su destino. Como el gran fuego de un vivac crece el gri-terío de una pareja que hace el amor en una vega delante de Erika Kohut. Al fin un remanso para los que quieren mirar. Está tan cerca que ni siquiera le hacen falta los prismáticos. Los prismáticos espe¬ciales pa-ra la noche. Como en Heimat Haus, la pareja folla y folla desde el fondo de la vega en provecho
de las pupilas de Erika. Ja¬deando en algún idioma extranjero, el hom-bre
se ensarta en la mujer. La mujer no echa las campanas al vuelo, sino que más bien emite a media voz instrucciones y órdenes con un tono casi malhumorado; el hombre probablemente no la entiende, porque sigue dando gritos de júbilo en turco o en algún otro idioma extraño sin atender
a los gritos de la mujer. La mujer da un par de campanadas gutura-les, como un perro a punto de saltar, para que el cliente cierre de una vez el hocico. Pero el turco sigue con su música primaveral a más y más volumen. Emite gritos a empellones, prolongados, de largo aliento, los que a Erika le sirven como un buen punto de referencia para poder acercarse aún más, aunque .ya está muy cerca. Los mis¬mos matorrales que dan albergue a la pareja de amantes ocultan también a Erika. El turco, o lo que fuere que parece turco, parece disfrutar con lo que hace. De acuerdo con lo que se oye, la mujer también parece disfrutar. Pero en ella la emoción es más mesurada. La mujer señala al hombre en qué dirección seguir. No es posible constatar si obedece; él sigue sus pro-pias órdenes interiores y así resulta inevitable que en uno u otro mo-mento disienta de los deseos de su pareja. Erika es testigo de cómo se desarrollan las cosas. La mujer dice so, el hombre, arre. La mujer pare-ce molestarse porque el hombre no le deja el paso, tal como correspon-de. Ella dice: más lento; él procede: rápido y hacia atrás. Quizás ésta no sea una profe¬sional, sino simplemente una mujer ebria común y co-rriente que ha sido arrastrada hasta acá. Al final quizá no obtenga nada a cambio de sus empeños. Erika se pone en cuclillas. Se acomoda.
Aunque llegara taconeando con zapatos de clavos, estos dos no habrían oído nada. Tan fuertes son los gritos que emite uno u otro o los dos a la vez. Erika no siempre tiene tanta suerte en su búsqueda de un es¬pectáculo. Ahora la mujer le dice al hombre que espere un pelín. Eri-ka no consigue descubrir si el hombre la obedece. En su idioma dice una frase que suena bastante tranquila. La mujer lo regaña de una forma que nadie entiende. Esperar, ¿te enteras? ¡Esperar! Nada de es-perar; Erika alcanza a oír lo que sucede. Se introduce en la mujer como si en tiempo récord debiera ponerle suela a un par de zapatos o soldar la carrocería de un coche. Con cada empellón la mujer se estremece hasta sus fundamentos. Con mayor estridencia de la que merece el ins-tante suelta con fiereza un espumarajo: ¡¡más despacio!! No tan fuerte, por favor. Por lo visto ha pasado a la etapa de los ruegos. El resultado es igual a cero. El turco posee una ener¬gía increíble y tiene muchísima prisa. Incluso pone una marcha más rápida a su motor interior con el fin de dar la mayor cantidad posi¬ble de empujones por unidad de tiem-po y quizá también de dinero. La mujer se resigna a que ella no logrará llegar a buen puerto y despotrica a viva voz, que cuándo acabará y si acaso seguirá hasta pasado mañana. Sin aliento y de lo más profundo de sí mismo, el hombre da rienda suelta a las fanfarrias en turco. Dis-para para todos lados. El lenguaje y las sensaciones parecen irse acer-cando. En ale¬mán dice: ¡mujer! ¡mujer! La mujer lo intenta por última vez: ¡más lento! En su escondite, Erika hace un cálculo elemental y de-cide: no es una puta del Prater, porque una de ésas más bien intentaría acele¬rar al hombre, no detenerlo. Ella debería acabar con la mayor can-ti¬dad posible de clientes en rápida secuencia, a diferencia del hombre, que desea lo contrario si quiere sacar el mayor provecho. Quizá lle¬gue el día en que ya no pueda y entonces no le quedará más que el recuer-do. Uno y otro sexo quieren siempre algo radicalmente opuesto.
Erika se queda como una brisa imperceptible, apenas expele la respi-ración, pero tiene los ojos bien abiertos. Los ojos siguen la pis¬ta, como un animal salvaje que husmea; sus órganos olfativos poseen una gran sensibilidad y se mueven como una veleta. Erika se empe¬ña en no ser excluida. Unas veces hace una visita aquí, otras allí. Está en su mano decidir dónde desea participar y dónde no. No quiere tomar parte, pero nada ha de realizarse sin su presencia. En la música a veces participa como miembro activo, otras como espec¬tadora y auditora. Así pasa su tiempo. Erika entra y sale como en el vagón de un tranvía de los de an-tes, aquellos que aún no tenían puertas neumáticas. En los vagones modernos, el que sube está con¬denado a quedarse dentro. Hasta la próxima parada. El hombre clava un sinnúmero de clavitos. Durante el proceso suda a grandes cantidades y tiene férreamente abrazada a la mujer, para que no se le escape. La babosea como si quisiera devorar-la, como si fuera una presa. La mujer ha dejado de hablar y también ha comen¬zado a jadear, el entusiasmo de su pareja la ha contagiado. En falsete emite una serie de gemidos entremezclados con palabras sueltas ca¬rentes de sentido. Da silbidos como una marmota en los pastos al¬pestres cuando se siente acechada por el enemigo. Tiene las manos agarrotadas sobre la espalda de su contrincante, para que éste no se le escape. Para no ser sacudida así sin más y para que después, una vez que ha cumplido con su obligación, él le dirija una palabra afec¬tuosa o haga una broma. El hombre va marcando los acordes. Opri¬me el acele-rador. Después de mucho tiempo, ésta es la primera vez que ha tenido a una nativa en sus manos, y aprovecha la oportuni¬dad con una vehe-mente actividad. Por encima de la pareja se estre¬mecen las copas de los árboles. Con el viento, el cielo nocturno pa¬rece estar vivo. Por lo visto, el turco ya no podrá resistir tanto como habría deseado. Emite un sonido gutural que ya ni siquiera parece ser turco. En la recta final, la mujer lo instiga con gritos de ale, ale. La espectadora siente que en ella todo esto surte un efecto catastró¬fico. Le hormiguean las manos por entrar en el servicio activo, pero, si se lo prohiben, se mantendrá a dis-tancia. Da por hecho que le ha sido prohibido de forma explícita. Sus actos requieren un marco claro. Sin que esos dos se enteren, ella hace un trío del dúo. De pronto algún órgano comienza a activarse dentro de ella, sin que pueda controlarlo, a tiempo doble o aún más veloz. Una fuerte pre¬sión en la vejiga, un sufrimiento molesto que la acosa cuando se excita. Siempre ocurre en el instante más inoportuno, si bien aquí tiene a su alrededor un territorio de kilómetros y kilómetros en el que esta presión natural y sus resultados podrían desaparecer sin dejar huella alguna. La dama y el turco le ofrecen el ejemplo de un tipo de actividad. Erika reacciona involuntariamente con un ligero picor. ¿Era lo que quería o no? La presión interior se hace cada vez más molesta. La espectadora se ve obligada a modificar su posición encuclillada para ali-viarse y atenuar esa presión que pica y oprime. Ya es muy urgente. Quién sabe cuánto tiempo más podrá resistir. Y precisamente ahora es absolutamente imposible. El picor y el rui¬do del roce aumentan; Erika no sabe si acaso ha sido ella misma quien intencionadamente ha dado el impulso, lo que desde luego sería absurdo. Ella ha empujado una ra-ma y la rama se desquita ha¬ciendo ruido.
El turco es un alma candida, afín a la naturaleza, más cercano a las plantas, las flores y los árboles que a la máquina frente a la cual se pa-sa de pie todo el día; de golpe interrumpe toda su operación. En primer lugar con la mujer. La mujer no se da cuenta de inmediato y sigue re-soplando uno, dos segundos más aun cuando el huésped tur¬co ha des-conectado el interruptor. El turco permanece inmóvil un instante, lo que tampoco está mal. Qué casualidad, él acaba de ter¬minar y reposa un momento. Está cansado. Escucha atentamente el viento. También la mujer presta atención, pero sólo después de que el habitante del Bósfo-ro la ha hecho callar con un sonido silbante, que no chille tanto. El turco ladra una pregunta, ¿o quizá fue una orden? La mujer lo aplaca con un amago de calidez; puede que aún quiera algo de su contrincante de afanes amorosos.
El turco no la entiende. Quizá deba golpearla porque, en tono de fal-sete, le ruega: quédate aquí. O algo parecido que Erika no ha compren-dido exacta¬mente. Se distrajo porque en ese instante retrocedió diez metros, aprovechando que el turco estaba entregado a la mujer con es-terto¬res y sacudones. Por fortuna la mujer no se percató y ahora el tur-co ha vuelto a ser dueño de sí mismo. Ya es un hombre de punta a punta. Refunfuñando, la mujer exige dinero o amor. Balbucea gemidos y lloriquea con bastante volumen.
El habitante del Cuerno de Oro le da un gruñido y se desenchufa inte-rrumpiendo de este modo la comunicación inalámbrica. Durante la reti-rada, Erika hizo tanto ruido como una manada de búfalos cuando sien-ten que se acerca la leona. Quizá lo haya hecho adrede o inconsciente-mente adrede, ya que, a fin de cuentas, el efecto es el mismo.
De un salto, el turco se pone de pie y se dispone a echar una carrera, pero de inmediato vuelve a caer con sus pantalones y cal¬zoncillos blan-cos reluciendo en la oscuridad a la altura de las rodi¬llas. Maldiciendo ti-ronea sin escrúpulos de sus prendas y hace serios gestos amenazantes con las manos. Uno por la izquierda, otro por la derecha.
Van dirigidos contra los cercanos matorrales, en medio de los cuales la señorita Kohut aguanta el aliento, se recoge completa¬mente y muer-de uno de sus diez martilletes para el piano. El turco se encaja los pan-talones a brincos. Falla en una pierna, lue¬go en la otra. No se detiene en lo más necesario. Hay gente que no piensa a su debido tiempo, sino que actúan sin importarles lo que ocurra: éste es el pensamiento que se le cruza por la cabeza a la espectadora mientras observa esta escena. El turco se cuenta entre ellos. Desilusionado yace el miembro inferior de la pareja y chilla que con toda segundad no era más que una rata o un perro que pretendía cebarse con los preservativos tirados por ahí. En este sec¬tor hay buenos desperdicios para alimentarse. Que vuelva, el tesorito. Que no la deje sola, por favor. La bella cabeza rizada del ex-tran¬jero no le presta atención, sino que se yergue sobre su dueño a su máxima altura; parece tratarse de un turco relativamente grande. Al fin tiene los pantalones puestos y la emprende hacia los matorrales.
Por suerte sus zancadas se dirigen justo en la dirección contraria –quizá intencionadamente–, va hacia donde los matorrales son más y más densos.
Sin habérselo pensado mucho, Erika había elegi¬do un área más bien rala, donde él no la buscaría. De lejos, la mujer entona canciones de súplica. También ella se alza. Se mete algo entre las piernas y se limpia con vehemencia. Tira al suelo unos cuantos pañuelos de papel usados. Una vez más rezonga en una tonalidad horrorosa que ha descubierto hace tan sólo un instante, pero que parece ser su habitual tono de voz. Llama y llama. Erika se estreme¬ce. Como respuesta, el hombre da bre-ves balidos y busca y busca. Siempre tantea desde un mismo lugar al siguiente, que a su vez vuel¬ve a ser el mismo. Y de nuevo vuelve al punto de partida. Es proba¬ble que sienta miedo y en realidad no tenga intenciones de descubrir al mirón. Porque se pasea una y otra vez de un abedul a los mato¬rrales y de los matorrales al abedul.
Jamás se acerca a los demás matorrales, que por cierto también es-tán ahí. La mujer da el interva¬lo de una cuarta, como la sirena del carro de bomberos, que ahí no hay nadie. Vuelve, le pide. Pero eso no es lo que él quiere y res¬ponde en alemán que cierre el pico. La mujer se me-te otro montón de pañuelos de papel entre las piernas, por precaución, por si aún ha quedado algo dentro, y se sube las bragas. Enseguida se sacude la falda. Se ocupa de la blusa, que todavía está desabotonada, y levanta el abrigo que había puesto en el suelo. Ella había hecho una es-pecie de nidito, tal como es el estilo de las mujeres. No quería que se le ensuciara la falda, en cambio, se le ha embarrado y aplastado el abri¬go. El turco grita algo nuevo: ¡ven! La amante del turco se resiste y le exi-ge que se alejen a toda prisa. En ese instante Erika alcanza a verla de cuerpo entero. La mujer es ya bastante mayor, pero para un turco es una muñeca lo suficientemente joven.
Por cautela permane¬ce en la retaguardia; necesitaría ventaja por si acaso, con tanto pa¬ñuelo de papel metido en las bragas. ¡Con qué faci-lidad se pierden! Ya que en el amor la mujer no ha resultado gratifica-da, al menos que no sea víctima de un asesinato. La próxima vez se ocupará de los detalles para poder disfrutar el amor en paz hasta el fi-nal. La mujer se transforma visiblemente en una austriaca y el turco es un turco, lo que ya era desde un comienzo. La mujer recupera digni¬dad, el turco no se recupera de su búsqueda mecánica de enemigos y con-trincantes. Ni una sola hoja roza ni hace ruido en el cuerpo de Erika. Permanece en silencio y muerta como una rama apolillada que se ha que¬brado y que se pudre inútilmente en medio del pasto. La mujer amenaza al trabajador extranjero que ella se irá inmediata¬mente. El trabajador extranjero está a punto de responder una grose¬ría, pero se lo piensa a tiempo y sigue buscando sin chistar. Ha de mostrar valentía para que lo respete esta mujer que tan de prisa se ha convertido en una nativa. Da una vuelta más amplia, animado por el hecho de que nada se mueve, y de paso amenaza con más decisión a la Kohut. La mujer hace una última advertencia y levanta su cartera del suelo. Pone en orden las últimas prendas dentro y fuera de sí. Se abotona y se pone la falda en su lugar; se sacude. Paso a paso comien¬za a caminar hacia atrás, en dirección a los locales, mientras echa otra mirada hacia su amigo el turco, pero ya comienza a aumentar la velocidad. Chilla un lamento incomprensible como despedida. El turco titubea, no sabe a dónde ir. Una vez que pierda a esta mu¬jer, es probable que pasen se-manas hasta que encuentre un sustituto. La mujer grita: encontrará uno como él en cualquier momento. El turco se detiene y estira la cabe-za hacia la mujer y en seguida hacia el sujeto de los matorrales. El tur-co no está seguro, duda entre uno y otro instinto; con frecuencia tanto uno como otro le han acarrea¬do desgracias. Como un perro que ladra sin saber cuál es la presa que ha de seguir.
Erika Kohut no resiste más. La necesidad es más fuerte. Con cuida¬do se baja las bragas y mea en el suelo. El chorro fluye tibio entre sus muslos y va a parar al fondo del prado. Recorre el colchón blan¬do de hojas, ramas, desperdicios, mugre y humus. Sigue sin saber si acaso quiere ser descubierta o no. Simplemente deja que fluya, sin inmutarse, arrugando la frente. Poco a poco se vacía y el suelo se embebe. No piensa en nada, ni en causas ni en consecuencias. Suelta los músculos y el chorro inicial pasa a ser un fluido suave, constan¬te. Sus pupilas si-guen auscultando la imagen impertérrita y erecta del extranjero, lo ha fijado con tensión en su mirada mientras conti¬núa orinando en el suelo. Está dispuesta a una y otra alternativa, ambas le parecen bien. Lo deja en manos del destino, como una simple casualidad, si el turco ha de ser bondadoso o no. Sostiene con cuidado su falda escocesa por encima de las rodillas dobladas para que no se le moje. La falda no tiene la culpa. Al fin cede el picor, pronto podrá cerrar el grifo.
El turco sigue parado como una estatua atropellada en medio de la pradera. Pero la compañera del turco va a saltos y dando gritos a tra-vés del extenso paraje Cada cierto tiempo se da vuelta y hace un ordi-nario gesto de carácter internacional. Supera así la barrera del lengua-je.
El hombre es atraído hacia acá y hacia allá. Un animal manso entre dos amos. No sabe qué significa ese suave fluir y correr, antes no se había percatado de que allí hubiera un arroyo. Pero, entre tan¬to, seguro que la compañera de sus juegos se le ha escapado. En el instante en que Erika Kohut tiene la certeza de que él dará los dos grandes pasos que lo separan de ella, en el preciso instante en que alcanza a sacudir las últimas gotas esperando recibir un martilla¬zo humano que caerá del cielo sobre ella (esta trampa humana hecha por un carpintero ingenioso con una gruesa encina, que la aplastará como a un insecto), el turco da un giro y emprende la persecusión de la presa que había atrapado al iniciarse aquella alegre tarde; pri¬mero avanza con cautela, mirando hacia todos lados, después más y más de prisa y con decisión. Lo que se tiene, se conserva. De lo demás, de lo que se podría conseguir, na-die sabe con certeza si tendrá la calidad que imponen las exigencias. El turco huye de lo incierto, que para él, en este país, con demasiada fre-cuencia ha resul¬tado ser fuente de sufrimientos, y corre hasta pisarle los talones a su compañera. Ha de darse mucha prisa, ya que la mujer se ha perdido hasta no ser más que un punto en la distancia. Y pronto también él no es más que una cagadura de mosca en el horizonte. Ella se ha perdido, él también se ha perdido, y el cielo y la tierra se dan fir-memente la mano en la oscuridad, después de que por un momento se habían separado.
Hace un instante Erika, estuvo tocando con una mano en el pia¬no de la razón, con la otra, en el piano de la pasión. Primero se manifestaron las pasiones, ahora le toca a la razón, que la conduce a toda prisa por oscuras avenidas rumbo a casa. Pero la pasión tam¬bién ha operado so-bre otros. La maestra los ha observado y los ha calificado de acuerdo con su escala de valoración. Estuvo a punto de verse mezclada en una de las pasiones –en caso de que hubiera sido descubierta.
Como un animal de presa, Erika pasa de prisa junto a las hileras de árboles, en los que ya se barrunta la muerte que provocarán los di¬versos tipos de yedra. Son numerosas las ramas amputadas del tron¬co y que han ido a parar al césped. Erika abandona su atalaya a todo ga-lope para dirigirse a un nido ya preparado. En lo exterior nada delata su turbación. Pero en su interior se levanta un huracán mientras ve a los hombres jóvenes con sus cuerpos jóvenes que va¬gan por los márgenes del Prater, ¡por su edad, casi podría ser su madre! Todo lo que ocurrió antes de su edad actual ha quedado indefectiblemente atrás y jamás se repetirá. Pero, quién sabe lo que traerá el futuro. De acuerdo con el ac-tual nivel de la medicina, la mujer puede ejercer sus funciones femeni-nas hasta muy avanzada edad. Erika cierra una cremallera. De este modo se protege contra cualquier roce físico. También contra contactos de carácter casual. Pero en su interior herido la tormenta arranca las plantas de un verde voluptuoso.
Sabe exactamente dónde están los taxis y se sube al primero de la fi-la. De las amplias praderas del parque público no le queda más que un poco de humedad en los zapatos y entre las piernas. Un olor ligeramen-te ácido sale de debajo de su falda, pero el chofer del taxi no alcanza a percibirlo porque su desodorante ambiental lo domina todo. El chofer no quiere maltratar a sus clientes con el sudor de su trabajo y, además, tampoco tiene por qué soportar las guarrerías de los pasajeros. El co-che está temperado y completamente seco; la ca¬lefacción trabaja en si-lencio mientras lucha contra la noche fría.
Fuera, pasan veloces las luces. Los interminables macizos oscuros de los edificios antiguos del segundo distrito duermen en su turbia os¬curidad; el puente sobre el canal del Danubio. Pequeñas y hostiles ta-bernas agobiadas por las pérdidas escupen borrachos que caen, se yer-guen y se dan unos contra otros. Mujeres viejas con un pañuelo en la cabeza sacan por última vez en el día a sus perros esperando al menos una vez encontrarse con algún viejo solitario que también lleve a su pe-rro y que quizá también sea viudo. Erika pasa a toda prisa, como un ra-tón de plástico atado a una cuerda, perseguida por un gato gigantesco con espíritu juguetón. Una jauría de motos. Chicas con vaqueros ceñidí-simos; llevan algo que pretende ser un verdadero peinado punk en la cabeza. Pero no consiguen que se les quede el pelo de punta, siempre vuelve a caer. No basta la grasa en el cabello. Una y otra vez vuelve a caer, ¡este cabello! Y las chicas se montan en las motos apretando su cuerpo al de los pilotos y con estruendo salen disparados.
Del planetario sale un grupo de gente ávida de conocimientos; han asistido a una conferencia y, enseguida, se atropellan como una mana-da en torno al conferenciante. Quieren saber más acerca de la Vía Lác-tea, aun cuando ya se les acaba de exponer todo lo que hay sobre el tema. Erika recuerda que en una ocasión ella dio en la mis¬ma sala una conferencia pública, tejida con punto muy suelto, sobre Franz Liszt y su obra menos conocida. Y dos o tres veces sobre las sonatas tempranas de Beethoven, también a ritmo de dos derechos y dos reveses. Aquella vez afirmó que en las sonatas de Beethoven, ya sean las tardías o, co-mo en este caso, las tempranas, hay tal multi¬plicidad, que en primer lugar habría que preguntarse cuál es en sí el significado de la tan ma-noseada palabra sonata. En un sentido estricto quizá ni siquiera sean sonatas lo que Beethoven llamó con este nombre. El asunto consiste en descubrir una nueva concep¬ción en esta forma musical de tanto drama-tismo, en la cual con frecuencia el sentimiento escapa a la forma. Pero no es éste el ca¬so en Beethoven, ya que ahí uno y otra van de la mano; el sentimiento llama la atención de la forma acerca de una grieta en el suelo y viceversa.
Poco a poco se acercan a un sector más iluminado, se aproximan al centro de la ciudad donde se es más generoso con las luces para que los turistas encuentren con facilidad el camino a casa. La ópera ya ha terminado. Esto significa que la señora Kohut sénior se estará revolcan-do terriblemente en su coto doméstico, puesto que no acos¬tumbra a ir-se a dormir hasta que la hija haya llegado sana y salva a casa. Le hará una espantosa escena de celos. Pasará mucho tiempo hasta que la ma-dre se aplaque. Ella, Erika, deberá cumplir con una buena docena de especialísimos servicios amorosos. A partir de hoy ha quedado absolu-tamente en evidencia: la madre se sacrifica, ¡la niña ni siquiera sacrifica un segundo de su tiempo libre! Cómo po¬dría dormirse la madre mien-tras deba temer que en cualquier mo¬mento despertará, cuando la hija se encarame a su mitad del lecho conyugal. Como una loba, la madre va y viene a toda velocidad por el departamento atravesando el reloj con miradas amenazantes. Se instala en la habitación de la hija, donde no hay ni cama ni cerrojo propios. Abre el armario y, malhumorada, es-carba entre las prendas compradas inútilmente, tirándolas por los aires, un procedimiento que está en contradicción con la delicadeza de los te-jidos y contra¬viene las instrucciones de uso. Mañana por la mañana, antes de par¬tir al conservatorio, la hija deberá comenzar por poner nuevamente todo en orden. Para la madre estos vestidos son indicios de egoísmo y capricho. El egoísmo de la hija se ve también en el hecho de que ya son más de las once y la madre aún sigue sola en casa. Éste es un sufrimiento al que no debe someterla. Después de que termina la película de la televisión ya no hay nadie con quien pueda entretener¬se. Ahora están transmitiendo una discusión que no quiere ver por¬que se quedaría dormida, lo que no debe ocurrir antes de haber sa¬cudido a la niña hasta dejarla como un ovillo húmedo e informe. Ella, la madre, quiere estar bien despierta. La madre da un mordisco a un viejo vestido de concierto que conserva entre sus pliegues las esperanzas de perte-necer en algún momento a una gran estrella del piano. En aquella épo-ca el vestido fue comprado ahorrando de lo que se llevaban a la boca, tanto ella misma como su padre demente. Esta es la misma boca que ahora muerde furiosa el vestido. Erika, la rana vanidosa, se habría muerto antes de presentarse con un vestido de tafetán y una blusa blanca, como las demás. Entonces aún se pensaba que sería una inver-sión el hecho de que la niña además se viera guapa. Pasado y perdido. La madre pisotea la prenda con las pantuflas, que están tan limpias como el suelo y no consiguen cau¬sarle daño alguno a la prenda. A fin de cuentas, el vestido sólo ha quedado un tanto arrugado. De ahí que, con unas tijeras, la madre emprenda el ataque desde la cocina hacia el campo de la deshonra; así le dará el último toque a esta creación de una costurera medio ciega de los suburbios; por cierto que, en el mo-mento en que ésta realizó este trabajo, harían al menos diez años que no hojeaba una revista de modas. Con todo, la prenda no mejorará. Quizá mostrara más figura que antes, si Erika tuviera el valor de poner-se esta nove¬dosa creación de andrajos; va quedando más y más aire entre uno y otro de los delgados retazos de tela. Junto con el vestido la madre destruye sus propias ilusiones. ¿Por qué Erika habría de satisfa-cer los sueños de la madre si ni siquiera puede llegar a cumplir los pro¬pios? No llega ni tan sólo a pensar de forma acabada en sus propios sueños, no hace más que mirar estúpidamente por encima de ellos. Ahora la madre se pone manos a la obra a dar tijeretazos en el bor¬dillo del escote y en las mangas ahuecadas, que en su momento provocaron la mayor resistencia de Erika. Enseguida separa del corpiño los restos arrugados de la falda. Cómo sufre. Primero debió reventarse trabajando para que el vestido fuera posible. Tuvo que ahorrarlo del presupuesto doméstico, y ahora se afana en su des¬trucción. Tiene delante de sí las distintas partes, que más bien pare¬cen haber caído entre las garras de una fiera, aunque en casa no hay tal fiera. La niña todavía no vuelve a casa. Dentro de poco, la ira dará paso al miedo. Una se preocupa. Con qué facilidad pueden ocurrirle cosas espantosas a una mujer que anda de noche por don¬de no debe. La madre llama a la policía, que no sabe de nada, ni siquiera por rumores. La policía le explica a la madre que ella sería la primera en enterarse si ocurriera algo. Dado que nadie ha tenido noticias de alguien de la edad ni del tamaño de Erika, pues, no hay nada que informar. Salvo que aún no se haya descubierto el cadá-ver. De todos modos, la madre llama a uno, a dos hospitales, que tam¬poco saben nada. Los hospitales explican: estimada señora, este tipo de llamadas son absolutamente inútiles. Aun así, es posible que en este mismo instante los bultos sangrientos con los trozos de la hija vayan a dar a varios contenedores de la basura. Entonces la madre quedaría so-la y la esperaría un asilo de ancianos, ¡allí ya no podría estar sola! Además, allí nadie dormirá con ella en el otro extremo de la cama, tal como es su costumbre.
Han transcurrido diez minutos y no ha habido ninguna señal en el ce-rrojo, ninguna amable llamada telefónica que diga: venga de inme¬diato al Hospital Guillermino. Ni es la hija que dice: madre, llegaré dentro de un cuarto de hora, me he retrasado de forma inesperada. La supuesta colega que ofrecía el recital de música de cámara no responde al teléfo-no, así suene más de treinta veces.
La madre se arrastra como un puma desde el dormitorio, en el que ya está todo preparado para dormir, al salón, donde enciende el televisor que emite el himno nacional para concluir. En la pantalla ondea la ban-dera rojiblanca. Ésta es la señal de que ha terminado la programación. Para esto no hacía falta darle al interruptor, ella, la madre, se sabe de memoria el himno nacional. Cambia de lugar dos baratijas de la decora-ción doméstica. Cambia de un lugar a otro la gran fuente de cristal. En la fuente, fruta artificial. Le saca brillo con un paño blanco y suave. La hija tiene sentido de la estética y en¬cuentra espantosa la fruta. La ma-dre no acepta este juicio lapidario, todavía se trata de su casa y de su hija. Cuando esté muerta todo cambiará. En el dormitorio vuelve a examinar el resultado de sus esmeros. Una punta del cubrecama está doblada hacia fuera formando un perfecto triángulo equilátero. La sá-bana bien estirada, como el cabello de una mujer que lleva un moño. Sobre la almohada, una chocolatina en forma de herradura para los be-llos sueños es un resto de la celebración de Noche Vieja. Quita esta sorpresa, ha de haber un castigo. Sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara, el libro que la hija está leyendo. En él, un señalador, recuerdo multi¬color de las labores infantiles. Al lado, un vaso de agua para la sed nocturna, porque el castigo tampoco ha de ser tan grande. Una vez más la madre bondadosa vuelve a llenar el vaso con agua fresca del grifo para que el agua esté bien fresca y no se formen esas burbujas de agua estancada e insípida. En su lado de la cama conyugal la madre no presta tanta atención a estos pequeños detalles. Por consi¬deración sólo se quita la dentadura postiza cada día muy temprano, por la mañana, para su limpieza. Y, enseguida, ¡adentro con ella! Y si Erika tiene algún deseo por la noche, le es satisfecho, en la medida en que esto pueda hacerse desde fuera. Los deseos íntimos ha de guardárselos, ¿acaso no tiene un hogar tibio y agradable? Además, después de largas cavilacio-nes, la madre coloca una gran manzana verde junto a la lectura noctur-na –para que las posibilida¬des de elección sean amplias. Lleva el vesti-do recortado a tijeretazos de un lado para otro, la madre es como un felino que no se fía de nada y sin cesar acarrea consigo a sus crías. Y después va con el vestido a un tercer lugar donde realmente llame la atención. La hija ha de ver de inmediato los destrozos, mal que mal la culpa es de ella. Pero no ha de ser demasiado evidente. Por último, la señora Kohut extiende cuidadosamente los restos del vestido sobre la tumbona que la hija tiene frente al televisor, como si Erika debiera ver-lo dispuesto para un concierto. Ha de poner cuidado en que el vestido conserve su cuerpo y alma. La madre organiza de diversas formas los pedazos de las mangas. Presenta la materialización de su destrozo legal como si lo hiciera sobre una bandeja. La madre tiene la ligera sospecha de que ese señor Klemmer del reciente concierto privado intenta en-trometerse entre la madre y la niña. El joven es simpático, pero en nin-gún caso puede sustituir a una madre, de la que no existe más que una única versión, que sólo puede tenerse en su versión original. Si ha habido un encuentro en¬tre la hija y ese tal Klemmer, habrá sido la últi-ma vez. Dentro de poco vence el pago de la nueva vivienda. A diario la madre forja un nuevo plan y lo desecha; en todo caso, en la nueva vi-vienda la hija también deberá compartir la cama con ella. Ya ahora de-biera for¬jar los hierros de Erika –ahora que están a punto. Y debe apro-ve¬char que aún no está a punto para ese Walter Klemmer. Las razones de la madre: peligro de incendio, peligro de robos, peligro de asal¬tos, peligro de que se revienten las tuberías, peligro de que la madre sufra un ataque de apoplegía (¡la presión sanguínea!), temores noc¬turnos de todo tipo, algunos muy particulares. La madre organiza día a día la habitación de Erika en el nuevo departamento, cada vez lo hace de forma más sofisticada. Pero ni hablar de una cama propia para la hija. Lo máximo que le concederá será una cómoda tumbona propia.
La madre se recuesta y de inmediato vuelve a levantarse. Ya se ha puesto el pijama. Como un tigre, va de un muro a otro cambiando de lugar la decoración. Mira todos los relojes que encuentra y los compara. La niña se las pagará.
Atención, ha llegado el momento, ahora mismo le dará una lección a la niña; el cerrojo de la puerta hace un click nítido, la llave da un golpe breve y se abren las puertas al mundo gris y terrible del amor materno. Erika entra. Debido a la luz de la antesala abre y cierra los ojos como una mariposa nocturna que ha bebido demasiado. Todas las luces están encendidas, como si se tratara de un festejo. Pero la hora de la santa cena pasó hace ya mucho tiempo sin provecho al¬guno. Silenciosa pero bañada en un rojo intenso, la madre da un salto desde el último lugar en que se había instalado; por descuido vuelca algo al suelo y de paso casi tira al suelo a la hija, lo cual ha de ocurrir en una etapa posterior de la lucha. Sin decir una palabra golpea a la niña, y una vez que ésta se recupera, devuelve los golpes.
Las suelas de los zapatos de Erika despiden un olor bestial que cuan-do menos evoca podredumbre. Las dos se enzarzan en una lu¬cha libre, pero el combate se desarrolla en silencio por considera¬ción con los ve-cinos que mañana deben levantarse temprano. El re¬sultado de la lucha es incierto. Por respeto, en el último momento la niña quizá deje que triunfe la madre. En atención a los diez martillitos del oficio de la niña, la madre quizá deje que la niña gane. De hecho, la niña es más fuerte, porque es más joven; por lo demás, la madre ya se desgastó en los combates con su marido. Pero la niña no ha aprendido a utilizar todas sus fuerzas en las luchas con la madre. La madre aletea cubriendo de contundentes tortazos el pei¬nado descompuesto del fruto tardío de su vientre. El pañuelo de seda con las cabezas de caballo sale disparado y va a parar sobre una de las lámparas de la salita atenuando, suavizan-do la luz. Además, la hija se halla en desventaja porque sus zapatos es-tán resbalosos por la mierda, el barro y la hierba; cae sobre la alfom-bra. El cuerpo de la profesora cae al suelo dando un golpe seco, mitiga-do un poco por la estera roja. El ruido es estrepitoso. La madre hace señal de ¡silen¬cio!, por consideración con los vecinos. Como revancha, la hija tam¬bién impone ¡silencio!, por los vecinos. La hija suelta un grito como un halcón de caza que cae sobre su presa y dice que, por ella, maña¬na los vecinos pueden quejarse todo lo que quieran, a fin de cuen¬tas, será la madre quien tenga que vérselas con ellos. La madre da un chillido que reprime de inmediato. Enseguida, a media voz, ja¬deos y gemidos, ayes y quejidos. La madre comienza a tocar la tecla de la compasión y, debido a que hasta ese momento aún no estaba claro quién ganaría la lucha, comienza a utilizar las arteras armas de su edad y de su muerte próxima. En una cadena de excusas de mala muerte esgrime este argumento en medio de sollozos a media voz; son las ra-zones por las que esta vez no ha podido vencer en la lu¬cha. Erika se siente conmovida por los lamentos de la madre, no quiere que la madre se desgaste tanto en el combate. Ella dice que ha sido la madre la que ha comenzado. La madre dice que ha sido Erika la que ha comenzado. Ha acortado al menos en un mes la vida de la madre. Rasguña y muer-de a media marcha, Erika. La madre aprovecha sin pérdida de tiempo la ocasión y le arranca a Erika un mechón de pelo de la frente, parte de ese cabello del que ella se siente tan orgullosa porque resalta en forma de un bello re¬molino de rizos. De inmediato Erika suelta un solo chillido agudo que asusta terriblemente a la madre y acaba la pelea. Mañana Erika deberá ponerse un esparadrapo sobre la calva. O también puede de¬jarse puesto el pañuelo de la cabeza durante las clases, casi una fan-tasía. Las dos mujeres permanecen sentadas sobre la estera, una frente a la otra jadeando con fuerza bajo la atenuada luz de la lám¬para.
Después de una serie de suspiros, la hija pregunta si realmente era necesaria esa escena. Como una amante que en ese mismo instante ha recibido una terrible noticia del extranjero, con la mano derecha se oprime con fuerza el cuello en el que late y salta una vena. Como una níobe retirada, la madre, junto a la mesa de la salita, sobre la que se encuentra una serie de chucherías de dudosa función y de indefinible utilidad, responde sin encontrar las palabras. Responde que no sería necesario si la hija siempre volviese a casa a su hora. Se miran en si-lencio. Pero sus sentidos se han aguzado, han adquirido el terrible filo de navajas preparadas mediante la rotación de piedras de amolar. A la madre le ha resbalado el camisón de dormir y deja en evidencia que, a pesar de todo, ella desde luego es una mujer. Llena de pudor, la hija le sugiere que se cubra. La madre obedece un tanto avergonzada. Erika se levanta y dice que tiene sed. La madre se da prisa para satisfacer este pequeño deseo. Teme que, para ha¬cerle la contra, mañana Erika vaya a comprarse otro vestido. La madre coge un zumo de manzana de la nevera, comprado en una oferta; si no fuera así, no estaría ahí, por-que la madre ya no suele acarrear a casa esas pesadas botellas. Habi-tualmente compra un con¬centrado de frambuesas que dura más y exige el mínimo esfuerzo. El concentrado puede diluirse con agua semana tras semana. La madre dice que por fin se morirá pronto, que ya lo desea. La hija su¬giere que no exagere tanto. Ya está harta de las cons-tantes lamenta¬ciones acerca de una muerte próxima. La madre quiere comenzar a llorar, lo que le daría una victoria por k.o. en el tercer asal-to o, en el peor de los casos, una victoria por retirada. Pero Erika lo im-pide en atención a la hora.
Erika sólo desea beber el zumo e irse de una vez a la cama. La ma¬dre ha de hacer lo mismo, pero en su lado de la cama. ¡No ha de dirigirle la palabra a Erika! Erika no le perdonará tan fácilmente a la madre que la haya asaltado de esa forma, a ella, que venía tan tran¬quilamente de vuelta del concierto de música de cámara. Erika no quiere ducharse. Di-ce que no se duchará porque las tuberías resona¬rían en todo el edificio. Se tiende tal cual junto a la madre. Hoy se le han quemado uno, dos fusibles, pero en todo caso ha vuelto a casa. Dado que los fusibles pa-recen ser aparatos de escasa utilidad, Erika no se percata de inmediato de que hay dos que han saltado. Se acuesta y se duerme de inmediato, pero después de haber dado las buenas noches sin recibir respuesta. La madre permanece largo tiempo en vela y se pregunta por qué la hija se habrá dormido in¬mediatamente y sin ninguna señal de culpa. La hija debería haberse dado cuenta de que sus buenas noches fueron ignora-das a conciencia por la madre. En un día normal yacerían unos diez mi-nutos una junto a la otra sin moverse y cocinándose en su propia salsa, meti¬das en su cacerola; a continuación vendría la inevitable reconcilia¬ción, a la que seguiría un sermón a media voz y especialmente pro¬longado, para concluir con un beso de buenas noches. Pero hoy Erika simplemente se ha quedado dormida, ha huido con sus sueños, que la madre no conocerá porque al día siguiente no se los contará. La madre intuye que debe poner el máximo cuidado en los próxi¬mos días, sema-nas, e incluso en los próximos meses. Esto la tendrá despierta durante horas, hasta el amanecer.
Los que saben de arte suelen decir que, en los días en que Bach com-puso los seis conciertos de Brandemburgo, las estrellas se habían re-unido a bailar en el firmamento. Cada vez que esta gente habla de Bach, aluden a Dios y a su morada. Erika Kohut ha debido reem¬plazar en el piano a una estudiante a la que le sangraba la nariz y que tuvo que recostarse con un manojo de llaves en la nuca. Ésta yace sobre una colchoneta de gimnasia. Flautas y violines completan la orquesta, lo que resulta un singularísimo conjunto para los con¬ciertos de Brandem-burgo que, como se sabe, pueden ser ejecutados de forma muy diversa en lo que se refiere a la composición de la orquesta. Siempre aparecen los más diversos instrumentos, ¡en una ocasión incluso con flautas dul-ces!
En el séquito de Erika se halla Walter Klemmer, que ha emprendido una nueva ofensiva. Ha tomado posesión de una esquina de la sala del gimnasio y ahí se ha sentado. Ésa es su propia sala de audición y escu-cha el ensayo de la orquesta de cámara. Simula mirar la partitu¬ra pen-sando profundamente, pero en verdad lo único que tiene en la mirilla es a Erika. No deja que se le escape ni un solo movimiento; no lo hace con el fin de aprender algo, sino para poner nerviosa a la concertista utili-zando un típico procedimiento masculino. Mira im¬pertérrito a la profeso-ra, pero lo hace de forma provocativa. Como hombre, quiere ser una provocación viviente que no pueda resistir nadie más que la más fuerte de las mujeres y artistas. Erika le pre¬gunta si no quiere hacerse cargo de la parte del piano. Dice que no, no, e intercala una pausa significati-va entre estos dos monosílabos; de este modo pretende acotar algo tá-cito. Reacciona con un expresi¬vo silencio al comentario de Erika, de que el maestro no se hace sino a partir del ejercicio. Klemmer saluda a una chica que conoce dándole un juguetón beso en la mano, y enseguida se ríe con otra chica sobre algo baladí.
Erika percibe el vacío espiritual que emanan estas muchachas que muy pronto acabarán por aburrir al hombre. Un rostro bello se agota antes de lo que uno se lo imagina.
Klemmer –el héroe trágico, que de hecho es demasiado joven para el papel, mientras que Erika ya está demasiado madura para actuar como la inocente que recibe una ofrenda– deja correr los dedos sobre las no-tas de la partitura. Cualquiera se daría cuenta al primer vistazo de que está empeñado en componer una Ofrenda Musical y no es un simple pa-rásito musical. También él es un pianista en activo que no entra en ac-ción debido a desfavorables razones circunstan¬ciales. Por un instante Klemmer le pone el brazo sobre los hombros a una tercera chica; se trata de una muchacha que lleva minifalda, una prenda que ha vuelto a ponerse de moda. No parece cargar ni con el más irrelevante de los pensamientos. Erika piensa: si Klem¬mer está dispuesto a caer tan bajo, pues allá él, por favor, adelante, pero yo no lo acompañaré por ese ca-mino. Su piel se encoge como si le echaran limón. Le duele la vista por-que sólo alcanza a ver todo esto con el rabillo del ojo; desde luego que no puede darse vuelta en dirección a Klemmer. El no debe percatarse por ningún motivo de que es el objeto de su atención. Ahora le hace una broma a la terce¬ra chica; ésta da brinquitos por la presión de la ri-sa y muestra las piernas hasta donde terminan y pasan a formar parte del tronco. La chica está bañada por el sol. La constante práctica del pi-ragüismo ha dejado un color saludable en las mejillas de Klemmer; su cabello claro luce junto al cabello largo de la muchacha. Cuando hace de¬portes, Klemmer se protege la cabeza con un casco. Le cuenta un chiste a la chica haciendo que sus ojos brillen azules, de forma inter¬mitente, como las luces traseras de un coche. Él percibe a cada ins¬tante la presencia de Erika. Sus ojos no dan señales de un frenazo. Sí, es in-equívoco que Klemmer se halla inmerso en una nueva ma¬niobra de ataque. Está envalentonado; el viento, el agua, las rocas y las olas le han sugerido que persista durante un tiempo, después de que estuvo a punto de desistir y dedicarse a arrancar flores más jó¬venes que Erika; son evidentes las señales de titubeo y reblandeci¬miento que manifiesta la amada secreta. Si al menos en una ocasión pudiera sentarla en la canoa... –a la primera no tiene que ser en la piragua, famosa por su di-fícil manejo. También podría ser en una barcaza quieta. Ahí, en un lago Klemmer se sentiría en su elemento. Ahí podría ejercer su dominio so-bre ella, porque en el agua se siente como en su casa. Podría dirigir y coordinar los nerviosos movimien¬tos de Erika. Aquí, delante del teclado, en el ámbito de la música es ella la que está en su elemento, y además está el director que tam¬bién dirige –un húngaro refugiado que mira fu-ribundo a la orques¬ta de los estudiantes.
Dado que define como atracción aquello que lo une a Erika, Klem¬mer no desiste; se pone tenso, con las patas delanteras sondea el te¬rreno y dispone las traseras para seguir alerta. Casi se le escapa o él estuvo a punto de desistir por falta de éxito. Esto habría sido un craso error. Ahora la encuentra físicamente más definida, más accesi¬ble que hace un año, ahí, picoteando sobre las teclas y lanzando miradas inseguras hacia el alumno, que a su vez no se va, pero que tampoco se le acerca y le dice cuánto le quema la hoguera que lleva dentro de sí. En lo que se refiere al análisis musical de lo que están tocando, no parece estar muy enterado. Está ahí. ¿Ha venido por ella? En el grupo de los músi-cos hay muchachas jóvenes y bellas, de todas las formas deseables, de todos los colores y tamaños. Erika no da ninguna muestra de haberse percatado de la presencia de Klem¬mer y eso la hace sospechosa. Eso la hace extraña y, al mismo tiem¬po, para Klemmer es una señal de que lo ha visto sólo a él, desde el comienzo. Aparte de la música, para Erika no existe nada más que Klemmer, ella ama la música. Como buen co-nocedor, Klemmer no da crédito a lo que parece querer expresar el ros-tro de la mujer: rechazo. Él es el único que tiene derecho a abrir la reja de la pradera en la que está inscrito «Prohibido el paso bajo multa». Erika sacude un hilo perlado del puño de su blusa y se le nota que está cargada de prisas. Quizá las prisas sean resultado de la irrupción de la pri¬mavera; ésta se manifiesta desde hace tiempo a través de una ma-yor presencia de pájaros y por la desmesura de los automovilistas, que durante el invierno han tenido guardado el coche por consideraciones técnicas relativas a la salud y de carácter general, y ahora vuel¬ven a aparecer junto con las campanillas de invierno y, como han perdido el ejercicio, provocan accidentes espantosos. Erika toca me¬cánicamente la sencilla partitura del piano. Sus pensamientos se ale¬jan rumbo a un viaje de estudios pianísticos con el discípulo Klem¬mer. Sólo ella, él, una pequeña habitación de hotel y el amor. Entonces viene un camión que carga con todos los pensamientos y los descarga en una pequeña vi-vienda para dos. Antes de que acabe el día, los pensamientos deberán volver a estar en el sitio que les corresponde, en el nidito que ha sido amorosamente acolchonado por la madre y cubierto con ropa recién la-vada; así, la juventud se arrellana junto a la vejez.
El señor Nemeth vuelve a dar golpecitos. No le parece que los violines estén tocando con tanta suavidad como deberían. Por favor, de nuevo desde la letra B. En ese instante retorna ya recuperada la de la sangre de narices, pide su lugar en el piano y exige también sus derechos co-mo solista, puesto que se los ha ganado en una dura competencia. Es una de las alumnas favoritas de la señora profesora Kohut; también ella tiene una madre que se empeña por sacar ade¬lante las ambiciones de la hija.
La muchacha toma el lugar de Erika. Walter Klemmer le hace un gui-ño de aliento a la muchacha y presta atención a la reacción de Erika. Antes de que el señor Nemeth alcance a coger la batuta, Erika sale a toda prisa de la sala. Klemmer, su fiel seguidor y un conocido velocista en cuestiones de arte y de amor, también da un salto, pre¬tende mante-ner la nariz pegada al carro. Pero una mirada del direc¬tor devuelve al espectador Klemmer a su asiento. El estudiante ha de decidirse si quie-re quedarse o salir, una de dos, pero lo que decida ha de ser definitivo.
Las cuerdas atacan con el brazo derecho sobre el arco y rascan con vehemencia. El piano sale al trote a la pista y hace unos movimien¬tos de cadera, unos cuantos ágiles pasos de baile, ejecuta una rebus¬cada pieza de arte de alta escuela que no figura en la partitura, sino que ha sido elaborada durante largas noches de trabajo; la pianista es ilumina-da con un foco rosado y va de un lado para otro del he¬miciclo con ufana gracia. El señor Klemmer deberá quedarse senta¬do y esperar hasta que el director haga la próxima interrupción. Esta vez el maestro quiere to-car la pieza completa, pase lo que pase, a no ser, desde luego, que al-guno se desenganche. Pero esto se supone que no ocurrirá, ya que es-tamos entre músicos adultos. La orquesta infantil y los grupos del coro escolar –un rompecabezas multicolor de todos los coros escolares– aca-baron su ensayo a las cuatro. Es¬taban tocando una composición del di-rector del curso de flauta con un solo de voz ejecutado por el conjunto de las maestras de canto de todas las filiales de la escuela de música, esas sucursales del con¬servatorio central. Una obra atrevida, con alter-nancia de ritmos pa¬res e impares y que acaba por hacer que se meen desconcertados los más pequeños.
Ahora, al fin, se desfogan musicalmente los futuros profesionales. La nueva generación para la orquesta de Baja Austria, para la ópera pro-vincial, para la orquesta de la televisión austriaca. Incluso para la filar-mónica, siempre y cuando el estudiante cuente allí con algún pariente de sexo masculino.
Klemmer está sentado anidando sobre el Bach. Pero está como una gallina clueca que no se interesa demasiado por su huevo. ¿Volverá pronto Erika? ¿Se habrá ido a lavar las manos? No conoce el edifi¬cio. Pero no puede dejar de intercambiar guiños de saludo con las bellas compañeras. Quiere hacer justicia a su fama de donjuán. Hoy el ensayo tuvo que hacerse en estas salas provisorias. Todas las salas de actos del conservatorio están ocupadas por el curso de ópera con una preten-ciosa misión imposible (Fígaro, de Mozart). Una escuela superior, con la que se cultivan buenas relaciones, ha prestado el gimnasio para el en-sayo del Bach. Los aparatos de gimnasia han sido retirados hacia los la-dos, la cultura física ha cedido el paso a la alta cultura, por un día. En la planta alta de esta escuela superior, que se cuenta entre las que otrora pertenecieron al campo de acción de Schubert, se halla la escuela musi-cal del distrito, pero las salas de ésta son demasiado pequeñas para un ensayo. Los estudiantes de música de esta sección tienen hoy la oca-sión de asistir al ensayo de la famosa orquesta del conservatorio. Son pocos los que aprovechan la oportunidad. Ello ha de facilitarles la futura elección de su profesión. Aquí descubren que las manos no sólo sir¬ven para atacar con torpeza, sino que también pueden deslizarse suave-mente sobre las cuerdas. Los destinos profesionales de carpin¬tero o de profesor universitario se hallan a gran distancia. Los estu¬diantes están sentados en sillas y sobre colchonetas, en actitud con¬templativa y con los oídos bien abiertos. Ninguno de los padres de estos niños piensa que su hijo debiera llegar a ser carpintero. Pero el niño tampoco ha de pensar que la vida de un músico es Jauja. Por ahora, el niño ha de sa-crificar su tiempo libre a manera de ejer¬cicio. Walter Klemmer se de-prime en medio de un ambiente escolar al que ya no está acostumbra-do; ante Erika se siente nuevamente como un niño. Se consolida una relación alumno/maestra; la relación amante/amada aparece cada vez más lejana. Klemmer ni siquiera se atreve a poner en acción los codos para abrirse camino rápidamente hacia la salida. Erika ha escapado de él y ha cerrado la puerta sin esperarlo. El grupo orquestal frota cuerdas, sopla instrumentos de viento y machaca teclas. Los intérpretes ponen particular empeño porque, en general, ante un público de ignorantes, uno siempre se esfuerza más: éstos valoran los rostros con expresión atenta y gestos de concentración. Es así como la orquesta lleva a cabo su quehacer de manera más seria que de costumbre. El muro del soni-do se cierra delante de Klemmer; son incluso razones relacionadas con su carrera musical las que le impiden romperlo. De lo contrario, el se-ñor Nemeth quizá lo rechazara como solista para el próximo gran con-cierto de fin de curso, para el cual está nominado. Un concierto de Mo-zart. Mientras Walter Klemmer mata el tiempo en el gimnasio calculan-do las medidas femeninas y comparándolas unas con otras, algo que no presenta dificultades para un técnico, la profesora de piano investiga indecisa en el vestuario. Hoy éste está repleto de estuches de ins¬trumentos, fundas, abrigos, gorros, bufandas y guantes. Los instru¬mentistas de viento se calientan la cabeza, los pianistas y los ins¬trumentistas de cuerdas, las manos, cada uno, según cuál sea la parte de su cuerpo con la que produce la magia del sonido. Tirados por el suelo hay un sinnúmero de pares de zapatos, porque al gimnasio sólo se puede entrar con zapatillas de gimnasia. Algunos han olvida¬do las zapatillas de gimnasia y están ahí en medias o calcetas, por lo que se acatarrarán.
De lejos la profesora de piano oye el estrépito de una catarata ba-chiana. Erika se encuentra aquí sobre un suelo destinado a la prác¬tica regular del deporte y no sabe con certeza qué hace en este lugar ni por qué ha salido disparada de la sala de ensayos. ¿Habrá sido Klemmer el que la ha forzado a salir? Es insoportable la forma en que revuelca a esas muchachitas sobre el mostrador de la sección de artículos de pla-cer. Si se le preguntara, se escabulliría argumentando que él, como buen conocedor, es capaz de valorar la belleza femeni¬na de todas las edades y categorías. Es una ofensa para la profesora, que se ha tomado el trabajo de escapar de un sentimiento. Frecuentemente la música ha consolado a Erika en situaciones de necesidad, pero hoy no hace más que maltratar sus sensibles termi¬naciones nerviosas, que han sido de-jadas al descubierto por este hombre, Klemmer. Ha ido a parar a un pequeño bar, polvoriento y sin calefacción. Quiere ir a donde están los demás, pero se le cierra el paso; se le interpone un camarero fornido y le sugiere a la buena señora que se decida de una vez, de lo contrario cerrará la cocina. ¿Sopa de panqueques o de albóndigas de hígado? Las emociones son algo ridículo, sobre todo cuando caen en las manos que no corres¬ponden. Erika mide el espacio maloliente como una extraña zancuda en el zoológico de las necesidades ocultas. Se obliga a la ma-yor len¬titud en la esperanza de que se acerque alguien y la detenga. O qui¬zá en la esperanza de que alguien la interrumpa durante la ejecu¬ción de la maldad y deba sufrir las debidas consecuencias: un túnel con apli-caciones de terribles artefactos agudos a través del que se vería obliga-da a correr a toda velocidad en plena oscuridad. No se vislumbra luz al-guna en el otro extremo. Y, ¿dónde estará el inte¬rruptor de los nichos en los que, para casos de emergencia, se oculta el personal de guardia?
Sólo sabe que en el otro extremo se encuentra la arena resplande-cien¬te, donde la esperan otros ejercicios de domador y pruebas de ren¬dimiento. Graderías de piedra que se elevan en forma de un anfitea¬tro, desde las cuales llueven sobre ella cáscaras de cacahuetes, bol¬sas de palomitas, botellas de bebidas con pajillas torcidas y rollos de papel higiénico. Este sería su verdadero público. En el gimnasio grita el señor Nemeth que toquen más fuerte. Forte ¡Más volumen!
El lavamanos es de loza y está completamente resquebrajado. Arriba, un espejo. Debajo del espejo, una repisa de vidrio puesta sobre un so-porte de metal. En un anillo hay un vaso para beber agua. El vaso ha sido puesto allí sin ciudado alguno, como un obje¬to inerte. El vaso está donde está. En su base aún queda una gota de agua que poco a poco se secará al aire. Seguramente algún estudiante ha bebido de él hace poco rato. Erika busca afanada un pañuelo en los bolsillos de los abri-gos y los chaquetones; enseguida lo encuen¬tra. Un producto de los tiempos de la gripe y el catarro. Erika toma el vaso con el pañuelo y lo envuelve. El vaso con sus innumerables huellas digitales de torpes ma-nos infantiles queda completamente cubierto por el pañuelo. Erika pone el vaso con su envoltorio en el suelo y le da un fuerte golpe con el ta-cón. Se astilla haciendo un sonido apagado. Enseguida da una par de pisotones más sobre el vaso destrozado, hasta que queda hecho trizas, pero no un amasijo informe. ¡Las astillas no han de ser demasiado pe-queñas! Deben poder cortar con fuerza. Recoge del suelo el pañuelo con su cortan¬te contenido y desliza cuidadosamente las astillas en el bolsillo de un abrigo. El vaso de vidrio delgado, de mala calidad, ha de-jado trozos crueles y cortantes. Los estridentes gemidos de dolor del vaso han sido apagados por el pañuelo.
Erika reconoce perfectamente el abrigo, tanto por su color chillón, muy de moda, como también por el estilo mini, que vuelve a estar de moda. Al comenzar el ensayo, esta muchacha había hecho inten¬tos de acercamientos íntimos con Walter Klemmer, el que se alzaba como una torre por encima, de ella. A Erika le gustaría saber con qué se pavonea-rá esta muchacha una vez que tenga la mano herida. Su cara quedará deformada por una fea mueca de dolor en la que ya nadie podrá reco-nocer su juventud y belleza. El espíritu de Erika triunfará sobre las ven-tajas del cuerpo.
Por orden de su madre Erika debió saltarse la fase número uno de los vestidos mini. La madre había encubierto la orden de llevar vestidos largos diciendo que a Erika no le sentaba bien esa moda. En aquella época todas las muchachas habían acortado sus faldas, trajes y abri¬gos, haciéndoles un nuevo doblez. O simplemente ya se compraban prendas más cortas. El tiempo traía consigo largas piernas desnudas de mucha-chas, pero, por orden de la madre, Erika se saltó esa fase, ella dio un salto en el tiempo. A todos, quisieran oírla o no, tenía que explicarles: ¡personalmente eso no me va y personalmente no me gusta! Enseguida echaba una carrera para dar un salto de altura por encima del espacio y del tiempo. Disparada por la catapulta materna. Desde las alturas solía mirar hacia abajo y, con severos criterios ela¬borados durante largas no-ches de cavilaciones, juzgaba los muslos desnudos hasta el no va más y ¡aún más! Daba calificaciones indivi¬duales a todo tipo de piernas, ya fueran aquellas con leotardos de encaje o las de desnudez veraniega –lo que era aún peor. Después, Erika comentaba a diestra y siniestra: si yo fuera tal y tal, ¡jamás me atrevería a algo así! Erika describía con lu-jo de detalles por qué eran muy pocas las que podían permitírselo des-de el punto de vista de su figura. A continuación retomaba su camino, más allá del tiempo y sus modas, con el atemporal vestido a la altura de las rodillas, como se solía decir. Y, a pesar de ello, fue presa antes que otras de las im¬placables cuchillas de la rueda del tiempo. Ella cree que no se debe seguir la moda como un esclavo, sino que la moda ha de acomodarse como un esclavo a lo que personalmente sienta bien y lo que no. Esta flautista, maquillada como un payaso, ha estado calen-tando a su Walter Klemmer con los muslos al aire. Erika sabe que la mucha¬cha es una estudiante que va muy a la moda y que es envidiada por muchas otras. En el momento en que Erika introduce malintencio¬nadamente los vidrios del vaso quebrado en el bolsillo de su abrigo, pa-sa por su cabeza el pensamiento de que por ningún precio querría vol-ver a vivir su propia juventud. Se alegra de tener la, edad que tiene, ha podido sustituir oportunamente la juventud por la expe¬riencia.
Durante todo este tiempo no entró nadie, aun cuando el riesgo era al-to. Todos participan del entusiasmo musical en la sala. La alegría, o aquello que Bach entendía por alegría, invade hasta los últimos rinco-nes y se encarama por los pasamanos de las escaleras. El final está próximo. Caminando a toda velocidad, Erika abre la puerta y retorna a la sala. Se frota las manos como si se las hubiera lavado hace un ins-tante y se acomoda en silencio en un rincón. Desde lue¬go que ella, co-mo miembro del cuerpo docente, puede abrir la puer¬ta aunque el arro-yo bachiano siga brotando. El señor Klemmer se percata de su retorno con destellos en los ojos, los que de por sí son ya muy brillantes. Erika lo ignora. Intenta saludar a su profesora, igual que un niño a san Nico-lás. La búsqueda de los regalos provo¬ca más placer que encontrarlos, eso es lo que le ocurre a Walter Klemmer con esta mujer. Para el hom-bre, la caza es una diversión mayor que el hecho de llegar a la inevita-ble unión. La cuestión es sólo cuándo. Klemmer todavía tiene aprensio-nes por la maldita dife¬rencia de edad. Pero, dado que él es hombre, re-cupera sin problemas los diez años de ventaja que le lleva Erika. Por lo demás, el valor femenino disminuye de forma irrevocable en la misma medida en que aumentan los años y la inteligencia. El técnico que hay dentro de Klemmer realiza todos estos cálculos y la suma final da como resultado que a Erika le queda un tiempo brevísimo antes de ir a parar al foso. Walter Klemmer se desinhibe a medida que va descubriendo las arrugas en la cara y en el cuerpo de Erika. Se inhibe cuando ella le ex-plica algo frente al piano. Pero, para el resultado final, lo único que cuenta son arrugas, rollos, celulitis, canas, ojeras, porosidad, dientes falsos, lentes y pérdida de figura. Por fortuna Erika no se ha ido a casa antes de la hora, como suele ocurrir con alguna frecuencia. A ella le gusta despedirse a la france¬sa. Antes de partir jamás hace un gesto de advertencia, ni siquiera una señal son la mano. Parte repentinamente, se esfuma, desaparece. En los días en que se le escabulle, Walter Klemmer suele poner El viaje de invierno en el tocadiscos; escucha y tararea la melodía du¬rante largo rato. Al día siguiente le cuenta a su profesora que sólo el más triste de los ciclos de heder de Schubert con-sigue aplacar el estado de ánimo en el que una vez más me hallaba sumido ayer ex¬clusivamente a causa de usted, Erika. Algo vibraba en mi interior con Schubert; quizá también él se haya sentido tan conmo-vido cuando escribió Soledad como me sentía yo ayer. En cierta forma, sufríamos al mismo ritmo, Schubert y mi modesta persona. Es cierto que yo soy pequeño e insignificante comparado con Schubert. Pero, en tardes como la de ayer, la comparación con Schubert me benefi¬cia. En general, por desgracia, tengo una actitud más bien superficial; ya ve usted que lo reconozco con toda honestidad, Erika. Erika le ordena a Klemmer que no la mire de esa manera. Pero Klem¬mer sigue sin ocultar sus deseos. Juntos están unidos como dos lar¬vas gemelas en un capu-llo. El delicado tejido que los envuelve está hecho de ambición, ambi-ción, ambición y ambición, y está suspendi¬do ingrávido en los esquele-tos de sus deseos y apetitos físicos. Sólo a partir de sus deseos cobran realidad uno para el otro. Sólo a partir de este deseo de penetrar y ser penetrado llegan a ser la persona Klemmer y la persona Kohut. Dos piezas de carne en el escaparate bien refrigerado de un carnicero de los suburbios, con el corte rosa¬do mirando al público; y, después de largas cavilaciones, el ama de casa pide medio kilo de ésta y además un kilo de ésa. Ambas son envueltas en un papel apergaminado que no se im-pregna de grasa. La clienta mete la compra en una bolsa mugrienta cu-bierta con un plás¬tico que jamás ha sido limpiado. Y los dos trozos, el filete y las lonjas de cerdo, se acoplan casi con intimidad, rojo oscuro el prime¬ro, rosado el otro.
En mí encuentra usted el límite en el que se quiebra su voluntad, por-que usted jamás me sobrepasará, ¡señor Klemmer! Y el interpela¬do contradice vivamente marcando, a su vez, límites y medidas. Entretan-to en los vestuarios ha estallado un caos de pisotones y empujones. Al-gunas voces se lamentan de que no encuentran esto y lo otro que habí-an dejado ahí y ahí. Otros chillan que tal y tal les debe dinero. Con es-trépito cruje el estuche de un violín bajo los pies de un muchacho que desde luego no ha comprado el estuche, de lo contrario lo trataría con más cuidado, tal como se lo exigen sus padres. Dos americanas gorjean en contrapunto sus impresiones musicales de algo que les parecía un tanto distorsionado por algo que no saben qué era, quizá fuera la acús-tica. En cualquier caso, algo las había molestado.
En ese momento un grito cruza el espacio y del bolsillo de un abri¬go sale una mano herida y cubierta de sangre. ¡La sangre gotea so¬bre el abrigo nuevo! Deja enormes manchones. La muchacha a la que le per-tenece la mano grita asustada y llora del dolor que siente en ese ins-tante, vale decir, después de un segundo de sobresalto; pri¬mero sintió el dolor del corte y enseguida no sintió nada. Este órga¬no herido de la flautista deberá ser suturado; en esta mano con la que oprime y suelta las llaves de la flauta se han incrustado frag¬mentos y astillas de vidrio. Fuera de sí la adolescente mira su mano que gotea, mientras por sus mejillas corre el rimel de las pestañas y la sombra de los párpados. El público enmudece y, a continua¬ción, de todos lados se agolpan hacia el centro como una catarata que ha recuperado con creces sus fuerzas. Como viruta de hierro, al activar un campo magnético. De nada les sir-ve apiñarse en torno a la víctima. Con ello no resuelven nada ni tampo-co establecen un con¬tacto místico con la víctima. Son dispersados con rudeza y el señor Nemeth toma el mando haciendo llamar a un médico. Tres estudian¬tes modelo parten a toda velocidad a hablar por teléfono. Los demás permanecen como espectadores, sin saber que en última instancia ha sido el deseo en una de sus formas más desagradables lo que ha pro¬vocado este hecho. Son incapaces de imaginarse quién sería capaz de algo así. Ellos nunca podrían cometer un atentado como éste.
Un grupo dispuesto a ayudar se concentra creando un resistente bolo de restos alimenticios que será vomitado dentro de poco. Ningu¬no se mueve, todos quieren verlo todo hasta en sus últimos detalles. La mu-chacha debe sentarse porque está descompuesta. Quizás al fin pueda poner término al majadero estudio de la flauta. Erika simula malestar y malhumor por la cercanía de la erupción de sangre.
Ocurre todo lo que puede ocurrir ante un accidente. Algunos lla¬man por teléfono únicamente porque también otros lo hacen. Un buen nú-mero grita a voz en cuello pidiendo silencio, pero son pocos los que se quedan en silencio. Se empujan unos contra otros obstru¬yéndose la vis-ta. Acusan a personas absolutamente inocentes. No prestan atención a las órdenes. Una y otra vez ignoran que se les ha pedido que hagan si-tio y guarden silencio y compostura ante un hecho tan terrible. Y otros, dos o tres estudiantes, se comportan contraviniendo las normas del más elemental respeto. Los mejor educados o más indiferentes se han retirado hacia los lados y desde ahí se preguntan quién podría ser el culpable. Uno sugiere que la muchacha se ha herido a sí misma para llamar la atención. Otro lo niega enérgicamente y difunde el rumor de que habría sido un novio celoso. Un tercero dice que, en principio, lo de los celos es verdad, pero que pudo haber sido una muchacha celosa. Uno al que acusan injustamente comienza a vociferar. Una a la que acusan injustamente comienza a lloriquear. Un grupo de estudiantes evita que se apliquen las medidas que dicta la razón. Alguien recha¬za enfáticamente una acusación, imitando la modalidad que utilizan los po-líticos en la televisión. El señor Nemeth pide silencio y es interrumpido por la sirena de la ambulancia. Erika Kohut lo mira todo con atención y se va. Walter Klemmer mira a Erika Kohut como un animal recién naci-do que reconoce la fuente de su alimento y, tan pronto ella parte, la si-gue casi pisándole los talones.
Los peldaños de las escaleras, maltratadas ya por furiosas pisadas de niños, suenan con estrépito bajo la suela de los cómodos zapatos de Erika. Van desapareciendo detrás de ella. Erika desaparece en las altu-ras. Entre tanto, en el gimnasio se han formado grupos que ex¬presan sospechas. Y sugieren qué camino seguir. Opinan acerca de posibles grupos de malhechores y crean cadenas para rastrear el te¬rritorio. Este ovillo humano no se desenredará tan pronto. Será sólo bastante más tarde cuando comience a desintegrarse porque los jóvenes músicos de-ben irse a casa. Por ahora siguen intensamente ocupados con la des-gracia que por suerte no los ha afectado a ellos
mismos.
Pero más de alguno piensa que él será el siguiente. Erika va a toda prisa hacia arriba por las escaleras. Cualquiera que la vea huir pen¬sará que se ha sentido mal. Su universo musical no sabe de heridas. Sim-plemente la ha sorprendido el conocido apremio de tener que orinar en el momento más inoportuno. La necesidad corre por sus piernas hacia abajo, por ello ha salido disparada hacia arriba. Busca un water en la última planta porque ahí nadie sorprenderá a la pro¬fesora satisfaciendo una vulgar necesidad física. Al azar abre una puerta; no conoce el edifi-cio. Pero tiene experien¬cia con puertas de water, ya que con frecuencia se ve obligada a buscarlas en los lugares más increíbles. En edificios o en oficinas desconocidas. La puerta, ya muy desgastada, pone en evi-dencia que se trata de uno de los servicios de esta escuela. El hedor a orines de niño es otra señal inequívoca.
Los servicios para los profesores sólo pueden abrirse con una llave especial y cuentan con dispositivos higiénicos e instalaciones especiales, lo mejor de lo mejor. Erika tiene la sensación poco musical de que re-ventará dentro de un instante. Lo único que desea es poder soltar un largo chorro caliente. Es frecuente que esta presión la sor¬prenda en los momentos más inapropiados, durante un concierto, cuando el pianista toca un pianissimo y además aplica la sordina.
Erika echa pestes contra la mala costumbre de muchos pianistas que son de la opinión, y además la defienden en público, de que la sordina sólo ha de utilizarse en pasajes con muy poco volumen. Sin embargo, las indicaciones del propio Beethoven son muy claras y apuntan en otra dirección. Así también opina Erika sobre la base de sus conocimientos artísticos, que están avalados por Beethoven. En su interior, Erika la-menta no haber podido disfrutar hasta el final el crimen cometido co-ntra la indecente muchacha. Se encuentra en el pequeño cuarto que antecede a los waters y la sorprende la inventiva del arquitecto o del decorador de interiores de un colegio. A la derecha hay una puerta enana que conduce a los urinarios de los varones. El olor parece proce-der de una fosa pesti¬lente. Junto a un muro pintado al óleo hay un sur-co esmaltado que corre a lo largo del suelo. Ahí hay una serie de desa-gües, algunos de los cuales están tapados. O sea que es aquí donde las hileras de hombrecitos suelen descargar sus chorros amarillentos, ya sea direc¬tamente hacia el desagüe o haciendo dibujos en la pared. Aún los puede ver en la pared.
Pegados en el surco hay también asuntos ajenos a su función: pape¬les, cáscaras de plátano, cáscaras de naranja, incluso un cuaderno. Eri-ka abre la ventana de par en par y abajo, a un lado, ve un friso artísti-co. Desde la perspectiva aérea de Erika se identifica en esta decoración del edificio algo que parece ser las figuras sentadas de un hombre y una mujer desnudos. Con el brazo, la mujer tiene cogi¬da a una pequeña niña vestida que está haciendo labores manuales. El hombre observa con evidente satisfacción a su hijo, también ves¬tido, que tiene un com-pás en la mano y parece estar resolviendo problemas científicos. Erika interpreta el friso como uno de esos monumentos rimbombantes dedi-cados a la política educacional de la socialdemocracia; no asoma dema-siado el cuerpo para que no le ocurra un accidente. Prefiere cerrar la ventana, porque el hedor pa¬rece haberse acentuado por el hecho de abrirla. Erika no puede de¬dicarle más tiempo al arte, tiene que seguir adelante.
Las niñas de la escuela acostumbran aligerarse detrás de un biom¬bo que se parece a las bambalinas de un escenario. Estos bastidores ape-nas permiten separar la serie de las cabinas. Como en las piscinas. En los biombos hay numerosos orificios de diverso tamaño y forma; Erika no acaba de comprender cómo han sido hechos. Las paredes divisorias están cortadas a la altura de los hombros de Erika. Por encima de ellas aparece su cabeza. Una escolar quizás alcance a ocultarse detrás de es-te biombo, pero no un miembro adulto del cuerpo docente. Los compa-ñeros y compañeras probablemente es¬pían a través de los orificios y ven de perfil la taza del water y a su ocupante. Si Erika se pone de pie detrás de esta pared divisoria, su cabeza aparece por arriba, como la de una jirafa que emerge de¬trás de un muro tratando de alcanzar una ra-ma muy alta. El sentido de este tipo de paredes también podría ser que, de este modo, un adulto puede fácilmente echar un vistazo y ver qué hace un niño durante tanto tiempo detrás de la puerta o si quizá se ha escondido. Erika se sienta de prisa sobre la taza embadurnada des-pués de levan¬tar la correspondiente protección de madera. Pero son muchos los que lo han hecho de la misma forma antes que ella, de mo-do que también la fría loza está cubierta de bacilos. En la taza flotaba algo que Erika ha preferido no examinar, tanta es su prisa. En la situa¬ción actual estaría dispuesta a sentarse incluso sobre una fosa repleta de serpientes. ¡Basta con que haya una puerta con cerrojo! Sin ce¬rrojo sería incapaz de hacer algo. El pestillo funciona y para Erika es como si activara una esclusa. Suspirando aliviada gira el picaporte y fuera apa-rece el segmento rojo que anuncia: ¡ocupado! Alguien abre la puerta y entra. No se deja intimidar por el entorno. Es inequívoco que se trata de los pasos de un hombre que se acerca, y queda en evidencia que son los pasos de Walter Klemmer, que ha seguido a Erika. También Klemmer va de un water al otro, lo que es inevitable si quiere encontrar a la persona amada. Ella lo ha estado rechazando durante meses, aun-que sabe que Klemmer es uno de los de rompe y rasga. Su deseo es que ella al fin se libere de sus repre¬siones. Que se desprenda de la per-sonalidad de profesora y se trans¬forme en un objeto, para de esta for-ma entregarse a él. Él se ocupará de todo. En este instante Klemmer es un concordato entre la buro¬cracia y el deseo. Un deseo que no conoce límites y, tal como él lo siente, que no se detiene ante nada. Hasta aquí la tarea que se ha impuesto Klemmer con respecto al cuerpo docente. Walter Klemmer se desprende de un velo llamado represión, uno llama-do pudor y otro llamado recato. Erika no podrá escapar más allá, a sus espaldas sólo queda el muro macizo. Él hará que Erika se olvide de oír y de mirar, sólo podrá oírlo y verlo a él. Después tirará las instrucciones de uso para que nadie más pueda hacer uso de Erika en esta forma. Pa-ra la mujer el asunto en este momento significa que: se acabaron las indefiniciones y las tribulaciones. No ha de seguir encerrada como Blan-canieves. Que se presente como un individuo libre delan¬te de Klemmer; él ya está enterado de todo lo que ella desea en secreto.
Klemmer pregunta: Erika, ¿está usted ahí? No hay respuesta, sólo se oye que en una de las cabinas va apagándose un murmullo, un ruido que poco a poco desaparece. Un carraspeo a medio contener. Es el que señala la dirección. Klemmer no recibe respuesta, lo que él podría in-terpretar como un desprecio. De forma inequívoca identifi¬ca la voz del carraspeo. A un hombre no le dará dos veces esa res¬puesta, dice Klemmer dirigiéndose al bosque de cabinas. Erika es profesora y al mismo tiempo es una niña. Si bien Klemmer es es¬tudiante, al mismo tiempo es el adulto de la pareja. Ha compren¬dido que, en esta situa-ción, él es la figura determinante, no su pro¬fesora. Klemmer asume de forma activa su nuevo rango; busca algo sobre lo que pueda encara-marse. Busca y rápidamente encuentra un mugriento cubo de latón en el que hay una fregona para la limpieza. Quita la fregona, lleva el cubo junto a la consabida cabina, le da vuelta, se sube en él y se estira por encima de la pared divisoria, detrás de la cual acaban de caer las últi-mas gotas. De ahí no sale más que un silencio de water. La mujer de-trás del biombo se sacude la falda para que Klemmer no reciba una imagen poco atractiva de ella. La parte superior del cuerpo de Klemmer aparece por encima de la puerta y se inclina hacia ella en actitud de exigir. Erika se ha puesto de un rojo intenso y no dice nada. Como una flor de tallo largo, Klemmer quita desde arriba el cerrojo de la puerta. Saca de allí a la profesora porque la ama, algo con lo que ella, en tér-minos generales, ha de estar de acuerdo. Ella le dará el visto bueno. Ambos protago¬nistas iniciarán el montaje de una escena de amor, ellos dos solos, sin comparsa, únicamente los protagonistas, la protagonista resis¬tiendo la pesada carga del protagonista.
De acuerdo con las circunstancias, Erika se desprende de su calidad de persona. Como un artículo de regalo envuelto en un polvoriento pa-pel de seda sobre un mantel blanco. Mientras la visita está pre¬sente, el regalo es girado y manipulado con amabilidad, pero tan pronto el por-tador del regalo se aleja, el paquete va a dar a un rin¬cón y todos acu-den a comer. El regalo no puede irse por sus pro¬pios medios, pero al menos durante un rato tiene el consuelo de no estar solo. Suenan los platos y las tazas, los cubiertos rasguñan la porcelana. Pero en ese ins-tante el paquete se da cuenta de que esos sonidos son producidos por un cassette que está sobre la mesa. Aplausos y sonidos de copas, ¡todo proviene de la cinta! Alguien viene y se hace cargo del paquete: Erika se deja ir con esa seguridad, alguien se ocupará de ella. Espera alguna señal u orden. Es para este día, no para el concierto, que ha estado es-tudiando tanto tiempo. Klemmer también tiene la alternativa de dejarla nuevamente ahí, sin utilizar, como castigo. Es su decisión sí hace uso de ella o no. La puede golpear con violencia. Pero también la puede sa-cudir e insta¬larla en una vitrina. Además, puede ocurrir que no la lave jamás, sino que simplemente le introduzca una y otra vez determinados lí¬quidos; sus bordes llegarían a estar embadurnados y pegajosos de tantas impresiones labiales. En el suelo, restos de azúcar de va¬rios dí-as.
Walter Klemmer saca a Erika de la cabina del water. La tironea. De partida le imprime un largo beso en la boca, algo que ya debía haber ocurrido hace tiempo. Le mordisquea los labios y sondea con la lengua en sus fauces. Retira la lengua después de un trabajo ago¬tador y le dice varías veces su nombre. Le dedica mucho empeño a este pedazo de Erika. Mete la mano por debajo de la falda, con lo cual toma conciencia de que al fin ha dado un gran paso adelante. Se atreve aún a más, ya que siente que ello está permitido en virtud de la pasión. Todo está permitido. Revuelve las entrañas de Erika como si quisiera sacárselas, disponerlas de otra forma; llega a un lí¬mite y se da cuenta de que con la mano no llegará más lejos. Jadea como si hubiera corrido durante mucho tiempo para llegar a este destino. Al menos ha de poder ofrecer-le sus esfuerzos a esta mujer. Es imposible penetrar en ella con toda la mano, pero quizá al menos lo consiga con uno o dos dedos. Dicho y hecho. Una vez que ha podido deslizar el índice hasta el no va más, crece por encima de sí mismo y mordisquea a Erika a diestra y sinies-tra. La cubre de sali¬va. La sostiene con la otra mano, lo que es innece-sario, ya que de todos modos la mujer permanece ahí de pie. Intenta meter la otra mano por debajo del jersey, pero el escote en V no es lo suficiente¬mente bajo. Además está esa maldita blusa blanca. En medio de su ira pellizca y oprime el vientre de Erika. La castiga por haberlo he¬cho hervir durante tanto tiempo, casi hasta el punto en que, en su propio perjuicio, habría llegado a desistir. Oye que Erika emite un ge-mido de dolor. De inmediato se aquieta, no le quiere hacer daño antes de que realmente entre en acción. Klemmer tiene una estupen¬da ocu-rrencia: quizá pueda llegar desde la cintura, por debajo del jersey y la blusa, o sea desde la otra dirección. Pero primero tiene que sacar el jer-sey y la blusa de la falda. El esfuerzo lo hace salivar con mayor fuerza. Varias veces ladra el nombre de Erika en su pro¬pia cara, algo innecesa-rio, ya que ella sabe su nombre. Pero, aunque ruge contra este muro rocoso, no recibe ningún tipo de respuesta. Erika está de pie y se apoya en Klemmer. Se avergüenza de la si¬tuación a la que se ha expuesto. La vergüenza es agradable. Esto incita a Klemmer, que entre gemidos se refriega en Erika. Cae de rodillas, pero sin soltar lo que tiene en sus manos. Se alza como un salvaje cogido a Erika, pero sólo para tomar nuevamente el ascensor hacia abajo deteniéndose en los lugares más atractivos. De beso en beso se pega a ella. Erika Kohut está apoyada en el suelo con los pies, como un instrumento que ha pasado por muchas manos y tie¬ne que negarse a sí misma porque de otro modo no sopor-taría el sinfín de labios diletantes que quieren llevársela a la boca. Des-ea que el estudiante se sienta completamente libre y que pueda irse cuando quiera. Ella pone todo su empeño en quedarse de pie donde él la deje. Su posición no variará ni un milímetro, él la encontrará en el mismo lugar en que la deje, para cuando quiera volver a ponerla en ac-ción. Ella comienza a dar algo de sí del recipiente sin fondo de su yo, que ya no estará vacío para el alumno. Es de esperar que com¬prenda las señales invisibles. Klemmer aplica toda la fuerza de su sexo para volcarla de espaldas en el suelo. Él caerá suave, pero para ella será du-ro. Exige de Erika llegar hasta el final. Hasta el final por¬que ambos sa-ben que en cualquier momento puede entrar alguien. Walter Klemmer le grita al oído algo completamente nuevo sobre su amor.
Delante de Erika aparecen las dos manos del brillante discípulo mode-lo. Desde dos lados se abren camino a través de ella. Se sor¬prenden de lo que han conseguido. El dueño de las manos es más fuerte que la pro-fesora; de ahí que ella recurra a una palabra tan manoseada: ¡espera! El no quiere esperar. Le explica por qué no. Solloza de deseo. Pero también llora porque está abrumado de que las cosas hayan resultado tan fáciles. Erika ha colaborado debida¬mente. Erika mantiene a Walter Klemmer a la distancia que le permiten sus brazos. Le saca la polla, que él ya tenía puesta a punto. Sólo falta el último toque maestro, porque el miembro ya está preparado. Alivia¬do de que Erika haya dado este difícil paso, Klemmer intenta acos¬tar a su maestra en el suelo. Erika debe oponer todo el peso de su persona para seguir de pie. Con el brazo esti-rado tiene a Klemmer cogido por el miembro, mientras él manotea al azar en torno a su sexo. Le advierte que se detenga, de lo contrarío lo abandonará. Debe repetírselo varias veces, ya que su voluntad repenti-namente ha recuperado su superioridad y tarda en llegar hasta él en medio de su tremendo afán de follar. Su cabeza parece obnubilada por furiosas intenciones. Duda. Se pregunta si ha entendido mal. Ni en la música ni en ningún otro ámbito se suele despachar sin más al hombre em¬peñado en su tarea. Esta mujer; ni una chispa de entrega. Erika co¬mienza a amasar la raíz roja que tiene entre sus dedos. Ella se per¬mite algo que le prohibe al hombre. No ha de hacer nada más en ella. La ra-zón más elemental le indica a Klemmer que no debe dejar¬se sacudir; mal que mal, ¡él es el jinete, ella el caballo! Interrumpirá de inmediato la masturbación si no deja de pastar con las manos en su suculenta pradera. Él se percata de que es más agradable experi¬mentar sensacio-nes que hacer que otro las experimente, de modo que obedece. Des-pués de varios intentos fallidos, deja caer las ma¬nos. Incrédulo, mira su órgano, que parece haberse independizado de él, encabritado en las manos de Erika. Le exige que la mire a ella y no el tamaño que ha al-canzado su pene. Que no mida ni haga comparaciones con otros; ésta es una medida que sólo tiene validez para él. Pequeño o grande, a ella le basta. Él se siente incómodo. No tiene nada que hacer mientras ella lo manipula. Tendría más sentido al revés, y así es como suele ser en las clases. Erika lo mantiene a distancia. Un profundo abismo de unos diecisiete centímetros de polla, además del brazo de Erika y diez años de diferencia de edad se interponen entre sus cuerpos. En lo fundamen-tal, el vicio es siem¬pre sinónimo de amor por el fracaso. Y Erika siempre ha estado orientada en función del éxito, pero, aun así, jamás lo ha conseguido. Klemmer intenta coger un atajo, esta vez quiere llegar a ella por un camino interior y la llama varias veces por su nombre. Da manota¬zos en el aire y vuelve a incursionar en territorio prohibido, por si ella le permite abrir el negro monte de su festival. Él profetiza que ella, en verdad, que los dos lo pasarían mucho mejor, y ya se pone en campaña. Su miembro hinchado da sacudones. Da golpes para uno y otro lado. Por un instante se ve obligado a ocuparse más de su apéndi-ce y descuida a Érika. Ella le ordena que se calle y que por ningún mo-tivo la toque. De lo contrario se irá. El alumno está de pie frente a la profesora, con las piernas ligeramente abiertas, y aún no vislumbra el final. Perturbado se entrega a la voluntad ajena, como si se tratara de indicaciones referentes al Carnaval de Schumann o a la sonata de Pro-kofiev, que ha estado estudiando precisa¬mente en esos días. En actitud de desamparo pone las manos junto a la costura del pantalón porque no se le ocurre otro lugar. Su silueta aparece deformada por el pene que sobresale como un buen chico, esta protuberancia que parece que-rer echar raíces en el aire. Fuera, oscurece. Por suerte, Érika está junto al interruptor de la luz. La enciende. Estudia el color y la textura de la polla de Klemmer. Introduce las uñas debajo del prepucio y le prohibe a Klemmer que emita cualquier sonido, sea de placer o de dolor. El alum-no busca una posición más tensa para poder resistir más tiempo. Junta los muslos y contrae los músculos de las nalgas hasta sentirlos duros como piedra.
¡Por favor, que no acabe en este preciso momento! Poco a poco Klemmer comienza a disfrutar tanto de la situación como de la sen¬sación de su cuerpo. A falta de actividad, dice frases amorosas, hasta que ella lo hace callar. La profesora le prohibe al alumno, por última vez, que diga cualquier cosa, da igual si tiene que ver con el asunto o no. ¿Acaso no la ha entendido? Klemmer se queja porque ella trata sin cuidado su bello órgano amoroso en toda su longitud. Ella le hace daño intencionadamente. En la parte superior abre un orificio que conduce al interior de Klemmer y el cual es alimentado por diversos conductos. El orificio inspira y está a la espera del mo¬mento de la explosión. Éste pa-rece haber llegado, ya que Klemmer emite los habituales gritos de alarma sin poder retenerse. Insiste en que hace todo lo que puede pero que ya no resiste más. Erika le hinca los dientes sobre la cabeza de la polla, que no por eso va a perder su corona, pero el propietario grita como un salvaje. Ella le llama la atención y lo hace callar. El susurra como en el teatro, ¡ya!, ¡ahora! Erika se saca el instrumento de la boca y le hace saber que en el futuro le dará por escrito las instrucciones de lo que puede hacer con ella. Escribiré mis deseos y usted podrá consul-tarlos cuando desee. Así es el individuo en medio de sus contradiccio-nes. Como un libro abierto. ¡Desde ahora puede empezar a celebrar!
Klemmer no entiende del todo qué le dice, sino que gime que en este preciso instante no debe detenerse, bajo ninguna circunstancia, porque de inmediato él se descargará como un volcán. En actitud de pedir, le acerca el gatillo de su pequeña metralleta para que ella aca¬be de dispa-rarla. Pero Erika le responde que no desea tocarlo, no, de ninguna ma-nera. Klemmer se dobla por la mitad y deja caer el torso casi hasta las rodillas. En esta posición se tambalea por la an¬tesala de los waters. Lo alumbra la luz implacable de una lámpara esférica blanca. Le ruega a Erika, pero ella no cede. Él mismo se la agarra para concluir la obra de Erika. Al mismo tiempo le describe a la profesora por qué no es admisi-ble, desde el punto de vista de la salud, tratar de forma tan poco a amable a un hombre en esa situa¬ción. Erika responde: quite las manos, de lo contrario no me verá nunca más en una situación como ésta o al-go que se le parezca, se¬ñor Klemmer. Éste le detalla los temidos dolo-res de la interrupción. Ni siquiera podrá llegar caminando a su casa. Pues entonces váyase en taxi, sugiere Erika tranquilamente mientras se lava las manos a la ligera en el agua del grifo. Bebe unos cuantos sor-bos. A hurtadillas Klemmer intenta juguetear consigo mismo; lo hace sin seguir la par¬titura. Una voz severa lo detiene. Simplemente ha de quedarse de pie delante de la profesora hasta que ella le ordene otra cosa. Ella quiere estudiar las transformaciones físicas que experimenta. Puede estar seguro de que no volverá a tocarlo. El señor Klemmer gime entre temblores y pestañeos. Sufre la dolorosa interrupción de las rela-ciones, aun cuando éstas no fueron recíprocas. Formula duros repro-ches contra Erika. Describe minuciosamente cada una de las fases de su sufrimiento, tal como las siente de pies a cabeza. Entre tanto la polla se le encoge a cámara lenta. Por naturaleza, Klemmer no es de los que han aprendido a obedecer desde la cuna. Siempre tiene que preguntar los por qué; de ahí que finalmente comience a insultar a su profesora. Ha perdido totalmente el control porque, como hombre, ha sido utiliza-do. Después del juego y del deporte y una vez que ha sido aseado co-mo corresponde, el hombre debe ser restituido a su estuche. Erika le lleva la contra y le dice: ¡cierre el pico! Lo dice en un tono tal que él, de hecho, lo cierra. Se encuentra a cierta distancia de ella mientras siente que se relaja. Después de que nos demos un respiro, Klemmer quiere enumerar cuáles son las cosas que nunca deben hacérsele a un hombre como él. La forma en que Erika ha actuado en esta ocasión contraviene una larga cadena de prohibiciones. Le explicará las razones. Ella lo hace callar. Es su última advertencia. Klemmer no enmudece, sino que pro-mete venganza. Erika K. se dirige hacia la puerta y se despi¬de sin decir una palabra. No ha obedecido aunque ella le ha dado varias oportuni-dades. Así, nunca llegará a saber todo lo que po¬dría hacer con ella, qué castigos podría aplicarle si ella se lo permite. En el momento en que co-ge el picaporte, Klemmer le ruega que se quede.
Por su honor, a partir de ahora se quedará callado. Erika abre de par en par la puerta del water. Klemmer aparece enmarcado por la puer¬ta abierta; una pintura de poco valor. Cualquiera que viniese en este mo-mento vería su polla desnuda sin previa advertencia. Erika deja la puer-ta abierta para hacer sufrir a Klemmer. En todo caso, tampoco ella de-bería ser vista ahí. Corre el nesgo con toda osadía. La escalera Va a dar justo al lado de la puerta de los servicios. Por última vez Erika acaricia de paso el cuerpo del pene de Klemmer; éste recupe¬ra las esperanzas. Enseguida lo vuelve a dejar caer a su izquierda. Klemmer tiembla como las hojas al viento. Ha dejado de oponer resistencia y se expone abier-tamente a las miradas sin intervenir. Para Erika, esto constituye una voltereta triple en lo que se refiere a mi¬rar. Los ejercicios de precalen-tamiento y la primera fase del progra¬ma los ha cumplido hace ya mu-cho tiempo. La profesora se queda ahí de pie. Se niega rotundamente a tocar su órgano amoroso. El huracán de amor ya sólo sopla débilmente. Klem¬mer ya no hace ningún comentario sobre sentimientos recíprocos. En medio de dolores va disminuyendo de tamaño. Erika lo encuen¬tra tan pequeño, que le parece ridículo. Él se deja llevar. A partir de ahora ella controlará en detalle todo lo que él emprenda tanto en lo profesio-nal como en su tiempo libre. El más estúpido de los errores puede cos-tarle que le suspenda la práctica del piragüismo. Ella ho¬jeará en él co-mo en un libro tedioso. Es probable que muy pronto lo deje de lado. Klemmer ha de guardar su polla sólo cuando ella lo autorice. Ya en una ocasión Erika lo sorprendió cuando, con un movimiento furtivo, intenta-ba esconderla y cerrar la cremallera. Kle¬mmer recobra valor porque se da cuenta de que el final está cercano. Afirma que no podrá caminar al menos durante tres días. En este sentido manifiesta sus temores, por-que caminar es para el deportista Klemmer algo así como lo básico de sus ejercicios sin instrumentos. Erika le dice que ya recibirá las ins-trucciones. Por es¬crito, de forma oral o por teléfono. Y ahora puede guardarse su espárrago. En un movimiento instintivo, Klemmer se da la vuelta para ocultarse. Pero, en definitiva, todo debe ocurrir ante los ojos de ella, mientras ella lo observa. Ya se siente a gusto porque pue-de moverse. Durante algunos segundos hace un ejercicio breve boxean¬do en el aire y saltando para uno y otro lado. Por lo visto no ha sufrido daños de consideración. Recorre los waters de un extremo al otro. Y, mientras más suelto y flexible aparece, la figura de la profesora se pone más tensa y agarrotada. Por desgracia, ella ha vuelto a recogerse com-pletamente en su concha. Klemmer tiene que ani¬marla con juguetones golpecitos en la nuca y ligeras bofetadas con la palma de la mano sobre las mejillas. Le hace sugerencias, por qué no se ríe un poco. No tan se-ria, ¡mujer guapa! La vida es seria, el arte es alegría. Y ahora, hacia fuera, al aire puro, algo que, si ha de ser honesto, en los últimos minu-tos le estaba faltando. A la edad de Klemmer se olvida más rápidamen-te un shock que a los años de Erika.
Klemmer sale alborotando por el pasillo y echa una carrera de trein¬ta metros. Resoplando pasa a toda marcha por el lado de Erika, una y otra vez. Airea su sensación de incomodidad con grandes carcaja¬das. Se limpia las narices con estruendo. Jura que la próxima vez ya nos irá mucho mejor, ¡a los dos! El ejercicio hace que la mujer gane maestría. Klemmer ríe a todo pulmón. Klemmer corre dando saltos escalera abajo y alcanza justo a coger las curvas. Casi da miedo. Erika oye que, abajo, la puerta de la escuela da un golpe. Por lo visto, Klemmer ha salido del edificio. Erika desciende lentamente los peldaños hasta la planta baja.

Erika Kohut está muy confusa porque siente que comienza a domi¬narla un sentimiento; así, mientras le da clases a Walter Klemmer, de súbito arremete con una cólera inexplicable. Es evidente que el estu-diante está practicando menos desde el día en que ella lo tuvo en sus manos. Klemmer se equivoca cuando toca de memoria, du¬rante la in-terpretación se queda parado mientras la no-amada lo mira por encima de la nuca. ¡Ni siquiera sabe en qué tonalidad se en¬cuentra! De forma incoherente modula por los aires. Se aleja más y más de la mayor, que es la tonalidad que le corresponde. Erika Ko¬hut siente que sobre ella está a punto de caer una avalancha de des¬perdicios cortantes. Estos desperdicios son del gusto de Klemmer; es el amado peso de la mujer que se descarga sobre él. Se distrae, su propuesta musical no hace jus-ticia a sus capacidades. Erika lo amonesta casi sin abrir la boca; ha pe-cado precisamente contra Schubert. Para desembarazarse y entusias-mar a la mujer, Klemmer piensa en las montañas y los valles de Aus-tria, paisajes amables, algo que supuestamente este país tiene en abundancia. Schubert, que se lo pasaba encerrado, lo intuyó aun cuan-do no lo había visto. A continuación Klemmer comienza de nuevo y toca la gran sonata en la mayor de este maestro de la época del bieder-meier, pero que fue tan superior a su tiempo; la obra representa el re-verso de la medalla de una danza alemana de este mismo compositor. Se interrumpe a poco andar porque la profesora lo ridiculiza; parece como si jamás hubiera visto roqueríos escarpados, desfiladeros profun-dos, torrentes con gran fuerza de arrastre cuando pasan impetuosos por una quebrada creando espuma o el lago de Neusiedler con toda su majestad. Tales son los contrastes que expresa Schubert, sobre todo en esta sonata de carácter único, y no la quietud de media tarde, a la hora del té junto al Wachau, que es más bien lo que expresa Smetana evo-cando el Moldava. Y no es cuestión que lo haga por ella, Erika Kohut, la dominadora de los obstáculos musicales, sino por el público que asiste a los conciertos dominicales de la ORF.
Klemmer echa espuma; si alguien sabe de torrentes, es él. Mientras que la profesora no hace otra cosa que pasarse el tiempo en cámaras oscuras junto a una madre anciana que ya no es capaz de hacer nada y sólo se dedica a mirar hacia la lejanía con ayuda de unos prismáticos. Ya no importa mucho si la madre mira por encima o por debajo de la tierra. Erika Kohut le llama la atención acerca de las indicaciones de in-terpretación dadas por Schubert y se irrita. Sus aguas se revuelven y hierven. Estas indicaciones van desde los gritos hasta los susurros y no equivalen simplemente a hablar fuerte o hablar suave. La anarquía no es su fuerte, Klemmer. Para ello el deportista acuático está demasiado atado a las convenciones. Walter Klemmer desea poder besarla en el cuello. Nunca lo ha hecho, pero con frecuencia ha oído hablar de ello. Erika desea que su alumno llegue a besarla en el cuello, pero no da pie a que lo haga. Siente que en ella aumenta el deseo de entrega, y en su cabeza este deseo choca con un amasijo de odios antiguos y nuevos, sobre todo contra mujeres que han vivido menos que ella y que son más jóvenes. La pasión amorosa de Erika no se parece en absoluto a la de su madre. Su odio, en cada uno de sus detalles, es idéntico al odio común y corriente de su madre.
Para encubrir tales emociones, la mujer contradice con vehemencia todo aquello que ha sostenido en público acerca de la música. Dice: en la interpretación de una pieza musical existe un determinado momento donde acaba la exactitud y donde comienza la verdadera inexactitud de la creatividad. ¡El intérprete deja de ser un servidor y comienza a exi-gir! Exige la entrega total del compositor. Quizá aún no sea demasiado tarde para que Erika comience una nueva vida. Defender nuevos plan-teamientos no es dañino. Con una sutil ironía, Erika dice que Klemmer ha alcanzado un nivel en el cual, además de sus habilidades, también podría comenzar a aplicar paralelamente su espíritu y sus emociones. De inmediato la mujer le advierte que ella no se siente autorizada para, sin más, dar por sentadas sus capacidades. Se ha equivocado, aunque como profesora debió haberlo sabido. Que Klemmer se vaya a practicar el piragüismo, pero evite los caminos por donde pudiera encontrarse con el espíritu de Schubert; quién sabe, quizá tropiece con él en el bos-que. Schubert, ese feo individuo. El estudiante modelo es regañado por guapo y por joven, para lo cual Erika agrega pesas a izquierda y dere-cha de sus halteras cargadas de odio. Con dificultades logra alzar su odio hasta la altura del pecho. Atrapado en la ufana mediocridad de ser guapo, usted no ve el abismo, ni siquiera en el momento en que cae en él, le dice Erika a Klemmer. ¡Jamás se expone en el juego! Pasa por en-cima de los charcos para no mojarse los zapatos. Cuando practica pira-güismo en los torrentes –algo ya he comprendido acerca del asunto– y da con la cabeza en el agua porque ha volcado, de inmediato vuelve a erguirse. ¡Se atemoriza incluso cuando su cabeza penetra en las pro-fundidades del agua!, aquella sustancia blanda que cede como ninguna otra. Prefiere zambullirse en aguas poco profundas, eso se le nota. Elu-de los peñascos con pericia –¡pericia en beneficio suyo!- aún antes de descubrirlos.
Erika se queda boqueando como si necesitara aire; Klemmer manotea para llevar por otro camino a la amada, que aún no lo es. No se obstru-ya para siempre el acceso a mí, le advierte la mujer por las buenas. Y, aun así, curiosamente parece salir fortalecido de la lucha, tanto en los duelos deportivos como en el de los sexos. Una mujer madura se re-vuelca en medio de espasmos en el suelo, con los espumarajos de una fiera fóbica en el mentón. Esta mujer es capaz de ver la música como si lo hiciera a través de unos prismáticos invertidos, de modo que la músi-ca aparece en la lejanía y muy pequeña. No hay quien la detenga cuan-do cree que debe llevar a cabo algo que le ha sido puesto en las manos por la música. En esos casos habla sin parar. Erika siente que la devora la injusticia de que nadie haya amado al pequeño gordinflón alcohólico que fue el pobre Franz Schubert. Y, mientras mira al estudiante Klem-mer, siente con particular fuerza esa incompatibilidad: Schubert y las mujeres. Un triste capítulo en la revista pornográfica del arte. Schubert no encaja con la imagen del genio que tiene la masa, ni como creador ni como virtuoso. Klemmer hace juego con la gran masa. La masa crea imágenes y no se queda satisfecha hasta que encuentra esas imágenes caminando libremente por la calle. Schubert ni siquiera tenía un piano, ¡ya ve cuánto mejor le va a usted, señor Klemmer! Qué injusticia que Klemmer viva y no practique todo lo que debiera, mientras que Schu-bert está muerto. Erika Kohut ofende a un hombre del que en realidad desea amor. Lo maltrata torpemente, palabras malévolas retumban ba-jo la membrana de su paladar y le rebotan sobre la lengua. Durante la noche se le hincha la cara mientras a su lado la madre ronca sin ente-rarse de nada. A la mañana siguiente, frente al espejo, Erika apenas consigue ver sus ojos de tantas arrugas. Se empeña durante largo tiempo con su propia imagen, pero ésta no mejora. El hombre y la mu-jer se enfrentan una vez más en el ambiente gélido de una disputa.
En la cartera de Erika, entre las partituras, una carta dirigida al estu-diante parece querer llamar la atención; se la entregará después de haberse burlado de él a su gusto. Aún sigue sintiendo las arcadas de la ira en contracciones regulares que suben por el fuste de su cuerpo. Si bien es cierto que Schubert fue un gran talento porque no tuvo un maestro comparable, por ejemplo, con Leopold Mozart, desde luego que no fue un maestro de forma acabada; Klemmer regurgita un salchichón intelectual recién hecho hasta que aparece entre sus dientes. Se lo tiende a la profesora en un plato de cartón con un churrete de mostaza: ¡alguien que vive tan poco tiempo no puede ser un verdadero maestro! También yo tengo ya más de veinte y es tan poco lo que sé, cada día me doy cuenta, dice Klemmer. ¡Qué poco habrá alcanzado Franz Schu-bert con apenas treinta! ¡Ese misterioso y seductor niño sabelotodo de Viena! Las mujeres lo mataron a fuerza de sífilis.
Las mujeres nos llevarán a la tumba, bromea de buen humor el jo-ven, y hace un comentario acerca de los caprichos femeninos. Las mu-jeres oscilan una vez en una dirección, otra vez en otra, y es imposible descubrir en ellas ningún tipo de regularidad. Erika acusa a Klemmer de que él ni siquiera intuye qué es el sentido de lo trágico. Él es un hom-bre joven y guapo. Klemmer hace crujir entre sus dientes el hueso –un fémur– que le ha tirado la profesora. Ella se refería a que, además, él no tiene ni idea de cuáles son los énfasis schubertianos. Cuidémonos de manierismos, ésa es la opinión de Erika Kohut. El estudiante nada a buen ritmo con la corriente.
No siempre es acertada la excesiva liberalidad en las evocaciones ins-trumentales, por ejemplo, con los instrumentos de metal sugeridos en la obra pianística de Schubert. Pero, Klemmer, antes de aprendérselo todo de memoria: cuídese de las notas equivocadas y del exceso de pe-dal. ¡Pero tampoco ha de faltar! No todas las notas han de durar tanto como lo indica la notación y no todas están escritas con la totalidad de la duración que deben tener.
Como pieza fuera de programa, Erika le enseña un ejercicio especial para la mano izquierda, algo que le hace falta. Con ello quiere tranquili-zarse a sí misma. Su mano izquierda ha de compensarla de los sufri-mientos que le impone el hombre. Klemmer no desea el aquietamiento de las pasiones mediante ejercicios de técnica pianística, él busca la lu-cha de los cuerpos y de los sufrimientos, que no se detendrán ante la Kohut. Está seguro de que, en última instancia, su propio arte saldrá beneficiado una vez que haya dejado atrás exitosamente esta ardua lu-cha. Como despedida, después del último gong, la siguiente máxima: él tiene más, Erika menos. Y eso es un motivo de alegría para él. Erika ha envejecido un año más, en cambio, él, en su desarrollo, se halla un año por delante de los demás. Klemmer se agarra con todas sus fuerzas a lo del tema de Schubert. Rezonga que de pronto y sorprendentemente la maestra ha dado un giro de 180 grados y que presenta como opiniones suyas algo que, en realidad, siempre había sido sostenido por él, por Klemmer. O sea, que lo inconmensurable, lo innominable, lo indecible, lo intocable, lo inasible, lo incomprensible es más importante que lo asible: la técnica, la técnica, la técnica y la técnica. ¿Es que acaso la he sorprendido, señora profesora?
Erika llega a sentir que se quema en el momento en que él habla de lo inasible, con lo cual, desde luego, sólo puede haberse referido a su amor por ella. Siente que la invade la luz, la claridad, el calor. Nueva-mente brilla el sol de la pasión amorosa, algo que lamentablemente no había sentido nunca antes. ¡Por ella, él alberga los mismos sentimientos que ayer y que antes de ayer! Es evidente que Klemmer la ama y la admira de forma indecible, tal como lo ha dicho con tanta dulzura. Por un momento Erika baja la vista y susurra con profundidad que sólo quería decir que Schubert suele expresar efectos orquestales con un lenguaje pianístico. Es necesario reconocer y ser capaz de interpretar esos efectos y los instrumentos que evocan. Pero, como he dicho, sin manierismos. Erika ofrece un consuelo femenino y amable: ¡ya llegará!
La profesora y el discípulo se hallan frente a frente, de hombre a mu-jer. Entre ellos, algo ardiente, un muro inexpugnable. El muro impide que uno de ellos pase al otro lado y le chupe la sangre al otro. La profe-sora y el alumno se cocinan en su propio amor y en las ansias de más amor.
Entretanto, bajo sus pies borbota la cacerola con el guiso cultural que nunca acaba de hacerse, un guiso que ingieren en pequeños bocados placenteros, su alimento diario, sin el cual ni siquiera podrían existir, y del guiso siguen brotando enormes burbujas. Erika Kohut está metida en la opaca piel curtida de sus años. Nadie quiere ni puede quitársela. Esa capa no se deja desprender. Es tanto lo que ya ha perdido..., sobre todo ha perdido su juventud, por ejemplo, su decimoctavo año de vida, al que la gente suele referirse como los dulces dieciocho. No dura más que un año y se ha acabado. Ahora ya son otras las que, en lugar de Erika, disfrutan sus famosos dieciocho años. En la actualidad Erika tiene el doble de edad que una muchacha de dieciocho años. Una y otra vez lo calcula, a pesar de que con ello la distancia entre Erika y una mucha-cha de dieciocho años no disminuye, aunque tampoco aumenta. Pero la antipatía que Erika siente por toda chica de esa edad aumenta innece-sariamente la distancia. Durante las noches Erika se da vueltas, sudo-rosa en el asador de la ira, sobre el fuego incandescente del amor ma-terno. En este proceso es rociada regularmente con el apetitoso jugo del asado del arte musical. Nada modifica esta diferencia insalvable: viejo/joven. Como tampoco es posible modificar nada en la notación de la música escrita por maestros que ya han muerto. Las cosas son tales como son. Erika fue enrielada desde su temprana infancia en este sis-tema de notación. Esas cinco líneas la dominan desde que tiene uso de razón. No le está permitido pensar en otra cosa que no sean esas cinco líneas negras. Este sistema, en colaboración con su madre, la ha atado a una rígida red de indicaciones, normas y mandamientos inequívocos, como un jamón en rollo atado al gancho de un carnicero. Esto genera seguridad, y la seguridad provoca temor a la inseguridad. Erika tiene temor de que todo permanezca tal como está, y tiene terror de que al-guna vez llegara a modificarse. En una especie de ataque de asma lu-cha por conseguir aire y enseguida no sabe qué hacer con tanto aire. Resuella y no consigue emitir ningún sonido. Klemmer, cuya salud es inmarcesible, se asusta hasta la suela de los zapatos y pregunta qué ocurre con su amada. ¿Voy a buscar un vaso de agua?, pregunta, solíci-to y agobiado de amor, este representante de la firma Caballero y Cía. La profesora tiene una convulsión de tos. Mediante la tos se libera de algo mucho más terrible. Es incapaz, de expresar verbalmente sus sen-timientos, sólo lo logra a través del piano.
Erika saca de su cartera una carta herméticamente cerrada por razo-nes de seguridad y se la entrega a Klemmer tal como ya lo había ensa-yado mil veces en su imaginación. La carta contiene instrucciones sobre el camino que ha de seguir un determinado amor. Erika ha escrito todo aquello que no quiere decir. Klemmer piensa que ella contiene algo in-creíblemente maravilloso que sólo puede ser escrito y brilla como la lu-na sobre la cima de las montañas. ¡Cuánto había añorado algo así! Gra-cias al constante trabajo con sus propias emociones y su expresividad, él, Klemmer, en la actualidad al fin se halla en la feliz situación de po-der expresar lo que quiere, a viva voz y en cualquier momento. Sí, ha descubierto que da una imagen buena y lozana de sí mismo cuando se abre paso para ser el primero en decir algo. Nada de timideces, eso no sirve de nada. Por lo que se refiere a él, si fuera necesario gritaría su amor a los cuatro vientos. Por suerte no hace falta, ya que nadie debe oírlo. Klemmer se echa hacia atrás en su butaca de cine mientras se zampa bombones helados y, con satisfacción, se observa a sí mismo en la gran pantalla, donde pasan una película sobre el espinoso tema del amor entre un hombre joven y una mujer mayor. En un papel secunda-rio, una ridícula madre anciana que desea de todo corazón que Europa entera, Inglaterra y América queden arrobados por los dulces sonidos que su niña es capaz de producir desde hace ya varios años. Tal como ya lo ha dicho, la madre prefiere que la niña se ase al fuego lento de los lazos del amor materno y no en la cacerola de sensualidades de una pasión amorosa. Bajo la presión del vapor, las emociones llegan más rápidamente a su punto y las vitaminas no se destruyen, le responde Klemmer a la madre a manera de un buen consejo. Cuanto más, dentro de medio año habrá estrujado con avidez a Erika y podrá dedicarse al siguiente placer.
Klemmer cubre de besos la mano de Erika que le ha entregado la car-ta. Dice: gracias, Erika. Este mismo fin de semana quiere darse por en-tero a la mujer. La mujer se espanta de que Klemmer pretenda irrumpir en su sacrosanto y hermético fin de semana y tiende a rechazarlo. De la manga se saca una excusa, precisamente este fin de semana no será posible ni quizá el próximo ni el que sigue. Pero en cualquier momento podemos hablar por teléfono, miente con descaro la mujer. En su inter-ior fluyen corrientes en dos direcciones. Klemmer manosea la misterio-sa carta con una actitud expresiva y formula la hipótesis de que Erika no puede tener malas intenciones, ahora que todo le brota de forma tan espontánea. El mandamiento del día es: no dejar que el hombre langui-dezca inútilmente.
Erika no debe olvidar que cada año, que para Klemmer aún vale por uno, a su edad cuenta por lo menos por tres. Erika ha de coger esta oportunidad por el rabo, recomienda bondadoso mientras con una mano húmeda estruja la carta y con la otra tantea vacilante a la profesora, como si lo hiciera con una gallina que quisiera comprar, pero aún debe averiguar el precio, acaso es el precio correcto del animal. Klemmer no sabe cómo reconocer si una gallina es vieja o joven, ya sea para la sopa o para el asador. Pero en su profesora lo ve con toda claridad, tiene un buen par de ojos y ve que ya no está tan joven, aunque relativamente bien conservada. Se podría decir que está a punto, si no fuera por la mirada un tanto reblandecida que ofrecen sus ojos. Y, además, ¡el tre-mendo incentivo de que se trata de su profesora! Eso lo incita a trans-formarla en su discípula, al menos una vez a la semana. Erika se esca-pa del alumno. Le escabulle el cuerpo y turbada se limpia la nariz. Klemmer le dibuja una escena en medio de la naturaleza. Le pinta la naturaleza tal como él ha aprendido a conocerla y a amarla. Dentro de poco podrá dejarse ir y gozar de la naturaleza con Erika. Donde el bos-que sea más denso se recostarán sobre alfombras de musgo y se come-rán lo que hayan llevado consigo. Allí nadie verá cómo el joven depor-tista y artista, que ya se ha presentado en certámenes, se revuelca con una mujer debilitada por los años y que no está en condiciones de pre-sentarse en ningún certamen junto a mujeres más jóvenes. Lo más atractivo de esta futura relación será su carácter secreto, intuye Klem-mer. Erika ha enmudecido, no parece rebosante. Klemmer siente que ha llegado el momento en que al fin podrá corregir de raíz todo lo que la profesora ha afirmado sobre Franz Schubert. Forzará la inclusión de su propia persona en la discusión. Con amabilidad rectifica la imagen que Erika tiene de Schubert y se empeña en dar la mejor imagen de sí mismo. A partir de ahora abundarán las discusiones en las que él saldrá victorioso, le advierte a la amada. Ama a esta mujer, entre otras razo-nes, por su rica experiencia en lo referente al repertorio musical, pero esto no ha de llamar a equívocos, ya que él lo sabe todo mucho mejor. Ello le provoca el más grande de los disfrutes. Levanta un dedo para enfatizar una opinión cuando Erika intenta contradecirlo. Es un vence-dor audaz y la mujer se ha atrincherado detrás del piano para defen-derse de los besos. Llega el momento en que acaban las palabras y triunfan las emociones a fuerza de constancia y entusiasmo.
Erika se ufana de que no conoce emociones. Si en alguna ocasión se ve obligada a aceptar una emoción, no la dejará triunfar por encima de su inteligencia. Además, se cuida de que el segundo piano quede entre ella y Klemmer. Este riñe a su amada autoridad por cobarde. Alguien que ama a alguien como Klemmer ha de enfrentarse al mundo y decirlo públicamente. Por favor, Klemmer no quiere que se sepa en el conser-vatorio porque normalmente él pasta en praderas más jóvenes. Y el amor sólo provoca placer cuando uno es envidiado en función del ser amado. En este caso, se excluye el matrimonio. Por suerte, Erika tiene a la madre, que no permitiría un matrimonio. Klemmer ya ha llegado a la altura del techo, donde rema en sus propias aguas. En el agua es co-nocedor y maestro. Destruye la última opinión de Erika sobre las sona-tas de Schubert. Erika tose y, turbada, pendula hacia uno y otro lado sobre bisagras que el ágil Klemmer jamás había visto en otra persona. Se flecta en los puntos más insólitos, y Klemmer siente con sorpresa que se adueña de él una ligera repulsión, pero de inmediato consigue agregarla al conjunto de sus emociones. Si uno quiere, las cosas fun-cionan. Simplemente no hay que ir tan lejos. Erika hace sonar las arti-culaciones de sus dedos, lo que no beneficia ni a su arte ni a su salud. Con testarudez mira hacia los rincones más lejanos, aun cuando Klem-mer le exige que lo mire a él, libre y abiertamente, no agarrotada y a hurtadillas. Mal que mal, no hay nadie aquí que la vea.
Estimulado por el ridículo espectáculo, Klemmer pregunta: ¿puedo pedirte algo insólito, algo que no has hecho jamás? Y exige de inmedia-to una prueba de amor. Como primer paso en esta nueva vida amoro-sa, ella ha de hacer algo inconcebible, a saber, partir de inmediato con él y suspender las clases de la última alumna del día. En todo caso, Eri-ka ha de inventarse una buena excusa, malestar o dolor de cabeza, pa-ra que la alumna no sospeche y salga hablando. Erika se asusta ante esta fácil tarea; es como un animal salvaje que por fin ha puesto la pa-ta en el establo y enseguida decide quedarse allí porque le da la gana. Klemmer le describe a la mujer amada de qué forma otros se han des-embarazado del yugo de los contratos y los usos. Menciona el Anillo de Wagner como uno de los numerosos ejemplos. Le menciona el arte co-mo ejemplo de todo y de nada. Si se aclara debidamente el bosque del arte, esta trampa llena de afiladas guadañas y hoces empotradas en los muros, se encontrarán suficientes ejemplos de comportamientos anár-quicos. Mozart, el ejemplo para TODO, que se sacudió el yugo del prín-cipe-arzobispo. Si fue capaz el bienamado Mozart, que nosotros no te-nemos en tan alta estima, por cierto que también lo logrará usted. Cuántas veces no hemos coincidido en que quien practica las artes, sea de forma activa o pasiva, no resiste ningún tipo de reglamentación. El artista suele eludir tanto la amarga presión de la verdad que ejercen los muslos como también la de las normas. También me sorprende, y no lo tomes a mal, cómo has podido soportar a tu madre todos estos años. En realidad, o no eres una artista o no sientes el yugo incluso cuando estás a punto de sucumbir bajo su peso, dice Klemmer tuteando a la maestra y feliz de que la madre Kohut aparezca interponiéndose como un parachoques entre él y la mujer. ¡La madre cuidará de que él no muera ahogado bajo el peso de esta mujer mayor! La madre ofrece un sinfín de temas de conversación; son una especie de follaje, un obstá-culo para la materialización de muchas cosas, pero al mismo tiempo tiene a la hija agarrada de una oreja, de modo que no puede perseguir a Klemmer indiscriminadamente. ¿Dónde podemos encontrarnos de manera tan regular como desbordada de excesos y sin que nadie se en-tere, Erika? Klemmer se entusiasma con la idea de una habitación se-creta para los dos, algún lugar al que podría llevar su viejo tocadiscos, que ya no usa, y aquellos discos que tiene repetidos. Además, él conoce los gustos musicales de Erika, que también existen por partida doble, ya que son exactamente los mismos que los de Klemmer. Tiene un par de elepés repetidos de Chopin y uno con obras raras de Penderewsky, que estuvo ensombrecido por Chopin, injustamente, según opinan él y Erika; ella le regaló ese disco que él ya tenía. Klemmer apenas resiste la tentación de leer la carta. Lo que no puede expresarse verbalmente ha de escribirse. Lo que no se soporta, no se ha de hacer. Estoy entu-siasmado con la idea de leer y comprender tu carta del 24-4, querida Erika. Y, en el caso de que intencionadamente malinterprete esta carta, algo que también me entusiasma, nos reconciliaremos después de una disputa. Enseguida Klemmer comienza a hablar de sí, de sí y de sí. Eri-ka le ha escrito esta larga carta, de modo que él también tiene el dere-cho de hacer gala de su propia intimidad. El tiempo que necesariamente deberá invertir en la lectura puede comenzar a contrapesarlo desde ahora mismo para que Erika no gane demasiada importancia en la rela-ción. Klemmer le explica a Erika que en su interior luchan dos extremos totalmente contrapuestos: el deporte (con espíritu competitivo) y el ar-te (a modo de un quehacer regular).
Al ver que las manos del discípulo se escapan hacia la carta, Erika le prohíbe de forma tajante incluso que la toque. Sea clemente y aplíque-se en la investigación schubertiana; Erika se mofa del precioso nombre de Klemmer y del precioso nombre de Schubert.
Klemmer se resiste. Durante un segundo juega con la idea de pro-clamar a voz en cuello ante el mundo entero el secreto que lo une a su profesora. Ocurrió en el ¡water! Pero, como para él no fue un acto heroico, prefiere callar. Más adelante, con vistas a la posteridad, podrá falsear los hechos para aparecer él como el vencedor. Klemmer sospe-cha que frente a una elección entre la mujer, el arte y el deporte decidi-ría en favor del arte y del deporte. Todavía se cuida de ocultar esas ocurrencias disparatadas ante la mujer. Comienza a sentir lo que signi-fica incorporar en el sutil juego personal el factor de inseguridad de un yo ajeno. También el deporte presenta riesgos, por ejemplo, su estado físico puede variar considerablemente de un día a otro. Esta mujer es ya tan vieja y aún no sabe lo que quiere. Sin embargo, yo soy tan joven y siempre sé lo que quiero conseguir.
En el bolsillo de la camisa de Klemmer se oye el roce de la carta. Klemmer siente que los dedos le arden, apenas lo resiste y, este velei-doso gozador, decide que leerá la carta en algún lugar tranquilo en me-dio de la naturaleza y al mismo tiempo tomará algunas notas. Con vis-tas a una respuesta que tiene que ser más larga que la carta. ¿Quizá en el jardín del palacio real? En el Palmenhauscafé pedirá un café con le-che y un pastel de manzana. Estos dos elementos divergentes, el arte y la Kohut, llevarán a un extremo insospechado los atractivos de la carta. Entremedio se sitúa el arbitro Klemmer, el cual señalará mediante el gong quién ha ganado el asalto, la naturaleza, allí fuera, o Erika, en su interior. A veces Klemmer siente cómo le sube la temperatura, otras, cómo se enfría.
Apenas Klemmer desaparece de la sala de clases y tan pronto la si-guiente alumna comienza atropellada a tocar las escalas musicales en movimiento divergente, la profesora inventa una excusa: lamenta-blemente hoy vamos a tener que suspender las clases porque tengo un terrible dolor de cabeza. La alumna se levanta a toda velocidad y se echa a volar como una alondra.
Erika se contrae ante insoportables temores y aprensiones sin resol-ver. Depende de la gracia que Klemmer le aplique el gota a gota. ¿Será realmente capaz de pasar por encima de cercas altas, de vadear ríos torrentosos? Su amor, ¿estará dispuesto a correr riesgos? Erika no sabe si debe confiar en las promesas de Klemmer, que él jamás le ha temido al riesgo; a mayores riesgos, mejor. Es la primera vez en todos estos años que Erika despacha a una alumna sin la correspondiente lección. La madre la advierte sobre los peligros de las pistas demasiado inclina-das. Cuando la madre no hace señales con la escalera del éxito, dibuja cuadros horrorosos en los muros en los que figuran caídas en picado a causa de faltas a la moral. Más vale la cima del arte que las profundi-dades del sexo. En oposición con la opinión corriente, la madre cree que el artista ha de borrar el sexo de su espíritu desenfrenado; si no es ca-paz de ello, no es más que un individuo común, pero no debe serlo. ¡De lo contrario no es divino! Por desgracia, en las biografías de los artistas, que sin duda es lo principal en los artistas, abundan los detalles de los placeres y las mañas sexuales de sus protagonistas. Ellas crean la ima-gen errónea de que los frutos del sonido puro sólo pueden crecer en el estiércol de la sexualidad.
La niña ya tuvo un tropiezo artístico; la madre se lo echa en cara en cada disputa. Pero una vez no es nada. Erika ya verá.
Erika se va caminando del conservatorio a casa.
Entre sus piernas, putrefacción, una masa blanda e insensible. Moho, grumos descompuestos de materia orgánica. No hay brisa primaveral que la despierte. Es un cúmulo gris de deseos nimios y ansiedades me-diocres que temen su materialización. Como una tenaza la abrazarán los dos compañeros de vida que ha elegido, esas pinzas de escarabajo: la madre y el discípulo Klemmer. No puede poseerlos a los dos, pero tampoco a uno solo, porque el otro se le escaparía de inmediato. Puede darle instrucciones a la madre de que no deje entrar a Klemmer cuando toque a la puerta. La madre estará encantada de cumplir esta orden. ¿Acaso ha sido para llegar a esta espantosa sensación de inquietud que Erika ha estado viviendo todo este tiempo tan tranquila? Es de esperar que no venga hoy por la noche, si quiere, que venga mañana, pero no hoy, porque Erika quiere ver la vieja película de Lubitsch. Madre e hija la esperan con entusiasmo desde el viernes pasado, porque los viernes ofrecen un vistazo del programa de la semana siguiente. En la familia Kohut, la película es esperada con más ansiedad que un gran amor, que por lo demás no debe dejarse ver.
Erika ha dado un paso al escribir la carta. La culpa de este paso no puede recaer sobre la madre, no, la madre ni siquiera debe enterarse de este paso audaz rumbo al pesebre de lo prohibido. Erika siempre ha confesado todo de inmediato ante los ojos de la madre, que responde que ya lo sabía, como el ojo de la ley.
Mientras camina, Erika detesta ese fruto poroso y rancio que marca el final de su vientre. Sólo el arte le ofrece dulzuras intemporales. Erika sigue caminando. Dentro de poco la putrefacción se habrá expandido y alcanzará la mayor parte de su cuerpo. Entonces sobrevendrá la muerte en medio de sufrimientos. Con horror, Erika se ve a sí misma como un gran agujero insensible del tamaño de un metro setenta y cinco, acos-tada en un ataúd, y como poco a poco se desintegra en la tierra; el ori-ficio que ella despreciaba y descuidaba se ha apropiado de ella en su totalidad. No es nada. Y para ella ya nada existe.
Sin que Erika se dé cuenta, Walter Klemmer la sigue a toda prisa. Después de una primera resistencia se sobrepuso. Inicialmente decidió que aún no abriría la carta; primero, antes de leer esa carta sin vida, quiere aclarar algunos puntos con ella. Erika en tanto mujer viva le in-teresa más que ese trozo de papel muerto, para cuya fabricación han tenido que sucumbir tantos árboles. Más tarde, en casa puedo leer la carta tranquilamente, piensa Klemmer, que quiere seguir controlando el balón. El balón rueda, salta, corre delante suyo, se detiene en un semá-foro, se refleja en los escaparates. No permitirá que esta mujer le dicte cuándo ha de leer cartas y cuándo ha de dar un paso adelante. La mu-jer no está acostumbrada a jugar el papel de perseguida, de modo que no mira hacia atrás. Y, aun así, deberá aprender que ella es la presa y el hombre el cazador. Más le vale comenzar hoy que mañana. Ni siquie-ra se le pasa por la mente que llegará el momento en que su férrea vo-luntad no podrá determinarlo todo, a pesar de que constantemente es manipulada por la férrea voluntad de su madre. Pero eso lo tiene tan asumido, que ya ni se da cuenta. La confianza es buena, pero mejor es la cautela.
El hogar hace alegres señas con sus puertas y portales. Los cálidos rayos luminosos le señalan el camino a la maestra. Erika ya aparece en el sistema del radar materno como un fugaz punto luminoso; es una mariposa, un insecto que aletea atravesado por el alfiler del ser más fuerte. Erika no querrá enterarse de cómo ha reaccionado Klemmer an-te su carta, no cogerá el teléfono. De inmediato le dirá a la madre que le comunique al hombre que ella no está en casa. Cree que puede darle a la madre alguna orden que ésta no le haya dado a ella ya antes. La madre felicita a la hija por este paso de cerrarse hacia el exterior y con-fiar únicamente en la madre. Impulsada por un fuego interno, la madre miente como una poseída –una vergüenza para su edad–: lamentable-mente, mi hija no está en casa. No sé cuándo vendrá. Háganos el honor cuando desee. De nada. En momentos como ésos, la hija le pertenece más que nunca. Sólo a ella y a nadie más. Para todos los demás la niña está así: ausente.
Aquel sobre el que han ido a dar los montones de escombros de los pensamientos de Erika sigue por la Josephstädterstrasse a la persona que domina sus sentimientos. Antes estaba ahí el más grande y más moderno de los cines de Viena; en la actualidad es un banco. En algu-nas ocasiones Erika fue ahí con su madre, con motivo de alguna festivi-dad. Pero, por lo general, para ahorrar, las señoras iban al cine Albert, más pequeño y más barato. En casa quedaba el padre, para ahorrar aún más dinero y en su propio beneficio, para que no fuera al cine a eyacular la escasa razón que le quedaba. Erika no se da vuelta ni tan sólo una vez para mirar hacia atrás. Sus sentidos no perciben nada; tampoco perciben al amado, que está muy cerca. Aunque todos sus sentidos están dirigidos hacia un mismo punto, hacia el amado, que al-canza dimensiones gigantescas: Walter Klemmer.
Así, inocentemente, van uno detrás del otro.
Algo impulsa a la profesora de piano Erika Kohut desde atrás: el hom-bre que provoca en ella los sentimientos más encontrados. Es asunto de la mujer instruir al hombre en el terreno de las delicadas deferencias. Erika parte por mostrar algo de lo que es el poder sensual y lo que éste significa, pero no percibe detrás de sí al discípulo Klemmer, que camina tan dueño de sus sentidos. En el camino a casa no se ha detenido a comprar revistas extranjeras sobre la moda ni prendas reproducidas en ellas o al menos prendas copiadas de esas prendas. Ni siquiera les ha echado una mirada a los últimos modelos primaverales de los escapara-tes. En la confusión provocada por las ardientes brasas masculinas, sólo pudo dirigirle una mirada perdida y fugaz a la primera página de un pe-riódico del día siguiente: la fotografía desteñida de un nuevo asaltante de banco, el suceso del día, en la que el delincuente aparece en una imagen tomada el día de su boda. Por lo visto, la última vez que se había fotografiado fue el día de su solemne matrimonio. Ahora todos lo conocen por el solo hecho de haberse casado. Erika se imagina a Klemmer como novio y ella como novia y su madre como la madre de la novia qué vivirá con la pareja; pero no ve al estudiante, en el que pien-sa sin cesar, mientras la sigue.
La madre sabe que la niña no aparecerá antes de media hora, si las cosas se dan bien, sin embargo, ya espera ansiosa. La madre nada sa-be de la suspensión de la clase, pero aun así espera impaciente a su hija, que siempre llega puntual a casa. La voluntad de Erika es el corde-ro que se somete a la voluntad leonina de la madre. Este gesto de humildad impedirá que la voluntad materna despedace la débil e infor-me voluntad de la hija y zarandee con el hocico sus restos sangrantes. El portal del edificio es abierto violentamente y se impone la oscuridad. Aparecen las escaleras, este ascenso al paraíso del noticiario Zeit im Bild y a los demás programas; los dulces y suaves rayos luminosos de la primera planta llegan hasta Erika una vez que ha oprimido el inter-ruptor de la luz del cubo de la escalera. Nadie abre la puerta de la vi-vienda; esta vez no hay nadie que reconozca sus pisadas, porque la hija no es esperada antes de media hora. La madre está entregada a las últimas labores para dar el toque final a un asado con cebollas.
Desde hace media hora Walter Klemmer sólo ve a su profesora por la espalda. ¡Entre miles la reconocería incluso desde atrás, que por cierto no es la cara favorita de Erika! Pero él sabe manejarse con mujeres desde todos sus ángulos. Ve los colchones blandos, no bien llenos de su trasero encajado en los fustes de sus piernas fuertes. Piensa cómo ma-nejará este cuerpo, él, el experto, al que no es fácil confundir con su-puestos fallos de funcionamiento. Una felicidad mezclada con espanto se adueña de Klemmer. Erika aún camina tranquilamente, ¡pero dentro de poco gritará de placer a todo pulmón! No será otro que Klemmer quien provoque este placer. Ese cuerpo parece moverse despreocupado en distintas marchas, pero Klemmer oprimirá el botón de una buena marcha, la de «ropa para hervir». La verdad es que Klemmer no consi-gue desear realmente a esta mujer, de hecho no lo incita y no sabe si no la desea por su edad o porque su juventud ha quedado atrás. Pero Klemmer se ha propuesto con firmeza sacar a la luz la carne desnuda. Hasta ahora sólo la conoce en una única función: como profesora. Esta vez le quiere descubrir otra función y ver qué resultado da: como amante. Si no, pues no. Está decidido a arrancarle todas esas sofistica-das capas de convicciones, algunas actualizadas, otras anticuadas, y esos velos y envoltorios que se sostienen unos con otros debido a la debilidad de las formas, esos trapos y pieles multicolores que la disfra-zan. No tiene ni idea, pero muy pronto la tendrá, de cómo ha de arre-glarse una mujer: guapa, pero ante todo de forma práctica para no obstaculizar su capacidad de movimiento. Él, Klemmer, no tiene tanto afán por poseer a Erika, sino más bien ¡desenvolver de una vez ese pa-quete de huesos y piel acicalado de forma premeditada con tanto remil-go de colores y telas! Hará una bola con todos esos envoltorios y los ti-rará. Se abrirá camino a través de esta mujer, cubierta de faldas y echarpes de colores, que durante tanto tiempo le ha resultado inaccesi-ble; lo hará antes de que se inicie su proceso de descomposición. ¿Para qué se comprará todos esos trapos? Le explicará a ritmo lento que hay vestidos atractivos, prácticos y que no son tan caros; ella entre tanto le explicará cómo es lo del ritmo en los retardos de Bach. Klemmer quiere sacar a la luz la carne, así le cueste trabajo. De una vez, él quiere po-seer lo que hay DEBAJO. Una vez que la desnude de sus velos tendrá que aparecer la persona Erika, con todas sus deficiencias, que es lo que me interesa hace tanto tiempo, piensa Klemmer. Cada una de estas ca-pas de textiles está más endurecida y deslavada que la siguiente. De Erika Klemmer no quiere más que lo mejor, el pequeño núcleo interior que quizá sepa bien, quiere utilizar el cuerpo. Utilizarlo en su beneficio. Por la fuerza, si fuera necesario. El espíritu lo conoce de sobra. Sí, en caso de dudas Klemmer siempre se deja guiar por su cuerpo, que ja-más se equivoca y que habla con él, y también con los demás, en un lenguaje físico. En los viciosos o en los enfermos el cuerpo suele enga-ñar a causa de su debilidad o por el abuso, pero el cuerpo de Klemmer es sano, muchas gracias. Intacto. Toco madera. En los deportes el cuerpo siempre le dice a Klemmer cuándo es suficiente y cuándo aún le queda algo en el tanque de reserva. Hasta que lo ha dado todo de sí. ¡Después Klemmer se siente simplemente estupendo!, es indescriptible, según Klemmer describe radiante su estado físico. Quiere poner a prue-ba su propia carne bajo la mirada humillada de su profesora. Durante demasiado tiempo ha estado esperando este momento. Han pasado meses y por su constancia se ha hecho acreedor de un derecho. Las se-ñales han sido interpretadas acertadamente, es notorio que en el último tiempo Erika se ha acicalado para complacer a Klemmer, viste cadenas, puños de encaje, cinturones, cintas, enormes tacones, pañuelitos, olo-res, cuellos de piel, una pulsera que le impedía tocar el piano. Esta mu-jer se ha arreglado para un hombre. Pero este hombre siente la necesi-dad de destruir todo ese insano decorado de poca monta, porque quiere sacudir el envoltorio hasta que aparezca lo poco que le quede de natu-ral, aquello que esta mujer haya conservado de sí misma. ¡Él lo quiere para sí! Pero sin desearla realmente. Todos estos acicalamientos ponen frenético a Klemmer, que es un chico transparente. En la naturaleza los animales no se encopetan cuando van a aparearse. Sólo algunos pája-ros, por lo general los machos, suelen tener plumas para seducir, pero ésas las llevan siempre.
Mientras corre detrás de su futura amada, Klemmer todavía cree que su ira se debe únicamente a su atuendo cuidadoso pero de combinacio-nes poco afortunadas. De una vez hay que poner término a esos arre-glos, esas fruslerías que Klemmer ve como una grosera desfiguración. ¡Por complacerlo a él! Le explicará a Erika que, si viene a cuento, lo único que cabe es cuidar en extremo el aseo, ése es el único maquillaje que puede tolerar en un rostro de su agrado. Erika hace el ridículo sin tener necesidad de ello. Una ducha dos veces al día es lo que Klemmer entiende por cuidado corporal, y eso basta. Klemmer exige un cabello limpio; los peinados desaseados le resultan insoportables. Últimamente Erika va tan cargada de bridas y cencerros, que parece un caballo de circo. De un tiempo a esta parte la mujer se ha dedicado a revolver su ropero tanto tiempo olvidado tan sólo para gustarle más a su alumno. ¡Esto lo tiene que enloquecer y esto también! Por todas partes va lla-mando la atención y es evidente que exagera y no tiene medida con los cosméticos. Está experimentando una verdadera metamorfosis. No sólo recurre a sus abundantes reservas de vestuario, sino que además se compra los accesorios correspondientes, por docenas, llámense cinturo-nes, carteras, zapatos, guantes, bisutería. Quiere deslumbrar al hombre en la medida de sus posibilidades y, de hecho, lo único que consigue es despertar sus inclinaciones más bajas. Debería dejar dormir en paz a este tigre para que no la devore por completo, eso es lo que Klemmer le recomienda desde el punto de vista de su modesta persona. Erika se tambalea como una modelo ebria, con botas y con espuelas, con arne-ses y con banderas, enjoyada, emperifollada y arrebatada. ¿Por qué no habrá abierto antes sus cajones?, así habría acelerado esta complicada relación amorosa. ¡Y siguen apareciendo nuevas maravillas! Al fin se ha atrevido a asaltar sus depósitos llenos de prendas multicolores y sedas y espera feliz miradas de deseo desembozado, que jamás recibe, pero ignora la mofa evidente que hace la gente de ella, gente que conoce a Erika desde hace mucho tiempo y que se sorprende por sus transfor-maciones exteriores. Erika es ridícula, pero está bien empaquetada. To-do vendedor lo sabe: lo que importa es el envoltorio. Diez capas sobre-puestas que han de protegerla y, a la vez, ser un elemento de seduc-ción. Y todas intentan hacer juego. El desafío no es pequeño. La madre regaña a Erika porque además del traje se ha comprado un nuevo som-brero de vaquero con una cinta y un pequeño lazo de la misma tela que el sombrero, mediante el cual se lo amarra por debajo del mentón, para que no le vuele con el viento. La madre se queja con vehemencia por el derroche de dinero y desconfía del afán de la niña por acicalarse; segu-ro que está dirigido contra ella, o sea, contra la madre, y sin duda que tiene a alguien en la mira, vale decir, un hombre. Si se trata de algún hombre en particular, ¡ya llegará el momento en que se encuentre con la madre! Y dará con ella en sus facetas más desagradables. La madre se burla del gusto de esas combinaciones. Con el bilioso jugo de su sar-casmo envenena velos, pieles, envoltorios, tapaderas, todo lo que la hija se pone encima con tanto cuidado. Se burla de forma tal que la hija no puede dejar de percatarse de que la causa del sarcasmo son los ce-los.
Detrás de este animal con tan estupendos aparejos, que no encuentra paralelo en la naturaleza, corre atolondrado Walter Klemmer, el enemi-go natural de este animal. Su propósito es acabar de una vez con ese espíritu antinatural de la profesora. Unos vaqueros y una camiseta son suficientes para satisfacer las aspiraciones de Klemmer, que en todo lo demás son muy, muy altas. El portal del edificio sugiere un interior lú-gubre, en el cual sin embargo ha crecido durante mucho tiempo una planta exótica. Aquí mueren todos los colores que fuera aún florecen. En medio de la escalera hacia el primer piso se encuentran cara a cara Erika y Klemmer; no hay escapatoria, no hay garaje, no hay despensa, no hay subterráneo.
Pero no es casual que se encuentren el hombre y la mujer. Y un ter-cero invisible, en forma de cuidados maternos, espera arriba hasta re-cibir la contraseña. Erika le recomienda seria y buenamente al alumno que se vaya de inmediato. Ella se comporta con propiedad. El estudian-te se resiste con vehemencia, aun cuando no querría encontrarse con la madre. Él pide: que los dos nos vayamos a algún lugar donde por fin podamos conversar solos. ¡Quiere conversar! Erika tropieza presa del pánico; el hombre quiere penetrar en su recinto privado. Qué dirá la madre que la atrae con una cena íntima para dos. La cena está prevista para la madre y la hija.
Klemmer estira la mano para agarrar a Erika; ella, a su vez, lo ex-amina para averiguar si ya ha leído la carta. ¿Leyó ya mi carta, señor Klemmer? Qué necesidad de cartas hay entre nosotros, le responde Klemmer a la mujer amada en tono de pregunta; ella respira aliviada de que él aún no la haya leído. Pero por otra parte teme que él no esté dispuesto a entrar en el juego que le propone allí. Estos dos individuos acoplados en un engranaje amoroso están confusos, aun antes de que comience el combate, acerca de lo que uno desea del otro y de lo que cada uno conseguirá del otro. Los malentendidos tienen la consistencia del granito. Pero no se equivocan en lo que se refiere a la madre, que intervendrá con decisión y querrá deshacerse de inmediato del exce-dente (Klemmer). Pero conservará aquello que es de su absoluta pro-piedad y fuente de toda su alegría (Erika). Erika hace amagos de partir, ya en una, ya en otra dirección. De este modo pone en evidencia su in-decisión. Klemmer se percata de ello y se siente orgulloso de ser la causa de su turbación. Le echará una mano para que pueda parir deci-siones. Cuidadosamente le quita el sombrero de vaquero a su presa. Qué malagradecido con este sombrero que sobresalía por encima del tumulto como un noble indicador del camino, la estrella matutina de los tres Reyes Magos, un sombrero que nadie deja pasar sin rendirle el co-rrespondiente tributo de burla. Uno ve este sombrero y se siente con-trariado, aun cuando no siempre se culpe al sombrero por la contrarie-dad.
Aquí en la escalera estamos sólo nosotros dos y jugamos con fuego, le advierte Klemmer a la mujer. Klemmer le llama la atención a Erika, que no ha de despertar constantemente sus deseos y enseguida poner-se a una distancia inalcanzable. Erika mira al hombre que debería irse, pero que tiene que quedarse. En la oscuridad la mujer florece bajo el envoltorio de papel de regalo. Esta flor no está acostumbrada al áspero clima del placer, no está acondicionada para permanecer demasiado tiempo en el cubo de las escaleras; es una planta que necesita luz, sol. El lugar que mejor le sienta es el que tiene junto a su madre, frente al televisor. Erika se yergue obscena sin la protección de su nuevo som-brero, con el insano rostro enrojecido de una criatura que ha encontra-do a su amo. Klemmer se siente incapaz de desear a esta mujer, pero, desde hace ya mucho tiempo, quiere penetrarla. Cueste lo que cueste, seguramente bastará con palabras amorosas. Erika ama a este joven y espera que él la redima. Ella no da ninguna señal de amor para no que-dar en desventaja.
Erika querría mostrar debilidad, pero también quiere determinar por sí misma la forma en que ha de manifestarse su desventaja. Lo ha es-crito todo. Quiere dejarse absorber íntegramente por el hombre, hasta desaparecer. Tanto su intangibilidad como el contacto pasional han de estar protegidos por su sombrero de vaquero. La mujer quiere reblan-decer un anquilosamiento de muchos años, aunque ello signifique que el hombre la devore, no le importa. Quiere entregarse plenamente a es-te hombre, pero sin que él se entere. No te das cuenta de que estamos solos en el mundo, le pregunta al hombre con un hilo de voz. Arriba, la madre ya está esperando. Dentro de poco abrirá la puerta. Pero la puerta aún no se abre porque la madre todavía no espera a la hija.
La madre no alcanza a sentir cómo su niña tironea de las cadenas porque todavía falta media hora para que la oiga y la sienta. Erika y Klemmer se han dado a la tarea de sondear cuál de los dos ama más al otro y, por tanto, cuál de los dos es el más débil. A causa de su edad, Erika simula que es ella la que ama menos, porque ya ha amado dema-siadas veces. Así, es Klemmer el que ama más. A su vez, Erika ha de ser amada con más vehemencia. Klemmer ha arrinconado a Erika; ella ya no tiene más que una escapatoria, la que la conducirá directamente al avispero del primer piso; la puerta correspondiente puede identificar-se con claridad. Ahí la vieja avispa traquetea con cacerolas y sartenes; se la puede oír y ver como en un juego de sombras a través de la ven-tana de la cocina que da al pasillo. Klemmer da una orden. Erika obede-ce. Ella parece enfilar a gran velocidad hacia su propio fracaso; ése es el último destino que anhela. Erika se desprende de su voluntad. Se desprende de una voluntad que siempre le ha pertenecido a la madre y ahora se la entrega a Walter Klemmer como el testigo en una carrera de postas. Se apoya hacia atrás y espera que alguien decida sobre su destino. Pero, si bien entrega su libertad, lo hace bajo una condición: Erika Kohut utilizará su amor para que este muchacho se transforme en su amo. Mientras mayor poder tenga él sobre ella, tanto más quedará sometido a su propio arbitrio. Klemmer será su esclavo, por ejemplo, cuando vayan a Ramsau, para emprender desde allí excursiones a la montaña. Y él creerá que es su amo. Erika utilizará su amor de este modo. Éste es el único camino para evitar que el amor se agote prema-turamente. Él ha de estar convencido: esta mujer se ha puesto en mis manos, pero de hecho será él quien pase a propiedad de Erika. Así es como ella se lo imagina. Sólo puede fallar si, al leer la carta, la rechaza. Por repulsión, vergüenza o temor, según cuál sea el sentimiento que lo domine. En realidad, no somos más que seres humanos y, por ello, in-acabados –Erika consuela al rostro masculino que tiene enfrente y que quiere besarla en ese preciso momento, ese rostro que es más y más suave, casi hasta derretirse. Ante la vista de su profesora. De hecho, a veces fracasamos y creo con firmeza que el fracaso es en sí nuestro propósito final, concluye Erika, y no lo besa, sino que llama a la puerta; detrás de ésta aparece casi de inmediato el rostro de la madre, que en una mezcla de esperanza y disgusto se pregunta quién se atreverá a molestar a esta hora, floreciendo y marchitándose en un abrir y cerrar de ojos al ver que del enganche de la hija cuelga un remolque. El re-molque rápidamente da a conocer su aeropuerto de destino: aquí, la vi-vienda de las Kohut sénior y júnior. Acabamos de llegar. La madre se queda perpleja. Ella ha sido arrancada de forma muy violenta de debajo de su manto de los dulces sueños y se halla ahí, en camisón de dormir, frente al griterío de una turbamulta. Por medio de un lenguaje visual largamente ensayado la madre le pregunta a la hija qué busca en casa ese joven desconocido. Con la misma mirada la madre exige que quite de en medio a ese joven, que no viene a revisar ni el contador de agua ni ningún otro contador, algo que por lo demás se paga directamente de la cuenta bancaria. La hija responde que tiene que discutir algo con el alumno y que lo mejor será que se vaya a su habitación. La madre le recuerda a la hija que no tiene habitación y lo que en su delirio de grandeza llama su habitación también pertenece a la madre. En esta casa, mientras siga siendo mía, lo decidiremos todo de común acuerdo, y enseguida resume en palabras lo que ha decidido. Erika Kohut le re-comienda a la madre que no los siga a la habitación, de lo contrario ¡habrá problemas! Las dos señoras no se tratan con particular amabili-dad y se gritonean. Esto alegra a Klemmer y encabrita a la madre. La madre hace un giro y, con voz casi inaudible, alude a la escasa cantidad de alimentos: son suficientes para dos comensales que comen poco, pero no para dos comensales que comen poco y uno que come mucho. Klemmer da las gracias: no, gracias. Ya he cenado. La madre queda desconcertada mirando al suelo para enfrentarse a los hechos. En este momento cualquiera podría llevarse a la madre. Cualquier brisa derriba-ría a esta señora tan llena de vitalidad, que por lo general se defiende con los puños contra las ráfagas de viento y se enfrenta a chubascos con una adecuada vestimenta. La madre se queda parada mientras se le escapan sus tesoros.
La procesión compuesta por la hija y el hombre desconocido, que ella ha visto sólo ocasionalmente, pero no lo ha olvidado, pasa junto a la madre y se dirige a la habitación de la hija. Sin prestar mayor atención, la hija dice algo de despedida, que evidentemente es una despedida de la madre. No es al estudiante al que despide, aunque es él quien se les ha metido sin derecho alguno en el hogar. Evidentemente se trata de un complot para debilitar el sagrado nombre de la madre. Por ello la madre eleva una oración a Jesús, pero nadie la oye, ni siquiera el desti-natario. La puerta se cierra de forma inexorable. La madre no se imagi-na qué ocurrirá entre las personas en la habitación de Erika, pero no será difícil de descubrir, ya que, gracias a la sabia previsión materna, la puerta no puede cerrarse con llave. La madre se desliza sobre la punta de los pies hacia la habitación de la niña para descubrir qué instrumen-to están tocando ahí. No es el piano, porque el piano sigue reluciente en el salón. La madre pensaba que su niña era la inocencia en persona y, de pronto, alguien paga un alquiler y se cree con derecho a llamar de un silbato a la niña para que cumpla con sus deberes. Pero, en cual-quier caso, la madre rechazará indignada ese alquiler. Puede prescindir de ese tipo de ingresos. Sin duda que este muchachote querrá pagar el alquiler en forma de amores perecederos; eso no es una buena inver-sión.
En el momento en que la madre estira la mano hacia la manivela de la puerta oye con toda claridad que al otro lado están moviendo un ob-jeto pesado, probablemente la cómoda de la abuela, repleta de prendas y los correspondientes accesorios, los superfluos vestidos de la hija, to-do recién comprado. La cómoda es quitada del lugar en que ha estado durante años y es arrastrada, ¡con violencia! Una madre desilusionada se halla ante la puerta de la habitación de la hija, que ante sus propios ojos ha sido bloqueada intencionadamente. De alguna manera consigue reunir sus últimas fuerzas y en vano las aplica contra la puerta. Se ayuda para ello de la punta del zapato que está metido en una pantufla de pelos de camello, pero resulta blando para empujar. La madre siente el dolor en los ortejos, sin darse cuenta del todo porque está excesiva-mente alterada. En la cocina comienza a heder la comida. La madre ni siquiera fue tratada con la formalidad que merece. No recibió ningún ti-po de explicaciones, a pesar de que ésta es la casa de la madre y ella cuida de que la hija tenga un hogar agradable. Es más, el territorio hogareño le pertenece más a la madre que a la hija, porque ella apenas sale de casa. Por último, la vivienda no es de propiedad exclusiva de la hija; la madre aún sigue viva y así será durante mucho tiempo. Esta noche, tan pronto se haya ido la desagradable visita, la madre sorpren-derá a la hija diciéndole que se va. Al asilo de ancianos. Desde luego que no lo habrá dicho tan en serio, pero sólo se descubrirá una vez que la hija comience a rogarle; porque: ¿adonde habría de irse? El hostil espíritu materno comienza a ser horadado por ideas aún más hostiles acerca de un posible cambio en las relaciones de poder y de un cambio de guardia. En la cocina va para uno y otro lado con la comida a medio hacer. Lo hace más bien por ira que por desesperación. Alguna vez lle-ga el momento en que la edad ha de entregar el cetro. Ve en su hija el germen envenenado de un conflicto generacional, pero ya pasará, tan pronto la niña se dé cuenta de la enorme suma que le debe a la madre. Teniendo en cuenta la edad a que ha llegado Erika, la madre ya no con-taba con la posibilidad de tener que abdicar. Se había hecho a la idea de que seguiría así hasta su muerte. Resistiría los asaltos hasta que so-nara el gran gong. Probablemente no sobrevivirá a la niña, pero mien-tras viva se impondrá sobre ella. La hija ya no está en una edad como para soportar las desagradables sorpresas que puede provocarle un hombre. Y, sin embargo, helo aquí, el hombre del cual pensaba que ya se lo había quitado de la cabeza. Había tenido éxito en convencer a la hija de quitárselo de encima y ahora vuelve a aparecer intacto, como nuevo, y además, ¡en el propio nido!
La madre se deja caer desalentada en una silla de la cocina rodeada de restos de comida. No será sino ella quien tenga que recogerlo todo. Entre tanto, esto la distrae un poco. Hoy por la noche, cuando estén frente a la televisión, no le dirigirá la palabra. Y, si lo hace, le explicará a Erika que todo lo que hace la madre está motivado por el amor. La madre le declarará su amor a Erika y con ello se excusará de posibles errores. En este sentido mencionará a Dios y a otras autoridades, los cuales también han cultivado el amor, pero no el amor egoísta que germina en ese joven. Como castigo, la madre no desperdiciará ni si-quiera una palabra acerca de la película, ni a favor ni en contra. Hoy no habrá el habitual intercambio de opiniones porque la madre ha decidido suspenderlo. Hoy la hija deberá atenerse a lo que la madre desea. La hija no puede hablar sola. Nada de discusiones, tú sabes por qué.
La madre se va al salón sin comer y sube el volumen del televisor en colores, una seducción permanente, para que la hija lo oiga desde su rincón y lamente haber elegido la más sosa de dos seducciones. Deses-perada, la madre busca un consuelo y lo encuentra en el hecho de que la hija haya venido con el hombre a casa en vez de irse a cualquier otro lugar. La madre teme que en ese momento, detrás de la puerta blo-queada, esté actuando la carne. La madre teme también que el joven esté interesado en el dinero. Sólo puede imaginarse que alguien tenga interés por el dinero, aunque lo camufle ingeniosamente simulando que quiere a la hija. Que se lleve lo que quiera, pero no el dinero, decide la ministra de finanzas de la familia, y mañana mismo cambiará el santo y seña de la libreta de ahorros. El santo y seña ya no será «Erika». La hija se llevará un buen chasco cuando vaya al banco y quiera traspasar-le sus bienes a este joven. La madre sospecha que, detrás de la puerta, la hija presta atención únicamente a su cuerpo, que probablemente en ese mismo instante florece al calor del contacto. Sube el volumen del televisor a un extremo que no pasará inadvertido por los vecinos. Toda la vivienda vibra con el estridente sonido de las fanfarrias del juicio final que anuncian el noticiario Zeit im Bild. Dentro de poco los vecinos co-menzarán a dar golpes con los palos de las escobas o acudirán perso-nalmente a presentar sus quejas. Allá Erika, está bien que le ocurra, porque ella la acusará como la causante de este atentado acústico y en el futuro no podrá mirar a la cara a nadie en todo el edificio. Ni un co-mentario de la habitación de la hija, donde insanas se revuelcan las cé-lulas. Por lo demás, aunque quisiera, la madre no oiría a la hija aunque gritara. Baja el volumen de las malas noticias al nivel de un auditor normal para poder escuchar qué ocurre en la habitación de la hija. Aún no oye nada porque la cómoda, además de silenciar hechos y pasos, contribuye a atenuar los ruidos. La madre apaga el sonido del televisor, pero, aun así, detrás de la puerta sigue sin suceder nada. Vuelve a po-ner el sonido para ocultar el ruido que hace ella al ir en puntillas a husmear junto a la puerta de la hija. ¿Cuáles serán los ruidos que oirá la madre, serán de placer, de dolor o de ambos? La madre pega la oreja a la puerta; es una pena que no tenga un estetoscopio. Por suerte sólo hablan. Pero, ¿de qué hablan? ¿Estarán hablando de la madre? También ella ha perdido todo el interés por el programa de la televisión, a pesar de que acostumbra a decirle a la hija que no hay nada como la televi-sión después de un largo día de trabajo. La que trabaja es la hija, pero la madre también se siente autorizada a ver televisión con ella. La compañía de la niña es para ella el aderezo de la televisión. Y ahora los aderezos se han recocido y la televisión no le sabe bien. Está insípida y anodina.
La madre va al armario de los venenos en el salón. Bebe uno y otro licor. Esto la cansa y se siente pesada. Se recuesta en el sofá y sigue bebiendo licores. Detrás de la puerta todo parece dominado por un cán-cer que sigue expandiéndose incluso después de la muerte del paciente. La madre continúa bebiendo licores.

Walter Klemmer se deja llevar por el deseo de abalanzarse sobre Eri-ka Kohut, ahora que han concluido los trabajos preparatorios y que la puerta está bien cerrada. Nadie puede entrar, pero tampoco puede salir nadie sin su expresa ayuda física. La cómoda ha sido puesta delante de la puerta gracias a sus fuerzas, la mujer está con él y la cómoda los protege de lo que ocurra fuera. Klemmer le bosqueja a Erika la situa-ción utópica de una pareja, condimentada por sentimientos amorosos. Qué bello puede ser el amor si se disfruta con un compañero ideal. Eri-ka sostiene que ella quiere ser amada sólo después de haber andado por algunos caminos erráticos. Se envuelve completamente en la made-ja de sí misma, como un objeto, y excluye los sentimientos. Se defien-de con todas sus fuerzas utilizando el mobiliario de su vergüenza y los cajones de su indisposición y Klemmer ha de quitar con violencia todos esos trastos si quiere acceder a Erika. Ella no quiere ser más que el ins-trumento sobre el que le enseñe a tocar. Él ha de ser libre; ella ha de estar encadenada. Pero ha de ser ella quien defina cuáles son sus cade-nas.
Decide hacer de sí misma un objeto, una herramienta; Klemmer de-berá decidirse a utilizar este objeto. Erika presiona a Klemmer para que lea la carta y en su interior le ruega que, una vez que la haya leído, ig-nore su contenido, por favor. Aunque sólo sea porque lo que el siente es verdadero amor y no simplemente el resplandor que rebota en los colchones. Erika eludirá a Klemmer si él se niega a utilizar la fuerza con ella. Pero se sentirá feliz de su cariño, que excluye utilizar la violencia contra el objeto de su amor. Sin embargo, sólo con violencia podrá apropiarse de Erika. Ha de amarla al grado de entregarse a sí mismo, entonces ella lo amará hasta la negación de sí misma. Uno al otro se ofrecen sin cesar pruebas bien documentadas de cariño y entrega. Erika espera que Klemmer jure prescindir de la violencia, por amor. Erika se negará, por amor, y exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero espera de todo corazón no verse sometida a lo que pi-de en la carta.
Klemmer mira a Erika con amor y admiración, como si alguien lo es-tuviera observando mientras, emocionado, mira a Erika. El observador invisible mira a Klemmer por encima del hombro. En cuanto a Erika, es la esperada redención la que la mira por encima del hombro. Por propia disposición se entrega en las manos de Klemmer y espera conseguir la redención a través de una confianza absoluta. Lo que ella desea de sí misma es obediencia y de Klemmer espera recibir órdenes que contri-buyan a hacer efectiva su obediencia. Ella ríe: ¡para esto hacen falta dos! Klemmer también ríe. Enseguida acota con autosuficiencia que no necesitamos cartearnos, ya que basta con un buen besuqueo. Klemmer le asegura a su futura amada que le puede decir todo, realmente todo lo que quiera, y no hace falta que le escriba. Esta mujer, que sólo se ha dedicado a estudiar piano, puede avergonzarse tranquilamente. Si se pone guapa puede conseguir que el hombre recupere el deseo sexual, cuya decadencia es provocada por sus conocimientos. De una vez por todas Klemmer desea emprender el celestial ataque amoroso y no se-guir esperando las señales del tránsito que le han sido entregadas por escrito. Ahí está la carta, ¿por qué no la abre? Abochornada, Erika lucha con su libertad y su voluntad, que podrían acabar por presentar su re-nuncia; el hombre no alcanza a comprender este sacrificio. La prescin-dencia de su propia voluntad la hace sentir un hechizo aletargado que la excita. Klemmer bromea con ligereza: poco a poco estoy perdiendo las ganas. Amenaza que ese cuerpo blando, carnoso y tan pasivo, esa agilidad enfocada únicamente hacia el piano, acabará por no despertar ningún deseo particular en él si se acumulan tantos obstáculos. Ahora que estamos solos, ¡pongámonos manos a la obra! La situación no tiene vuelta atrás y no hay excusa. Por múltiples atajos finalmente ha conse-guido llegar hasta aquí. Se come su ración y, con avidez, se sirve más y toma un cucharón repleto con los acompañamientos. Klemmer rechaza la carta con violencia y le dice a Erika que a ella hay que forzarla hacia su propia felicidad. Le describe la felicidad que él significa, sus propias virtudes y ventajas, pero también sus defectos en comparación con el papel muerto: ¡él está vivo! Y, dentro de poco, ella misma lo comproba-rá, dado que también está viva. A manera de una amenaza Walter Klemmer deja entrever con cuánta facilidad más de algún hombre se harta de más de alguna mujer. Por eso, una mujer debe saber presen-tarse de las más diversas formas. Erika, que le lleva ventaja, ya estaba enterada. Por ello insiste en la carta, donde le escribe de qué forma se puede ampliar el potrero de la relación, caso que fuera necesario. Erika dice: sí, pero primero la carta. Klemmer no tiene más alternativa que cogerla, de lo contrario tendría que dejarla caer al suelo y ofender con ello a la mujer. Besuquea a Erika con vehemencia, satisfecho de que al fin sea razonable y se muestre cooperativa en las cuestiones amorosas. Ello la hará merecedora de gratificaciones amorosas inexpresables, y todas tendrán su origen en él, en Klemmer. Erika le ordena: lee la car-ta. Contra su voluntad Klemmer se desprende de Erika, después de que ya la tenía en sus manos, y rasga el sobre. Sorprendido lee lo que hay escrito; lee algunos pasajes en voz alta. Si es verdad lo que dice la car-ta, para él las cosas no tendrán un buen final, pero para esta mujer se-rá aún peor, eso está garantizado. Aunque haga enormes esfuerzos, ya no puede verla como una persona, algo así sólo puede tomarse con guantes. Erika saca una vieja caja de zapatos y comienza a desempa-quetar todo lo que ha ido juntando con el tiempo. Duda acerca de qué elegirá él, pero, en cualquier caso, ella quiere quedar absolutamente inmovilizada. Quiere quitarse toda responsabilidad en la elección de los instrumentos que se usen. Quiere entregar su confianza a alguien, pero bajo sus condiciones. ¡Lo provoca!
Klemmer comenta que con frecuencia hace falta valor para no res-ponder a una provocación y decidirse por la normalidad. Klemmer es la normalidad. Klemmer lee y se pregunta qué se habrá imaginado esta mujer. Se pregunta si esto es en serio. Porque, para él, sí es de una se-riedad que llega a lo trágico; eso lo ha aprendido en las aguas torrento-sas, donde con frecuencia se halla en situaciones peligrosas que tiene que manejar.
Erika le ruega al señor Klemmer que se le acerque cuando ella no lle-ve encima más que ropa interior negra de nylon y medias. Eso le gusta. El adorado señor Klemmer lee que su deseo más íntimo es que él la castigue. Como castigo ella desea que Klemmer la siga permanente-mente, pisándole los talones. Erika se impone a Klemmer como castigo. Y esto ha de ocurrir de modo tal que él disfrute al encadenarla, atarla todo lo que pueda hasta hacer de ella un ovillo, y ha de ser con fuerza, tensando más y más, sin descuidar nada, con arte, con crueldad, haciéndole daño, de forma sofisticada y utilizando las cuerdas que he juntado y también las correas de cuero e incluso las cadenas que tengo aquí. La ha de golpear con las rodillas en el vientre, por favor, hazlo.
Klemmer se ríe en voz alta del asunto. Cree que bromea cuando le pide que la golpee con los puños en el estómago y que se siente encima de ella hasta quedar aplastada como una tabla, y que quiere quedar inmovilizada por sus crueles y dulces cadenas. Klemmer rebuzna, por-que eso ella no lo dice en serio y el cuento está bien escrito. Esta mujer muestra otra faceta y de este modo ata al hombre con más fuerza. Ella busca diversión y no se detiene ante nada. Por ejemplo, en la carta es-cribe que se enroscará como un gusano en tus terribles cadenas, con las que ¡me dejarás tirada durante horas e incluso me golpearás o me darás puntapiés o hasta me azotarás en todas las posiciones! En la car-ta, Erika le indica que quiere perderse en él, desintegrarse. ¡Su obe-diencia bien entrenada aspira a ir a más! Y una madre no lo es todo, aun cuando hay una sola. Una madre es y seguirá siempre siendo ma-dre, pero un hombre exige más. Klemmer pregunta qué se ha imagina-do. Quién se cree que es, quiere saber. Y tiene la impresión de que ni siquiera se avergüenza.
Klemmer quiere salir de esta casa, que más bien es una trampa. No sabía dónde se estaba metiendo. Esperaba algo mejor. El piragüista ha caído en aguas desconocidas. No quiere admitir conscientemente dónde ha ido a parar y jamás lo admitirá ante terceros. Qué quiere de mí esta mujer, se pregunta atemorizado. ¿Ha entendido bien?, o sea que, aun siendo su amo, ¿se le escapará y jamás llegará a dominarla? Porque, en tanto es ella la que determina qué le ha de hacer, conserva un último reducto inescrutable. Con cuánta facilidad se había imaginado el aman-te que había penetrado en lo más profundo y ya no quedaba ningún misterio por desvelar. Erika cree que a su edad aún puede elegir, pero él es tanto más joven y por ello es el primero en elegir, y de hecho ha sido elegido el primero. Erika le pide por escrito que la tome como su esclava y le imponga tareas. Él piensa: si no es más que eso..., pero jamás la castigará, eso le resultaría imposible a este joven de buen co-razón. En sus nobles costumbres hay un punto que él no rebasa jamás. Uno tiene que conocer sus propios límites, y los límites están donde comienza el dolor. No se trata de no atreverse. No quiere. Ella le señala por carta que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente. ¡Pero si ni siquiera se atreve a decirlo en voz al-ta! Al menos no mirándolo a sus ojos azules.
La broma lleva a Klemmer a golpearse los muslos con tanta fuerza que se hace daño, ¡ella quiere darle instrucciones a ÉL! Y, además, ha de obedecerle de inmediato. Continúa diciendo: por favor, describe siempre minuciosamente lo que harás conmigo. Y amenázame en voz alta con lo que piensas hacer a continuación, en caso de que no te obe-dezca. Todo has de describirlo con lujo de detalles. También las pers-pectivas de mayores sufrimientos han de ser descritas en todas sus va-riedades. Klemmer se dirige una y otra vez con sarcasmo a Erika, quién se cree que es. Con su sarcasmo le dice implícitamente que ella no es nada o que es poca cosa. Hace referencia a otros límites que conoce só-lo él porque ha sido él quien ha establecido la demarcación: el límite se sobrepasa cuando tengo que hacer algo contra mi voluntad, dice el se-ñor Klemmer ironizando la gravedad de la situación. Lee únicamente para divertirse. Lee en voz alta, pero sólo para reírse a gusto: nadie re-sistiría lo que ella desea, tarde o temprano le causaría la muerte. Esto es un inventario del dolor. O sea que te he de tratar como un simple objeto. En las clases de piano todo ha de seguir igual, los demás no han de enterarse de nada. Klemmer le pregunta si acaso se ha vuelto loca. Si piensa que nadie se dará cuenta, se equivoca. Se equivoca terrible-mente.
Erika no habla, ella escribe que su abúlico rebaño de estudiantes de piano quizá pida explicaciones, pero no recibirá respuesta. Erika ignora groseramente a sus estudiantes, la contradice Klemmer. Pero él no se pondrá al descubierto ante gente que, en su conjunto, es más tonta que él. Esto no es lo que yo esperaba de nuestra relación, Erika. Klemmer sigue leyendo la carta, y no puede tomarla en serio aunque quiera; dice que no debe ceder ante ningún ruego. Si satisfaces mis ruegos, cuando te pida, amado mío, que sueltes un poco mis cadenas, quizá podría lle-gar a liberarme. Por ello, por favor, nunca hagas caso, ¡aunque te lo suplique! Por el contrario, ante mis súplicas haz como si quisieras se-guir adelante, de hecho, ciñe y aprieta aún más las cadenas y tira de la correa hasta que avances dos o tres orificios, cuanto más oprimida es-té, mejor, y con todas tus fuerzas méteme en la boca las medias viejas que yo dejaré a tu alcance y amordázame con tanta maña que yo no sea capaz de hacer ni el menor ruido.
Klemmer dice no y se ha acabado. Le pregunta a Erika si quiere que la abofetee. Erika no se autoriza a hablar. Klemmer le advierte que, si sigue leyendo eso, lo hace sólo por interés en un caso clínico, que es su caso. Dice: una mujer como tú no tiene necesidad de estas cosas. No presenta ningún defecto físico, a excepción de la edad. Sus dientes no son postizos.
Aquí dice: con la correa de goma átame la mordaza con todas tus fuerzas a la boca –yo te indico cómo–, así no podré expulsarla con la lengua. ¡La correa de goma ya está preparada! Por favor, para aumen-tar el placer, con fuerza envuélveme la cabeza con una de mis blusas y átamela con fuerza y arte en torno a la cabeza para que me resulte im-posible quitármela. Y deja que me consuma durante horas en esta horrorosa posición, que no pueda hacer nada, abandonada a mí misma y sola. Y cuál es mi premio, bromea Klemmer. Lo pregunta porque a él no lo divierte atormentar a los demás. Algún sufrimiento en el deporte es un asunto que él asume voluntariamente; es otra cosa: en esos ca-sos sufre sólo él. Escanciar agua sobre las piedras de la sauna, por ejemplo, después de haber navegado por las frías aguas de la montaña. Esas son cosas que me impongo a mí mismo y te puedo explicar cuál es mi forma de entender una situación límite.
Búrlate de mí y llámame esclava estúpida y aun peor, continúa ro-gándole Erika, por escrito. Por favor, describe en voz alta lo que estés haciendo y describe de qué forma puedes hacerlo más terrible aún, pe-ro sin que de hecho con ello aumente tu crueldad. Habla de ello, pero sólo habla. Amenázame, pero no te desbordes. Klemmer piensa en los muchos ríos desbordados que ha visto, ¡pero jamás había caído en sus manos una mujer como ésta! No está ella como para provocar que al-guien se salga de su cauce, viejo arroyo maloliente, así la llama sin en-tusiasmo, pero sólo en sus pensamientos. La sepulta con su sarcasmo, aunque sólo lo hace interiormente. Mira a esta mujer que desea perder el conocimiento de tanto placer y se pregunta: ¿quién conoce realmente al sexo femenino? Ella sólo piensa en sí misma. Querrá besarme los pies en agradecimiento, acaba por descubrir el hombre. En este sentido la carta es muy clara. La carta sugiere que lo de ellos sea secreto y no llegue a conocimiento de nadie más. La docencia ofrece el terreno ideal para la germinación de lo misterioso y lo furtivo, pero también para bri-llar en público. Klemmer se da cuenta de que la carta continúa eterna-mente en ese mismo tono. Lo que lee no es para él más que una simple curiosidad. Quisiera abandonar este cuarto lo antes posible, éste es su propósito. Lo que lo detiene es únicamente la curiosidad de saber hasta dónde puede llegar una persona que sería capaz de coger una estrella con la mano. Klemmer, en sí una estrella en una bolsita de té instantá-neo, ilumina su espacio inmediato desde hace ya mucho tiempo. El uni-verso de las artes musicales es muy vasto, a la mujer le bastaría con estirar la mano, ¡pero ella se satisface con menos! Klemmer siente cos-quilleos por lanzar un puntapié cuyo destinatario sea Erika.
Erika mira al hombre. Sólo una vez fue niña y nunca volverá a serlo.
Klemmer bromea acerca de la injusticia de golpes propinados injus-tamente. Esta mujer cree ser merecedora de los golpes por su sola pre-sencia, pero eso no basta. Erika piensa en las viejas escaleras mecáni-cas de los centros comerciales de su infancia. Klemmer dice que, por casualidad, en alguna ocasión se me puede escapar la mano, no puedo negarlo, pero los excesos casi nunca son buenos. Cuando estemos en intimidad, por favor, nada de arrogancia. Lo está poniendo a prueba en cuestiones de amor, eso lo ve hasta un ciego. No es más que una prue-ba para averiguar hasta dónde sería capaz de llegar por amor. Lo ex-amina para saber si su fidelidad es eterna y quiere seguridades incluso antes de comenzar. Es frecuente que la mujer piense así. Ella parece sondear en qué medida puede edificar algo sobre la base de su lealtad y con qué fuerza puede golpear él en los muros de su entrega. En gene-ral, sí, de eso se trata: cuál es su capacidad de entrega. Las capacida-des se transforman en conocimientos.
Klemmer es de la opinión –y cree firmemente en ello– que en este estadio se le puede prometer cualquier cosa a una mujer sin estar obli-gado a cumplir. El fierro candente de la pasión se enfría muy pronto si se vacila al forjarlo. Rápidamente hay que darle con el martillo. El hom-bre justifica su falta de interés en función de la modalidad en que está construido el correspondiente ejemplar femenino. Lo consume el deseo de estar completamente solo.
A través de la carta, Klemmer se entera de que la mujer desea ser devorada por él; por falta de apetito, él la rechaza agradecido. Klemmer justifica su negativa argumentando: no hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo. Y, de hecho, él no querría que le aplicaran mordazas ni cadenas. Te amo tanto, dice Klemmer, que jamás podría hacerte daño, ni siquiera al precio que tú lo pides. Porque, en última instancia, cada uno quiere hacer sólo lo que desea. Klemmer no extrae-rá ninguna consecuencia de lo que ha leído, eso sí está claro. Fuera, re-tumba mortecino el televisor, en el cual una voz masculina amenaza a una mujer. El episodio de hoy del serial toca dolorosamente el espíritu de Erika, que está abierto y es receptivo en este sentido. Este espíritu alcanza su máximo esplendor rodeado por sus cuatro paredes porque ningún tipo de competencia la amenaza. La afinidad con la madre no es más que el resultado de esas insuperables capacidades pianísticas. La madre dice: Erika es la mejor. Ese es el lazo con el que caza a la hija.
Klemmer lee una frase escrita en la que se le autoriza castigar a su gusto a Erika. Pregunta: por qué no señalaste aquí también el castigo; dispara esta pregunta contra el acorazado Erika. Aquí dice que no es más que una sugerencia. Ella se ofrece para comprar una cadena con dos candados, para que no tenga ninguna posibilidad de abrirla. Por mi madre no te preocupes en absoluto, te lo ruego. En cambio la madre sí que se preocupa por ella y desde fuera golpea contra la puerta. Apenas se oye gracias a la cómoda que colabora pacientemente ofreciendo re-sistencia con el lomo. La madre ladra, el televisor susurra. El aparato tiene encerradas una figuras diminutas; de ellas se dispone cuando se desea, según el capricho se las puede conectar o desconectar. Si la vida en miniatura del televisor se compara con la gran vida de verdad, vence la vida verdadera, ya que ésta dispone libremente de la pantalla. La vi-da se rige en función de la televisión y la televisión es una copia de la vida.
Figuras con tremendos peinados abultados por la acción del secador se miran unas a otras sorprendidas, pero sólo las figuras de fuera de la pantalla ven algo, las de dentro no hacen más que mirar desde la pan-talla hacia fuera sin enterarse de nada.
Erika da más detalles en sus proposiciones; tenemos que conseguir-nos un cerrojo o algún sistema para cerrar esta puerta con llave. No te preocupes, querido, yo me ocuparé de ello. Quiero que hagas de mí un paquete, para quedar inerme entregada a ti.
Con nerviosismo Klemmer se pasa la lengua por los labios al sentirse con tanto poder. Como en la televisión, se le presentan mundos en mi-niatura. Apenas hay espacio para poner el pie. Esta pequeña figura le zapatea en el cerebro. Ante él la mujer se encoge al tamaño de una mi-niatura. Puede tirarla como un balón y no correr a recogerla. La puede dejar sin aliento. Ella se encoge por su propia voluntad, aun cuando no le haría falta. Porque, desde luego, él le reconoce sus facultades. Ella ya no quiere ser superior porque de lo contrario no encontraría a nadie que pudiera sentirse superior al enfrentársele. Más adelante Erika se propo-ne comprar otros accesorios, para que lleguemos a disponer de todo un instrumental de tortura. Y los dos tocaremos en este órgano. Pero ni una sola nota ha de ser escuchada en el exterior. Los alumnos no han de darse cuenta de nada; ésa es una preocupación de Erika. Delante de la puerta la madre solloza en silencio y furiosa. Y en el mundillo del te-levisor una mujer ignorada solloza casi sin voz porque ha sido oprimido el botón del volumen. La madre es capaz y también está plenamente dispuesta a hacer que la mujer del serial solloce a tal volumen que tiemble todo el edificio. Ya que ella, la propia madre, no puede interve-nir, al menos los interrumpirá esta mujer tejana con su imitación de un ondulado permanente; para ello le bastará oprimir el botón del mando a distancia.
Erika Kohut aventura la idea de que cometerá un error por el cual de-seará ser castigada de inmediato. No cumplirá alguna tarea. La madre no lo sabrá, pero Erika habrá dejado de cumplir su deber. Desde ningún punto de vista te preocupes por mi madre, por favor. Para Walter Klemmer no es problema despreocuparse de la madre, pero para la madre tampoco es problema hacer públicas sus preocupaciones utili-zando las trompetas que le ofrece la televisión. Tu madre molesta de-masiado, se queja el hombre con tono de lloriqueo. En ese preciso mo-mento oye la sugerencia de que consiga para Erika una especie de de-lantal de algún plástico negro resistente o de nylon y que le haga orifi-cios, a través de los que pueda echarle un vistazo a los órganos genita-les. Klemmer pregunta dónde puede conseguir un delantal de ese tipo, si ha de robarlo o fabricarlo él mismo. O sea que el hombre sólo podrá ver a través de mirillas; acaso eso es lo más inteligente que se le ocu-rre, comenta con tono burlón. ¿Eso también lo ha tomado de la televi-sión, que nunca se muestre todo, sino únicamente detalles, cada uno de los cuales es en sí mismo un mundo entero? El director de escena ofrece los detalles, el resto se fabrica en la propia cabeza. Erika detesta a la gente que ve televisión sin pensar. De todo se saca provecho, si se hace con apertura. El aparato da lo prefabricado y la cabeza fabrica los envoltorios correspondientes. Ahí se modifica a gusto el contexto vital y se continúa elaborando la trama o se la modifica. Separa a los amantes y reúne a aquellos que el libretista había concebido separados. La cabe-za modifica la trama según su gusto.
Erika desea que Walter Klemmer le dé tormento. Klemmer no quiere aplicar a Erika ningún tipo de tormento, dice, ése no era el acuerdo, Erika. Ella le pide, por favor, que ate con fuerza las cuerdas y las sogas, de modo que después incluso tú apenas puedas deshacer los nudos. No tengas ningún tipo de contemplaciones conmigo, ¡haz uso de todas tus fuerzas! Hazlo así por todas partes. Qué sabes tú de mis fuerzas, le pregunta retórico Walter Klemmer, ya que ella jamás lo ha visto cuando practica el piragüismo. Ella subestima sus fuerzas. Ni siquiera se imagi-na lo que él le podría hacer. Es por eso que ella ha escrito: ¿sabes que se puede aumentar el efecto dejando remojar en agua las cuerdas du-rante largo tiempo? Hazlo cada vez que a mí me apetezca, y disfrútalo a tu gusto. Algún día –en su momento te lo señalaré por escrito– sor-préndeme con cuerdas bien remojadas en agua y que, una vez que co-miencen a secarse, se encojan. ¡Castiga mis faltas! Klemmer intenta explicar de qué forma Erika, que se ha callado, con su silencio, comete una falta contra las más elementales normas de la urbanidad. Erika si-gue en silencio, pero no deja caer la cabeza. Ella cree que va por el ca-mino acertado y ¡quiere que él se quede con todas las llaves de los ce-rrojos que utilizará próximamente para encerrarla! No las pierdas. No te preocupes por mi madre; entre tanto yo me ocuparé de pedirle todos los duplicados de las llaves, ¡que son muchísimas! ¡Enciérrame desde fuera con mi madre! Espero ansiosa el día que tengas que irte de prisa y –satisfaciendo mis ardientes deseos– me dejes encadenada, atada y sujeta con correas, encerrada bajo siete llaves con mi madre, pero que ella no pueda entrar en mi habitación, y que tenga que quedarme así hasta el día siguiente. No te preocupes por mi madre, ella es asunto mío. ¡Llévate todas las llaves de mi habitación y del departamento, que no quede ninguna! Klemmer vuelve a preguntar: y yo, qué saco de todo esto. Klemmer ríe. La madre araña. El televisor chilla. La puerta está cerrada. Erika está en silencio. La madre ríe. Klemmer araña. La puerta chilla. El televisor está apagado. Erika es.
Para que no pueda lloriquear de dolor, por favor, amordázame y mé-teme medias de nylon y leotardos y demás, a tu gusto, en la boca. Ata la mordaza con correas de goma (consúltese en las tiendas especializa-das) y con otras prendas de nylon, y disfruta; hazlo de forma tan sofis-ticada y cuidadosa que me resulte imposible quitármelo. Por favor, pon-te además un pequeñísimo bañador triangular que, más que cubrir, su-giera. ¡Nadie llegará a enterarse!
Hazme feliz con tus comentarios y dime: ya verás qué bello paquete haré de ti y cómo quedarás a gusto después del tratamiento que te aplicaré. Adúlame, dime que la mordaza me sienta bien, que me deja-rás por lo menos unas 5 o 6 horas amordazada, en ningún caso menos. Con una cuerda bien resistente, átame los tobillos; yo me habré puesto medias. Por favor, haz lo mismo con las muñecas. Sin mi consentimien-to, átame los muslos hasta bien arriba –más arriba aún– con una cuer-da. Lo ensayaremos. Cada vez te indicaré cómo lo quiero; será de la misma forma en la que tú ya lo habrás hecho en otra ocasión. ¿Es posi-ble, te lo ruego, que me pongas frente a ti, amordazada y atada con una cuerda, como una columna? Te lo agradeceré de todo corazón. Con las correas de cuero átame los brazos al cuerpo, por favor, lo más fuer-te que puedas. El propósito final es que yo no pueda estar de pie ni er-guida.
Walter Klemmer pregunta: ¿cómo dices? Y se responde a sí mismo: ¡qué dices! Se acerca meloso a la mujer, que no es su madre y que demuestra que no lo es en tanto no lo abraza como a un hijo. Tranquila y de forma demostrativa deja caer las manos. El joven pide algún tipo de gesto afectuoso y se pega a su lado con ansiedad. Le pide alguna muestra de cariño, algo que sólo un monstruo sería capaz de negarle después de esta conmoción. Pero Erika Kohut sólo se ocupa de sí mis-ma, de nadie más. Por favor, por favor, ronronea con monotonía el es-tudiante; la profesora no le agradece con cortesía. A manera de un re-chazo le da a entender que lo deja pastar, pero que en ella no encon-trará unos labios rojos que lo satisfagan. El hombre, grosero, maldice, que la lectura no es un sustituto. La mujer insiste con la carta. Klem-mer le echa en cara: no tienes otra cosa que ofrecer. Es inaceptable. No sólo se puede querer recibir. Klemmer se ofrece como voluntario para mostrarle un universo que ella desconoce por completo. Erika no da ni toma.
Pero, por carta, amenaza con desobedecer. Si eres testigo de alguna transgresión, golpéame, por favor, le aconseja a Walter Klemmer, hazlo también con el dorso de la mano, abofetéame con fuerza cuando este-mos solos. Pregúntame por qué no me quejo ante mi madre o por qué no respondo a los golpes. Por favor, siempre dime ese tipo de cosas pa-ra sentir mi plena indefensión. Trátame siempre tal como te he indica-do. Un clímax en el que no me he atrevido a pensar hasta ahora es que, ya cansado por todos tus esfuerzos, te sientes a horcajadas sobre mí. Por favor, siéntate con todo tu peso sobre mi cara y oprime mi ca-beza con tus muslos, con tanta fuerza que no pueda moverme ni un mi-límetro. Haz alusión al tiempo de que disponemos e insiste: ¡todavía tenemos mucho tiempo! Amenázame, dime que me dejarás durante horas en esa posición si no cumplo debidamente lo que me pides. ¡Que sean muchas horas durante las cuales me hagas sufrir con el rostro ba-jo el peso de tu cuerpo! Déjame así hasta que me ponga morada. Por carta te señalaré qué otros placeres deseo. No te será difícil adivinar cuáles son los placeres que quiero. No me atrevo a escribirlos aquí. Esta carta no ha de ir a dar a manos de terceros. ¡Abofetéame con entu-siasmo! No prestes atención cuando diga ¡no! No oigas mis ruegos. En lo que se refiere a mi madre, ¡ni la mires!
Fuera, el televisor ya no emite más que un arrullo. La madre ha esta-do bebiendo grandes cantidades de licor. Busca distracción. Todas las familias están cenando. Los diminutos individuos del televisor pueden ser borrados por medio de un simple interruptor. Sus vidas seguirían su destino sin que nadie los viera, algo que no resiste el corazón de la ma-dre. Se enjuga un ojo y los mira. A petición de la hija, mañana podrá darle un informe de lo que ha ocurrido para que las amarguras del próximo episodio no la hagan andar dando palos de ciego. Klemmer cree que ya no siente deseo alguno y que es capaz de observar con ob-jetividad a esta figura femenina. Pero imperceptiblemente ha ido que-dando atrapado. La viscosidad del deseo desenfrenado se ha adherido a su forma de pensar, y las modalidades burocráticas que le prescribe Erika le dan ideas para actuar en función de su propio placer.
Poco a poco Klemmer es arrastrado por los deseos de la mujer, quié-ralo o no. Mientras lee, sigue estando al margen. ¡Pero muy pronto sen-tirá que el placer lo transforma!
Erika quiere que su cuerpo sea deseado con codicia. Quiere estar se-gura de ello. Mientras él lee, ella querría que ya todo hubiera ocurrido. Oscurece. Nadie enciende la luz. Basta con la luz de la calle. Es cierto, según dice aquí, que deberá meterle la lengua en el trasero cuando él esté sentado a horcajadas sobre ella. Klemmer duda de lo que lee y lo atribuye a la mala iluminación. Una mujer que toca tan bien a Chopin no puede haber pensado una cosa así. Pero, de hecho, es esto y nada menos lo que desea la mujer, justamente porque nunca ha hecho otra cosa que tocar a Chopin y a Brahms. Ahora pide ser violada, algo que se imagina más bien como una permanente amenaza de violación. Cuando no me pueda mover ni defender, háblame de violación, nada podría impedirlo. Pero, ¡por favor, habla más de lo que realmente me hagas! Me advertirás que llegaré a perder el conocimiento de tanto pla-cer; porque tú actúas con brutalidad y esmero. Brutalidad y esmero, dos hermanos difíciles de manejar y que gritan ante cualquier intento de separarlos. Como Hänsel y Gretel después de que el primero ya ha ido a parar al horno de la bruja. La carta pide de Klemmer que Erika llegue a perder el conocimiento de tanto placer: así será si él cumple con todas las indicaciones. La ha de abofetear a su gusto. ¡Te lo agra-dezco por adelantado! Entre líneas dice de forma casi ilegible: por fa-vor, no me hagas daño.
Quiere sentir que se ahoga por la dureza de su polla, mientras per-manece maniatada sin poder moverse. Lo que dice la carta es el fruto de largos años de silenciosas cavilaciones. En ese momento desea que, en virtud del amor, no ocurra nada. Entonces ella insistirá, y a cambio recibirá una respuesta amorosa en la que él se niegue. Erika es de la opinión de que el amor justifica y perdona. Por eso ella le pide, por fa-vor, que él se corra en su boca, que siga hasta que se le reviente la lengua y quizá tenga que vomitar. Por escrito, y sólo por escrito, ella se imagina que él ha de llegar al punto de mearla. Aunque al comienzo probablemente me resista, en la medida en que me lo permitan las ata-duras. Hazlo con frecuencia y en abundancia, hasta que ya no me resis-ta.
La madre da un sonoro golpe sobre el piano porque la posición de las manos de la niña no es la correcta. Recuerdos imborrables emergen de la inagotable caja craneana de Erika. En ese momento, la misma madre bebe licor, y enseguida otro licor cuyo color contrasta con el del prime-ro. La madre intenta poner en orden la masa de sus miembros, pero no consigue manejarlos y decide irse con su masa completa a la cama. Ya es hora, es tarde.
Klemmer ha terminado de leer la carta. No está dispuesto a dirigirle la palabra, porque esta mujer es indigna de ello. En su cuerpo, que ha reaccionado independientemente de su voluntad, Klemmer encuentra un cómplice. A través del escrito, la mujer ha establecido contacto con él, sin embargo, con un simple contacto habría conseguido muchos puntos más. Ella ha eludido conscientemente el camino del contacto femenino. En cualquier caso, básicamente ella aprueba su deseo. Él es-tira la mano para tocarla, ella no. Eso lo enfría. Por lo tanto, responde con silencio a la carta de la mujer. Calla durante tanto tiempo, que ella le sugiere una respuesta. Le pide que se tome la carta en serio, pero que no la publique en una serie. Por lo demás, sigue el dictado de tus emociones. Klemmer sacude la cabeza. Erika lo contradice, que también él se deja llevar por el hambre y la sed. Y agrega que tiene su número de teléfono y la puede llamar. Piénsalo todo con calma. Klemmer calla, sin mordientes ni retardos. Le sudan las manos, los pies y toda la es-palda. La mujer está desencantada porque esperaba de él una reacción emocional y lo único que le llega es la misma pregunta por vigésima vez: acaso eso es en serio. ¿O es una broma de mal gusto? Klemmer da la impresión de una tranquilidad anodina que está a punto de explotar. Éste es el aspecto que tienen los individuos más codiciosos, pero sólo antes de quedar satisfechos. Erika escudriña, ¿en qué ha quedado su capacidad de sentimiento y su lealtad? ¿Estás enfadado conmigo? Espe-ro que no. Erika se atreve a dar un paso preventivo, no tiene por qué ser hoy. Mañana es otro día, podemos posponerlo. En todo caso, en la caja de zapatos ya están listas las cuerdas y las so gas. Hay un amplio surtido. Y se adelanta a cualquier objeción diciendo que no sería pro-blema comprar más. Se pueden mandar a hacer cadenas a medida en las tiendas especializadas. Erika dice un par de frases que combinan con el color de sus deseos. Habla como en las clases, como la profeso-ra. Klemmer no habla porque en las clases sólo habla la profesora. Eri-ka le exige: ¡habla ya!
Klemmer sonríe y responde bromeando: ¡crees que éste es un tema de conversación! Tantea con cuidado: acaso ella ha perdido todo el sen-tido de las proporciones. Le da golpecitos para comprobar si se ha des-bordado en su erotismo.
Erika teme por primera vez que Klemmer la golpee antes de comen-zar. Rápidamente se excusa por el lenguaje banal que ha utilizado en la carta; es una forma de intentar quitar tensión al ambiente. Sin repul-sión y de buen humor, Erika dice que, a fin de cuentas, el sedimento del amor también es algo banal.
Por favor, ¿sería posible que siempre vinieras a mi apartamento? Así podrás maltratarme a gusto con tus terribles y dulces cadenas desde el viernes por la noche hasta el domingo por la noche, si te atreves. Qui-siera languidecer lo más posible bajo el peso de tus cadenas; hace ya tanto tiempo que siento ansias de ellas...
Klemmer no se enreda en demasiadas palabras: quizá sea posible. Poco después señala que esta vez sí que va muy en serio al decir que ¡no tiene ninguna intención de hacerlo! Erika desea que él la bese con vehemencia y no que la golpee. Y desde ahora le señala que en un acto de amor se pueden reparar muchas cosas que parecían perdidas. Dime algo cariñoso y olvida la carta, le ruega de forma inaudible. Erika espe-ra que éste sea su redentor, y también espera poder contar con su dis-creción y silencio. Erika le tiene un terrible temor a los golpes. De ahí que ella misma dé un nuevo golpe efectista al decir que podemos seguir escribiéndonos cartas. Ni siquiera tendremos que pagar los sellos. Hace gala de que en las siguientes podemos ser aún más vulgares que en és-ta. Esto no era más que el comienzo, había que dar el primer paso. ¿Me está permitido escribir otra carta?
Quizá para entonces todo salga mejor. La mujer está deseosa de que él la bese y no la golpee. No importa que le haga daño besándola, pero que no la golpee. Klemmer responde que da igual. Dice gracias, sí, y de nada, de nada. Habla casi sin volumen.
Erika conoce este tono a través de su madre. Ojalá que Klemmer no me golpee, piensa aterrorizada. Insiste, que él puede hacer lo que quie-ra, y vuelve a insistir, lo que quieras, siempre que sea doloroso, porque no hay nada que yo no desee con ansiedad. Klemmer debe excusarla porque, piensa ella, no ha escrito con buena letra. Ojalá no la golpee por sorpresa, como teme la mujer. Le confiesa que hace ya muchos años siente ansiedad de que la golpeen. Cree que al fin ha dado con el amo deseado.
Por temor, Erika comienza a hablar de algo completamente diferente. Klemmer responde: gracias, bien. Erika autoriza a Klemmer para que, a partir de hoy, él elija su vestimenta. Puede responder con violencia en caso de que ella cometa infracciones contra las disposiciones acerca de su vestimenta. Erika abre de par en par las puertas del gran armario y le muestra una parte de su colección. Saca algunas prendas de los col-gadores y otras las deja en su lugar mostrándolas sólo de paso. Es de esperar que él sepa valorar la ropa elegante, y le dirige una mirada multicolor. ¡También puedo comprarme algo que te guste especialmen-te! El dinero no tiene importancia. Para mi madre, lo que importa en mí es el dinero, y regatea. De modo que no te preocupes por mi madre. ¿Cuál es tu color favorito, Walter? Lo que te escribí no es una broma, y humilla la cabeza bajo su mano. No te habrás enojado conmigo, ¿no? Si yo te pidiera que me escribieras unas cuantas líneas, ¿lo harías? ¿Qué piensas sobre el asunto?, ¿qué opinas?
Klemmer dice hasta luego. Erika humilla la cabeza deseando que su mano caiga con amor y no como un tortazo destructivo. Mañana mismo haré poner el cerrojo. Erika le entregará a Klemmer la única llave de la puerta. Imagínate lo bien que estaremos. Klemmer calla ante la propo-sición; Erika busca ansiosa algún modo para ganarse su interés. Es de esperar que él reaccione amistosamente, ya que ella le deja la puerta abierta para cuando él quiera. Da igual cuándo. La única manifestación de vida en Klemmer es su respiración.
Erika jura que hará todo lo que le ha escrito. Pero insiste: ¡lo escrito no está prescrito! Y posponer no es lo mismo que suspender. Klemmer enciende la luz. No habla ni golpea. Erika averigua si le puede volver a escribir pronto y decir lo que desea. ¿Me permites que te responda de forma epistolar, por favor? Klemmer no da ninguna señal a la que ella pueda atenerse.
Walter Klemmer responde: ¡un momento! Su voz se alza por encima del apagado tono medio de Erika, que, asustada, se queda en silencio. A manera de ensayo le dispara un insulto, pero al menos no la golpea. Le impone nombres y agrega el adjetivo de vieja. Erika sabe que hay que estar preparada para ese tipo de reacciones y se protege la cara con los brazos. Enseguida quita los brazos; si ha de golpear, pues ade-lante. Klemmer va aún más allá, que no la tocaría ni con una tenaza. Jura que antes había amor, pero ahora se ha perdido. En cuanto a él, no la buscará. Ella le causa repulsión. ¡Cómo se atreve a hacer ese tipo de proposiciones! Erika mete la cabeza entre las rodillas, como en un aterrizaje forzoso, para protegerse de lo peor. Prevé la paliza que le da-rá Klemmer; probablemente sobreviva. No la golpea porque no quiere ensuciarse las manos en ella, según dice. Supuestamente le lanza la carta a la cara. Pero va a caer sobre su nuca porque está agachada. Klemmer se burla de la mujer, porque entre amantes no hace falta utili-zar las cartas como medio de comunicación; que se quede con su carta. Sólo en casos de engaños amorosos es necesario recurrir al papel.
Erika está inmóvil, sentada en su sofá. Los pies juntos y con zapatos nuevos. Las manos sobre las rodillas. Sin ilusiones espera algo como un arrebato amoroso de Klemmer. Intuye lo irremediable: ¡este amor ame-naza con desvanecerse! Mientras esté aquí hay esperanzas. Al menos querría recibir besos apasionados, sé bueno. Klemmer responde a la pregunta con un no, gracias. Desea de todo corazón que, en lugar de maltratarla, practique con ella el amor a la usanza austriaca. Si él se dejara ir pasionalmente en ella, lo rechazaría con las palabras: según mis condiciones o no hay vuelta atrás. Espera ser cortejada de palabra y de hecho por el estudiante, que no tiene experiencia. Ella le enseñará. Ella le enseñará.
Están sentados uno frente al otro. Llegue a nosotros la redención por amor, pero demasiado es el peso de la lápida sobre la tumba. Klemmer no es un ángel y tampoco las mujeres son ángeles. Quitar la lápida. Erika ha sido implacable con Walter Klemmer en cuanto a los deseos que le ha señalado. Pero, de hecho, más allá de la carta no tiene de-seos. ¡Gracias, estupendo! Para qué seguir hablando, pregunta Klem-mer. Al menos no da golpes.
Abraza con todas sus fuerzas la cómoda insensible y la arrastra milí-metro a milímetro hacia su cuerpo sin que Erika lo ayude. La mueve del lugar hasta dejar un espacio para poder abrir la puerta. No tenemos nada más que decirnos, dice Klemmer. Sale sin despedirse y parte dan-do un portazo. Se ha ido.

En su mitad de la cama, la madre ronca a todo volumen bajo los efec-tos de una dosis de alcohol a la que no está acostumbrada; éste es sólo para las visitas que nunca vienen. Hace muchos años, en esta misma cama, el deseo la llevó a la sagrada maternidad; y el deseo se acabó tan pronto alcanzó esta meta. Bastó una eyaculación para acabar con el deseo y abrir camino para la hija; el padre mató dos pájaros de un tiro. Y de paso se liquidó a sí mismo. Por su inercia interior y debilidad inte-lectual, fue incapaz de prever las consecuencias de esta eyaculación. Erika se desliza en su mitad de la cama; el padre está sepultado bajo tierra; Erika no se ha lavado, no se ha aseado en absoluto. Huele fuerte a su propio sudor, como un animal en una jaula, donde se combinan el olor a sudor y los humores de la selva y no hay posibilidades de ventila-ción porque la jaula es demasiado pequeña. Si uno de los animales quiere darse la vuelta, el otro tiene que ponerse contra la pared. Baña-da en sudor, Erika se acuesta junto a la madre y yace insomne. La ma-dre despierta repentinamente, después de que Erika ha pasado unas dos horas insomne y con la mente en blanco, sumida en su propio jugo. Sólo un pensamiento de la niña puede haberla despertado, ya que ésta no se ha movido. La madre recuerda de inmediato aquello de lo que huyó la noche anterior con auxilio del licor. La madre se da vuelta veloz hacia la niña, emitiendo un luminoso centelleo plateado a pesar de la oscuridad, y la afrenta con ásperos reproches combinados con amena-zas y con la quimera de daños físicos. A continuación cae una avalancha de preguntas que no reciben respuesta, preguntas sin el menor orden de prioridades ni de gravedad. Como Erika sigue en silencio, la madre ofendida le da la espalda. El hecho de estar ofendida lo interpreta en el sentido de que siente repulsión por la hija. Pero enseguida se vuelve nuevamente hacia ella y le deja otra versión acústica de sus amenazas, esta vez a mayor volumen. Erika sigue apretando los dientes, la madre maldice y la regaña. Como consecuencia de las terribles acusaciones, en medio de sus gritos, la madre cae en profundidades que escapan a su control. Se deja llevar por el alcohol que sigue haciendo estragos en sus venas. El licor de huevo es traidor. Y el licor de chocolate le sigue los pasos.
Erika da un paso cauteloso en vistas a un asalto de cariño; la madre teme consecuencias de largo alcance en cuanto a su convivencia, lo que le causa espanto, por ejemplo, que Erika quiera tener su propia cama.
Erika se deja arrastrar por la tentación y emprende una incursión amorosa. Se lanza sobre la madre y la cubre de besos. La besa como no se le habría ocurrido hacerlo desde hacía muchos años. Coge a la madre firmemente por los hombros mientras ésta manotea iracunda sin conseguir acertar ni un golpe. Erika la besa entre los hombros, pero no siempre da en el blanco, porque la madre esquiva la cabeza escapándo-se hacia los lados. En la semioscuridad la cara de la madre no es más que un manchón claro rodeado por una cabellera artificialmente rubia, lo cual sirve para orientarse. Erika lanza besos al azar hacia este man-chón claro. ¡En esta carne fue engendrada! En esta placenta reblande-cida. Erika oprime repetidamente su boca húmeda contra el rostro de la madre y la mantiene firme entre sus brazos para que no pueda defen-derse. Erika se monta a medias, después se encarama casi del todo so-bre la madre porque ésta ha comenzado a dar golpes con vehemencia e intenta hacer remolinos con los brazos. Entre la boca en punta de Erika por la derecha y la boca en punta por la izquierda, la madre intenta es-caparse moviendo con fuerza la cabeza para uno y otro lado. La madre cabecea como un animal salvaje para eludir los besos; es como en la lucha amorosa y la meta no es el orgasmo, sino la madre en sí, la ma-dre como persona. Y la madre lucha con decisión. Pero en vano, Erika es más fuerte. La envuelve como la hiedra a una casa antigua; esta madre, que desde luego no es una acogedora casa antigua. Erika chu-petea y mordisquea por todo este gran cuerpo, como si quisiera arras-trarse a su interior, cobijarse en él. Erika le declara su amor y la madre jadeando responde lo suyo, vale decir, que también quiere a la niña, pero ¡que se detenga en el acto! ¡Pero ahora! La madre es incapaz de defenderse de este huracán de emociones provocado por Erika, pero se siente halagada. De pronto ha sentido que es querida. Una de las con-diciones básicas para el amor está en sentirse valorado gracias a que una persona busca a otra con empeño. Erika mordisquea con fuerza. La madre comienza a rechazar a Erika dando golpes. Mientras más besu-queo, más golpes; la madre da golpes, en primer lugar para protegerse y en segundo lugar para quitarse a la niña de encima, que parece haber perdido la razón a pesar de no haber bebido. En los más distintos tonos la madre chilla: ¡basta! Impone orden enérgicamente. Erika ha entrado en efervescencia y, sin cesar, borbota besos que van a dar sobre la madre por uno y otro lado. Pero como ésta no reacciona de acuerdo con sus deseos, la golpea, aunque suavemente, pidiendo respuesta. Sus golpes son de solicitud, no de castigo, pero la madre lo entiende como una actitud malintencionada y la amenaza y la regaña. Madre e hija han cambiado los papeles, ya que la que golpea ha sido siempre la madre; desde lo alto, ella controla mejor a la niña. La madre cree tener que de-fenderse decididamente contra los ataques parasexuales de su retoño y, a ciegas, lanza bofetadas al aire.
La hija toma el control de las manos de la madre y la besa en el cue-llo con intenciones criptosexuales; una amante extraña y sin ejercicio. La madre, que tampoco tuvo acceso a una buena formación en cuestio-nes amorosas, aplica una técnica equivocada y destruye todo lo que en-cuentra a su paso. Al final, la que más sufre es la carne añeja. No es tratada como madre, sino simplemente como carne. Erika pasta a mor-discos por la carne materna. Besa y besa. Besa como una salvaje. La madre opina que es una guarrería lo que está haciendo con ella la hija desbocada; hacía décadas que nadie la besaba de esa forma y ¡aún no acaba! El besuqueo sigue hasta que, después de un vendaval de besos, la hija se deja caer agotada. La niña llora sobre el rostro materno. Des-de abajo la madre hace fuerzas para descargarla y le pregunta si se ha vuelto loca. En vista de que no hay respuesta, aunque tampoco espera-ba que la hubiera, da la orden de dormir inmediatamente, porque ¡ma-ñana es otro día! Alude a los deberes profesionales que la estarán espe-rando. La hija está de acuerdo, hay que dormir. Tantea una vez más como un topo ciego hacia el tronco de la madre, pero, con un manota-zo, ésta se quita de encima las manos de la hija. Por un instante la hija consiguió ver, bajo una abultada barriga, la rala vellosidad púbica de la madre. Un cuadro inhabitual. Hasta ahora ella había mantenido bajo llave esta vellosidad. Intencionadamente, durante la lucha la hija se abrió camino a través de su camisón de dormir para llegar a verla; sa-bía de su existencia: ¡tiene que estar ahí! Por desgracia, la luz era insu-ficiente. Erika tuvo la precaución de descubrir completamente a la ma-dre para poder verlo todo. La madre intentó en vano protegerse. Erika es más fuerte que su madre desgastada, por lo menos en lo que se re-fiere a la capacidad física. La hija le dispara a la cara lo que acaba de ver. La madre calla para que parezca como si no hubiese ocurrido.
Las dos mujeres se duermen una junto a la otra. La noche será corta, dentro de poco el día se anunciará con su desagradable claridad y con el molesto trinar de los pájaros.

Walter Klemmer se ha llevado una buena sorpresa con esta mujer, ya que se atreve a lo que otras sólo prometen. Después de haberse toma-do un tiempo para pensar, contra su voluntad se da cuenta de que está impresionado por el hecho de que ella presione contra la demarcación de los límites con el fin de sobrepasarlos. Sin duda ampliará el ámbito de juego de su diversión. Klemmer está impresionado. En este espacio otras mujeres no dan cabida más que a una estructura para trepar y uno o dos columpios, además, sobre un terreno encementado, resque-brajado y polvoriento. En cambio, ¡aquí hay un campo de fútbol, can-chas de tenis y una pista de ceniza para el afortunado que la use! Erika conoce su cercado desde hace ya muchos años; la madre ha puesto la estacada, pero ella no se da por satisfecha. Quita las estacas y no titu-bea en poner nuevas con gran esfuerzo, reconoce el estudiante Klem-mer. Está orgulloso de haber sido elegido para el experimento y ha lle-gado a esta conclusión después de largas meditaciones. Es joven y está bien dispuesto para lo nuevo. Es sano y está preparado para la enfer-medad. Está abierto a todo y para todos, sin importar cuál sea su pro-cedencia. No es pacato y tiene la voluntad de abrir nuevas puertas de par en par. Incluso sacaría medio cuerpo por la ventana, casi hasta lle-gar a perder el equilibrio. ¡Quedaría afirmado sobre la punta de los pies! Conscientemente se arriesga a algo y se alegra del riesgo porque es él quien lo asume. Hasta ahora había sido una hoja en blanco que esperaba la tinta de una nueva imprenta; nadie habrá leído algo por el estilo. ¡Lo marcará para toda su vida! Después no será el mismo que antes; será más y tendrá más.
Piensa para sí que, si es necesario, incluso se decidirá a recurrir a la crueldad, en lo que se refiere a esta mujer. Aceptará sin reservas sus condiciones y le dictará las suyas: más crueldad. Sabe con toda preci-sión cómo se darán las cosas después de que se haya mantenido aleja-do de ella durante algunos días para poner a prueba si los sentimientos resisten este inhumano tironeo de la razón. El acero de su espíritu se dobló, pero no se quebró bajo el peso de las promesas que le hizo esta mujer. Se pondrá en sus manos. Está orgulloso de las pruebas a las que se someterá; ¡estará a punto de matarla!
De todos modos, el discípulo se alegra de haber puesto una distancia de varios días. Más vale hacer esperar que entregar el dedo meñique. Hace ya unos cuantos días está esperando a ver qué trae en el hocico esta mujer, porque es ella quien tiene que dar el siguiente paso: ¿trae-rá un conejo muerto o una perdiz? O quizá simplemente un zapato vie-jo. Por propia decisión y capricho no ha asistido a las clases. Piensa que la mujer lo perseguirá descaradamente. A modo de experimento, pri-mero dirá que no y esperará a ver cuál será el siguiente paso. Por aho-ra el joven prefiere quedarse solo consigo mismo; no existe mejor compañía para el lobo antes de abalanzarse sobre la cabra.
En lo que se refiere a Erika, hace, ya muchos años que ella aprendió la palabra renunciar; a partir de ahora quiere cambiar radicalmente. La presión de sus apetitos se hace notar en sus deseos; brota el fluido ro-jo. Mira constantemente hacia la puerta por si aparece el estudiante, pero todos vienen menos él. Ha dejado de asistir sin presentar excusa alguna.
En su permanente afán por asistir a cursos, en los que comienza mu-chas cosas pero concluye pocas, incluso se ha interesado por las artes marciales japonesas, idiomas, viajes culturales y exposiciones de arte; y, desde hace algún tiempo, su ambición del saber ha llevado a Klem-mer a asistir, en el aula colindante, al curso de clarinete; desea adquirir los elementos básicos que después aplicará al saxofón con vistas al jazz y para improvisar. En el último tiempo sólo elude el piano y a su maes-tra. Klemmer suele abandonar los cursos una vez que ha conocido los conceptos básicos de cada una de estas numerosas materias. No es muy constante. Pero ahora quiere llegar a ser un amante de alto ren-dimiento; la mujer lo provoca a ello. De vez en cuando se queja –cuando tiene tiempo– de que el corsé de la formación musical clásica le resulta demasiado estrecho, a él, que sabe disfrutar de lo amplio, siem-pre que no se exceda. Intuye un territorio vasto, campos que jamás ha visto, y, naturalmente, nadie los ha visto antes que él. Siempre levanta la punta de las telas que cubren las cosas y enseguida la deja caer asustado para, a continuación, volver a levantarla: ¿es cierto lo que ha visto? Apenas lo puede creer. La Kohut intenta obstruirle esos campos y esos valles, pero en privado los utiliza como un anzuelo. El estudiante se siente arrastrado por la resaca de lo infinito. En las clases ésta mujer es implacable, ya de lejos oye hasta el último detalle; en la vida, en cambio, quiere ser obligada a suplicar. Ante el piano lo envuelve com-pletamente con los vendajes elásticos de los ejercicios de digitación, ejercicios para trinos, con la escuela de Czerny para la agilidad de los dedos. Para ella será un golpe en la cara que, a partir de la competen-cia del clarinete, él haya podido superar las restricciones que le impone el contrapunto. ¡Cómo improvisará cuando tenga el saxofón soprano en las manos! Klemmer practica clarinete. Pero practica poco piano. Deci-didamente se abre camino en nuevos campos musicales y proyecta co-menzar a tocar con un grupo de jazz estudiantil que él conoce y, una vez que los haya superado, creará un grupo propio que tocará de acuerdo con sus ideas y sus indicaciones y cuyo nombre ya tiene pen-sado, pero lo mantiene en secreto. De esa forma satisfará su marcada tendencia hacia la libertad en cuestiones musicales. Ya se ha inscrito en el curso de jazz. Quiere aprender a hacer arreglos. Primero debe some-terse, adaptarse, pero en su momento saltará adelante con un solo arrobador, como el agua que brota de un manantial. Su voluntad no es fácil de clasificar, sus intenciones y sus capacidades no se dejan some-ter al esquema de un cuaderno de música. Lleno de entusiasmo rema con los codos junto al cuerpo, sopla con energía en el tubo del instru-mento, no piensa en nada. Disfruta. Ensaya los comienzos y la vuelta de las páginas. En la lejanía ve cómo van manifestándose grandes avances, le dice su profesor de clarinete, y se alegra de tener a este alumno que ya trae buenos conocimientos del curso de la Kohut; y es-pera poder quitárselo a la colega. Así espera poder lucirse con él en el concierto de fin de curso.
Una mujer que no es posible identificar a primera vista, ataviada co-mo una sofisticada excursionista, se acerca a la puerta del curso de cla-rinete y espera. Tiene que ir en esa dirección y decide que quiere ir en esa dirección. De acuerdo con su estilo, se ha equipado en función de la situación.
¿No le había prometido contacto con la naturaleza, el alumno Klem-mer, naturaleza pura, en su forma más acrisolada, y no es él quién me-jor sabe dónde puede encontrarse esa naturaleza? Asustado el estu-diante se asoma por la puerta con el pequeño estuche negro de su ins-trumento y ella, tartamudeando insegura, le propone dar un paseo a lo largo del río. ¡Ahora mismo! Por su atuendo, él ya debería haberse ima-ginado cuál era el plan. La causa de mi venida, dice: caminemos por la orilla del río hasta el bosque. Con esta dama bien aperada se le viene encima una avalancha de deberes; ruidosas y poco apetecibles morre-nas de un glaciar. En algún refugio de montaña poco acogedor se le exigirán esfuerzos pensados con mucha atención; en el suelo hay cás-caras de plátano y restos de manzana, alguien vomitó en un rincón y, además, hay un sinfín de otros testimonios humanos, sin valor, papeles mugrientos por todos lados, billetes usados que nadie se ocupa de qui-tar.
Según Klemmer podrá constatar, Erika se ha equipado con un atuen-do completamente nuevo; la ropa va con la ocasión y la ocasión con la ropa. Como es habitual en ella, la ropa parece ser lo principal; en gene-ral, la mujer necesita adornos para hacerse valer, y hasta ahora ningu-na ha pensado que el bosque en sí ya es suficiente adorno. Por el con-trario, es la mujer la que enriquece al bosque con su presencia; en eso se parece a los animales que son observados a través de los prismáti-cos del cazador. Erika se ha comprado un sólido par de zapatos de ex-cursionista y los ha engrasado bien para que no se dañen con la hume-dad. Si hiciera falta, con estos zapatos no tendría dificultades para ca-minar muchos kilómetros. Lleva una deportiva blusa a cuadros, una chaqueta tirolesa y unos pantalones ceñidos a las rodillas y con borlitas de lana roja. ¡Y una pequeña mochila con golosinas! No lleva cuerdas porque no le gusta exagerar. Si hubiera que afrontar situaciones límite, lo haría sin red y sin cuerdas; esta mujer probablemente se expondría a cualquier desenfrenado retozo corporal sin pensar en el equipo de res-cate, todo dependería únicamente de ella y de su pareja.
Erika tiene pensado ofrecerse al hombre en pequeños bocados. La idea es que no coma demasiado de una vez, sino que ha de languidecer de apetito por ella. De esta manera se lo ha imaginado mientras está sola con su madre. Después de largas cavilaciones en los más distintos rumbos, ha decidido ahorrar consigo misma y entregarse con mezquin-dad. Ha de conseguir que sus kilos se multipliquen. Onza a onza servirá a la mesa de Klemmer su cuerpo en proceso de descomposición, de modo que él creerá que las existencias reales son aún mucho mayores de lo que ella le ofrece. Después del atrevido golpe epistolar se ha bati-do en retirada, lo cual no le ha resultado fácil. Se siente comprimida en la alcancía de su cuerpo, este inflamado tumor azuloso que siempre arrastra consigo y que está repleto y a punto de reventar. Por ejemplo, por el modelo de excursionista que lleva puesto ha debido pagar una suma suculenta en la tienda de artículos deportivos. Compra cosas de buena calidad, pero aún más le preocupa la estética. Sus gustos son muy variados. Con toda calma Klemmer examina a esta mujer henchida de fuerzas. Sus ojos se pasean tranquilamente por los botones de imi-tación de su atuendo y van a dar a una pequeña cadena plateada (tam-bién una imitación) en estilo cazador, adornada con dientes de ciervo, que cuelga sobre su barriga. Erika le susurra al oído que para hoy le había sido prometida una excursión y ha venido a cobrarse. Él pregun-ta: ¿por qué ha de ser específicamente aquí, ahora y hoy? Ella respon-de: ¿no recuerdas que dijiste hoy? Sin decir una palabra le tiende los cupones de su descuidada promesa. La promesa hacía expresa referen-cia al día de hoy. El alumno no debe creer que la profesora olvida algo. Klemmer afirma que no es el lugar ni la hora adecuada. Sin titubear Erika propone lugares más lejanos y momentos más apropiados. Dentro de poco la pareja amorosa ya no tendrá que buscar bosques ni lagos. Pero, hoy, quizá la perspectiva de cumbres y crestas acreciente el ape-tito en el hombre.
Walter Klemmer medita. Decide que no hace falta alejarse tanto para probar algo nuevo. Con interés científico, como siempre, propone –¡qué sorpresa se va a llevar Erika!– hacerlo aquí mismo. ¿Para qué dar tan-tos rodeos? Además, ello le permitiría llegar cómodamente a las tres al club de judo. Hay sólo una cosa que no se debe hacer con el amor: chancearse. Si para ella las cosas van en serio, él hace ya mucho tiem-po que está dispuesto. Así pues, adelante. Hasta ahora ha sido amable y cariñoso, pero también puede ser brutal, y se lo demostrará. Dicho y hecho. En lugar de responder, Erika Kohut arrastra al estudiante al cuartucho de las mujeres de la limpieza que, como sabe, siempre está cerrado. De una vez tendrá que demostrar lo que es capaz de hacer. El impulso es dado por la mujer. Él tendrá que poner a prueba aquello que jamás ha aprendido. Los artículos de la limpieza tienen un olor fuerte y penetrante; los utensilios para limpiar están amontonados. A manera de introducción Erika se excusa porque no debió haber abusado del jo-ven entregándole la carta. Se explaya en esta idea. Se pone de rodillas frente a Klemmer y con besos torpes hurga en una barriga que intenta defenderse. Las rodillas de la excursionista, inexpertas en incursiones por las elevadas artes del amor, se revuelcan en el polvo. Curiosamente el cuarto de la limpieza es el más sucio de todos. Reluce el perfil de las suelas de los impecables zapatos de la excursionista. Alumno y maes-tra, cada uno por su lado se aferra a su propio pequeño planeta de amor; témpanos que se repelen como continentes hostiles e incultos. Klemmer comienza a sentirse humillado y temeroso ante exigencias que la humillación y la inhabilidad tienden a hacer más y más imperiosas.
La humillación grita con más fuerza que el más vehemente de los de-seos. Klemmer responde: por favor, ¡ponte de pie inmediatamente! Ve cómo ella ha tirado su orgullo por la borda y se impone a sí mismo, como cuestión de orgullo, jamás saltar por la borda. Si hace falta, se atará a los remos. Apenas han empezado y ya resulta imposible que lleguen a unirse, pero ambos desean tercamente la unión. Sube el aire-cillo tibio de los sentimientos de la profesora. En verdad, Klemmer no quiere, pero está obligado porque siente que se lo exigen. Oprime las rodillas como un escolar cohibido. La mujer recorre sus muslos a toda prisa y pide colaboración y empuje. ¡Cómo podríamos estar disfrutando! Su carne se golpea como mendrugos de pan mojado tirados contra el suelo. Erika Kohut hace una declaración amorosa en la que no ofrece más que exigencias majaderas, contratos rebuscados y acuerdos re-afirmados ya mil veces. Klemmer no da amor. Dice: alto, no tan rápido. Ni los prusianos disparan tan rápido. Erika especula cuan lejos estaría dispuesta a llegar bajo tales y cuales condiciones y Klemmer piensa, cuando más, en un paseo por el parque del ayuntamiento, y a paso len-to. Y pide: ¡no hoy, la próxima semana! Entonces tendré más tiempo. Como sus ruegos no dan resultados, comienza a acariciarse discreta-mente, pero en él todo sigue muerto. Esta mujer lo ha arrinconado en un cuarto en el que se requiere su instrumento, pero su instrumento no se deja requerir. Tironea, golpea y sacude como un histérico. Ella toda-vía no se entera de nada. Se deja caer sobre él como una avalancha de amor. Ya comienza a sollozar, se retracta de algunas cosas que había dicho y promete a cambio cosas mejores. Qué aliviada se siente: ¡al fin! Klemmer manipula en frío su bajo vientre, le da vueltas a la herramien-ta, la golpea con objetos de hierro. Las chispas saltan y se pierden. Teme a los mundos interiores de la profesora de piano, viciados por desuso. ¡Quieren devorarlo por completo! Por lo visto, Erika quiere des-de la partida todo lo suyo y él ni siquiera ha sacado su rabito para hacerle una demostración. Ejecuta movimientos amorosos tal como se los imagina. Y como los ha visto en otros. Emite señales de torpeza que confunde con señales de entrega y no recibe más que señales de des-amparo. En este momento él está OBLIGADO y por eso NO PUEDE. Dice como excusa: conmigo no, ¡métete eso en la cabeza! Erika comienza a tironear de la cremallera. Le saca la camisa de los pantalones y revuel-ve según tradición y costumbre. Klemmer sigue sin poder demostrar nada. Desencantada, Erika va y viene por el cuartucho haciendo crujir las suelas. Como sustituto, ella ofrece todo un mundo de sentimientos. Da una explicación acerca de sobreexcitación y nerviosismo y, en cual-quier caso, está feliz de esta tremenda prueba de amor. Klemmer no puede porque está obligado. Esta mujer trasmite el deber mediante olas magnéticas. Ella es la personificación del deber. Erika se pone en cuclillas –el cuerpo de la torpeza, un obstáculo grotesco flectando sus huesos– y se retuerce besuqueando los muslos del alumno. El joven suspira como si esa insistencia consiguiera provocarle algo, gimotea lo último que puede, esto es: así no me conseguirás. No me conseguirás. Pero, en principio, él está siempre dispuesto a probar lo nuevo en el amor. Desarmado, tira a Erika al suelo y la golpea suavemente con el canto de la mano en la nuca. Ella baja obediente la cabeza olvidándose de su entorno, algo que ya tampoco él ve. Sólo el suelo del cuartucho. La mujer fácilmente se deja ir en el amor, porque en sí misma ella en-cuentra poca cosa en qué pensar. Klemmer escucha atentamente qué ocurre fuera y da un respingo. Rápidamente encaja su sexo en la boca de la mujer como en un guante viejo. Pero el guante es demasiado grande para esto que, después de un breve amago de interés, vuelve a colgar. Con eso no ocurre nada y con Klemmer tampoco; mientras tan-to, en la distancia comienza a declinar la luz de la profesora.
Klemmer da brutales empujones hacia la boca de Erika, pero no con-sigue demostrar nada. La polla nada lánguida, como un corcho insensi-ble a esas aguas. De todos modos tiene a Erika firmemente cogida por el cabello, quizá con la esperanza de que le crezca. Klemmer se esfuer-za para oír qué ocurre en el pasillo, por si viniera la mujer de la limpie-za. El resto de sus esfuerzos se concentran en sus genitales para con-seguir una erección. Domada por el amor y al mismo tiempo bajo seve-ro control, la profesora chupetea a Klemmer como lo haría una vaca con un ternero recién nacido. Hace juramentos de que muy pronto empeza-rá a funcionar y que disponen de todo el tiempo del mundo, ahora que ya no cabe dudar de su pasión. ¡Pero sin ponerse nervioso! Las prome-sas mal formuladas sacan de quicio al joven; en ellas percibe el tono imperativo. ¿Acaso la autoridad no está siempre imponiéndole tal digi-tación y el uso del pedal en tal o cual pasaje musical? Se impone sobre él con sus conocimientos musicales, mientras, perdida ahí abajo, lo as-quea más allá de lo que es capaz de expresar. Ella se humilla ante su polla, que por su parte no recupera el orgullo. Klemmer empuja y da golpes hacia el interior de la boca de Erika, al punto que ésta comienza a sentir arcadas, pero todo es en vano. Con la boca medio llena la mu-jer trata de consolarlo y hace planes para un futuro próximo. ¡Ya ten-dremos placeres futuros! Nadie ve sus ojos; no imparte órdenes; no es más que cabello, nuca, cuello; algo inescrutable. Un autómata del amor que ni siquiera reacciona a las patadas. Y lo único que desea el alumno es poner a prueba su instrumento con ella. De hecho, este instrumento no tiene nada que ver con el resto de su cuerpo. En cambio, a la mujer el amor siempre la domina por completo. La mujer siente la necesidad de entregarlo todo en el amor y dejar tirado el cambio. Erika y Walter Klemmer dicen al unísono: hoy no funciona, sin duda que más adelante sí. Erika ve el fracaso como la máxima prueba del amor. Klemmer se pone furioso por su incapacidad y sigue agarrado con fuerza al cabello de la mujer, hasta hacerle daño, para que no se le escape como de cos-tumbre, con su habitual indiferencia. Ya que está aquí, aprovechemos la ocasión y, como acordamos, que reciba un buen tirón de pelo. De co-mún acuerdo, cada uno de ellos grita algo que tiene que ver con el amor.
Pero la estrella del alumno declina ante esta tarea. No consigue altu-ra. Para él este laberinto sigue siendo un enigma sin solución por más que tire y tire del hilo. Entre árboles y arbustos sin podar no consigue dar con la huella del placer. La mujer desvaría pensando en bosques pletóricos de las más increíbles gratificaciones y como consuelo no en-cuentra más que zarzamora y setas. Pero ella está segura de habérse-las ganado como premio a su larga espera. El alumno ha sido empeño-so, lo que lo hace merecedor de un premio. El premio consiste en el amor que le entrega Erika. Revolviendo torpemente el gusanillo blando que tiene entre el paladar y la lengua, imagina placeres, piensa en un camino didáctico en el que encontrará plantas claramente rotuladas. Ahí lee un rótulo y allí identifica feliz un matorral que le resulta familiar. De pronto aparece la serpiente en el prado causando disgusto porque no lleva rótulo. La mujer da el nombre de cubículo de amor a este lugar detestable. ¡Aquí y ahora! Sin decir una palabra, el alumno introduce la corneta muda al interior de la blanda cavidad bucal y siente ligeramente los dientes, que le ha advertido se cuide de ocultar. En una situación como ésta, el hombre tiene más temor a los dientes que a cualquier en-fermedad. Suda y jadea como si estuviera cumpliendo. Le echa en cara que no puede dejar de pensar en su carta. Qué estupidez. Por su carta ella es culpable de que no pueda dar muestras de amor, inevitablemen-te sólo puede pensar en el amor. Ella, esta mujer, ha puesto los obstá-culos.
El famoso y temido tamaño de su sexo es algo de lo que le ha habla-do con entusiasmo, aun cuando hasta ahora ella no ha tenido ocasión de valorarlo debidamente, y para él ha sido motivo de tanta alegría co-mo para un niño sabiondo un juguete nuevo con piezas para armar. Pe-ro su grandeza no se manifiesta. Con un entusiasmado afán de placer que jamás ha sentido, la profesora se deja llevar por esta minuciosa descripción. Asiente y desde ahora comienza a disfrutar esa experiencia futura con él, ¡y aún más! De paso intenta discretamente escupir la po-lla, pero enseguida ha de recuperarla por orden del discípulo Klemmer, que hace caso omiso de la calidad de docente de su profesora. ¡No se deja vencer tan rápido! Ha de tragarse la amarga medicina, y sin azú-car. Los primeros temores de un fracaso, del que quizá ella sea culpa-ble, comienzan a abrazar a Erika Kohut. El joven alumno continúa bus-cando el placer sexual con la mente en blanco, pero no tiene éxito. En la mujer comienza a emerger el fantasmal barco del temor desplegando sus velas; ella, entre tanto, llena el precipicio con toda su existencia. Involuntariamente, tan pronto se recupera del frenesí, comienza a to-mar conciencia de los detalles del diminuto espacio en que se encuen-tran. A través de la ventana ve, muy abajo, la copa de un árbol. Un castaño. El insípido bombón del apéndice amoroso de Klemmer sigue metido por la fuerza en su cavidad bucal; el hombre presiona con todo el cuerpo contra su rostro y jadea inútilmente. De soslayo Erika alcanza a ver el movimiento casi imperceptible de las ramas, que comienzan a sufrir el acoso de las gotas de lluvia. Las hojas ceden bajo el peso. Apenas se alcanza a oír la lluvia; cae un chubasco. Una mañana prima-veral no suele cumplir sus promesas. Las hojas nuevas se doblan en si-lencio ante el ataque de las gotas. Del cielo caen cañonazos sobre las ramas. El hombre sigue enchufado en la boca de la mujer y la retiene firmemente cogida por el pelo y las orejas; entre tanto, fuera, las fuer-zas de la naturaleza imponen su dominio. Ella sigue queriendo y él aún no puede. Continúa pequeño y blando en vez de ponerse duro y consis-tente. El estudiante emite chillidos de ira y hace rechinar los dientes porque hoy no ha podido dar lo mejor de sí. No cabe duda, hoy no po-drá descargarse en ese agujero, esa boca en la que tiene puesta la más conspicua de sus partes. Erika no piensa en nada, siente arcadas a pe-sar de que es poca cosa lo que tiene en la boca. Siente que algo le sube desde el vientre y trata de respirar. El alumno amonesta a su instru-mento y, a falta de consistencia en sus genitales, restriega el bajo vien-tre contra Erika arañándole la cara con los alambrillos púbicos. Erika siente arcadas. Con fuerza se desprende y vomita en un viejo cubo de latón que está ahí para prestarle sus servicios. Se oye un ruido como si alguien fuera a entrar, pero ese cáliz pasa de largo. En medio de la fan-farria de los vómitos, la profesora tranquiliza al hombre, que no ha sido tan terrible como parece. Escupe la hiel que le brota de las profundida-des. Se contrae con las manos sobre el vientre y, casi inconsciente, hace alardes de futuros y mayores placeres. Lo de hoy no ha sido preci-samente un placer, pero dentro de poco llegará como disparos incesan-tes de una maquinilla. Después de recuperar el aliento ofrece una y otra vez sus sentimientos, más vehementes, más sinceros, les saca brillo con un pañuelo blanco y los presenta ufana. Todo esto lo he ahorrado para ti, Walter, ¡ahora ha llegado el momento! Ya incluso ha dejado de vomitar. Quiere enjuagarse un poco con agua y recibe por ello una lige-ra bofetada juguetona. El hombre la regaña: no vuelvas a hacer eso cuando estemos en los promontorios de mi frenesí. Ahora sí que me has desconcertado completamente. No pudiste esperar hasta llegar a mis cumbres nevadas. No veo por qué tengas que lavarte la boca des-pués de tenerme a mí. Erika balbucea tentativamente una manoseada frase de amor y no provoca más que risas. La lluvia golpetea de forma regular. Las ventanas se cubren de agua. La mujer estira sus brazos para abrazar al hombre y describe algo latamente. El hombre le res-ponde que ¡apesta! ¿Acaso no sabe que apesta? Repite varias veces la frase porque suena tan bien, ¿sabe que apesta, señora Erika? Ella no lo entiende y vuelve a mamar con suavidad. Pero no es como debería ser. Fuera, las nubes comienzan a oscurecer el cielo. Klemmer sigue repi-tiendo inútilmente, puesto que ya lo había entendido a la primera, que Erika apesta, que todo el cuartucho apesta a ella. Ella le había escrito una carta y ahora su respuesta es: no quiere nada de ella, y además su hedor es insoportable. Klemmer tira con más y más fuerza del cabello de Erika. Que abandone la ciudad para que su nariz joven y lozana no tenga que seguir sintiendo ese olor particular y nauseabundo, esos humores animales, de podredumbre. Demonios, cómo apesta, no se lo puede imaginar, señora profesora de piano.
Erika se mete poco a poco en el nido tibio de la vergüenza, en el pe-queño arroyo a la temperatura del cuerpo, como en una bañera en la que se entra con cuidado porque el agua está muy sucia. Sube a borbo-tones y cubre su cuerpo. La mugrienta espuma del bochorno, las ratas muertas del fracaso, pedazos de papel, los trozos de madera de la feal-dad, un colchón viejo con manchas de semen. Sube y sube. Y sigue la crecida. Hipando, la mujer se alza a la altura del hombre, hasta alcan-zar la implacable copa de cemento de su cabeza. La cabeza continúa emitiendo frases monótonas que hablan de más y más hedor, del que el estudiante culpa a su maestra de piano.
Erika siente la distancia que existe entre el mundo habitado y la na-da. Por lo visto ella, Erika, apesta, según dice el alumno. Él está dis-puesto a jurarlo. Erika está dispuesta a seguir adelante hasta la muer-te. El alumno se dispone a abandonar este cuarto en el que ha fracasa-do. Erika busca un dolor que conduzca a la muerte. Klemmer se cierra la bragueta y quiere salir de ahí. Con los ojos vidriosos, Erika desearía ver cómo él la estrangula. En sus ojos conservará su imagen hasta que comience su descomposición física. Ha dejado de decir que apesta; para él, ella ya no está en este mundo. Quiere partir. Erika quiere sentir caer su mano mortífera, y la vergüenza se asienta sobre su cuerpo como un almohadón.
Caminan por el corredor. Van uno al lado del otro. Entre ellos hay una distancia. Klemmer afirma en voz baja que se siente aliviado porque en estos espacios más amplios se pierde un poco ese hedor añejo. En el cuartucho el hedor era ¡realmente insoportable, créemelo. Le reco-mienda de todo corazón que abandone la ciudad.
A poco andar, la profesora y el alumno se encuentran en el pasillo con el señor director, ante el que Klemmer, con la debida humildad, hace un saludo estudiantil. Erika intercambia un saludo de colega con su superior, ya que éste no exige que se conserven las distancias.
No satisfecho con eso, el director saluda amablemente al señor Klem-mer como el solista, del próximo concierto de final de curso. Enseguida le da la enhorabuena. Erika le responde que, en lo que se refiere al so-lista todavía no se ha decidido definitivamente. Este estudiante ha de-caído de forma notoria, de eso no cabe duda. Está pensando si será el estudiante K. u otro. Aún no lo sabe. Lo dará a conocer a su debido tiempo. Klemmer está ahí y no habla. Oye lo que dice la profesora. El director da un chasquido con la lengua ante las terribles faltas que des-cribe Erika Kohut y que constantemente comete el estudiante Klemmer. Erika denuncia en voz alta estos desagradables hechos referentes al alumno para que después no se la pueda acusar de actuar en secreto. Ha descuidado sus estudios, ella puede demostrarlo. Ha constatado que su entusiasmo y empeño han ido decayendo día a día. ¡En esas circuns-tancias no merece ser premiado! El director responde que, a fin de cuentas, ella conoce mejor que él al alumno, y hasta luego. Una pronta mejoría, le desea al estudiante K.
El director ha entrado en su despacho de director.
Klemmer repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible. Por lo demás, él podría decir otras cosas de ella, pero no quiere ensuciarse la boca. Es suficiente con que ella apeste, ¡él no quiere apestar! Tendrá que ir a enjuagarse la boca; siente el mal olor en su propia cavidad bucal. Percibe esa peste de maestra hasta en el estómago. Ella no puede imaginarse cómo son de nauseabundos los humores de su cuerpo, y qué suerte para ella no imaginarse siquiera lo infernal que es su mal olor.
Se alejan uno de otro en direcciones divergentes sin haberse puesto de acuerdo en cuanto a una tónica común, más aún, ni siquiera han co-incidido en una tonalidad común, aparte de que Erika Kohut apesta de forma nauseabunda.
Acuciosa y con buen tino, Erika se pone manos a la obra. Quiso saltar sobre su propia sombra y no pudo. Hay muchas cosas que le duelen. Poco de lo que ella ofrece ha sido aceptado. Está muy confusa. En la te-levisión descubrió una forma para bloquear las puertas sin necesidad de recurrir a los armarios. En la película policíaca lo mostraron. Poniendo el respaldo de una silla bajo la manilla de la puerta. El esfuerzo es innece-sario ya que la madre duerme dulce y apaciblemente, como suele ocu-rrir en el último tiempo, dejando que el alcohol dulzón se evapore sin recato por los poros y los pólipos de las vías respiratorias.
Erika busca su misteriosa cajita de los tesoros y revisa su rico conte-nido. Aquí se acumulan tesoros que Walter K. ni siquiera alcanzó a ver porque destruyó prematuramente la relación entre ellos con sus insul-tos. ¡En cambio, para la mujer, las cosas no hacían más que empezar! Cuando ella por fin estaba dispuesta, él se retiró a su concha. Erika se-lecciona las pinzas para la ropa y, después de titubear un instante, los alfileres, una buena cantidad de alfileres que va sacando de un reci-piente de plástico.
Con lágrimas, Erika se aplica en el cuerpo las ávidas sanguijuelas, o sea, las multicolores pinzas plásticas para la ropa. Trabaja sobre los lu-gares a los que accede con facilidad; después quedarán marcados con manchones azulados. Llorando, Erika hostiga su cuerpo. Descompone su superficie. Rompe el ritmo de su piel. Se acribilla con utensilios do-mésticos e instrumentos de la cocina. Fuera de sí, se mira y busca su-perficies sin cubrir. Tan pronto descubre un lugar en el ámbito de su cuerpo, se pellizca con las tenazas hambrientas que le ofrecen las pin-zas para la ropa. La piel tensa es perforada con alfileres. Esta opera-ción, que puede tener consecuencias lamentables, lleva a que la mujer pierda el control y llore a gritos. Está completamente sola. Se pincha con alfileres que tienen cabezas de todos los colores, cada alfiler con una cabeza de un color propio. La mayoría de ellos salen enseguida. Por temor al dolor, Erika no se atreve a pincharse por debajo de las uñas. Diminutos moretones van cubriendo la pradera de su cuerpo. La mujer llora y llora y está sola consigo misma. Después de un rato, Erika inte-rrumpe su quehacer y se pone frente al espejo. Su imagen horada el camino hacia su cerebro con palabras de detrimento y de burla. Es una imagen multicolor. En principio, la imagen podría parecer alegre, si no se tratara de una situación tan triste. Erika está completamente sola. La madre sigue durmiendo profundamente al calor del licor. Con ayuda del espejo, Erika descubre un lugar sano y lo ataca de inmediato con las pinzas y el alfiler y llora ininterrumpidamente. Con estos instrumentos se mortifica en la superficie y hacia el interior del cuerpo.
Le corren las lágrimas y está completamente sola.
Después de un largo rato Erika se quita las pinzas para la ropa y los alfileres y los guarda cuidadosamente en su lugar. El dolor disminuye, las lágrimas disminuyen.
Erika Kohut va junto a su madre para acabar con su soledad.

Atardece una vez más, las grandes arterias están atiborradas con el disparatado tráfico de los que regresan a toda prisa a sus casas, y tam-bién Walter Klemmer está atareado en inquieta actividad manoseando un hilo untuoso, sólo para no tener que sentirse ocioso. No hace nada particularmente apasionante, pero está siempre en movimiento. No se esfuerza demasiado, pero, eso sí, el tiempo pasa vertiginoso ante su afán de movimiento. Se pone en marcha, primero toma el bus y des-pués el metro, imponiéndose un viaje con todo tipo de dificultades de circulación; intuye que el viaje acabará en el parque de la ciudad, pero aún están por definir la meta y el camino hacia esa meta. Camina enér-gico esperando que pase la hora. Mata el tiempo. Está dispuesto; eso lo tiene claro. De forma nunca vista atacará a los animales inermes que supuestamente tienen sus moradas en el parque. Allí han hecho anidar flamencos y otros engendros exóticos desconocidos en el país; esas criaturas aparecen hoy como una verdadera provocación y se siente el deseo de asaltarlas y destrozarlas. Walter Klemmer es un amante de los animales, pero lo que es excesivo provoca que hasta él se desborde, y puede llegar el momento en que algún inocente crea que eso es real. Fue tanta la ofensa que le infligió la mujer, y él, por su parte, la insultó. Esa cuenta está saldada, pero de todos modos, como expiación, ha de haber una víctima mortal. Deberá morir un animal. A Klemmer se le ocurrió esta idea a través de los periódicos, donde se habla de las ex-trañas formas de vida de estos inocentes seres exóticos; también se describe minuciosamente más de alguna golpiza con asesinato incluido.
El joven sale disparado al aire libre por las escaleras mecánicas. El parque ya está quieto y en silencio, enfrente, en cambio, el hotel está lleno de luces y bullicio. No aparece ninguna pareja de amantes que pueda ser intimidada por el señor Klemmer; pero él no ha venido a mi-rar furtivamente a otros, sino para que otros no lo vean a él cometien-do brutalidades. En él los instintos insatisfechos se vuelcan hacia la maldad; esto ha sido despertado por una mujer. Klemmer se pasea buscando por uno y otro lado y no encuentra ningún pájaro. Viola las normas pisando el prado y ni siquiera respeta las especies foráneas mientras avanza sin contemplación alguna. Intencionadamente pisotea cuidadas terrazas con flores. Los tacones acaban con los mensajeros de la primavera. Lo que él le ofreció a esta mujer detestable no fue acep-tado; ésta es una carga amorosa con la que tendrá que vivir. La carga que tiene que soportar no es tremendamente pesada, pero, para la vida animal, sus consecuencias serán devastadoras. Tampoco el deseo físico de Klemmer ha podido abrirse una brecha para dar salida a la presión. Después de una cuidadosa selección, la mujer no ha hecho más que ex-traer de su cabeza uno o dos logros musicales. ¡Le ha quitado lo mejor para tirarlo después de someterlo a un examen! Con la punta del zapa-to, Walter Klemmer se ensaña contra los pensamientos porque ha sido desilusionado de la forma más burda en medio de sus empeños amoro-sos. Por ello, no es su culpa si fracasa. Si Erika sigue por ese camino sufrirá experiencias aun peores de lo que pueda imaginarse. Klemmer se rasguña en las espinas de un matorral y las ramas le golpean la cara en el instante en que salta adelante con ímpetu porque ha olido agua al otro lado del follaje. Él es un animal malherido que el cazador ha deja-do escapar, contraviniendo todas las normas del deporte. Un cazador diletante que no ha sabido dar en el corazón. Por eso, Klemmer es un peligro en potencia para cualquiera, ¡para cualquiera! Como un terrible duende de amor, hace una ronda nocturna por este lugar de esparci-miento –que de hecho está pensado para visitas diurnas– con el fin de descargar su ira sobre animales inocentes. Busca una piedra para lan-zarla, pero no encuentra nada que le sirva. Recoge una pequeña rama que ha caído de un árbol, pero la madera está podrida y casi no tiene consistencia. Una mujer, a la que él ofreció su amor, le ha hecho pro-posiciones crueles; por eso ahora tendrá que seguir agachándose a la búsqueda de un arma más efectiva que un trozo de madera podrida. Como no pudo llegar a ser el amo de la mujer, tendrá que reventarse el lomo y, sin cesar, buscar leña. Con este palito, el flamenco se reiría de él. No es un garrote, sino una pobre rama seca. Klemmer, que carece de experiencia pero quiere conocer cosas nuevas, no consigue descubrir dónde pasan la noche los pájaros para ocultarse de sus perseguidores. ¡Quizá tengan una cabaña! Klemmer en ningún caso quiere ser menos que los gamberros que salen por la noche a matar pájaros. Con más y más nitidez siente que está acercándose al agua, un elemento que le resulta familiar. Según dicen los periódicos, es ahí donde se encuentra la presa de color rosa. El viento sopla provocando todo tipo de ruidos, ¡y no cesa! Se arrastran las serpientes de colores claros. Bueno, y ya que está aquí, también podría atacar a un cisne, un animal que es más fácil de ser sustituido. Con este pensamiento Klemmer se da cuenta de que su ira contenida tiene una enorme necesidad de encontrar un esca-pe. En caso de que los pájaros reposen apacibles en el agua, verá el modo de atraerlos. Si están en la orilla, mejor aún, no tendrá que mo-jarse.
En lugar de pájaros, lo único que se oye es el constante retumbar del paso de los coches. ¿A esta hora por la calle? Hasta aquí la ciudad per-sigue con su ruido a quienes buscan la tranquilidad, hasta las áreas verdes, hasta los pulmones de Viena. En las áreas grises de su ira infi-nita, Klemmer busca a alguien que por fin no lo contradiga. Por eso busca a alguien que no lo entienda. El pájaro quizá huya, pero no le contestará. Klemmer va dejando sus propias huellas nocturnas en el prado. Siente afinidad con aquellos solitarios que también vagan de no-che. Pero se siente superior a otro tipo de noctámbulos, esos que pa-sean cogidos de la mano de alguna mujer, porque su ira es mayor que el fuego del amor. El joven ha huido hasta aquí de la cercanía de las mujeres. Unos chillidos se expanden en círculos concéntricos a partir de una pequeña fuente sonora: tan faltos de armonía como sólo pueden ser producidos por el pico de un pájaro o por un principiante en su ins-trumento musical. ¡Al fin, ahí hay un pájaro! Dentro de poco los perió-dicos podrán escribir sobre actos vandálicos, y con el periódico recién salido de la imprenta se podrá enfrentar al amor roto, porque ha llega-do a destruir algo vivo. Entonces también podrá destruir de forma igualmente brutal la vida de la amada. Esta señora Kohut no ha hecho más que reírse de sus sentimientos, ¡inmerecidamente recayó sobre ella su amor durante meses! Su pasión brotaba del cuerno de la abun-dancia de su corazón y caía sobre ella, y ella le ha tirado de vuelta esta dulce lluvia. Ahora recibirá la factura en forma de horribles obras de destrucción; sólo ella es culpable.
Mientras Klemmer busca en vano un determinado pájaro, la mujer se ha metido muy temprano en la cama y duerme triste en su casa. Perdi-da en sí misma, lucha con sus sueños, y Klemmer lucha por las prade-ras de la ciudad. Klemmer busca y no encuentra. Ahora ha ido tras otra llamada cuyo origen aún no ha podido identificar. Se mueve aprensivo para no caer de rodillas bajo los golpes de algún garrote ajeno. Hasta hace poco los tranvías se oían pasar junto al parque y servían de orien-tación, pero, por este lugar, su recorrido subterráneo ya cambia de nombre y no se los alcanza a oír. Klemmer ha perdido la orientación; no sabe hacia dónde lo conduce su viaje. En todo caso, es posible que se adentre por tierras incultas donde impera la ley de comer o ser comido. ¡En vez de encontrar alimento, él mismo se transformaría en presa! Klemmer busca un flamenco y otro quizá busque algún bobo con carte-ra. Avanza dando zancadas por los matorrales y sale a la pradera. Va atento a cualquier ruido, a izquierda y derecha, que haga algún pasean-te como él y se burla de antemano. Sabe que un excursionista no se preocupa de otra cosa que no sea el alimento y la familia y las caracte-rísticas de los animales y de la naturaleza que lo rodean, y lo preocupan porque sus existencias disminuyen día a día a causa de la destrucción del medio ambiente. El excursionista explicará por qué se destruye la naturaleza, y Klemmer se ocupará de dar un ejemplo con una pequeña parte de esta naturaleza, según amenaza a medida que avanza por la oscuridad. Klemmer protege con una mano su cartera, con la otra se aferra al garrote. Así, no le es difícil entender que cualquier vago sienta miedo.
Camina y camina, pero no aparece ningún pájaro. Inesperadamente, cuando ya estaba a punto de perder las esperanzas, descubre algo: una pareja entrelazada en un avanzado estadio del placer. No es posible precisar el punto preciso de este estadio. Walter Klemmer casi cae so-bre ellos, que juntos constituyen una entidad cuya forma exterior cam-bia a cada instante. Con un pie pisa torpemente una prenda de vestir que estaba tirada, con el otro ha estado a punto de tropezar con la car-ne en ebullición que, en un acto de consumismo, se tragaba la carne del otro. Arriba crujen las ramas de un enorme árbol –en sí mismo par-te de las reservas de la naturaleza y fuera de todo peligro– que hasta último momento había mantenido oculta una respiración acelerada. En su ansiosa búsqueda de un pájaro, Klemmer no se fijó en dónde pisaba. Su odio se descarga contra esta carne que florece insólita al borde del camino aplastando sin contemplaciones otras flores, puesto que ha ve-nido a revolcarse precisamente donde la ciudad fomenta otro tipo de fecundidad. Estas flores habrá que tirarlas. Klemmer no encuentra otra cosa que su escuálida porra para participar en la lucha de los cuerpos. Ahora se verá si golpea o es golpeado. En este caso podría participar en el certamen amoroso como un tercero que se divierte. Klemmer grita una grosería. La grita de todo corazón. Se envalentona porque la pareja no responde. Blande un arma. De prisa las prendas son tironeadas para arriba o para abajo, todo intenta volver a su orden ante Klemmer. En silencio y atemorizados, los protagonistas tratan de recuperar la com-postura y sus envoltorios. Al parecer había un buen revoltijo y a toda velocidad se ha de recomponer el orden. Cae una suave lluvia. Se re-torna al punto de partida. Klemmer declara en tono poco amistoso cuá-les serán las consecuencias de este tipo de comportamientos. Golpea rítmicamente con el garrote sobre su muslo derecho. Siente que sus fuerzas aumentan porque nadie se atreve a enfrentársele. Klemmer percibe el terror animal de la pareja; es mejor que si proviniera de un verdadero animal. Se huele un deseo de castigo. Ellos lo esperan. Es la razón por la que acuden de noche al parque. En torno a ellos se abre un gran espacio. La pareja comienza a aceptar el cerco de Klemmer y no da respuesta alguna a sus vehementes gritos de ira. Klemmer vocifera: ¡cerdos asquerosos! Los pensamientos que lo invaden mientras escucha música palidecen ante la vida y el placer. En el campo de la música sa-be de qué habla, aquí se enfrenta a algo de lo que siempre se ha nega-do a hablar: la banalidad de la carne. Desde luego, no es un jardín para enamorados, pero al menos sí un jardín público. La pareja de amantes se oculta obstinada a la sombra imprecisa de los árboles. Por lo visto se someterán humildemente, ya sea a una denuncia o al golpe veloz. La lluvia aumenta. No cae el golpe. Los sentidos de la pareja se concentran en buscar protección y refugio: ¿vendrá el golpe? El atacante titubea. La pareja retrocede intentando ocultarse, ojalá sin llamar la atención. Querrían ¡levantarse!, ¡correr!, ¡correr! Los dos son muy jóvenes. Klemmer acaba de ver a estos menores revolcándose como cerdos. Desea, al fin, desprenderse del garrote y lanzarlo al amplio campo de la indulgencia, pero el arma sigue golpeando contra su propio muslo. Esta noche no ha de quedarse sin presa. Al estar de pie en este lugar y cau-sar temor, Klemmer ha adquirido algo que puede llevarle a Erika, que en estos momentos duerme. Además, le llevará una brisa de aire fresco de los campos vastos, lo que le vendrá muy bien. Klemmer continúa moviendo el arma por el aire, como sobre un gozne bien aceitado. Si ataca, los amantes se verán amenazados por el dolor, si retrocede, qui-zá les permita escapar. Los dos niños se han escabullido hacia atrás, hasta que algo macizo a sus espaldas les ha cortado la retirada. Si no dan un salto hacia un lado, no encontrarán el camino, aunque quieran. La situación es del gusto de Klemmer y se mueve haciendo sus habitua-les ejercicios musculares. Mientras está de pie ensaya uno o dos movi-mientos reflejos del piragüismo, sólo que sin agua. Este cuadro con fi-guras vivas está lleno de contenido, pero no pierde la visión del conjun-to. Contrincantes: dos. Son manejables, además de cobardes, y no quieren luchar. Klemmer puede aprovechar la ocasión o dejarla ir. Es dueño de la situación. Puede mostrarse comprensivo o actuar como vengador de la quietud alterada del parque y de una juventud degene-rada. Pero ha de decidirse de una vez, porque el vacío es una tremenda invitación a escapar. El grito de Klemmer, ¡al ladrón!, no serviría de na-da; se halla en medio de un amplio territorio, el campo de su ira perde-ría terreno y las víctimas huirían. La joven pareja percibe inseguridad en el tono de lo que dice este hombre. Quizá un momento de indecisión que Klemmer ha dejado ver por un instante, inconscientemente, pero, ¡una señal para los niños! Parece haber retrocedido imperceptiblemente en sus intenciones de recurrir a la violencia. Ellos lo aprovechan. Es una oportunidad que hay que aprovechar. Como no está en el agua, Klem-mer se pregunta: ¿qué hacer? Los dos dan un rodeo en torno al árbol y se alejan a toda carrera. La tremenda figura de Klemmer los ha dispa-rado hacia atrás. Sus suelas resuenan apagadas sobre la pradera. En algunos lugares aparecen claros de la tierra sobre la que crece el prado. En la fuga olvidaron una especie de chaleco o quizá sea un abrigo corto. Un abrigo de niño. Klemmer no hace ningún esfuerzo por perseguirlos. Prefiere pisotear la chaqueta que han dejado tirada. No busca la carte-ra. No busca algún documento de identificación. No busca objetos de valor. Descarga su peso una y otra vez sobre la chaqueta y se afana a gusto pisoteando, como un elefante encadenado que, a causa de las cadenas de las patas, sólo dispone de un campo de movimiento de un par de centímetros, pero sabe aprovecharlo. Entierra la chaqueta hasta que se pierde. No sabe por qué lo hace. Pero su ira aumenta y el prado en su conjunto se transforma en su enemigo. Ensimismado y alterado, Walter Klemmer pisotea sobre esta almohada blanda obedeciendo a su ritmo interior. No la deja en paz. Klemmer pisotea el chaleco hasta que, poco a poco, se cansa.
Ya en las afueras del parque, Walter Klemmer camina un rato por las calles sin preguntarse cuál es su destino. En medio de su resistente agi-lidad pierde la orientación; mientras él camina, otros ya duermen. En sus entrañas lleva suspendido un balón de violencia. El balón no en-cuentra ningún cuerpo en el que pueda rebotar. Klemmer se da cuenta de que camina sin destino, pero en cierta medida ya ha tomado una di-rección determinada, rumbo a una determinada mujer que él conoce. Por todos lados intuye hostilidad, pero no se enfrenta con ningún ene-migo, porque siente que su meta es tanto más atractiva: una mujer muy especial, con talento. Duda entre dos o tres mujeres, pero al fin se decide por una en particular. No perderá a esta mujer a cambio de una lucha cualquiera. A partir de este momento elude todo tipo de actos de violencia; con ella, sin embargo, no tendrá contemplaciones tan pronto estén frente a frente. Baja corriendo por unas escaleras mecánicas hacia un pasaje vacío. Compra un helado a un vendedor callejero. Un hombre con una gorra de disfraz le da el helado con total desinterés, sin darse cuenta de que esa falta de amabilidad puede acarrearle una paliza. Pero finalmente no le ocurre nada. Su gorra es la de un marine-ro o de un cocinero o de una combinación de uno y otro; la cara sin edad demuestra cansancio. Poniendo la boca en forma de embudo, Klemmer saca el helado de su envoltorio con dos soplidos. Pocos van; pocos vienen. Pocos permanecen en el tenderete de vidrio de un snack-bar en el interior del pasaje. El helado estaba tibio y reblandecido. La tenacidad anida en la cómoda tranquilidad de Klemmer. Poco a poco se consolida un núcleo; se consolida una ligera tensión para el ataque. Lo único que le importa es la meta de su viaje, donde sabe que llegará pronto. Sin entrar en disputas, pero siempre con ánimo de disputar, re-corre calles en dirección a una determinada mujer. Seguramente la persona en cuestión lo estará esperando. Y, arrogante en lo que se re-fiere a sus deseos, vuelve a ella sin la intención de hacer concesiones. Tiene que comunicarle unas cuantas cosas que le parecerán nuevas, y es bastante lo que tiene que decir. Ha de aplicar algún que otro correc-tivo. El bumerang Klemmer sólo se había alejado de esta mujer para retornar cargado con nuevos propósitos. Klemmer busca el vértice de su huracán interno en el que supuestamente reina la quietud. Antes de seguir se le ocurre la posibilidad de entrar en una cafetería. Quisiera es-tar un instante entre personas comunes y corrientes, piensa Walter Klemmer, una exigencia nada simple para alguien que también intenta ser una persona, pero constantemente se encuentra con dificultades. No entra en la cafetería. Los estropajos mugrientos dejan huellas pega-josas en la superficie de aluminio de la barra, debajo de la cual los es-caparates presentan tartas y pasteles hinchados con gelatina o nata. Los mostradores de los puestos de salchichas están pringados con pe-gotes de grasa endurecida. Todavía no corre una brisa matinal que ali-vie al animal herido. Eleva la velocidad. En la parada de los taxis no hay más que un coche al que le hace señas de inmediato.
Klemmer ha llegado al portal del edificio de Erika. El placer de la lle-gada; quién se lo habría imaginado. La ira se cobija en las células de Klemmer. El hombre no intenta llamar la atención con piedrecitas, como suelen hacerlo los muchachos con sus novias. Klemmer, el alumno, se ha hecho adulto de la noche a la mañana. Hasta ahora no se había da-do cuenta de con qué rapidez madura la fruta. No hace ningún empeño por ser recibido. Mira hacia las distintas ventanas y trata de orientarse en silencio. En particular mira hacia una ventana a oscuras, sin saber a quién pertenece. Intuye que puede ser la que comparten Erika y su madre. Piensa que podría ser la de la alcoba conyugal. La del matrimo-nio Erika/madre. Klemmer corta los lazos tensados con amor que lo unen a Erika y los ata a algo nuevo, en lo que Erika no ocupa sino un papel secundario, es un medio para otros fines. En el futuro él se ocu-pará de mantener el equilibrio entre el trabajo y el placer. Dentro de poco concluirá sus estudios y tendrá más tiempo para su pasatiempo acuático. Ya no desea las atenciones asquerosas de esta mujer. No desea que las cosas queden a medio hacer. Quizá se dirija a la mujer; o quizá no lo haga. Un hilo de sudor avanza sobre su sien derecha, hacia donde caía desde hacía rato a causa de su prisa. Se oyen los silbidos de su respiración. Han sido varios kilómetros los que ha dejado atrás co-rriendo en medio de un ambiente más bien tibio. Hace unos ejercicios respiratorios, como buen deportista. Klemmer se da cuenta de que elu-de algunos pensamientos para no tener que pensar en lo impensable. Por su cabeza todo pasa rápido y fugaz. Las impresiones cambian. El propósito está claro; los medios, preestablecidos.
Klemmer se mete en la hornacina del portal y se baja la cremallera de sus vaqueros. Se acomoda en la cavidad maternal del portal, piensa en Erika, la mujer, y se masturba. Está a cubierto de mirones. Está dis-traído, pero no por ello descuida su foco de atención ahí abajo. Tiene una agradable conciencia de su cuerpo. Lleva el ritmo de la juventud. El trabajo que realiza es en y para sí mismo. Nadie más que él obtiene beneficios. Con la cabeza echada contra la nuca, Klemmer se masturba en dirección a una de las ventanas que están a oscuras, sin siquiera sa-ber si acaso es la ventana que corresponde. No siente emoción alguna. Nada lo conmueve mientras se manipula con afán. Sobre su cabeza, la ventana sigue sin luz, como un paisaje.
El lugar que él apoya con su masculinidad está una planta más abajo. Klemmer se masturba con vehemencia; no tiene intenciones de termi-nar. Manipula su cuerpo sin placer ni alegría. No pretende reparar ni destruir nada. No quiere subir donde está la mujer; pero, si alguien abriese la puerta, sin dudarlo subiría donde ella. ¡Nada podría detener-lo! Se manosea con tanta discreción, que cualquiera que lo viera le abriría el portal sin la menor aprensión. Podría seguir eternamente de pie manipulándose aquí abajo, también podría intentar abrirse camino. Está en sus manos hacerlo. No ha decidido esperar que alguien que vuelva tarde a casa le abra el portal; Klemmer simplemente espera aquí que alguien vuelva tarde a casa y le abra el portal. Y así puede seguir hasta que amanezca. Y puede esperar hasta que el primero salga de casa por la mañana. Klemmer se manosea la polla hinchada y espera que se abra el portal.

Walter Klemmer está de pie en su hornacina y piensa hasta dónde se-ría capaz de llegar. Ahora siente claramente el hambre y la sed, las dos cosas a la vez. Reaviva el apetito por la mujer masturbándose. Siente en su cuerpo lo que significa embarcarse en juegos sin propósitos cla-ros, y ella deberá experimentar lo propio para que sepa el precio que tiene hacer eso con él. Darle paquetes vacíos. ¡Sus blandos despojos fí-sicos tendrán que recibirlo! La sacará del lecho tibio, la arrancará del lado de su madre. Nadie viene. Nadie le abre el portal. En este mundo cambiante, sobre el que ha caído la noche, Klemmer no conoce otra constante que la de sus sentimientos; por fin se decide a llamar por te-léfono. Aparte de una discreta desnudez parcial, su comportamiento junto al portal ha sido tranquilo y correcto. Esperando a alguien que volviera tarde a casa. Hacia el exterior no ofrecía la imagen de una per-sona iracunda. Pero hacia dentro sus sentidos le golpean el vientre. Los vecinos no deben verlo así para que no desconfíen. Está poseído por sus emociones. Se siente conmovido por sí mismo. Dentro de muy poco la mujer deberá descender de las alturas del arte al nivel al cual fluye el río de la vida. Se verá inmersa en trajines y vergüenza. El arte no es un caballo de Troya para ocultarse buscando contenidos únicamente en el ámbito artístico, dice Klemmer dirigiéndose a la mujer allí arriba. Cerca hay una cabina telefónica. Va de inmediato hacia allá. Klemmer despre-cia a los vándalos que han arrancado la guía de teléfonos; esto quizá impida salvar una vida porque alguien buscará un número y no lo podrá encontrar.
Erika duerme el inquieto sueño de los justos junto a su madre, que tranquilamente se deja ir en sus sueños a pesar de haberla tratado tan-tas veces con injusticia. Erika no se merece el sueño mientras hay al-guien que va y viene inquieto por las calles a causa de ella. Con la co-nocida ambición de su sexo, espera un final feliz y el ansiado placer al menos en el sueño. Sueña que el hombre la conquistará en un arreba-to. Por favor, te lo ruego. Hoy ha prescindido voluntariamente de la te-levisión. A pesar de que precisamente hoy habría podido ver uno de sus temas favoritos, calles de otros países, hacia las que se deja ir sin difi-cultades y hoza protegida en su rincón. Desea para sí tanta atención y dedicación como la que se dedica a las figuras de la televisión. Casi siempre se trata de los infinitos paisajes americanos, desde luego, por-que ese país casi no conoce fronteras. Quizá hasta emprenda un pe-queño viaje con ese hombre, piensa Erika Kohut angustiada, pero qué ocurriría entre tanto con la madre. No todos consiguen partir de este mundo en su debido momento. Involuntariamente su cuerpo reacciona produciendo humedad, sí, porque todo no puede estar controlado por la voluntad. La madre duerme feliz, sin enterarse de nada. Suena el telé-fono; quién podrá ser a esta hora. Erika se sobresalta y en el acto sabe quién puede ser a esta hora. Una voz interior que le resulta muy cono-cida se lo advierte. Esa voz lleva inmerecidamente el nombre del amor. La mujer se felicita por su triunfo amoroso y espera recibir la copa de la victoria. En el piso nuevo del condominio la pondrá en un lugar de honor junto a los floreros. Se siente completamente liberada. Cruza a oscuras la habitación y la antesala y busca a tientas el teléfono. El telé-fono grita. Sólo el amor conseguirá que desista de las condiciones que había impuesto, y se alegra de poder hacerlo. Qué alivio. Mal que mal, la reciprocidad amorosa suele ser la excepción a la regla, ya que en la mayoría de los casos el amante es sólo uno, mientras que el otro está pendiente de escapar tan lejos como sus pies se lo permitan. Para esto hacen falta dos, y uno de ellos acaba de llamar al otro, cuyos senti-mientos son coincidentes; esto sí que es bueno. Ocurre en el momento preciso. Qué acierto.
En la cama, la profesora sólo ha dejado una huella tibia que se enfría lentamente. Ahí ha quedado su madre que aún no despierta. La niña malagradecida deja olvidada a su fiel compañera de tantos años. Al te-léfono el hombre exige que se le abra el portal. Erika se agarra al auri-cular del teléfono. No contaba con que la familiaridad llegara a estos extremos. De hecho, esperaba oír palabras dulces en las que se le hablara de deseos nocturnos y de la ansiedad de poder estar juntos muy pronto, quizá mañana a las tres en tal o tal cafetería. Erika espe-raba que el hombre le hablara de planes bien meditados para construir un nido. ¡Mañana y en los próximos días lo estudiarán! Discutirán si la relación durará eternamente y después darán comienzo a la relación. El hombre disfruta, a él no le gusta esperar; en las mismas circunstancias, la mujer construye edificios para la eternidad porque, en su caso, ella siente una conmoción enorme y amenazante para toda su existencia. Aquel espacio engorroso: la mujer y su mundo emocional. La mujer comienza de inmediato a fabricar un entorno complicado, como el de un nido de avispas, para instalarse en él y, después, una vez que ha em-pezado a construir, resulta imposible desprenderse de ella: es lo que Walter Klemmer teme en términos muy generales. Está nuevamente junto al portal y espera que se le abra, y Erika debería acudir rápido, en su propio beneficio. ¡Ahora o nunca! piensa Erika tan segura de sí mis-ma como siempre y va en busca del manojo de llaves. La madre sigue durmiendo. Durante el sueño no hay nada capaz de entrar en su cere-bro, porque ella ya tiene su casa y su hija. Cualquier tipo de planes le parece innecesario. En ese mismo instante la hija espera recibir el pre-mio por el disciplinado trabajo de muchos años. Ha merecido la pena. Pocas mujeres cuentan con llegar a conseguir a aquel que realmente quieren, la mayoría se quedan con el primero, con el más insignificante. Erika ha elegido al último, y éste resulta ser realmente el mejor de to-dos. ¡Nadie lo supera! Inevitablemente la mujer piensa en cifras y valo-res equivalentes. Ella piensa que se lo merece por los buenos servicios prestados en el campo de las artes. Si la voluntad masculina incluso puede llegar a alejarla de una madre tan probada como la suya, la em-presa tiene buenas expectativas, así que adelante, yo estoy de acuerdo. El estudiante está a punto de concluir sus estudios, además, ella gana dinero. La diferencia de edad es irrelevante, ella lo decide por los dos.
Erika abre el portal y se entrega confiada en las manos del hombre. Bromea que está en su poder. Insiste en que querría que lo de la estú-pida carta no hubiese ocurrido, pero lo hecho, hecho está. La desgracia ya sobrevino, pero ella la reparará, querido. Para qué queremos cartas si nos conocemos hasta en lo más íntimo y recóndito. ¡Compartimos el espacio de nuestros más delicados pensamientos! Y nuestros pensa-mientos nos alimentan con su miel. Erika Kohut, que por ningún motivo quisiera recordarle al hombre su fracaso físico, dice: ¡entra, por favor! Walter Klemmer, que querría dar por no ocurrido su fracaso físico, entra en la casa. Tiene una gran oferta a su disposición, y la variedad lo hala-ga. ¡Hoy se servirá sin consultar! Le dice a Erika: para que nos enten-damos en la partida. Nada peor que una mujer que quiere reescribir la Historia de la Creación. Ese tema caricaturesco. Klemmer es un tema para una novela. Él disfruta de sí mismo y, en ese sentido, jamás se vanagloria. Por el contrario, disfruta su frialdad como un trozo de hielo en la boca. Tomar libremente posesión de algo significa poder partir cuando lo desee. La propiedad queda atrás esperando. Muy pronto de-jará atrás el capítulo de esta mujer, de eso está seguro. En su momen-to, la mujer rechazó la oferta seria de reciprocidad de sentimientos que él hizo. Ahora ya es demasiado tarde. Ahora yo impongo las condicio-nes, es lo que Klemmer dispone. Dos veces no se reirán de él, K. lo prome¬te por su honor. En tono amenazante le pregunta por quién lo ha tomado. La pregunta no lo lleva más adelante, por mucho que la repita.
Walter Klemmer empuja a la mujer al interior del apartamento. La consecuencia es una discusión apagada, porque ella no se lo tolera. Pa-ra ella las discusiones suelen tener un carácter preventivo. En me¬dio del altercado, Erika le echa en cara al hombre que la ha empu¬jado en su propia casa, donde él no es más que una visita. Pero en¬seguida de-cide que ha de quitarse esa mala costumbre: refunfuñar constantemen-te. Tengo mucho que aprender, dice con modestia. Incluso presenta sus excusas; las trae entre sus garras y las pone a los pies del hombre co-mo una presa que aún chorrea sangre. No quiere estropearlo todo an-tes de empezar, piensa para sí. Lamenta haber cometido muchos erro-res nada más comenzar. Todo comienzo es di¬fícil y con ello Erika de-muestra la importancia que tiene un buen comienzo. Dubitativa, la ma-dre despierta poco a poco a causa del estridente campanilleo de unas palabras que han llegado hasta sus oídos. La madre tiene la ambición de gobernar. ¿Quién habla aquí en medio de la noche como si fuera de día y, como si fuera poco, en mi propia casa y con mi propia hija? El hombre reacciona con un gesto amenazante. Las dos mujeres se prepa-ran para dar un contra¬golpe en forma de una onda explosiva que se ex-panda en dirección al hombre. En un abrir y cerrar de ojos y sin saber cómo, Erika recibe una bofetada en plena cara. Sí, no hay error, el gol-pe fue aplicado por el hombre Klemmer, y ¡con absoluto éxito! Atónita se lleva la mano a la mejilla sin decir una palabra. La madre está alela-da. La única que puede dar golpes aquí es ella. Pasados unos instantes, en vista de que Klemmer no dice nada, Erika le grita ¡que salga de su casa inmediatamente! La madre lo corrobora y enseguida vuelve la es-palda. Con ello demuestra que el espectáculo le repugna. En voz baja, con un tono casi inaudible, Klemmer le pregunta a Erika: no te lo habí-as imaginado así, ¿no es verdad? La madre está sorprendida de que haga falta una disputa para que el hombre desaparezca de sus vidas. Pero a ella no le interesa nada de lo que dicen, asegura diri¬giéndose al vacío. Todavía nadie ha levantado la voz como para dar motivo de que-jas. Y ya cae un segundo golpe, esta vez en la otra mejilla de la señora Erika. No es precisamente un amable encuentro de cuerpo a cuerpo. Erika lloriquea en voz baja por consideración con los vecinos. La madre da un respingo y se percata de que, en el interior de su propia casa, su hija está siendo degradada a la categoría de una especie de aparato de deporte por este hombre. Indignada advierte que se está dañando la propiedad ajena, en este caso, ¡su propiedad! La madre concluye: ¡vá-yase de inmediato!, ¡tan rápido como sus pies se lo permitan!
Como una herramienta, el hombre abraza mecánicamente a la hija de esta madre. Erika todavía se siente medio atontada por el sueño y no entiende cómo es posible que el amor sea tan mal recompensado, su amor. Por nuestros trabajos siempre esperamos una gratificación. Creemos que los trabajos de otros no necesitan ser remunerados, siempre esperamos poder conseguirlos a mejor precio. La madre se dispone a dar otros pasos, entre los que también piensa recurrir a la policía. De ahí que reciba un contundente empujón que la lanza a su habitación y cae bruscamente de espaldas al suelo. Y de paso Klem¬mer le dice lo que piensa, ¡que no es ella con quien él quiere hablar! La ma-dre ve que la situación la supera. Hasta ahora era ella quien controlaba todos los derechos de decisión. Klemmer asegura, tene¬mos tiempo, si viene a cuento, toda la noche. Erika ya no se estira como una flor hacia la luz. Klemmer le pregunta si era esto lo que ella se había imaginado. Hinchando la voz como una sirena respon¬de que no. Como un escara-bajo que ha quedado patas arriba, la madre consigue sentarse a duras penas y sentencia al estudiante a cosas terribles, en las que ella jugará un papel decisivo. Si la situa¬ción va a peor, ella recurrirá a la ayuda de terceros, jura la vieja y santa mujer. Y tendrá que lamentarse de haberle hecho eso a una mujer que merece cuidados y que, en princi-pio, podría incluso ser madre. ¡Que piense en su madre! Siente piedad por ella, que lo tuvo que parir. Entre palabra y palabra la madre ha ido ganando terreno en dirección a la puerta, pero otro empujón la dispara hacia atrás. Para esto, Walter K. debe desprenderse un instante de su Erika. La habitación queda bajo llave, con la madre encerrada entre sus cuatro paredes. Por lo demás, como castigo, con la llave de la alcoba aísla a la hija, por si viniera a cuento. Excluida, piensa la madre aún ba-jo los efectos del golpe y arañando la puerta. La madre gimotea y ame¬naza terriblemente, Klemmer se siente crecer ante la resistencia. La mujer: un peligro para el deportista ante competencias difíciles. Sus deseos chocan con los de Erika. Erika moquea, así no es como yo me lo había imaginado. Hace el comentario que suele hacer el públi¬co en el teatro: ¡esperaba otra cosa! Por una parte, Erika se siente arrollada por su propia carne, por otra, por la violencia ajena, pro¬vocada por un amor rechazado.
Erika espera que ahora él al menos se excuse o incluso más, pero no. Está satisfecha de que la madre no pueda seguir inmiscuyéndose. Por fin lo privado podrá ser resuelto en privado. En esos momen¬tos, ¿quién piensa en madres y amores de madre, excepto aquel que quiere hacer un niño? En Klemmer habla el hombre. Erika intenta incitar la voluntad del hombre a través de una calculada aunque dis¬cretísima desnudez. Sus ruegos llegan hasta el punto en que las as¬tillas ya hayan ardido y sea necesario echar al fuego un buen tronco del árbol del deseo. Una vez más es golpeada en la cara, a pesar de que ella dice: por favor, ¡no en la cabeza! Oye algo acerca de su edad, que llega cuando menos a los treinta y cinco, quiéralo o no. Comienza a entristecerse por la falta de interés sexual que él mani¬fiesta. Sus pupilas se enturbian más y más. Klemmer está encantado; por fin le llegan los beneficios del odio. La realidad se le pre¬senta tan nítida como un nublado día de finales del verano. Sólo el engaño de sí mismo ha podido llevarlo a que durante tanto tiempo haya interpretado como amor este odio maravilloso. Largo tiempo disfrutó con este manto amoroso, pero ahora ha caído. La mujer ahí en el suelo cree que una buena parte de lo que está ocurriendo es consecuencia de ansias pasionales, y su comportamiento sólo podría explicarse en cierta medida en función de la pasión. Eso es lo que Erika había oído alguna vez. Pero ya basta, cariño. ¡Entreguémonos a algo mejor! Querría quitar el dolor del repertorio del amor. Ahora lo ha sen-tido en su propio cuerpo y le pide volver atrás, a la versión normal de las prácticas amorosas. Acerquémonos uno al otro con comprensión. Walter Klemmer toma violentamente en sus manos a la mujer que aho-ra dice haber cambiado de opinión. Por favor, no más golpes. Ahora mis ideales apuntan en dirección a la reciproci¬dad de los sentimientos, pero Erika modifica demasiado tarde sus puntos de vista. Expone nuevas ideas sobre sí misma, que como mujer necesita mucho calor y atencio-nes; entre tanto se lleva la mano a la boca, que le sangra en un extre-mo. Es un ideal imposible, responde el hombre. Sólo está esperando que la mujer se retire un poco para volver a atacar. Lo mueve el instin-to del cazador. Es el instinto de uno que practica deportes acuáticos, del técnico, que lo alerta contra los lugares poco profundos o con rocas. Escapa tan pronto como la mujer lo busca. Erika le implora que muestre su lado bueno. Pero él ha comenzado a saber lo que es la libertad.
Con el puño derecho Walter Klemmer golpea a Erika en el estóma¬go, ni muy fuerte ni muy suave. Es suficiente para que vuelva a caer des-pués de que había conseguido ponerse de pie. Erika se dobla con las manos sobre el vientre. Es el estómago. Él hombre lo ha hecho sin el menor esfuerzo. No es que él se desdoble, por el contrario, jamás había estado tan satisfecho consigo mismo. Se burla, bueno, ¿y?, ¿dónde es-tán las cuerdas y las sogas?, ¿y las cadenas? Distingui¬da señora, yo no hago más que cumplir órdenes. Ahora no te ayu¬dan ni las mordazas ni las correas. Klemmer se ríe mientras provoca los mismos efectos que las mordazas y las correas, pero sin recurrir de hecho a esos acceso-rios. Obnubilada por el licor, la madre machaca la puerta como si fuera un tambor y no llega a comprender cómo ha podido ocurrirle esto y no sabe qué hacer. También la pone nerviosa no saber qué ocurre con la hija. Pero una madre ve incluso sin mirar. Ella nunca respetó la libertad de su hija y ahora es otro el que abusa de esa libertad. A partir de hoy redoblaré mis cuidados en ese sentido, promete la madre deseando que el joven deje alguna sobra que merezca la pena cuidar. Ahora que por fin había endere¬zado a la niña, viene éste y la quiebra. La madre des-cansa un mo¬mento.
A ratos Klemmer se burla de la carne que doblega, ¡pero que a tu edad ya está tan dura como la línea del tren! Entre sollozos Erika le ruega que piense en lo que han vivido y sufrido juntos en las clases. ¿No recuerdas nuestras diferencias acerca de las sonatas? Él se burla de aquellos hombres que les permiten todo a las mujeres. Él no se cuenta entre ésos, y ella ha estirado demasiado la cuerda. Ella es una persona que estira demasiado la cuerda; bueno, ¿y?, ¿dónde están los látigos y las cuerdas? Klemmer la pone ante la alternativa: yo o tú. Su decisión es: yo. Pero en mi odio renaces; el hombre se con¬suela y le di-ce su opinión a todo volumen. Mientras la maltrata a la altura de la ca-beza, que ella apenas puede protegerse con los brazos, le tira un hueso para que mordisquee: si no fueras una víctima, ¡no podría tratarte co-mo tal! La golpea y al mismo tiempo le pregunta: ¿que ocurrirá ahora con su deliciosa carta? No cabe una respuesta. Al otro lado de la puer-ta, la madre teme que ocurra lo peor en su zoológico particular. Erika menciona llorando todos los gestos de bondad que ha tenido con el alumno, el incansable empeño por for¬mar su gusto musical y por con-ducirlo hacia un perfeccionamiento en el ámbito de la música. Erika alude entre sollozos a las bondades con que lo ha obsequiado su amor, lo que con esfuerzo le ha dado como hombre y como alumno. Intenta recuperar el dominio de la situación, pero la violencia desnuda se lo im-pide. El hombre es más fuerte. Erika le echa en cara que él sólo consi-gue dominarla por la simple fuerza física, y recibe una doble y triple tanda de golpes.
En su odio, Klemmer de pronto ve crecer como un árbol a la mujer. Este árbol ha de ser podado y debe recibir su merecido. Las bofeta¬das suenan apagadas en su cara; detrás de la puerta, la madre no sabe qué ocurre, pero también llora desesperada y una vez más acu¬de al bar ca-sero, que en el curso de la noche ha sufrido numerosos asaltos. Pero ya no habla de pedir auxilio. El teléfono está fuera de su alcance en la an-tesala.
Klemmer insulta a Erika a causa de su edad; una mujer como ella no tiene nada que esperar de él en cuestiones de amor. En ese sentido, él no ha hecho más que simular, ha sido un experimento científico; Klemmer niega toda intención honesta. Y, dónde quedan tus famo¬sas cuerdas, lanza un tajo al aire como si intentara cortarlo con una hoja de afeitar. Que se busque gente de su edad o incluso mayo¬res, le sugiere propinándole un golpe. En las relaciones de pareja, el hombre suele ser mayor que la mujer. Klemmer golpea sin fijarse dónde. Esta ira no ha buscado una excusa en perjuicios o daños, por el contrario. La ira se ha ido formando poco a poco, pero de forma consistente, como consecuen-cia de un enamoramiento. Después de examinarlo largamente, Erika le dio al hombre muestras de su amor y, he ahí, ¿qué ocurre...?
Para poder seguir adelante tanto en la vida como en el amor ha de aplastar a la mujer que hasta se ha reído de él, cuando aún lo domina-ba. Lo creyó capaz e incluso le exigió que la encadenara, la amordazara y la violara; ahora recibe su merecido. Grita, grita todo lo que quieras, exclama Klemmer. La mujer llora a gritos. La madre de la mujer tam-bién llora. A pesar de que no sabe muy bien por qué. Sangrando un po-co, Erika se dobla hasta quedar en posición em¬brional, y la destrucción sigue adelante. El hombre ve en Erika a muchas otras que ya hacía tiempo quería quitarse del camino. Le dispara a la cara que él aún es joven. Yo tengo toda la vida por delante, es más, ¡ahora las cosas co-mienzan a ponerse atractivas! Al concluir los estudios me tomaré unas largas vacaciones, viajaré al extranjero, le tira el anzuelo y lo quita de inmediato: ¡solo! Desde luego que no puede decirse de ti que seas jo-ven, Erika, ¿no es ver¬dad? Él es joven; ella es vieja. Él es hombre; ella es mujer. Erika está tirada en el suelo y Walter Klemmer, con todas sus ganas, le da un puntapié en las costillas. Dosifica la fuerza para no quebrar nada. Al menos sobre su cuerpo siempre ha tenido control. Walter Klemmer pasa por encima de Erika para alcanzar la libertad. Ella lo provocó en la medida en que quiso dominarlo a él y sus deseos. Aquí tiene las consecuencias. Tiene impresiones e intuiciones sombrías con res¬pecto a esta mujer. Ahora ella censura su odio, pero únicamente porque sufre las consecuencias en su propio cuerpo. Lanza un chilli¬do y le formula ruegos sin orden ninguno. La madre oye el chillido y se suma en medio de su rabia aletargada. Quizá el hombre no le deje nada so-bre lo que ella pueda gobernar. Además, la madre tiene un terror ani-mal de que le ocurra algo a la hija. Siente el impulso de dar puntapiés contra la puerta y de lanzar gritos amenazantes, pero la puerta cede aún menos de lo que hace ya tantos años cedía el capricho de la niña. Los temores que manifiesta la madre no se en¬tienden con claridad por-que la puerta los detiene. La madre chilla cosas terribles que dicen rela-ción con el asalto violento de una casa. Le recuerda a la hija las profe-cías que ella había hecho acerca del amor de los hombres, pero la hija no la oye. La hija llora desconso¬ladamente y recibe un puntapié en el vientre. El comportamiento de Klemmer merece el más absoluto recha-zo femenino. Y Klemmer disfruta desdeñando esta censura. El hombre quiere borrar lo que Erika había llegado a ser y no lo consigue. Te lo imploro, dice ella rogando. Detrás de la puerta, la madre recela que su niña se deje ofender y humillar por temor al hombre. A ello se añade el daño físico. La madre está preocupada por el marchito fruto de su vien¬tre. Ruega a Dios y a su Hijo. Debido a que la pérdida podría ser defini-tiva, la madre se desespera ante la posibilidad de quedarse sin su hija. Los largos años de esmerado adiestramiento habrían sido en vano. El hombre la entrenaría para que realizara otro tipo de pi¬ruetas. Ella pre-parará un té tan pronto la dejen salir, en caso de que alguien tenga de-seos de tomar té. Con voz de falsete habla de ¡ven¬ganza! y de ¡denun-cia policial! Erika lloriquea a causa del abismo amoroso. Los deseos que manifestó por escrito le parecieron dema¬siado frívolos al hombre, dice él. Demasiado humillante su fracaso, dice. Jamás había andado tanto tiempo en público ufanándose y sin¬tiendo que era la mejor. Pero su éxi-to es irrelevante. Y ya es dema¬siado tarde.
Erika está tirada en el suelo. Hasta aquí ha venido a dar la alfombra de la antesala. Ella dice: ten piedad de mí. La carta no es motivo para tanto castigo. Klemmer se siente desatado; Erika no está enca¬denada. El hombre la golpea desaprensivo y pregunta jadeando: bueno, y ¿dón-de queda la carta? Esto es lo que te has ganado. Or¬gulloso le dice que, como puede ver, las cadenas no eran necesarias. Le pregunta si acaso en ese momento la carta le serviría de algo. ¡Esto es lo que te has ga-nado! Golpeándola con poco entusiasmo, Klemmer le demuestra a la mujer que eso, y nada más que eso, era lo que ella quería. Erika lo con-tradice llorando que no era así como ella se lo había imaginado, sino de otra manera. Entonces, la próxi¬ma vez tendrás que expresarte con más claridad, responde el hom¬bre, y sigue golpeándola. Con una tanda de puntapiés le demuestra que: yo soy una ecuación simple. Y no me avergüenzo de ello. Me hago cargo. Le advierte a la mujer que ha de tomarlo tal como soy. Soy tal como soy. Erika siente que el puntapié le ha astillado el hueso nasal y una costilla. Oculta la cara con las manos y Klemmer le dice que le da la razón. Esa cara no tiene nada de particu-lar, ¿no es cierto? Las hay más bellas, dice el especialista, y espera que la mujer responda que también las hay más feas. El camisón de dormir se le ha desprendido parcialmente y Klemmer piensa en la posibili¬dad de una violación. Pero, con el propósito de manifestar su des¬precio por los atractivos del sexo femenino, dice: primero tengo que beber un va-so de agua. Le da a entender a Erika que, para él, ella ofrece menos atractivos que, para un oso, un árbol hueco con un panal de abejas. Erika jamás le llamó la atención por su belleza, sino por sus capacida-des musicales. Y ahora puede esperarse tranquila¬mente unos cuantos minutos. He resuelto el asunto a mi manera, decide para sus adentros el futuro técnico. La madre profiere jura¬mentos. Erika preferiría huir. Pero sus habilidades no están en la acción, sino en el pensamiento. Se le escapan las ideas y, por lo de¬más, jamás se ha destacado por su co-herencia.
En la cocina, el agua corre un buen rato; al hombre le gusta que esté fría. Tiene muy claro que su comportamiento puede acarrearle con¬secuencias. Las asume como hombre. El agua tiene un gusto des¬agradable. Pero también ella sufrirá las consecuencias, piensa, y ya se siente más complacido. Desde luego que a partir de ahora se aca¬baron las clases de piano, en cambio, al fin podrá dedicarse con to¬das sus fuerzas al deporte. Ninguno de los presentes está particular¬mente a gusto. Pero las cosas han de seguir su curso. Nadie busca una reconci-liación. En parte la culpa es tuya, tienes que reconocerlo, Klemmer acu-sa a la mujer. No se puede provocar a tal extremo a alguien y después quedarse como si no ocurriera nada. Cuando uno se siente tan a gusto, no debe ufanarse de ello y dejar la verja abierta. Klemmer da una feroz patada contra la puertecilla de un armario misterioso y de contenido desconocido; ésta se abre de gol¬pe y deja delante de sus narices un basurero con una bolsa de plás¬tico. La violencia del golpe ha provocado que la basura caiga por los suelos y se reparta por toda la cocina. Lo que hay son sobre todo huesos. En la cacerola, carne quemada. Invo-luntariamente Klemmer se ríe del espectáculo. Fuera, la mujer siente que esta risa la hiere. Ella hace una proposición: por favor, discutámos-lo todo. Asume pú¬blicamente una parte de la culpa. Mientras él siga aquí hay espe¬ranzas. Pero, por favor, no te vayas. Quiere levantarse, pero no puede y vuelve a caerse. La madre grita detrás de una barrica-da que no ha construido ella y le pregunta a la hija: ¿cómo estás? La hija le responde: gracias, más o menos. Todo se aclarará. La hija le pi-de al hombre que deje salir a su madre. Llamando a la madre se arras-tra hasta la puerta y la madre grita repetidamente el nombre de Erika desde el otro lado de la puerta. Y en el mismo instante la madre suelta una maldición, fiel a sus maneras. Klemmer se siente fortaleci¬do por el agua fría. Erika casi ha llegado a la puerta de su madre, pero el alumno la tira hacia atrás de un golpe; Una vez más ella le ruega: por favor, no en la cabeza ni en las manos. Klemmer le expli¬ca que él no puede salir a la calle en esas condiciones; no consegui¬ría más que asustar a la gen-te. Por su culpa ha llegado a este estado, sé cariñosa conmigo, Erika. Por favor. Se abalanza a toda marcha sobre ella. Le babosea la cara y le pide cariño. ¿Quién puede darlo con más generosidad y de forma más incondicional que una mujer que ama? Mientras pide cariño se descubre bajándose la cremallera. Pidiendo amor y comprensión, penetra rápida y decididamente en la mujer. Ahora exige su ración de cariño, un dere-cho que cualquiera tiene, incluso el peor. Klemmer, el terrible, taladra a la mujer. Espera oír el jadeo de placer de ella. Erika no siente nada. No emite ningún sonido. No ocurre nada. Es muy tarde o quizá todavía sea muy temprano. La mujer pone en evidencia que obviamente está sien-do víctima de un engaño porque no siente nada. En esencia, el amor es aniquilación. Ella ansia que Klemmer desee que ella lo ame. Klem¬mer abofetea a Erika para que jadee. Da igual por qué jadee. Erika busca el deseo, pero no desea nada ni siente nada. Por eso le pide al hombre ¡que termine rápido! Comienza a darle golpes fuertes con la mano abierta y sigue pidiendo cariño; se inicia una carrera de vio¬lencia. Una angustiosa expedición de alta montaña. La mujer no se entrega volun-tariamente, pero Klemmer, el hombre, desea que ella se ofrezca a sí misma en trozos bien servidos. No tiene necesidad de obligar a una mujer. Le grita ¡que lo reciba gustosa! Ve su rostro inexpresivo, al que su presencia no le imprime otro sello que el del dolor. Acaso eso signifi-ca que te da lo mismo si me voy, pregunta Klemmer mientras la gol-pea. Klemmer le ofrece a esta mujer lo me¬jor de sí para que al fin se li-bere de su codicia. De una vez por todas, según amenaza. Erika llora, que la deje, me haces daño. Por simple inercia o pereza, Klemmer no puede desprenderse de la mujer antes de acabar. Le ruega: ámame, la moja con su saliva y la gol¬pea. Se mueve hasta enrojecer y pone su ca-beza junto a la de ella. La madre pide que las cosas acaben ya. Golpea contra la puerta al rit¬mo de una ametralladora. Dispara una ráfaga sin pensar en los veci¬nos. Klemmer aumenta la velocidad, que entre tanto llega a niveles muy altos. No yerra el tiro, da en el blanco perfecto. El maestro del deporte ha cumplido con su tarea. Enseguida se limpia rá-pidamente con un pañuelo de papel y lo tira al suelo junto a Erika. Le advierte que no debe comentarlo con nadie. Por su propio bien. Se ex-cusa por su comportamiento. Se justifica diciendo que algo se apoderó de él. Cosas que le ocurren a uno. Le promete cualquier cosa a Erika, que sigue tirada en el suelo. Y ahora, lamentablemente, tengo prisa; a su manera, el hombre exige que lo perdone. Ahora, lamentable¬mente, me tengo que ir; el hombre, nuevamente a su manera, le jura amor y admiración a la mujer. Si tan sólo tuviera una rosa roja se la regalaría a Erika, sin más. Se despide algo confuso, bueno pues, adiós, y en la me-sita de la antesala busca el manojo de llaves donde está la llave del portal. No es bueno que dos mujeres vivan solas, le dice finalmente a manera de auxilio. Y una vez más tensa las riendas. ¡Que medite con tranquilidad lo de la distancia generacional! Klem¬mer le sugiere a Erika que se junte con gente; si no sale con él, al menos que salga sola. Se ofrece para acompañarla a asistir a espectá¬culos, pero sabe que jamás iría con Erika. Y agrega: muy bien, lo dicho. Acaso volvería a intentar lo mismo con otro hombre, le pre¬gunta interesado. Él mismo se da una respuesta lógica: no, gracias. En palabras de Goethe, dibuja la silueta del diablo sobre el muro; una vez que se invoca a los espíritus, ya no es posible desprenderse de ellos, y se ríe. Sólo puede reírse: ya ves, así son las cosas. Y le aconseja: ¡cuidado! Que ponga un disco y se tran-quilice. Él no se despide a la francesa, y ya se ha despedido varias ve-ces en voz alta. Le pregunta si necesita algo y él mismo se responde: ¡ya pasará! Hasta que te cases, todo estará bien, dice Klemmer miran-do al futu¬ro con sabiduría popular. También esta vez ha de irse a casa sin recibir un beso, pero en cambio él ha besado. No se va sin premio. Se lo ha tomado con sus propias manos. Y también la mujer ha reci¬bido su merecido. El que no quiere es porque ya tiene; de esa forma reac-ciona Klemmer frente a Erika en vista de que ella no ha mos¬trado nin-guna reacción física frente a él. Baja las escaleras a saltos, abre el por-tal y tira el manojo de llaves hacia el interior. Los inquilinos quedan a la buena de Dios en un edificio sin cerrar. Klemmer toma su camino. Mientras camina decide que, desenfadado y arrogante, mirará a la cara a la gente que encuentre por la calle, en caso de que aparezca alguien a esta hora. Se propone encarnar la viva imagen de la provocación y quemar las naves detrás de sí. Se ejercita en las barras de la concien-cia; las dos mujeres no perderán ni una sola palabra sobre lo ocurrido, en su propio interés. Por un instante hace cálculos sobre eventuales gastos e intereses. Ya no cir¬culan coches, y, si los hubiera, con un buen reflejo juvenil saltará rápidamente hacia un lado. Joven y ágil, además, ¡Klemmer está dis¬puesto a enfrentarse con cualquiera! Dice: ¡hoy po-dría arrancar los árboles desde la raíz! Se siente tranquilizado, porque ahora está mucho mejor que antes. Mea contra un árbol. Se propone que su cerebro no dé cabida sino a pensamientos positivos; ése es el gran secreto de su éxito. Su cerebro es unidireccional. Utilizar una vez y desconectar. Se propone no volver a echarse encima pesos de ese ca-libre. Como provocación se va por el medio de la calle.
El nuevo día encuentra a Erika sola, pero atendida por su madre con compresas y esparadrapos. Erika bien habría podido comenzar el día en compañía del hombre. La mujer comienza el día en mala disposi¬ción. Nadie acudirá a las instituciones del Estado para hacer arrestar a Walter Klemmer. Excepcionalmente la madre está callada. De vez en cuando lanza el balón, pero no da en la cesta porque la ha puesto muy alta a causa de la hija. En el curso de los años, la altura de la cesta ha ido aumentando. Ahora apenas la puede ver. La madre da a entender que la niña debería ver a más gente; así se encontraría con nuevas caras y nuevos muebles. A la edad de la hija, ¡ya va siendo hora! Con espíritu calculador, la madre le llama la atención a la niña, que permanece en silencio: siempre conmigo, una mujer vieja, tú, una joven temeraria. Pero, teniendo en cuenta lo poco que Erika sabe de la gente, según ha quedado en evidencia recientemente, quizá por segunda vez en un año se líe con quien no debe. La madre habla de lo que es bueno para Erika. El hecho de que Erika se dé cuenta es el primer paso para conocerse a sí misma. Hay muchos otros hom¬bres; la madre, temerosa, la anima en vista de un futuro nebuloso. Erika calla sin enojo. La madre teme que Erika esté pensando, y no oculta sus temores. Quien no habla, podría pensar. La madre le exige que exponga sus pensamientos y no se en-cierre en sí misma. Lo que piense debe saberlo la madre para que esté informada. La madre barrunta los perjuicios del silencio. ¿La hija quizá cobije el deseo de la venganza? ¿Se atreverá a decir algo impropio?
Sale el sol detrás de un desierto polvoriento. Las fachadas de las ca-sas quedan impregnadas de rojo. Los árboles se cubren de verde. Deci-den hacer un aporte decorativo. De las plantas brotan botones como un aporte adicional. La gente comienza a moverse. El habla sale a borbo-tones de sus bocas.
Erika siente dolores por todas partes y, cuidadosa, evita hacer movi-mientos bruscos. Los vendajes no están muy bien hechos, pero, en cambio, sí llenos de cariño. La mañana podría inducir a Erika a buscar una razón por la que se ha cerrado al mundo durante todos estos años. ¡Para, un día, aparecer en toda su plenitud y superarlos a todos! Por qué no ahora. Hoy. Erika se pone un vestido viejo, de los tiempos ya pasados de la moda de los vestidos cortos; el vestido no es tan corto como otros que hubo en aquella época. Le queda de¬masiado estrecho y no cierra bien en la espalda. Está completamente pasado de moda. A la madre tampoco le gusta, es demasiado corto y demasiado estrecho. Desde luego que con él la hija apenas alcanza a cubrirse.
Erika irá por la calle y todos perderán el habla, bastará su sola pre¬sencia. El ministerio de asuntos exteriores de Erika lleva un vestido an-ticuado y más de alguien se dará la vuelta en tono burlón. Como ma-niobra disuasoria, la madre sugiere una excursión, pero con esa vesti-menta no me sales. La hija no la escucha. Animada, la madre va a bus-car los mapas para las excursiones. Revuelve cajones polvorientos en los que ya había escarbado el padre; con el dedo sigue los senderos, señala metas, descubre merenderos. En la cocina, la hija guarda vela-damente en su cartera un cuchillo cortante. Hasta ahora éste sólo ha visto y tocado animales muertos. La hija aún no sabe si cometerá un crimen o si se tirará al suelo a besar los pies de un hombre. Más ade-lante decidirá si lo pincha. O si acude a él con ruegos apasionados y se-rios. No escucha a la madre que describe en detalle las distintas rutas.
Erika espera al hombre que ha de venir a rogarle. Se sienta en silen-cio junto a la ventana y piensa si salir o quedarse. Primero decide que¬darse. Quizá vaya mañana, decide. Mira hacia la calle y enseguida sale. Dentro de poco sé iniciarán las clases en el politécnico; materia: Klem-mer. En una ocasión se lo preguntó. En esa dirección la con¬ducen las señales del amor. La melancolía es su consejera ciega.
Erika Kohut ha partido dejando atrás a la madre, que estudia cuáles podrían ser los móviles de Erika. Hace ya mucho que la madre sabe que el tiempo es una terrible planta devoradora, pero, ¿no es in¬usualmente pronto para exponerse?
Por lo general, Erika comienza el día más tarde, de ese modo la ero-sión del día también comienza más tarde.
Cerciorándose de que el cuchillo tibio está en su cartera, Erika reco¬rre a pie las calles en dirección a su destino. Ofrece un aspecto poco habi-tual, pensado como para que las personas la rehuyan. La gente no te-me quedarse mirándola. Se dan vuelta y hacen comentarios. No callan su opinión. Con esa especie de minifalda, Erika aparece en todas sus dimensiones y compite cuerpo a cuerpo con la juventud. La juventud, que está a la vista por todas partes, se ríe abiertamente de la señora profesora. La juventud se ríe de Erika por su aspecto exterior. Erika se ríe de la juventud a causa de su interior sin verda¬deros contenidos. Los ojos de un hombre apuntan hacia Erika; no debería llevar una falda tan corta. ¡Lo cierto es que sus piernas no son tan hermosas! La mujer avanza riéndose; el vestido no hace jue¬go con sus piernas y sus piernas no hacen juego con el vestido, como diría un buen sastre que la acon-sejara. Erika se eleva por encima de sí misma y de los demás. Siente desasosiego, ¿será capaz de enfren¬tarse a ese hombre? También en el centro de la ciudad la juventud se burla. Erika les devuelve abiertamen-te el sarcasmo. Todo lo que puede la juventud, Erika lo puede mucho mejor. Lleva más tiempo ejercitando. Atraviesa las plazas delante de las fachadas de los mu¬seos. Las palomas se echan a volar, ¡a causa de su ímpetu! Los tu¬ristas se quedan embobados mirando primero a la emperatriz María Teresa, enseguida a Erika y, después, nuevamente a la emperatriz. Se oye el aleteo. Los horarios están a la vista del público. Los tranvías que recorren la avenida de circunvalación se lanzan contra los se¬máforos. El polvillo centellea al sol. Detrás de la verja del jardín del palacio real, las madres inician sus paseos matinales. Tiran sobre los senderos de guijarros los letreros que indican prohibiciones. Desde su altura, las madres dejan caer gota a gota su veneno. La respuesta es un griterío a más y más volumen, un arma maravillosa. Por todos lados hay dos o más personas conversando. Encuentros de colegas; disputas entre amigos. Los automovilistas se dirigen a toda velocidad hacia el cruce frente a la Ópera, en tanto los peatones desaparecen de su vista; éstos están entre sí en un pasaje subterráneo, donde tienen que hacer-se responsables de los daños que causan. Ahí no tienen a los automovi-listas como chivo expiatorio. Hay algunos que ya vagan sin destino fijo. Los edificios en la avenida de circunvalación se tra¬gan una tras otra a las personas que se ocupan de la exportación e importación. En la pas-telería Aída, las madres miran el trabajo que, por su sexo, les corres-ponderá hacer a sus hijas. Valoran el empeño que ponen sus hijos en la escuela y en los deportes.
Erika Kohut lleva la mano hacia un cuchillo que ha ido a dar a su car-tera. ¿Participará del viaje este cuchillo o acabará Erika haciendo una peregrinación a Canossa pidiendo el perdón masculino? Todavía no lo sabe y lo decidirá en el último instante. Por ahora el cuchillo sigue sien-do el favorito. ¡Que baile! La mujer se dirige hacia el edi¬ficio de la Sece-sión y levanta la cabeza en dirección a la cúpula con sus escamas. Aba-jo, un conocido artista de la ciudad muestra lo que fue el arte del pasa-do, ya que en la actualidad el arte no tiene posi¬bilidades de existencia. Desde aquí, en la distancia se alcanza a ver la técnica, el polo opuesto del arte. Erika sólo tiene que recorrer el pa¬saje bajo el cruce y atrave-sar el parque Ressel. Hay algo de viento. Ya se oyen voces de jóvenes ávidos de conocimientos. Las miradas rozan a Erika y ella las enfrenta. Por fin consigo que las miradas me rocen, piensa Erika satisfecha. Du-rante años y años había eludido ese tipo de miradas en tanto permane-cía en casa. Pero algo que ha resistido al tiempo salta a la vista de for-ma tanto más punzante. Erika no se enfrenta inerme a las miradas, mi buen cuchillo. Alguien ríe. No todos ríen tan fuerte. La mayoría no ríe. No ríen porque no se ven más que a sí mismos. No ven a Erika.
Grupos de gente joven se separan de la corriente principal. Algunos forman grupos de choque y otros quedan en la retaguardia. Jóvenes entusiastas que se empeñan por vivir nuevas experiencias. Constan¬temente hablan de ello. Algunos quieren vivir experiencias consigo mismos, pero también los hay que las prefieren con otros, hay para to-dos los gustos.
Delante de la fachada del politécnico, columnas con metálicas cabe¬zas masculinas de científicos famosos que han fabricado bombas y em-balses.
Como una tortuga se levanta la iglesia de San Carlos en un entorno árido, en el que al menos no la amenazan los gases de los coches. El agua brota alegre por todos lados. Nuevamente sólo piedra al salir del parque Ressel, que intenta ser un verde oasis. También se podría tomar el metro, si se quisiera.
Erika Kohut descubre a Walter Klemmer en medio de un grupo de compañeros que poseen los más diversos niveles de conocimientos; to-dos ríen. Pero no se ríen de Erika, ni siquiera la han visto. Es evidente que Walter Klemmer hoy no ha hecho novillos. La última noche no le ha exigido más descanso que cualquiera de las anterio¬res. Erika ve a tres jóvenes y una chica que, por lo visto, también estudia algo técnico, con lo cual representa una verdadera novedad técnica. Walter Klemmer de-ja descansar alegremente su brazo sobre los hombros de la muchacha. Ella ríe a gran volumen y lleva su ca¬beza rubia hacia el cuello de Klem-mer, sobre el que a su vez tam¬bién reposa una cabeza rubia. De tanto reírse, la muchacha es inca¬paz de sostenerse de pie, según lo pone de manifiesto con el lenguaje corporal. La chica tiene que apoyarse en Klemmer. Los demás si¬guen el juego. También Walter Klemmer ríe des-enfadado y se sacude el cabello. El sol lo abraza. La luz juega con él. Klemmer sigue rien¬do a todo pulmón y lo mismo hacen los demás. Qué ocurre, por qué tantas risas, pregunta uno que acaba de llegar e inme-diatamente participa de las risas. Se contagia. Le explican algo entre ataques de risa y sólo entonces sabe de qué se ha reído.
Supera a los demás, para recuperar la risa que le faltaba. Erika Ko¬hut está de pie y mira. Observa. Es pleno día y Erika mira. Una vez que el grupo ya se ha reído a su gusto, se dirige hacia el edificio del politécni-co. Cada par de pasos se detienen para seguir riendo. Se interrumpen unos a otros con sus risas.
Las ventanas reflejan la luz. Sus hojas no se abren para esta mujer. No se abren para cualquiera. No aparece ningún individuo bonda¬doso, aunque lo busque. Muchos querrían ayudar, pero nadie lo hace. La mu-jer estira el cuello hacia un lado y enseña la dentadura, como si se tra-tara de un caballo enfermo. Nadie la apoya con la mano, nadie la ayuda a cargar con su peso. Mira débilmente por encima del hombro hacia atrás. ¡El cuchillo ha de llegarle hasta el corazón! Le flaquean las fuer-zas que necesitaría, su mirada se pierde y, sin un impulso de enojo o de ira o de pasión, Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comien-za a sangrar. La herida no es grave, pero no debe entrarle suciedad ni infectarse. El mundo, que no está herido, no se detiene. Los jóvenes han desaparecido en el edificio, probablemente estarán ahí durante mu-cho tiempo. Un edi¬ficio linda con el siguiente. El cuchillo vuelve a la car-tera. En el hombro de Erika se ha abierto un tajo; el delicado tejido se ha ras¬gado sin oponer resistencia. El acero penetró, y Erika se va. No toma locomoción colectiva. Se pone la mano sobre la herida. Nadie la sigue. Son muchos los que vienen en dirección contraria y le ha¬cen el quite, como el agua al llegar a un barco encallado. No siente ninguno de los dolores terribles que esperaría sobreviniesen en cual¬quier mo-mento. Alguien abre la ventanilla de un coche.
En la espalda, Erika siente un calorcillo en el lugar en que la crema¬llera está parcialmente abierta. La espalda recibe el calor del sol, que es más y más fuerte. Erika camina y camina. El sol le calienta la espalda. Le brota la sangre. La gente la mira de los hombros a la cara. Incluso se dan vuelta para mirarla. No todos lo hacen. Erika sabe en qué direc-ción tiene que caminar. Va a casa. Camina y poco a poco acelera el pa-so.

FIN DE “LA PIANISTA”


LOS EXCLUIDOS


En una noche, a finales de los años cincuenta, se produce en el par-que municipal de Viena un atraco. Durante di¬cho suceso las siguientes personas agarran a un paseante: Rainer Maria Wikowski, su hermana gemela Anna Witkowski, Sophie Pachhofen, antes von Pachhofen, y Hans Sepp. Rainer Maria Witkowski toma su nombre de Rainer Maria Rilke. Todos tienen unos dieciocho años, salvo Hans Sepp que es dos años mayor, aunque también él carece de toda madurez. De las dos muchachas, Anna exhibe una rabia mayor y lo demuestra al aproximar-se más que ninguno al asaltado. Hace falta mucho valor para arañarle la cara a un ser que le está mirando a uno de frente (aunque no se puede ver mucho porque todo está oscuro), y más para verlo reflejado en sus pupilas. Porque los ojos son el espejo del alma que, a ser posi-ble, debería quedar incólume. De otro modo se podría pensar que el alma se ha ido al garete. Precisamente Anna debería dejar en paz a es-te individuo porque tiene un carácter mejor que el de ella. Porque él es la víctima y ella la malhechora. La víctima es siempre mejor, porque es inocente. La verdad es que, en nuestros días, es todavía posible encon-trar numerosos criminales inocentes. Éstos se asoman amistosamente a través de ventanas ornadas de flores para saludar, llenos de recuerdos de guerra, al público. Otros ostentan altos cargos. Y en medio de todo, gera¬nios. Todo debería quedar definitivamente perdonado y olvidado para que todo pudiera volver a empezar.
Más tarde, una vez que se está mejor informado, se llega a saber que la víctima era apoderado en una empresa mediana y que estaba inte-grado en una economía doméstica ordenada hasta el último detalle, al-go que Anna rechaza muy especialmente. El orden y la pulcritud van contra su natura¬leza, que, tanto desde dentro como desde fuera, es to-do menos pulcra..
Los jóvenes se adueñan de la cartera de este individuo y, por si esto fuera poco, le propinan una terrible paliza. Anna se ensaña con él, pen-sando qué suerte haber encontrado al fin dónde desahogar mi rabia, en vez de dirigirla contra sí misma, que ciertamente no sería lo más indi-cado. Y ade¬más está bien que me pueda lucrar. Ojalá lleve mucho de-ntro (en realidad no era demasiado). Hans arremete contra él a puñeta-zos con sus manos endurecidas por el trabajo manual. Como hombre recurre a las modalidades más viriles de violencia: puñetazos y cabeza-zos malintencionados (la clásica embestida de carnero); la tristemente célebre patada en la espinilla se la cede a Sophie, quien la practica sin cesar. Como dos émbolos de una complicada maquinaria que se adelan-tan alternativamente. Parecía como si no quisieras ensuciarte los dedos sino solamente los pies, le dice posteriormente Rainer abrazándola ca-riñosamente, pero con un grito reprimido, originado por una patada en la rótula, se apresura a alejarse de ella. A ella eso no le gusta.
Rainer, quien se considera el amigo íntimo de Sophie (por eso la había tomado en sus brazos), hurga violentamente en el traje de la víc-tima en busca de su cartera, no encontrándola inmediatamente (pero al final la con¬sigue). Acto seguido le asesta un rodillazo en el estómago y el hombre, ya prácticamente fuera de combate, emite un sonido gutural y escupe una saliva viscosa. No se llegó a ver sangre porque estaban a oscuras.
Esto se define como brutalidad contra un indefenso y por consiguien-te, es absolutamente innecesario, dice Sophie tirándole del pelo al aba-tido como si pelara a una gallina. Lo innecesario es precisamente lo me-jor, contesta Rainer, quien aún tiene ganas de pelea. En eso habíamos quedado. Lo in¬necesario es la regla de oro. A mí me parece aún más in-teresante lo nece¬sario, argumenta Hans, quien, gustándole el dinero de manera singular, no ha apartado la vista del monedero. El dinero carece de importancia, opina Rainer, mientras escupe sobre la cartera. ¿Qué crees que lleva ahí dentro, cientos o miles?
El dinero no es nuestro lema, interviene trémulamente Sophie, que es una niña mimada y cuyos padres lo tienen a espuertas.
Bañado en sudor, Hans sigue golpeando a la víctima como una má-quina desalmada, capaz de destruir el alma de los que encuentre a su alrededor. Es así precisamente como le ven los hermanos: como una máquina. A Anna esta máquina le parece bonita desde hace tiempo y supone que dentro de poco Sophie opinará lo mismo. Esto puede ser el germen de una discordia. Los puños de Hans caen como grandes mazas y vuelven a subir únicamente para tomar nuevo impulso. ¡Ay!, gime, por lo bajo, la víctima, pero casi no le quedan fuerzas. Y también: ¡Poli-cía! Pero nadie le oye. Esto es motivo suficiente para que Anna le dé una patada en los huevos ya que, por prin¬cipio, está en contra de la po-licía, como desde siempre lo han estado los anarquistas. El hombre en-mudece horrorizado, se encorva y se mece un rato hasta quedarse ab-solutamente quieto. Ya tienen el dinero.
Anna arranca al perturbado de Hans del cuerpo del apoderado y lo arrastra a la fuga. Y es que han advertido la cercanía de unos pasean-tes. ¿Qué hacen aquí a una hora tan tardía? Algún día les ocurrirá exac-tamente lo mismo.
Los estudiantes y el obrero entran silbando en la Johannesgasse y pasan por delante del conservatorio de la ciudad de Viena (donde Anna estudia piano), y desde cuyo interior emerge el sonido de instrumentos de cuerda y viento. En este momento tienen lugar los ensayos de or-questa, que siem¬pre se celebran por la tarde para que también puedan asistir los empleados. Ahora, lo mejor es que tiremos por la Kárntners-trasse, jadea Sophie, para que en la masa nocturna (que siempre se agolpa allí) y en el estruendo del tráfico pasemos desapercibidos. No podemos escondernos en ninguna mul¬titud porque, estemos donde es-temos, siempre sobresalimos de la masa (Anna). No, no vamos a es-condernos, sino a hacerlo abiertamente, puesta que es la única manera de declararnos partidarios del uso de la violencia indiscriminada (Rai-ner).
¡Qué cretino! (Hans).
Anna ya no dice nada; se ha quedado pensativa lamiendo los rastros de sudor y sangre que la víctima ha dejado en su mano derecha, la mano del delito. Al darse cuenta de ello, Rainer le dirige una mirada aprobatoria que asquea ligeramente a Sophie e impulsa a Hans a darle un golpe en los dedos. Cochina.
La rabia de Anna, que sin duda arranca del conflicto generacional, es tan grande que sería incluso capaz de romper los escaparates ilumina-dos del esplendoroso centro comercial de Viena. En realidad querría te-ner todo lo que hay detrás de dichos escaparates, sólo que no le alcan-za el dinero de su asignación semanal. Por eso tiene que ganárselo por otras vías. Siempre que alguna de sus compañeras de instituto estrena un vestido nuevo o una blusa blanca o unos zapatos de tacón, se re-tuerce de envidia. Sin embargo, co¬menta: cada vez que veo a esas ni-ñitas peripuestas me entran ganas de vo¬mitar. Esas que sólo se pre-ocupan de sus trapitos son superficiales y, ade¬más, no tienen nada en la cabeza. Ella, en cambio, sólo lleva vaqueros sucios y jerseys de hom-bre que le quedan demasiado grandes, para que su actitud interior se vea reflejada hacia el exterior. El psiquiatra, al que visita por un mutis-mo periódico (que le sobreviene y luego desaparece sin dejar rastro), siempre le pregunta: anda, dime ¿por qué nunca te pones ropa bonita ni te arreglas el pelo? Porque eres una muchacha atractiva y deberías asistir a una academia de baile. ¡Pero mira cómo te presentas! No es de extrañar que espantes a los chicos.
A Anna, por su parte, le espanta todo.
Igual da. Estos cuatro jóvenes depravados contrastan notablemente con el resto de la gente que, con optimismo y alegría, busca allí un es-parcimiento nocturno, aunque no siempre lo encuentran por no ser esta ciudad la más indicada para ello. Por lo demás, lo característico de la juventud es el can¬dor, aunque no para éstos. Cuando se rechaza el candor de manera cons¬ciente, ya no hay nada que hacer. No buscan di-versión, porque ya la han tenido y, para que no resulte demasiado evi-dente, aminoran paulatinamente el paso. Rainer se cuelga de Sophie, que procura por encima de todo man¬tener intacto su peinado, recu-rriendo, una y otra vez, a las lunas de los escaparates. No parece estar afectada en lo más mínimo, y es que no lo está, o quizá no lo demues-tre; es como si llevara permanentemente un par de guantes blancos. Esto puede estimular a un hombre, pero rara vez satisfa¬cerle. Por eso mismo hay que planear tales atracos, porque Sophie no al¬canza a satis-facer a nadie. Pero también existen otras razones. Podría decirse que Rainer es el cerebro del grupo, Hans, algo así como la mano de obra, Sophie una especie de mirona, y Anna, la portadora del odio universal, lo que está muy mal porque nubla la vista y obstaculiza las vías de ac-ceso. De todos modos, Anna tiene, ya de por sí, dificultad para acceder a las cosas bonitas que casualmente pueden encontrarse, pues para ello se requiere tener dinero. Ignora que los valores interiores no se pueden comprar, precisamen¬te porque son interiores y nadie los puede ver. Evidentemente también que¬rría tener algo material que sí pudiera verse, pero es incapaz de reconocerlo. Su hermano Rainer le recuerda que no debe pegar a la gente movida por el odio, sino hacerlo sin nin-guna razón aparente, como fin en sí mismo. Para mí lo fundamental es pegar, ya sea con o sin odio (Anna). Me temo que no has comprendido nada, le contesta Rainer en un tono de superioridad.
Mierda (Hans). Con esta expresión malsonante y vulgar quiere dar a entender que se le ha roto la camisa. Esto va a ser motivo de bronca con la vieja. En seguida, en cualquier pasadizo oscuro, nos repartimos el dinero, le dice Anna, y así podrás comprarte una mañana mismo.
Rainer odia a sus padres, pero al mismo tiempo les teme. Le trajeron al mundo y ahora, mientras él se dedica a la poesía, le mantienen. El miedo está relacionado con el odio (Anna, que podría escribir una tesis doctoral sobre este tema); si no le tuviéramos miedo a nada, nos po-dríamos ahorrar el odio y pasaríamos a un estado de total indiferencia. Pero es casi preferible morir. Los pequeño-burgueses no conocen un odio semejante. Sin esos sen¬timientos fuertes seríamos simples objetos o, lo que es igual, estaríamos muertos y, de todos modos, nos morimos demasiado pronto. A mí me gusta el arte en todas sus manifestaciones.
Yo no odio nada, explica Sophie, porque en mi vida no hay nada dig-no de odio. El único sentimiento del que dispones es tu amor hacia mí, replica Rainer. Si, de mutuo acuerdo, le metiéramos el dedo en el ojo a una víctima, eso nos uniría mucho más que el matrimonio. En cualquier caso estamos en contra de él. Ahora tengo que irme, contesta Sophie, que siempre parece tener que acudir a alguna cita importante.
Ahora que necesitaba explicarlo todo no puedes dejarme solo, se que-ja Rainer. Todavía hay dos personas que te pueden escuchar, le contes-ta Sop¬hie con frialdad, yo tengo que ir a casa. ¿Y tu parte? Ya me la da-rás mañana en el instituto. Al oír esto, Hans extiende una garra ávida de dinero. Un hilito de baba que le cuelga de una de las comisuras de la boca denota una ligera codicia. Sí, sí, en seguida, le replica Rainer.
Te sienta bien dar palizas, dice Anna, mientras acaricia los bíceps del joven obrero como jamás le habría acariciado su madre, porque para empe¬zar a ésta nunca se le habría ocurrido hacerlo. En este movimien-to se ad¬vierte una ambigüedad más sutil de lo que en un principio pu-diera suponerse. Me gustas un montón (Anna a Hans). Bueno, hasta luego (Hans a Rainer y Anna). Hasta mañana.
Mientras la tensión cede, los gemelos vuelven a su casa que está si-tuada en el distrito octavo, un barrio pequeño-burgués donde viven, sobre todo, empleados y pensionistas. Los dos hermanos también per-tenecen a esta pequeña burguesía, como pertenecen las pepitas al me-lón. Ahí se sienten a gusto; como en su casa, una casa de alquiler cu-yas escaleras mal alumbradas remontan, evitando rozar las paredes por la miseria que exhalan. Han lle¬gado a la cumbre, que es el cuarto piso. Final de recorrido. En el momento de llegar a su inhóspita casa les so-brecoge el abatimiento. Abren la puerta, dejan atrás la tensión y habiéndose reincorporado a la vida cotidiana, la vuelven a cerrar.
Esta es la casa y también están los padres. Tanto antes como des-pués de los atracos reina una tranquilidad uniforme. Los niños han pa-sado de ma¬nera imperceptible del papel de niño al de adulto, que tiene obligaciones. Pero ninguno de los dos cumple con sus obligaciones.
Alrededor de la vieja casa destartalada crece la antigua ciudad impe-rial, formada por mediocres casas de categoría ínfima. Gente fea, in-aparente, a veces viejos, deambulara por su interior llevando, en un continuo ir y venir, sus cubos y jarras a los fregaderos y wateres situa-dos en los pasillos. Esto origina un constante trajín sin productividad al-guna.
De allí alguna vez surge un genio que encuentra alimento en la indi-gencia y cuyas fronteras las marca la locura. De la indigencia pretende salir a toda costa, de la locura no siempre logra evadirse. Los Witkowski ignoran que en medio de su podredumbre evoluciona un genio: Rainer. Ha logrado salir hasta la cintura de la miseria familiar y pretende sacar una pierna para apo¬yarla a modo de prueba, pero se hunde una y otra vez, como un rinoceronte atrapado en el fango. En cierta ocasión, vio esta imagen en un documental titulado «El desierto vive». En todo ca-so, la cabeza en la que habita el temible gusano de su talento literario, ha alcanzado las nubes y desde ahí observa un mar de viejos calzonci-llos raídos, muebles desechados, periódi¬cos hechos jirones, libros des-encuadernados, cartones de detergente apila¬dos, cazos con sobras con moho y cazos con sobras sin moho, tazas de té con una costra indefini-ble, migajas de pan, trozos de lápiz, residuos de goma de borrar, cruci-gramas resueltos y calcetines sudados..., adentrándose así involunta-riamente en el reino del arte, el único reino al que se puede acceder si se es afortunado.
Pero todavía hoy Rainer y Anna siguen yendo al instituto, al que irán hasta superar la prueba de madurez.
De la guerra el señor Witkowski volvió con una pierna amputada, pe-ro erguido; entonces era más que ahora: estaba ileso, tenía dos piernas y per¬tenecía a las SS. La firmeza que demostró tener en la elección de su profe¬sión, ahora la pone de manifiesto en la dedicación sin límites a su hobby la fotografía artística. Sus enemigos de entonces se desvane-cieron por las chimeneas y crematorios de Auschwitz y Treblinka o cu-brieron tierras es¬lavas. Las mezquinas barreras morales que fueron im-puestas a Alemania las franquea el padre de Rainer diariamente mien-tras fotografía. Estas barreras las conoce en su vida privada únicamente el pequeño-burgués, la fotografía las encuentra en la vestimenta, pero Witkowski padre hace saltar las limi¬taciones de vestimenta y moral. La madre comprendió rápidamente de quién había heredado Rainer el pru-rito artístico: del padre. El padre tenía una visión perfeccionista de su hobby. ¡Quítate la ropa Margarethe, vamos a hacer unos desnudos! ¿Desnudarse otra vez? Siempre se te ocurre justo cuando estoy lim-piando la casa. ¿Quién sino yo mantiene a esta familia?, pregunta el señor Witkowski, que soy pensionista de día y portero de no¬che. Des-pués de mi lesión, lo único que me alegra la vida es mi hobby, la porno-fotografía. Para la gente madura no existe la pornografía, sólo para aquellos que tienen que ser manipulados y puesto que mis hijos no me secundan en mis aficiones, tendrás que hacerlo tú, Margarethe. Y aho-ra, rápido que la máquina está esperando a ser disparada.
¿No me puedes fotografiar vestida como lo hacen otras personas? No, eso puede hacerlo cualquier fotógrafo de pacotilla. Además yo le saco par¬tido doble a las fotos, primero cuando las hago y luego cuando las someto a juicio crítico. Los pasos intermedios de revelado y ampliación también me divierten. En el arte siempre hay que pensar en el resulta-do final. También entra en la foto tu autodominio. Él talento de un artis-ta se ve, entre otras cosas, en el fondo llameante de sus ojos.
Entonces, manos a la obra: un ama de casa, que se está arreglando en la cocina, es sorprendida por un extraño. Intenta cubrirse pero a su alcance sólo encuentra objetos inapropiados, por ejemplo, un trapo de cocina. Este no le tapa, gracias a Dios, ni lo más importante. Y lo im-portante es lo que interesa. Como además la mujer es algo patosa, se tapa lo que no tiene que taparse, dejando al descubierto lo otro. Vamos Margarethe, tú puedes.
Pero imbécil, ahora te has dejado en la sombra lo más importante, el cono. ¡Si lo estoy haciendo igual que la última vez! Eso es lo que está mal tienes que hacerlo cada vez de otra manera para que se produzca un efecto artístico original. Tú déjalo en mis manos, ¿quién es aquí el especialista? Tú, Otto. Bueno, pues entonces.
La madre, que había conocido días mejores (como esposa de un ofi-cial de las SS) ahora convertida en la mujer de un artista, se esfuerza enorme¬mente en lograr la perfección pero no hace más que empeorarlo todo.
Tienes que adoptar una expresión de miedo. Vencer obstáculos siem-pre es excitante. En la guerra yo tuve que vencer muchos y liquidar a mucha gente yo sólito. Hoy me tengo que fastidiar con mi pierna, pero en aquellos tiempos las mujeres se me tiraban al cuello por el encanto del uniforme. ¡Era tan elegante! Todavía recuerdo que en ciertos pue-blos polacos la sangre nos calaba las botas. Adelante la cadera, idiota, ¿dónde has vuelto a poner la almeja? Ahí la tienes.
La madre tararea una melancólica canción de Koschat acerca de un banco de abedul. Está pensando en un campo de trigo y en un paseo al aire libre, cosas que difícilmente se le pueden insinuar a un cojo, ya de entrada porque puede destrozarle a uno la disposición de ánimo. El pa-dre piensa en el campo del honor en el que no ha sabido mantenerse y para contrarrestarlo se ocupa de la educación familiar, para que la cer-da de su mujer no se la pegue con hombres sanos. No se la puede vigi-lar constantemente, y ¿qué es lo que hace cuando va a la tienda del panadero?
La señora Witkowski dice que de vez en cuando es necesario respirar aire puro. Aire puro te voy a dar yo a ti, contesta el señor Witkowski mientras le lanza un objeto contundente contra el hombro que la hace es¬tremecer. Me va a salir otro cardenal. Cállate, puta. Tampoco exijo tanto. ¡A que te doy con las muletas! Antiguamente me hubiera abalan-zado contra ti, cosa que ahora ya no puedo hacer porque un cojo no puede abalanzarse sobre nadie (le costaría demasiado trabajo volver a levantarse). Es como el pez, que a pesar de no tener columna verte-bral, nada con gracia y elegancia. Por eso soy un excelente fotógrafo. ¡Y ahora espatárrate!
Mi ojo clínico acaba de advertir que no te has lavado el pelo como te lo ordené. Tengo que lograr una calidad sedosa, no de estropajo des-greñado. Llevas mucho tiempo obstaculizando el camino de realización personal que he encontrado en la fotografía de desnudos. Me gustaría romperte el cráneo cada vez que te resistes a acompañarme en mis ex-cursiones al reino de la fotografía. Pero si yo no me resisto, Otto.

En primer lugar, Anna desprecia a las personas que tienen casa pro-pia, coche y familia y, en segundo lugar, a todos los demás. Está siem-pre a punto de estallar de rabia. Un estanque totalmente rojo. Un es-tanque lleno de mutismo que le habla ininterrumpidamente. No se pa-rece en nada a una muchacha normal que lleve una permanente o una graciosa coleta o que vaya a una tienda de discos para deleitarse con una canción de moda al tiempo que acompaña el ritmo con los pies. Todos menos ella parecen des¬lizarse sobre una placa de hielo lisa y sin límites, y Anna los va empujando alternativamente hacia el mismísimo borde, que no se puede ver, pero que ella espera que exista para poder tirar a todos a las heladas y mortíferas aguas. Los temas que toca con su hermano son filosóficos o literarios; pero lo que a ella le brota de dentro es el lenguaje de los sonidos que le arranca al piano.
En cierta ocasión, durante un viaje de estudios, las muchachas hicie-ron una foto en la que salían besando un retrato de Peter Kraus que la revista Bravo había publicado en una página doble. Ocho caras sonrien-tes mirando a la cámara mientras abocinaban las boquitas. La única que no participó fue Anna y todas se burlaron de ella. Pero la auténtica burla vino después, cuando una de las chicas se le acerca y dice: oye, Anna, ahí en esa rocola hay discos de Bach. ¿Si te apetece?... Y la in-genua de Anna, atontada por el sol, eclipsada por sus estudios de músi-ca y convertida en un ser asocial por una madre demente, se dirige hasta allí para poder disfrutar de la música que adora y que nadie en-tiende excepto ella y que incluso sabe interpretar. ¿Pero qué es lo que sale de la rocola? Un agitadísimo tema de Elvis, el Tuttifrutti, que Anna rechaza desde el punto de vista cultural. Las jóvenes se revuelcan por los suelos del hostal. La tonta de su compañera se ha creído que una rocola puede emitir melodías de Bach y no la música que ama la juven-tud.
Anna es una estudiante tan extravagante que dedica sus ratos de ocio a estudiar piano.
Lo de Anna es más bien limpiar caminos como lo hace un camión cis¬terna, lo de Rainer más bien una escalera formada por seres humanos, desde cuyo último peldaño y alumbrado por un foco, el joven autor lee una poesía propia destinada a envolver al hombre en una aureola míti-ca.
Aparte de la literatura, que cualquiera que sepa hablar puede domi-nar por igual –aunque también existen personas que se la apropian por carecer de otros métodos para evadirse de su entorno– Rainer no des-colla en nada. Pero la literatura llena mucho y esto le satisface.
Si por casualidad alguien invita a los gemelos a una fiesta elegante, éstos declinan rápidamente el ofrecimiento. No nos mezclamos con ese tipo de gente, porque su manera de entender la diversión es estúpida y carente de sentido. Pero esto sólo lo dicen porque no saben bailar y porque no sopor¬tan que alguien les pueda llevar la delantera en algo. La renuncia resulta más difícil en la juventud que en la madurez porque se ha practicado durante menos tiempo.
Rainer dice que también se puede uno adueñar de una persona. En pri¬mer lugar, hay que saber más que ella para que le reconozca a uno como autoridad, por ejemplo, Hans, el joven obrero que conocieron en el club de jazz. Rainer va a enseñarle todo para convertirlo en una mera herramienta sin voluntad; esto es más difícil que deformar un texto lite-rario, puesto que el hombre puede mostrar resistencias sorprendentes. Es un trabajo cansino, pero supone un reto.
El arte es flexible y extremadamente paciente. Los hombres son a me¬nudo obstinados, aunque receptivos a ciertas explicaciones. Presu-men saber¬lo todo, pero el que realmente sabe todo es Rainer.
Sus compañeros de instituto son un rebaño gris, ignorante e inmadu-ro. Comentan lo que durante el fin de semana han hecho con las chicas, en el sótano, convertido en sala de fiesta, de la casa paterna, o en el comodísimo cuarto de la casa de Hietzinger, o en el bosque mientras buscaban setas o en los vestuarios de la piscina. Las muchachas cuen-tan lo que se han dejado hacer y lo que se han negado a hacer y la manera en que se les rogaba. Pero no han cedido porque quieren man-tener su virginidad. Oye, Rainer, ¿nunca has estado con una chica? Me-nos mal que para las cuestiones íntimas no le llaman «señor profesor» como suelen hacer. Rainer empieza a explicar que la lujuria es una es-pecie de éxtasis (????). Como sabéis, durante el éxtasis la conciencia se limita únicamente al cuerpo y es, por consiguiente, una con¬ciencia re-flexiva de la corporeidad. Así, como el dolor corporal, también en el pla-cer existe un mecanismo reflejo que se encarga de vigilar intensamente las apetencias (¿quééééé?, ¡no entiendo una palabra!).
Anna argumenta que el placer simboliza la muerte del deseo porque representa, simultáneamente, su apogeo, su meta y su fin. Uno busca un placer que carece totalmente de sentido. La clase da por terminada la repre¬sentación, arguyendo que ni el señor profesor ni la señora pro-fesora saben de lo que están hablando, porque nunca han tenido en la mano ni un coño ni una polla.
Sophie Pachhofen sale como una gacela del aula, que huele a tiza, y busca en su monedero con qué comprar el habitual panecillo y la coca-cola para el recreo. Anna esconde con envidia la enorme rebanada con manteca que la madre le ha preparado con todo su amor. Anna es su ojito derecho (es mujer como ella). Su hermano, en cambio, es el pre-dilecto del padre. Rainer acusa su amor por Sophie como un golpe seco en la nuca. A esta muchacha, a quien adora en secreto, le dice: obser-vando, la conciencia pier¬de de vista la materialización del otro, y se sa-tura de la propia porque ésta se convierte en la razón última. Ahora ya lo sabes, Sophie, tenemos que actuar en consecuencia.
Rainer se clava las uñas en la palma de la mano. Desea ardientemen-te a Sophie que también le desea a él, sólo que no lo reconoce.
Rainer explica a Sophie que él es el depredador y ella su presa. Sop-hie contesta que no entiende lo que le quiere decir. ¿Quieres venir un día de estos a jugar al tenis? Rainer dice que él sólo juega en su terre-no. Sophie le esquiva con la mirada. Rainer le dice que tenga en cuenta que el deseo de amar se transforma en deseo de ser amado. Y que quiere ver florecer su cuerpo hasta sentir repugnancia. ¿Habrá percibi-do esto alguna vez Sophie? En caso negativo él le enseñará el camino.
Sophie sale.
Estoy asqueada de todo, hoy muy especialmente, dice Anna.
Cuando Sophie vuelva de la panadería Rainer le va a exigir que le dé su panecillo de salami. Será una cuestión de voluntad. Ahí vuelve Sop-hie y, a modo de prueba, Rainer le coloca los dedos sobe la carótida con un gesto brutal. ¿Estás loco o qué? En el cuello tenemos muchos ner-vios que pueden dañarse aún involuntariamente. De involuntario nada, dice Rainer. Esto lo he visto en una película francesa.
¡No vas a matar a la gente sólo porque lo hayas visto en una película!
Quién sabe de lo que soy capaz, contesta Rainer. Sólo sé que soy ca-paz de las cosas más espantosas y que tengo que reprimirme para no llevarlas a cabo.
Mientras tanto Anna no le quita ojo a un panecillo a medio empezar que ha quedado desatentido. A ti también te he traído uno, de cebolla y pescado, le dice Sophie, como a ti te gusta. ¡Qué bien!
Después de haber engullido una mitad, Anna se va rápidamente al water para meterse los dedos en la boca. Y vuelven a salir, sólo que en orden inverso, el pescado y la cebolla, ¡qué asco! Anna examina la vo-mitona con interés y tira de la cadena. Tiene la sensación de ser una mierda total y no es de extrañar porque va arrastrando la mierda desde su propia casa como un imán.
En cierta ocasión, cuando todavía era una niña, observó a su madre en la bañera. Esta, contraviniendo sus costumbres habituales de baño, llevaba unas bragas blancas que en el agua se inflaban como una vela. Tenían man¬chas rojas. Algo repugnante. Un cuerpo semejante puede ser un atributo ruinoso para un individuo pero en todo caso no es lo fundamental. Aunque hay muchas cosas con qué llenar un cuerpo o adornarlo. Siempre que Anna ve algo blanco le entran ganas de man-charlo.
Anna piensa de manera constante y compulsiva en todo lo desagra-dable que le atraviesa el cerebro unilateralmente. La barrera levadiza siempre se levanta en la misma dirección. Todo entra pero nada vuelve a salir; lo de¬sagradable se le agolpa en el cerebro y la salida de emer-gencia está atrancada. Por ejemplo, el recuerdo humillante de hace unos años, cuando unas madres se quejaron de ella a la junta del cole-gio, porque transformaba su sexualidad en chistes verdes (por cierto que también Rainer la exterioriza oralmente). Se supone que con ello contribuyó a enturbiar el alma infantil de varios de sus compañeros de colegio. Fue entonces cuando empezaron sus problemas de habla; la lengua decía cada vez con mayor frecuencia: no, hoy no trabajo.
En este instante Anna se dedica a hacer manchas. Le encantaría ver manchas en la superficie de Sophie, pero está hecha del mejor material re¬pelente. Un material que rechaza la suciedad.
Otro ejemplo. Anna tiene catorce años. Está sentada en el suelo, des-nuda y con las piernas separadas, intentando desvirgarse con la ayuda de un es¬pejo y una cuchilla; quiere deshacerse de un pellejito que le aseguran que tiene ahí abajo. No tiene conocimientos anatómicos y se pega un tajo en el perineo que sangra abundantemente.
Nada más salir del water maloliente del instituto, Sophie la envuelve y la sepulta bajo una aureola nívea. Sophie –el alud. ¿Te pasas esta tarde por mi casa? De acuerdo. Anna bombea con fuerza y perseveran-cia pero no sale ni sangre (como entonces), ni tinta, ni zumo de fram-buesa, ni vómito.
Sophie pasa a su lado con ligereza y sale al exterior, a la claridad con la que se confunde, y desaparece sin dejar huella.
El padre de Hans Sepp pertenecía al movimiento obrero y fue asesi-nado en los Peldaños de la Muerte en Mauthausen. Como si nunca hubiera sido testigo de tales cosas, la intensa luz del sol poniente se rompe en las ventanas de la Kochgasse, con más fuerza que la que el mismo sol irradia. Hay que cerrar los ojos ante la deslumbrante vehe-mencia de la naturaleza. Y los vecinos ya están acostumbrados a ce-rrarlos ante las cosas.
En la acera de enfrente hay un pequeño comercio de útiles de costura y punto. Los hilos y lanas están desplegados sobre pequeños tapetes hechos a ganchillo, las agujas en el interior de la tienda. Afectado por las cosas cotidianas, Hans entra en la vivienda municipal donde habita con su madre. Con intransigencia mira a dos mujeres –una señora ma-yor y su hija (ambas en batas de trabajo negras)– que atienden a seño-ras que trabajan en casa. También la madre de Hans trabaja en casa. En su hogar descuidado, se dedica a poner direcciones en sobres. Evi-dentemente lo hace por dinero.
Asimismo las patatas, naranjas y plátanos de la frutería tienen, de por sí, algo natural. Seguro que Anna y Rainer compararían estos obje-tos con algún tópico extraído del artificioso y logrado arte poético, pien-sa Hans con arrogancia. Yo estoy más cerca de la naturaleza, vivo se-gún el ritmo del tiempo. Dejo que entre en mí y que salga de mí.
En la Laudongasse, a la altura de la parada del autobús situada junto a la panadería, el 5 chirría entrecortadamente. Todavía no estoy co-rrompido por el arte y la literatura, piensa Hans.
Su madre también observa los reflejos del sol que se oculta. En cuer-po y alma se le representa la socialdemocracia que tantas veces la ha defraudado. Si se repite una vez más, tendrá que probar con los comu-nistas. ¿Hans, de dónde has sacado ese jersey? Esta lana (cachemira) está por encima de nuestras posibilidades. La madre prende fuego a una hebra y por el olor reconoce que se trata de lana auténtica. Hans, que acaba de volver a casa de la Unión Elin, donde ha aprendido el ofi-cio de instalador eléctrico de alta tensión, le aclara que se lo ha regala-do Sophie, una amiga suya cuyos padres son ricos. Además, él es el hombre y ella la mujer. Y él se va a encargar de que las cosas no cam-bien. Si sigues así te convertirás, sin darte cuenta, en un traidor de la causa proletaria, le dice la madre. Hans entra en la cocina –el único rin-cón caliente de la casa– para tomar un vaso de leche que le ayude a seguir practicando deportes. Él duerme en una alcoba míni¬ma, la madre en el gélido cuarto de estar. Abajo la clase trabajadora, arriba el rock and roll. Es la clase a la que perteneces. Espero que no por mucho tiempo, quiero ser profesor de gimnasia y quizá algo más.
En este preciso instante, una nueva horda de trabajadores sale del 5 y se cuela por las angostas callejuelas laterales. De golpe han vuelto a la vida las pestilentes escaleras de las viviendas. Las amas de casa se precipitan a la puerta principal para recibir a los maridos que las man-tienen y desembara¬zarles de sus viejos maletines, tarteras y termos; los que tienen algo más, de sus carteras y periódicos, restos de trucha de empleado, papeles grasientos, etc. E inmediatamente les calzan unos calcetines caseros raídos, que hace no mucho llevaban para ir al trabajo. Ya se sabe lo que es ahorrar, aunque no todo el mundo tenga que hacerlo. No siempre se puede comprar algo nuevo si lo viejo toda-vía aguanta. Los primeros niños en ser abofeteados elevan el tono de sus voces Cascadas. Karl hoy ya no baja más, no, de ninguna manera. En el parque Beserl, a la vuelta de la esquina, los perros husmean des-preocupadamente por la hierba y se cagan por doquier. Los inválidos de guerra, que en otros tiempos animaron las calles, los observan con in-terés y recuerdan la época que pasaron en el extranjero, en calidad de enemigos, cuando todavía eran algo que ya no son. Hacen restallar las correas contra el suelo, lo cual no parece molestar a los perritos. Nadie obedece a los ex soldados, que tampoco tienen ya a quien obedecer. Se ha perdido la autoridad.
Hans se zampa varias rebanadas de pan untadas con margarina y ob-serva su tupé en un pequeño espejo de afeitar que, al parecer, perte-neció al padre asesinado. No empieces otra vez con tus historias sobre los campos de concentración, estoy harto de oírlas.
Al otro lado, la propietaria del almacén de útiles de costura y punto, ha dejado la persiana a medio bajar. Dentro una cliente se inclina sobre una muestra de bordado. La era de los bordados para colgar en la pa-red acababa de empezar y pronto llegaría a su apogeo. Nada más haber adquirido lo imprescindible, el hombre empieza a pensar en lo innece-sario. En lo nece¬sario es preferible no ponerse a pensar. Cuando ya na-da fluye, el encanto de la vida radica en lo superfluo. Por lo demás, lo cotidiano es gris.
Hace cuatro semanas que no asistes a las reuniones del grupo. Y aho-ra precisamente te necesitan para pegar carteles (la madre a Hans). Vete a la mierda (Hans a su madre). Acto seguido la madre le cita unos fragmentos extraídos de un libro.
La situación de los trabajadores era considerablemente peor en los años cincuenta que durante la grave crisis económica del año 1937. Es-ta época se inscribe dentro de los mal afamados años de la posguerra. La productividad aumentó, lo cual supuso un recrudecimiento de la ex-plotación, mientras que los alimentos básicos sufrieron fuertes restric-ciones. En el momento en que discurre la acción a todos les va mucho mejor. El milagro económico (una expresión alemana, que en numero-sas películas se tradujo en la aparición de consolas y bares domésticos, y en que muchas rubias gordas realzaran sus enormes pechos con ar-mazones de alambre), puede hacer su entrada sin ningún obstáculo. Se le acoge con gritos de bienvenida. No obstante, existe gente en cuyas casas no entra nada y mucho menos un milagro. Siempre que abren la puerta no entra más que el frío de afuera. Y la señora Sepp pertenece a este grupo de personas menos afortunadas.
Mientras extenúa a su hijo con el tantas veces reiterado año 1950, en el que enterró sus penúltimas esperanzas (el tema esencial de hoy: los escoltas borrachos de Olah que irrumpen, a golpes y porrazos, en la fá-brica para obligar a los huelguistas a que retomen sus puestos de tra-bajo; Olah es senador del partido socialista austriaco y el jefe de la tro-pa de esquiroles, y así sucesivamente, y bla, bla, bla), se le escapa que, desde hace un tiempo y en sentido proporcionalmente inverso, su hijo alberga esperanzas engaño¬sas que él considera realistas. Hans es joven y fuerte y confía en sus puños de la misma manera en que los funcionarios socialdemócratas, Probst, Koci y Wrba confiaron en los su-yos cuando aplastaron a los huelguistas. Hans ha comprendido que no hay que hacerse funcionario de un determinado partido de obreros para pisotear a alguien.
Se puede hacer por la vía directa y, sobre todo, hacerlo para uno mis-mo. De esta manera empieza a formarse un patrimonio que en algún momento puede acrecentarse. Se encienden las primeras farolas al ser inyectadas de electricidad. La corriente la ha descubierto Hans y no Dios. Siempre te ha gustado tu trabajo, le recuerda su madre. Los hay mejores e incluso los conozco, replica Hans acalorado.
¿Y para esto ha muerto tu padre? Si por mí hubiera sido, no tendría que haberse muerto, me importa un bledo (Hans). Imagínate que fué-ramos uno más. No nos podríamos ni mover. Pero Hans, hay gente que dispone de más espacio del que necesita. «En el Helenental hay un banquito» y en el barrio de Wien-Hietzing están las grandes mansiones patricias donde .vive la familia de Sophie. Con ternura dobla el costoso jersey de cachemira y se pone el remendado chaleco de su infancia. Conserva algo para más adelante (cosa que hay que aprender a tiempo porque cuando se es joven existe un después, pero cuando se es viejo ya no), y seguirá ahorrando para tiempos difíciles, con la esperanza de que éstos nunca lleguen.
Como acatando una orden, se desencadenan en el edificio los prepa-ra¬tivos para la cena. Olores repelentes y agradables recorren las escale-ras y se aposentan en las grietas de las paredes, donde con asiduidad encuentran a viejos contertulios: coles y berzas, patatas y judías. La segunda tanda de niños abofeteados llora detrás de las puertas. El papá agotado tiene los nervios a flor de piel. ¡Chsss!, silencio, si no el siste-ma nervioso se va a hundir por completo. Hans tiene una visión de por-celanas brillantes y cuberterías de plata y una total moderación en pa-labras y actos. No equivo¬carse en tono y postura propios porque es me-jor meter la mano en bolsillos ajenos. Hans tiene un ideal porque es un adolescente, y la adolescencia y los ideales se complementan. Como consecuencia de ello surgen propósitos en los que desempeña un papel capital el amor, que siempre es desinteresado y por tanto sólo se puede tomar de él lo que espontáneamente ofrece.
Hans comenta que Rainer ha dicho que en la naturaleza el fuerte des¬truye al débil. Es evidente a cuál de los dos grupos me gustaría perte-necer. ¿Quién es ese Rainer? (la recelosa pregunta materna). Me sacas de quicio con tus estúpidas preguntas, replica su hijo con insolencia y se larga sin haber comido decentemente, que es otra de las necesida-des de la juventud. Como tantas otras veces, el menú de hoy es gu-lasch con patatas.
La madre está parada en el cuarto sombrío. Le duele la espalda de tanto escribir. Le rodea un mobiliario lúgubre que es señal de que no ha sabido apañárselas. Y eso es culpa de ella. Todos los culpables son malhechores y todos los malhechores son culpables. Otra cuestión que le preocupa y que le calienta la cabeza es la de los hombres que fueron asesinados, ahorcados, gaseados, fusilados y a los que se les arrancó los dientes de oro. Adiós Hans, descansa en paz. (Así se llamaba su marido y también se llama así su hijo.) Su Hans, que ya no es un niño sino un adulto, abandona en este instante la casa. Qué pena que papá no le haya visto crecer. El caso es que le im¬portaban más los descono-cidos que la propia familia. Ahora es mamá la que se encarga de todo. Con frecuencia uno puede leer que para un chico es problemático crecer sin un padre, para una chica no tanto. Como esto lo afirman personas más inteligentes que la madre de Hans, tendrá que ser cierto. Pero el sol no hace causa común y se oculta definitivamente. En la Kochgasse sólo perduran los círculos luminosos que las lámparas proyectan desde el interior de las viviendas. Esto no quiere decir que aquello que no se ve no exista. A no ser que el pasado se perdone y se olvide seguirá existiendo. Y sigue existiendo y en él se desarrollan muchos destinos, aun¬que rara vez sean interesantes. Para escapar de esto, Hans se aca-ba de forjar un destino más interesante y en él se abre camino.

El otoño siempre se ha sentido culpable, sobre todo cuando incide en una persona joven. Los viejos piensan en la muerte continuamente, los jó¬venes sólo en otoño cuando se inicia la total decadencia de la fauna y de la flora. Rainer dice que en las noches de otoño despliega las alas de su propio encanto. «Luego gatos sangrando encadenados se lamen el grito de desván del pellejo lastimado.» Esto es una poesía. Cuando Rai-ner piensa en la marchitez otoñal la asocia involuntariamente con las mujeres, como por ejemplo con su madre, que se está marchitando a pasos agigantados. La mujer siempre quiere tener algo dentro de sí, o si no dar a luz a un hijo que salga de ella. Esta es la imagen que Rainer tiene de las mujeres. En su poesía sobre el otoño Rainer dice que apes-ta excesivamente a luz. Es decir, no se ha acabado del todo, pero casi. El padre está todavía de buen ver, pero la madre ya no. La madre quie-re más a su hermana que a él. Dice que a ella le hace más falta porque corre más peligro desde el punto de vista espiritual. Por el contrario, el padre le quiere más a él porque es el primo¬génito y porque perpetúa el apellido.
Con ayuda de unos sentidos prescindibles para la creación poética, Rai¬ner está atento al teléfono que sin esfuerzo alguno le traerá a Sop-hie a casa. Cuando se le pregunta si está esperando algo, contesta que no, ¿qué voy a estar esperando?, pero en realidad está esperando oír la voz amada, cosa que sólo se produce de vez en cuando. Uno no debe dar el primer paso por aquello del amor propio. ¿Por qué no le llegará esa voz a través de ondas etéreas, como lo hace el estúpido programa de radio de peticiones del oyen¬te, destinado a que gente tonta felicite a gente más tonta todavía en la insípida ocasión de su santo o cumplea-ños? Más les hubiera valido no haber nacido; el hecho de que vivan o no vivan resulta absolutamente indiferente.
Sophie piensa poco en el amor, y algo más en el deporte. Una mu-chacha deportista como ella tiene otras cosas en qué pensar.
En Rainer se esconde demasiada fealdad. Esto supone una enorme carga para un niño y para un adolescente es difícil poder librarse luego de ella. El niño presenció con demasiada frecuencia cómo, bajo las pali-zas del padre, la madre –semejante al esqueleto de un caballo viejo– se doblaba forman¬do una enorme V. Para ello, la mayoría de las veces se empleaban unas viejas zapatillas de andar por casa, que después del uso recibido podían tirarse. Parece ser que las palizas empezaron el mismo día en que se perdió la guerra mundial. Antes de esa fecha, el padre pegaba a desconocidos de la más variada condición. Ahora sólo pega a la madre y a los hijos. También se tiene constancia de que em-pujó a varias personas a terrenos pantanosos, donde no tardaron en morir. Tuvo menos suerte que otros que hicieron exactamente lo mismo y que a diferencia de él, pudieron rehacerse. Así es el destino y es indi-vidual. Porque también en los antiguos grupos de élite hubo fracasados, como su padre, que siempre serán unos mierdas. La élite desapareció y sólo quedó ese despojo humano. En su trabajo es honesto y no tiene de qué avergonzarse, dice él. Ha probado ya muchos trabajos, pero, por el momento, ha fracasado en todos. Fue a Francia a encargarse de un producto francés cuya publicidad se hacía con ayuda de globos. No obs¬tante, delegaron la responsabilidad en otro que consideraron más inte-ligente. Había vuelto a perder una oportunidad. Mientras tanto el padre se va en¬cogiendo por razones naturales de edad.
La madre le dice que la educación de sus hijos es lo más importante de todo, que es una obligación. Y cumple con ella a través de un instin-to. El padre opina más bien que ya va siendo hora de que se pongan a ganar dinero, afirmación que asusta bastante a los gemelos. Piensan que no se les puede exigir eso.
Desde los rincones de la habitación la amenazante pobreza, en la que viven desde hace tiempo, les mira amistosamente guiñándoles un ojo. Los vaqueros de los gemelos, tantas veces remendados y parcheados, hacen surcos en el mar de batracios del suelo. La madre limpia casas ajenas, por eso nunca llega a limpiar la propia. En esas extrañas casas también habrá hom¬bres extraños y esta es la razón por la que el padre se pone a gritar como buey que fuera asado vivo. Para la madre no hay cuidados ni parches, se la golpea y pisotea continuamente. Además, tampoco ella proporciona ese cier¬to bienestar que se desprende de un hogar cuando en él reina un ama de casa. Y de eso debería encargarse ella. El ex oficial está para todo menos para proporcionar bienestar. Destruye la placidez en todas sus formas.
En su círculo de amistades, que es restringido, el padre pasa por un hombre excéntrico que profiere rarezas y no deja que le ofrezcan nada porque, como él mismo reconoce, no come de pucheros ajenos.
El padre piensa muchas veces en los esqueletos oscuros de la gente a la que mataba, convirtiendo la nieve intacta y blanca de Polonia en una nieve profana y ensangrentada. Pero la nieve siempre vuelve y entre-tanto se han borrado las huellas de los desaparecidos.
Por otro lado, la madre intenta enseñar a sus hijos humanidad; esa es la tarea materna. Pero pronto tendrá que darse por vencida porque sus hijos quieren ser inhumanos y, además, aparentarlo. Todo lo que se hace es en vano y además asqueroso. Sin que pueda uno remediarlo, todo le produce a uno asco: papeles arrugados, colillas viejas tiradas en el suelo, cortezas de queso, pellejos de salchicha, manchas de café, pe-ro, sobre todo, el corazón de la manzana y las pepitas de la naranja. Son lo peor. No se las aparta porque es agradable que a uno se le re-vuelvan las tripas. La casa está llena de rincones abarrotados y de ni-chos en los que se acumulan desperdicios. El pequeño-burgués siempre tiene algo que esconder; para eso están los rin¬cones. En casa de los Witkowski se puede ver todo lo que un pequeño-bur¬gués suele escon-der, porque nunca tiran nada. Delante de estos rincones se para el bur-gués, dispuesto en todo momento a retirarse fulminantemente para hacer porquerías sin ser visto.
Los gemelos están por encima de la desgracia porque se han liberado de todo y hacen lo que quieren. Rainer dice que, de una manera o de otra, todos los hombres están determinados, pero yo no, porque por obra de mi voluntad soy superior a ellos. Por otra parte, el individuo es libre siempre que quiera serlo. Rainer acepta con benevolencia esa li-bertad que acaba de presentarle sus credenciales. Hay en él un heroís-mo solitario. Solitario por¬que nadie lo advierte y hasta el heroísmo más evidente pierde su valor si pasa inadvertido. En cualquier caso, cuando está a solas frente al espejo, Rainer logra mirarse a la cara.
A veces, un día cualquiera, el padre elige caprichosamente a uno de sus hijos para darle una paliza. Porque no hacen lo que él quiere. El ni-ño desamparado empieza a bracear mientras que su esencia infantil emerge del cuerpo, situándose por encima de éste, para tener una me-jor visión de los crueles acontecimientos. Anna y Rainer se acostumbra-ron a esto desde niños y ahora creen que siguen ahí, en lo alto, y que pueden mirar a la gente de arriba abajo. Corporalmente se desarrollan con dificultad y lentitud, pero siguen conservando el gusto por todo lo elevado. En las cabezas se les amasa algo que luego produce una ex-plosión anaranjada.
Ha llegado el gran momento. Los gemelos han aventajado al padre en conocimientos. Sin embargo, el padre sigue pensando que sabe más que sus hijos; esto lo trae consigo la edad. Es cuestión de experiencia. En esta nueva era la libertad no radica en el trabajo, sino en los cono-cimientos. No que¬remos trabajar y menos aún con las manos, eso de ninguna manera. Esos jóvenes, a los que sólo les gusta bailar y escu-char jazz, son demasiado in¬maduros para manejar su libertad y muchas veces hay que volver a privarles de ella.
La madre viene de mejor familia, pero de esto hace mucho. Fue pro-fe¬sora. Las dos mitades del matrimonio se encontraron, por descuido, en el suelo. Anna y Rainer odian a sus padres porque la juventud es precipitada y carece de compromisos. Muchas veces atentan contra el odiado padre, imitando cada uno de sus movimientos con asco, arran-cándole las muletas de las manos, poniéndole la zancadilla (aunque só-lo tiene una pierna), es¬cupiendo en su comida y no llevándole lo que pide. Son ganas de joder, grita el avejentado padre. Pero nunca sabe si lo hacen a propósito o no. A pesar de todo, sigue pagando el instituto para poder decir que continúan frecuentándolo. Es evidente que de esta manera se pierden ciertos valores: la autoridad y la potestad paternas.
Pero todavía se tiene una mujer y madre con la que uno se puede des¬quitar. Se le dice que su cuerpo se parece cada vez más a un peda-zo de queso en estado de putrefacción, o se le cambia el dinero de la compra de la habitual jarra de porcelana a otro sitio, culpándola de haberlo malgastado en sí misma. Hoy, por ejemplo, se ha producido es-ta situación: la madre busca consuelo en sus hijos. Él, maliciosamente, acaba de hacer trizas el delantal nuevo que se había hecho con el retal de flores rebajado y que había cosido con sus propias manos con la máquina de coser comprada a plazos. Sin tener ninguna habilidad para coser lo había hecho con esmero y recreán¬dose en su labor. Las cosas hechas en casa están casi siempre mejor terminadas y son de mejor calidad porque se conoce el dónde, el cómo y el con qué, algo que se ignora en las prendas que se compran ya hechas. Natural¬mente uno supone que se cosen mal y descuidadamente, de tal manera que en se-guida se caen los botones. Además son demasiado caras. Hay una sali-da más barata. Encima de que mamá ha ahorrado un montón de dinero movi¬lizando sus dedos, viene papá y se lo destroza con toda la inten-ción. Porque, por principio, estaba en contra de que entrara una máqui-na de coser en casa. Si mamá se cose trapos nuevos, a otros hombres totalmente desconocidos se les podría ocurrir la idea de contemplar su figura un tanto deshecha pero, a pesar de todo, femenina. ¿Y qué tipo de telas escoge? Correcto: provo¬cativas, coloreadas o, por lo menos, lo que ella entiende por coloreado (setitas, abejas, escarabajos, flores, etc.). ¿Y qué cortes elige? Correcto: pre¬cisamente aquellos que resaltan sus pechos, sus caderas y su culo, en la medida en que éstos existen. Y no deben ser resaltados. Estas cosas sólo son para papá, para nadie más. Querrás liarte con alguien, pero yo, un inválido, sigo siendo más hombre que uno que tenga dos piernas pero nada de hombre. ¿Quieres que te lo demuestre ahora mismo? Por favor. Lo mismo da sobre la al-fombra de remiendos que sobre la cama que ya ha conocido mucho do-lor y mucha sangre menstrual y que apesta a ello. No puede una pasar-se el día lavando, a veces una quiere leer un buen libro y relajarse. Tí-pico, en vez de una máquina de lavar vas y te compras una máquina de coser. Ahora podríamos estar tan limpios y ¿cómo estamos? Sucios. Pe-ro tú llevas nuevos delantales rojos. Y ¡ras! hace la tijera. ¡Tanto traba-jo destruido de golpe! Es injusto.
Os he hecho un pastel de albaricoque, dice la mamá congraciándose con sus hijos, en los que busca comprensión sin encontrarla. El primer peldaño hacia esa comprensión lo construye sobre la educación y sobre «el compás de corazón» de los niños, los cuales hace mucho que ya es-tán fuera de compás. Es decir, que se invierte en Rainer y Anna, y úni-camente en ellos, y éstos se comportan de forma fría, demostrando no tener apego alguno. Ahí está el pastel y ahí los platos de cristal. Yo lo coloco todo, pero ahí donde está ese montón de libros ya no queda sitio para el pastel recién hecho. No podríais quitarlos de ahí.
No, los libros no los quitamos porque son más importantes que cual¬quier pastel. En este momento estamos leyendo que nuestra existencia no vale nada. Desaparece, mamá, le dicen los gemelos, echándola. Esto tiene unas repercusiones catastróficas sobre su bienestar general.
Después de haber gritado a su madre, los gemelos proceden a co-merse todo el pastel. Para esto no les faltan ganas. A la madre no le dejan ni un trocito, aunque también a ella le hubiera gustado probarlo.

Rainer piensa que cuando las mujeres experimentan algo corporal eso equivale a la degradación de la mujer. Esto se percibe en la madre que muchas veces pide socorro desde el dormitorio. Es posible que hagan con ella cosas anómalas y que ésta sea la causa de sus gritos. Los fami-liares también han advertido en Rainer una mirada poco normal; pro-bablemente le venga de haber presenciado con demasiada frecuencia las escenas del dor¬mitorio. Pero nunca miraba. Escondía la cabeza in-mediatamente debajo de la manta. Allí dentro no se ve nada y sólo huele a uno mismo. A veces Rainer sólo toma sopa y rechaza los platos fuertes, aunque a los hombres suele gustarles la buena comida. Anna a veces no come nada y esto puede durar días. Después de la no-comida, los hermanos se levantan de la mesa y se echan juntos sobre una de sus dos camas –que fueron separadas in¬tencionadamente por un tabi-que, puesto que él es un chico y ella una chi¬ca– para aislarse del mun-do exterior. Para que el aislamiento funcione aún mejor Rainer escribe poesía. El muy loco se inspira en caras que ve en los árboles. No tiene amigos, sólo compañeros que, a menudo, se comportan de un modo desleal hacia él, que es un individuo que por principio rechaza el com-pañerismo. Cuando Rainer escribe poesía no lo hace con el gesto gra-cioso del pez que salta del agua, como el del poeta Musil, que saltaba y era plateado. Es más bien un revolcarse y un hincar los dientes.
Rainer y Anna son en todo momento conscientes de que habiéndose instalado sus padres en la ciudad, se han librado de vivir en lugares como Ybbsitz, Laa an der Thaya, Laa an der Pielach o en los múltiples St. Michaels. Se alegran de no tener que vivir en una horrible provincia devota como la que conocen desde que estuvieron en la granja de su abuela. Todo menos eso. Lugares donde grajos, cornejas y otros bichos se encaraman en árboles ya marcados por el invierno. Donde nubes va-rias surcan el cielo turbio y el corzo brama, y donde niños de la escuela primaria y secundaria comprimen sus carnes en autobuses de correos. Están plagados del bacilo de la pobreza. Un puré de niños que exhalan humedad de las prendas de lana heredadas de sus hermanos mayores.
A esos no les espera nada bueno, dice Rainer, están condenados a muerte desde que nacieron, y en sus cabezas llevan, invariablemente, el mismo cua¬dro. El cuadro que hay en una de las cabezas es idéntico al cuadro que hay en la siguiente. Y esto ocurre en el campo, al aire li-bre, donde por cierto no queda ni rastro de libertad. Paisajes insípidos que se extienden confun¬diéndose con la lluvia; sus fronteras no se ven y, sin embargo, existen en las cabezas de los habitantes. La estrechez de miras también la han descu¬bierto los hermanos en la ciudad, un hecho que les llena de júbilo, pues desde hace algún tiempo han supe-rado esas barreras. Se han arrojado sobre el azulado cordón umbilical de sus moradas predeterminadas y lo han atra¬vesado con sus afilados dientes. Un hilo de sangre les gotea de la barbilla. Dos lenguas pálidas, las de Rainer y Anna, se lamen. Pronto no quedará ningún rastro de piel de esa barrera natural del nacimiento. Se inauguran distancias infinitas con un sol frío semejante a una yema de huevo intacta flotando en le-che.
Pero si aquí alguien daña a alguien, son Rainer y Anna los que dañan.
Se acabaron las crujientes heladas de las calles de pueblo y los zapa-tos domingueros de suelas desgastadas que no corresponden al tiempo ni a la persona que los lleva. Nadie que entre en cines donde se proyec-ten películas del oeste sale de los mismos convertido en vaquero, y eso a pesar de que allí sólo se juntan unos mocosos idiotizados con gomina en la cabeza. No tienen miedo a llegar tarde a casa ni a ser golpeados con objetos contun¬dentes. Pero luego hay que transportar a la cuadra pesados cubos de comida caliente para los cerdos. Y si uno se olvida de quitarse los zapatos de fiesta, apestan de tal manera que inmediata-mente quedan degradados a zapatos de pocilga.
Los gemelos no son personajes secundarios sino primeras figuras. Cons¬tituyen el centro, que no es un punto concreto sino una extensa capa humana.
Los hermanos no despiden alegría vital como lo haría un joven que escucha un transistor; lo único que despiden es rabia y asco. De mane-ra que a los niños se les da amor y es como si no se les diera nada. Creen que en todo ser humano queda siempre un resquicio sin deter-minar. Algo que no se puede prever y que queda fuera del ámbito de la sociedad y que, por lo tanto, es libre. Sólo los seres inferiores comen pastel con ganas y escuchan a Elvis y a Peter y Conny.
Rainer toma un caldo de gallina claro, en el que siempre flotan cosas indefinibles que lo vuelven a enturbiar.
Llegado el caso también se podrían desgarrar a mordiscos las nuevas faldas Conny, que están de moda. En los últimos tiempos a la masa medio¬cre de niñas le gusta vestirse con ellas porque la tela es asequible y la oferta grande y, además, porque la falda irradia alegría cuando es roja y dramatis¬mo cuando es azul.
Jóvenes increíblemente feas exhiben cabezas cuadradas cardadas (ni-dos de cuervo) que al sacarse las horquillas del pelo se descomponen irremedia¬blemente. Destrozar los nickys de algodón con los dientes hasta que no quede ni rastro de dicho material sino uno liso y flácido como el de un jersey corriente. Rainer se muerde el labio inferior que empieza a sangrar cuando las ve pasar diciendo: tómame, no, tómame a mí; llevan una raya negra en los párpados y carmín blanco o vaselina rosa pálido en los labios. Son un rebaño gris que en parte se presenta floreado. Bajo las enaguas almidonadas por la mamá huele a bajo vien-tre. Deberían utilizar unas ena¬guas modernas, aunque lavarse, no se lavan nunca.
Rainer todavía no quiere entrar en contacto íntimo con una chica sino juzgarla desde la distancia. Sabe que aún dispone de mucho tiempo.
La madre entra un instante y con razón se asusta de sus hijos, sin em¬bargo dice a sus descendientes que deberían demostrar belleza en pensa¬mientos, palabras y obras. Por ello van al instituto, ahí es donde se aprende eso.
Deben levantar puentes y no derribarlos, pues un puente nos conduce al prójimo y otro puente conduce del prójimo a uno mismo. Los geme-los no quieren levantar puentes.
Anna: representamos una libertad que elige pero, nosotros no elegi-mos ser libres. Estamos condenados a la libertad. Cuando te miro a ti, mama, constato que es cierto. Estar abandonada en la libertad es lo que a ti te acontece. Y este abandono no tiene otro origen sino preci-samente la existencia de la libertad. Es lo que se desprende de ti. La madre no lo comprende, pero lo que si sabe es que este mundo seria mucho mejor si prestara mayor atención a sus filósofos y artistas que al mezquino espíritu del egoísmo, ya que este carece de una visión global. Deberían creer en Beethoven y Sócrates.
Los mellizos explican a la madre que incluso la no existencia de la madre seria imaginable y posible.
Yo os he parido personalmente, a uno detrás del otro. Por ello existís vosotros y también existo yo. (Que tonterías son esas? Este mundo es tan bello, tan vasto, tan lleno de color y tan joven, sobre todo cuando uno mismo es joven. Ahora pueden incluso recortar el nuevo póster de Elvis, porque finalmente la madre autoriza lo que antes había prohibido.
A la madre se la espanta como a una mosca. Y los hijos recuperan la mirada nada normal que tenían antes.
La madre se va y dice desde la puerta que sus hijos –que para una madre serán siempre los hijitos de los que debe cuidar– deberían ale-grarse también con las cosas pequeñas. Existen personas que no pres-tan atención a los árboles, flores o matorrales de formas extrañas que se encuentran al borde del camino y a veces incluso los dañan. Estas son las mismas personas que también torturan a los animales. Se trata de seres mediocres, sin ideas, cosa que no son sus hijos. Sus hijos de-ben apreciar todas las cosas pequeñas que se hallan al margen y que otros pasan por alto. Ella los ha educado para esto. Y en su empeño ha tenido que luchar muchas veces con su marido. Este, como militar, es mas tosco y prefiere entretenerse con películas de baja calidad. De no haber sido tan tosco, no hubiera podido matar. Necesitaba esta tosque-dad. La blandura no hubiera sido pertinente puesto que contradice su perfil profesional.
La madre todavía lo recuerda con la boca abierta viendo una entrete-nida película de Heinz Riihmann. Esta película predilecta, la favorita en-tre todas las demás, era la «Feuerzangenbowle» . Veía la película fre-cuentemente y nunca se cansaba de ella. Fue el único en detectar las agudezas de esta película, mientras que los demás se partían de risa con las gracias facilonas. Esta película, ya en la época en que fue reali-zada, apuntaba hacia el futuro. El padre lo había previsto. Frecuente-mente y sin que nadie se lo pidiera, narraba el contenido de la «Feuer-zangenbowle» y es una pena que los hijos ya no lo puedan presenciar. En la película, la edad moderna sacaba a relucir su verdadero rostro en la figura de un joven maestro, imbuido de un ideal nacional. En la obra cinematográfica el maestro dice que es inevitable que desaparezcan los viejos tiempos. El padre comparte la misma opinión y los gemelos se apresuran a preparar esa edad moderna, que todavía es mas moderna que la de la obra cinematográfica.
¿Pero que queréis de mi?, yo estoy en contra de todas las tradiciones trasnochadas. También he visto varias películas de revista protagoniza-das por Marika Rokk que tiene una capacidad y una fuerza de voluntad increíbles porque todavía sigue bailando. Y también estaba aquella bo-nita película sobre Hans Christian Andersen. El protagonista de la mis-ma se quita la vida junto a su mujer e hijos porque la esposa era judía. Antes de morir tiene una ultima oportunidad de demostrar un humor profundamente humano y no destructivo. Este humor funciona solo cuando le sale a uno de las entrañas. Y estas entrañas quedaron des-trozadas por un veneno de efecto rápido. Algunos mueren de forma in-advertida pero sufriendo quizás mayores tormentos. Quedando destrui-das las entrañas, el autor de cuentos danés quedo conservado para la posteridad en forma de celuloide. Así perduro algo de el en el tiempo.
Bella, bella, bella, fue aquella época. Arena del desierto.
Una tenue luz de primavera pasa a través de las puertas de cristal de Lauque, que ya en los años veinte visitaron una exposición universal en París y, a continuación, acabaron en Viena. En cierto modo Sophie se con¬cibe a sí misma como de cristal o de porcelana lustrosa o mejor aún, de acero fino. El deporte ejerce una acción bruñidora sobre Sophie, proporcio¬nándole una movilidad completa en todas las direcciones. Y lo que el de¬porte es incapaz de conseguir lo logra la biblioteca de su pa-dre, es decir el trasfondo, el nivel. Pero es más bien una chica deportis-ta que una intelectual furibunda. No es ningún monstruo de la inteli-gencia. Todas sus artistas se han redondeado, endurecido, y relucen. La impureza le es esencialmente ajena, del mismo modo que hace unos años a los alemanes todo lo que no fuera alemán les parecía racialmen-te ajeno. Hoy en día, sin embargo, se ha iniciado un vigoroso movi-miento turístico que aproxima el mundo de fuera a los alemanes y, a la inversa, transporta a éstos fuera de sus hogares.
No existe un solo punto de apoyo en esta superficie lisa que incita a ser asida, pero de la que uno siempre se escurre. Sophie entra vestida de tenis (casi siempre lleva vestimenta deportiva) y le dice a Rainer –quien le tiene verdadero cariño, pero no lo demuestra para no perder puntos–: ¿me pres¬tas rápidamente un billete de veinte para el taxi?, me he quedado sin dinero y mamá ha salido a tomar el té. Llorando si-lenciosamente, Rainer hurga en su pequeño monedero; Sophie obtiene el dinero, que para Rainer supone una cantidad considerable que segu-ramente no volverá a ver jamás. Para Sophie el dinero no significa ab-solutamente nada porque siempre está a su alcance. Mientras tanto, Rainer sigue añorando su bonito billete de veinte, mucho tiempo des-pués de haberlo visto volar. El padre de Rainer considera que coger taxis es un delirio de grandeza que su hijo debe reprimir, teoría que queda invalidada en el momento en que está pagando taxis a otros. Pa-ra Sophie un taxi sólo es un medio de transporte.
Sophie no devolverá el dinero, se olvidará de ello, puesto que para ella no tiene ningún valor real.
Rainer se ve obligado a pensar en este dinero o en cualquier otro, pe-ro nunca tendrá la osadía de reclamar su devolución.
El tapiz es una amplia y blanda superficie persa, Sophie es algo que hay que penetrar, pero no se sabe cómo porque no ofrece ningún punto de apoyo. ¿Debería uno metérsela por la boca y hacerle papilla la len-gua para que no pueda volver a decir cosas hirientes y desconsidera-das, o, por el contrario, debería uno empezar por abajo, algo que no deja de ofrecer di¬ficultades porque ella no permite que se le acerquen a la entrada? Uno se escurre. ¡Pero qué significa este resbalón comparado con un descenso social! Sería el menor de los males. Sin embargo, po-dría existir una relación causal entre las dos cosas.
En todas partes hay objetos y cuadros modernos que irradian un arte y una cultura antiguos, de los que uno sólo puede beneficiarse si se adueña físicamente de ellos. Lo mejor sería acceder a ellos apropiándo-se de Sophie que, como quedó dicho, no ofrece ningún asidero al que poder agarrarse. Rainer, a pesar de conocer y haber estudiado bien las leyes del arte, no posee ningún objeto artístico. Además, no existen le-yes que gobiernen el arte porque el arte adquiere precisamente su cali-dad artística por no obedecer a ley alguna. A esta conclusión ha llegado Rainer por sí solo.
Los hombres, por el contrario, están sometidos a reglas, pues de otro modo sería una guerra de todos contra todos, la anarquía;, es lo que dice la madre de Rainer al padre de Rainer y el padre de Rainer a la madre de Rainer. Rainer, por el contrario, siente una fuerte inclinación por la anar¬quía. Precisamente porque conoce las leyes que gobiernan la vida comuni¬taria ordenada, y por consiguiente las detesta. Se debe destruir absoluta¬mente todo y no volver a reconstruir nada.
Rainer adelanta una de sus garras para hacer una llave a Sophie, que se le escurre entre los dedos argumentando que tiene que ir a cambiar-se. ¿Otra vez? Yo voy contigo. No, tú no vas a ninguna parte.
Y allí se queda. Uno de los innumerables defectos de la clase media consiste en dejarse desmoralizar inmediatamente por el fracaso de sus ten¬tativas. Para una vez que se tiene la oportunidad de medrar se la deja esca¬par, sin insistir en ella, aunque sólo sea en apariencia. Aquí está el whisky, sírvete.
Rainer tira su jersey barato y excesivamente grande, mientras Sophie se le escapa una vez más. Esto resulta aburrido.
Inmediatamente su pobre cerebro se pone a divagar sobre humilla-ciones antiguas y recientes. Son las heridas de su espíritu mutilado en las que siempre se atasca la película. No encuentra nada bello, sólo co-sas feas. Re¬vive las excursiones domingueras en las que acompañaba a su madre, los tranvías con olor a calcetín húmedo, repletos de una ma-sa humana pobre y gris –tal y como surge después de una larga gue-rra– que tarda mucho tiempo en desaparecer. ¡En marcha, al bosque de Viena! Gorros de lana hechos con lana de guerra, de prendas deshechas y vueltas a tejer, amplios pantalones de esquí, zapatos de lengüeta y lo peor de todo: el temido pa¬quete de la merienda, que olía a queso y da-ba sed. De entrar en restaurantes nada, que cuestan dinero. Un niño puede beber agua, aunque es difícil encontrarla. Pronto la rebanada de queso desaparece entre los baratos dien¬tes metálicos de la madre y su olor vuelve a ascender fétidamente desde su estómago, porque no ha sido masticada debidamente. Masticar demasiado sólo contribuye a propagar el mal olor.
La odiosa cochera en la que hay que esperar por lo menos veinte mi-nu¬tos a que vuelva a pasar el 43. Destino: Neuwaldegg. Siempre en medio de una masa humana sin recursos. A menudo uno se ahorraba el dinero del billete yendo a pie a lo largo del Alszeile y al final se lo podía uno gastar en los tiovivos (qué buena, qué buena eres, mamá), lo que naturalmente contribuía a acentuar la existencia infantil que se preten-día negar. Y sin embargo, grande era el regocijo de los niños Rainer y Anna, en cuyos co¬razones y cerebros ya anidaba el veneno de los co-ches que pasaban zum¬bando. Y no porque se contaminara el medio ambiente, que de todas formas había quedado degradado por la guerra, sino por falta de medios económi¬cos para comprarse uno. Y cómo se revolcaba Anna en cagadas de perro y papeles de deshecho para llamar la atención sobre sus apremiantes necesi¬dades espirituales. Una nece-sidad espiritual es un lujo y no se le presta ninguna atención. Ella quie-re ir sola dentro de un bello automóvil, no rodeada de una multitud y, menos aún, de la propia familia, en uno de esos tranvías de mierda en los que todos son iguales y por tanto nadie representa nada especial. Sentado en un Mercedes nadie se acercaría ya a preguntar cómo se llama el nene o la nena, ni le acariciaría a uno el cabello con manos que delatan pertenecer a la clase obrera, sin advertir que la criatura acari¬ciada lleva ya instilado en el corazón el veneno del individualismo y está preparada para esparcirlo.
Una vez Anna se sintió realmente molesta bajo una mano enmitona-da, al tiempo que por encima de ella flotaba un olor hediondo a ajo y se la trataba como si fuera una niña normal, cosa que en aquellos tiempos ya no era. Ni normal, ni niña. Un pis caliente goteaba entre sus muslos (el impulso hacia abajo) atravesando, violenta y acremente, las bragas de punto que le habían hecho en casa, mientras buscaba desesperada-mente dónde evadirse de sus miserias domingueras: el suelo estriado del vagón. Gota, gota. La madre le da una paliza; sus brazos descien-den como badajos de campana y vuelven a subir y vuelven a bajar. Es gimnasia de compensación para la mamaíta que acababa de recobrar sus fuerzas durante la excursión. La niña berrea como una loca. Desde el primer golpe Rainer se acurruca entre dos abueletes, agarrándose al zapato de uno de ellos. ¿Ya vas al colegio, nene? ¿Cómo te llamas? Ve-te a la mierda.
Fuera, los Opel y los Volkswagen hacen su aparición, como tiburones salidos de la niebla otoñal, pero inmediatamente después sus poderosos cuer¬pos –obedientes pero fieros– vuelven a perderse en la niebla, sin perder de vista su meta. En contraste con ellos, el 43 se acerca traque-teando traba¬josamente, dando de sí todo lo que puede. Anna yace en su propia charca; se ha puesto perdida y su mamá pide consejo a otras madres sobre lo que se tiene que hacer con una niña que, siendo tan mayor, todavía se hace pis en las braguitas. Hay que hacer pipí antes de salir de casa, ¿no te parece, nena? Recuérdalo para la próxima vez y espera a que se entere papá, seguro que la zurra continúa. Aunque pa-pá sólo tenga un pie, la fuerza que ya en su día demostró tener en los brazos no ha disminuido nada. Aunque en realidad, aún disponiendo de dos piezas de ese calibre, estas criaturas siguen dando traba]o doble. Y ahora tranquilízate porque si no te doy otra torta.
Con un movimiento imperceptible para la masa, las manos de los her¬manos se entrelazan y sus dientes de leche relucen agresivamente co-mo los de los vampiros. Espera a que crezcamos, mamá, entonces haremos lo mis¬mo contiguo y cosas aún peores.
Debajo del asiento hay un corazón de manzana, dos cortezas de que-so y algunos pellejos de salchicha de alguno que se había creído que allí estaba en su propia casa y que podía enmarranarlo todo, cuando en realidad viajaba en un medio de transporte público que pertenece a la comunidad. La idea de que pueda pertenecerle un pedazo de tranvía no consuela a Anna en absoluto, porque en ese caso también pertenece a los demás. Hay gente que cree que cualquier sitio es su casa y segura-mente en sus propias casas tam¬bién se comportan de manera indebida. ¡Qué asco! ¡Menuda gentuza!
El niño Rainer muerde la corteza del queso compulsivamente y la suc¬ciona hasta quedarse pegado a ella como una sanguijuela.
La arena húmeda le cruje entre las mandíbulas que todavía no están provistas de todos los dientes definitivos. ¡Blob! De pronto se le revuel-ve el estómago y la rebanada de manteca, ya medio descompuesta, lu-cha por salir. ¡Hacia la salida de emergencia! A la larga uno pierde toda la alegría en las excursiones familiares, sobre todo cuando concluyen de forma tan precaria. Una se mea, el otro vomita. Con lo bien que se puede viajar sentado sobre mullidos asientos de cuero, indicando a dónde se quiere ir y llegando al destino sin el menor esfuerzo.
Como si la hubieran pulido, Sophie entra por la puerta, ahora para variar vestida con un traje de tarde porque tiene que acompañar a la madre a la ciudad. La violenta luz del exterior atraviesa la puerta de la terraza, pero no vaga erráticamente alrededor, sino que elige directa-mente el cabello rubio de Sophie para asentarse en él. También el par-quet se ilumina un poco.
Nada es natural y, sin embargo, puede decirse que las cosas son co-mo son por su propia naturaleza.
El niño que hay en Rainer prorrumpe en sollozos; lo peor es cuando, por haber llegado en el último momento, ya no se encuentran asientos libres en el tranvía eléctrico y hay que ir a pie. Los lloriqueos no sirven para nada, los adultos no se levantan, pero un niño siempre debe estar dispuesto a ceder su plaza a los mayores. Una vez más, uno se encuen-tra oprimido en un horrendo bosque, que se compone, pieza a pieza, de cuerpos idénticamente feos, sin alcanzar a ver ni la entrada ni la salida. Uno está dentro de una vez por todas y no tiene más remedio que con-tinuar el viaje. Prácticamente incrustado entre la gente, entre los abri-gos de invierno que huelen a naftalina y los anoraks de la preguerra. Y en cualquier lugar –desde luego uno no se libra de nada– habrá una pa-reja de jóvenes bien parecidos, seguramente estudiantes, cuyos padres dispongan de un coche, aunque hoy no tengan tiempo de llevar a su hijo o a su hija a ninguna parte, pero el coche está ahí, ahí, y les perte-nece y hablan de esquiar y de viajes en grupo como si fuera la cosa más natural del mundo. Habría que imitar su ejemplo pero esto quizá sea imposible con un papá y una mamá como éstos. Habrá que imitar-los cuando se haya alcanzado la edad apropiada, pero eso todavía que-da lejos. ¡Qué apariencia tan aerodinámica tienen, como seres que ya pertenecen al mañana y qué enorme impulso les mueve! ¡Y qué decir de los modernos y ajustados pantalones de cuña! Nadie les domina, eso salta a la vista. Pueden vivir su vida libremente. Pero, por el momento, es la mano materna la que le derriba a uno al suelo haciéndole papilla y le obliga a uno a transportar cáscaras de plátano entre los dientes como si fuera un perro.
Sin embargo, Sophie, cuya envoltura externa impide reconocer fun-ciones corporales semejantes, y mucho menos aún las profundas o, si se quiere, las bajas, sigue funcionando y además lo hace a la perfec-ción; y sin llegar a comprenderse bien ni el cómo ni el por qué, se apre-sura por enésima vez hacia cualquier lugar que exhiba un cartel de «Prohibida la entrada». Casi siempre que nos tropecemos con ella ten-drá que ir urgentemente a otro sitio, al que también llegará demasiado tarde, lo que en su caso carece de impor¬tancia. Rainer es el que se queda atrás y se enfada.

Se mantienen al margen, no porque rehuyan la luz sino porque, evi-den¬temente, es la luz la que les rehuye a ellos, tanto en el patio como en la clase. La manada de lobos siempre se agolpa en los rincones. Demuestran tener cualidades sobrehumanas indiscutibles, que también otros querrían para sí, pero éstos sólo alcanzan niveles infrahumanos que, por otro lado, son necesarios para que destaquen las acciones so-brehumanas. Desde los rincones más oscuros de repente estiran sus piernas, lo que casi siempre provoca que un niño de mamá o una niña de papá, con una falda a cuadros plisada, tropiece y caiga. Los estu-diantes formales del instituto afirman que no se les agotan los temas de conversación cuando salen a tomar un helado con el novio o la novia. Hablan de la utilización racional del tiempo libre, de los asuntos de la escuela, de aquellos estudiantes que salen con alguien de la Escuela Técnica o de la Universidad y de los que, al finalizar sus estudios, han tenido que contentarse con un elegante y pimpante depen¬diente de comercio. Otro tema adicional de conversación son los conciertos, el teatro, las exposiciones, las fiestas y los discos. El lobby Anna-Sophie-Rainer rechaza todo esto. Han superado la fase de los discos y si tienen que escuchar algo, entonces sólo el jazz frío o el rock caliente. El recha-zo de Sophie es el menos violento porque no tiene necesidad de produ-cir violencia. Las cosas van a su encuentro; algunas veces las deja pa-sar, otras las acepta. Todo depende de sus ganas y de su humor. Rai-ner dice que es bueno que muestre dureza, pero que en sus brazos de-bería abandonarse y ser blanda, aunque sólo fuera una vez.
Va a costar mucho trabajo motivar a Sophie para cometer uno o va-rios crímenes, ya que su naturaleza la inclina a no esforzarse demasia-do. Tam¬poco es agradable pasarse toda la noche en pie, haciendo cosas que rehuyen la luz. Hace falta mucho autodominio porque, en vez de esto, uno podría estar perfectamente tumbado en la cama, leyendo una apasionante novela policíaca.
El suicida Stifter alza su voz sobre la agitada clase de alemán; víctima de la programación equivocada que ha hecho de su vida y de un matri-monio fracasado, no tiene nada mejor que hacer que consagrar la gran fiesta de Pentecostés, durante la cual sale «a la orilla del bosque apaci-ble, pero no donde retozaba el cervatillo» (poco importa lo que allí pu-diera encontrar, en opinión libre de Anna), sino a pasear en un paisaje que, por así decir, consideraba infinito, ¿pero qué sabe él de la infini-tud? Su espíritu no la puede ni siquiera concebir. Rainer siente dentro de sí la infinitud del escritor que ha hecho saltar todas las barreras. Él sí las siente y no Stifter, que con su malgastada vida demostró sobrada-mente que no se había atrevido a nada. Adalbert Stifter sigue pasando revista a cualquier belleza, tanto animada como inanimada. La natura-leza tiene una tendencia inherente a sumirse en lo inanimado, piensa Rainer, nosotros también contribuimos a ello. Inme¬diatamente se lo comunica por escrito a Sophie, que está entretenida en pintar siluetas de caballos en su cuaderno de espiral. Ella no le da ninguna importancia a lo inanimado; prefiere dársela a las actividades deportivas. Hay que tomar conciencia del propio cuerpo y del cuerpo de un caballo de mon-tar cuando pasa del trote al galope. El viento envuelve tanto al caballo como a la jinete, y el aire fresco ahuyenta el malhumor y la inquietud. En situaciones semejantes no es aconsejable hacer un alto en el camino porque uno se agarrota.
Lo malo suele esconderse en lugares protegidos del viento; jóvenes man¬tecosos y pálidos prefieren los ambientes cerrados de los bares subterráneos, mientras que fuera, a plena luz del día, uno siente la obligación de cruzar a un ciego de una acera a otra o acariciar a un pe-rro.
¿Qué alboroto es ése! Witkowski uno y dos, ¿podríais callaros o prefe-rís que os apunte en el libro de clase? No, no apunte nada, sólo sus propios fracasos en su agenda particular. Seguro que todas las sema-nas se le malogra algo. Le huele a usted el aliento, tiene un cutis feo y lleno de impurezas y unas muñecas demasiado anchas, señorita (An-na).
Stifter repara en el brillo de los aires diáfanos y en las maravillosas nubes de abril iluminadas por el sol y en los preciosos surcos verdes del sembrado invernal; a éste más le valdría que se le empinara, dice Rai-ner, mirando de soslayo a Sophie y prorrumpiendo en risas entrecorta-das.
Anna propone incitar a Hans Sepp, al que conocieron hace poco en un local de jazz, a cometer con ellos uno o dos delitos. Sería el instrumen-to ideal y, además, debería abandonar la clase obrera. En la vida públi-ca siem¬pre hay alguien que abusa, de una manera u otra, de personas relativamente indefensas, ya sea en una fábrica o en una oficina. El cometido de Hans en la Unión Elin es la de manipular corrientes de alta tensión. Seguramente en permanente peligro de muerte. La electricidad mata con ganas, con pulcritud y repentinamente. No avisa, viene de la nada. El mortificado ve en la oficina a muchos otros que corren su mis-ma suerte y se solidariza incondicionalmente con ellos. La solidaridad, a su vez, le da una fuerza que no debe exhibir en la pandilla de Rainer quien, por iniciativa propia y definitivamen¬te, se ha proclamado cabeci-lla del grupo. Donde quiera que mire, Hans no debe ver más obreros como él; debe vernos únicamente a nosotros. Debe convertirse en sim-ple receptor de mensajes, amonestaciones, órdenes y estí¬mulos.
Anna afirma que robar monederos resulta infantil, prefiero poner una bomba. De esta manera uno atraería la atención sobre sí y el mundo entero le pagaría a uno con reconocimiento y no con una dulce indife-rencia.
Rainer se jacta diciendo que cuando su padre vuele a Nueva York, se le va a reventar la caja torácica de alegría (como dice literalmente), al poder mirar lo de abajo desde arriba, porque sobre las nubes se en-cuentra la li¬bertad. Sólo que, desde el final de la guerra, su padre no ha llegado más allá de Zwettl que pertenece al distrito del bosque, hecho que Rainer no co¬menta. Anna recuerda que, siendo todavía niña, le re-galó a su padre un ramillete de flores silvestres por el día de su cum-pleaños, que éste arrojó al retrete. ¿Por qué piensa en ello ahora?
Debería uno manifestarlo abiertamente, pero el anarquismo se basta a sí mismo si se asume personalmente. En realidad, esto es lo que libe-ra. Uno no debe pretender alcanzar nada con ello, y menos aún si es en beneficio de un grupo de personas, cualesquiera que éstas sean.
Según el marqués de Sade hay que cometer crímenes. Se emplea la pa¬labra crimen siguiendo la acepción convencional, pero entre nosotros nunca llamaríamos así a nuestras acciones (Anna). Precisamos de las normas vi¬gentes para estimularnos con nuestra propia desmesura. So-mos monstruosos aunque nos disfracemos de burgueses. Somos hijos de burgueses pero no nos conformamos con eso. Por dentro estamos carcomidos por malas ac¬ciones, pero por fuera somos estudiantes de bachillerato.
Rainer, que está leyendo El Extranjero de Camus, dice que quiere de-jar atrás la hostilidad del mundo. Cuando a uno le privan de la esperan-za de algo mejor, es cuando se adueña definitivamente del presente. Entonces uno se convierte en la realidad misma, y los demás son com-parsas. Cuando Rainer ve transcurrir una noche, dice inmediatamente que se trata de una tregua melancólica en la que se ha extinguido la vi-da.
La profesora de alemán amonesta a los Witkowski para que no alte-ren la clase con sus ininterrumpidos cuchicheos. Stifter dice: Ahí esta-ban los bosques de un rojo pálido orlando las montañas, envueltas en el suave soplo del aire azulado. ¿Puedes ver cómo se mueven los bos-ques? Espero que tengan un billete para el viaje. No, fuera de bromas (Rainer), cuando se cometen crímenes se necesita el apoyo de un ser querido, que en su caso, es una mujer (Sophie). Este apoyo no es el que una mujer puede propor¬cionar a un pequeño-burgués, sino el que una mujer puede brindar a un artista. Cuando una persona se sumerge hasta tal punto en la ilegalidad, tiene que esperarle, en el umbral mis-mo de esa ilegalidad, el compañero, el TÚ: Sophie. En realidad me as-quean mis deseos, pero son más fuertes que yo. También me sobrepa-sa el amor que siento por ti. Es un amor sin exigencias carnales, que es algo que nos reservamos.
Mierda, exclama, Anna, el amor no es otra cosa que el contacto de dos superficies cutáneas.
No aguanto a ese Adalbert Stifter ni un minuto más, y de ahí no me apeo, dice Anna. Quien sea capaz, en medio de la clase, de clavarse debajo de la uña esta aguja de zurcir de mi costurero, con toda su fuer-za, y cuando digo fuerza digo fuerza, sin emitir un alarido, con ese me voy al servicio de los chicos, a la cabina de la izquierda. De algún mo-do, a Rainer esto le parece revolucionario. Anna dice que no lo es, por-que la meta no es la igualdad de todos, pues ello repugnaría a la natu-raleza y a sus leyes gené¬ticas; se trata precisamente de todo lo contra-rio. La total separación y el aislamiento. La igualdad sólo la añoran quienes no pueden aspirar a las clases superiores. Se resarcen de ello desacreditando a los superiores, pues suponen que así éstos se debili-tan. ¿Y qué pasa con la aguja? Gerhard Schwaiger, un chico del montón algo retrasado y cubierto de granos por todo el cuerpo –al menos hasta donde alcanza la vista –y con tendencia a rubo¬rizarse, cree llegada su gran oportunidad, la hora cero, y se clava decidida¬mente la aguja bajo la uña de su índice izquierdo. ¡Ay! Sophie sonríe hipó¬critamente con un resplandor blanquecino, como espolvoreada por Woolite.
Rainer se asombra de que sea precisamente Schwaiger, que por lo general sólo se interesa por el chocolate. Está pálido como un pañuelo blanco y gime ¡ay!, me duele tanto. Anna le condena con la mirada. La señorita dice que Schwaiger se está comportando como un niño, pero que si le urge tanto puede salir, con la condición de que la próxima vez lo haga durante el recreo. Acto seguido, Gerhard sale pesadamente por la puerta, habiéndole dirigido a Anna una mirada de complicidad, que debía encerrar mucha in¬tención. Pero en realidad, carecía de ella y se convirtió en una mirada que¬jumbrosa. Anna, por favor, ayúdame, te venero desde hace mucho tiempo y ahora necesito una muestra de afecto y reciprocidad porque si no, no se me pone tiesa y no te la puedo meter. Para mí una pizca de amor sería el regalo más preciado, nena.
Tenía que ser precisamente él, le dice Rainer a su hermana. Anna, espero no tener que entrar a desatornillarte de ese paquete de grasa. ¿Tienes un condón?
Todavía me queda uno. Pero, tal y como le conozco, llevará uno con-sigo desde hace meses, porque lleva mucho tiempo esperando esta oportunidad. Entretanto la goma se habrá hecho fina y quebradiza y ya no cumplirá su función.
Witkowski Anna, ¿tendrías la amabilidad de seguir leyendo desde donde nos habíamos quedado? Desde luego que sí, señorita, Stifter nos enseña que el hombre no es libre sino esclavo de las leyes de la natura-leza. Por ese motivo hay que entregarse a acciones violentas (dado que uno no se entrega a nadie), que el hombre medio consideraría delitos, pero que nosotros tenemos por norma, es decir nuestra norma, no la de los demás.
Sin más preámbulos, Anna es expulsada de clase, que es lo que se había propuesto. Mientras Adalbert Stifter prosigue su disertación sobre el rubor de los jóvenes, que les sobreviene cuando se les mira de im-proviso (le gusta tanto esa modalidad de pudor, babea el viejo pederas-ta), Anna se dirige con parsimonia hacia los lavabos desde donde ace-cha el ruborizado Gerhard. Ven, ven, ven para acá, no aguanto más, ¡crac!, casi se cae de bruces sobre el lavabo, el lelo, porque no había encontrado el lugar donde anclar su culo blanco y adiposo, falta de ex-periencia, eso se ve inmediatamente. Anna se quita las bragas y da ins-trucciones acerca de la postura a adoptar. Y ahora se le ha arrugado, eso era de prever, lo que nos faltaba. El miedo y la excitación pueden dar al traste con un ser inmaduro. ¿Qué? ¿Encima me toca hacer eso? Por fin, por sin sucede algo, algo se hincha y se mueve, acompañado de la palidez y rubor alternativos de Gerhard. En los primeros intentos se derrumba como un castillo de naipes. Anna observa con interés las ma-nipulaciones en el miembro de Gerhard y juguetea con el condón. Bue-no, ¿funciona o no funciona? Por fin. Nada más ver su glande rojo y puntiagudo, piensa, no, mejor lo dejo, si es que es repugnante, todavía está por ver si lo voy a resistir, pero la duda se resuelve afirmativa-mente, porque debajo de las sacudidas y fricciones desesperadas de es-te inepto, se levanta algo parecido a un periscopio que registra todo lo que le rodea y advierte que se encuentran en una asquerosa cabina, cuya pintura verde oliva se está descascarillando, y que en semejante ambiente nunca se podría desarrollar un amor y mucho menos hoy. Hace tiempo que está enamorado de Anna, pero no le sirve de nada.
Lo prometido es deuda, y ella se acuesta delante de un ser al que el éxtasis ha llevado al paroxismo, está fuera de sí, al fin ha llegado el an-siado día, viva, viva. Después se lo contará a algunos de sus compañe-ros con todo lujo de detalles. El recuerdo tiende a agigantar las cosas, sienta tan bien, tan bien, podría aguantarlo a diario sin problemas, lás-tima que no pueda hacerlo todos los días. Desgraciadamente, hay que esperar a ser más maduro, aun¬que ahora me siento muy maduro, An-na, conejito mío. El ser humano lo necesita y yo más que nadie porque estoy muy dotado sexualmente, te quiero, te quiero, aaay, Anna, aho-ra, ahora. Espera, no te vayas, mejor quédate para siempre, pronto es-tudiaré medicina. Cierra el pico, no berrees tanto, no ves que te pueden oír. ¿No te puedes correr en silencio? Ay, Anna, por favor sigue, no te pares ahora, es gigantesco, si me corro ahora nadie habrá experimen-tado lo que estoy experimentando, porque soy el más fuerte de todos. Eres tan guapa y tienes un tipo tan bonito, y eres tan esbelta, yo tam-bién voy a adelgazar, ya lo verás, lo hago por ti, para que hagamos buena pareja, lo que nos está ocurriendo ahora no se ha visto jamás, Anna, ratita mía. Lo de hoy está a la orden del día, imbécil. Despojo, eyacula ya, la señorita Kraftmann se dará cuenta de que llevamos mu-cho rato fuera. Siento como si mi interior se volcara hacia fuera, Anna, mi amor, porque, sin duda alguna, eso es lo que eres a partir de este momento, te quiero, te quiero. Tuyo es mi corazón. Échalo ya, que me largo. Y en este preciso instante le sobreviene poderosamente, gritando como un cerdo de¬gollado. ¡Si esto no lo ha oído nadie, ya me dirás!

Anna recorre su cara desencajada con la mirada, dominando una vez más las ganas de vomitar que logra reprimir en el último momento. Eso si que estaría bien, echarle una vomitona al baboso este.
A partir de ahora ya no nos vamos a separar, ¿verdad Anna? Ahora eres mi novia ante toda la clase, mía y solamente mía.
¡Vete a la mierda! por fin, ¿siempre eres tan lento? Después de aban-do¬nar los servicios, Gerhard le pidió a Anna durante media hora y con insis¬tencia un poco de amor y dedicación que no consiguió. Muchas ve-ces los jóvenes sufren mucho, algo que los mayores no suelen advertir y, si lo hacen, lo menosprecian.

Sophie se ha adaptado al estilo «buen burgués». Esto no lo advierte ninguno de sus compañeros de instituto, porque son jóvenes de nuestro tiempo para los que el pasado está muerto. En contraste con «bueno» y «burgués» se encuentran los deseos de Sophie de convertirse en una mujer dura, para quien no cuentan los sentimientos sino sólo las cifras. Quiere recibir en Suiza una formación económica especial para luego poder comer¬ciar con acciones y divisas. Todo lo que no sea una acción o una divisa ha de despreciarlo. En esto se diferencia claramente de Rainer que tiene autén¬tica necesidad de sentimientos, no sólo para sus quehaceres literarios sino también para ella, su Sophie, de la que está enamorado hasta los tuétanos. Algo así puede que le ocurra a un hom-bre y a una mujer una única vez en la vida y no debe uno dejarlo esca-par, ya que, de lo contrario, podría tener consecuencias nefastas. Rai-ner deja penetrar los sentimientos de una manera consciente en su in-terior, pero desde ahí, es el asco que esos sentimientos le producen, lo que se precipita en sus versos. A Rainer comienzan a abu¬rrirle las ideas relacionadas con el pasado, el presente, el mundo. Exige únicamente que le dejen terminar en paz el libro que está queriendo escribir. El hombre que lleva dentro le dice que tiene que conseguir a Sophie, el artista, que siga siendo el lobo solitario que es. Rainer se escuda detrás de un caparazón de hielo, pero, es de notar, como ese caparazón es susceptible de ser derretido por Sophie.
Sophie lleva un traje de tenis, ya que pronto irá a jugar un partido. Rainer muele con la mandíbula inferior sobre la superior. Desde fuera éstas se perfilan como un destello blanquecino. Tritura nada menos que un trozo de pastel de chocolate que acaba de traerle la criada. No sólo tienen ocasión de hacerlo sino también motivo para ello. Sophie siem-pre abandona el cua¬dro antes de que se pueda dar sobre el disparador. Es un fuego fatuo. in¬constante. La criada también ha traído una bande-ja con vasos para el whisky, bebida que la pandilla conoce de películas en las que la gente se nutre literalmente de ella. En las películas más recientes se empieza a advertir que, de no andarse uno con cuidado, es capaz de deshacer todo un entramado social, como el matrimonio o la familia. Dado que la guerra reduce casi todo al desorden, es posible también hacer estallar una estructura de clases, in¬cluso adentrarse en las clases dirigentes (el término clase gobernante todavía no había sido inventado), si se tiene la inteligencia para ello. El cine alemán actual exhibe la flexibilidad de las personas privadas al tiempo que deja ver cómo, entre bastidores, se prepara la flexibilidad del propio capital. Esto lo ha importado el cine alemán de América, que por cierto les lleva la delan¬tera. En América siempre fue posible violar las fronteras, como por ejemplo en Tejas, donde existen fronteras de pastoreo. Como mon-tañas de hielo quejumbrosas, las agrupaciones se consolidan en confe-deraciones y, por en¬cima, salpica el agua espumosa. La separación ma-trimonial también se con¬vierte en tópico, porque, por fin, se dispone de tiempo para la ruptura de una pareja. La acumulación de capital des-aparece como argumento, porque no conviene vislumbrarla tan rápida-mente.
Hans, quien, por su trabajo, se ha convertido en un ser intranquilo y suspicaz, se apresura a dejar a la criada un espacio libre sobre la mesa. Su madre le ha enseñado, de manera superflua, que hay que ser ama-ble con las mujeres, como se era antiguamente. Pero, en el último mo-mento, Sophie le detiene para que la criada se las arregle sola. No exis-te, Hans, deberías comprenderlo. Pero, todo lo que podemos ver existe ¿o no? Pues no.
Junto con muchos otros, el principal error de los anarquistas austria-cos (si es que en realidad existieron) fue el de querer sustraerse de su terrible condición social. Pero esto es una puerilidad. Si uno quiere lo mismo para todos, puede convertirse directamente al comunismo, lo cual resulta monó¬tono. Lo que hay que hacer es destruir la mayor parte de lo que todavía arranca de generaciones pasadas. Rainer presume de que durante el verano irá a navegar, que su hermano conoce a innume-rables actores de cine en América y que su madre viajará, al día si-guiente, al balneario de Villach (que en realidad, es un viejo sueño). Y tampoco existe tal hermano. Rainer explica que, desafortunadamente, la tradición del surrealismo alemán se vio truncada por el estallido de la guerra mundial y declara estar interesado en cuestiones estéticas y en busca de un papel de mando. Una manera de encontrar ese papel sería, quizá, darle a Sophie un golpe duro y seco en la boca, de manera que sangrara. Pero no, esto no puede ser, ya que en este preciso instante ella se dispone a abrir una caja de galletas bañadas en chocolate, que son sus predilectas. Rainer las devora con verdadera fruición. Uno de los deseos más vehementes del hom¬bre es el de librarse del trabajo manual y para ello se sirve de cualquier medio. Algunos piensan equi-vocadamente que, por su naturaleza, les espera un trabajo no manual y Rainer cree que Hans piensa así, ya que con cierta frecuencia le ha oído decir que para él la naturaleza sólo tiene sentido como valor positivo de ocio. Y esa es la manera en la que se adentra en la natu¬raleza. Ahí te doy la razón (Sophie). A mí también se me puede encontrar en la natu-raleza en mis ratos de ocio. Ahí me puedes buscar si hago falta.
Quisiera algún día dejar esta profesión que no me llena y convertirme en profesor de gimnasia. ¿Percibes mis músculos, Sophie? Tú eres la razón por la cual brotan de mi cuerpo y diariamente se robustecen. En la natura¬leza, desgraciadamente, todavía tengo que atenerme a los caminos públicos y señalizados, pero cuando me haya convertido en un valiente escalador, podré aventurarme por sendas insólitas y coger más de un edelweiss. Rainer evita esta naturaleza siempre que puede y las más de las veces se escabulle de las clases de gimnasia alegando en-fermedad o cansancio. Su padre no debe enterarse y siempre es mamá la que le escribe las excusas. Sophie sostiene que por causa de los pa-peles y por cosas aún peores, se está llegando a una devastación pro-gresiva de la naturaleza, dado que el hombre medio, siempre que entra en contacto con ella, deja tras sí un rastro de inmundicias. Este es un problema nuevo que afecta al medio ambiente. Antiguamente los hom¬bres no tenían tiempo para perjudicar su medio ambiente porque esta-ban entretenidos en perjudicarse a sí mismos. Buena prueba de ello son las guerras.
Rainer: Oye, Sophie, he vuelto a escribir una poesía que habla de ti.
Sophie: Que es lo único por lo que, en realidad, destacas sobre los demás, ya que, muy a tu pesar, no dispones de otros medios materia-les que te ayuden a elevarte sobre la gran masa.
Rainer: hoy estás verdaderamente vomitiva. El dinero es asqueroso. El intelecto del hombre discurre indepen¬dientemente de su preocupa-ción diaria por la comida. Como ejemplo, te diré que a menudo las cla-ses dirigentes carecen de ingenio, mientras que las personas humildes pueden llegar a ser extremadamente inteligentes. Son con¬ceptos total-mente independientes.
Hans opina que lo único que importa es la esencia del hombre y la formación de su carácter. Quiere profundizar más en su argumentación, porque es una cuestión que le plantea problemas íntimos, pero, desgra-cia¬damente, Sophie le encomienda la reparación del tocadiscos que, por causas misteriosas, ha dejado de funcionar. Ella sospecha que depende de la co¬rriente eléctrica y eso que a él le gustaría tanto participar en la conversación y sacarle algún provecho. ¡Quién sabe cuánto de lo dicho podría emplear cuando sea profesor de gimnasia! También hay que pensar en un futuro que no dependa de la rama de la alta tensión. Rai-ner describe la belleza intrínseca de la violencia, a la hora de quebran-tar huesos y huesecillos o desgarrar tendones, o en el momento de provocar e, incluso, sentir cómo revienta una piel sometida a tensión. También cuenta que, dentro de no mucho, van a redecorar su casa con numerosos muebles de estilo que, actualmente, Fran¬cia está lanzando al mercado.
Tú con tu eterno miedo al contacto, ni siquiera eres capaz de darle a alguien la mano o de mirarle a la cara de un modo natural, exclama Sophie esquivando a Rainer, quien en este momento quiere darle la mano espon¬táneamente para acariciarla o simplemente sostenerla. Sophie es experta re¬huyendo a Rainer. Déjame en paz, ¿por qué siem-pre tienes que manosear¬me? Se habla a través de la boca, no de las manos. Sí, pero se besa con la boca, mi adorada Sophie. Y esto me su-pera.
En seguida llega Hans y dice que es el más fuerte, ¿nos apostamos algo? Y para demostrarlo, el muy tonto de él, se arremanga la camisa para echar un pulso. El bachiller con brazos de pollo le mira con des-agrado. Las pu¬pilas de Hans revelan desilusión al no poder medirse con el otro. Lástima, ya que tiene fuerza para dar y tomar. ¿Para qué se ha tirado tantas horas entrenando? Para nada, ya que nadie le otorga nin-gún mérito.
Sophie enmudece y Anna está enfadada.
Despega tímidamente un pelo de la americana de Hans. Es una tenta-tiva de acercamiento que se lleva a cabo porque se siente enormemen-te atraída por él. En comparación con su hermano o Sophie, cuando Hans hace algo, establece relaciones muy diferentes con las cosas. ¿Qué sentimiento se pro¬duciría si ahora, por voluntad propia, tocara a Hans? Sin dilación, se pone manos a la obra y el sentimiento que la so-brecoge da paso a una nueva dimensión, la dimensión de la activación extenuante del cuerpo.
Rainer manifiesta que el tenis le parece una tontería y que prefiere pro¬bar con el golf. Su tío en Inglaterra (que no existe) juega al golf. Hans declara no conocer dicho juego y Rainer le contesta que ni falta que le hace, puesto que no lo va a necesitar.
Sophie piensa, y así lo expone, que el excesivo énfasis que se pone sobre el libre albedrío y la individualidad reconduce al cristianismo.
Rainer, quien todavía no ha superado el cristianismo y mantiene fre-cuen¬tes conversaciones con curas, le pide que no hable de una manera tan irre¬verente acerca de Dios, ya que todavía no ha llegado a la con-clusión defi¬nitiva de que éste no exista. Además, de niño solía ayudar a misa.
Acto seguido, Rainer se dispone a comentar el concepto de libre albe-drío en el hombre, a lo que Sophie contesta que un intelectual es capaz de seguir defendiendo cosas semejantes, incluso cuando se está mu-riendo de hambre.
Rainer se defiende: yo soy ese tipo de intelectual del que hablas. Sophie dice que aspirar a la profesión de intelectual desemboca en la adopción de la ideología del intelectual. De repente toda problemática recibe una sobre¬carga que resulta de la liberación de la producción ma-terial. Así se constituye un mundo deforme que se defiende de todo lo demás.
Rainer le explica a Hans que un obrero no debe tener la mentalidad de un escritor.
Hans le explica a Rainer que de todos modos prefiere tener la menta-lidad de un profesor de gimnasia a la de un escritor.
¿Hans, has encontrado ya el fallo en el tocadiscos? No, porque prefie-ro charlar con vosotros. Rainer le contesta que primero tiene que aprender a escuchar.
Sophie, que empieza a observar al profesor de gimnasia en ciernes, le pregunta en este momento que con qué traje de confirmante se ha dis-fra¬zado, los pantalones le quedan demasiado cortos y asimismo las mangas, y que dónde ha escondido los puños. Brillan por su ausencia, eso está claro.
Y qué me dices de la tela, desde luego es horrible la pinta que tienes, daña a la vista. Hans que se ha puesto su mejor traje de los domingos especialmente para Sophie y que no daña ni su vista ni la de su madre (que ya en dos ocasiones se lo había alargado personalmente), queda reducido al tamaño de un guisante como si le hubieran succionado todo el aire. ¡Encima de que se había presentado trajeado ante Sophie para competir con Rainer, que siempre lleva vaqueros, va ella y se burla de él! En seguida trata de tapar con las manos todas las partes que el traje no logra cubrir. Pero no tiene manos suficientes. Ha encogido en el tin-te, os lo juro, antes me que¬daba bien, los bestias de la tintorería lo han encogido. En contra de mi voluntad. A lo mejor puedo reclamar, porque está claro que se lo han cargado.
Espera, te voy a traer algo de mi hermano. Debe ser de tu talla, ¡an-da, pruébatelo! A Rainer casi se le salen los ojos de las órbitas de envi-dia. Son un jersey de pico de cachemira y unos pantalones de fino paño de lana. «Pura lana» dice la etiqueta. A Rainer le llega al alma que Hans reciba un regalo tan bonito y él no. Pero es solamente un venate que le ha dado a la voluble Sophie, insconstante como un fuego fatuo, pero todo cambiará en cuanto siente la cabeza. Está jugando con Hans, que en cuestiones de amor todavía es un principiante.
Sophie le dice a Hans que se cambie ahí mismo, delante de ellos. Pe-ro él no quiere porque su ropa interior está sucia. Pero se ve obligado a hacerlo porque si no no le dan ni el pantalón ni el jersey. Anna abrasa a Hans con la mirada. Sophie se quita una mancha de la falda de tenis en la que nadie ha reparado, excepto ella. Rainer dice en el cuarto as-fixiante en el que se encuentra que hay que actuar, actuar, actuar y ac-tuar. Y que hay que asumir las consecuencias. Naturalmente se trata de acciones malas, ya que para nosotros no existen estas categorías mora-les. Por mi decimoctavo cumplea¬ños mi padre me comprará un coche deportivo.
Es curioso que de pronto quieras pasar a la acción, cuando hasta la fecha sólo te has dedicado a leer y a escribir poesía, dice Sophie. Ella cree que eso no va con su carácter.
Rainer contesta que Sophie no se puede ni imaginar el caudal de ra-bia y odio que tiene acumulado. El pensamiento encuentra sus barre-ras, con las que me he topado hace tiempo, puesto que llevo muchos años pensando sin interrupción, y se acabó, hay que derribar las barre-ras. Por mi decimoctavo cumpleaños mi padre también me va a pagar un viaje a América. La dife¬rencia entre Sade y Bataille es que Sade, re-cluido en compañía de otros dementes, esparce las hojas de las rosas más fragantes sobre un estercolero. Pasó veintisiete años en la cárcel para concebir sus ideas. Por el contrario, Bataille se apoltrona en su asiento de la Bibliothéque Nationale. El marqués de Sade, conocido por su voluntad de liberación social y moral, quería poner en tela de juicio un ídolo poético, para provocar que el pensamiento se desembarazara de sus ataduras. Por contra, la voluntad de liberación moral y social que propone Bataille es muy cuestionable. Lo que a mí me diferencia del marqués de Sade es que yo no soy ningún moralista, por lo demás ¡soy todo lo que él fue y todavía más!
¿Y esos quiénes son?, pregunta Hans arropado en cachemira, y le in-for¬man de quienes se trata.
Los atracos que estamos planeando deben ir recubiertos de un arma-zón de motivaciones más sublimes. Por decirlo de alguna manera, que nos so¬brepasen. Ahora mismo os lo explico, dice Rainer.
Por favor, ahórrate las explicaciones, te lo pido encarecidamente, una explicación más y te juro que grito, dice Sophie. Pero os tengo que ex-plicar el motivo por el que lo hacemos, porque si no lo hacéis sin ningu-na finalidad y eso no vale.
Hans dice que quiere progresar en su formación.
Anna le dice que para ello tiene que leer mucho.
Rainer dice que no lea sino que le escuche a él. Él es el intelectual y no Hans. Si un intelectual no consigue adecuar su mundo a la ideología en la que se inspira, teniendo que recurrir (como Hans) a un sucio tra-bajo manual para sobrevivir, termina defendiendo un mundo falso que ya no es el suyo. Así es que más te vale defender tu propio mundo, Hans. No intentes ser más de lo que en realidad eres, porque ya existe uno que es más que tú: yo mismo.
A Hans le decepciona que Rainer le desaconseje tan tajantemente pro¬seguir su formación académica. Pero, hasta cierto punto, tiene ra-zón, porque en muchas ocasiones los conocimientos nos hacen desgra-ciados y la igno¬rancia suele ser más indulgente. Sophie echa a todos sin clemencia, porque percibe que ha llegado el coche deportivo de Schwarzenfels, que la trans¬portará a un partido de tenis. Ese es el co-che deportivo que le regalarán a Rainer por su cumpleaños, exactamen-te el mismo. Si pudiera probarlo una sola vez para poder conducirlo in-mediatamente después de llegar su cum¬pleaños. No. No puede. Como último recurso, Rainer intenta tocar a Sophie en partes de su cuerpo todavía visibles, pero ésta se escurre, entre sus dedos tan poco auda-ces, como la arena. Arena fina.
Todavía en la parada del tranvía, que los conducirá a barrios más po-bres, siguen hablando de las maneras de atracar a la gente. Evidente-mente no para enriquecerse, sino por liberarse de una vez por todas. Para siempre. Hans no está todavía muy seguro de si quiere liberarse. Preferiría asistir a un partido de tenis y aprender algo más acerca del mundo del deporte. Durante algún tiempo mira a su alrededor con lás-tima, pero no ve nada, porque un coche deportivo de esta clase es mu-cho más veloz que un tranvía, que hace su recorrido, trabajosamente, parada a parada.
Un momento, no nos bajemos todavía del tranvía, quedémonos aún un rato. Está repleto de una masa monocolor de la que no se puede de-ducir, a primera vista, de qué está compuesta. De ganado o de perso-nas. Nada sobresale en esta multitud, excepto el sombrero –de un color hiriente que está de moda– que lleva una mujer fea. Destaca negati-vamente. Son bueyes o carneros mansos, dice Anna, que trotarían pa-cientemente al matadero llevando ellos mismos el cuchillo y señalando el sitio donde debe asestárseles el golpe.
Los hombres eran una combinación de gris sobre gris. Sus actividades habían trazado profundos surcos en sus rostros asexuados, poco viriles. Lo que hacen en casa con sus mujeres es fácil de adivinar: nada. Nada agrada¬ble. Pero ni siquiera algo especialmente desagradable. Incluso para eso les falta categoría. El asqueroso trabajo que realizan ha dejado al primero calvo, al segundo sin dientes y al tercero con las uñas ne-gras. Hans se distancia interiormente de ellos y se refugia en una es-quina sombría, para pasar inad¬vertido y para que de ninguna manera puedan asociarle con este rebaño. Erróneamente.
Pero en el momento en que aparece una señorita guapa y solitaria le guiña un ojo. Esto se llama flirtear, algo propio de la gente despreocu-pada.
Rainer y Anna, a quienes nadie asociaría con este tipo de gente, por-que desde luego no tienen pinta de trabajar, se plantan libre y ostensi-blemente sobre la plataforma abierta, permitiendo que el viento sople en sus caras asilvestradas. Pronto dejarán atrás los tranvías para aco-modarse en un coche nuevo.
El abismo que separa a Hans de los gemelos se hizo más patente aún al estar rodeados de personas que los observaban.
Anna y Rainer estaban arriba, Hans (todavía) abajo, pero no por mu-cho tiempo.
¿Si no es la corriente originada por el movimiento del tranvía, qué es lo que le oprime el pecho a Anna? Es un gordito, con pinta de empleado que regresa a casa –donde le esperan mujer e hijo– que entretanto, evidente¬mente, pretende llevarse algo que le queda demasiado grande: Anna. La joven lozana que tanto le ha gustado.
Una masa blanda reposa sobre el culo de Anna. Es este individuo, que está aprovechando la ocasión (que no suele presentarse a menudo a ti-pos de su ralea) para aproximarse a esta joven criatura inocente y utili-zarla para sus propios fines. Como no se divisa ninguna autoridad pa-terna, puede tomarse la libertad de enseñarle alguna cosita. A los dos gamberros que acompañan a esta putita se les ve que, llegado el mo-mento, no se rebelarían contra una persona de autoridad. La persona de autoridad es él, un emplea¬do de banca con expectativas de ser nombrado director de una filial. Pero sólo si observa buena conducta, y no puede permitir que estos niños crudos la alteren.
Si arman un escándalo, lo negará con una indignación justificada. Y dirá, ¡qué frescura!
¿Es un bastón picudo lo que siente Anna entre los muslos o es algo más desagradable? Es algo que le quita a uno el apetito, la polla del empleado de banca. Es un pequeño promontorio puntiagudo, pero en cierto modo carnalmente vulnerable, no tan duro como la piedra (pro-bablemente nunca se le ponga dura, a no ser que se la ordeñen durante tres horas con violen¬cia). Este individuo se estrujaba contra ella, men-digando un poco de amor y tolerancia, lo que su mujer siempre le ne-gaba con las excusas más estú¬pidas. Un culo de niña, todavía no mano-seado, es el súmmun. Estoy aluci¬nando, insinúa Anna a sus compañe-ros.
El peso del empleado cae con más fuerza sobre ella. Envalentonado, barrena un poquito más. El gentío crece a medida que uno se va aproxi¬mando a las afueras. Los empujones provocan una aproximación entre viejos y jóvenes, entre lo de arriba y lo de abajo, mayormente lo de abajo. A la mujer le corresponde estar debajo, pero en este caso no está debajo sino de pie y delante.
Lo que sigue es una mano que palpa con cautela sin que nadie lo haya solicitado. No obstante, se acerca. Como si le correspondiera estar a la altura de los pechos de Anna. Anna da la señal de que ha llegado el mo¬mento que habían estado esperando. Hans, que es duro de mollera, está ocupado con una rubita («rosas rojas, labios rojos, vino rojo»). Rainer, sin embargo, lo registra.
Como si hubiera recibido una orden, Anna sonríe con afilados dientes de depredador, sus labios se entreabren y aparece una lengua húmeda mien¬tras pone cara de retrasada mental, lo que favorece la confianza y la des¬preocupación en los demás pasajeros. El vividor de quiero y no puedo hace un gesto feo con el índice que Anna interpreta de dos ma-neras: quiero entrar, ¿cuál sería el mejor procedimiento?, lástima que nos encontremos en un transporte público, como sardinas en lata, sería mejor hacerlo sobre una gran cama, te iba a enseñar yo donde vive Dios, desde luego no en el cielo, sino dentro de mí, en mi interior, te la metería a empellones para que te volviera a salir por la boca, porque es un rato larga, así de fuerte y potente soy yo desde mi juventud, que gracias a Dios he podido conservar, porque salta a la vista que no soy viejo, más bien maduro, lo suficientemente mayor como para apreciar a una virgen de diecisiete años, la parienta está un poco rellenita, eso es cierto, tiene el pecho más grande. Naturalmente se puede elegir entre todas las edades, colores, formas y estaturas. Así piensa el hom¬bre, no la mujer cuya sexualidad se desarrolla pasivamente. Ser un luchador solitario es un rasgo esencial de mi carácter, lo que no puede decirse de todos los hombres. Se me ofrecen muchas más mujeres de las que soy capaz de consumir. ¿Sientes lo dura que está?, totalmente tiesa y mis huevos están rebosantes y a punto de estallar, tócamelos, ésta es tu gran oportunidad, nena, la que has estado esperando tanto tiempo.
La mano acostumbrada a contar dinero agarra la mano de Anna (que hasta ahora no ha dado señales de rechazo) y la conduce con lentitud hacia lo más sagrado del empleado. Es una mano que no necesita man-charse durante el trabajo. Se advierte la sutil agilidad de esta mano. Sabe cómo hacerlo. Contar dinero ajeno durante el día y ahora, en la penumbra anó¬nima, conducir la mano de una muchacha desconocida hasta el centro mis¬mo de la vida. Ahí está el centro vital, correcto, el pene. Buenos días. La blandura gelatinosa se eleva como un monumen-to erigido para una ocasión grandiosa. ¿Qué? ¿No es especialmente bo-nito?
¡Ahora!, dice Anna, y para despistar hurga en el pantalón grasiento; ¿dónde está?, ¿pero dónde está? La tiene un poco esmirriada, ¿no? Si no es esto, ya no me aclaro, un momento, pero tiene que ser. No lleva-rá encima una navaja, o a lo mejor sí, quizá para pelar manzanas o pa-ra cortar salchi¬chas. No es la navaja, es el cinturón, sin duda alguna, porque una navaja tiene otra apariencia. Ya está, viva, ya la tenemos.
Hans sigue completamente atontado pero Rainer ha entendido correc-ta¬mente el grito de ¡ahora! de hace un rato. Ligero como una mariposa, se aproxima por detrás a la despistada víctima y le sustrae la cartera del bolsillo interior de la chaqueta. La tiene donde suelen tenerla los di-estros, es decir, en el bolsillo interior izquierdo. Tampoco se daría cuen-ta si le colocaran una bomba. No parece que lleve mucho dentro, pero Rainer se alegra por¬que podrá comprar algunos libros de bolsillo.
Apriétamela un poco, por favor, bonita, frótamela, estrújamela, sé buena conmigo, así está bien, mi mujer ya no me lo hace nunca y se agradece tanto. ¿Podría volver a verla, señorita? Un poquito más arriba, así me gusta. ¡Qué bien lo haces! Aunque podría enseñarte a hacerlo mejor. ¿No tendrías un ratito mañana después de la oficina? Lástima.
Sólo nos faltaba que viniera el revisor a pedimos los billetes. En ese caso tendrías que soltarme. Y eso que da tanto placer agarrar y ser agarrado. No, pero no debo llegar hasta el final, porque ella busca en mi ropa interior esta clase de manchas, junto con manchas de caca y agujeros para zurcir. Mien¬tras yo le tapono el agujerito, ja, ja, ja.
Pero ahí llega el revisor. Con las prisas, los gemelos no habían previs-to que, a lo mejor, este gilipolllas no llevara billete y tuviera que echar mano de su cartera. Pero, gracias a Dios, viene una curva y la velocidad disminuye. Mientras que el pasmarote busca su cartera con desgana, los hermanos bajan a trompicones del remolque del tranvía. El perplejo de Hans, que no ha entendido nada, se pega a ellos, aunque casi llega tarde. Salen rodando y sólo con dificultad recuperan el equilibrio, y mientras que el desgraciado busca desesperadamente su cartera, su di-nero, reservado para comprar un regalo de cumpleaños a un asqueroso pariente, ¿dónde he podido perderla?, Dios mío (¡y se le hace la luz!), los jóvenes delincuentes penetran como galgos en la oscuridad del ba-rrio. Pronto su respiración entrecortada se pierde entre los bloques de viviendas, desprovistos de locales comerciales, donde en este momento se está sirviendo la cena, mientras la gente devora los periódicos.
Y también se pierden entre muros de hormigón sus jóvenes y vitales siluetas. Como las espirales blancas de una canica de cristal que gira a una velocidad vertiginosa. Como los círculos que en el agua produce una piedra al caer.

La máquina de escribir golpetea con diligencia mientras van apare-ciendo caracteres negros sobre los sobres. La madre de Hans provoca la aparición de las letras. No puede conseguir un trabajo mejor porque el milagro eco¬nómico alemán no la favoreció en nada. Su hijo Hans pa-sa a su lado desconsideramente y tira su ropa al suelo. Te hubiera ve-nido muy bien la mano dura de tu padre, Hans. Qué suerte no tener más que la tuya que pronto me quitaré de encima, por la mano de una mujer a la que quiero. Será la de Sophie.
Tengo la impresión de que serán muchas las manos que aún te quita-rás de encima, manos que saldrán a tu encuentro desde la sordidez de la situa¬ción económica; son las manos de tus hermanos y hermanas que pertenecen a tu misma clase social y permanecen en ella.
Ahí te doy la razón, quiero salir, lo antes posible, de esta salsa visco-sa que se me pega. En el polideportivo WAT me entreno en las distintas mo¬dalidades deportivas para tener una visión global y poder decidir a cuál de ellas quiero dedicarme profesionalmente. Con las manos no pienso hacer otra cosa que dar reveses de tenis que me enseñará mi amiga Sophie.
La madre está cansada como un perro muerto a punto de ser ente-rrado. Lo que hace es monótono. No se trata de una profesión sino más bien de una actividad que apenas reporta beneficios. Sabiendo de an-temano que está perdiendo el tiempo, habla a su hijo con insistencia. Debe reingresar en la sección juvenil del partido para pegar carteles y agitar a las masas, lo que él rechaza de plano. Yo he encontrado el ca-mino por mi propio pie, que los demás hagan lo mismo. Sólo aceptaría entrar en un grupo como cabecilla del mismo, si no, no. Lo primero que hay que hacer en un grupo es selec¬cionar a las mujeres. En la sección juvenil apenas hay chicas porque las mujeres no se interesan por la po-lítica, que es sucia, sino por la moda, los hombres y la limpieza. Él, co-mo hombre que es, tiene que salir, flirtear, reír y bailar. Para disfrutar de su juventud, preferentemente con Sophie. A Anna tampoco se la puede desestimar, aunque es un poco flaca. Hans es deportista y, sin duda alguna, el jefe.
La madre se sume en un embudo negro de silencio en cuya pared, uni¬formemente curvada y lisa, a veces se refleja la imagen de su mari-do asesi¬nado, sé valiente, me moriré cuando me tenga que morir, por la socialdemocracia, por la causa proletaria, que es una y la misma co-sa, socialdemocracia y causa proletaria, algún día me recompensarán por ello. Siempre me recordarán y también perduraré a través de nues-tro hijo. Quédate tranquila. Hasta cierto punto muero también por Aus-tria, de la que eres una minúscula pero querida parte, y a la que nadie (excepto los comunistas) concede una razón para existir. Como a cáma-ra lenta, la madre ve pasar los enormes bloques de piedra pulida de Mauthausen, que aplastan a los esmirriados presos. Incluso fuera de las horas de trabajo tenían que transportar las enor¬mes rocas escalones abajo. Y la tierra madre de Mauthausen no se defendía; las madres lo perdonan todo. Aunque la madre siempre se defendió, no le quedan más que montañas de papel que le nublan la vista.
Hoy me voy al club de jazz, dice Hans con alegría. Se ciñe la ropa que estaba de moda a finales de los años cincuenta. Sirve de protección y camufla]e. En lo tocante a la moda, esta época rompió con todo lo an-terior; en la juventud hay que romper con todo para librarse de las di-versas obli¬gaciones, tanto privadas como profesionales.
El trabajo no representa una obligación, el hombre se realiza a través de sus actividades, susurra la mamá. Pero la verdadera realización llega cuando un hombre ha dejado de ser esclavo de otro.
Yo ya no lo soy desde hace tiempo, soy un individualista que somete a otros individualistas, sobre todo a mujeres. Yo soy responsable de mis actos y la mujer que amo me tiene que rendir cuentas.
La señora Sepp escucha estas palabras con desagrado. Su hijo se niega a rebelarse contra sus opresores, y esto le hace recordar el mes de febrero del año 1934, en el que era todavía muy niña. Vio a muchos de sus compañeros que quisieron mejorar sus condiciones de vida, muertos y ensangrentados sobre el asfalto. El fascismo disponía de morteros y artillería pesada con los que disparaba. Al igual que las víc-timas, los que manipulaban los cañones eran hijos de obreros, de los que también disponía el fascismo. Las dos corrientes de hijos de des-heredados (que buscaban su herencia en el fango, sin encontrarla por-que, evidentemente, se la habían llevado otros) se entre¬mezclaron. Los unos –y entre ellos había muchos parados que estaban bajo control y que fueron enviados a las milicias territoriales– se hallaban en una na-ción totalmente armada. El ejército federal, la artillería y los trenes blindados. La otra parte de la corriente: ametralladoras inservibles, ni-dos espinosos de pájaros débiles situados detrás de las ventanas de las grandes viviendas municipales para obreros. Nidos de ametralladoras. El telón de la historia se rasga, se rompe en dos como una sandía ma-dura y siempre está hecho del mismo material, aquí los desposeídos, allí los sin ley. Y los que administran la justicia quedan fuera del alcance de las balas, controlan el paro y los vericuetos del patrimonio nacional que desembocan en la oscu¬ridad, para volver a aparecer, iluminados por luz dé candilejas, en forma de guerra mundial. El telón humano sube y vuelve a caer, manejado por los hilos de la especulación, del trá-fico ilegal de armas, de las maquinaciones sobre salarios y precios, de la inflación, del racismo, del acoso de la guerra.
A Hans no se le ocurre nada mejor que untarse brillantina en el pelo, que deja manchas en los cojines de las butacas, ocasionándole a su mamá un trabajo de lavado adicional, ya que son difíciles de quitar; con todas las manchas ocurre lo mismo. Pero lo hace para procurarse una vida mejor a través de una apariencia más cuidada. A ser posible una chica estupenda que también coleccione discos de Elvis. Hay que hacer inversiones. Este es uno de los principios básicos de la economía que Hans ignora totalmente, por¬que para él se trata más bien de una diver-sión.
El 12 de febrero de 1934 la madre de Hans era todavía muy pequeña y andaba, a toda velocidad, cogida de la mano de su madre, la abuela de Hans, que con la otra mano tenía agarrada a su hermana pequeña. En un tono apremiante grita: niñas, corred, se trata, ni más ni menos, que de nuestras preciosas vidas. Ahora que nos han arrebatado todos nuestros bienes mate¬riales, hay que sobrevivir a toda costa. Se trata de nuestra vida, que es lo único que nos queda, ¿entendéis? En la fachada de la casa hay un enorme sol amarillo en un cartel publicitario que anuncia un detergente, el sol de Radion, el único sol radiante en este día turbio. A la chica se le queda grabado en la memoria inmediatamen-te. No conoce muchos más soles que éste.
El Goethe-Hof. Debía ser pacificado por la fuerzas del poder ejecutivo tal y como éste lo había anunciado. Un grupo de muertos pacíficos par-ti¬cipaba en ello activamente; constituían un ejemplo de paz absoluta para los elementos todavía inquietos de la preguerra. Los muertos duermen profun¬damente. Un proyectil hizo diana en la segunda escale-ra, algo que infundió a la niña, que lo había presenciado, un pánico te-rrible; como acatando una orden, las dos, es decir, Emmy y su hermana pequeña (que murió poste¬riormente durante un bombardeo, siendo to-davía una niña, aunque algo mayor que entonces) se mearon en las bragas. Llegaron autobuses llenos de gendarmes, el señor canciller fe-deral Dollfuss inspeccionaba todo, en su conjunto y en detalle, con gran satisfacción, llevando en su gorra la insignia de cola de gallo. Era la in-signia de las milicias territoriales que proporcionó viviendas dignas a muchos de ellos. La visión de cadáveres con un tiro en la sien, camufla-dos bajo periódicos, en cuyas hojas se leía: GOLPE DE ESTADO, y que eran removidas por una leve brisa, el denominado viento de febrero. Los rostros demacrados de los muertos camuflados expresaban sorpre-sa, ¿quién me hace esto y por qué?, siendo, como soy, hijo de un don nadie, como también lo es mi asesino; un hilo de sangre en la comisura de la boca y en ambas orejas. Hilos con los que se ha tejido la historia y no con las hebras de oro de los mantos de los emperadores de Austria y de los reyes de Hungría. Creo estar soñando, mira que pasarme esto a mí, ser acribillado por una mano como la mía, marcada por el trabajo duro, que debería sostener una taladradora, una lima o cosas similares, en vez de un fusil, y cosechar el producto de su propio esfuerzo en vez de cosechar mi vida. El que ha talado mi vida como un árbol ignora que él también ha sido ya cosechado y recolectado por personas que nunca llegará a conocer por¬que permanecen largas temporadas en la Riviera o en sus cotos de caza en la montaña. Ahora lo comprendo. Estoy muerto y nunca volveré a ver a mi familia, y a esta familia le espera un futuro terrible si esto continúa así y nadie lo detiene. Dios mío, ni siquiera han mantenido la huelga general. Y tampoco es ningún consuelo que mi asesino muera en el frente en el año cuarenta y que entonces esté muerto como yo.
Y ahora los zapatos puntiagudos, que brillan tanto que, si uno quisie-ra, podría verse reflejado en ellos y Hans quiere. Con estos zapatos re-lucientes pisotea el vientre de su madre, sin darse cuenta que un día salió de él. Estos zapatos están de moda, aunque son un poco incómo-dos. La belleza tiene un precio, dice Hans a su madre con humor. Tanto mayor será mi recom¬pensa, aunque mi sueldo todavía es escaso.
Sabes Hans, cuando en aquella ocasión tuvimos que rendirnos en el edificio municipal, el portero colocó unos viejos calzoncillos blancos en la ventana, en señal de rendición. Aunque no pudimos costearla. Hubie-se sido una lástima haber empleado una sábana de hilo blanca en aque-llos tiempos en los que se disparaba sobre nosotros. Una sábana de hilo nueva era una joya. Mejor sacrificar unos calzoncillos que una sábana de hilo. Y mientras se rendían, muchos fueron acribillados, eso es un hecho.
Mientras la belleza de Hans sufría en unos zapatos demasiado estre-chos, cogió un montón de sobres ya terminados y los echó en el fogón de la cocina a espaldas de su hacendosa madre. Desconoce la razón por la que lo hace, pero tiene que hacerlo; una voz interna, que pertenece a Rainer, le obliga a ello. La voz de Rainer se alberga en su oído y su imagen se imprime en su corazón. Le guían y le incitan. Por fin hace al-go carente de sentido, cosa que han tardado tanto en enseñarle. Carece de sentido precisamente porque la madre no se da cuenta de ello. Lo advertirá más tarde, pero no culpará a Hans sino a sí misma. Acto se-guido Hans abandona la casa. Hace una noche cálida y agradable. Da gusto pasearse en ella.
El padre de Hans murió poco después de haberse liberado por el tra-bajo. Muchos trabajan durante toda su vida y nunca llegan a ser libres. Poco tiempo antes, el padre de Hans se convirtió en padre de Hans pero no tuvo mucho tiempo para disfrutarlo. En realidad, todos los hombres, ya sean pobres o ricos, conocen pocos momentos de felicidad. Son es-casos pero intensos. Después de intensos sufrimientos, el padre de Hans muere aplas¬tado por una roca de auténtica piedra austriaca.
Por lo menos se ha ahorrado la mediocridad de la vida cotidiana, opi-na su hijo, que corre el peligro constante de sucumbir a esta mediocri-dad, aunque hará todo lo posible para evadirse de ella. Una vida corta e intensa, y quizá entonces una muerte corta e intensa. Aunque dure po-co, quiero experimentarlo todo con energía. Sólo se es joven una vez y yo lo soy ahora. Tu padre nunca fue joven, simplemente no tuvo tiempo para ello. ¡Pero para eso hay que tener tiempo! Sí, pero él no lo enten-día así. Lo hizo mal.
Hans tiene razón. Viven en otro tiempo y, gracias a Dios, en un tiem-po mejor, que pertenece a la juventud que se está apoderando de él.

¿Quién viene contigo?, pregunta la madre de Anna. ¿Es un compañe-ro de instituto? Tiene suerte de poder ir a la escuela secundaria y, qui-zá, llegar a la universidad, porque los años escolares son los más bellos y uno se da cuenta de ello mucho más tarde, cuando estos años ya han pasado. Además, después hay que ejercer una profesión, que en tu ca-so será la docencia. La vida hay que tomársela en serio y la seriedad se aprende más tarde.
A lo que Hans responde que él nunca vivirá esos años gloriosos, puesto que no va a la escuela secundaria. Aunque a mí me gustaría y eso es sufi¬ciente, lo que cuenta es la voluntad. Si hay voluntad se en-cuentra el camino. Un camino podría conducirme, por ejemplo, a un puesto de profesor de gimnasia, que es un trabajo duro pero no tanto como el de instalador de alta tensión, oficio que he aprendido en la Unión Elin. Y ahora, en este momento, mi amiga Sophie se ha ofrecido a enseñarme –además de las modalidades deportivas que ya domino, como por ejemplo, baloncesto, co¬rrer y saltar (todo ello en el polidepor-tivo WAT)– otras, como jugar al tenis y montar a caballo. Es lo más bo-nito del mundo.
De todo ello, lo único que ha comprendido la madre es que Hans es un simple obrero y que desaprueba el trato con él. ¡Luego no va usted a una escuela superior! No basta con desearlo. Los hechos son más im-portantes que los deseos. Pero tampoco sirve cualquier trabajo. Depen-de mucho del que se elija. Lo importante es tener. Y ahora márchese y no vuelva más, no es usted buena compañía para mis hijos.
Hans dice que quiere seguir formándose por iniciativa propia, algo que requiere tener mucha energía, y él la tiene.
No se aprende para el colegio, sino para la vida misma, el que más aprende es el que más vive. Yo quiero aprender para la vida, el colegio me importa un bledo. También puede uno quedarse a mitad de camino y acabar trágicamente. Se puede fracasar tanto en los estudios como en la vida.
A pesar de su mal carácter, Anna escucha todo esto con una pacien-cia sorprendente. Mientras tanto, está pensando en cómo, más tarde, en la in¬timidad de su cuarto, va a deslumbrar a Hans con sus múltiples conoci¬mientos intelectuales y también con una pieza que ejecutará bri-llantemente en el piano. Artillería pesada: Hans empieza a valorar el ar-te sin saber lo que puede llegar a significar. Que acabarán acostándose es evidente. Sophie no lo hace pero ella sí. Va a traducirle un párrafo pornográfico de Bataille y cuando empiece a babear, Dios y la libido harán el resto. Adoptará las más variadas posturas que ha visto en las películas francesas, lo que él no reconocerá porque no ha visto tales pe-lículas. Sólo Chimpún. Ella se hará la dura pero mostrará la suficiente ternura para que él no se asuste. Observa el relieve de los fuertes mús-culos de Hans bajo el jersey. Juegan. No existen muchos músculos en el entorno natural de Anna. Crecen en otros lugares. Le gusta que Hans, una vez desnudo, sólo sea un cuerpo y nada más. Es una sensa-ción completamente nueva en la que no interviene el espíritu, cuya pre-sencia siempre es inoportuna. Incluso en la manera que tiene de aga-rrar las cosas, se ve hasta qué punto sabe emplear sus manos. En cuestiones manuales es una autoridad. También sabría manejar un martillo, unos clavos y una lima; se mueve en círculos completamente distintos. Esto atrae a Anna. Mientras se es joven hay que experimentar cómo funcionan las cosas en otros ambientes, puesto que lo propio ya se conoce.
La madre dice que en seguida recordará la traducción latina de lo que antes había expuesto, aquello que decía que se aprende para la vida y no para el colegio.
Dispone de un caudal de refranes y de frases hechas. Él no llegará a comprenderla y se derrumbará, y en lo sucesivo dejará en paz a su hija. En su familia la cultura es tradición y no se basa en la propia ini-ciativa. Es demasiado valiosa. En última instancia, lo más valioso es lo que se sabe. Lo propio siempre implica un factor de riesgo. Es preferible desecharlo. Por lo demás, tampoco desea que estos dos entren, sin vi-gilancia alguna, en la habitación de adolescente de Anna, que ella mis-ma había decorado con cortinas estampadas que se dan de patadas con el carácter de su hija. En la habitación de una adolescente no debe mo-rar una mujer, solamente una adolescente. En realidad, Anna sigue siendo una niña. Hans quiere seguir las indicaciones de la madre por-que ésta le infunde respeto, pero Anna replica que se vaya a tomar por culo. Y a pesar de todo, se van. Para suavizar la grosería de Anna, Hans dice: la próxima vez traeré flores, un hermoso ramo, que puede revelar muchas cosas, agrega inmediatamente la madre de Anna. Este proleta-rio por lo menos es educado. Las flores tienen un lenguaje propio y la madre lo conoce. Las rosas, siempre que sean rojas, significan amor; los claveles, siempre que sean rojos, simbolizan al partido socialista, y luego hay flores que pueden expresar constancia, fidelidad, con¬fianza y tonterías semejantes. No debe uno equivocarse porque podría su¬poner una catástrofe para el ser querido. También se puede hablar del len¬guaje de la naturaleza, que sólo se puede percibir si uno está absolu-tamente callado. Puede estar o no estar dentro del ser humano; pero sólo si está dentro puede uno oírlo. Es igual de importante que los ári-dos conocimien¬tos adquiridos a través de los libros, aunque éstos son imprescindibles. Hay que reparar incluso en las raíces de formas más inverosímiles, en las piedras y en las ramificaciones de los árboles que uno va encontrando por el camino y, eventualmente, recogerlas y no rechazarlas conscientemente. En lo suce¬sivo prestaré mayor atención al lenguaje de la naturaleza, señora Witkowski.
Anna: anda ven, ¿o quieres echar extrañas raíces aquí?, ¿no? Bueno, pues entonces. Vamos por aquí.
La madre amenaza con la figura del padre. Esto provoca en Anna una carcajada, que no es alegre. Pero si a papá le encantaría hacerlo con-migo, lo que pasa es que no se atreve.
La madre se tranquiliza a sí misma pensando que probablemente es-tén escuchando discos, fumando a escondidas y hablando con misterio sobre el arte. ¡Cómo podrá hablar de arte con él!
Hans experimenta una sensación desagradable porque el hecho de estar por primera vez a solas con una chica exige mucho de él, mucho más que estar rodeado de la manada de sus compañeros.
Anna observa su áspera cara en el espejo y piensa que, ahora que las cosas se están poniendo serias, preferiría ser dulce y rubia como Sop-hie; su aspereza exige un esfuerzo mayor por parte del otro, sólo se soporta a duras penas. Mejor será comportarse con dulzura, aunque eso es peligroso porque podrían llegar a pensar que es de esas que lo toleran todo. Como en Jean Seberg, su dureza es una manía. Le gusta Hans y está imaginando cómo es o, mejor dicho, cómo será dentro de un momento. Ya le ha visto en pan¬talones cortos en el polideportivo WAT y también jugando al fútbol. Com¬pletamente desnudo tiene que estar aún mejor. Es como una bestia salvaje a la que no se puede abordar con discursos sobre literatura, y eso la excita. Por muy culta que sea, en este momento no es más que un cuerpo que tiene que des-cender al plano de los demás cuerpos, donde es una entre muchos y no la mejor; siempre es la mejor en todo porque dispone de unas facul¬tades intelectuales que ahora no deben entrar en juego y esto supone una pequeña tragedia para Anna. Uno se siente muy desnudo sin un in-telecto y en semejantes situaciones la mujer debe prescindir de él. An-na esconde su cabeza en la estantería repleta de libros y examina a Hans que parece estar pensando que es un animal bien formado, algo así como un lobo. Está apretando las mandíbulas (su vieja manía), un gesto que sugiere apasiona¬miento, excitación y, simultáneamente, so-ledad, como también lo sugirieron, una y otra vez, John Wayne y Brian Keith y Richard Widmark y Henry Fonda. Son los mismos métodos, sólo que mejor empleados. El esmalte dental de Hans chirría en señal de protesta ante el rudo trato que está recibiendo. Siempre se le exige demasiado. Desde fuera sus músculos deben perfilarse con un destello blanquecino; es un efecto que siempre logra ante el espejo y que nunca falla con las chicas. Se quedan impresionadas. Pero al final uno casi nunca se atreve a nada, y mucho menos la chica. Anna sabe perfecta-mente de qué película se trata. Ve pasar ante sus ojos la pradera, los caballos, las cabañas, los cactus y unos hombres solitarios y armados. Pero a pesar de saberlo, sigue apeteciéndole muchísimo. Es gracioso. A pesar de haberle visto el juego, quiere comprobar qué es lo que hay de-trás de todo ello. Y si finalmente todo se reduce a unos tendones, a unos músculos y a una piel, también es suficiente. Basta ya de hablar. Ella tiene un cerebro que ahora quiere dejar de lado y sólo ser un cuer-po para Hans, que tampoco debería aspirar a ser más que un cuerpo.
Anna ha encontrado el párrafo de Bataille y traduce que la madre de Simón entra repentinamente en el cuarto del enfermo. Éste se baja los pan¬talones porque la madre le trae unos nuevos pasados por agua. Así reza el texto. Es evidente que ella no puede alejarse completamente de los libros. Al desnudarse (en el libro), lo hace con la intención de que su madre se vaya, y también con la satisfacción íntima de estar rebasando ciertos límites. Afortunadamente, aquí, en el cuarto de Anna, no está presente la madre.
Lo mismo ocurre con nosotros, prosigue Anna. En seguida estaremos re¬basando los límites, es una sensación agradable, eso dice el libro. Lo hare¬mos porque sí, simplemente por hacerlo, sin finalidad alguna, no pretende¬mos alcanzar nada con ello.
Hans no quiere alcanzar nada especial, ahora sólo quiere tirarse a Anna. Anna tiene un sentimiento de limitación que le dicta su intelecto, y que ha sido descrito en múltiples ocasiones, e insiste en él para expe-rimentarlo tal y como fue descrito. Sin su intelecto, Anna no podría sa-ber que en este momento es sólo un cuerpo y nada más.
Anna le desabrocha a Hans la camisa con movimientos nerviosos y en¬trecortados, porque siempre ha oído decir que hay que hacerlo con cierto nerviosismo. También Hans se pone nervioso, pero solamente porque lo que lleva debajo no está todo lo limpio que debería estar, pe-ro en un estado de excitación uno no repara en esas cosas. Esto no quiere decir que te quiera, se apresura a decir Hans. Yo tampoco te quiero a ti, porque para esto no es necesario el amor, contesta Anna. Esto sí que es una novedad (Hans). El amor esclaviza a la gente porque se pasan el día pensando dónde podrá estar el otro o, simplemente, ¿por qué no está aquí? Eso le priva a uno de su autonomía, es espanto-so. Hans piensa en la mejor manera de hacerlo y sólo entonces lo hace. Se abalanza como un lobo, un depredador hambriento, sobre la boca de Anna y la besa. Sus dientes escarban con premeditación en el interior de la boca, y asimismo su lengua. No lo hace muy bien, pero, en todo caso, es un gesto apasionado y propio de un hombre. Anna le agarra, le palpa, le estruja y le clava los dientes y las uñas. No son muy largas porque para tocar el piano debe llevarlas cortas, un fallo. Pero, en com-pensación, acelera el ritmo. Lo que uno se ahorra en dolor puede com¬pensarlo con el ritmo. Tiene que doler porque Ja perversión es estimu-lante, y no esas cosas que hacen los demás. A Hans le duele lo que le está haciendo Anna y su rostro adquiere un rictus atormentado, pero recuerda que tam¬bién Gary Cooper reflejaba una tortura interior en muchas escenas amoro¬sas. Hay que aparentar que uno está actuando en contra de su voluntad, pero finalmente hay que recurrir al catre por-que a uno le embarga el sen¬timiento. Debe abatirse sobre uno, la ola roja o, mejor, la incandescencia blanca o, mejor, la negrura del total ol-vido.
¿Qué tengo que hacer ahora?, se pregunta Hans a sí mismo, siempre tiene que estar ocurriendo algo, no puede haber un punto muerto, por-que es difícil salvar la situación si se pierde el ritmo. Ahora tengo que arrancarte la ropa, si ella dice que no, no debo hacerle caso. Anna no sólo no le dice que no lo haga, sino que se quita ella misma la ropa porque Hans es un poco torpe. Para eso he leído a Sartre en mis ratos de ocio; todo el Ser y toda la Nada se le arremolinan en la cabeza mientras se quita las bragas. Y ahora no me sirve para nada. Ahora po-dría ser perfectamente una de esas que jamás ha leído otra cosa que la revista Bravo. Tampoco hace falta mu¬cho más en este momento. Haber reparado en esto la distingue una vez más de todas las demás chicas. Para Hans, desafortunadamente, es una más del montón. Y la trata en consecuencia. Como piel, carne, tendones, músculos y huesos, cosas que también tienen todas las demás; para Anna es una evidencia terro-rífica darse cuenta de que cualquier otra (una chica más gua¬pa) podría estar en su lugar y no únicamente ella, ella, Anna. Así es como se sien-te y le tortura la idea de estar analizando una situación que para otros sería placentera.
Oh, Hans, Hans, dice en contra de su voluntad, pero Hans lo acepta sin titubeos. Ese es su nombre, no cabe la menor duda. Aquí estoy. En persona. En seguida echarán un polvo. Y por fin se quedará tranquila, por regla general habla demasiado, casi tanto como su hermano. Hans cree que tam¬bién a Sophie le empieza a crispar tanta palabrería. Segu-ro que prefiere los silencios de Hans, el ensimismado, a la verborrea es-túpida de Rainer que sólo busca el grupo para brillar en él. Para este pollo es algo compulsivo. Corre, córrete, córrete, córrete, susurra Anna, como si éste no estuviese haciendo ya lo imposible por correrse. Pero se le encoge una y otra vez, es debido a la excitación ante este aconte-cimiento trascendente, es la primera vez, y es algo que le marca a uno durante mucho tiempo. Anna sigue aca¬riciándole y le susurra palabras de amor al oído, por cierto bastante triviales, con lo ocurrente que suele ser ella, parece otra, y la razón es que en este momento no es más que una mujer y, por consiguiente, poco original. Le dice que le va a querer tanto, que es tan guapo, que para ella es muy guapo aunque no lo sea para las otras. Le mira con los ojos del amor, que tantas veces se equi-vocan, pero da igual. Siente algo por él, lo lleva debajo de su piel. Y no se le va. A él le bastaría con metérsela en el cono. Pero si no la tiene completamente dura entra con dificultad, qué faena. Está empezando a sudar y como las cosas no salen según sus deseos, se vuelve brutal, pero no contra sí mismo sino contra Anna.
Le dobla el espinazo, la magrea, le echa hacia atrás el cuello, que cruje, ay, que me haces daño. Sí, naturalmente, te hago daño porque soy muy fuerte y ni siquiera me doy cuenta del daño que hago. Eres tan fuerte. Por fin llega la palabra liberadora. Como movido por un resorte codificado, empieza a funcionar, y en marcha. Lo que Anna diría en si-tuaciones seme¬jantes sería: ¡por fin estás listo! Pero se le atasca en la garganta, tan fuerte es el fenómeno que llamamos amor, que se da en cualquier lugar, ya sea en un sembrado o en una pista de hormigón, donde se seca y acaba en el cubo de la basura. Ella misma no com-prende cómo ha podido suceder. Qué cosa. No deja de reiterar lo bonito que ha sido, y que tendrán que repetirlo con frecuencia porque a ella le ha gustado y, probablemente, a él también, y a medida que pase el tiempo será cada vez mejor, esto sólo ha sido el principio y si éste ha sido tan maravilloso, ¿cómo será el final? Más maravilloso aún. Mi amor, mi amor, dice Anna mientras abraza con fuerza a Hans, que está al borde de la asfixia, pero lo fundamental es que haya sacado la polla, y que lo haya hecho medianamente bien, después de las dificultades iniciales.
Anna experimenta una sensación de tibieza, nada más. Hans piensa en Sophie que mañana le dará la primera clase de tenis. Le da unos be-sitos distraídos e indiscriminados aquí y allí con su hocico. Anna con-funde esto con una ternura postcoital, que no lo es, ni pretende serlo. Sólo quiere desviar su atención porque no siente ternura alguna por ella, aunque se alegra de haber podido llevarlo a cabo, por primera vez, como Dios manda. Seguramente Sophie no querrá juntarse con un hombre inexperto, ya basta con que lo sea ella. Podría ser hasta perju-dicial para un deportista, para su condición física, de la que no puede prescindir ante Sophie si quiere vencerla en el plano deportivo. Anna querrá hacerlo con más frecuencia y él le dirá que se equivoca en sus cálculos. Ella no cuenta con las exigencias del deporte de competición.
Hans, Hans, Hans, dice Anna en voz baja.
Aquí estoy, así me llamo, contesta Hans riéndose de su propia gracia.

Para que también entre en juego la naturaleza, de la que uno sobre-sale luego como un cuerpo extraño, el grupo se va al famoso bosque de Viena, donde hay una enorme cantidad de naturaleza y poco más. Sólo excursio¬nistas en busca de un modus vivendi más natural; en este tiempo avanza la industrialización y también avanzan los caminantes.
Los últimos jirones de niebla matinal remontan la pendiente cubierta de follaje y también ayudan a los jóvenes a alcanzar la cima donde se hallan un mirador y un café-restaurante y donde se termina abrupta-mente la na¬turaleza, porque ahí comen tartas protegidos por una luna de cristal. El sol entra oblicuamente formando conos de luz por entre los cuales uno pasa serpenteando. Hojas de árboles y materia descom-puesta de diversa proce¬dencia forman un tapiz que crepita. Lo que dife-rencia a este grupo de otros grupos que llevan equipos de excursionis-ta, es que éste no lleva un equipo de excursionista, pero a cambio de eso, un cesto con un saco cerrado. En el saco hay algo que se mueve y se queja, porque en su interior se halla un gato, al que han apresado. Durante la época de madurez de Jean Paul Sartre alguien quiso ahogar a sus gatos, y esta es la razón por la que hoy ellos quieren ahogar a es-te gato, aunque también tenga derecho a existir. Rainer dice que él también tiene derecho a la no existencia, igual que el gato, al que va a precipitar en la no existencia antes de que puedan contar hasta tres. Él gato sospecha algo, de ahí la inquietud en el saco.
Sophie lleva un vestido deportivo de lana de la casa Adlmüller. El abrigo de entretiempo que lleva Anna está cosido a máquina por su madre, cosa que se ve a la legua. Sophie salta ágilmente por encima de raíces, pinas, ramitas y hayucos. Sophie es la que tiene que ahogarse en un arroyo del bosque de Viena, que todavía hay que encontrar. Es la única que todavía tiene que superar la prueba de valor, porque si no, no puede pertenecer al grupo. Porque si lo de los atracos sigue en pie, no puede ponerse a llorar y a gritar como una niña tonta, sino reaccio-nar con frialdad y sin alterarse. Al que más le interesa la participación de Sophie es a Rainer, porque crearía entre ellos un vínculo de solidari-dad.
El bosque de Viena está formado, como se sabe (en realidad no se sabe, porque ¿quién lo sabe?), por numerosas colinas entre las que, como forma intermedia, se encuentran montículos menores, separados por canales por los que fluye el agua. Son manantiales burbujeantes y cristalinos, donde el caminante puede saciar su sed, si es que la tiene. Desgraciadamente, suelen llevar poca agua. Excepto en primavera, época en la que estamos. Con fre¬cuencia puede percibirse la presencia de un pequeño animal que, en busca de alimento, hace crujir el follaje.
El grupo busca un canal que lleve más agua porque si no tardarían demasiado en ahogar al gato. Y quién sabe si el gato colaborará. Sophie tiene una larga y rubia cabellera que brilla cuando los conos de luz se enredan en ella. A la sombra es de un amarillo mate, como el latón. Rainer ha tenido que aceptar que aquí destaca menos que en el club de jazz, e incluso que en este paraje verde Hans puede parecer superior a él, y eso que nunca parece superior. En cualquier caso, Sophie está dis-puesta a ahogar al gato. Anna se mantiene al margen, ocupada en ocultar que ahora a Hans y a ella les une un lazo indestructible; la indi-ferencia que muestran sus rasgos es fruto de un largo ensayo. Antes quiso besarla. De eso nada. De cariñitos nada, que son de adolescen-tes.
No obstante, al mirarle, la recorre un escalofrío; un escalofrío produ-cido por el recuerdo del placer. Si ya el recuerdo le hace temblar de es-ta manera, qué ocurrirá cuando llegue el momento. ¿Qué ha sido eso?, ¿el grito de un animal?
No, son los gritos de júbilo de unos caminantes. ¡Hola! ¡Hola! Han asustado a los animales. Son mujeres y hombres gordos en una situa-ción vital que por fin les permite hacer algo que no tenga sentido ni fi-nalidad
alguna, es decir, escalar montañas. La Sophienalpe, el Schöpfl y el Satzberg. La mayoría de las veces, en ropa deportiva con vagas remi-niscencias de Estiria. Pero es gente de ciudad, lo campestre es signo de abundancia, por¬que ya no hay que vivir en el campo, ni tampoco en la miseria. Hasta los sombreros tiroleses les sientan bien.
Esparcen restos de comida a su alrededor y destruyen su medio am-biente natural convirtiéndolo en uno artificial, una problemática que no les es fa¬miliar a Rainer y a Anna, que en la medida de lo posible quie-ren propagar afectación por todas partes. Sus caras pálidas y trasno-chadas se ocultan tras unas gafas de sol baratas. Los dedos de Rainer, amarillos de nicotina, alcan¬zan con un gesto nervioso los cigarrillos, porque quiere provocar un incen¬dio forestal. Los pájaros pían estriden-temente. Las hojas se caen. Se oyen silbidos de tren en la lejanía. Es domingo.
Anna habla sobre La noche transfigurada de Schónberg.
En un lugar y tiempo equivocados.
Con esta magnífica luz diurna te pones a hablar de la noche y ni si-quiera de una noche real, sino de una noche transcrita en música, son-ríe Sophie sorprendida. Durante todo este tiempo, Hans boxea en la sombra, esceni¬ficando combates de cuadrilátero imaginarios y partidos de fútbol. No va más allá de sus narices ni del alcance de sus brazos. Está sumido en el ahora, es un individuo del presente. Ni siquiera tiene presente al gato micifú del saco, que para él forma parte del futuro. No hay que pensar en ello. Hace una demostración de cómo se hace una finta al adversario en un partido de fútbol, representando también el papel de adversario; seguro que a Sophie le parecerá formidable. Sop-hie disfruta del sol y del aire puro, a pesar de que puede hacerlo a dia-rio y durante largas horas montada sobre los lomos de un caballo o en actividades semejantes. Para disfrutar de algo es preciso conocerlo pre-viamente. Los gemelos no están en su elemento. Les silban los pulmo-nes, carecen de la buena condición física que tiene Hans. Demasiado al-cohol y demasiados cigarrillos, se jacta Rainer que quiere abrir un de-bate sobre Camus para sobresalir. Sophie no quiere sobresalir sino po-nerse al sol para broncearse. Hans quiere enseñarle a Sophie unas lla-ves de judo que le ha enseñado un amigo suyo. Poco después inician una pelea amistosa entre grandes carcajadas que a Rainer y a Anna les sienta como una patada en el estómago. Anna se apresura a asegurar que está estudiando la Sonata de Berg en el piano, una meta que se había propuesto y que ha alcanzado. Le cuesta mucho trabajo pero al final lo conseguirá. ¿Es eso para comer?, pre¬gunta Hans relinchando como un caballo Lipizzaner. ¿Conoces este, o este, o este otro disco, Anna? No, porque es música poco seria, deberías aprender algo más Hans, porque si no te estancas y en tu estado actual no puedes permi-tírtelo porque te quedarías atrás, en la nada. Los padres de Sophie tie-nen un abono para la Filarmónica. A menudo Sophie acompaña a su madre. La madre es una belleza reconocida en sociedad, todos la cono-cen, todos la saludan, evidentemente sólo en aquellos círculos donde todo el mundo se conoce. Seguro que no tiene ninguna escala de valo-res, opina Rainer que sólo la conoce de vista, no tiene ninguna escala porque no la necesita. Se mueve dentro de una masa gelatinosa, trans-parente y estéril. Nada la ata, pero esta masa cristalina la mantiene en suspensión, sin jamás llegar a tocar el suelo. Sophie también podría acabar así, si no se evita a tiempo. Y el amor lo evitará.
Los filarmónicos sólo tocan cosas reaccionarias como Schubert, Mo-zart y Beethoven, dice Anna echando espumarajos por la boca. El do-mingo pasado, escuchando a Webern, todos se pusieron a aplaudir co-mo imbéciles, y eso a pesar de que desprecian ese tipo de música. El público filarmónico es demasiado educado como para silbar a un We-bern, saben qué lugar ocupa como compositor, uno alto, replica Sophie. Pero lo que se dice gustarles, no les gusta. La obra de Webern es una auténtica broma.
Con asombro, Hans señala a una ardilla roja. De verdad, es comple-ta¬mente roja. Es tan mona. Sube y baja del tronco con agilidad, tiene unos ojos muy vivos. El sol se abre paso por el cielo con esfuerzo. Las nubes del mediodía hacen acto de presencia. Ojalá que no se conviertan en densas nubes oscuras. Por fin han encontrado un arroyo mayor, que posiblemente sea el más indicado para ahogar al gato, no, posiblemen-te no, lo es con toda seguridad.
Venga, Sophie. Métete en el barro para acercarte lo más posible. La verdad es que casi prefiero no hacerlo, dice Sophie, porque soy amiga de los animales. Yo misma cepillo a mi caballo. Tienes que hacerlo por-que si no te excluimos antes de haber entrado. Os encuentro verdade-ramente in¬fantiles, os pasáis el día haciendo el indio, ¿qué culpa tiene el gato? Eso da igual. Date prisa, tenemos que coger el autobús. Bueno. Entonces lo haré. Menos mal que he traído esparadrapo. Estoy pensan-do en mi yegua prefe¬rida, Tertschi, ella también es un animal. Para el futuro no nos servirá la mansedumbre, así que ya lo sabes, Sophie.
Sophie saca al gato que chilla, araña y espumajea y que acto seguido le destroza la mano, que empieza a sangrar. Ayayay, ¿no podrías haber elegido a un animal que le produjera a uno menos dolor? Sólo encon-tramos a este gato. ¿Quieres darte prisa?
Sophie se arrodilla con su precioso vestido en el lodo, está totalmente recubierta de él. Coge al fiel animal doméstico, acostumbrado a la com-pañía de los hombres, y lo sumerge en el agua, costándole mucho es-fuerzo y mucha fuerza. Luego, en el agua, gruñidos, resoplidos, pata-leos y sonidos guturales. Poco le falta para tener que echarse comple-tamente sobre la bes¬tia, me voy a mojar y acabaré con pulmonía.
Antes de que se produjera la muerte del animal, interviene Hans, cu-yo comportamiento con la ardilla ya había sido bastante extraño, y arranca a Sophie del gato. El animal, empapado, sale con dificultad del arroyo y se aleja escupiendo agua. Seguramente acabará en las fauces de algún lobo, que tampoco es una muerte bonita.
Hans le da una torta a Sophie, de una de las comisuras de su boca mana un hilo de sangre. Ay. El grupo se queda parado como una sagra-da familia a la que le hubiesen arrancado el techo del establo, mientras llueve torrencialmente.
Sophie se ha quedado perpleja. Algo le está ocurriendo pero aún no sabe lo que es. Espero que no esté ocurriendo nada en el interior de Sophie, piensa Rainer aterrado.
Hans, que conoce las películas auténticamente emocionantes y no aque¬llas que pretenden serlo y sólo logran aburrir a la gente, toma a Sophie en sus brazos y la besa, embadurnándose con la sangre de su boca. Tiene un sabor dulce. Sophie es dulce. Como algo lavado con un detergente para lana especial, no, mejor como algo que ni siquiera ne-cesita ser lavado porque jamás se ensucia. Angora.
Hay que robarle un beso a una muchacha con toda naturalidad, dice la canción popular y enmudece inmediatamente, asustada, porque se ha hecho realidad. Esta breve escena deja a dos satisfechos y a dos in-satisfechos. En la vida siempre ocurre lo mismo, mitad y mitad, algo que establece una cierta justicia.

Tienes que alejarte de mí amedrentada, como si se tratara de un de-mo¬nio. El miedo se ve en los ojos, el hambre en la constitución física y los malos tratos en la piel, aunque a veces calan más hondo. Hasta el alma, y esto también puede leerse en la mirada. Por ejemplo, una mu-jer que huye de su violador con la certeza de que, en esa situación, es su amo y señor. A partir de ese momento, la mirada tiene que denotar sumisión, una mímica sucesiva es inútil, esto no es una cámara cinema-tográfica, sólo hace fotos. Te pido concentración, Margarethe. Entra un subarrendado, imagínate la situación: contra toda previsión sorprende a su casera, que aún es joven (tú, naturalmente no lo eres), mientras és-ta se está vistiendo completamente a solas. La mira de tal manera que la mujer comprende inmediatamente que le ha llegado la hora y que no puede ayudarla ni Dios. Él no tardará en ponerse manos a la obra. ¿Qué haces ahora con el trapo del polvo, Marga¬rethe? Deja eso y enséñame de lo que eres capaz. Tienes que dejar caer la combinación muy despa-cito, e intenta ponerte la mano delante, pero recuer¬da que esta mujer siempre desatina y que se le puede ver todo.
El señor Witkowski habla una vez más a borbotones, «que desgracia-da¬mente sólo es plata», la señora Witkowski siempre permanece calla-da, «y eso es oro». El señor Witkowski conoce este dicho desde la in-fancia y también de las casetas de prisioneros en Auschwitz, y asimis-mo aquella otra frase que dice que la honestidad es la cosa que más tiempo perdura. Desde que la guerra le deformó se ha hecho honesto y de eso hace ya mucho tiempo. Después de 1945 la historia se propuso volver a empezar desde el principio, también la inocencia tomó la mis-ma determinación. Y el señor Witkowski se apoya en ella para empezar desde abajo, como lo hacen los jóvenes que tienen toda la vida por de-lante. Pero esta ascensión es más difícil con una sola pierna, ya que, por regla general, todo se hace más cuesta arriba cuando sólo se tiene una pierna. Y aún hay más oro que calla (tal vez para siempre): próte-sis dentales, monturas de gafas, cadenas y pulseras reservadas para ocasiones especiales, monedas, anillos, relojes, el oro permanece en si-lencio porque arranca del silencio y retorna al silencio. El silencio sólo produce silencio.
No me dejes tanto tiempo desnuda en este frío, que viene de tanto ahorrar calefacción, dice Margarethe Witkowski. Primero tengo que pensar cómo hago las tomas porque, desde luego, sin violencia la cosa no funciona. Dóblate de dolor, imagínate, por ejemplo, que estás siendo apaleada. Así está bien, con el tiempo aprenderás hasta tú. Si supiera que ángulo debo tomar para que entre todo en la foto. Las bragas de-ben colgarte flojamente a la altura de los tobillos. ¡Y ahora salte de ellas muy lentamente! Dejas a tus pies una piel, como lo haría una ser-piente en época de muda, y avanzas lo más sinuosamente posible, para recibir un placer, contrario a tu voluntad, pero intenso.
La señora Witkowski lo hace como imagina que lo haría una serpien-te, se desembaraza de sus bragas, pero no para recibir un intenso pla-cer, sino alarmada por un olor que ha anidado en su pituitaria, y sale disparada a la cocina para salvar el arroz con leche que se está que-mando. De esta manera rompe la débil vena artística de su marido. Justo cuando le ha llegada la inspiración, la genialidad, su prosaica mu-jer se la frustra. Ya es hora de que me ocupe de la cocina, es incluso demasiado tarde. Mientras tanto, su ma¬rido se entrega a recuerdos que se adentran en las llanuras polacas, y tam¬bién en las rusas, que ahora propagan un comunismo incensante. Allí toda¬vía era alguien, ¿qué es ahora? Un don Nadie, que es portero. El señor Witkowski se alegra de que el golpe del año cincuenta pudiera ser frenado. Él también fue un pequeño eslabón (aunque inactivo a causa de su invalidez) en la cadena de los que lo impidieron, previniendo infatigablemente contra las infec-ciones que podía causar el bacilo del comunismo. Todas las medidas de precaución eran pocas. Lo que ocurrió es que las tropas de choque co-munistas recibieron, por hombre y acción, 200 chelines de los rusos, una noticia que se publicó en el periódico. Las fuerzas de ocupación oc-cidentales salieron al paso del golpe y lo impidieron. La circulación de otros periódicos, no la de aquellos que habían informado sobre la cues-tión de los 200 chelines, fue restringida, sin que interviniera el ministe-rio fiscal, por haber divulgado noticias falsas. El ministro del interior del partido socialista, llamado Helmer, se saltó a la ligera la libertad de prensa. Eso estaba bien porque ojos que no ven, corazón que no siente, y todos debían permanecer tranquilos para evitar posibles conflictos. Cuando un periódico empieza a disfrazar la realidad es mejor acabar con él. Los socialistas no son el partido predilecto de los Witkoski por-que no son obreros, pero esta vez han reaccionado, eso hay que admi-tirlo. Quizá aprendan finalmente de la historia y apoyen, desde el prin-cipio, al auténtico poder, es decir, al poder capitalista, que en realidad es el único poder porque el dinero gobierna el mundo, piensa el inváli-do, que no lo tiene y, consiguientemente, no gobierna nada. Pero el di-nero, como es sabido, también se gobierna solo. La consecuencia es que a los que no tienen nada se les deja en la nada y a aquellos que ya tienen algo se les da un poco más, y así puede llevarse a cabo una mo-nopolización moderna. El capital del resto de los países occidentales ex-tiende sus generosas manos y aliena nuestra patria, al tiempo que une sus manos con las nuestras hasta formar una resistente cadena, pare-cida a la de un tanque. El señor Witkowski se adhiere al credo capitalis-ta a pesar de no tener dinero, y mira desde el pasado hacia el futuro con orgullo. Con orgullo porque en otro tiempo defendió personalmente el capital y ahora es el capital el que vuelve a go¬bernar absolutamente y le testimonia su agradecimiento. Porque además de cobrar una pen-sión completa por invalidez, le han dejado trabajar como portero de no-che en un hotel burgués, donde tiene la oportunidad de ver a los repre-sentantes de la clase media que, profesionalmente –durante sus viajes de negocios–, representan a la industria. De esta manera, unos re¬presentan a otros, sin saber, en cada caso, quién representa a quién. Es evidente la razón por la cual el señor Witkowski sigue representando al partido nacionalsocialista, del que sabe perfectamente quiénes lo configuran y qué es lo que representa cada cual, porque éste le hizo tan grande que se sobrepasó a sí mismo. Nadie hubiese podido ampliarlo tanto y hoy él amplia sus bellas fotos. No está pendiente únicamente de su propio bienestar, sino del bienestar del grupo al que conoce tan a fondo. Como piensa que en su tiempo libre representa a todo un grupo y no únicamente a sí mismo, se comporta en consecuencia. El sirve de ejemplo para guiar a la juventud. Así como otros en sus ratos libres re-presentan con dignidad a sus respectivas empresas.
Cuando pasa revista a sus hijos, duda de los resultados de la educa-ción que les ha dado. Otra gente está bien educada pero sus hijos no. En el momento de engendrarlos todavía era oficial, ¿y éste es el resul-tado? Niños tan inquietantes como los suyos no existían antes. Ahora, al parecer, se ven con más frecuencia. La mujer revuelve el engrudo, lo que, en modo alguno, lo mejora.
Busca su pistola para limpiarla y engrasarla; aunque no se utilice hay que hacerlo. Hay que estar preparado. El acero pesa gélidamente en su mano. En la funda guarda sus fotos preferidas de Margarethe, la foto de ginecólogo, que habría que volver a repetir porque, mientras tanto, su ex¬periencia de fotógrafo ha aumentado considerablemente, la foto de burdel, la foto de colegiala con delantal y férula. La funda de la pistola está en un cajón secreto del armario de la cocina que nadie conoce. Tampoco le interesa a nadie, a su hijo, desgraciadamente, lo único que le interesa es la literatura.
El ex oficial, siguiendo una determinación repentina (como oficial hay que saber tomar determinaciones), entra en la cocina porque de pronto le han entrado ganas de violar a su mujer, pero como la vaca siempre hace movimientos desmañados, se resbala sobre las baldosas y cae de bruces al suelo. Ahí se mueve de un lado a otro agitadamente, movien-do la única pierna que le queda a modo de balancín. Pero no logra po-nerse en pie, por mucho que lo intente. Tampoco suele ponérsele dura, aunque en esta oca¬sión posiblemente lo hubiese logrado, porque está terriblemente excitado. Pero no ha podido ser. Piensa que se debe a que los estímulos, que de joven le sacudían en los territorios ocupados del Este, en la actualidad se han debilitado. A quien, como él, ha visto montañas de cadáveres desnudos, también de mujeres, le excita muy poco su propia mujer. Él, que una vez estuvo en los resortes del poder, se encoge rápidamente, cuando la forma más extrema de violencia se reduce a estrechar manos extrañas en un hotel. Los clientes asiduos le saludan con un apretón de manos o con una palmadita en el hombro, acompañando el saludo con los típicos chistes y anéc¬dotas de represen-tante. Él los vuelve a contar en casa para excitar a Mar¬garethe, cuando su rabo no logra hacerlo, lo que acontece a menudo. Es un quiero y no puedo.
Pero los tiempos se reblandecen y se hacen insulsos y a la juventud actual le ocurre lo mismo. Él no sabe dónde iremos a parar; es evidente que a una tibia mediocridad, si no es a algo peor. A su hijo también le asusta esta mediocridad.
El desamparado papá sigue girando en círculo porque equivocada-mente sólo bracea en una dirección y no en ambas. Además, desde hace algún tiempo le aquejan abundantes dolores reumáticos y de ciáti-ca, cuando ya de por sí la falta de su pierna le da bastante quehacer y no nadan precisamente en la abundancia. Gira sobre su propio eje e in-tenta ponerse de pie, lo cual sólo es posible con el patentado tirón de Margarethe, venga, arriba, ya lo hemos conseguido. Ahora ya está en pie e inmediatamente se ajusta las muletas bajo las axilas. Creyó poder prescindir de las muletas durante el estupro de Margarethe, en otros tiempos no hubiera necesitado semejantes ayudas.
Pero ratoncito, vámonos a la cama, allí estamos más cómodos. Pero la cama cede, y yo quiero taladrarte en el duro e inflexible suelo. De todos modos allí estamos más blandos, más calentitos y más cómodos, tesorito mío, además todavía me queda un sorbito de ron, ven corazón.
A Otto le duelen diversas partes del cuerpo mientras se incorpora, apo¬yándose sobre las muletas y lanzando la única pierna que le queda hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, pero no exte-rioriza su dolor. Su antigua irradiación de autoridad hace que su mujer le siga también hoy. Ahora siempre estoy tan cansado, tendré que ir a que me hagan un reconocimiento. ¡Pobrecito mío, claro, tienes que hacerlo! Y en vez de apro¬vecharse intensamente de Margarethe, ahora que la tiene a su lado, esconde su encanecida cabeza en su pecho y tiene que llorar. Esto la conmueve mucho porque no sabe por qué y su-pone erróneamente que es por ella. Pobre maridito, todo se andará, su-surra intentando consolarle, cosa que no logra en manera alguna. El hombre vigoroso solloza; él, que pudo con tantas cosas y que liquidó a tanta gente, ahora se siente incapaz de hacer frente a nada. Mala suer-te.
Necesito tanto llorar, espero que los niños no me vean en este esta-do. No volverán tan pronto a casa, últimamente nunca están y no sé adonde van. Necesitan de una mano dura, yo la tengo, incluso tengo dos, aunque sólo disponga de un ejemplar de pierna.
Mi pobre Otto, Caricia, caricia, manitas y palmaditas.
Ya pasó todo, shsss, shsss, shsss.
Ahora nos tomamos un traguito, luego nos hacemos un buen cafetito y por la noche oiremos el concurso de Max Böhm. Como concursante en casa se pueden ganar valiosos premios, que seguramente algún día ga-naremos. Si no sabemos la respuesta se la preguntamos a Rainer o a Anna, los chicos aprenden tanto hoy en día. Pero seguramente nosotros también lo sabremos, para eso somos los padres. Por fin se vuelve a re-ír mi Otto, buen chico.
Él le dice que le sirva otro traguito, pero no con la tacañería de antes, al fin y al cabo las propinas son generosas. Aunque en el fondo humi-llantes. Pero las circunstancias han cambiado y lo que predomina es la ineptitud. La bebida ayuda a olvidar y es buena para los jugos gástri-cos, cuando la carne llega tan pocas veces a la mesa. Una vez consola-do, el señor Witkowski olfatea y se deleita pensando en el café que to-mará con mucho azúcar. La vida puede ofrecer cosas agradables si uno no tiene exigencias desorbi¬tadas que, por otro lado, él podría perfecta-mente tener porque se las merece. Hoy, por haber llorado tanto, se le da ración doble.

Otro escenario es el Café Sport. Precisamente porque uno se sienta ahí para ver qué artista o intelectual está sentado en tal o cual sitio. Lo impor¬tante es participar y no ganar. Es como el deporte, del que ha tomado su nombre el bar. Son muchos los que ya han perdido la con-fianza en el arte, incluso aquellos que estaban predestinados a él. Éstos practican el arte por¬que no les aporta bienes materiales, el dinero no llega a ensuciarles. Pero si el arte aportara algo, gustosamente se deja-rían ensuciar. Nunca jamás se dedicarían a profesiones burguesas, no porque no las dominen, sino porque al final serían las profesiones bur-guesas las que acabarían dominándoles a ellos y no les quedaría tiempo para el arte. Uno ya no puede realizarse estéticamente cuando un jefe-cillo cualquiera se realiza, a través de coches deportivos y mansiones, en detrimento del mentado artista. Si uno puede permitirse fumar ciga-rrillos algo mejores que los de perra chica, en seguida viene la gente a gorronear. En la mesa, a la que hoy está sentada «la sagrada cuatrini-dad», se encuentran otras dos personas, entretenidas en demostrar gráficamente el teorema de Pitágoras, pero no lo consiguen. Para Rai-ner las matemáticas forman parte del realismo y por eso no le intere-san. Si se tratara de literatura, hace tiempo que se habría inmiscuido y, con todo el derecho del mundo, habría dejado en ridículo a más de uno.
En otro lugar están sentados los griegos, cuyas cabezas casi se fun-den de lo mucho que las juntan para hablar de mujeres, a las que de vez en cuando se dirigen. Esta escena se desarrolla cerca del servicio de mujeres, por donde irremediablemente éstas tienen que pasar.
Cuando se dice algo que a Rainer no le gusta, y también independien¬temente de ello, éste se levanta rápidamente para dirigirse pensativo a cual¬quier rincón, donde fija su funesta mirada hasta que Sophie o Anna vuelven por él con un gesto solemne. ¿Pero qué te pasa? Me estáis crispando los nervios, so vacas. Tengo otras preocupaciones, precisa-mente las que corres¬ponden a la esfera en la que yo me muevo. Me aburrís. Anda, Rainer, por favor, vuelve a sentarte con nosotros. Real-mente no comprendéis nada, con gente así no se puede pasar a la ac-ción; todo les asusta porque son el pro¬totipo de la mediocridad cobar-de. Lo que quiere Rainer es que los demás se manchen las manos en su lugar. Los otros tienen que actuar por y para él, él se mantendrá al margen de todo mientras ellos se juegan el pellejo. Pero, sin embargo, sí aceptará su parte del dinero porque lo necesita para comprar libros. El será quien, entre bastidores, mueva los hilos, pero actuará sin la red de las pequeñas seguridades burguesas, que arrancará a los otros de debajo de los pies para que caigan uno encima de otro y todos sobre él.
Rainer observa las colillas, los papelitos, las manchas de vino tinto y los pañuelos de papel usados (y otras cosas aún peores) que va encon-trando por el suelo, en espera de que llegue el irremediable hastío, que a veces viene y a veces no. Justo en este momento, cuando estaba a punto de escribir un verso, le sobrecoge por fin el asco, y deja caer la pluma que derrama su tinta inútilmente. ¿Era o no era asco? No, más bien no. El sitio tiene el mismo aspecto burgués de siempre. Apenas se encuentra algo que le parezca más pesado, más grueso o más compac-to. Pero, al igual que Sartre, ha comprendido que el pasado no existe. Y los huesos de los asesinados y también de los que murieron de forma natural, incluso de aquellos que fenecieron en sus lechos, existen por sí mismos, en la máxima independen¬cia, no son más que un poco de fos-fato, cal, sales y agua. Para Rainer, sus rostros sólo son imágenes, pura ficción. Ahora mismo siente algo con mucha fuerza, es el vacío. Pero no le confiesa a nadie que ya con anterioridad Jean Paul Sartre había sen-tido ese vacío, y da a entender que es el suyo propio.
Hans, quien perdió a su padre, no piensa en el fosfato, cal, sales y cosas semejantes que ahora, supuestamente, éste representa; está ta-rareando uno de los grandes éxitos de Elvis, pero sin letra porque viene en inglés, lengua que no domina. En realidad no domina gran cosa. Aunque le bastaría con dominar a Sophie.
Otro escenario es el club de jazz. Rainer quiere que sean los otros los que cometan los delitos. En el intermedio que hacen los músicos, Rainer se acerca desafiante al saxo y juega con una serie de posturas que cree acerta¬das, aunque es probable que no saliera ni una sola nota si efecti-vamente fuera a soplar dentro. Le basta con que todos los presentes crean que sabe tocar el saxo. Cuando vuelven los músicos, coloca el instrumento rápida¬mente en su sitio para evitar que le arreen una bofe-tada, acusándole de haberlo dañado. Luego pide una soda con fram-buesa, que es lo más barato (¡todavía no han mangado ninguna carte-ra!), y se pone a escribir el principio (mañana el final) de una poesía, de la que no le podrá apartar ningún agente externo, sea cual fuere. También tendrá que aceptarlo Sophie, aunque con ella será más tole-rante porque es la mujer amada. El amor sólo constituye una pequeña parte de la vida de Rainer porque sabe que sólo puede ser eso, una pe-queña parte, mientras que el arte es todo lo demás. En esa poesía Rai-ner desprecia a todos los gordos, que en sus gordas manos llevan grue-sos anillos y que no tienen otra cosa en la cabeza que ganar dinero. Por cierto que nunca ha visto de cerca a ese tipo de gente. El padre de Sophie es esbelto y alámbrico. Él también es un deportista. A Rainer no le gustaría tener que despreciar al padre de la mujer que ama; qué suerte no tener que hacerlo. La imagen de gruesos anillos recubriendo manos carnosas la ha tomado del expresionismo, que hace tiempo fue perdonado y olvidado. Desprecia todo, la grasa de los excursionistas, las cariátides en frac, su madre no le expulsó de sus entrañas para eso y así lo escribe, sintiéndolo con vehemencia. Su madre se habría cuida-do mucho de parirle para que se juntara con esos inútiles del polidepor-tivo o del café Hawelka. Lo parió para que recibiera una sólida forma-ción que él ahora desprecia.
También aquí –en una continua penumbra– lleva sus modernas gafas de sol, hechas de plexiglás y con forma de rombo, y el pelo peinado hacia la cara. Imita el peinado de César, pero no parece salido de la an-tigua Roma, sino de la Viena moderna, que continuamente le susurra que tiene que con¬tribuir a la reconstrucción de su ciudad natal y a em-bellecerla sin cesar. Pero eso no entra en sus planes. La Viena florida es el título de un concurso literario que se celebra anualmente en el insti-tuto y que Rainer ya ha ganado en dos ocasiones. El premio que recibió la primera vez fue un ficus y, la segunda, un helecho que se estropeó en seguida porque su adorada madre lo regó excesivamente hasta ma-tarlo. Los helechos necesitan poca agua, le dijo el jardinero confiden-cialmente al joven ganador del concurso literario. (Tuvo que compartir el tercer puesto con otros nueve alumnos de secunda¬ria.) Pero el con-sejo fue desestimado. El instituto siempre organiza estas cosas para luego poder hacer alarde de ello. Las numerosas y animadas flores pri-maverales o de cualquier otro tipo, que hay en todas las plazas y rinco¬nes, dan un aspecto más variado y verde a esta ciudad y, además, sus-tituyen a los uniformes extranjeros que desaparecieron por el acuerdo internacional. Por fin. También desaparecieron los rusos, que eran los peores, aunque normalmente no hacen nada por voluntad propia, pues prefieren someter a otros, sobre todo a mujeres, a cosas terribles, co-sas que es preferible callar. Eso les divierte. Ahora que se han marcha-do, pueden salir a la luz los nuevos nazis y también los buenos viejos, como florecillas en tiestos grises. Bienvenidos sean.
Por cierto que Rainer –ahora que estamos hablando de flores y hojas– nunca vio, entre los ganadores del concurso organizado por la junta de institutos de Viena (durante el homenaje que se les rindió), a nadie que no fuera un estudiante de secundaria, porque éstos saben expresarse y describir lo que sienten frente a un tulipán o unas lilas. Es decir, alegría y esperanza para el futuro. Si cualquier otro sintiese esa misma alegría, es probable que no supiera describirla sin cometer fal-tas. Éstos no hablan un lenguaje cui¬dado y culto, sino el suyo propio que no está reconocido. En la lengua austriaca se abre una gran brecha entre estos dos niveles de habla, que surge de la desigualdad que reina entre la gente y que siempre reinará, no la gente, sino la desigualdad. Basta que uno hable del pasado común para que el otro deje de enten-derle. Esto también les ocurre a Hans y a Rainer. Hans es torpe y Rai-ner se expresa con soltura.
Ya entonces reconocieron las aptitudes literarias de Rainer y hoy éste quiere dedicarse a ellas profesionalmente. Si esto llegara a suceder, su pro¬fesión sería al mismo tiempo su hobby, lo que sería una situación franca¬mente excepcional, aunque existen muchos que presumen gozar de este pri¬vilegio. Pero, en la mayoría de los casos, no es verdad. Cuando un electri¬cista o un carnicero dicen de sí mismos que su profe-sión es al mismo tiempo su hobby, seguro que no es verdad. Tampoco se lo cree uno de un tranviario o de un albañil. Si, en cambio, un médi-co dijese que su hobby es curar y ayudar, podría uno incluso llegar a creérselo. Curar y ayudar puede ser una diversión en los ratos de ocio y, paralelamente, también una profesión. Hobby es un barbarismo re-ciente que se ha adoptado rápidamente. Los americanos se han ido, su lengua se ha quedado, ¡hurra!

Rainer advierte con desagrado que en este momento el gañán, es de-cir Hans, no es su instrumento, sino el instrumento de los músicos de jazz. Va de un lado a otro, juntando servicialmente todos los atriles, envolviendo los contrabajos en fundas de tela de vela, abriendo y ce-rrando alternativamente el piano, dependiendo de las indicaciones que en ese momento le den, agru¬pando las partituras con arreglos y, como si estuviese acatando una orden, volviendo a separarlas, subiendo y ba-jando sillas, haciéndolas chirriar en el suelo y volviendo a deshacer todo lo que minutos antes había hecho, y solamente porque uno de ellos le dice que ha hecho algo mal, va y pregunta, ¿cuánto tiempo se tarda en aprender a tocar la flauta, el saxo, el trombón, el bajo, etc.? Seguro que lo que más tiempo se tarda en aprender es el piano y, para ser sin-cero, también eso que quiere terminar Rainer. ¡Posiblemente a mí tam-bién me gustaría aprender algo así! Tiene que ser bonito saber tocar un instrumento. A lo mejor más bonito aún que ser profesor de gimnasia o licenciado. Cuando acabe la actuación con el número de Chattanooga Choo Choo, se prestará, junto con otros voluntarios descerebrados, a cargar los pesados bultos hasta la salida, donde otro imbécil pondrá su coche a disposición para el transporte de los instrumentos, y para poder figurar, aunque tan sólo sea una única vez, y figurar implica todo (véa-se más arriba), porque las ganancias no lo son todo. Y todavía quedan muchas preguntas sin contestar: ¿es difícil?, ¿cuánto se tarda en aprender a leer las notas?, ¿cómo se afina correctamente un violín?, ¿a dónde hay que ir si uno quiere aprender a tocar un instrumento con se-riedad? Mañana mismo me apunto voluntariamente. Lo que se hace con placer se hace voluntariamente. El oficio de instalador de alta tensión es un deber del que hay que desembara¬zarse.
¡Esto se acabó! A Rainer se le han disparado las ideas y arremete co-ntra Hans. En este momento sus pensamientos son los siguientes: ¡me cago en vosotros, con vuestros paquetes de merienda y vuestras enor-mes barrigas!, ¡yo soy tan gigantesco que ando por el techo, me podéis ver todos perfec¬tamente, sí yo soy aquel! En esto le arranca de las ma-nos al lacayo de Hans la caja del clarinete, que éste estaba dispuesto a cargar, y se la estampa contra la cabeza, haciéndola retumbar, mien-tras el instrumento de viento gimotea en el interior. El músico afectado le dice: ¿tú estás tonto o qué?
La expresión de la cara de Rainer (opaca e inalterable) no la entiende el clarinetista –que ensaya en sus ratos de ocio porque en realidad es estu¬diante de derecho– y por lo tanto la ignora. ¡Si supiera lo que Rai-ner está pensando de él! Rainer piensa: me gustaría atravesarle el cue-llo con un gancho de carnicero. Esto no podría llegar a sospecharlo el hijo del farma¬céutico y, por consiguiente, no muestra ningún temor, pe-ro Rainer está orgulloso de tener pensamientos tan brutales. Y rápida-mente pasará a la acción, pero primero vuelve a su mesa para planear-lo con seriedad y sofisticación. No puedo repetirlo todo cuatro veces y esto también te afecta a ti, Anna, aunque sólo te haya informado a grandes rasgos, como hermana mía que eres. A Sophie la informaré como a la mujer a la que amo y a Hans como a la mano ejecutora, su-poniendo, claro está, que entienda de lo que se trata, algo de lo que todavía no estoy muy seguro. ¡Anna!, ¿vienes o no? Pero Anna no va en seguida porque, advirtiendo la excepcional oportunidad, se ha sentado al piano para ejecutar con indolencia el Estudio para teclas negras de Chopin, con indolencia, aunque el hecho de que pueda salir algo seme-jante denota mucha práctica casera. Y cuando ya se disponía a inter¬pretar algo del Clave Bien Temperado, la interrumpe el pianista de jazz (estudiante de medicina) y le dice: lo siento, nena, pero no has acerta-do. Mejor te vuelves a casita con mamá y sigues practicando allí obe-dientemen¬te, pero aquí no, hay demasiado ambiente. Esto no es un conservatorio de música, aquí se viene cuando se ha terminado la ca-rrera con éxito o si uno es autodidacta. Pero si quieres que te enseñe algo, ratita, te lo enseñaré con mucho gusto cuando te hayan crecido las tetas. Para la madre de Anna es totalmente inaceptable que uno pueda aprender algo por sí mismo. Uno tiene que seguir a los doctos en la materia, si no, no vale.
Anna se ha quedado fría porque se acaba de enterar de que posible-mente no esté del todo preparada y tenga que formarse aún más, que es algo que rechaza de plano. Ha alcanzado el punto final y ya no tiene nada que perder. La enloquece la idea de que aún le puedan esperar más cosas cuando creía que ya lo había visto todo. Le entran ganas de matar. Ya no puede haber nada más, excepto la nada absoluta, que no se rige por preceptos morales, por los que seguramente se rige este es-tudiante, aunque sepa hablarle a una mujer con rudeza. Al pasar tira una jarra de cerveza a medio terminar y ¡zas!, el contenido se vacía so-bre los vaqueros nuevos del joven y sabiondo universitario; ahora ten-drá que lavarlos y se desgastarán un poquito, lo que indudablemente pesará sobre el bolsillo del estudiante. Bien.
Rainer se dirige a Sophie, que está bebiendo una limonada, y le dice que deje de decir necedades y que le escuche; en realidad Sophie no estaba diciendo nada. Hans piensa que ya que ella no quiere escuchar, será mejor que le sienta a él. Sophie no quiere escuchar sino observar cómo Hans levanta objetos pesados y todavía más pesados, con la ma-yor ligereza. En su tronco no hay ni una sola parte blanda, pero ojalá que las tenga en su interior. En comparación, el tronco de Rainer se asemeja al de una gallina, una gallina que, además, hace mucho que no ha comido ni ha visto un rayo de sol. Por otro lado, también es verdad que sabe emitir algo más que un simple cacareo.
Hans se arroja sobre un sillón y empieza a describir a grandes rasgos –los detalles tendrán que evidenciarse más adelante– sus futuros estu-dios de música, a través de los cuales podrá encontrar gente, alegría y relajación y, quién sabe, quizá, hasta la fama. Cállate, dice Rainer. Pero todavía tiene que agregar que su madre le crispa los nervios con sus estúpidos sobres y su antigua participación en la sección juvenil del partido, y quizá pueda distanciarme de todo eso por la vía musical. Rai-ner dice que le va a dar una patada en la boca. Sophie le dice, como arrastrándose, hombre déjalo en paz.
Anna: Hans, podrías aburrir hasta al monumento de Goethe en el Ring.
Sophie: No seas tan arrogante.
Hans: ¿Te has dado cuenta, Anna? Cuando una mujer quiere a un hom¬bre y no sabe cómo demostrarlo, o no quiere demostrarlo, enton-ces le defiende ante todo el mundo. De este modo se aclaran, en contra de su voluntad, sus propios sentimientos. Esto lo ha visto con mucha frecuencia en las películas. Anna le coloca la mano entre las piernas, donde no está del todo mal. ¿Qué, ya estáis otra vez manos a la obra?, pregunta Sophie airada. Hans aparta la mano no deseada –aunque de vez en cuando todavía la puede necesitar– de su entrepierna y se aver-güenza. Sophie no debe saber¬lo, pero sí intuirlo y también desearlo. Por un lado Anna le quiere castigar, pero por el otro tiene miedo a que ya no quiera hacerlo con ella, con lo bien que lo hace.
Hans es asunto mío y no tienes por qué defenderle; él sabe defender-se sólo, yo le digo cómo. Además, me da igual (lo que, evidentemente, no es verdad). Hans sabe que a veces puede parecer que una mujer protege a un hombre en contra de su voluntad, pero, en realidad, lo hace porque es más fuerte que su voluntad. La debilidad vence a la du-reza. Sophie no parece estar atravesando una lucha interior y se pide un ron con coca-cola. Esto es demasiado caro para los gemelos y cuan-do llega el camarero miran en otra dirección, a lo que éste ya está acostumbrado. Hans se pide algo todavía más caro; si su madre se en-terase, daría vueltas sobre el viejo sillón de la cocina. Son las misterio-sas horas extra.
Anna dice que en la naturaleza el débil se somete al fuerte, como, por ejemplo, los juncos al viento del Norte, o como el silencio al bosque. Rai¬ner: entonces será un asalto con intento de robo.
Hans: Oye, que yo no estoy loco. No sabéis de lo que estáis hablan-do. Es una locura.
Rainer: ¿Una locura? Esas categorías no existen para mí, todo es sa-no salvo la fruta y la verdura. La locura también se ha puesto de moda en el arte y se manifiesta en el arte de los locos y pronto habrá artistas que se inflijan heridas a sí mismos y esos serán los artistas más mo-dernos que existan. Por ejemplo, uno que cruza gravemente herido la calle y le muestra al inspector de policía sus heridas como si fuesen una obra de arte; éste no lo entiende y el abismo que hay entre él y el ar-tista, que a la vez es su propia obra de arte, se abre aún más y se hace infranqueable. Someterse a algo que uno no ha proclamado personal-mente, no sirve para nada, es una cita. El hombre tiene que liberarse de las absurdas limitaciones impuestas por lo que se supone que es la realidad actual y la perspectiva de una realidad futura, que apenas tie-ne valor. Cita: cada minuto entero alberga en su interior el declive de una historia claudicante y quebrantada. Final de la cita.
¡Bah!, dice Hans mientras sorbe sus bebidas. Esa es una de las pocas profesiones que no me gustaría ejercer, ni policía ni artista, salvo quizá instrumentalista. También apartará a la mujer a la que quiere (Sophie) de todo lo que sea desagradable y sólo permitirá a Beethoven y a Mo-zart, después de un examen exhaustivo.
Anna agudiza su oído porque en el nombre de Sophie percibe un ma-tiz amoroso que le disgusta. Es una mierda que por una ley natural uno des¬precie lo que ya tiene y ansíe lo imposible; en realidad ella querría encarnar ese imposible, pero desgraciadamente es el papel que ya re-presenta Sophie. Mierda. Mierda. Si por ella fuese, Sophie podría pu-drirse; Sophie lo advierte y arquea las cejas.
Rainer pregunta a Sophie si no cree que uno de los mayores deseos de Hans debería ser el de la originalidad, ya que sus pensamientos son tan poco originales. ¿No te parece? Anna dice que todas las frases de Hans las habrán dicho otros, de la misma manera, por lo menos un mi-llar de veces. ¿Qué lugar ocupa Anna en este amor, el de timonel o el de timón? Ya se verá. Podría ser incluso en las próximas décimas de segundo porque ha vuelto a palpar los muslos de Hans que, hasta cierto punto, considera de su propie¬dad. Pero el muslo en cuestión se aparta; eso no debe hacerse en público, y menos aún en presencia de Sophie; y así la titubeante y amorosa mano de mujer acaba adherida a un viejo chicle desechado. Ella está pegada a él con la misma intensidad con la que está pegada al amor.
Hans está en contra de la violencia por principio, algo que sólo es ve¬rosímil en alguien que dispone de una enorme fuerza física y, por tanto, no tiene por qué emplearla. Se ha comprado un libro de Stefan Zweig, un autor importante, que le ha gustado mucho; no obstante, tiene que hacer algunas preguntas porque se trata de un tipo de literatura com-plicada. ¿Sophie, po¬drías darme algún dato acerca de este libro? Rainer dice que Sophie podría dárselo, pero que va a hacerlo él porque es el entendido en la materia y no Sophie. Además, Sophie entiende exclusi-vamente de su propia literatura (la de Rainer), en la que tiene que con-centrarse las veinticuatro horas del día. Está bien que Hans empiece con las cosas sencillas. Pero Hans replica que Stefan Zweig se incluye dentro de las cosas más difíciles que existen. Rainer dice que la relación espiritual entre él y Sophie es mucho más fuerte y duradera que cual-quier relación corporal, que además no existe. Una unión intelectual puede durar una vida entera, mientras que una corporal, en el mejor de los casos, tan sólo un par de semanas. En este momento estamos le-yendo juntos El extranjero de Camus. Al héroe del libro no le importa nada, igual que a mí. Sabe que nada es realmente importante y que só-lo tiene la certeza de que le está esperando la muerte. Tú tienes que llegar a ese punto, Hans, donde nada te importe y nada tenga impor-tancia. Pero por el momento, y para que tengas algún fundamento, to-do debe parecerte impor¬tante.
Los atracos serán una experiencia fortísima y luego los podríamos discu¬tir.
Hans quiere salvar a Sophie de sí misma y darle su apoyo. Sophie di-ce que no necesita ningún apoyo. Rainer dice que él elige consciente-mente no tener apoyos y que por eso es tan fuerte, precisamente por-que nada le preocupa. Hans dice que a él sí le preocupa un ascenso profesional.
Anna: Lo mejor que puedes hacer es pensar que no existe otra per-sona excepto tú. De esta manera te ahorras las comparaciones con otros y sólo te comparas contigo mismo. Así lo hago yo, por ejemplo.
La mano de Anna se encamina ya por tercera vez, y ahora pegajosa de chicle, y Hans, que se siente halagado, la deja estar. Mejor pájaro en mano de Anna que ciento volando sobre el tejado de Sophie. Rainer piensa en la mejor manera de incitar a los otros sin él ensuciarse de-masiado las manos. En primer lugar necesitará de un emplazamiento más elevado, por aquello de la perspectiva, y éste se encuentra en la Hohe Warte que es mejor que el del monumento a Ehsabeth en el Volksgarten. Ya que existe la naturaleza de jefe y todas las demás, pre-fiere ser el carnero dirigente antes que el cordero propiciatorio, eso está claro.
Hans mueve su cabeza, oriunda del Burgenland, en un sentido y lue-go en el otro, para ver si aún quedan mujeres bonitas que él no conoz-ca. No hay ninguna y si la hubiera seguro que no querría conocerle. Es-perad a que me ponga mi jersey nuevo, seguro que me rodearéis todas para..., él ya sabe para qué. Le guiña un ojo a una negra, acompañada por un pequeño mulato, de tal manera que uno podría pensar que pa-dece de la vista, Pero en realidad ve muy bien, sobre todo cuando algu-na belleza pasa a su lado. Entonces piensa que le pertenece. Los hom-bres querrían tener a todas las mujeres del mundo; las mujeres sólo al hombre que aman y al que serán fieles. Anna se lleva inmediatamente a Hans para poder estar a solas con él. Se ha dado cuenta de que este chico significa mucho para ella. En su espontánea des¬preocupación, Hans se ha dado cuenta de que él significa mucho para esta chica, pro-bablemente porque en los últimos tiempos ha leído muchos libros bue-nos y con ello ha logrado que ella le aceptara. Anna es un ejercicio pre-vio a Sophie. Anna se cuelga de Hans, precisamente porque él ha leído menos libros que los demás, porque es más cuerpo que otra cosa y porque ella es todo sentimiento, hasta tal punto, que ha dejado de oír y de ver. Los dos esconden un desorden sentimental, que es propio de los jóvenes que todavía no se han encontrado a sí mismos ni su lugar de-ntro de la economía moderna. Aunque Hans ya ocupa un lugar desde hace tiempo. Este lugar se encuentra junto a una conducción eléctrica y es preciso cambiarlo.
Fuera, en la clara y fresca luz del día, que pronto se abandonará para acomodarse en la oscuridad de un cuarto poco saludable, Hans juega ani¬madamente con unos papeles y demás basuras, como si se tratara de balones de fútbol, driblando y regateando a uno o varios adversa-rios. Anna procura seguirle el ritmo con agilidad, elasticidad y vivacidad pero resulta algo pe¬sado, duro y torpe. La luz no pertenece a los domi-nios de Anna, tampoco la naturaleza, solamente lo artificial. Ahí se sien-te florecer, pero aquí sólo existe la luz primaveral, el polvo, los tubos de escape y el aire de Viena.
Hans hace un comentario acerca de la piel de Sophie que siempre es-tá saludablemente bronceada, se nota que está acostumbrada al aire puro. Es producto del sol y del viento. Está limpia y su pelo rubio tam-bién está limpio y sedoso; el tuyo está a veces tan grasiento que te cuelga en mecho¬nes, que rozan algo que, sólo con dificultad, se recono-ce como tus hombros,
delgado chasis de huesos. Una percha con ropa. Aunque, de alguna manera, también resulta elegante. Eres justo lo indicado para un hom-bre que ha desarrollado un talento deportivo y que ahora quiere descu-brir sus aptitudes espirituales. ¿No te gustaría aprender a jugar al te-nis? No, prefiero practicar la sonata de Berg, que supone un reto para cualquier pianista joven. Te vendría mejor escalar montañas que tocar sonatas, ja, ja, ja. Para que no vueles tan alto.
Menos mal que los viejos no están en casa. También hay que saber agradecer las pequeñeces. Anna desabrocha la camisa de Hans para ver lo que hay detrás. Nada nuevo, más bien lo de siempre, un pecho mus-culoso y sin vello y una piel tersa y bonita que se deja tocar. Desde luego hoy te mueres de ganas, nena, esto está bien. Anna hinca sus dientes de vampiro en diferentes puntos del cuerpo de Hans. Ay, res-ponde éste, no dispongo de mucho tiempo para comer, así que vamos a dejar los preliminares, como dijiste que se llamaban, y te la meto en seguida. Pronto habrá terminado todo. Para Sophie habría elegido un prado con olor a heno, o una calurosa playa al borde de un caluroso mar, o un refugio de esquiadores recubierto de pieles, pero sólo está con Anna y, además, en un piso de un edificio viejo y destartalado. Sophie es rubia, Anna morena, uno a cero para Sophie. Y este ha de ser el resultado final, uno a cero para Sophie.
Te deseo tanto, te deseo tanto, me gusta tanto lo que me haces, su-surra Anna. ¿Te gusta, verdad que sí, Anna?, pregunta Hans entre dien-tes, en seguida me voy a correr, así que ya sabes, estáte preparada, que me corro, ¡ya he terminado!
Anna jadea y tose por falta de aliento, el amor la ha agarrado con una fuerza terrible, siempre lo hace, no logra salirse de sus malos hábi-tos, viene tanto si se quiere como si no se quiere. Anna no quiere co-rrerse pero des¬graciadamente tiene que hacerlo.
Anna le dice a Hans que tenga en cuenta que no es fácil encontrar a una mujer como ella, que teóricamente sepa lo que sabe ella porque simplemente no las hay, y menos aún en el radio de acción de Hans. Ninguna otra podría entender lo que le sucede contigo, yo, sin embar-go, lo entiendo, esa es mi ventaja, por eso tienes que tratarme con cui-dado, porque mi sensibilidad sufre mucho más con los defectos del mundo que la de cualquier otra. Quiéreme, Hans, ¿lo harás, verdad? por favor, por favor. Una mujer como yo no suele pedir las cosas, pero si lo hace una vez, hay que darle lo que pide porque ha sabido tragarse su orgullo.
Ya ha cedido mi tensión y tengo que volver a mi puesto de trabajo antes de que adviertan mi ausencia.
Anna besa a Hans con amor. Lo hace con un ruido excesivo que inco¬moda a Hans. Se aparta de Anna y se pone sus pantalones de trabajo y su camisa de cuadros. Encima de la mesa está el segundo bocadillo de queso y un botellín de cerveza que son imprescindibles para reponerse. Sobre la cama está la mujer que a continuación le ayuda a uno a re-componerse. Hay que querer mucho a una persona cuando ésta puede comerse un bocadillo de queso justo antes del acto. Anna quiere tanto a Hans que ni siquiera había reparado en el primer bocadillo de queso, igual que una madre qué ha dejado de percibir el olor a mierda de su bebé.
Hans dice que no cree que en este caso se pueda hablar de amor, porque el amor todavía le está esperando y porque se parece más a Sophie... que, además, lo es. Mucho después de haberse perdido sus pasos por las escaleras, Anna sigue viéndole, igual que una vaca que ve pasar un tren expreso, y sabe que el amor se parece a él y que no es que sea feo pero sí, de alguna manera, desagradable. Porque él ignora lo que ha encontrado en ella, porque es lo mejor que le ha podido ocu-rrir, en realidad, casi demasiado bueno. Desafortunadamente, él persi-gue una dicha lejana cuando la tiene tan cerca, en la vida lo bueno sue-le estar cerca. Pero él tiene que dar rienda suelta a su fantasía. Des-agradable para ella, pero no para él.

Árboles de distintas especies se estremecen contra el cielo nocturno, sacudidos por el viento. Parece como si los sacudieran unos ganchos de hierro invisibles, pero este cuadro de aparente desorden, que en reali-dad es orden, lo ha creado el jardinero, que quiso agruparlos así inten-cionadamen¬te. Gimen y suban como si estuvieran en peligro sus vidas, pero nadie les hace nada excepto el viento. En el jardín de Sophie están definitivamente a salvo de cualquier desperfecto. La impresión que crean es íntima y artística; es la misma que quiere producir Rainer, quien se encuentra agachado al pie de un árbol cualquiera, maltratando la lengua alemana, como suele decirle su profesora de alemán, pero sus redacciones son ante todo originales y, con frecuencia, rompen con los convencionalismos. Además de su hermana, sólo le entiende Sophie, nadie más. Con violencia da golpes repetidos contra un pino porque no se acuerda de una determinada palabra, no quiere venirle a la cabeza, pero al golpear al inocente pino por quinta vez consecutiva, de pronto la recuerda, naturalmente es «muerte» y esto crea un ambiente lú¬gubre en su derredor. Siempre piensa en la muerte e intenta acompa-ñar este pensamiento con la expresión de rostro pertinente. En el ámbi-to francés es una mujer y aparece en Cocteau, en el ámbito alemán es un hombre y aparece en su propia obra. Una de sus poesías se encuen-tra en estado de gestación, que suele ser doloroso y a veces no conclu-ye porque el poeta se ha rendido antes de tiempo. Tiene muy poca pa-ciencia porque la creación de un poema está ligada al dolor y, además, consume mucho tiempo, algo de lo que un artista no suele disponer porque, además de su poesía, tiene que hacer otras cosas que conti-nuamente le precipitan a ir hacia adelante.
Sophie no se precipita como el viento, sino que se desliza como la cu¬chilla de una bota de patinar sobre una superficie de hielo espejeante. Su razón está fundamentada sobre su finca y sus terrenos y no necesita ninguna razón especial para pasearse por ellos; los cubre un césped in-glés saturado de aspersores de agua y de flores exóticas. Un espectro blanco surge de la nada y se revela como Sophie en persona y Rainer espera que no vuelva a perderse en la nada con demasiada rapidez, ya que la necesita para inspirar¬se. Se ha quedado parado en el estanque donde la muerte deposita un gorrito de marinero sobre la cara del niño muerto. Esto recuerda a Trakl, pero sólo vagamente. Prueba con la vio-lencia, para encubrir su debilidad frente a ella, y le ordena que se sien-te sobre su propio césped. Esto es algo que ella debería decirle a él porque, por regla general, el anfitrión suele ser el pro¬pietario. No obs-tante, ella se sienta.
En la casa se ha reunido un grupo de gente, que conversa envuelta en fragantes vestidos embrocados y trajes de etiqueta. Es gente em-prendedora que, como se desprende de la propia palabra, emprende muchas cosas. A veces también toleran alguna broma. Emprenden co-sas como jugar al golf o montar a caballo en la Krieau. Apenas puede percibirse la débil melodía de un fox-trot que hace girar las manchas de mujer color pastel de un lado a otro. Unas veces se deslizan grácilmen-te, otras despejan los espacios como palas de una excavadora y los criados que traen las bandejas se ven obligados a ponerse a salvo; si son honrados y diligentes tienen asegurado su puesto en esta casa. Los vestidos son preciosos, se regocija uno con sólo verlos, aunque sea desde la distancia, en la que en este momento se encuentra Rainer. Di-ce que no tiene interés en pasar al interior porque las estructuras socia-les se comprenden mejor desde fuera, porque se ve el cuadro con más detalle. Pero semejantes estructuras no tienen cabida en la literatura, porque ya existen y no tienen que ser inventadas, que es algo de lo que se ocupa exclusivamente la poesía. Las manchas de color y las cabezas de sus porta¬doras destacan como enormes manchas de color –como otra cosa simple¬mente no se reconocen– sobre el fondo cristalino. Y sus joyas brillan como la espuma de las olas. Rainer observa todo esto des-de su sitio, que natural¬mente no es la calle sino el parque. Aunque tampoco este lugar le resulta muy familiar porque está acostumbrado a los espacios interiores, que le protegen cuidadosamente de los ruidos y de los movimientos de esta calle en particular. No es el hastío, sino los muebles de estilo que hay en el cuarto de adolescente de Sophie. Y di-go adolescente porque lo siento así, porque todavía no eres una mujer, Sophie, aunque será algo grandioso cuando lo seas, ayudada, natural-mente, por mí. Será una explosión pero sin impurezas, como suele ser-lo entre personas normales, si el marido es un burro y la mujer no tan bella.
Sophie nunca ha pensado que con un cuerpo se pudiera hacer otra cosa que no fuera deporte, nunca se le había pasado por la cabeza (nunca se le había ocurrido). Quizá haya algo más que yo no conozca pero ¿qué podría ser? Realmente no se me ocurre nada, pero seguro que es innecesario porque a mí no me falta nada, no necesito nada, y por eso no se hace aunque, en honor a la verdad, con frecuencia ella misma lleva a cabo lo innecesario. De la pared de su cuarto cuelgan fo-tos enmarcadas: Sophie a los tres años, a los cuatro llevando bonitos y elegantes vestidos en una de sus fincas, o delante de una de las gran-des mansiones de St. Moritz. La impresión es terriblemente estética y Sophie mira estas fotos con placer porque de ellas emana una armonía que ahora ha perdido, no sabe dónde, pero tampoco la busca, porque en los últimos tiempos tiene una ligera necesidad de suciedad, que es precisamente todo lo contrario. Pero hasta la suciedad la lleva con esti-lo, porque todo lo que hace Sophie, lo hace con estilo. Las cosas, si se hacen, se hacen bien. En contraste con ella, está el cerdo de Rainer que sólo produce mierda, de la que también quiere deshacerse hablando in-interrum¬pidamente de ella, hasta convertir la mierda en oro. Así ésta pierde sus propiedades. Pero transformada en oro tampoco tiene ya el mismo valor. ¿Por qué no revolcarse en ella y abandonar de manera consciente la trans¬formación literaria? Basta con que uno sepa que es mierda, ¿tiene que en¬terarse todo el mundo? ¿Es posible que a Rainer le interese más la descripción de la suciedad que la suciedad misma? Hastío. Delante del enorme portal de hierro, heredado de una enorme fortuna, la madre de Sophie surge del suelo como una llama de vela que fuera encendida súbitamente; en se¬guida se abalanza sobre ella una enorme cantidad de gente que con sus débiles garras llaman a las puertas de su capital, pero no reciben respuesta y se vuelven a mar-char con las manos vacías. Pero no es cierto, como pudiera sospechar-se, que esta madre no haga absolutamente nada porque además de madre es una científica estupenda y encima guapa, que se realiza con su trabajo; unos se realizan más que otros, ella, desde luego, más. No basta con quedarse todo el día en casa, además hay que hacerse cientí-fica. Es como un cuadro de Klint transportado por la locomotora de un tren rápido, de la oscuridad a la luz. Su silueta, de un azul pálido, no fue ideada en ningún momento para servir de monumento recordatorio de todos aque¬llos que durante la época nazi murieron por las fundicio-nes de acero de su propiedad, sino que se concibió para que un obser-vador imparcial pudiera admirar su belleza; aunque se tengan reservas, hay que saber valorar una belleza cuando se la tiene delante, indepen-dientemente de quien se trate. La madre le dice a Sophie que entre en casa, para evitar un resfriado, y porque quieren verla varios invitados. Tu amigo puede pasar a la cocina y comerse el helado de frambuesa casero, aunque coma mucho, sigue habiendo sufi¬ciente. No puedes comprar mi amor, mamá. Acto seguido la madre entra en casa, se tira sobre la cama, le da un ataque histérico y se pone a gritar como un animal, víctima de los estertores de la muerte; varias personas lo inten-tan pero no consiguen amortiguar el ataque, hasta que finalmente un profesor de medicina, presente entre los invitados, le administra un medi¬camento para que pueda dormir. No le importan nada sus invita-dos, ella se suicida ahí mismo si su única hija no la quiere. Cuando el mando entra a preguntar cómo se encuentra, le escupe y le echa por-que proviene de una familia relativamente pobre y ha estudiado inge-niería, una carrera que costó muchos sacrificios a sus padres. Pero los sacrificios forman parte del pasado y también los padres, sólo queda una mujer que solloza.
Sophie hace una pequeña reverencia y se pavonea con su falda de tul blanca. El tul crepita suavemente como si estuvieran ardiendo minúscu-las virutas de madera. Con los pequeños soplos de aire se levanta lige-ramente porque para el viento es una buena superficie de ataque, cosa que Sophie rara vez suele ser. Cuando la tela se levanta pueden verse las delgadas pier¬nas de Sophie, envueltas en unas medias finísimas, que son tanto más caras si se tiene en cuenta la facilidad con que se pueden romper. Pensar en la permanencia en presencia de este res-plandor mate, es la perversión misma, y Rainer intenta dejar de pensar en ello porque reflejar la fugacidad de su propia lírica ya es suficiente trabajo. Produce pocas satisfacciones pensar en ello, porque después muchas generaciones habrán de leer su poesía con detenimiento. Aun-que es posible que no lo hagan porque probablemente no lleguen a co-nocerla. Sophie recoge, pensativa (espero que ella sí piense en estas poesías, pero no, evidentemente no) una ramita puntiaguda del suelo y hace un agujero en el nylon de una de sus medias, hurga un poco en él y ¡zas!, todos los puntos se deshacen a una velocidad extrema, tan fina es la media que casi ni se percibe, pero se sabe que donde antes había media ya no queda nada. Es como si se hubiese desintegrado. El hecho de que su pelo brille tanto es debido a los cien golpes de cepillo. Es tan necesario para su cuidado diario como la mantequilla lo es para el bo-cadillo, a no ser que en casa uno tenga que sustituirla por margarina. Sophie ha destrozado su media derecha íntegramente, no sé si estoy a tiempo de pedirle un par para Anna, ya que es capaz de estropearlas con tanta saña y dejarlas inservibles, pero no, todo antes que pedir. Ahora voy a entrar, después de todo, ten¬dremos que prescindir una vez más de la compañía de mamá por el resto de la noche. Si quieren oír una de mis poesías (también Sophie escribe cosas semejantes pero con menos ganas), les leeré en francés uno de los pasajes guarros de Sade o de Bataille, cosa que no les chocará sino que les divertirá. No como Schwarzenfels, que el otro día en el club insultó soezmente a sus com-pañeros de juego y rompió varios vasos. Se lanzó, completamente uni¬formado, sobre la mesa, todo tintineaba y castañeteaba. El incidente se pasó por alto, aunque fue de mala educación, Schwarzenfels es un en-fant terrible, eso no se puede remediar. Se emborracha y se pone gro-sero, tan sencillo como eso. Es un cerdo. Conduce un Porsche, que a Rainer le gustaría tener pero no así la inteligencia del propietario, que considera muy inferior a la suya.
Sin embargo, ahora Rainer tampoco demuestra tener mucho más se-so que él porque intenta meter su sucia cabeza entre las piernas de Sophie. Pero no lo logra. Con un ágil paso lateral, la chica –que ya lleva algún tiempo de pie– golpea su cabeza contra el sorprendido pino; lo hizo in¬tencionadamente y por eso el golpe fue más duro de lo necesa-rio. Te quiero, Sophie, con lo que quiero decir que ya nada me importa excepto tú. Sólo por ti se contraen de dolor mis músculos faciales. Pero el dolor sólo es el principio porque ahora voy a besarte violentamente y ese será el punto culminante. Está bien que casualmente seas blanda, Sophie, y yo duro, por¬que los opuestos se atraen. Nos atraemos mucho mutuamente y no lo po¬demos remediar. Una nueva ráfaga de viento hace que los abedules giman y también los dos sauces que están a una buena distancia el uno del otro. Habiendo sido interrumpido su sueño, un pájaro emprende su vuelo gritan¬do. En un parque público se carece de tranquilidad y ahora tampoco logra uno encontrarla aquí. La luna alocada galopa apresuradamente por el cielo, pero en realidad sólo son las nubes las que galopan. Rainer contempla la luna y dice algo sobre ella, tiene que ser una imagen que todavía no se le haya ocurrido a na-die, porque si no, podría decir simplemente que la luna es como un dis-co plateado que cuelga del cielo, o algo así. Sophie dice que el éxtasis amoroso no es otra cosa que la satisfacción del propio orgullo (Musil). Rainer dice que sólo es orgulloso como artista y entonces en grado su-mo, pero que, por lo demás, ha terminado con todo en la vida; su vida está desecha porque él se mantiene al margen de la sociedad y de sus nor¬mas. Su amor está completamente libre de todo menos de amor. Cuando destapa la parte delantera del vestido de Sophie, profundamen-te escotado, y observa sus pechos, se da cuenta de que está parado sobre la hierba mojada y supone que mañana seguramente estará res-friado. Las suelas de sus clippers americanos han sido reparadas dema-siadas veces con cartón, y el cartón no es demasiado consistente, se ablanda; tan poco consistente como los deseos de Rainer, que son am-biciosos y que le presionan tanto que le sale humo por las orejas.
Sophie vuelve a cubrir lo que debía cubrir su escote y aparta la ansio-sa mano de este pájaro codicioso; no va a conseguir lo que quiere. Vuelve a repetir a Rainer que si su situación económica fuera distinta, no tendría que ser artista, ya que el arte, aun siendo inmaterial, es lo único que la gente valora un poco. Rainer rechaza esta definición por-que la gente le importa un comino, él produce arte única y exclusiva-mente para sí mismo y si, además, hay alguien que se interese por él: ¡adelante!, ¡quizá algún día le impriman y le editen! Esconde su cabeza en el vientre de Sophie, que es liso y está muy caliente y no contiene guijarros; si alguno de sus arrogantes amigos los está observando, se-guro que siente envidia, porque ninguno de ellos puede hacer lo que él está haciendo. El tiempo se detiene un momento para el hombre y la mujer, y es un buen momento porque el tiempo suele empeorarlo todo, los pobres envejecen en él, los ricos logran retenerlo un poco, pero no definitivamente, porque al final éste les alcanza. Al fin y al cabo el tiempo es democrático, algo que Rainer no es. Él odia a la masa y por eso sobresale de ella notoriamente. En la cavidad de Sophie se siente como una cría que ya no encuentra alimento en el seno materno y des-afor¬tunadamente tiene que buscarlo en una naturaleza que le resulta hostil. Y quién sabe si algún día tendrá que dar de mamar él mismo, eso si no sucede algún milagro que le permita librarse de la procrea-ción. Rainer tiene miedo al futuro y al envejecimiento paulatino. Ahora Sophie tiene que marcharse definitivamente, una frase que, como sa-bemos, repite con frecuencia. Rainer le dice, muy oportunamente, que ha notado que lucha implacablemente contra los sentimientos que ha desarrollado por él, pero que no logrará vencerlos y le recomienda em-plear esas energías para dar una patada a esos burgueses que tiene dentro de casa. Recorre con sus manos el largo de las piernas de Sop-hie, hasta que ya no quedan piernas y tampoco manos porque ella se las aparta. Eres un precioso anarquista que sólo quiere vengarse (Sop-hie). No, no me quiero vengar, precisamente porque busco el absurdo como principio. Como ya decía Sade, siempre que los derechos de los seres humanos se repartan por igual –para que luego cada uno de ellos pueda vengarse de las injusticias sufridas– no puede engrandecerse un déspota. Le harían callar rápidamente. Es la enorme cantidad de leyes la que provoca los delitos (Rainer). Estas leyes, o cualesquiera otras, no están hechas para mí, sino para aquellos que anhelan un papel de mando. En realidad yo ya soy un dirigente y de ahora en adelante quie-ro, por ejemplo, dirigirte a ti, mi amor. Albergo un odio tal que podría compartirlo con una segunda persona. ¿Y quién es esa segunda persona con la que podrías compartirlo? A mí, por ejemplo, no me hace falta el odio, puedo hacerlo sin ninguna razón aparente. Me gustaría saber para qué iba a desarrollar yo un odio.
Rainer ha vuelto a destapar la parte delantera del vestido de la mu-chacha, y le muerde el pezón derecho, que es mínimo y de un rosa pá-lido como el de los niños pequeños; esto provoca un leve chillido pare-cido al de los numerosos pájaros que uno puede encontrarse aquí. Pero rápidamente el grito vuelve a extinguirse. Ay, decía el grito.
¡Qué tontería! Creo que tengo que refrescarte un poco. Ahora mismo te traigo un helado, en seguida te lo traigo. La hierba se alza ante Rai-ner. Eso procede del asco, el asco procede de la agresión, la agresión procede de las ansias que tiene por Sophie, y estas ansias proceden de su belleza. La realidad rebasa a Rainer, como si estuvieran vaciando la piscina encima de él. Él se encuentra abajo, en una humedad totalmen-te oscura que quiere entrar por todos sus orificios, por más que intente taponarlos desesperada¬mente. Cuando siente que alguien le está la-miendo, alza la mirada, pero sólo es Selma, la perra de caza de Sophie, llamada así en honor de la escritora Selma Lagerlöf, una de las prime-ras experiencias literarias de Sophie, que carece de valor porque toda-vía no conocía a Rainer. Rainer abraza al animal insensible que se ha arrimado a él. A veces, los animales son mejores que los hombres y uno puede aprender de ellos. Por ejemplo, dulzura y sumi¬sión. Sophie carece de ambas. Rainer coge el helado de la mano del criado y se va trotando. Hace mucho desde que le ha abandonado Sophie y poco des-de que Selma, con sus bien cuidadas patas, recorriera el césped, dando saltos juguetones (en este momento no está de servicio), persiguiendo a un adversario imaginario. Y Rainer tropieza en la oscuridad con un adversario que es auténtico, probablemente sea él mismo; le han in-formado de que en la postpubertad el hombre joven siempre es su pro-pio peor enemigo y que eso procede de las hormonas en ebullición. Abre el portón del parque y entra en una barriada que, a medida que va avanzando, se va haciendo más pobre. Su figura se empequeñece, no porque se esté alejando, sino porque el entorno la empequeñece invo-luntariamente. Hace un rato, todavía era alguien en un parque, ahora es Nadie en un tranvía. Es una experiencia terrible porque también po-dría darse el caso de la desaparición total. La oscuridad engulle las re-jas del parque como si nunca hubieran existido. El parque ha desapare-cido, Rainer sigue estando, pero en otro lugar.
Detrás ha dejado la luz, ésta se llama Sophie y no suele permanecer mucho tiempo. Pero Rainer tiene que quedarse justo donde está, por-que no puede salirse de su pellejo, y en esto se parece, excepcional-mente, a los restantes seres humanos, que tampoco pueden hacerlo.

Ahora que ya conozco los grandes espacios, los pequeños, como éste, me resultan aún más pequeños. Es que son realmente pequeños, dice Hans enfadado, al tiempo que da una patada contra la pared del piso comunitario, que no tiene la culpa de su tamaño; con todo, sigue sien-do un piso humano porque dispone de todo lo que se necesita para vi-vir. Que, por otro lado, no es mucho, porque el hombre sabe manejarse con poco si se ve en la necesidad de hacerlo. Por ello esta casa ofrece más bien poco. También aquí sopla el viento, pero es un viento de ciu-dad que arrastra la suciedad y el polvo de las obras que han de eliminar las últimas ruinas y embellecer la ciudad de Viena. Una luz tenue atra-viesa el conjunto e indica que la primavera que llega va a ser suave. Esta luz es característica de esta zona antigua de Viena; no pasa nada por alto, pero tampoco revela nada digno de atención. El aire es seco; en él se esconden periódicamente frag¬mentos de cristal, insectos y ba-cilos de la gripe. Lo atraviesan muchachas con enaguas modernas y simpáticas coletas; el rasgo esencial de su carácter es la juventud, que pronto perderán. Les gusta bailar y escuchar música; en el piso de arri-ba nacen ilusiones respecto a la profesión futura, que se puede elegir porque la situación económica ofrece posibilidades de elección, aunque de perspectivas inciertas. También podría ocurrir que se le derrumbara a uno encima.
Hans tiene un recuerdo de juventud, y es el siguiente: por cinco che-lines puede uno sentarse en la primera o segunda fila del cine Albert, para ver qué pinta tiene esa situación económica de la que él pronto pasará a formar parte. Pero por el momento ésta todavía pertenece a otros y sólo se la observa desde fuera. Exhibe preciosos trajes de sastre con corpiño, o vesti¬dos tiroleses con pronunciados escotes y besa a Ru-dolf Prack o a Adrián Hoven o a Karlheinz Böhm. Todo ha mejorado y si no ha mejorado, ya lo hará. 1937: empresarios–100, trabajadores–100.1949: empresarios–115, trabajadores –85. Si se trata de un hom-bre, entonces besa a Marianne Hold o a la cariñosa y entrañable Conny, aunque ésta es más bien para los jóve¬nes. A veces él la acompaña, ¡in-cluso con frecuencia! Canta alguna cancioncilla que está de moda y se llama Peter Kraus. A menudo, se producen curiosas confusiones, que provocan carcajadas, y de las que se deduce que en realidad Christian Wolff es hijo de un director general, aunque no se le parezca en nada; su público no aparenta nada porque en realidad no es nada. Conny tie-ne gracia vistiendo y se enamora de él cuando éste aún no promete na-da. Lo que dice mucho en favor de su corazón y de su carácter, que es lo que en definitiva cuenta. Los rizos engominados de los espectadores se balancean al compás como colas de gallo y se alegran ante la expec-tativa de que unas manos acariciantes de muchacha, que pertenecen a aprendizas de peluquería y a futuras secretarias, los desenmascaren como lo que son, es decir, como rizos engominados de aprendices y jó-venes empleados. No se debe querer aparentar más de lo que uno es, esta es la moraleja. A veces, los héroes del cine aparentan intenciona-damente ser menos de lo que en realidad son. Es totalmente incom-prensible. A veces las manos de las mu¬chachas se deslizan un poco más abajo para tocar el pálido instrumento que nunca llega a ver la luz, a lo sumo un bañador, y que con frecuencia, por sus costumbres seden-tarias, está demasiado cansado para moverse o hacerse sentir. Otras veces, sin embargo, hace acto de presencia súbitamente, sin interesar-se por los sentimientos de la persona que lo está manipulando. Con tal de poder salpicar, se da por satisfecho y, desde luego, no lo hace de-ntro de la mano.
A veces también Edith Elmay, con sus enormes pechos, se desenmas-cara como lo que realmente es: la hija del propietario de una fábrica, algo que no se podía prever. Pero el espectador lo sabe desde el princi-pio y disfruta con las exquisitas situaciones de enredo en las que uno se burla de otro, movido por un gran amor –mal entendido al principio– pero que acabará imponiéndose. Nosotros nunca pondríamos en peligro nuestro incipiente amor por malentendidos, porque quién sabe cuándo llegará el próximo; y ya es una suerte haber encontrado uno.
Muchos de los espectadores juveniles, que se sienten centro de la aten¬ción porque la heroína de esta película es la chica de enfrente, sue-ñan ya con tener coche propio o Vespa, y esto muy poco después de que sus padres hayan podido rehacer sus vidas destrozadas por la gue-rra y hayan salido tímidamente adelante en la más sofocante de las es-trecheces. ¿Les saldrá bien o se habrán quedado estancados? Pero no, sus padres no pueden estancarse porque no tienen tiempo que perder, tienen que reconstruir su patria. Por lo tanto, deben enmudecer todos los deseos egoístas, sólo puede prevalecer el deseo de adquirir una as-piradora nueva, un frigorífico nuevo o un aparato de música nuevo, pa-ra fomentar el comercio y operar un cambio. El comer¬cio ya empieza a existir pero todavía no ha cambiado nada. Hace no dema¬siado tiempo un panfleto del partido socialista en Graz, incitando a la li¬quidación de los dirigentes de las huelgas, contribuía a impedir el cambio; ahora sólo existe la publicidad, que por lo menos presta al conjunto de las calles un alegre colorido.
Ruth Leuwerick besa a O. W. Fischer con lágrimas en los ojos. Maria Schell besa, con lágrimas en los ojos a O. W. Fischer. Con lágrimas en los ojos, un corazón de madre observa un asado de domingo carboniza-do. Lo ha dejado quemar por descuido. La carne es cara y, hasta cierto punto, un lujo. Los Alpes aparecen en el cuadro cada vez con mayor frecuencia y se oye una música popular. Las gemelas pueblan el valle del Wachau o el monte Dachstein y cantan ininterrumpidamente hasta que cada una de ellas ha conseguido el hombre más adecuado y se reti-ra con él a la vida privada. A los espectadores les inquieta que, como ellos, esta gente de película sólo tenga una única vida privada, y que si la pierden no encuentren otra. Lo fundamental es poder llevar una vida privada sana. Hay que hacer todo lo posible por llenar esa vida privada, lo que algunos intentan en una mansión en el Wolfgangsee, otros en una vivienda municipal o en un viejo edificio con lavadero comunitario, en cuyo caso depende, naturalmente, de la vo¬luntad. Pero ni siquiera las gemelas Kessler, con sus elegantes piernas, dis¬ponen de dos vidas, es decir, sí tienen dos, pero cada una de ellas sólo una. Peter Weck se adelanta con un descapotable deportivo y acto seguido de¬saparece. An-tes todavía estaba solo, ahora le acompaña la encantadora Corny Co-linns, con sus hoyuelos en las mejillas; está arrimada a él y derrocha charme. En las próximas horas no le abandonará, probablemente no lo haga nunca. Otra en su lugar tampoco lo haría porque se tarda mucho en encon¬trar un gran amor y una vez que ha llegado no se le puede de-jar escapar. Tampoco lo harían las muchachas que van al cine. Siempre se quedan el mayor tiempo posible y si se las rechaza bruscamente llo-ran su mal de amores, como, con frecuencia, lo hace María Schell. De vez en cuando un mastuerzo molesta considerablemente, riega su en-torno con cerveza, da una paliza a alguien y luego vuelve a casa donde, a su vez, recibe una paliza para que se restablezca el equilibrio, la es-tabilidad. Por el camino, le insultan muchas personas, sobre todo por su vestimenta de cuero, que es precisa¬mente lo que le gusta a él y por lo que ha estado ahorrando tanto tiempo. Él sabe de antemano que no conseguirá a Corny Collins, porque ésta ya pertenece a Peter Weck, pe-ro por lo menos lo intenta. También Heinz Conrads, la gloria local algo entrada en años, besa finalmente a una mucha¬cha; el es más bien para los mayores porque tiene cualidades humanas. A los insignificantes ma-yores, que ya no intervienen en el proceso de produc¬ción, les basta con una estrella local, no necesitan contratar a una estrella invitada. Él de-muestra que los mayores tienen un sistema de valores mien¬tras que los jóvenes son superficiales. Los jóvenes se ríen de los mayores y de sus valores, pero unos años después echan mano de ellos, porque para en-tonces ellos mismos se han hecho mayores y buscan la tranquilidad. Hans ya es algo mayor pero sigue dando guerra. Luego incluso se com-pran una casa propia, si se lo pueden permitir, claro está. El sol se po-ne, como tantas otras veces, y Maria Andergast canta un dúo con al-guien de cuyo nombre no puedo acordarme, ¿no sería Attila (Paul) Hörbiger? Peter Alexander canta un dúo con Caterina Valente. Caterina Valente canta un dúo con Silvio Francesco, su hermano carnal, acom-pañándolo de unos gestos que quieren indicar lo contenta que está hoy otra vez, tan contenta que casi no cabe en sí. Lolita canta una canción acerca de un marinero y luego un dúo con Vico que también hace mue-cas, unas muecas tan exageradas que está a punto de desencajársele la mandíbula. El marinero deja de soñar y en las agencias de viaje crece la facturación. Vico entorna los ojos hasta dejarlos en blanco, se regoci-ja como en un ataque epiléptico. Si sigue así habrá que meterle un ta-rugo de madera entre los dientes y sacarle la lengua, para que el talen-toso cantante suizo no se asfixie. De lo contrario su gran porvenir aca-baría antes de lo debido. Jóvenes cervatillos Bambi dan miedosas zan-ca¬das sobre la pantalla, sus largas piernas de bebé son tan monas que pronto serán alzadas del suelo para estrujarse contra unos pechos en-corsetados, de tal manera que sacan la lengua y entornan los ojos. Ninguna actriz principal puede dejar a un Bambi, este animal de bos-que, tirado en el suelo. Precisa¬mente porque se le quiere tanto, está tan alegre en la linde del bosque. La que lo levanta es Waltraud Haas (Haasi), en su papel de huérfana rubia, que encuentra a un buen amo, el párroco de Kirchfeld. Iba a ser seducida pero se escapa antes de que esto ocurriera. Las jóvenes dependientas que están en el cine compri-men sus muslos al llorar, de tal manera que las manos del tornero o soldador que los palpan, quedan atrapadas en medio sin espacio para maniobrar. La mano quiere entrar pero sólo consigue entrar en una bol-sa de palomitas, recién descubiertas en América, que rebosa abundan-cia y superfluidad porque está muy llena. El tantas veces ensayado abrazo esta vez no llega a realizarse porque Conny, la graciosa Ma-riann, tiene que hacer un examen en el conservatorio. Con ella se transpira sudor de ocio que es más agradable que el sudor del trabajo, porque se produce voluntariamente. Ella, Conny, a pesar de haber reci-bido una formación musical clásica, pre¬fiere cantar alegres canciones de moda en un club nocturno, lugar al que la sigue el director del conser-vatorio, que al fin tiene que reírse enérgicamente del yerro de su mejor alumna, que pronto se casará con un hombre joven y rico, aunque de momento todavía oponga resistencia. En esta película, Conny lanza a veces graves quejidos, que no corresponden a su naturaleza que es despreocupada y alegre, como tiene que ser la juventud (la seriedad pega demasiado pronto), pero el mal de amores le da quehacer incluso a ella, es increíble. No obstante, se sabe que no durará mucho. Bibí Johns y Peter Alexander cantan un dúo en Amor, jazz y fantasía, «quie-ren tener una casa rodeada de flores junto al mar azul». Ernst, desgra-ciadamente, llega cada vez más tarde a casa, quiere un Volkswagen, pero debe casarse. Final¬mente, también las muchachas del Wachau acaban contrayendo matrimonio. Pero no en Wachau, porque se casan con unos chicos de ciudad, que ojalá no sean demasiado materialistas, como suelen serlo los que viven en la ciu¬dad. Deberían haber elegido a un buen hombre del campo porque éstos saben lo que son los valores y de donde proceden, es decir, de la naturaleza. La madre de Hans, ocu-pada en escribir sobres, interrumpe el popurrí de pensamientos de su hijo, porque quiere mejorar sus capacidades intelectua¬les. No lo consi-gue porque Hans sólo escucha el rock and roll, que con frecuencia, su amigo Rainer le comenta. En estos momentos Rainer tiene delante un campari-soda y explica el modo en que funciona la música mo¬derna, mientras que Hans preferiría simplemente dejarla funcionar, algo que le impiden las sandeces de su amigo. Además, Rainer ha vuelto a mentir, dice que conoce personalmente a un músico, pero es mentira. No cono-ce a ningún músico, sólo presume de ello. Frecuentemente, Rainer di-serta sobre temas que no interesan a nadie lo más mínimo. Hoy diserta también la madre de Hans para abrirle los horizontes a su hijo, pero es en vano. Como de costumbre, es una lección de historia" que Hans se ha tragado ya con anterioridad. La madre abre un libro y lee sin volup-tuosidad alguna: el viernes 6 de octubre de 1950, el chelín austriaco fue devaluado frente al dólar de 14 a 21,60, con lo que se demostró que el acuerdo sobre salarios y precios del mismo año, con su pretendi-da compensación de la subida de precios, fue un timo y un fraude para el pueblo. (¡Qué importa! con tal de que siga corriendo el chelín en el Hawelka o en el bar Picasso). La madre narra que muchos funcionarios socialdemócratas del sindicato han abando¬nado su viejo y amado parti-do porque, desde un punto de vista espiritual, no podían soportar la idea de un frente común con el reaccionario partido popular en contra de los obreros combatientes. Si como socialista uno es tildado de cerdo por un secretario del sindicato socialista, uno debe aban¬donar el parti-do. Y así, etc., etc., etc., su madre le aburre y sigue trabajando como si le pagaran por ello, que de hecho es lo que ocurre. Pero lo necesita. Preferiría hacer algo más interesante, pero es demasiado vieja. Porque el futuro pertenece a las fuerzas de trabajo jóvenes y asimismo el pre-sente. También en el pasado la juventud podía morder el polvo en pri-mer lugar. Nunca se la ha dejado de lado, siempre lleva la delantera. Cuando lo viejo se ha hecho insoportable hay que recurrir a algo nuevo. A Hans su vida antigua le parece insufrible y quiere empezar una vida nueva. Cuando ya no se soporta un matrimonio insufrible entonces hay que separarse, piensa Hans recordando una película americana en la que surgieron problemas y se actuó de esa manera. Por lo demás, pre-fiere ver películas alemanas, no por fomentar lo nacional, sino porque son menos problemáticas. Con James Dean va todo demasiado rápido y es difícil seguirle. Nada más haber asi¬milado un problema, surge uno nuevo. Es mejor una separación rápida y limpia, que quizá duela pro-fundamente, que un espanto sin fin. Hans piensa en Anna y en su coño y en que lo viejo tiene que ser sustituido por lo nuevo. Por regla gene-ral a uno siempre le espera algo mejor, de lo contrario, podría uno que-darse tranquilamente con lo viejo. Pero cuando se ha encon¬trado algo nuevo y mejor, uno deja pasar lo viejo. Todo depende del mo¬mento de la separación. Hay que seguir los impulsos del corazón que, de todos modos, siempre dice lo que uno quiere. El corazón de Hans grita ¡Sop-hie! y da un salto de más de cuatro metros sobre la arena, ¡bravo! Hans tiene problemas privados, su madre problemas públicos que care-cen de in¬terés porque no tienen ventajas visibles y le roban a uno tiem-po. El trabajo también le roba a uno tiempo, el tiempo en que éste se realiza, pero por lo menos uno lleva dinero a casa; este dinero se tra-duce en calidad de vida, si se tiene sensibilidad para ello. Hans empieza a aclararse acerca de sus sen¬timientos hacia Sophie, algo que en una película puede durar una eternidad aunque luego de repente todo vaya a una velocidad extrema y se desarrolle un poder de penetración increí-ble.
Sophie, alias Vera Tschechowa, alias Karin Baal, son tan impetuosas y estupendas que por el amor de un hombre cometen delitos mayores y me¬nores sobre el asfalto húmedo, que naturalmente es el camino equi-vocado. Cuando Hans dice, alto, toma otro camino, no el de la ilegali-dad, dan su aprobación y al día siguiente se van con él para hacer algo mejor con sus vidas que cometer actos ilegales. Hans ha conseguido que lo hiciera porque la quiere. Un valiente protector podría ser útil, pe-ro en este caso Hans no lo necesita porque tiene voluntad para dar y tomar. A veces uno es acribi¬llado a tiros y yace muerto sobre el pavi-mento. No deben llegar a las armas de fuego. Antes de llegar a eso de-berían dar marcha atrás. Para alcanzar la dicha y hacer carrera no son necesarios los delitos, porque éstos excluyen totalmente a aquéllas. Pa-ra hacer carrera hay que ser digno de confianza; este paso ya lo ha da-do Hans porque Sophie confía en él. El segundo le seguirá en breve. A veces Rainer presume con una pistola que supuestamen¬te pertenece a su padre y dice que puede cogerla tantas veces como quiera; pero es otro de los muchos faroles que acostumbra a tirarse. Por otro lado, su padre le deja coger el coche a pesar de no tener carnet de conducir, co-sa que es cierta porque Hans lo ha visto con sus propios ojos. Esto po-dría acabar mal, en muerte, en lesiones o en el castigo de Rainer.
Como acosada, Karin Baal choca contra los faros de un coche. Hans persigue a Sophie atormentado, la alcanza, la tira al suelo y le hace en-tender que la honestidad es lo que más tiempo perdura. Ella le cree en seguida. La gabardina de Vera Tschechowa es elegante, de una tela bri-llante. En un momento dado, también podría llevarla un hombre.
La madre pide a Hans que le traiga la sopa que se está calentando sobre el fogón. Tiene el pie puesto en alto porque le duele. Esparce pa-peles a su alrededor: el martes 26-9-1950 en Viena, van a la huelga 200 empresas, 8.000 manifestantes avanzan hacia el Ballhausplatz, acordonado por la policía, y organizan un acto ante la cancillería fede-ral.
Miércoles, 17-9: en Viena, Linz, Estiria y otros centros industriales, sobre todo Wr. Neustadt y St. Pólten, se producen enérgicas manifesta-ciones y actos protesta. La huelga llega a su punto culminante.
Hans trae la sopa y, sin ser visto, escupe una enorme cantidad de sa-liva, lo remueve todo y le da el revuelto a su madre, como si no hubiera escupido dentro.
El sábado 30-9-1950, tiene lugar, en la nave de montaje de la fábrica de locomotoras de Florisdorf, la conferencia de comités de empresa de la to¬talidad del territorio austriaco. Cuenta con 2.417 participantes, por lo menos el 90 % son representantes sindicales. Plantean las siguientes exigencias: 1.° anulación de las subidas de precios y 2.° la no devalua-ción del chelín. El gobierno, por contra, exige la defensa de la libertad que se ve amenazada por el comportamiento irreflexivo de los obreros. No deben dejarse ame¬drentar por los malhechores comunistas. Tam-bién hay que derribar las ba¬rricadas ilegales y echar de las empresas a los usurpadores infiltrados, por¬que hay que acabar con la huelga, de lo que depende e! futuro del obrero: es decir, el bienestar general, del que se benefician mayormente los obreros, aunque en realidad no se lo merecen. La madre lee algún texto más.
Pero Hans se levanta y se va. Al pasar tira, como sin querer, un gran montón de periódicos y libros, de la mesa de la cocina al suelo de esta casa de obreros tan culta. Sin limpiar la suciedad que acaba de dejar tras sí, sale rápidamente.

Aunque Rainer no tiene todavía carnet de conducir, su padre le per-mite, de vez en cuando, utilizar el coche, que está por encima de sus posibilidades económicas. El padre no tiene base material, sólo princi-pios básicos y ya ha sido condenado una vez por concurso fraudulento. Se resigna difícilmente con su incesante decadencia y aprovecha el más mínimo pretexto para con¬cebir nuevas esperanzas. Pero no tiene nada que objetar a que su hijo menor conduzca sin carnet. Lo importante es el coche y también Rainer comparte la misma opinión. Pero éste sólo puede conducir el coche cuando lleva al padre y rara vez para fines propios. El inválido se contorsiona al entrar y salir del coche. Es una maniobra complicada y requiere tanta energía que puede dejarle sin aliento. Hoy es el típico día en el que decide, inesperada¬mente, ir en coche a Zwettl, situado en el distrito del bosque. Es por el paisaje. Pero apenas ha tomado la decisión la emprende a latigazos con su mujer en el dormitorio, donde marido y mujer hacen el amor, sirviéndose de una fusta que pertenece a su colección de recuerdos de antaño, de la que también forma parte una bayoneta. El hijo y la hija sólo han podido percibir de la madre un ;ay! muy débil, que ha sido suficiente para hacerles saber que otra vez está recibiendo una paliza por faltas conyu-gales, que por regla general son debidas a engaños. ¡Puta, so puta, me doy media vuelta y te falta tiempo para meterte en la cama con otro hombre! Este otro hombre es el tendero de abajo, al que vigilo. Pero mi paciencia llega a un límite. Pero ¡no!, Otto, yo no me acuesto con nin-gún otro hombre, sólo contigo y me quedo muy satisfecha. Tú sólo vi-ves para los momentos que pasas en compañía de ese impotente. ¡No!, yo no vivo para esos momentos sino sólo para mis hijos y para darles una educación. ¡Lo ves!, lo estás reconociendo. ¿Qué es lo que estoy reconociendo, Otto? En cualquier caso te voy a pegar para que tomes nota y no vuelvas a hacerlo más y en caso de que no lo' hayas hecho nunca, también te pego para que no se te ocurra ni siquiera la idea. Pe-ro si no lo he hecho nunca, por favor no me pegues, Otto, ¡ay!. Éste fue el ¡ay! que escucharon los hermanos.
Rainer dice: Anna, tenemos que hacer algo con este viejo asqueroso. Pero Anna dice que no. ¿Qué es lo que podríamos hacer?, deja a los viejos en paz y preocupémonos de nosotros mismos. Pero la va a ma-tar. Pues que lo haga, una menos, y el otro irá a parar a la cárcel, don-de se pudrirá en total soledad. Al fin seríamos libres. Pero él tiene una pistola. Ya ¿y qué?, si es demasiado cobarde.
Y así, sin haber sido protegida por sus hijos, la madre, llena de carde¬nales y deshecha como está, se apresura a entrar en la cocina para preparar el consistente desayuno de los domingos. Anna quiere practi-car intensamen¬te en el piano y después salir a pasear con Hans, Rainer, por el contrario, llevará a su padre en coche a Zwettl, donde éste quiere ir para desahogarse. Intentará engañar a su mujer, cosa que no logra-rá, pero al menos habrá valido la pena lucir una camisa limpia. El papá siempre está algo excitado. Y por ello se procurará mujeres todavía más jóvenes que la propia mamá, que para empezar es mucho más jo-ven que él. Para estos fines adopta un acento alemán que provoca inte-rés. Vamos, vamos, deprisa, vámonos, por¬que, si no, no saldremos nunca de aquí y tengo mucha prisa por llegar al distrito del bosque. Tú harás de chofer, muchacho, porque tú eres mi hijo, aparte de ti sólo tengo una hija. Además, por la tarde podrás jugar al ajedrez con papá, cosa que Anna no puede hacer porque carece de lógica. Por desgracia, se tienen que abandonar los libros filosóficos de Kant, Hegel y Sartre cuando al papá le entran ganas de ir al distrito del bosque, porque de eso no le libra ni Dios. Si vuelvo a casa y te cojo acostada con el con¬sabido tendero, cometo un asesinato. Y te lo anuncio sin gritar, no co-mo otras veces, Margarethe, porque nunca me has hecho caso, pero hoy fría y terminantemente te digo que te mataré con mi pistola Steyr de cañón reclinable. Tengo todo el derecho a hacerlo. Pero, Otto, por el amor de Dios, no, no, este tendero está felizmente casado y no te co-nozco más que de ir a comprar a su tienda, para lo que me doy mucha prisa y no cruzo con él ni media palabra. Pero antes de ir te cambias de bragas. De eso me he dado cuenta. Pero es para estar más limpia cuando salgo y también para oler mejor, Otto. No tengo a nadie más que a ti y a los niños, a los que procuro una educación académica por-que procedo de una acreditada familia de maes¬tros.
Asqueada, Anna se dirige hacia el piano para encontrar olvido en el reino de los sonidos y consigue encontrarlo porque la música requiere mucha concentración. El padre dice que son sonidos horribles. Porque es mujer como ella, Anna es la preferida de su madre, quien al pasar la acaricia, cosa que indigna a Anna profundamente.
El padre y el hijo suben al coche (que está autorizado para cuatro pa¬sajeros, aunque ahora sólo lleve a dos); uno se sitúa aquí, el otro allí, uno aburrido, el otro con dificultad y cargado, y se alejan del lugar to-mando una de las vías de salida de la ciudad para adentrarse en la na-turaleza, en la que se encuentra un conocido establecimiento para ex-cursionistas donde se pueden hacer amistades con señoras, que al prin-cipio están solas, pero aca¬ban saliendo acompañadas. Pronto empiezan a divisarse los suaves bosques y praderas y los pantanos que se hun-den en la tierra, lo cual es característico de esta región, colindante con Checoslovaquia y en la que ya se respira el áspero aliento del comu-nismo del país vecino. El aire está más frío porque estamos más al Nor-te. Aquí la primavera no está tan adelantada. Huele a agujas de abeto, exactamente el mismo olor que el del spray que se compra en las tien-das, las casas son más pobres, la economía sufre, como es de rigor en una zona de emergencia económica. Los pájaros elevan sus voces de advertencia, no se debe causar ningún accidente, y los corzos hacen ac-to de presencia en el horizonte, pero asqueados, desaparecen inmedia-tamente, adentrándose en la naturaleza, su dominio ancestral, porque los coches des¬piden gases por los tubos de escape y esto va a conver-tirse en un grave problema si el número de coches continúa multipli-cándose. Hoy en día no todo el mundo tiene uno. Es una pena que ten-gamos que soportar a los coches, cuando la naturaleza en sí es tan pu-ra, dice el padre con humor. Como si, momentos antes, no hubiera amenazado de muerte a su mujer.
Ahora está hecho un bendito y en manos del hijo que conduce. Tú eres mi muchachito, Margarethe no ha sido capaz de tener otro como tú. Esos hombres siempre hacen fotografías pornográficas de tu madre. Cuando ten¬ga la oportunidad te las enseñaré, desde luego son lo más guarro que hayas podido ver jamás. Si no fueran extraños los que hicieron esas fotos, diría incluso que son artísticas, pero el propósito lu-jurioso de estos desconocidos, desafortunadamente, destruye todo el efecto. ¡Qué asco!
El hijo muele con sus mandíbulas y permanece callado. No tiene nin-gún sentido defender a la madre porque el papaíto volverá a agredirla con redo¬blada violencia. Ya se tranquilizará. Los nudillos de la mano de Rainer se destacan blanquecinos sobre el volante como si quisieran sa-lirse de la piel. El único consuelo que tiene es pensar en Sophie a la que no ha podido ver hoy por culpa del papá y de sus ansias de pasear. Ojalá que ella tampoco pueda ver a otro joven. Les hubiera gustado conversar sobre Camus, sobre su obra El absurdo y el suicidio *, pero ahora no pueden hablar absoluta¬mente de nada porque el distrito del bosque incita y brama, pregunta y responde: ¿de dónde vienes?, ¿de la gran ciudad? Entonces has llegado al lugar indicado porque esto es el campo.
El padre se envenena por el mutismo de su hijo y le acusa de incesto. ¿Qué pasa?, ¿tú también has dormido ya con mamá, mientras yo esta-ba fuera, trabajando duramente para sacaros adelante?
Pueblos aislados van haciendo su aparición al borde de la carretera y vuelven a desaparecer, muy a su pesar, detrás de ellos, porque han elegido otro pueblo para ir a comer. Zwettl no ofrece mucho más, aun-que es más grande y está a la orilla de un pantano. Finalmente hace su aparición, pro¬duciendo la buena impresión que acostumbra a hacer. Tiene incluso un monasterio llamado «Stift Zwettl», que no será visita-do porque esto no se le puede exigir a un mutilado de guerra. Los do-mingos descansa la vida ciudadana y por doquier reina la calma. Padre e hijo se comen un escalope de ternera con ensalada de pepinos y se toman una cerveza cada uno. Se hallan envueltos en el ambiente de una taberna de raigambre y sabor típi¬camente campesinos. El padre empieza a guiñarle un ojo a una joven for¬nida, de cabellos negros, de unos veinticinco años que se sienta en la mesa de al lado y está tan so-la y es tan bella la señorita que la invita a una tarta Sacher con una porción extra de nata y a un vaso de vino. Y a continuación un cafetito. La joven suelta risitas estridentes: Y bien, hermosa señorita, ¿no esta-ríamos mucho mejor juntaos que separados? No por estar mutilado he dejado de ser hombre, aunque sólo me apoye sobre una pierna. Caca-reo, cacareo, risotada. Se sienta en la mesa del papá que todavía paga dos copas más, Primer ensayo de El Mito de Sísifo. (N. de la T.) una de un licor llamado «Beso con amor» y otra de un licor de huevo con frambuesa y nata. Son muy caros y saben fatal. El papá ya se ha gas-tado bastante con ella. Pronto el hijo se pondrá a devolver. El padre es-tropea el peinado cardado de la gorda y se aventura en el interior de ese nido de pájaros. ¿Me lo puedo permitir? Ja, ja, ja. Sí, se lo puede permitir, maestro, ji, ji. La muchacha no quita los ojos del hijo que tie-ne pinta de estudioso. El hijo contempla la cortina estampada de plásti-co que hay en la ventana. El inválido dirige su mirada hacia lo que, de-bajo de la falda tirolesa de la joven, le ha estado esperando durante tantos años. Su mano se desliza hacia esas oscuras altitudes, mientras que su hijo se encuentra en zonas más su¬blimes, componiendo una poesía: Aquí os mecéis, pálidos harapos sobre el suelo. Yo soy el gran auxilio que se pide socorro a sí mismo. Yo habito en todos los cuadros del mañana.
El padre posa la otra mano sobre el escote que está a punto de rebo-sar. Pronto todos saldrán volando de aquí. Pero el tabernero, que como el padre es veterano de guerra y durante algún tiempo fue un «ilegal» *, se planta delante de ellos y les convida jovialmente a otra ronda. Cuando al padre le ofrecen algo gratis jamás dice que no. Está ya un poco entonado y se per¬mite una broma, al preguntar insinuantemente a la chica, si ya tiene edad suficiente para hacer la carrera, pero incluso para eso es demasiado tonta. Cacareos y más cacareos. Quizá, me puede enseñar algo el señor. A usted ya no es posible enseñarle nada. Pero en caso de que todavía se le pudiera enseñar algo, entonces se lo enseñaría yo. Ja, ja, ja. Ji, ji, ji.
Finalmente se deshace el alegre grupo, pero sólo después de haberse preguntado si el hijo ya lo ha hecho o todavía no lo ha hecho y si se le permite hacerlo y el padre da una respuesta afirmativa con orgullo, di-ciendo que él mismo fue quien le inició. Rainer, sin embargo, no lo ha hecho nunca, siendo éste un secreto que sólo comparte con su herma-na, aunque en sus conversaciones afirma todo lo contrario. De creer lo que dice, lo ha hecho a menudo con muchas y diferentes muchachas a las que plantó demasiado pronto. De todo esto se desprende la escasa capacidad de adaptación social de Rainer. Miente más que lee y lee mu-chísimo.
Todas las mentiras derivan de lo que se lee. Es mejor tener un hijo aprendiendo un oficio que un hijo mentiroso en un instituto.
La chica, que se llama Frieda y trabaja en una fábrica de azúcar, se despide con la manita diciendo: ¡adiós, adiós! No ha sido un buen final.

En la historia austriaca, «nacionalsocialista» entre las dos guerras mundiales. (N. de la T.)

Con toda facilidad me hubiera despachado yo a ésta y me hubiera bastado un dedo y poco más, babea el padre, metiéndose una mano en el interior del pantalón dominguero, recién planchado, pero que pronto se arrugará. Dentro del pantalón mueve y agita sus diligentes dedos, que desde hace ya mucho tiempo no han estado activos, la última vez fue en la guerra y con propósitos homicidas. Ahora se trata de todo lo contrario. El padre se frota el miembro para provocar una eyaculación. Esto le proporcionará un alivio después de la excelente comida y segu-ramente se callará y se dormirá. Pero, por el momento, siente todavía la necesidad de explayarse sobre la calidad de las almejas femeninas, que unas veces son grandes y húmedas, otras estrechas y secas, en cuyo caso es preciso dilatarlas previamente. Escucha lo que te digo, muchacho, lo importante es tenerla tiesa. Si no, no vale. Mira la mía, ¿no es un ejemplar magnífico? Una seta colorada apunta hacia arriba con curiosidad, y es posible que todo vaya a estrellarse contra el para-brisas que luego habrá que limpiar.

Rainer se atraganta con su propio vómito, que ya no sabe tan bien como cuando el escalope de ternera estaba aún sin tocar y sin digerir. Este hombre hace todo esto con mi madre, piensa él. Y ella lo tiene que aguantar como obligación conyugal. Yo también quiero hacerlo con Sophie, pero con ella todo se desarrollará de una forma totalmente dis-tinta.
El padre acelera el ritmo y empieza a jadear. A intervalos bastante re¬gulares el herrumbroso carricoche se ve invadido por uno de sus eruptos de cerveza o uno de esos pedos que tanto teme Rainer. A tra-vés de carreteras secundarias, Rainer conduce el coche hasta el panta-no, aproximándose pe¬ligrosamente a la naturaleza que de pronto ha abierto una garganta capaz de succionarlo y devorarlo. El verde se hace desabrido y peligroso, es de¬masiado verde. Es como una gigantesca oquedad de espinacas. La muñeca del padre sigue dale que te pego; ya se había desabrochado el botón superior en la taberna y ahora siguen todos los demás. Es preciso tener espacio para maniobrar. El padre se va aproximando con la velocidad del viento al or¬gasmo, mientras el hijo se aproxima al pantano que se extiende, como aban¬donado, en la tibie-za del mediodía. Hace todavía demasiado frío para ba¬ñarse, habrá que esperar al verano. El padre mira a su hijo con complicidad, de hombre a hombre. El hijo no le devuelve la mirada sino que mira al frente ensi-mismado. Una luz se refleja sobre la superficie encrespada. El agua se asombra y murmura ¿con este frío vas a meterte? Una pareja de patos salvajes se levanta, aleteando y salpicando agua. Sálvese quien pueda, estas cosas ya se sabe como son, y uno no va a pagar el pato si un im-bécil decide quitarse la vida. Los árboles susurran al unísono. Ahora nos vamos los dos a la mierda, es horrible, piensa Rainer, pisando sobre el acelerador. E inmediatamente se pone a rugir el motor que, aunque re-lativamente débil, tiene la suficiente potencia. ¿Chico, tú estás chalao, o qué? La superficie del agua les hace un guiño y se adelanta a su en-cuentro para abrazarlos, por fin una distracción en esta estación del año tan aburrida. Aquí hay una gran profundidad, ya que se trata de un pantano artificial. La naturaleza no es la única en producir esta clase de peligros. La grava de la orilla gime atormentada; Con un grito, todo el paisaje primaveral se sitúa oblicuamente y lanza una advertencia a tra-vés de una señal de stop. ¡Alto! Prohibido el paso. Peligro. Millones de diminutas criaturas son arrolladas y sus débiles advertencias se acallan. En algún lado se oye el ladrido de un perro de granja que nunca tuvo libertad pero que tampoco la conoce, por haber estado atado siempre a una cadena. No añora lo desconocido. Una aldeana que lleva comida para las gallinas en el delantal, mira con asombro. La hierba comienza a segregar savia presintiendo la llegada del verano. La orilla del agua se precipita hacia ellos para saludarles, ¡qué cosa!, ¡precisa¬mente hoy cuando uno pensaba que ya no iba a pasar nada más!
Animales voladores se alejan estrepitosamente en vuelo rasante, pero no se les oye porque lo impide el motor del coche.
El intento combinado de parricidio y suicidio se abandona en el último momento, porque uno es demasiado cobarde para poner fin prematuro a su vida, todavía queda mucho por delante, una suposición siempre errónea, aunque se crea y eso es lo importante. Rainer está sentado en la orilla, temblando y blanco como el queso. Recibe una bofetada y di-ce: sólo quería asustarte, sabía perfectamente cuando tenía que frenar, soy un conductor experimentado, papá. ¿Te has asustado, eh? ¿Y si los frenos no hubieran funcionado, qué? Y más bofetadas, una en el lado izquierdo y otra en el derecho. El papá ha estado a punto de cagarse en los pantalones, pero afor¬tunadamente ha podido contenerse. Pero le urge mear debido a la cerveza que ha bebido. Rainer, ciertamente debi-litado por sus propósitos homicidas, se ve ahora obligado a arrastrar a su padre, saturado de cerveza, hasta el lindero del bosque donde éste quiere mear. Como castigo y venganza insiste en que el muchacho le sostenga durante todo el tiempo y admire su rabo. ¡Qué grande es! Hace un rato Rainer ya había tenido la oportunidad de ver lo grande que era. En fin, lo que hay que soportar.
Dan la vuelta lentamente, con cuidado (por hoy la crisis está supera-da),
y emprenden el regreso a la ciudad. El distrito del bosque eleva sus protes¬tas, le hubiera gustado albergar a estos dos por más tiempo, a punto estuvo de quedárselos para siempre. Pero por el momento, papá conserva a Rainer y Rainer conserva a papá.

La piscina Jórger supone un fuerte contraste. Por un lado, con el dis-trito del bosque, donde Rainer ha estado recientemente y donde el hombre to¬davía no ha ganado la batalla contra la naturaleza, «un vigo-roso bosque de color verde oscuro y rocas de granito grises y duras han dejado su impronta en un paisaje de adusta e inmisericorde belleza, que se extiende a través de profundos precipicios y de amplias plani-cies. Además esta región de bos¬ques, tranquila y sombría, ha inspirado a muchos de los que han podido adentrarse en su poderosa e indómita belleza». Todo lo contrario es la vi¬vienda de los progenitores, que tam-bién supone un contraste con la piscina Jórger. Aquí ya no se ven los espacios libres y abiertos del distrito del bosque, sino muros que se al-zan creando recintos oscuros, desde los que no se divisa el azul del cie-lo ni las enigmáticas y sombrías aguas de los lagos que han debido quedar misteriosamente enterradas en alguna parte. Esta oscuridad de-riva de los numerosos envases de detergente, maletas viejas, cajones y cajas que se conservan apiladas hasta el techo y que han absorbido el horror de un hogar pequeño burgués de toda la vida (demasiado pe-queño para cuatro personas) que se derrama profusamente sobre los adolescentes. Tan pronto como se levanta una tapa, se difunde una peste que es fiel a su cometido: apestar. No se tira nada, todo debe quedar allí, para dar testimonio de la suciedad de este hogar y la de sus moradores. Prendas de vestir descoloridas, vajillas desportilladas, ju-guetes de la infancia, material de de¬portes, souvenirs del interior del país, papeles, objetos heredados, aparatos diversos para actividades diversas y en medio de todo la vida marchita y rota de cuatro personas, de dos adultos y de dos adolescentes. A Rainer le gustaría salir a la luz, ya sea la de un paisaje abierto o simplemente la de una vivienda más luminosa, en la que preferiblemente no debería haber nada más que tubos de acero y cristal. Para poder alcanzar esta luz se ve obligado a salir de casa, porque dentro no la encuentra. Ahí ni siquiera se puede respirar libremente, pues también escasea el aire. Y los jóvenes necesi-tan el aire, sobre todo para poder alcanzar la estatura que les corres-ponde. Pero si no hay luz se la puede crear uno mismo. En relación con esto, Rainer cuenta frecuentemente una anécdota en el instituto, según la cual su padre tiene un Jaguar E y realiza constantes vuelos al extran-jero. Pero todo esto son mentiras. Su padre, a su vez, ha afirmado re-petidas veces que el famoso cantante de moda, Freddy Quinn, es su hijo ilegítimo, al que ha tenido que pasar alimentos durante mucho tiempo. Tampoco esto es verdad. Por mu¬cho que Rainer se empeñe en repetir estas historias, éstas nunca se harán realidad.
¿Qué es lo que hay sobre las infinitas baldosas blancas, sobre las que se desliza la luz formando franjas luminosas? Allí no se encuentra la verdad definitiva y universal, que busca el adolescente en sus ratos de ocio, cuando no tiene nada mejor que hacer. Lo único que es posible encontrar sobre esas frías baldosas es agua. De acuerdo con su natura-leza, produce una impresión global azul y transparente que pierde su nitidez por el continuo vaivén, algo que también puede aplicarse a la verdad. Todo irradia lisura, no se detecta aspereza alguna. También Sophie irradia esa lisura para que ésta se difunda entre la gente. Un ex-tremo de esta lisura es muy profundo, el otro es menos profundo por-que está reservado a los no nadadores. Los silbidos del soco¬rrista re-suenan penetrantemente, se oye el chasquido elástico del trampolín, y estallan unos gritos amortiguados que no se sabe de dónde vienen, ni adonde van. En esta enorme caja de resonancia no se puede determi-nar de dónde proceden los ruidos porque retumban. Por encima, a una gran altura, se arquea una bóveda de cristal. Ahí, ahí arriba, quiere es-tar Rainer y desde ahí observar cómo los jóvenes se salpican unos a otros. Pero ¿dónde se encuentra realmente? Abajo, como lo que des-graciadamente es, un mal na¬dador. Sin embargo, hay que disimular que uno es mal nadador, que uno tiene miedo a la profundidad excesiva y que por ello prefiere refugiarse en la zona en que no cubre. Esto no cuadra a una persona que, como él, hurga constantemente en las pro-fundidades. Pero aquí no se atreve a profundizar demasiado. Este ele-mento le resulta extraño como pocos otros. Anna y Rainer hacen mu-chos movimientos de los que pueda deducirse que saben nadar bien, pero en realidad no nadan bien. Se arrojan al agua con estrépito y sal-picando mucho, ahí donde sólo hay un metro de profundidad y donde hacen pie, pero con la intención de producir una sensación de peligro. Al otro lado, el verde misterioso de los cuatro metros de agua en la ver-tical, les infunde un enorme pavor, pero no tan grande como el que les produciría el poder mirarse ellos mismos por dentro. Uno disfruta de la limpieza y este disfrute se refuerza todavía más por el penetrante olor a cloro que parece decir: «Extermino a todos los bacilos y gérmenes que encuentro a mi paso, pero los restos ocasionales de semen o de pis tengo que cedérselos a la depuradora. Tampoco logro penetrar dentro de la piel de los jóvenes, para poder exterminar el odio v-el asco que éstos albergan.»
El agua chapotea dentro de su recinto de porcelana, pero no puede salirse de él. Del mismo modo que uno tampoco puede salirse de la propia piel. Son muchos los que sonríen, ríen, gruñen, chillan o se dis-traen hacien¬do deporte. Algunos se arrojan al agua en posturas grotes-cas, quizá, encima de alguien inocente, mientras que otros se deslizan elegantemente por el agua, como delfines adiestrados. A este último grupo no pertenecen ni Anna ni Rainer. A ellos les horroriza tener que practicar cosas en las que no destacan sobre los demás. Por consiguien-te, se ven obligados a fingir su suficiencia. Pero con demasiada frecuen-cia tienen que hacer sitio cuando, por abajo, alguien se desliza entre sus piernas como una anguila o cuando, por arriba, alguien amenaza con caer sobre sus cabezas. Cédele el paso al capaz, dice un refrán y también lo dicen los audaces nadadores, que nadando audazmente de-jan atrás a los dos gemelos, porque su punto fuerte es el mundo del li-bro, que en esta piscina no es solicitado y no tiene ni voz ni voto, por-que aquí sólo los tiene el deportista, es decir el atleta especializado en natación. Esto es una injusticia porque esos valores son realmente ínfi¬mos. Lo que también se valora aquí es la constitución física de cada cual. Lo de arriba y lo de abajo. En las mujeres se pone mayor énfasis en lo de arriba. En los hombres, en lo de abajo. En ambos casos el de-sarrollo está en función de la edad, y aquí la mayoría no ha alcanzado todavía su pleno desarrollo. Nos estamos refiriendo a los caracteres sexuales primarios y se¬cundarios de Rainer y Anna que aquí resaltan más que bajo la vestimenta habitual. Pero tanto en un caso como en otro han salido un tanto esmirriados.
Abrazados fraternalmente, como si se encontraran en medio de un hu¬racán, aguijonean a un tarzán musculoso que ignora quiénes son Sartre y Camus y en qué país viven (Francia).
En el extremo profundo, y para desconsuelo de Rainer, Sophie nada a crawl enfundada en un impecable bikini blanco que, aunque tapa lo im-pres¬cindible, sigue dejando ver a los circunstantes lo que sólo pertene-ce a Rai¬ner. Ella nada con estilo, se cubre la cabellera con un gorro y practica este deporte sin pretensión alguna, porque cuando se domina algo tan absoluta¬mente, las pretensiones resultan innecesarias. Ha ve-nido sola. Parece haberse olvidado de la existencia de Rainer, que su-pone una constante amenaza y simultáneamente un reto, pero no en el plano deportivo, sino en el privado, en el que ambos tienen que traba-jar para mejorar sus relaciones. Con la flexibilidad de un arco sale y vuelve a sumergirse en la humedad verde y fría que llamamos líquido elemento. Cuando alguna cosa se tensa decimos que se tensa como un arco, pero Sophie tensa su cuerpo como sólo ella sabe hacerlo. Es como un reluciente imperdible abierto que sobresale de una piel de plástico, pero sin dejar huella de pinchazo alguna. Sophie sólo deja hue¬llas en el corazón de Rainer y en el cerebro de Anna, porque es ingrávida, sólo su caballo conoce su verdadero peso porque la lleva muy a menudo. Pero todavía nadie ha oído quejarse a Tertschi, su caballo.

La bóveda retumba bajo el vocerío de un grupo de escolares que, en formación cerrada, acude a la clase de natación. Rainer y Anna les ob-servan con disimulo para aprender algo que luego puedan poner en práctica, cuan¬do Sophie les esté mirando. Pero son demasiado cobardes para meter la cabeza debajo del agua porque ahí uno se siente indefen-so, no puede respirar y está en inferioridad de condiciones respecto a los más avanzados. Por eso prefieren observar desde arriba. Un joven muchacho, que por su constitu¬ción física bien pudiera ser cerrajero o tornero, bucea entre las piernas de Anna, que lanza un grito y desapa-rece completamente en el chapoteo. Con muchísimo cuidado, su her-mano trata de sujetarla bajo el agua para prote¬gerla. Sophie se acerca, con la velocidad de una trucha, para ayudar, pero Anna ya se ha recu-perado. Rainer tiembla ante la idea de que Sophie haya podido darse cuenta de que no nada bien, pero a ella esto le trae sin cuidado. Sophie no disfruta de nada tanto como de la sensación que, en su estricta cor-poreidad, le brinda a uno el cuerpo, cuando se ejercita. Luego se preci¬pita a la ducha porque tiene prisa. Rainer y Anna, blancos como el que-so, la siguen. Sophie se cimbrea bajo el chorro de la ducha y Rainer se le aproxima para platicar sobre el amor que siente por ella. Entre otras cosas le dice que el concepto abstracto de la felicidad debe ser equipa-rado al concepto abstracto del amor, y subraya esto una vez más, con vehemencia, ya que lo ha dicho en múltiples ocasiones. El amor es feli-cidad. La felicidad sin el amor resulta inconcebible. (Supuestamente) el verdadero sentimiento de felicidad sólo recorre tu turbado corazón cuando eres consciente de ello, cuando reconoces que una persona te pertenece totalmente y que te quiere con todas sus fuerzas y que va a apoyarte incondicionalmente, pase lo que pase, y entonces sí podrás decir, soy feliz. Afirmar esto por haber obtenido buenas notas en el co-legio sería decididamente ridículo. No oigo nada, re¬plica Sophie a esta efusión cordial, dejando correr el agua por todo su cuer¬po para enjua-garse el olor a cloro y también los oídos. Serpentea bajo la ducha en-roscándose en el chorro de agua como si fuera una taladradora que lle-vara un bikini blanco. Feliz sólo puede ser aquél que ama y que, por sus propios merecimientos, es amado. Esta felicidad se debe menos al pla-cer de la unión sexual que al sentimiento de estar acompañado por otro. Como yo, Rainer, ya tuve el honor de explicarte en una ocasión, Sophie, el acto sexual produce en su conjunto un sentimiento de felici-dad menor que el que produce un beso totalmente inocente o una pala-bra de la mujer a la que amas. Witowski Jr. rechaza totalmente la idea del acto sexual, aunque sí le gustaría recibir un beso inocente, pero no se atreve a pedirlo. A Sophie todavía no se le ha ocurrido pensar en el acto sexual. Bajo el chorro de agua, su rostro está tan lejos que es co-mo si una autopista pasara entre los dos. Con el tráfico constante de los domingos. El sólo quiere un besito y ni siquiera esto consigue. Hace po-co Rainer todavía recortaba fotos de jó¬venes desnudas de las revistas, pero con ayuda de las tijeras amputaba cuer¬pos y pechos, dejando sólo el resto, es decir, los rostros, que era lo único digno de figurar en ese lugar de honor que es la puerta de su armario.
Una enorme mancha de luz se desplaza sobre la pared de azulejos, un idiota descerebrado se ha puesto a jugar con un espejo de bolsillo. Las estrechas pasarelas, escalerillas y galerías se bambolean y vibran bajo los pies mojados de los nadadores. La luminosidad es inmisericor-de. Anna está sen¬tada en el suelo y se pone las manos delante porque no tiene pecho. Per¬manece callada que es algo que le acontece a inter-valos irregulares desde hace algún tiempo. A los catorce años, estando en el colegio, de repente se quedó muda. Porque era buena alumna se le concedió un permiso especial para poder realizar sus exámenes por escrito. En la actualidad se encuentra mucho mejor, pero hoy ha vuelto a empeorar y es incapaz de decir nada aunque quiera. En comparación con esto, Rainer habla por dos y declara lo mucho que desea que
Sophie sea suya, pero eso tendrá que ser más adelante, cuando los dos sean lo suficientemente maduros. Ahora, todavía no ha lle¬gado el momento, habrá que tener paciencia. Ya llegará. Pero si traspasas los límites de la naturaleza humana y te atreves a buscar el amor y la feli¬cidad a través de la llamada unión libre, seguro que no lo lograrás, Sophie. Esta sale de debajo del chorro de la ducha, salpicando agua, como si hubiera nacido y crecido en el líquido elemento, una sensación que con ella se tiene en cualquier entorno, igual da dónde, ya sea en la tierra o en el aire. No se da por aludida, le da una palmadita a Rainer en el hombro y va a vestirse. Rainer la sigue a todas partes, de acá pa-ra allá y de allá para acá, lo que a ella le saca de quicio, es como si no pudiera ir solo a donde quiere ir. Le da otra palmadita como si se trata-ra de un mueble o de un perrito, ¡apártate de mi camino, éste es mi camino particular, lo tengo arrendado, búscate tu propio camino!
Rainer dice –como también se afirma en el Fausto– que el trabajo no puede hacer feliz, que a lo sumo procura satisfacciones. El trabajo es un instrumento del que se sirve el amante para distraerse y deshacerse parcial¬mente de las tensiones acumuladas. A modo de explicación: creo estar en lo cierto cuando digo que tú has amado, amas o que, al menos eres capaz de adaptarte a las exigencias sentimentales de un amante. Si haces esto, podrás saber, reconocer, sentir y experimentar que el trabajo, en el momen¬to en que estás concentrado, puede librarte de la pesada carga que se cierne sobre un joven corazón atribulado. Junto al amado te embarga una sensa¬ción de tranquilidad absoluta, que inme-diatamente dará paso a una tremenda inquietud, una inquietud tal, que empalidecerán tus manos y comenzarán a temblar. Esto es exactamen-te lo que me ocurre a mí. Rainer se agarra a la barandilla, cuyo objeto es impedir que se caiga al agua, porque no es un nadador experimen-tado. Sus nudillos han vuelto a empalidecer, como él mismo insinuó hace un momento con perspicacia. Así se vive en dos dife¬rentes estados de agregación, en dos estados que cambian continuamente y ambos implican la felicidad. El agua se encuentra en estado de agregación lí-quido, Rainer en estado de agregación semisólido.
Malhumorada, su hermana se agacha a sus pies sin decir nada, sin pre¬guntar nada, pero en su silencio sepulcral ha tomado la determina-ción de no volver al agua por el momento, porque éste no es su ele-mento. Su ele¬mento son las ondas de los sonidos musicales, que se propagan de un lado a otro, pero que a diferencia de las ondas del agua no mojan. Abre la boca, pero nada sale de ella, ni una palabra ni un so-nido musical. Silencio.
El agua no la acoge sino que la repele. El silbato del socorrista suena estridentemente, porque un individuo con muy mala intención ha salta-do sobre un grupo de bañistas, derribándolos, pero éstos sólo se ríen. Una lisura inconcebiblemente lisa se desliza bajo las plantas mojadas de los ge¬melos, dejando tras ellos una senda serpenteante. Es imposible encontrar un sitio donde afianzar las plantas. Y el arte, que constituye su único apoyo y sostén, alguien se lo ha llevado de aquí maliciosamen-te para transportarlo a otro lugar.
Anna vuelve a abrir la boca, pero no sale nada de nada. Si hay que empezar de nuevo con los exámenes escritos, me suicido.
Rainer opina que la felicidad y el amor son sentimientos idénticos, o, mejor dicho, un único sentimiento, que es imposible describir. Cualquier descripción de este fenómeno resulta insuficiente y nunca podrá susti-tuir la experiencia real, querida Sophie. Anna quiere intervenir en la conversación pero no puede hacerlo, aunque ya tenía pensado lo que iba a decir.
Arrastrando los pies, se dirige con su hermano hacia los vestuarios. La esbelta Sophie acaba de salir de una de las cabinas, completamente vestida y peinada, y da gusto ver los ricitos todavía húmedos pegados a sus sienes. A Rainer le gustaría tanto poderlos tocar, pero este simple gesto bastaría para mancharla. ¡Qué mona es Sophie! Ella se marcha en seguida diciendo: bueno, hasta mañana, hoy tengo prisa. Mañana tenemos mucho de qué hablar, he reflexionado sobre el tema de los atracos. Estas palabras oscure¬cen la impresión global de claridad que hoy ha ofrecido la piscina Jórger; pues, donde había una claridad res-plandeciente, ahora sólo hay una roma oscuridad, porque Sophie se ha ido, quizá para siempre, pero probablemente sólo hasta mañana por la mañana en el instituto.

Las habitaciones de Rainer y Anna están separadas por un tabique de fabricación casera muy delgado, que permite que lo que se hace en una de las habitaciones resuene en la otra y viceversa. Como adolescente no se tiene privacidad alguna. Uno no se puede desarrollar sin que el otro lo perciba y quiera a su vez desarrollarse. Hoy por ejemplo Anna ha desarrollado una apetencia corporal por Hans, e inmediatamente Rainer pega su oído a la pared divisoria para tratar de espiar algo que luego pueda ensayar con Sop¬hie. Pero nadie debe advertir que tiene al-go que aprender. Durante la ado¬lescencia es frecuente que los jóvenes piensen que nadie les puede enseñar nada nuevo. Evidentemente Sop-hie representa algo distinto que su hermana. Ella será su amante y re-levará a su hermana cuando alcance la edad adecua¬da. Ojalá que este relevo llegue en el momento oportuno para que el joven pueda abando-nar la casa paterna sin grandes traumas.
Desnúdate, quiero hacerte mío inmediatamente (Anna).
En ese caso, escucharé el disco nuevo más tarde (Hans). Ahora que lo han ensayado varias veces les sale mejor que al principio. Hacen un simu¬lacro de juego preliminar antes de que Hans penetre a Anna y hur-gue en su interior como si revolviera un cajón de calcetines viejos en busca de uno que ha extraviado. No se trata de embestidas irracionales sino de frotamientos sensibles y refinados. Lo que no puedo expresar con palabras, porque la rabia me ha hecho enmudecer completamente, lo expreso a través de mi corazón y todo mi cuerpo (Anna, neurótica). Lo que callan los labios, lo susurran los violines: quiéreme. Y Hans tam-bién susurra: Oye, lo que es¬tamos haciendo es estupendo, para sobre-saliente y aún lo haremos mejor, porque aunque hemos tenido que es-perar mucho, muy pronto gritarás y bramarás de placer como las sire-nas de los barcos.
En el espejo manchado que cuelga de la pared, Rainer se mira de perfil, distraídamente; como en tantas otras ocasiones, también hoy se esfuerza en suprimir y reprimir toda clase de mímica. Ensaya una total inmovilidad del rostro que impida que los cambios de ánimo se transpa-renten hacia el ex¬terior, para que nadie pueda aprovecharse de ellos. A menudo su tía le increpa, diciendo que desde luego no está contento con nada, ni siquiera con sus propios padres que hacen tantos sacrifi-cios –con éstos con los que menos– a pesar de ser ellos tan delicados con sus hijos, cosa que demues¬tran incluso en presencia de extraños. A él sólo le interesan las últimas novedades de jazz y no es ni fácil de contentar ni modesto. ¿Cree usted que se pondría unos zapatos corrien-tes? No, no se los pondría. Sólo quiere ponerse zapatos puntiagudos ul-tramodernos que estropean los pies. Tam¬poco usaría el viejo pantalón que llevó el día de su confirmación sino ex¬clusivamente vaqueros. Co-mo tienen que ahorrar el dinero, de su asignación semanal (para eso sus padres podrían quedárselo directamente), le piden los vaqueros a la abuela, o a la tía anteriormente citada, o hacen pequeños trabajos de recadero, que les humilla hacer, por lo que a falta de otras soluciones, no tienen más remedio que recurrir a los atracos.
Tampoco en este momento Rainer puede remediarlo, se ve obligado a escuchar como Anna grita, más, más, más, ay, sí, así está bien y como Hans le contesta guturalmente, Anna, tienes un coñito muy bonito, lo que además rima. Hans opina que lo deben hacer mas a menudo y que es una lástima hacerlo sólo de tarde en tarde. Él estaría dispuesto a hacerlo a todas horas, pero eso no es posible en la casa de los padres de ella. ¿Es mi hermana, a la que conozco mejor que el forro de mi chaqueta, la que emite esos ruidos?, se pregunta el hermano, sin hacer la más leve mueca ante el espejo, ¿espejito, espejito, dime quién es?...
Acto seguido, se sienta en su mesa de escribir y automáticamente se pone a redactar un cúmulo de patrañas jactanciosas sobre un papel, que al día siguiente repartirá en su clase. Que sus padres han volado hace poco al Caribe y que han vuelto muy bronceados, después de haber hecho interesantes amistades con otros pasajeros. Que se han bañado continuamente, que han paseado por playas blancas junto al mar azul y que han cabalgado sobre las olas. Tanto para el viaje de ida como para el de vuelta han utilizado el avión. Todo esto os lo digo por escrito pues la escritura es mi forma ancestral de expresión. Una nece-sidad imperiosa me impulsa a comunicarme con vosotros de esta for-ma, aunque son cosas que deberán permanecer en secreto. Rainer des-graciadamente no tiene amigos, sólo compañeros, pero también éstos tienen derecho a conocer la historia del Caribe.
Al lado, Anna empieza a sollozar. Son ruidos repugnantes. A pesar de compartir sus puntos de vista en el plano espiritual, en el plano corporal no está de acuerdo con ella; sus inarticulados gritos de lujuria se le pe-gan a uno como resina de los árboles. Anna exclama: ¡Síiii, síiii, ahora! Ahora seguramente este paquete de músculos se estará corriendo
dentro de ella. Y ella no sólo acoge la mierda que él le está vaciando dentro, sino que también aprovecha orgánicamente lo que otros, en se-creto, desperdician y desprecian al lavar las sábanas sucias con agua fría. Nunca se puede llevar a casa a un amigo, porque el ambiente que ahí se respira no sólo parece asqueroso sino que también lo es. Uno se avergüenza del hogar familiar. Ahora Rainer redacta otra mentira más, en forma de poema amatorio, dedicado a Sophie, lo cual es una tarea sutil. El título reza «Amor», y lo que sigue es igualmente pobre, porque no logra trascender sus propias limitaciones. Así pues, amor. Tu rostro se me aparece día y noche. Carissima... así comenzaba la carta en que te declaraba mi amor... Con rubor escuchabas mis promesas de amor. Besos... Yo besaba tus rojos labios, las velas ardían ante nosotros y mi-rá¬bamos las claras llamas y las copas de cristal tallado. ¿Pero aquí qué cristal tallado va a encontrar uno, si no es el de las gafas? Aquí no hay más que trastos desechados. En lo que concierne a Rainer, su mímica sigue bajo control.
En la habitación de al lado, que es sólo una pequeña pieza, Hans con¬tinúa profiriendo estupideces entre gruñidos. Hans es un imbécil inte-gral y nada más. A su hermana debe parecerle demasiado estúpido, por eso ni siquiera contesta. Su hermana, la que lee a Bataille en versión original. No obstante, en este momento parece haberse olvidado de él por completo. Como suele suceder en estas viviendas para pobres, la pared divisoria del «cuarto juvenil» de Rainer esta formada por pilas de trastos voluminosos, porque nada se tira, todo son cachivaches, que a lo mejor todavía tienen un valor, o podrían llegar a tenerlo algún día, aunque quién sabe cuando. En su campo visual inmediato hay un viejo frigorífico cuya puerta fue arrancada hace muchos años por un hombre malvado. En el interior hay manzanas, una hucha en forma de cerdo, un reloj con una sola manecilla, varias gafas (fuera de uso), un jarrón de flores, diversos productos de limpieza, cubertería en un recipiente de plástico, una maquinilla para afeitarse en húmedo, varios artículos de tocador en una abigarrada bolsa de plástico, un cenicero, un monedero vacío, varios libros deshojados, un par de mapas de excursio¬nista, una escudilla de-porcelana con útiles de costura. Dentro de su cabeza Rai-ner oye el rumor del mar y unos pies muy morenos que pertenecen a unas piernas muy delgadas se adentran en él. Los pies pertenecen a Sophie y los otros dos pies morenos, que ahora caen dentro del campo de visión, son los de Rainer que también penetra en la humedad salada. Frente al mar todos son iguales, ricos y pobres. Nadar es una actividad completamente espontánea porque en este sueño diurno de Rainer el líquido elemento es tan llevadero como el seco, en el que normalmente suele desenvolverse.
¡Ayyy!... gritan Hans y Anna a dúo. Dadas las circunstancias, este co¬mentario no viene mucho al caso, opina Rainer. Seguro que en este mo¬mento Hans la está mirando a la cara y constata que la tiene com-pletamente demudada. En una vieja maleta de cartón hay una vieja ba-yoneta de la primera guerra mundial. Es un recuerdo valioso y su filo mide 25 centíme¬tros de largo. Es suficiente, no necesita ser más larga. A Rainer le gustaría que Anna le hiciera una fotografía con esta bayone-ta. La empuñaría como si fuera una espada de esgrima, pero probable-mente resultara muy patoso, porque siempre produce una impresión torpe cuando no habla de problemas filosóficos. Por el momento la ba-yoneta sigue estando en el receptáculo que le fue designado, una male-ta. En ésta también descansan juguetes rotos, un proyector de diaposi-tivas, pensado para diapositivas de vacaciones que nun¬ca se toman porque tampoco hay vacaciones, y un montón de sombreros de fieltro. En su fuero interno Rainer ya se ha separado de su familia, y en el mundo exterior, serán los atracos perpetrados contra personas inocen-tes los que le separen de ella.
¡Oooooooh! es el grito que, para variar, llega desde la alcoba vecina, es una variación sobre el mismo tema pero no añade nada nuevo. Rai-ner sigue esforzándose en conservar un rostro inmutable a pesar del odio, en mante¬ner su mano tranquila a pesar de la enorme agresividad y en no torcer su boca a pesar de las ansias y de la cólera.
¡Ayayay! delira Anna que acaba de tener otro orgasmo, quién sabe cuán¬tos lleva ya, es sorprendente. Seguro que esta noche Rainer volve-rá a recurrir al onanismo, para descargarse de tensiones, pero lo hará con repugnan¬cia y completamente a oscuras, que es como normalmen-te vive.
Rainer –y en esto no se diferencia de otros muchos chicos de su ge-ne¬ración– es un simple adolescente que nunca consigue lo que quiere y siem¬pre quiere más de lo que puede conseguir; es posible que cuando haya alcanzado la completa madurez por fin consiga lo que quiere. Su situación actual carece de salidas. Él mismo lo entiende así. El año pa-sado quiso demostrarle su confianza al profesor de gimnasia, dándole, para que las leyera, una o dos poesías que él mismo había compuesto. Esto suponía un tímido intento de llegar al TÚ, un tratamiento que oca-sionalmente puede darse entre dos personas. Pero, entre grandes car-cajadas, el profesor de gimnasia dio a conocer la obrita –decididamente inmadura– en la sala de profesores. Después, algunos de ellos ridiculi-zaron al joven autor citándole, fragmentariamente y fuera de contexto, algunos de sus versos.
Al lado, Anna berrea, como si algo le hiciera daño. Pero probablemen-te provenga del placer que, como se ha hecho intolerable, se expresa reitera¬damente en forma de dolor. Para hacerle compañía Hans corea sus berridos, como si fueran dos lobos aulladores. Es absolutamente bestial, nada que pueda dignificar al hombre. Creo que ahora ya han acabado, a Hans no debe quedarle nada dentro, así que darán por con-cluido el acto y le darán la vuelta al disco.
Inmóvil, Rainer clava su mirada en el espejo y, con la misma inmovi-li¬dad, éste le devuelve su imagen, sólo que invertida. Rainer está en el lado correcto, es decir, en el que corresponde a su auténtico ser. El no representa a nadie y nadie quiere ser representado por él, ni siquiera sus compañeros de clase, que han elegido a otro para delegado de cur-so, aunque Witkowski había presentado su candidatura con mucho inte-rés. Para justificarse le han tachado de engreído, dicen que quiere apa-rentar más de lo que es y que continuamente está diciendo cosas que no son ciertas. Eso supone un com¬portamiento insolidario frente a los demás compañeros, porque siempre hay que decir la verdad, aunque haga daño y uno pueda ser castigado por ello. Esos castigos deben lle-varse con orgullo porque no se ha recurrido a la mentira para evitarlos.
A mí tampoco me gusta jugar con fuego, me daría demasiados que-bra¬deros de cabeza, dice Rainer. Hay muchas cosas que sólo se des-arrollan en el plano de las ideas y que enriquecen al hombre, pero hay otras que tienen que ser llevadas a la práctica.
La pistola está en el estuche que el padre tiene destinado para ella, una
caja de hierro, de 7-8 cm de alto, 30 cm de largo y 15 cm de ancho. Debajo hay desnudos fotográficos de la madre de Rainer y también primeros planos de sus órganos genitales. La llave de esta caja el padre siempre la lleva consigo, pegada al cuerpo. En una redacción escolar que hizo sobre la obra de Paul Claudel El zapato de raso, Rainer defien-de la tesis de que el arre¬pentimiento no exime del castigo y que la li-bertad sólo puede alcanzarse a través de él.
En este momento, y un tanto desordenadamente, Hans y Anna salen de la habitación y presumen de lo bien que lo han pasado. Ya os he oí-do, ya, contesta Rainer. La hermana estrecha todo su cuerpo contra el de su her¬mano, como si quisiera cometer un incesto. Pero ésta no es su intención, pues acaban de satisfacerla. Hans habla sobre una modalidad deportiva. Has¬ta sus berridos de antes eran más agradables.
En la pila de la cocina se amontonan los cacharros sucios. El fondo está recubierto por una costra de suciedad verdosa, mohosa y afieltra-da, que en otro momento fue huevos con jamón. El joven adolescente, que es un es¬torbo, ahora no puede dar un paso sin tropezar consigo mismo. Sobre los muebles se acumula el polvo que la madre debería haber limpiado. Pero no está. Realmente no puede uno invitar a nadie a casa. El adolescente suele perjudicarse más a sí mismo que el adulto y, por si esto fuera poco, también le perjudican sus condiciones de vida. Ahora, por ejemplo, los dos hermanos podrían coger un trapo y ponerse a limpiar el polvo.
Tenemos que discutir el asunto de los delitos más detalladamente, re¬cuerda Rainer. Pero ahora no, de ninguna manera después de esta ex-perien¬cia tan profunda, jadea Hans atléticamente, adoptando un gesto muy signi¬ficativo. Tú también deberías echar un polvo, te aseguro que te olvidarías de esas cosas por completo. A pesar de ser Anna la que probablemente se ha quedado embarazada, es Rainer el que tiene que vomitar, lo que consti¬tuye una peculiaridad biológica de primer orden. En ese momento regresan a casa el papá y la mamá y encuentran en ella a un amigo no deseado.
La mamá entra en casa y el papá también, sólo que cojeando. ¿No le das un besito a tu papá?, solicita de su hijo predilecto. Éste enrojece y dice que no, pero, en realidad, no sabe muy bien por qué no ha de hacerlo. ¿Y por qué no? Pues porque la tía dijo hace poco que sólo los homosexuales besan a personas del mismo sexo. ¿De dónde habrá sa-cado el muchacho estas cosas?, a su edad nosotros no sabíamos nada de nada. Probablemente se lo habrá oído decir a su hermana.
Y el techo de la habitación del que pende una araña de cristal, que tiene
rotas dos de las tacillas en las que se asientan las velas eléctricas, se cierne sobre Rainer y sus necesidades, pero éstas no desaparecen sino que quedan encerradas en una cárcel sin salida.

La Kochgasse ha acogido a Hans los años suficientes como para hacerle olvidar los recuerdos de su infancia en el campo. Sólo queda una larga cadena de hombres vestidos con monos de trabajo y pantalo-nes y guarda¬polvos descoloridos, aunque nada de ellos rememora ya las verdes praderas ni el arroyuelo. La gran ciudad no tiene misericor-dia. Sólo con dificultad logra uno sobresalir y ser admirado y reconocido por los demás; induda¬blemente el deporte puede ayudar mucho, uno pasa a formar parte de un equipo y puede incluso llegar a cosechar vic-torias. Ahora los caminos de barro con surcos de neumáticos, los ani-males y las gentes del campo están donde deben estar. La Kochgasse transmite una atmósfera ciudadana que también hoy envuelve a Hans y le impele a entrar en el portal del edificio donde vive, cuya decoración es funcional, para que el obrero se sienta a gusto y no encuentre cosas superfluas en las que recrear la mirada o que le hagan desear vivir en la superfluidad.
No hay ningún ornamento, frontón, mirador, torreta o relieve de es-ca¬yola, que son cosas que pertenecen al definitivamente periclitado mundo del pequeño burgués, que en realidad ya no existe. La sobriedad está en conso¬nancia con la sobria dureza que caracteriza al esfuerzo de reconstrucción económica de la que es protagonista, desde hace años, el obrero que aquí vive.
También se puede crear poesía a través de tapetitos, fotos familiares, cuadros de ciervos y muebles de la casa SW, de algunos de los cuales emer¬gen los extraños sonidos de la nueva época, siempre que éstos sean los modernos y codiciados aparatos de música que se compran a plazos. Cada uno de los inquilinos tiene opción a crear su propia poesía ya que el arqui¬tecto ha dejado espacio libre en paredes y techos para que puedan ser cu¬biertos con pinturas y esculturas. Sólo depende de la gente y de su grado de madurez decidir dónde colocar esta poesía, si arriba, abajo o a un lado.
Hans penetra en la casa y lo único que encuentra en ella es la más absoluta sobriedad. La casa no tiene ninguna personalidad salvo la im-pronta que deja el trabajo de la madre; montones de sobres esparcidos de cualquier forma que estropean la impresión general. Hans ya ha co-nocido otros es¬pacios, todavía no mancillados por el uso, de cuyas pro-fundidades parecen surgir islotes de mobiliario semejantes a bancos de hielo a la deriva. Sophie es propietaria de un espacio como ése y él lo ha visitado en múltiples oca¬siones, pero cada vez que iba distraía a Sophie de algo que estaba a punto de hacer y que supuestamente era muy importante. Pero a ella eso no le importa porque le tiene afecto y porque hay algo entre ellos que se está desarrollando por momentos. No sólo el ambiente que la rodea diferencia a Sophie de las demás chi-cas que conoce, tiene un algo tan especial que sería capaz de recono-cerla en cualquier multitud; como dice la canción de moda, incluso en atuendo de trabajo hubiera saltado la chispa entre ellos.
Evidentemente si también ella llevara un atuendo de trabajo, y no só-lo él, puntualiza Hans. En su casa Hans encuentra a dos compañeros de las juventudes obreras a las que también él pertenece, le guste o no. Llevan consigo carteles y un cubo de cola que remueven constantemen-te. Hans no muestra entusiasmo alguno. En los últimos tiempos ha ad-quirido la costum¬bre de cambiarse de ropa en la empresa antes de em-prender su camino de vuelta a casa. Para andar por la calle lleva exclu-sivamente pantalón y jersey. Antes volvía a casa en bicicleta y en ropa de trabajo. Hoy son las prendas que le ha regalado Sophie las que en-vuelven sus músculos. Están un poco dadas de sí y algo chafadas en las zonas más expuestas, y aunque Hans las cuida y su madre las tiene permanentemente sobre la tabla de planchar, poco a poco van perdien-do su forma para adaptarse al cuerpo de Hans. Su dueño originario ahora estudia en Oxford y seguramente se habrá comprado pren¬das nuevas. Hay que hacer una distinción entre el lugar de dónde proceden los músculos y el lugar a dónde se dirigen.
Los músculos de Hans penetran en la corriente eléctrica y se disuel-ven
allí, transformándose en pura energía; a menudo Hans mastica table-tas de glucosa cuadradas y blancas como la nieve para recuperar sus energías; en los últimos tiempos se alimenta casi exclusivamente de ellas, porque son tan puras como Sophie y están bien formadas como ella. Se llaman Dextro Energen y algunos deportistas hacen su publici-dad; tanto esquiadores como tenistas conocen sus efectos y hacen uso de ellas.
Nada más entrar en casa, Hans se apresura a entrar en su cuarto pa-ra quitarse y guardar cuidadosamente su ropa de calle y para ponerse la ropa «normal», y eso que posiblemente dentro de media hora vuelva a salir ves¬tido de cachemira. Después entra en la sala de estar, donde le esperan, apoltronados, sus compañeros. Desde hace algunas sema-nas, por su nuevo círculo de amistades, tiene una mayor seguridad en el trato con personas de cualquier raza, clase o nacionalidad, antes sólo conocía a gente de su misma raza y clase. Los jóvenes compañeros que ahora están presentes suponen un retroceso a su vida de antes ya que pertenecen a su misma clase social y salta a la vista que jamás podrán salirse de ella; no saben qué hacer con sus vidas. La madre les ha pre-parado un café para que se calienten y una gruesa rebanada de pan pa-ra cada uno de ellos. También a su hijo le ha tocado una de esas reba-nadas. Los jóvenes del cubo tienen fervor y practican el socia¬lismo. Hans tiene una ambición tan grande, que con ella no sólo sería capaz de nadar contra la corriente del agua, sino que también podría luchar contra la corriente eléctrica, que es un adversario invisible. Hans está dispuesto a emprenderla con cualquiera que quiera obstaculizarle el fu-turo. Pone un disco para evitar tener que oír el viejo rollo sobre el par-tido comunista, que está gastado y suena mal. Además siempre repiten lo mismo; a pesar de ser dos personas distintas no parecen tener ni vi-da propia ni individualidad. No advierten que Hans ya se ha desligado de la larga cadena de manos que, unas a otras y en línea recta, se pa-san pesados cubos de agua para apagar una casa en llamas (que no se ve pero que existe, porque si no, no existirían los cubos); que se ha desligado, que se ha ido y que ahora el compañero de atrás tendrá que hacer un esfuerzo doble para cubrir el puesto que ha que¬dado vacío. Pero eso es todo. Los compañeros exponen que ya desde hace algún tiempo ha llegado el momento de unirse a las fuerzas verdaderas.
Una vez alcanzada la madurez, Hans quiere unirse a Sophie en matri¬monio. Las manos de Hans están muy estropeadas por el trabajo que realiza desde los catorce años. Debajo de sus uñas la porquería y el su-dor han formado una unidad. También el cuerpo y el alma forman una unidad. Hans anhela conocer esta unidad de dos desde que conoce a Sophie. Nada se adhiere a las uñas de Sophie, ni siquiera un esmalte de uñas, porque sus uñas no lo necesitan, no tienen nada que ocultar y por consiguiente no ocultan nada. La madre conoce a los padres de los dos muchachos por un viaje que hicieron juntos en autobús y quiere que también Hans los conozca porque son personas muy razonables y ser razonable no es el fuerte de su hijo. Es preciso integrarse en un grupo, el individuo aislado es impotente, sólo en unión con otros se hace fuerte. Hans afirma que él ya ha encontrado un grupo de esas ca-racterísticas, en el que se valoran sus aptitudes específicas que, por otro lado, no son reconocidas en ninguna otra parte. En este grupo na-die puede sustituirle ni confundirle con otro.
En el baloncesto soy insustituible tanto en el puesto de lanzador como en el de defensor, sin embargo mi trabajo lo puede hacer cualquiera tan bien como yo, y esto también pasa en la vida. Es un ejemplo represen-tativo de la vida en su totalidad, en la cual el trabajo representa un mal y aunque siempre me quieran convencer de que es un mal necesario, yo creo que podría vivir perfectamente sin trabajar y además mucho mejor. Lo único que necesito es a Sophie. Si ella me quiere, estaría in-cluso dispuesto a re¬nunciar al trabajo.
Después de haber dicho esto, desprecia la pobre rebanada de pan, que es especialmente gruesa y rebosa margarina, margarina una vez más, nunca embutidos, ¡qué asco! y, a continuación, les dice a sus compañeros con cierta destemplanza, que es el individuo y no el grupo anónimo e insensible, el que tiene que salvarse; en el grupo uno des-aparece para no volver a salir nunca más, a no ser que uno sea cabeci-lla del mismo o que el grupo esté hecho a la medida de uno, como su-cede con el suyo, un grupo que él mismo ha contribuido a formar.
Durante todo este tiempo nadie ha tocado las rebanadas de pan. Creo que te doy dinero suficiente como para que compres mantequilla y em-bu¬tidos decentes. Hay que ser un individualista, este es el nuevo mode-lo de trabajador, el trabajador moderno, que muy pronto también deja-ré de ser. El viejo modelo de trabajador es eternamente el mismo. El trabajador indi¬vidualista necesita mucho espacio, mucha luz, mucho ai-re y mucho sol, que favorezca el crecimiento de las flores, de la hierba y de los árboles que, al final, aprenderá a valorar después de haberlos descuidado en la lucha polí¬tica. El hombre moderno también escribe con mayúsculas la palabra deporte.
Ahora la madre repite el grave error que siempre comete cuando se enfada con su hijo y pierde el control, que es ponerse a contar historias sobre los campos de concentración; es el caso del niño que estaba co-miéndose una manzana y fue golpeado contra un muro hasta morir, y cuya manzana, acto seguido, terminó de comerse el asesino; el caso de los niños que fueron torturados y arrojados desde un segundo piso; el caso de la madre que, junto a su bebé de dos días, fue enviada a la cámara de gas, después de haber pedido al médico permiso para dar a luz, permiso que le fue concedido. También muchos amigos y amigas de tu padre y míos fueron decapitados en el tribunal territorial. Me acuerdo de ellos constantemente.
Hans bosteza exageradamente porque ha oído estas historias muchas veces; piensa que los tiempos han cambiado y con ellos las personas, que ahora tienen otras preocupaciones, sobre todo los jóvenes, a quie-nes perte¬nece el futuro que, después de todo, contribuyen a crear.
Los dos compañeros, que ya están absolutamente desconcertados, con¬tinúan removiendo la cola en el cubo para que siga blanda y no se endu¬rezca. Para ello la cola necesita calor, un calor que no encuentra en la calle y sí en el caldeado calientaplatos del fogón, que es donde ahora se encuentra. No saben cómo interpretar a Hans que parece es-tar muy seguro de sí mis¬mo. Es evidente que los otros ya se han hecho con él y lo utilizan para sus fines. Fuera, en la calle, un viento frío azota la fría lluvia. Los árboles ceden entrelazándose por la humedad. Este es el poder de la naturaleza. Muchas manos invisibles, procedentes del movimiento obrero, empujan a los dos jóvenes que llevan el cubo, para que ofrezcan argumentos a Hans, algunos de los cuales ya empiezan a salir de sus bocas. Pero él no les escucha, sólo atiende a una voz inter-ior que le dice que es necesario llegar a las raíces de la propia existen-cia para comprenderse a sí mismo, pues sólo así es posible comprender a los demás. Si pensáis que podéis hacer algo en beneficio de otros sin antes haberos conocido a vosotros mismos, sois unas cabezas de chorli-to. Esa es precisamente una de las condiciones previas. Algunas veces se cometen acciones que a primera vista parecen absurdas pero en rea-lidad no lo son porque para uno son de capital importancia. Mi nuevo amigo se llama Rainer y está mucho más limpio que nuestro entorno. Esta es una afirmación que desde el punto de vista objetivo no con-cuerda con la reali¬dad, porque la casa de los Witkowski está en un es-tado de abandono total, algo que no parece percibir este joven cegado.
¿Quién es ese Rainer? pregunta la madre, que ha adivinado que ya en una ocasión preguntó quién era. Su padre estuvo en las SS, contesta Hans, hoy está jubilado y trabaja de portero. Sus hijos van al mismo instituto que Sophie, y yo iré a la escuela de formación profesional. ¿Pero no querías ser profesor de deporte? Ya he cambiado de opinión, aspiro a algo más.
Los portadores del cubo de cola permanecen callados y dentro de po-co se marcharán. Fuera empieza a amainar el chaparrón, pero los cris-tales si¬guen vibrando en sus marcos. Seguramente este mismo chapa-rrón esté azo¬tando la ventana de Sophie y haciendo temblar los abedu-les de su jardín. También podría llevarle un mensaje de amor. Lo más seguro es que Sophie esté haciendo sus deberes a la luz de una lámpa-ra. A Hans también le gustaría hacer lo mismo, pero para él no existen ni el instituto ni los deberes.
Así que no vienes, dicen los dos cartelistas poniéndose en pie. Ve con ellos, le aconseja la madre. Con este tiempo de perros, no gracias, ni siquiera iría si hiciera buen tiempo, porque sería el momento oportuno para jugar al tenis.
A ti siempre te ha gustado tu trabajo. Gracias a él te has convertido en un auténtico miembro de la clase obrera. Eres uno de ellos, uno más en la ininterrumpida cadena de hombres que crearán la nueva era (la madre).
¿Estás loca? Con que encima tiene que gustarme. Rainer afirma que el trabajo manual constituye la fase primitiva de la actividad industrial y que un día desaparecerá por completo. El, Anna y Sophie piensan que la cultura del hombre se ha ido desarrollando a medida que éste ha aprendido a separar el trabajo manual de un método que lo agilice a través de herramientas y otros procedimientos. Sin el trabajo intelec-tual, no habría habido cultura alguna, que es lo más importante que existe.
La madre dice que va a perder la cabeza y los dos pegadores de car-teles dicen lo mismo. En este momento, señora Sepp, creemos que no se puede hacer nada con él. Así que hasta la vista. Nosotros nos apar-tamos de este compañero descarriado. Quizá algún día llegue a enten-derlo, aunque pro¬bablemente no lo haga. Cada día que pasa nos trope-zamos con más casos como éste.
La madre dice, por favor volved cuando tengáis más tiempo. Veréis cómo le convencemos. Pero ahora os tenéis que ir.

Como si hubieran estado esperando una señal, las ráfagas de viento del exterior abren sus brazos y engullen a la pareja junto con el cubo. Ojalá que no se traguen también los carteles, que son de papel y, por consiguiente, no están protegidos contra la humedad. En caso de nece-sidad los protege una funda de plástico. Pero, de todos modos, ya ha amainado y los muros de las casas emergen mojados. El asfalto vuelve a relucir, como lo hace en la película Asfalto mojado, donde también el asfalto tiene un papel.
La madre dice: ¡si se enterara de esto tu padre muerto, que tanto se sacrificó por nuestra causa!
El no se sacrificó, le mataron, si no todavía estaría vivo. Dime de que le sirvió. Yo no pienso sacrificarme. Cuando en los libros de Rainer leo acerca del dolor, éste me parece mucho más auténtico que el dolor que pudo sufrir mi padre en los Peldaños de la Muerte en Mauthausen.
¿Todavía vas a salir, Hans?
¿Con este tiempo tan asqueroso? Pero si ni siquiera desde lo alto de un caballo, que es la cosa más bonita del mundo, podría ver más allá de cinco metros. Además en el campo están cayendo las nieblas ves-pertinas que im¬piden totalmente la visión. A caballo, el campo abierto produce una impre¬sión completamente distinta de la que tengo cuando voy a visitar a la tía Mali a su granja. A lo mejor más tarde voy a un club de jazz.
Cada vez que te miro tengo la impresión de que ni mi vida ni la muer-te de tu padre han servido para nada. En cambio, cuando miro a estos dos compañeros que acaban de irse, comprendo que sí han servido pa-ra algo, aunque mi propio hijo no quiera reconocerlo.
En cualquier caso la muerte es gratis, aunque la pagues con tu propia vida, observa Hans con una risa reprimida.
Los desconocidos no le interesan en absoluto porque sólo se interesa por sí mismo y por Sophie.
¡Cómeme, que a lo mejor vienen tiempos peores!, le amonesta la re-ba¬nada de margarina despreciada. Pero Hans, que tiene fe en un futuro mejor, no se la come.

No hace mucho tiempo que Rainer ha comenzado a trastornarse y a apartarse de la senda que tienen marcadas las criaturas de Dios. En aquellos días, la fe católica suponía para él una gran compensación que ahora pre¬tende recuperar a través de acciones violentas. En medio de este basurero su hermana Anna enmudece cada vez con mayor fre-cuencia, pero a menudo vuelve a estallar de forma imprevista, arras-trando todo lo que encuentra en su camino. Hoy los dos hermanos se hallan abrazados sobre la cama de Anna. Han desviado el viento de la realidad hacia la cocina de estilo rústico, mientras que el viento del pa-sado sigue soplando en la habitación donde están. Es posible que aquí Rainer rompa el tabú, el tabú del incesto, pero sólo por la curiosidad de ver si sale algo interesante. Pero por fin decide no romperlo, por lo que tendrán que ser otros los diques que caigan. El ado¬lescente los tendrá que derribar personalmente porque en esta casa tan de¬generada no deben echar raíces las costumbres libertinas. Dicen los progeni¬tores.
De niño, además de hacer travesuras, Rainer ayudaba a misa, lo que hoy le produce una gran aversión cada vez que lo recuerda. El papá le decía, ahora vete a ayudar a misa, y él se iba en seguida. Las palizas del padre le dolían más que las frías baldosas bajo sus rodillas desolla-das. Era el frío helado de las seis de la mañana en invierno, y la mano floja del párroco que, menos mal que para pegar no se servía de per-chas o de muletas, ¡paff!, otra bofetada, porque se ha perdido el hilo del texto latino y porque se han dado contestaciones descaradas, cuan-do en realidad no había sido formulada una pregunta sino una orden. Y encima las pesadas vestiduras blancas de encaje con su cuello negro que le daban a uno aspecto de muchacha. Y en medio de todo imáge-nes, sobre todo de Dios y de la Virgen María, de hechuras y materiales diversos. La custodia es predominantemente redonda porque fue hecha en la época del barroco. Para completar el cuadro, el alboroto de risas nerviosas de los jóvenes de la congregación católica que, a empellones y canturreando, entran en su residencia para jugar al ping-pong y los cantos solemnes que entonan los escolares más antiguos y el orgullo que se siente cuando un niño se hace congregante. Últimamente tam-bién se puede ver la televisión y se hace a conciencia. La iglesia siem-pre dispone de las últimas novedades y también sabe utilizarlas contra sus miembros. Es¬tandartes dorados y banderas con la imagen de la Santísima Virgen, joven-citas con faldas plisadas azul marino, todo ello tiene lugar en la desdeñada iglesia de los hermanos de las escuelas pí-as. En el coro se dice muchas veces que Dios llama a la juventud, y és-ta acude apenas ha recibido el llamamien¬to. La juventud es la cristian-dad militante, algo que requiere fortaleza en este mundo pagano y sin ideas. Rainer forma parte de esa juventud, des¬graciadamente la parte peor, la que más acusa las huellas de su desgaste material. Y va al en-cuentro de Dios de mala gana, a pesar de ser él quien recibió la llamada más vehemente, porque Dios conoce sus debilidades y su falta de con-vencimiento. Por eso su llamada es especialmente insistente. ¡Rainer! ¡Rainer! Y acto seguido Rainer vomita sobre las baldosas. Si él visitara las selectas escuelas pías, Dios se lo tendría muy en cuenta, pero sus padres no tienen dinero suficiente para pagar la matrícula. Los mona-guillos de familias pudientes nunca reciben bofetadas, algo que el des-pabilado de Rainer ha percibido inmediatamente porque son éstas las cosas en las que repara en vez de ensimismarse en la oración y olvidar-se del mundo que le rodea. La iglesia toma cuanto puede conseguir y lo guarda; no lo emplea donde más falta hace. Rainer no necesita golpes, sino amor. Se supone que Dios le ama, pero él no siente ese amor, sino sólo bofetadas.
Sin embargo, todos los domingos, con el único pie que le queda, el padre vuelve a meterle a patadas en la sacristía, para que se ponga sus vestiduras y, colocado en el centro del coro de jóvenes alegres y loza-nos, que Dios ama tanto por la inocencia de sus voces, se presente an-te su tía y su abuela.
Las dos acuden a la iglesia con devoción. En mayo y en cuaresma hacen turno doble y dejan una propina para el muchacho que tan bien ha ayudado a misa, para que, de vez en cuando, pueda comprarse unos zapatos de punta o un jersey. Desgraciadamente es lo que más le im-porta a este chico tan superficial, que todavía tendrá que aprender a mirarse hacia dentro. Muy hacia dentro. Para ello los pies que se arras-tran y surcan los espacios sobre dimensionales que justamente corres-ponden a la grandeza de Dios, que aunque no se ve, necesita muchísi-mo espacio. A la izquierda los chicos, los jóvenes servidores del Señor, a la derecha las chicas, las jóvenes servidoras del Señor. Y en el medio la alocución del deán, Dios, en su bondad, ha dejado que los niños se acerquen a El, aun cuando éstos probablemente tengan algo mejor que hacer. Durante el sermón los acólitos permanecen sentados y descan-sando, la mayoría de ellos está pensando en cualquier picardía, marra-nada o trivialidad escolar. Pero a Dios esto no le importa nada, conoce perfectamente las inquietudes de los pequeños y les presta oído. Pero Rainer piensa en El, en Dios en persona, para confiarle sus preocupa-ciones. En los últimos tiempos se ha convertido en su última es¬peranza, porque ya nada funciona y Jesús, naturalmente, tiene que arreglarlo todo. Pero no basta con rezar, también hay que hacer algún sacrificio y en este momento Rainer prefiere no hacer ninguna inversión. Es dema-siado arriesgado. Además qué hace sentado ahí arriba, en vez de aquí abajo, donde uno aposenta el rabo que, de creer a Jesús, no debe to-carse, frotarse ni apretarse, ni el propio y, mucho menos aún, uno aje-no. Entretanto, Rainer sabe que el rabo no existe porque el padre tiene uno y lo que no existe no puede deshonrar a su propia madre en el hogar. Así solucionó un problema bastante desagradable.
Sólo una imagen de cierta armonía se le ha quedado gravada a Rai-ner en la memoria durante mucho tiempo. Es la imagen de una joven congre¬gante que, después de haberle buscado a una más pequeña un determinado pasaje en su devocionario, le acarició la cabeza una y otra vez, lo que pro¬porcionó a Rainer una gran paz interior. Durante muchos años ha seguido pensando en ello sentado en la bañera (una bañera que se improvisaba en la cocina), mientras que su mamá le enjabonaba todo el cuerpo, incluso cuando dejó de ser niño, para que estuviera lim-pio por todas partes, una criatura de Dios limpia por dentro y por fuera. A pesar de todo, y aunque en una criatura de Dios todo es pureza, él se avergonzaba. Pero si soy tu madre, la que te ha visto nacer, y delante de papá no tienes por qué escon¬derte ya que tiene lo mismo que tú y además en el mismo sitio. Esto provoca en Rainer un sollozo ronco y profundo, semejante al aullido de un lobo.
Pero incluso ahora que puede enjabonarse solo, sigue teniendo la sensa¬ción de haber sido engañado.
Tiene un anhelo indebido de armonía y de sociabilidad y en última instancia también de belleza, del que habla a menudo y abusivamente a sus compañeros; para que ellos le entiendan habla de una armonía en-carnada en coches caros, viajes en avión, padres que se besan y cristal reluciente, cosas todas ellas que pueden encontrar en sus casas. Y eso que la armonía no se puede comprar, o se tiene o no se tiene. Pero sus compañeros de instituto no le creen.
¡Vamos hombre!, que voy a dejarte completamente limpio, Anna no se anda con remilgos, cuando lo hace tu propia madre es como si lo hicieras tú mismo. Pero si quieres avergonzarte, adelante, avergonzarse siempre es sano.
Todos somos iguales, es decir, hombres de carne y hueso. Tú no, mamá, tú eres incorpórea como Nuestro Señor y sólo papá te deshonra corporal-mente, por eso afirmo que el cuerpo no existe y lo recorto de las fotos de esas hermosas muchachas desnudas, justo a partir de la barbilla, para luego poder colgarlas en mi armario. La carne muerta empieza a heder rápidamen¬te si se la deja expuesta. ¡Ay este chico! Y ahora sécate bien, eso puedes hacerlo tú sólito.
El órgano zumba y Rainer se seca sin atreverse a bajar la mirada, la mirada siempre debe dirigirse al frente, todo lo que se hace es para gloria de un ser superior. Cuando seas mayor, ya verás como muchas cosas cam¬bian, algunas incluso se aquietan para siempre.
Anna quiere expresar la mayoría de las cosas a través de la música. Hoy ha confiado al teclado las obras de Schumann y Brahms y quizá mañana le confíe las de Chopin y Beethoven. Todo lo que no puede de-cir su boca lo dice la música, que también es algo que procede de Dios, como han afir¬mado algunos compositores (Bruckner) en relación con sus obras. Rainer le lee algunas anotaciones antiguas de su diario en las que dice que las cosas grandes sólo pueden llevarse a cabo si han sido planeadas con el debido tiempo y a conciencia. En su diario se puede leer que en aquel momento le pareció que esta frase tenía una validez universal. Y añadía: 1. ¿Qué estoy planeando?, ¿cuál es mi me-ta definitiva? y 2. ¿Qué necesito para alcanzar esa meta?
Por aquel entonces Rainer todavía quería estudiar en la Politécnica al-go relacionado con las ciencias naturales (química), ahora sólo quiere meter mano en carteras ajenas y convertirse en un germanista que al mismo tiempo escribe poesía. Pero sólo bajo la condición (según el dia-rio) de que las ciencias naturales no se conviertan en un fin en sí mis-mo ni en el objeto exclusivo de su pensamiento y acción, sino que se inserten dentro de un sistema más amplio, más completo y más estruc-turado. Como dice literal¬mente en su diario, quiere disponer de unas normas que estén por encima del pensamiento humano, pero tienen que ser normas de verdad. Quiera la fe cristiana ser el fundamento de mi existencia durante toda la vida. Mi deber como científico es el de im-pregnar el campo de la química con ideas cris¬tianas y lograr una sínte-sis entre ambos mundos (aunque sólo sea una pe¬queña, añade honra-damente en su diario) –para mayor gloria de Dios. ¡Escucha esto Anna! Es increíble, es increíble. Un resultado de este esfuerzo debería ser que la química contribuyera al bienestar del hombre y dignificara su exis-tencia. En ello veo una posibilidad de llevar a la práctica el concepto cristiano de amor al prójimo, sirviéndome para el resto de mi vida de mi talento, fuerza y facultades. Quiera Dios concederme la gracia de poder realizar este proyecto.

¡¿Qué opinas de todo esto Anna?! Condiciones necesarias:
1. conocimientos óptimos de química, matemáticas, física y de doctri-na cristiana y
2. cono¬cimientos óptimos de alemán, inglés, ruso y francés. Ojalá lo-gre (gritos y risas) mantener siempre la modestia y la humildad, pero no (no, no, eso no) para ganarme el favor de quienes en algún momen-to pudieran causarme problemas o de los que, en un momento dado, pueda aprovecharme yo, aunque actúen en contra de mis ideales. Y to-davía necesito:
1. autodisciplina (chillidos y risas) y en esto, los dos hermanos caen revoltosamente uno sobre el otro, escupiéndose al reír. Y lo que te aca-bo de citar debía ser un proceso que se realizara a través de una conti-nua reflexión acerca del mundo circundante, ¿te imaginas que haya po-dido escribir esto alguna vez? No, contesta Anna. Vaya, por lo menos una palabra, un no, ¡un nuevo récord! Apenas un minuto después, Anna se pone a hablar como un papagayo, pero de sus cicatrices internas na-die sabe nada.
Desde las numerosas imágenes y frescos del techo, Dios mira a sus des¬castados hijos preguntándose con asombro cómo pudo llegar a crear algo semejante y además enseñarlo en clase de religión. La fe sigue dándole mu¬chos quebraderos de cabeza a Rainer. En honor a la verdad, no sabe todavía si negar la existencia de Dios aunque él y Camus lo hayan sustituido por la Nada. Desde luego desaparecer todavía no ha desaparecido y, además, su familia tiene amistad con muchos párrocos.
¡A comer, niños, a comer! y en seguida todos se sientan delante de la anhelada cena. Siempre que tiene algo que decir a su padre, Rainer se dirige a su madre. Dile que ahora mismo voy a arrancarle las muletas para que se caiga sobre las frías baldosas. Quiero escribir una poesía pero aquí no en¬cuentro el ambiente apropiado. ¡Cómo que no!, puedes incluso elegir entre el confortable ambiente de una cocina rústica o el frío ambiente de una cocina de piedra, dice Anna, lo que para ella su-pone todo un discurso. Acto seguido el padre se pone a mugir como un toro embravecido y le dice a su hijo que como vuelva a faltarle al res-peto va a romperle el espinazo. De esa manera, éste se retorcería en el suelo como un gusano, mientras que él aún podría cojear y dar saltitos. También le dice que en cualquier momento puede sacarle del instituto, porque es el mantenedor de la familia. La madre ofrece puré y compota y dice que luego papá se vería obligado a admitir ante la gente que no ha mandado a su hijo al instituto, sino a un vulgar centro de formación profesional. ¿No es verdad, Otto?
Mira Margarethe que te voy a dejar morada. Yo a su edad, siendo un «ilegal», ya cumplía con mi deber y ahora sigo cumpliendo con él detrás de un mostrador en el que hay muchas llaves de habitaciones a las que tengo acceso a cualquier hora.
Rainer enseña los dientes como un perro rabioso. El Salvador, colga-do de una cruz de madera rústica cortada a máquina, contempla la es-cena ca¬riacontecido. Hoy la corona de espinas le oprime mucho, porque el baró¬metro señala tempestad y también los ánimos están revueltos. Nuestro delito irá acompañado de violencia, ¿no crees Anna? Pero no debemos perpetrarlo en un estado de excitación, como si estuviéramos desahogándonos de algo. Hay que hacerlo a sangre fría, evitando cual-quier estado de excitación.
Tienes toda la razón (Anna), de lo contrario el delito pasaría a un pla-no secundario cuando en realidad debe ser la cuestión principal.
El arcón rústico, en cuyo interior cabría perfectamente un cerdo sacri¬ficado, está lleno de juguetes rotos de la infancia que, como todo en es-ta casa, ha perdurado hasta los plomizos y aburridos días de la adoles-cencia, algo que no alegra a nadie especialmente. En el viejo diario de Rainer tam¬bién puede leerse que cualquier tarea (sea cual fuere) es grande, y ¿no de¬bería precisamente esto constituir el estímulo para en-frentarse al problema y ganar fuerzas? Esto requiere autodisciplina, consideración, tolerancia y también un espíritu de renuncia. Hoy en día Rainer miente a todo el que quiera escucharle y también a todos los demás, diciendo que en su casa no tiene que renunciar a nada, porque su familia posee todo lo que uno pueda necesitar. Sin embargo, aquí di-ce que a través de la renuncia uno se hace más rico (¡es increíble!), es-calará cimas ideales donde soplará, como indica claramente el texto, un fuerte viento, fresco y purificador. Pero qué asco, todo lo purificado hoy se le antoja como una finísima corriente de aire helado que viniera a in-cidir en su Ojo. La tarjeta postal de la Virgen de Lourdes se dobla a los pies del Redentor, que es el sitio que le corresponde por el efecto de la corriente del aire, y no la cabecera. También el agua bendita en el in-terior de un corazón de cerámica se ondula y rebosa. El rosario, que es regalo de una vecina y también procede de Lourdes, oscila suavemente de un lado para otro ante el fresco ímpetu de la juventud. Un ímpetu refrescante, que procede de una vida que acaba de empezar con brío y que ojalá no sea interrumpida antes de tiempo.
En la religión la madre encuentra consuelo y ayuda para su difícil pa-pel de procreadora y ama de casa; el papá lo tolera tácitamente, aun-que también Nuestro Señor es hombre, como ya lo sugiere su nombre. ¡Que no se le ocurra a Dios entrar en contacto íntimo con la madre! Aunque en realidad es ella la que le busca.
Rainer nunca piensa en esas fotos guarras que supuestamente exis-ten. Por lo que ha oído decir son fotos de su madre hechas por hombres des¬conocidos. Han desaparecido de la conciencia de Rainer con la mis-ma ra¬pidez con la que entraron. Al parecer, también existen detallados primeros planos de sus genitales, pero lo que no se ve, no existe.
El papá se ha comido prácticamente toda la compota, aunque son sus hijos los que están en época de crecimiento y no él, que no sólo ha al-can¬zado su total desarrollo, sino que además está mutilado. A la mamá no le han dejado ni un bocado, a pesar de haber sido ella quien la pre-paró.
Fuera, algunas nubes tontas empiezan a apelotonarse para vaciarse en cualquier momento sobre una tarde de un día cualquiera.
En un estrecho abrazo los mellizos abandonan la cocina rústica para adentrarse en el mundo de la música que emerge de un tocadiscos. Un artista es lo contrario de un campesino que tiene una cocina de esas ca-racterísticas en su casa. Anna se sume en el silencio y Rainer en su lo-cuacidad maniática a través de la cual intenta apoderarse del mundo. En su mundo el poeta es rey y suyo es el reino de la fantasía que dis-pone de espacios ilimitados.

El café es el típico café de estudiantes y por eso muchos de ellos se reúnen ahí. Discuten sobre temas religiosos o filosóficos. Las estudian-tes van a misas de jazz, dan sus primeras fiestas y después de un boni-to con¬cierto de iglesia se dan besitos. Un estudiante de secundaria, sentado a una mesa de mármol, dice a su pareja que cree que ha lle-gado el momento de que sus relaciones, su primer conocimiento super-ficial, se transformen en algo distinto –la estudiante lo llama compañe-rismo, algo que al estudiante se le antoja como una reserva incompren-sible. No obstante, siente que de alguna manera es eso precisamente lo que presta durabilidad a su relación y así lo expresa. También durante la fiesta del jueves pasado fue consciente de ello, dice suave y dulce-mente el estudiante, por eso le gustan tanto los símbolos que tan dire-cta y maravillosamente expresan aquello que no se puede expresar con palabras.
Hans escucha el diálogo, que parece discurrir en una lengua extranje-ra, mientras pasea su mirada entre distintas clases de helado color pas-tel, bolsitas de té estrujadas y jarritas de chocolate, pero en seguida vuelve a reti¬rarla, asustado porque percibe que a nadie le interesa su mirada.
Para terminar, el estudiante le dice a la estudiante: ni el historiador más taimado averiguaría quién besó a quién aquel 27-3.
Hans se pregunta a sí mismo qué significa la palabra aquel y qué sig-nifica taimado y qué significa historiador.
La estudiante dice que le ilusiona la idea de sus vacaciones y que el memorable día de su puesta de largo pareció estar bajo una buena es-trella, porque de principio a fin guardo un buen recuerdo de esa noche tan exci¬tante. Bailamos juntos y todo me pareció embriagador y bello. Los dos estudiantes de secundaria se sirven de su pasado común y, aunque lo em¬plean continua e insistentemente, en sus bocas siempre resulta novedoso.
Hans oye que el de al lado, que seguramente no sabe lo que un hom-bre de verdad debe y puede hacer, estuvo esquiando en los Alpes Ótz-taler. Como ocurre siempre que va a las montañas, piensa mucho en la estudiante que ahora está a su lado. La relación entre una y otra cosa puede resultar incomprensible en un primer momento: lo que ocurre es que el imponente espectáculo que ofrecen las montañas me hace con-cebir ideas muy profundas y ¿acaso la amistad, el amor y la fidelidad no son algo humanamente pro¬fundo?, pregunta el estudiante. La estudian-te contesta que ella también es¬tuvo esquiando, sólo que en otro lugar. Y una vez más su único vínculo fue la palabra escrita. Y también un te-legrama que no llegó: felices pascuas et basia mille. Brigitte.
Hans quiere pedir una cerveza y después otra y luego otra, pero Sop-hie ya le ha pedido un café y un coñac. Sophie enmudece dentro de su oscura falda plisada y su oscuro jersey. Hans también enmudece, pero en el atuen¬do del hermano de ésta. En su entorno inmediato habla la inocencia, hablan los hijos y las hijas –como si les pagaran por ello– de cosas, hechos y obras igualmente inocentes. Hans no es ni hijo ni hija, porque es hijo de un don nadie.
El Prater iluminado a trechos por la primera luz de la mañana, la hierba húmeda, las hojas húmedas, y el gozo de levantarse un día muy temprano, el cuello inclinado de un caballo, la nieve en polvo que se le-vanta, el leve crepitar de la escarcha en la cima nevada, los gritos ale-gres cuando uno se cae y luego el atardecer colectivo en un refugio be-biendo ponche o vino caliente, los acordes de guitarras acompañadas por acordeones y después la famosa salida hacia el exterior, el cielo es-trellado de invierno, el primer beso y alguien que sueña con lo inalcan-zable.
Hans también quiere probar una de esas tartas con abundante crema, aunque sólo sea una vez, pero Sophie se lo prohíbe. Tampoco puede beber si a continuación canta o escupe a alguien.
Emocionantes excursiones en coche, en las que los hermanos mayo-res
hacen de chofer, el padre les ha regalado un coche pequeño por haber su¬perado la prueba de madurez, y a ti también te regalará uno. Veladas mu¬sicales caseras en un cuarto entarimado, el padre toca el chelo, la madre, que es médico, el piano, los hermanos, adorados por sus padres, tocan la flauta o el violín, es la nochevieja en la casa del Semmering. Entre risas, risitas y besos de los jóvenes, los manjares que necesita la desenfadada reu¬nión, se transportan hasta la casa, lo que tiene que ver con trabajar lo que lavar un coche con un alto horno, cuánto le gustaría a Hans, cuánto, llevar cargas aún más pesadas, tan pesadas que todos tuvieran que admirarle. En Pentecostés, ganas de viajar antes de partir hacia el viejo monasterio román¬tico para realizar los ejercicios espirituales que ayudan a reconciliarse con uno mismo, y luego poder decir que es imposible describir el ambiente de esos días de Pentecostés. Con cierta frecuencia dicen que es imposible des¬cribir un ambiente con palabras, pero para ello emplean una cantidad in¬gente de términos que se supone que nadie, excepto ellos, conoce. Pente¬costés, dice el estudiante que ya es universitario, Pentecostés recuerda a la fuerza, al Espíritu Santo, o ¿podría tener otro significado oculto? Hans alarga el oído, porque probablemente lo tenga. ¿Acaso el amor de una joven muchacha? El poder de irradiación de esta experiencia debe excluir otras cosas. Después del desayuno se entablan dis¬cusiones so-bre la fidelidad y cosas semejantes, luego, en un esfuerzo man¬comunado, se improvisa una comida y más tarde habrá otra discusión sobre las obligaciones y las aficiones. Algunas misas son bonitas, pro-fundas y al mismo tiempo modestas, y eso le llega a uno al alma.
Finalmente Hans puede tomarse otro helado y lo remueve nerviosa-mente con la cuchara hasta convertirlo en un puré rosa verde y marrón, el cochino de él. Soy un guarro ¿verdad?, pregunta Hans y Sophie le sonríe. Y ahora todavía quiero tomarme un trozo de esta tarta de cho-colate. Te vas a poner malo (Sophie). Nunca nadie ha visto comer a Sophie, no obstante debe de hacerlo puesto que sigue en pie y anda y consume calorías.
Fiestas de cumpleaños, donde todos se quieren y las pequeñas riñas no hacen más que fortalecer el amor en vez de corroerlo como ácido ní-trico humeante; una iglesia fresquita, unas palabras sinceras, pero no demasiado, sones de guitarra, la unidad de un grupo unido, después tenemos que des¬pedirnos del padre Clemens. ¡Desgraciadamente! Con-ferencias con proyec¬ciones, a un tiempo divertidas e interesantes. Pa-seos nocturnos iluminados por las estrellas en una finca propia o en sus alrededores. Algo que consti¬tuye un nuevo comienzo, un nuevo capullo que debe florecer. Según los respectivos diarios, lo eterno es el silencio –el sonido de lo perecedero. El sol y los padres que se quieren, las visi-tas a palacios, los adioses, la tristeza, pero con una media sonrisa en los labios porque los reencuentros quedan en el marco de lo probable, hermanos que le consuelan a uno con divertidos juegos de sociedad, hermanos que se pelean entre risas, el piano, Debussy, cuadros impre-sionistas, un lago, ovejas, Waldmüller, nubes doradas, excur¬siones con mochila. Pequeñas citas en las que se conciben grandes planes, la capi-lla del palacio imperial, los clubs de jazz, la limonada, las piscinas, el descenso de la Gemeindealpe, desgraciadamente hay muy poca nieve, acci¬dentes de esquí que pronto sanarán, bromas que le hacen a uno ol-vidar la cama de convalenciente. Sentimientos que se perciben, regalos de cumplea¬ños, veladas musicales en las que se escucha a Fisher-Dieskau. Una cama que hay que guardar, la fiebre que cederá, visitas a galerías de arte, un aprobado en el examen de latín que habrá que fes-tejar. Visita a la abuela, la lluvia, un cielo cubierto, las farolas, el asien-to trasero del coche, bocadillos de salchichón, líneas de expresión, fo-tos, un cojín de seda, el cálculo inte¬gral, traducciones de Cicerón, dis-quisiciones sobre si uno debe o no debe entristecer a una persona por querer ser fiel a la verdad. ¿Qué es la verdad, que es la falsedad y qué es la hipocresía? Escuchar discos, discutir a la luz de una vela. Trajes elegantes, el primer vestido de noche que se estrena para ir al Burgt-heater, que ha sido del agrado de uno. Don Giovanni en la ópera, que también ha sido del agrado de uno. El chico, al que sólo se conoce co-mo compañero de tenis que saca muy bien, de pronto le ayuda a una a quitarse el abrigo en el guardarropa, está muy cambiado, y luego le da a una un beso en el parque. Así ha franqueado la frontera que separa al niño del adulto. Un paso importante que la familia celebra. Alcanzar un punto donde todo parece estar vacío, donde los rostros se revelan como máscaras huecas, donde uno se encuentra ante un profundo abismo, donde uno ya no encuentra salida, etc., y el sufrimiento, para el que existen muchas ex¬presiones que lo describen con precisión. Este pro-blema luego se discute en un reducido círculo de amigos y todos termi-nan comprendiéndolo, con lo cual el problema desaparece inmediata-mente. El amor. Sólo el ignorante se enfada, el sabio comprende e in-cluso da un paso más, por el cual finalmente el hombre se sitúa lo más cerca posible del amor divino. Algo queda sellado con un largo beso y todo queda en paz. Conversaciones en inglés y en francés. Hans hinca los dientes superiores en el labio inferior, donde en seguida va a for-marse un agujero, pero en cualquier caso ese agujero es mejor que el precipicio que se abre ante él. Y sin embargo reina el entendimiento en-tre él y Sophie, que sorbe su limonada a través de una paja. A primera hora de la mañana, antes de ir al banco para solucionar cosas, su ma-dre ha sufrido otro ataque de nervios. Como siempre, Hans juega con sus músculos, pero no al escondite. Se mueve en la silla de un lado pa-ra otro, como si se hubiera cagado; le guiña confidencialmente a Sophie y le describe una gigantesca borrachera, durante la cual uno o dos ami-gos suyos se pusieron especial¬mente groseros y armaron un gran albo-roto; algunos objetos a su alrededor se rompieron en mil pedazos. Habla demasiado alto, todos pueden oírle, nadie le entiende, pero aque-llo que no se entiende se tolera y donde no hay tolerancia uno la crea discutiendo sobre ella.
Incluso cuando uno tiene que separarse de otro, siempre lo hace con un brillo en los ojos porque el reencuentro tendrá lugar dentro de muy poco tiempo, adiós corazón, un escarabajo dobla la esquina lentamente y desapa¬rece, pero mucho queda atrás: una amistad y una calidad humana. Una muchacha, que entre bromas bienintencionadas de su familia –que en este momento está comiendo– se levanta de repente como picada por una ta¬rántula, para recibir a su novio, al que ha estado esperando tanto tiempo y que acaba de regresar de una pequeña ex-cursión a las montañas. A conti¬nuación la familia entera decide em-prender algo conjuntamente. A Hans este gregarismo, que inunda el espacio como una espesa niebla, le pone a rabiar. Con agresividad aplasta los últimos trocitos de helado en el interior de la copa de metal; así descarga su rabia contra los inocentes alimentos.
Descripciones de travesías de ventisqueros, despedirse de family. Christine, la amiga del alma, que está al corriente de la alegre travesu-ra. Y en marcha, un trayecto de hora y media, ratos de tranquilidad y sosiego en el bar del tío Sepp. Un chico joven, que después de haberla escalado, vuelve a descender la montaña para verla a ella. Un senti-miento muy particular que fluye de mí hacia ti y de ti hacia mí. Una abuela que saluda amistosamente con la cabeza. Pasear, charlar, co-mer. Paseos para ver la tala de los alerces. Alguien que no ama nada tanto como la hierba y el cielo.
Hans sigue la pista de las distintas corrientes que aquí se establecen entre unos y otros. ¿Y qué es lo que se establece? Las partes interesa-das desco¬nocen la palabra precisa, conocen más bien una imprecisa que lo engloba todo: el TÚ. Emprender el camino en dirección al hospi-tal del Semmering, viaductos, túneles. Subida al Jockelhof, instalarse en las habitaciones, la co¬mida y la siesta, pereza de escribir durante las vacaciones, capas de niebla y un cielo que parece reír aunque no le haga falta. Muchas cosas de las que poder hablar. La comprensión de todos.
Hans tose y escupe la mitad del café, al que le había convidado Sop-hie, en el platillo. Le sube mezclado con saliva. En su cerebro hay un gran agujero que, en términos muy generales, podría designarse como la Nada. Cuando los estudiantes conversan entre ellos quiere decir que están allí los unos para los otros, y precisamente en esta sencillez radi-ca la «profundidad inconmensurable del contenido» que exponen, dicen a dúo. A veces es muy interesante observar al prójimo, para ello uno se sienta sobre un tronco de madera. La meta la tenemos en la punta de la lengua y se llama amor.
Los inagotables manjares, que consumen los jóvenes que rodean a Hans, se abandonan ahora por un rápido cruce de miradas y un sosiego interior compartido. Cuando uno está sentado sobre un tronco talado en medio de un pinar disfrutando del sol, puede uno olvidarse del reloj, evidentemente no del reloj de oro, sino de la hora que marca dicho re-loj.
Maquinalmente Hans mira su viejo reloj por si acaso se lo había deja-do olvidado en alguna parte, pero sigue estando en su muñeca.
Sophie, como todo en su interior, permanece en silencio. Ni aquí ni en cualquier otro lugar se sale de su ser. De vez en cuando saluda a un cono¬cido. Cuando cruza más de dos palabras seguidas con alguno de ellos, se crea una unión extraña. Hans cree que entre él y ella existe amor. El amor le trastorna porque, por regla general, suele trastornar a un ser que ama, pero a Hans le trastorna muy especialmente porque no conoce nada con lo que pudiera compararlo. Está irremediablemente a merced del amor.
Otro estudiante está comparando a dos personas que se llevan bien, con las dos mitades de una bola que casan perfectamente formando una bola. Se habla espontáneamente y con confianza mutua, cosa que percibe esta figura completamente geométrica y espacial.
A la hora de la despedida uno se plantea si debe sentir lo mismo que a la hora del saludo, indudablemente sí, aunque se sale más enriqueci-do por las experiencias vividas.
A Hans nunca nadie le ha regalado nada, excepto Sophie (pantalón y jersey), y de vez en cuando su madre le compra algo práctico. Sophie pre¬gunta a Hans que qué opina de los delitos. Rainer quiere perpetrar-los y ella piensa que definitivamente también quiere hacerlo. Estos ni-ñatos me abu¬rren mortalmente, ¿a ti no? Además tú está acostumbrado a otras cosas que no a la palabrería insustancial de los estudiantes.
Hans, al que nada le gustaría tanto como ser estudiante, dice que ya ha desvalijado algunas máquinas, pero que ahora quiere llevar una vida ordenada para conseguir a la mujer a la que ama, sin embargo no dice quién es, no, no, a eso no se atreve.
¿Es Anna?, pregunta Sophie. No, no, no es Anna, y no te voy a reve-lar quién es, dice Hans mirando a Sophie con cara de ternero degollado, para que ésta intuya que en realidad se trata de ella. Sophie no sabe cómo inter¬pretar esta estúpida expresión y le pregunta si piensa que los actos ilegales pueden llegar a desinhibirle a uno. Pero Hans no conoce la palabra..., la palabra «ilegal».
Si ahora me tomara otro coñac, me pondría a cantar a voz en grito y le daría una paliza indiscriminada a uno o dos estudiantes.
Pero no, ahora fuera de bromas, sí que me gustaría ponerle a alguien las manos encima. Hasta ahora, Hans sólo ha podido ponerlas encima de la escayola húmeda o dentro de Anna. Hans dice que ya está empe-zando a calentarse con el alcohol aunque está bastante acostumbrado a beber, una vez incluso llegó a tomarse tres litros de cerveza de golpe, ¡qué barbaridad!, estaba completamente borracho, doy fe de ello.
Sophie observa a Hans como si lo estuviera viendo por vez primera, algo que siempre ha de ocurrir entre un hombre y una mujer antes de que pueda hablarse de una relación. Su mirada abarca conscientemente cuerpo y cara. Para obtener una impresión de conjunto. La temporada de baile ha pasado, ya no está en puertas como otras veces. Al baile de la ópera asistió con una corona de piedras falsas; fue una tontería, pero la mamá se empeñó en que así fuera. Ahora que dispone de tiempo li-bre puede valorar la cara de este Hans. De manera que esto también es un rostro humano, qué heterogenei¬dad tan magnífica ofrece la natura-leza, piensa Sophie para sus adentros. Existe una extrema izquierda y una extrema derecha que se acercan consi¬derablemente, e incluso exis-te un Hans que no parece molestar ni estorbar a nadie. En la naturaleza hay especies y formas muy diversas y dos sexos completamente dife-renciados. Sophie pertenece a una especie noble por exce¬lencia.
Hace varios meses Sophie se olvidó de todo, sobre todo del mundo exterior, en brazos de un compañero de baile, ahora quiere olvidarse de todo a través de una acción completamente distinta. Ella, que tiene to-do cuanto pueda desearse, hace todo lo posible por olvidarlo. ¡Pero si tú no puedes hacer eso!, vienes de una familia que no está acostumbrada a esas cosas, le dice Hans. Lo importante es que me acostumbre a ello, responde Sophie, que como Rainer y Anna quiere echar todo por tierra. No obstante, quieren destruir cosas distintas puesto que poseen cosas distintas.
Rainer, que no había sido invitado, logra sin embargo averiguar su pa¬radero a través de hábiles preguntas, y entra en el café mirando in-dolente¬mente en todas direcciones sin que nadie se aperciba de él y, acto seguido, se pone a hablar sobre actos delictivos. Es posible que sean contagiosos. De su amor hacia Sophie prefiere no hablar en pre-sencia de Hans. Uno madura a través de los delitos, sigue explicando. En El extranjero de Camus, que en este momento está leyendo con Sophie y nadie más que Sophie, el héroe también acaba en la cárcel. Estando condenado a muerte, percibe unos dul¬ces sonidos que proce-den de la naturaleza y es capaz de distinguir todos sus matices. Esto es importante porque la cotidianeidad más que reforzar la sensibilidad, la destruye. En breve (esto se prevé), los «accionistas vieneses» * van a destruir sus propios cuerpos; nosotros queremos destruir cuer¬pos aje-nos porque satisface más. ¿Pero quién iba a destruir voluntariamente su propio cuerpo, si sólo se tiene uno?, pregunta Hans. Un artista que posiblemente acabe mutilándose a sí mismo, y está bien que así sea. Con frecuencia yo también tengo ganas de descuartizarme y luego tirar los pe¬dazos a la basura.
Quiero echarme enteramente sobre Sophie y penetrarla, piensa Hans. Lo hará igual que con Anna, sólo que mejor porque en este caso inter-viene el amor.
Sophie mira a Hans atentamente. Rainer quiere que Sophie fije su aten¬ción en él y no en Hans y tira al suelo una copa de helado que aca-ban de traer. Antes de que pueda pisotear las bolas multicolor, porque ya no le gustan y porque enfadarse no depende del dinero, Sophie dice: ¿estás loco, o qué? Si así lo deseas, Sophie, le digo a Hans que vuelva a recogerlo todo con la cuchara. Hoy te estás portando otra vez como un niño (Sophie). Todavía está por ver quién va a recoger qué (Hans).
La camarera, vestida de blanco y negro, se abre camino ágilmente entre las mesas y deja que los adolescentes de clase alta la traten co-mo a un semejante, transformándose así blanco y negro en gris, que es desemejante; hay que tener vista para estas diferencias. Hay quienes hablan con ella de tú a tú, a pesar de que poseen una casa de veinte habitaciones en Hietzing. Le cuentan sus pequeñas preocupaciones, fundamentalmente preocupaciones escolares, que ella intenta resolver. Todos los trabajos satisfacen cuando uno

i Grupo radical que mediante actos de protesta extravagantes reivin-dicaban cambios estéticos, ideológicos, etc. (N. de la T.)

los hace bien y éste satisface muy especialmente porque uno está en contacto con otras personas. Y, además, es un buen material humano el que uno encuentra aquí.
Recuerda también tú, Hans, que depende del Cómo, y no del Qué.
Rainer dice que un asesinato o un atraco no son locuras, sino el final más sensato para una existencia carente de una base material sólida.
Hans dice que es una locura atentar contra el prójimo.
Sophie contesta, que si lo ha entendido bien, entonces sólo debe hacerse por el acto de violencia en sí mismo.
Bueno, claro, el dinero desempeña un papel secundario. Un asesinato no es más que un poco de materia revuelta (Rainer).
Sophie contesta algo y Hans la secunda. Es de su misma opinión. Di-ce que comparte su punto de vista.
Rainer dice que cierre el pico porque no conoce los polos opuestos del pensamiento, ni su absoluta autonomía, ni su estricta dependencia. Pa-ra molestarle, Sophie manda a Rainer a hacer deberes, después puede pensar qué es lo que se va a comprar con el dinero robado. Rainer grita que el dinero le importa un bledo, lo mismo que también a Sophie le importa un bledo el dinero, él es igual que Sophie y percibe las cosas igual que ella. Sophie insinúa que quizá una bicicleta, unos libros edifi-cantes, una caja de construcción... y ahora quiere que se marche, hoy se había citado con Hans y no con él y no quiere que la espíe.
Hans dice que comparte la opinión de Sophie.
Rainer matiza que uno que dirige todos los asuntos no espía porque tiene todas las cartas en su mano. Además ha escrito otra poesía espe-cial¬mente para ella, en la que invalida el pensamiento cristiano hasta hacerlo desaparecer.
Sophie dice que Rainer seguramente acabará convirtiéndose en un probo funcionario que escribe poesía en la administración pública. Hans le dice a Sophie que él también sospecha lo mismo. Sophie percibe cla-ramente como Rainer está a punto de correrse, es como en la mastur-bación, justo antes de llegar al orgasmo. Hans dice que es de su misma opinión. El lo suscribe totalmente.
Analfabeto, grita Rainer viendo manchas rojas delante de sus ojos. Lo que desgraciadamente también tiene delante de los ojos es a Hans y a Sop¬hie, en una especie de complicidad que se desarrolla en un plano profundo y no en el suyo.
Lo de ellos es epidérmico, lo de él y Sophie, sin embargo, es profun-do.
La profundidad no va hacia abajo sino hacia dentro. Dice que no le impor¬tan ni sus padres ni Dios, porque los odia, sí, también odia a Dios, y por eso soy más libre que vosotros dos. Ha decidido que nada es im-portante. Pero ellos todavía tienen que entender qué es esa Nada que no es nada.
Ahí tengo que darle la razón a Sophie, dice Hans, y ahora te voy a partir la boca, Rainer. Pero Sophie se lo impide. Rainer se da cuenta de que Hans es un elemento extraño que perturba la vida de Sophie, cosa que no se debe confundir con un sujeto extraño. Pero en realidad Hans es un objeto para Sophie, y nada más.
Mierda, me he olvidado el monedero, advierte Sophie. Anda, présta-me dinero hasta mañana, es que he invitado a Hans. Rainer, que sabe que no debe ser tacaño para no parecer tacaño, paga inmediatamente, no sin antes haber dejado claro a Hans que ha sido él quien ha pagado.
Sophie mira a través de la ventana a una apacible calle residencial.
Estoy completamente de acuerdo, Sophie, dice Hans.

De noche, los lamentos de la madre traspasan cada vez con mayor fre¬cuencia los sensibles y bien afinados oídos del hijo adolescente y de la hija adolescente. A menudo también oyen que el papá quiere dispa-rar sobre la mamá porque está atentando contra su matrimonio. Pero Rainer sabe que lo único contra lo que está atentando es contra su pro-pia vida sin sentido, pero nunca contra el matrimonio y, además, ¿con quién iba a hacerlo ahora que el paso del tiempo ha causado estragos en su figura? La vida de la madre es una larga cadena de años absur-dos, como también son absurdas las ca¬denas humanas formadas por gente de clase baja, de las que nunca nadie sobresale. Se quedan atra-pados en lo vulgar, sin llegar jamás a un nivel más alto. Sólo rara vez logra uno alcanzar un lugar donde explayarse y desarro¬llarse. Pero en el club de jazz sólo hay burgueses de segunda categoría que, a falta de perspectivas mejores, escuchan los largos discursos de Rainer ya sea sobre Dios o sobre la moderna música de jazz y su estructura. Sus compañeros de instituto desaparecen en cuanto se tropiezan con él, porque saben que lo único que les espera es una charla aburrida en la que ni siquiera pueden meter baza. Este chico es mortalmente aburrido. Hay que largarse. A pesar de saber más que él, éste nunca permite que nadie haga alarde de sus conocimientos.
Cuando por la noche resuenan los apagados lamentos de la mamá, al día siguiente Rainer mira a su padre de tal manera que éste se ve obli-gado a justificarse inmediatamente ante testigos: ¡observen esa mira-da!, ¡imagínense de lo que éste seria capaz de hacer con su padre!
A la hora del desayuno Anna le reprocha a su madre el haberle des-tro¬zado la vida, y Rainer profetiza que él, Rainer, va a destrozarle per-sonal¬mente la vida a su padre.
Rainer tiene madera de dirigente, eso le salta a la vista a cualquiera, aunque nadie se toma la molestia de examinarlo con más detenimiento. Por eso no cabe la menor duda de que se convertirá en el cabecilla del grupo, en el caso de que se cometa un atraco. Todos le consideran co-mo la voz cantante en lo relativo a la ejecución del mismo. Sophie es la que más le considera y una inclinación embrionaria puede convertirse en amor. El pró¬ximo paso es que ya no se dude del amor: ya ha llega-do.
Un punto fuerte de Rainer es que también ha conocido personalmente el horror. Este horror suele adoptar la forma de un sueño, en el que él recorre las calles al anochecer y acaba completamente cubierto por las hojas que caen de los árboles. Cuando luego se pone a escribir poesía se inspira bien en los libros, bien en el tiempo.
Hoy hay junta de directores, es decir un día escolar en el que excep-cionalmente no hay clase. El inusitado día libre se descompone en múl-tiples actividades, agitadas y divergentes, que se llevan a cabo por los más variados grupos de personas. Rainer sale temprano de su casa pa-ra ir a un taller de cerrajería, con el deseo ligeramente borroso de hacer una copia de la llave de la caja donde su padre guarda la pistola, sir-viéndose para ello de un molde de cera propio de un aficionado. No sa-be muy bien por qué lo hace pero probablemente lo haga para poner la pistola fuera del alcance de su papá que tantas veces ha amenazado con disparar sobre la mamá, sin que hasta el momento sus amenazas hayan tenido consecuencias dignas de men¬ción. Pero nunca se sabe, nunca se sabe... Lo cierto es que donde no hay pistola no hay disparo. Luego Rainer constatará que la llave ni entra ni cierra, puesto que nada de lo que Rainer lleva a cabo funciona, a no ser que se trate de una ac-tividad intelectual. Porque Rainer es un hombre de pen¬samiento, Dios un hombre divino (Jesús) y Hans un hombre de acción, al que no obs-tante hay que guiar porque siempre piensa cuando ya es dema¬siado tarde. En la mayoría de los casos sólo hace tonterías. Pero Rainer inter-viene dando órdenes contradictorias, que ninguno entiende y todos eje-cutan de manera distinta a cómo habían sido concebidas.
Medio muda, Anna se va a tocar música de cámara para que debajo de sus dedos se forme la bóveda luminosa de sonidos que rara vez lle-gan a acumularse en su boca. En su cabeza se expande la oscuridad de acciones absolutamente malignas, a pesar de que su lengua no pueda obedecer las instrucciones. Anna está cada vez más delgada y «sus ojos oscuros brillan incandescentemente en su carita hechizada», como se dice en una novela edificante que una vez leyó a Hans. Pero a veces uno siente pavor cuando observa la desesperanza, de toda una genera-ción en estos ojos de Anna, que no tienen un tabique protector, de tal manera que toda la fealdad que pro¬viene del exterior puede penetrar directamente en el cerebro y causar enor¬mes estragos. Anna ejecuta la parte para piano de un trío de Haydn que toca con unos correligiona-rios. En contraposición con la turbulencia de Brahms o de. Mahler, la claridad de Haydn se eleva hasta el techo de la habitación, mientras que la confusión de Anna permanece abajo y se instala cómodamente en su interior. A la confusión siguen, en orden de aparición, el deseo de herir, de matar y de destruirlo todo. Y una desagradable sensa¬ción de tirantez en el bajo vientre que recuerda a Hans y simboliza a Hans. Pe-ro éste desaparece cada vez con mayor frecuencia y ojalá no esté con Sophie, aunque es probable que sí esté con ella. Sophie nunca copula y también su hermano Rainer ve en el acto sexual una degradación de la mujer y del hombre. Pero, si en contra de toda previsión, Sophie fuera a hacerlo, él dejaría inmediatamente de considerarlo una degradación y pasaría a verlo como una ascensión hacia cimas más elevadas. Después de todo sigue te¬niendo perspectivas de ascenso y algo más, que en el caso contrario ya habría dejado atrás. Lo bueno es preferible tenerlo delante que no detrás. Anna ejecuta el tiempo rápido con el brillo de una- perla cultivada japonesa. El violín desafina terriblemente y el oído musical de Anna lo acusa con dolor y exige más práctica. Hoy tocan por diversión y no por obligación. Desde la distancia, la señora Witkowski apoya a su hija porque por fin ésta ha convertido en realidad sus sue-ños artísticos y culturales de adolescente. A ella también le hubiera gustado hacer lo mismo, pero se casó con un oficial grosero, cuyo oficio fue matar y además le gustaba. Sólo pudo estu¬diar cuatro años de pia-no y eso es poco para un instrumento tan grande, que casi es el rey de los instrumentos si no existieran los órganos que son todavía mayores. Cuatro años no son nada si se trata de algo agradable. Por lo demás pueden parecer una eternidad.
Rainer en el cerrajero y luego en casa de un compañero estudiando para la prueba de madurez; Anna con la música de cámara. Rainer sólo tiene compañeros, no amigos. Rainer está con un compañero.
Como siempre, los padres hacen sus fotografías rápidamente para apro¬vechar al máximo la ausencia de sus hijos, ¡aprovecha el día por-que quizá sea el último! Señor W.: Hoy eres la criada viciosa a la que hay que pegar por sus faltas profesionales y privadas. Señora W.: ¡Ay! (le están pintando cardenales). Para vosotros eso lo he sido siempre: una criada y nada más. Creo que el liguero ya no me entra porque he engordado. Las últimas veces siempre he interpretado a la gimnasta bajo la ducha.

Señor W.: No debes llamar interpretación a esta actividad tan seria. Mi campo de acción está restringido por mi invalidez, pero cuando lo que uno hace lo hace bien, hay que tomárselo muy en serio.

Señora W.: ¿Utilizo accesorios o no, Otto?

Señor W.: Ahora has turbado mi autoestima como fotógrafo amateur. Y también está equivocada la vergüenza, tal y como la estás represen-tando, y precisamente eso deberías saber hacerlo. Lo de los accesorios tampoco puedo decidirlo tan rápidamente porque un artista tiene que esperar a que le llegue la inspiración. Ahora se me ha ido. Acabas de herir sensiblemente mi orgullo de fotógrafo con eso de la interpreta-ción.

Señora W.: No quería herir tu orgullo, Otto.

Señor W.: Pero lo has hecho y te mereces el golpe especial de mule-ta.
A continuación se produce dicho golpe, pero sólo alcanza la pared, de¬jando una abolladura más porque la mujer, siguiendo un reflejo ex-cepcionalmente oportuno y perfeccionado en múltiples situaciones simi-lares, se ha hecho a un lado justo a tiempo. La abolladura se encuentra en compañía de otras muchas semejantes que proceden de acciones anteriores parecidas y que contribuyen a afear la ya de por sí descuida-da pared.

Sorprendentemente, puesto que la primera fue tan buena, el día tiene todavía una segunda parte y ésta se llama tarde. Tiene lugar después de la comida, durante el transcurso de la cual Rainer profetiza ampulo-samente que todavía va a destrozarle la vida a él, a su papá.
Ahora los padres van de visita en ropa festiva, el padre como siempre hecho un brazo de mar –todas las semanas se compra una corbata nueva y sus camisas parecen herramientas mortíferas, planchadas co-mo láminas cortantes, al fin y al cabo es un don Juan y tiene fama de ello–, la madre, como salida del cubo de la basura, con prendas de ves-tir discordantes, que no pegan ni con cola y que nunca pegaron, ni si-quiera cuando estaban nuevas; así pues, los padres van a visitar a una tía lejana, a quien la mirada de Rainer siempre resultó inquietante, tie-ne algo punzante y a la vez algo alevoso; la tía le cree capaz de cual-quier cosa. A R. le alegraría oír esto.
Los padres son felices fuera de casa, los niños dentro de ella y hoy, por variar, la que fotografía es Anna. La semana pasada, en el cuarto de Sophie, Rainer vio una foto hecha en Oxford del hermano, vestido con traje de esgrima y empuñando un florete. Hoy Rainer empuña una navaja de boyscout que, en realidad, por su aplicación originaria, es un machete de las juventudes hitlerianas jubilado, y posa con todo su em-peño como en la foto del hermano de Sophie. Postura de asalto, o como se diga, en una mano el florete, la otra haciendo un ángulo ligero y grá-cil en el aire. Resultado: un efecto lamentable. Un momento Anna, creo que hay algo con lo que po¬dríamos mejorar el lamentable resultado, la bayoneta de recuerdo de nuestro padre que él, a su vez, recibió de su propio papá; es casi impensable que esta bestia tenga unos padres que un día lo parieron y lo engendraron, pero los tiene y prueba de ello es la bayoneta que procede de la primera guerra mundial. ¿Sabes en cuál de nuestros quinientos cartones de detergente se encuentra la ominosa bayoneta?, pregunta Anna con escepticismo (hoy fun¬ciona el hilo de voz), dejando vagar la mirada mientras arrastra la película a la siguien-te posición. Sí, lo sé, es la maleta de cartón de la tercera fila de arriba y la cuarta a la izquierda, si esto sigue así acabarán aplastándonos y los grupos de salvamento tendrán que desenterrarnos completamente asfi¬xiados. Esta basura podría alcanzar para cinco vidas.
La maleta se abre en medio de filas oscilantes de cartón y la bayone-ta se extrae de su cama de cachivaches, y ahora a volver a empezar desde el principio. Con un arma tan larga (el filo mide 25 cm) todo fun-ciona el doble de bien, y así fue. Anna ya tiene la película en la cámara y la expresión asesina de Rainer se ajusta perfectamente porque está pensando en cosas agresivas. La expresión de su cara no debe ser sim-plemente brutal, tiene que reflejar la expresión de un individuo que lee a Camus y que, por el tormento que le produce el mundo, llega al ase-sinato. Camus es un nihilista existencial, pero cree en Dios, algo en lo que erróneamente también creyó Rainer y sigue analizando aún hoy, pero si también lo analiza un Camus de esas características es que está en buena compañía. Camus es un super nihilista, nada es nada y por consiguiente carece de sentido. Aferrarse a la nada su¬pone una cobar-día, lo mismo que aferrarse a Dios. El absurdo, tal y como lo entiende Camus, podría equipararse, en mi opinión, a la Nada. Camus convierte el dolor en principio universal, el dolor y el aburrimiento. Ambos se lle-gan a conocer por experiencia propia. Para eso hay que leer: Los pose-sos. Preferiblemente leerlo con Sophie. Hay que leerlo con la mujer amada, que se diferencia de las demás mujeres en que definitivamente se ha hecho incorpórea. A Anna y a la mamá se les ha prohibido, bajo pena de muerte, dejar algodones o compresas ensangrentadas a la vis-ta de todo el mundo. Semejantes objetos deben ser retirados o destrui-dos sin dejar rastro alguno. En realidad, Anna lo haría por voluntad propia ya que, de todos modos, tiene que eliminar inmediatamente to-da huella corporal. Aún así, no se niega a sí misma el deseo íntimo de tener dentro a Hans. Unas veces deja de hablar, otras de comer, ni si-quiera le pasa la sopa y si lo hace se mete en seguida los dedos en la boca y la sopa, que no le había hecho nada, vuelve a salir formando un gran arco. Acto seguido se elimina el resto raquítico en la taza del wa-ter, al igual que el algodón ensangrentado, que en su caso da testimo-nio de un proceso vital bastante desagradable. Hay que acabar con ello, así es como si nunca hubiese existido y es perdonado.
Rainer sigue ensayando un extraño salto con las piernas separadas, del que nadie sabría decir lo que representa, mientras sacude la bayo-neta con inquietud. Anna dice, quédate quieto hombre, se me está mo-viendo la ima¬gen, además estamos prácticamente a oscuras. Rainer ofrece una imagen lamentable y la imagen que resulta es más lamenta-ble aún que el natural. El objetivo de la máquina de fotos es despiadado con los diletantes y Rainer también lo es.
Pronto Rainer y Anna irán a casa de Sophie, Anna para ver si se tro-pieza con Hans, Rainer para explicarle a Sophie por qué hay que ser despiadado consigo mismo y con los demás. Pero sobre todo con los demás.
Bajo su mando y dirección va a cometerse un delito y después, ojalá, otro y este será el principio de la carrera delictiva.
La costosa máquina se vuelve a colocar en la caja como antes, para que el padre no note que en sus ratos de ocio ha estado trabajando ba-jo cuerda. Los gemelos salen juntos a la luz pública, donde un arce, re-presentativo de muchos, sacude maliciosamente sus hojas de un lado para otro y donde también hay otros árboles y pronto florecerán las flo-res que embellecen la ciudad.
Anna rechaza el cuidado personal. Se acerca rápidamente a Hans, que seguramente la ha estado esperando. Con él no necesita cuidar su aspecto exterior porque a Hans le interesa más lo que hay debajo de la envoltura. Con un jersey recién lavado Rainer proyecta hacer lo mismo con Sophie. Ellos sazonan la distancia que los separa con conversacio-nes culturales y así la acortan.

No se atreven a entrar en el bar porque caerían bajo la ley de protec-ción al menor, que divide a la humanidad en dos clases, los que pueden y los que no pueden. De qué tipo de bar se trata puede deducirse de los coches aparcados en el exterior. Revelan gratuitamente al inquiridor la situación económica de sus propietarios. Hagan lo que hagan tienen que tener cuidado porque si no viene una especialista en la materia y los echa a la calle. Anna se propone actuar como una mujer perpetua-mente seductora porque Sophie resulta demasiado inocente para ello. Esto no es un barrio de prostitución infantil, aunque de vez en cuando sí vienen menores que necesitan dinero para comprarse discos nuevos. Al prometedor vestido de Anna le sale al encuentro un traje, que a pe-sar de no ser demasiado elegante tiene ganas de divertirse en la gran ciudad, que ni es demasiado grande ni es demasiada ciudad. Éste des-cubre la entrada levantando la cortina de seda para dirigirse a su habi-tación de hotel, que es de clase media alta pero que él paga como si fuera de clase alta baja. Por el corte del traje se deduce que es un pale-to de provincias que cree estar dando la impresión de lujo rutinario de un hombre de mundo.
Pero no lo es porque acaba de fijarse en Anna, que en este momento, sale tambaleándose del portal de la casa de al lado, Dios mío, no me atrevo a volver a casa, mi mamá me va a dar una paliza o si no lo hará mi papá, porque he sobrepasado considerablemente mi hora de llegar a casa. Por favor, ayúdeme, soy una muchacha indefensa que tiene pro-blemas que no sabe resolver sola.
El paleto la mira, la examina, la mide y se dice a sí mismo en su pro-pia jerga que qué suerte tiene de poder apropiarse de una muchacha tan joven y relativamente intacta. Luego, además, tendrá ocasión de contarlo. A lo mejor resulta que en esta sombría callejuela vienesa, me he ligado a una muchacha completamente inocente que no sabe nada de nada, y podré en¬señárselo todo personalmente, viva. ¡Una chica tan guapa y sola!; eso lo tendremos que remediar. Dispongo de una bonita y carísima habitación de hotel, que incluso tiene cuarto de baño propio. Ay, eso es verdaderamente amable por su parte, porque no sabría dón-de ir, ni por qué, ni para qué, pero ahora que le veo ya lo sé. ¿Pero no vas a darme un besito como adelanto, ratoncito? (lo cual es una enor-me estupidez porque en todo caso el que tendría que pagar es él). Yo seré bueno contigo, sé perfectamente cómo hacerlo, no soy un jodedor basto, sino un experto en mujeres, tesoro mío, que, además, sabe evi-tar un embarazo a voluntad. Ahora mismo le doy el beso, aunque con un perfecto desconocido no deba hacerse.
Esto decepciona al provinciano y frena sus impulsos porque esta per-sonita demuestra tener cierta familiaridad con el uso y el abuso del cuerpo, que en un principio no parecía tener, al final encima hay que apoquinar, cosa que normalmente no tengo que hacer con las mujeres, puesto que llevo muchos años despachando buena calidad en pueblos importantes y en mercadillos. Pero no estaría aquí, sino en Gánserndorf o en Ottenschlag, si no estuviera buscando las diversiones de la capital. Vamos chati, que no aguan¬to más pensando en lo que vamos a hacer, espero poder burlar al portero de noche, al señor Fischer, porque sólo tengo una habitación individual. Seguro que es un nido de pulgas, dice Anna emponzoñada, subrepticia y dubitativamente. Si quisiera podría hospedarme perfectamente en el Bristol, pero no quiero. Soy represen-tante de máquinas. Lo de las máquinas no es cierto, se trata de ropa de señora. En la ciudad dice lo de las máquinas para no resultar afemina-do, en el campo a menudo prefiere lo de la ropa de mujer porque las mujeres se tumban con más facilidad sobre el colchón si luego pueden elegir un bonito vestido.
¿Y lleva usted consigo la cifra anual de ventas? Eso es peligroso en esta parte de la ciudad en la que hay tantos criminales. Es usted muy valiente.
Por regla general nunca llevo dinero encima, dice el homúnculo pal-pándose maquinalmente la chaqueta a la altura del corazón y a Anna allí donde otras mujeres suelen tener el pecho, pero no Anna. Te vas a sorprender de lo que soy capaz, babea el representante de ropa con su atención puesta en el culo de Anna que, por lo menos, apunta ligera-mente. Las líneas y con¬tornos de las mujeres siempre me han gustado especialmente, espumajea el viajante y cuenta algunos detalles como si quisiera estropearle el negocio a la empresa de confección Peitel & Maissen. Todo eso lo conoce por expe¬riencia propia y ahora puede darle un repaso porque Anna se está atando los zapatos, que es una señal acordada previamente. Y, efectivamente, así es porque acto seguido varias figuras se descuelgan de una entrada de vehículos y se aproxi-man en zapatillas de deporte silenciosas a la siguiente entrada, adoqui-nada irregularmente y entre cuyos adoquines crece con desorden la hierba y la mala hierba, que dan testimonio de la decadencia de esta ciudad. Un delito se avecina silenciosamente, tal y como se avecinan todos los de¬litos, para no revelarse como tales con demasiada rapidez.
No aguanto más, tengo necesidad de entrar contigo en ese portal y sentir tus labios prietos sobre los míos, babosea Anna con avidez. Esto está hecho, muñeca, masculla ininteligiblemente el viajante, con el pen-samiento nublado, de ningún modo voy a ser miserable, a pesar de ser de Linz soy generoso, si viene al caso. En Linz, junto al Danubio, este tipo de muchachitas todavía entran dentro de la categoría de niña y la policía las protege escrupulosa¬mente, pero aquí en la ciudad maloliente, puede uno usarlas y a continua¬ción mandarlas a paseo.
Ya han entrado en el portal y en su interior una mano se desliza de-bajo del vestido, pero simultáneamente también han entrado, personifi-cados, los delitos de hurto y robo. Y mientras el representante de Linz hurga debajo de la falda de Anna, su cabeza, oriunda de Linz, recibe un duro golpe de un puño desconocido que, además, pertenece a un obre-ro: Hans. Lejos de transportarle al país de ensueño y promisión, el pu-ño le hace perder sensi¬blemente el ritmo amatorio y caer al suelo, que además está sucio, las des¬gracias raras veces vienen solas y las que acompañan a ésta tampoco son mucho mejores. A continuación Hans se monta ágilmente encima de él y empieza a dar saltitos sobre distin-tas partes de su cuerpo, que en la oscu¬ridad sólo se distinguen con difi-cultad, pero ojalá que haya alguna que duela especialmente. Anna muerde, araña y da tortas desenfrenadamente, como corresponde a una mujer. Y todo ello incide en la cabeza del pobre repre¬sentante, en estas situaciones –como puede constatar cualquier experto-las mujeres siempre apuntan a la cabeza. Evidentemente no tienen práctica en este tipo de actividades corporales porque de ser así, sabrían que el cráneo es especialmente duro y resistente, al fin y al cabo envuelve el cere¬bro del hombre en una cáscara protectora. El viajante defraudado gime es-trepitosamente porque en vez de amor está recibiendo una paliza. Era una trampa, deduce correctamente, pero esa conclusión no le lleva a ninguna parte. Y gritar es imposible porque Sophie se ha lanzado sobre su boca con una extraordinaria presencia de espíritu e intuición, espero que este animal no me muerda, cierra inmediatamente el pico porque en esta ocasión hemos sido previsores y tenemos una navaja. Esta se exhibe. El comerciante que sólo conoce los cuchillos de la cocina de su mujer, enmudece angustiado. ¿Dónde está la cartera? Tomadla, está en mi bolsillo interior, vale más mi vida, la antepongo al dinero. Es lo más valioso del mundo. Cuatro contra uno es una cobardía, se lo voy a con-tar a mi mujer y a mi jefe, pero diré que fueron seis contra uno. Ay. La rebosante cartera es confiscada y al viajante, que está bien y genero-samente alimentado, se le pisotea, amenaza, insulta, escupe y humilla hasta más no poder, y encima por muchachas que, por su edad, podrí-an ser sus hijas, pero son hijas de gente que las ha edu¬cado deplora-blemente mal y así se han convertido en delincuentes juveniles. Qué asco, da ganas de vomitar. En Linz esto no existe.
¿Le saco la cola y le hago daño?, pregunta Anna visiblemente altera-da. No, eso no lo hagas, le contesta su hermano, el cabecilla, ¿quién si no?, que se mantiene elegantemente al margen y dirige con sensibili-dad. ¿Crees que me espanta cualquier nimiedad? En Bataille he leído todo lo que se puede hacer con la cola de un hombre así, insiste la hermana con obcecación mientras le abre la bragueta. Por lo menos hay que dañarle lo suficiente para que se quede inservible durante al-gún tiempo. También la esposa su¬frirá por nuestra operación a distan-cia.
Ahora que ya tenemos el dinero nos largamos, no vamos a arriesgar el pellejo en el último momento por peligros inesperados.
¿No habíamos quedado en que el dinero era lo de menos?
El dinero no es que sea lo más importante, pero tranquiliza tenerlo.
Pero yo no quiero tranquilizarme, estoy inquieta, total es cuestión de un minuto, se la saco y le escupo encima. Agarradle fuerte. Dicho y hecho. Incluso Rainer interviene en la operación para que Sophie no piense que sólo lo hace por la pasta. Hola manguerita, ¿no te esperabas esto, eh?, pensabas que te iban a hacer algo agradable, so cerdo. Se la saca y escupe encima. Y me lo ofrecía con toda seriedad. ¡Esto a mí! Os aseguro que este hombre no volverá a ofrecer una herramienta tan ra-quítica a una mujer en mucho tiempo, hoy seguramente se le han qui-tado las ganas. Bueno, vámonos.
Hans pisotea al representante de Linz y le asesta una patada en la cola, que a partir de ahora probablemente ni se mueva ni se agite por lo menos en seis meses, y eso que al principio parecía que iba a cose-char más de lo que había sembrado; también le da una buena patada en la garganta y otra en los fragmentos de calzoncillo blanco que brillan en la oscuridad, de tal manera que el viajante cae hacia un lado, de-rrama un poco de sangre y enmudece repentinamente. Seguramente no ha sufrido lesiones permanentes. Pero se acordará de ello.
Rápidamente se pierden en la oscuridad de la calle, que poco antes les había estado espiando, ni siquiera la oscuridad nocturna de una ciu-dad pue¬de tolerar a unos adolescentes tan mal educados. ¿Nos meamos encima de él?, pregunta Hans contagiado por las acciones de Anna, no, eso ya no lo vamos a hacer, nos largamos, jadea Anna tirando de él. De pronto le han entrado prisas.
Sophie lleva un sencillo vestido oscuro que se funde con el muro del patio. Frecuentes escalofríos la recorren reiteradamente y se mezclan con una extraña y apremiante sensación en el bajo vientre, que se repi-te cada vez con mayor frecuencia. No sabe interpretar esta sensación, pero desde luego no es ni amor de niño ni lealtad de amigo. Segura-mente expresa algo más bien negativo y no hay que obedecerla porque uno nunca se puede fiar de una sensación. Vamos, Sophie, exhala Rai-ner cogiéndola del brazo. Ella se lo quita de encima y sale disparada a la calle, como un hilo negro que se deslizara sobre la superficie lisa de una mesa a toda velocidad.

Para dar un poco de claridad a sus desdibujadas existencias, Rainer, Anna y Hans se dirigen a zancadas hacia donde se aloja la claridad por excelencia: la mansión de Sophie en Hietzing. El día siempre resplande-ce ahí donde los jóvenes irradian su juventud. Puede decirse que les acompaña en su resplandor. Esta primavera, que es inusitadamente cá-lida, deja entrever un verano caluroso que –después de haber superado su prueba de madu¬rez– les separará, llevándolos por los caminos más variados. Algunos es¬peran que sea el mismo camino que tome Sophie. Muy pronto los pies desnudos de Sophie se pasearán por la Croisette, el asfalto está calientito, incluso caliente, y la raqueta de tenis disfruta de las vistas desde el interior de su bolsa Vuitton. Como siempre, la madre histérica se protege del sol envuelta en chales de seda. El sol es nocivo para ella porque la mamá es rubia y de complexión muy fina. Y todo es-to por haber organizado el desayuno y por las continuas llamadas tele-fónicas que atiende con profesionalidad y nerviosismo. Dirá que se ha citado con Sophie para tomar el té. La obediencia se ha acomodado en Sophie como un muelle que se estira y se encoge sin dolor. Es como un bonito y ligero animal al que se domina sin lastimarlo o reventarlo. Hans se quedará en Viena e irá a menudo al Gánseháufel en bicicleta, para embriagar a las jóvenes peluqueras con sus trucos baratos, en los últimos tiempos ya ha aprendido todo lo que se puede hacer con una de esas putitas. Él no es de esas personas que añoran a Sophie y la Riviera porque no sabe que existe una Riviera. Rainer y Anna desgra¬ciadamente sí lo saben. A ellos les amenaza el distrito del bosque, que a menudo se ha hecho notar desagradablemente. Les amenaza desde lo más sombrío y lo más despoblado, precisamente ahí tenía que vivir la tía Muschi, que con el saludable aire del campo intenta atraer precisa-mente a aquellas personas que en vez de sanas prefieren ser insanas. Y eso habiendo tantos para quienes la salud es el mayor regalo. Y éstos no pueden. Hay que recuperarse corporalmente antes de que los estu-dios universitarios sustitu¬yan la regeneración por la destrucción.
En primer lugar hay que superar la prueba de madurez, de la que no se habla porque es de mal gusto.
Pero antes todavía aparece Sophie, y qué casualidad, haber pensado hace un momento en Sophie y en su raqueta de tenis y de repente ver llegar a una raqueta de tenis acompañada por Sophie. Ambas están bien acomodadas en un Porsche color crema que conduce un joven se-ñorito de clase noble, sobre el que en seguida Rainer vuelca todo su odio, un odio que ha estado acumulando para verterlo en la primera oportunidad. Rainer odia a todo el que se siente al lado de Sophie, lo cual es injusto porque independiente¬mente, de su procedencia, un hombre puede demostrar tener buenas inten¬ciones. Porque cada cual es diferente a su antecesor y esto ofrece variedad. Sophie sale del pre-cioso coche y también ella está preciosa en su vestido de tenis sin man-chas de sudor, que suele ser un fenómeno concomitante de muchas modalidades deportivas. En Sophie el sudor no encuentra una su¬perficie apta; ella es un ángel. Un ser incorpóreo. Rainer se tritura el labio infe-rior con los dientes superiores. El contorno blanco de Sophie se apoya en la ventanilla del Porsche y le susurra algo grácil al conductor, algo que apenas se oye, ni siquiera lo puede oír Rainer, que es el experto en lingüís¬tica. ¿Qué le decías a ése?, pregunta inmediatamente después. Dime, tú estás loco, yo a ti no tengo por qué darte explicaciones de nin-gún tipo (Sophie). A continuación Rainer se da varios golpes nerviosos sobre los muslos, que con todo y con eso no logra endurecer, sino más bien hacerse daño. Anna intenta distraídamente agarrar los músculos de los muslos de su Hans, que desde luego están más duros que los de Rainer, pero Hans elude la mano palpante y, mirándole a los ojos a Sophie, intenta anunciarle que secreta¬mente se ha iniciado el amor. Además sus ojos devoran la figura de Sophie, que hoy puede verse per-fectamente. Rainer y Hans quieren llegar a la misma altura desde la que se ofrece Sophie y se empujan mutuamente hacia el abismo que se abre a sus espaldas para llegar arriba el primero. Sin mediar palabra Anna manosea a Hans. En comparación con él, ella ya representa una pequeña colina. ¿Para qué querrá alcanzar el macizo de montañas sin haberse aclimatado previamente?
Las flores, que están empezando a florecer inesperadamente pronto, bri¬llan en el jardín. El jardinero está recortando algo para perfilar su forma. La grava chirría bajo las ruedas del Porsche que acaba de arran-car y salta cuando el coche empieza a correr. El rival se aleja rápida-mente, como es debido. Sophie descansa todo su peso sobre la pierna de apoyo y cierta¬mente está mejor así que apoyada sobre las dos pier-nas a la vez. En esta postura es la mujer permanentemente seductora para Rainer y Hans. Rainer prefiere a Sophie a los sonoros bosques del distrito del bosque; es posible que ella le invite a pasar el verano en la Cote porque estando enamorado, uno no puede ni quiere privarse de la compañía del ser amado, aunque sólo sea un minuto, y también Sophie lo siente así. Hans dice algo superficial acerca de las piernas de Sophie, porque no tiene la profundidad suficiente como para decir algo acerca de sus pensamientos. Esta baja la mirada y dice que nunca había repa-rado en ello. ¿Por qué no entráis? Ahí está el whisky, serviros vosotros mismos, yo voy a cambiarme rápidamente. Rainer y Hans cada cual a su manera, uno con muchas palabras, el otro con pocas, le dicen que no hace falta que se cambie. Anna calla con amargura y vigila a Hans, su propiedad. Pero la propiedad insensible añora tener otro propietario que la cuide mejor. Hans tasa una lámpara de escritorio de acero cro-mado, probablemente porque la electricidad es su especialidad, quizá pueda reparar alguna avería eléctrica para ganar puntos. Con cuidado, adelanta un bíceps y lo tensa para que la fuerza bruta que almacena pueda ser vista y apreciada por Sophie. Hans es un animal y quiere despertar la bestia que seguramente Sophie lleva dentro.
Nada más entrar en la habitación, Rainer deja correr su cinta magne-to¬fónica interior y exterioriza sus sentimientos acerca del atraco del día ante¬rior; al final seguramente acabará hablando de sus sentimientos hacia Sop¬hie; entre una y otra cosa median dos horas mortalmente aburridas. Soy vuestro dirigente y espero que los acontecimientos de ayer os hayan gusta¬do, de todos modos hay que corregir algunas cosas de las que quería que habláramos ahora. Sobre todo del tiempo de du-ración. Voy a exponerlo con detenimiento. Sophie bosteza y Hans dice que comparte su opinión.
... (Anna).
Y pensad en la cantidad de dinero que hemos apresado, ¿qué vamos a hacer con todo ese dinero?, se pueden comprar tantos cosas bonitas y luego poseerlas, silba Rainer descuidada y atropelladamente.
Ante la verborrea de Rainer, Sophie decide recurrir a la táctica de oclu¬sión auditiva y se pone a observar a Hans, pero hoy con ojos nue-vos porque ha visto que su mano administra buenos golpes. Los ojos de Sophie buscan el músculo debajo de la miserable envoltura de una ca-miseta de deporte barata, de corte enfáticamente deportivo y con mu-chos bolsillos que parecen gritar, ¡tan horrible resulta!; los ojos lo bus-can y finalmente lo encuentran. Lo que ayer se tensó en el interior de Sophie, vuelve a tensarse hoy, pero no como se tensa un músculo, más bien como una idea que se asienta en la cabeza. El intelectual vuelve a ocupar un puesto equivocado, a pesar de haber sido su ocurrencia, pero no tiene unos músculos que le apoyen. Rainer dice que un intelectual que estrena un jersey de cuello vuelto negro, no tiene por qué pegar tan fuerte, puesto que ofrece cosas de mejor calidad.
Anna no dice nada y mira a Sophie con ojos de rival.
Una larga procesión de bichos sube por las piernas de Sophie y se es¬conde bajo su falda de tenis, donde inicia una especie de trabajo de za-pa. Todos deben irse, excepto Hans que puede quedarse. Esto es lo que dicen los bichos y también Sophie. En su propia casa ella es el amo y señor y puede determinar quién se queda y quién no. Esto lo dice abier-tamente.
Una reacción confusa, excepto por parte de Hans. Anna siente que le duele, pero en este momento es incapaz de verbalizarlo, sólo anotarlo, ¿dón¬de está el papel que un estudiante de secundaria siempre debería tener a su alcance? Está atravesando un momento difícil y necesita ayuda urgente. Los profesores ya han solicitado un permiso especial al consejo escolar de la capital, para que también los ejercicios orales de la prueba de madurez pueda realizarlos por escrito. Es tan inteligente que no se le quiere obstaculizar el camino hacia un futuro académico con disposiciones impersonales. Hay algo en Anna que se está agarro-tando definitivamente y es posible que nunca más se vuelva a des-hacer, y eso que la primera pubertad y la pubertad tardía deberían ser espontáneas y no rígidas. La naturalidad y el agua y el jabón favorecen más a la juventud que la doblez y el maquillaje.
En realidad, Rainer sabe nacerlo mucho mejor. Abre violentamente las esclusas de su bocaza y el denominador común de lo que ahí de-rrama, expresa que Sophie sólo puede quererle a él, a Rainer. Incluso si ahora se marcha, los pensamientos de ella estarán con él y le acompa-ñarán, razón por la cual podría quedarse directamente ahí. Más le vale a Hans no hacerse ilusiones vanas.
Sí, sí, pero ahora lárgate (Sophie). Estoy completamente de acuerdo con Sophie (Hans).
¡Socorro! (Anna). (Lo que se oye es: aaaaaaah.)
Llevaros una tableta de chocolate, dice la voz acampanada de Sophie en diversos registros tonales. No, el chocolate no nos lo llevamos, Sop-hie, porque eso es sadismo, dice Rainer pisando el terreno firme de su especia¬lidad. Pasión, aspereza y obstinación. Aspereza porque el sadis-mo aparece cuando el ansia se ha liberado de su tristeza, como ya dijo Jean Paul Sartre.
Hans, en cambio, declara que es un animal y no un hombre y que por eso se comporta como un salvaje, que es algo que leyó en una novela policíaca. Hans también ha leído algo, sólo que lo equivocado, es decir, todo lo que se puede encontrar en una casa de obreros que han partici-pado en un movimiento cultural obrero. Pero ha leído lo suficiente como para saber por dónde se entra y por dónde se sale. El mundo de los li-bros era la única salida y en una familia de obreros, interesados por la educación, éstos abun¬dan. Pero sin tocar otro mundo que no sea el propio. Sus padres fueron obreros conscientes, lo que no les sirvió de nada, puesto que uno ya está muerto y la otra prácticamente también.
Rainer refunfuña, es más escrupuloso que Hans porque tiene más que perder (ya que el otro no arriesga nada), es decir, una carrera acadé-mica y literaria en ciernes. ¡Para Hans todo son ganancias y encima Sophie le apo¬ya! Hans es una pelota inconsciente con la que juegan Sophie y los elemen¬tos. Rainer no es inconsciente sino autosuficiente.
A pesar de todo tiene que marcharse y llevarse consigo a su herma-na. Por favor, iros. Los hermanos se arrastran llenos de odio por el cés-ped inglés, pisoteando intencionadamente múltiples flores y hojas y plantas con sus finísimas suelas de zapato. La forma de un zapato de punta moderno sufre mucho si se le ponen medias suelas nuevas. Des-pués se dirigen hacia la parada del autobús y Rainer mantiene un mo-nólogo en el que explica que el hecho de haberse ido voluntariamente, le hace más fuerte que Hans, que se ha quedado por obligación. Gra-cias a Dios su hermana no está haciendo observaciones ni objeciones estúpidas; Anna calla horrorizada por haber dejado a su Hans en una casa enemiga. Hoy el amor de Rainer y de Anna ha sido rechazado con-juntamente y les ha hecho a ambos una fisura que difícilmente podrán soldar o pegar.
El dolor se manifiesta en todo su esplendor, cuando el tranvía, que apesta a una mediocridad odiosa, vuelve a acogerlos en su seno, es como el regazo de la madre que el lactante quiere abandonar a la ma-yor brevedad posible. Uno debería poseer un Porsche, pero no lo posee, aunque en el instituto presuma de que un familiar, que no existe, posee un coche de lujo de esas características.
En la habitación de Sophie acaban de poner un disco y Sophie exige a Hans que se siente allí, en el sillón, que se desnude, sí, completamente, y que se masturbe delante de ella porque quiere observar cómo suele hacerlo en su casa tumbado sobre el improvisado sofá-cama. Hans dice que no puede hacer eso delante de ella. Sophie dice que quiere que lo haga delante de ella. Hans se ruboriza y se pone nervioso y recalca las razones que le impiden hacerlo. Pero tiene que hacerlo, dice Sophie, de lo contrario puede irse inmediatamente y no volver nunca más.
Hans empieza a desnudarse torpemente, más torpemente aún que en el polideportivo WAT cuando va a jugar al baloncesto, pero finalmente logra abrirse la camisa. Afirma con solemnidad que probablemente no salga bien porque le da mucha vergüenza, no puedo. Quiero que sea especialmente vergonzante, dice Sophie. Eso es precisamente lo que quiero.
Hans dice que él hará lo que ella quiera, además ella lo sabe, pero le pide por favor que no se aproveche de él porque es injusto.
Pero yo me aprovecho con placer. También tienes que quitarte los cal¬cetines. Mira la pinta que tienes, desnudo y con los calcetines pues-tos, eso daña la impresión global. Hans se quita los calcetines mostran-do unos pies sucios. Sophie está acurrucada en una esquina, observa las costras de sucie¬dad entre los dedos y le dice que quiere que su li-bertad se someta como tal. Ella sabe que le está causando dolor pero fuerza esa libertad y le tortura, obligándole a identificarse voluntaria-mente con su carne, que se resiente; eso es libertad, ¿entiendes? Sop-hie se enrolla formando un ovillo y se muer¬de una uña detrás de otra. Hans dice que no lo entiende.
Sophie dice que evidentemente él puede pedirle que le exima de hacerlo. Pero si ejerzo una presión sobre ti, entonces tu miedo y tus ruegos serían libres, aflorarían por iniciativa propia. Pero tú decides. ¿Está claro?
Hans dice que lo hará porque la ama en secreto, lo que ya ha dejado de ser un secreto. Con menos benevolencia contempla su verga, no se me va a poner dura, esto está claro.
Y ahora tienes que acariciarte, venga, dice Sophie, que por primera vez no está pálida ni bronceada, sino que tiene manchas rojas en las mejillas y casi parece estar viva. Dice que no quiere perderse un deta-lle, que se coloque de tal manera que ella pueda verlo todo y que en caso de necesidad encienda la luz eléctrica con la que está tan familiari-zado.
Que conste que lo hago por amor, dice Hans, que sin habilidad alguna empieza a tirar, estirar, frotar y apretar su pilila, que, por miedo, se le ha quedado reducida al tamaño de un petardito.
Es una colisión de fuerzas opuestas, en cuyo centro se encuentra Hans, que en este momento está produciendo una impresión más bien floja.
¿Eso es todo?, pregunta Sophie. No, tengo mucho más que ofrecer, dice Hans entre dientes porque está empezando a ponerse furioso. Mira a Sophie y de inmediato es arrollado por su fragancia juvenil y su bue-na constitución física y el rabo se le empina como es debido. La juven-tud y la salud han vencido a la vejez y a la enfermedad.
Sophie ha llegado casi hasta los nudillos.
Cuando por quinta vez consecutiva Hans le dice que lo está haciendo por amor, Sophie le responde que le importa un pepino la razón por la que lo esté haciendo, que lo único que le importa es que lo haga, y aprieta las palmas de sus manos contra su cuello para enfriarlo.
Hans sigue trajinando como si quisiese atravesar un muro con un alam¬bre, pero en realidad sólo desea concluir.
Sophie quiere que se corra y así lo expresa.
Hans no quiere estropear el brocado del sillón con su semen. Sophie dice que pude hacerlo porque, al fin y al cabo, ése es su sillón. Pues en-tonces voy a ensuciarlo, jadea Hans, lamentándolo mientras lo ensucia. Pronto habrá esperma por toda la habitación despidiendo un olor a pes-cado, piensa Sophie despidiendo a Hans rápidamente.

Hoy, como excepción, Hans ha ido a cobrar su sueldo en ropa de tra¬bajo. Debajo del brazo lleva un libro que antes no habría llevado. Está a la vista de todos. No es propio de un obrero, aunque este obrero ya ha dejado de serlo. Pero no va tan lejos como Rainer en querer crear una cultura personalmente. Se ocupará más del progreso económico que del cultural porque la economía le conviene más y de hecho ya es un pe-queño eslabón en la cadena económica. A través del libro que le ha prestado Anna, Trotzki le habla confidencialmente y le dice que en una sociedad en la que ya no existe la onerosa preocupación por el pan nuestro de cada día, en la que todos los niños están alimentados por igual y pueden asimilar con alegría las ciencias naturales y también el arte, y en la que incluso el enorme poder del egoísmo aspira a una me-jora del mundo, la fuerza de la cultura va a surtir un efecto distinto al de antes. Esto no impresiona a Hans, lo que le impresiona es el sillón de cuero de Sophie y quiere comprarse uno igual.
Hoy, como siempre, nada más pisar la Kochgasse, ésta le compra su optimismo a precio de derribo. En seguida su admiración por el deporte va a relevar su inoportuno optimismo y le llevará a hacer muchas ca-nastas. Hace poco Sophie estuvo de espectadora. No se oyó una pala-bra más alta que otra y en todo momento reinó un tono comedido. Sophie le recuerda a un fuego fatuo, que de pronto está aquí y al rato allí, animando al equipo que apoya. ¿Debería mandarle flores o mejor un perfume caro o quizá una bombonera tamaño especial? Lo mejor se-rá preguntar a una mujer que co¬noce el corazón de las otras mujeres, es decir, a Anna. Después también tendrá que estudiar para poder ca-sarse con Sophie y comprar la butaca. Sophie es muy complicada, la razón es: su naturaleza única. Si uno desea ser complicado debe cono-cer las distintas maneras de ser.
Espumeante y burbujeante como la coca-cola, el presuntuoso y blan-do de Rainer tiene que irse siempre que Sophie dice: ¡Hans, quédate! Y Hans se alegra cada vez que el que se nombró a sí mismo como cabeci-lla, em¬prende su retirada. Rainer ha dicho que en esos momentos siempre se va por voluntad propia, el mentiroso y el bocazas de él, porque prefiere probar la herramienta de la fantasía (el alcornoque), como un cerrajero probaría una llave, con tranquilidad y paciencia. Rai-ner ha dicho que quiere convertir su carne y la de Sophie en una herramienta.
Hans se contonea como la altanería personificada por el parque Schón-born, situado detrás del museo etnológico, balanceando de un lado para otro su cartera, en la que lleva un termo y un bocadillo. En este instante no se siente oprimido porque Sophie no frecuenta esos lu-gares. Sería como la seda, si esta chica se dignara a acariciarle o pal-parle íntimamente, aunque tan sólo fuera una única vez. Sin embargo, no lo hace porque su orgullo está muy desarrollado; a su vez, una mu-jer menos orgullosa que ella ya ha dejado de besarle. Su interés por Anna disminuye en un sentido proporcionalmente inverso al amor que siente por Sophie. Ya casi no existe. Ahora sólo la besa superficialmen-te, en agradecimiento a las relaciones que mantuvieron, a las que Sop-hie todavía no se quiere prestar. Los pensamientos de Hans son difu-sos, como también lo son el concepto vital y los valores de los compa¬ñeros que, delante y detrás de él y a su lado, emprenden el camino de vuelta a casa. Tres plátanos se doblan rítmicamente al viento produ-ciendo chas¬quidos porque son viejos y están bajo una ley que los pro-tege. Hans quiere proteger a Sophie por el resto de sus días y adentrar-se frecuentemente en la naturaleza. Pronto la heladería abrirá sus puer-tas y dejará entrar a la juventud que ahí se agolpa. A Hans le ilusiona la idea de tomarse una copa de helado de frambuesa y poder invitar a Sophie a otra. Pronto habrá lle¬gado el verano y posiblemente, no, segu-ramente, uno podrá observar a Sop¬hie en un ceñido bañador de dos piezas; delante el vapor del agua, detrás el vaho de los bosques al amanecer y en medio las emanaciones de dos cuerpos que se abrazan. Hans se adelanta un poquito porque le invade una perspectiva de futuro que le hace creer que la próxima vez podrá hacer completamente suya a Sophie. Cuando se imagina la entrepierna de Sophie, se le empina y esto le impide correr y saltar. Seguro que su cuerpo es mucho más blando y más claro que el de Anna, que es más duro y más oscuro. Pe-ro en lo sucesivo nunca despreciará a Anna, sino que será comprensivo con ella. Si algún día estudia, se ocupará seriamente de sus problemas, acon¬sejándola y ayudándola en todo lo que pueda. De vez en cuando Sophie y él cogerán el coche y se la llevarán de excursión para ense-ñarle, no sin esfuerzo, alguna modalidad deportiva para que aumenten sus ganas de vivir y su actitud vital sea más positiva. Pronto florecerán los castaños y los viejos se alegrarán mucho más que los jóvenes por-que éstos los verán florecer todavía muchas veces y los viejos dentro de poco ya no. Los muchachos se alegran mucho más que las mucha-chas porque debajo del castaño ellos les roban los besos y ellas tienen que defenderse.
La ciudad huele a aventuras, música de jazz, cafés y tubos de escape. Hans mueve su cartera en círculos y esta noche en el baile hará lo mismo con Sophie. El termo amenaza con romperse, la vida es bella, pero pronto su madre se la amargará hablándole de política e insuflan-do su tristeza al montón de sobres crepitantes. El mes que viene es probable que le den un trabajo fijo y mejor pagado en una oficina en la que necesitan una auxiliar de contabilidad.
Y ahí está la madre, aporreando la máquina de escribir y criticando a los pequeños burgueses, que fueron los que más aclamaron a Hitler y con los que su hijo no debe tener trato. Éstos, políticamente incons-cientes, saciaron su afán de lucro mezquino y egoísta a costa de las minorías.
Hans lo tira todo desordenadamente sobre el banco de la cocina, in-clui¬dos sus zapatos. Con un optimismo y una confianza indebidos en la tras¬cendencia histórica del movimiento obrero, la imagen del padre muerto ace¬cha desde el marco, en el que estará recluido los próximos años (en la medida en que todavía alguien se acuerde de él) sin poder comprometerse en la lucha de clases. Se lo tenía merecido este altruis-ta enfermizo y se convirtió en polvo ayudado por el fuego; ni siquiera se conoce su tumba. Y de ser esto cierto, millones de personas se des-integraron con él y desaparecieron sin dejar huella en el mundo, y constantemente aparecen otros que a su vez desaparecerán porque sus existencias no tienen razón de ser. Nadie hace recuento de ellos. Hans no va a desaparecer, sino que llegará a su máximo esplendor en una escuela nocturna. Y en sus ratos de ocio frecuentemente empuñará una raqueta de tenis. Hacer deporte le hace a uno sentirse especialmente vivo, algo que el desconocido papá no podrá percibir nunca por¬que ya no existe. Quizá el papá le hubiera mandado directamente y sin rodeos a la escuela superior, de haberla podido costear. Hans se convertirá en el responsable económico del emporio del padre de Sophie porque va a casarse con su hija. Va a hacerse merecedor de sus laureles para que el padre no se arrepienta de haberle aceptado como yerno. Tendrá que trabajar mu¬cho pero finalmente será aceptado. El escepticismo inicial desaparecerá, a más tardar, después del nacimiento del primer hijo.
No helarse bajo tierra con millones de exterminados, sino calentarse al fuego del entusiasmo deportivo y del bebop.
A intervalos irregulares Hans se despoja de sus ropas y le dice a la madre, que está hablando de la guerra y de la financiación de las SS por una empresa americana: de Wall Street, que de América vienen los vaqueros y toda la música actual y que piensa hacer carrera siguiendo el patrón de directivo americano. No obstante, no quiere disfrazar sus sentimientos y convertirse en un gélido hombre de carrera.
Sobre el fogón se está cociendo algo maloliente y barato. La máquina de escribir se interrumpe espantada y finalmente se detiene.
Hans le dice a su madre que el hombre tiene que liberarse y afirma, en tono de protesta, que entonces empieza la vida sin imposiciones, como suele decir Rainer. Cuando tiene razón, tiene razón. Más adelan-te, cuando uno se ha hecho mayor, empiezan las obligaciones del mun-do de los negocios en el que uno dirige discretamente a las masas. No todas las personas son iguales porque varían en color, forma y tamaño.
La madre dice que ese concepto de libertad está trasnochado, uno no vive en el vacío, sino condicionado por la sociedad. Vierte un engrudo que parece sémola en el plato y acusa a varios miembros del partido socialista austriaco de traición. Sobre todo acusa al desacreditado mi-nistro del Inte¬rior, Helmer, que en el año cincuenta hizo detener a los enlaces de empresa y que tenía muchos trapos sucios que ocultar. So-bre el pasado de esta oscura existencia se corrió un tupido velo, que ni siquiera la policía estatal logró esclarecer. Pero también los funcionarios del partido socialista, Waldbrunner (ministro de Energía y denunciante), Tschadek (ministro de Justicia y fiscal querellante contra los obreros) y muchos otros sindicalistas dirigentes, que se cagaron en su partido y en su tradición, son denostados por la madre, sin distinción de persona, posición o clase. Y esto sin mencionar a Olah, el agente secreto.
Hans dice que está por encima del vacío del burgués medio, en el que uno puede asfixiarse fácilmente.
La madre corta el pan, como siempre, en rebanadas gruesas como ladri¬llos y da a entender a su desorientado hijo que precisamente eso le convierte en un burgués. Si te pones por encima de un determinado sistema de valores, es que en realidad lo apruebas. Y esto te ciega frente a la miseria. Ya el hecho de que hables «del hombre» es un cri-men, porque este hombre uni¬versal no existe, eso nunca jamás, existe el obrero y el explotador del obrero y sus ayudantes.
Hans dice que Rainer dice que a uno le da miedo la idea de ser parte de un todo. Porque uno es un individuo y está completamente solo, y por ello es insustituible y esto infunde valor.
La madre pone un grito en el cielo, pero no porque se haya cortado, sino porque su hijo ha tomado un rumbo equivocado. ¡Da la vuelta! Es-tás destruyendo las necesidades de tu clase, Hans. No hay nada univer-sal. En vez de desear su unidad y con ello su fuerza deseas fraccionar-los en molé¬culas individuales, unas aisladas de otras. La madre ha adoptado la aparien¬cia de un abejorro y pronto estará chapoteando en el engrudo de sémola y llamando la atención de su hijo sobre el padre asesinado, que desde luego lo hizo mejor que él. Ya se ve de lo que le ha servido. Y antes de eso sufrió lo indecible, pero esto no significa na-da para Hans puesto que quiere ser indeciblemente feliz junto a Sophie.
La madre dice que no ha sido ella quien le ha enseñado ese egoísmo. Y el padre tampoco lo hubiera hecho. El dedo de la madre, como ya es habi¬tual en ella, apunta hacia los rasgos de esa cara amada pero ya ca-si caída en el olvido. Hans dice (y el padre puede oírlo tranquilamente) que con ayuda de su amor por Sophie puede violar todas las fronteras y, además, mucho mejor que a través de cualquier lucha porque su amor no conoce fronteras.
La madre dice que quiere saber por qué ese amor ha de violar las fron¬teras en vez de respetarlas y le pregunta si de postre todavía quie-re un yogur para mantener la serenidad, todavía queda uno en la ven-tana. No, Hans no quiere un yogur de frutas primaverales, sino hacer oscilar un coñac o un whisky en su copa. Casi percibe el tintineo de los cubitos de hielo y la blanca mano de mujer que no pertenece a ningún fantasma, sino en concreto a su Sophie. Concreto pero irreal como el concepto de clase trabajadora. Irreal como la misma explotación, ya que uno puede librarse de ella si desea hacerlo. Todo depende de uno mismo.
La madre añora las palabras, las acciones y las obras de su marido muerto, a quien de vez en cuando todavía querría tener consigo en la cama y a su alrededor, como ayuda de orientación en la educación de su hijo. Hoy en día todo es difícil, Hans (así se llamaba). Tus pobres huesos maltrechos ignoran que existen otros obstáculos además de los corporales. A ti segu¬ramente te dolió morir. Pobrecito mío. Pienso mu-cho en las salidas en bicicleta en las que compartimos tantas cosas. Fue tu última risa. Las noches heladas del pajar en las que yacíamos acu-rrucados uno al lado del otro. La leche fresca y la mantequilla fresca del granjero y el agua del pozo con la que nos lavábamos. Las discusiones en los ahumados cuartos traseros de los mesones con aquellos que de-bían llevarlo todo adelante, pero nuestro hijo no lo hace y ¿dónde están los demás? Desde luego ya no militan en nuestro viejo partido. Y luego esa sacudida que debió ser terrible. Exprimirle a uno la vida sin estar preparado para ello. Aunque quizá sí estuviera preparado, por el terri-ble daño que le habían infligido, un daño que uno soporta mejor muerto que vivo.
Descansa, mi querido Hans.
Y el joven Hans, que ya es un Hans hecho y derecho aunque no sabe lo que debería saber, coge, por segunda vez consecutiva, un montón de sobres ya escritos y los quema, a espaldas de su madre, en el fogón de la cocina.
Más tarde la madre se pasará mucho tiempo buscando los sobres ex-tra¬viados, ignorando, como siempre, dónde habrán podido ir a parar.

La Hóhenstrasse serpentea hacia el Danubio entre frondosas colinas, pero termina poco antes de alcanzar Klosterneuburg y se estrecha. El viejo coche de los Witkowski también serpentea siguiendo el rumbo de la calle, y en su interior Rainer se retuerce atormentadamente mientras habla sobre tensiones artísticas íntimas, que acredita con el ejemplo de Camus. Rainer se ha puesto en camino sin el carnet de conducir pero con el permiso de su padre inválido, que hoy se queda en casa, sirvién-dose de su pierna como único medio de locomoción. Sophie está senta-da delante, junto a Rainer, iniciando una excursión al aire libre, que de todos modos disfruta constan¬temente, y Anna está sentada en el asien-to trasero, segregando indecorosa¬mente un sudor acre, semejante al de un animal asustado. No obstante, sus estudios de piano la sitúan en un nivel cultural alto. Lo que no logra salir a través de su boca, parece ahora manar de sus poros. Tiene depositadas sus esperanzas en Améri-ca, el país de los espacios y de la ilimitación, y ha pedido una beca para el año que viene. Tiene muy buenas notas en inglés y, por lo demás, es una estudiante con inquietudes, aunque taciturna. Y eso a pesar de que en casa nunca abre un libro de texto. Como por encargo aparece otro animal asustado que, a su vez, se parece a Anna. Está subido en un ca-rro tirado por caballos, que pertenece claramente a unos viticultores y es un perro. El perro está arriba del todo, atado por el cuello, tamba-leán¬dose encima de los aperos vinícolas y aferrándose fuertemente con sus ga¬rras, tal como lo haría un gato y no un perro, que ni siquiera sa-be meter y sacar sus uñas. El perro intuye que si pierde el equilibrio y se cae del carro, se va a estrangular; sus ojos revelan un horror pene-trante a causa de la brutalidad de sus amos y la del mundo en general, que podría ser tan en¬tretenido, si pudiese correr ágilmente tras un pe-queño animalillo y sentir las ganas de vivir. Sigue siendo primavera, la vida incipiente se anuncia por doquier: en los nidos hay huevos y las ciervas están preñadas. Sin embargo, no se ven porque lo embrionario se esconde para escapar de una destrucción prematura. Ya ha quedado atrás el perro, los campesinos poco amantes de los animales y el coche con sus tres ocupantes. Es una mañana en la que ellos hacen novillos y Hans se dedica a trabajar, lo que se demuestra en que deja transcurrir el día sin interés alguno, en espera del atardecer. Pero los estudiantes sí muestran interés, ya que en la escuela secundaria han desper¬tado su curiosidad por explorar.
El Schottenhof también ha quedado atrás, la carretera es una cinta gris plateada, como puede leerse con frecuencia; las bifurcaciones con-ducen a los viñedos de Salmannsdorf y de Neustift am Walde, pero ellos desestiman esos caminos porque quieren ir a los viñedos de Grinzing. La carretera se eleva suavemente hasta llegar a Cobenzl, desde donde se puede disfrutar de una vista panorámica del Háuserl am Roan o del Kahlenberg, que ya es famosa. Aparcan el coche e inician el paseo. A la izquierda los viñedos se alzan hacia el cielo, a la derecha descienden hacia el Danubio, que también es una cinta plateada, sólo que más le-jana. La claridad invade el ambiente y también un frío intenso que les obliga a envolverse en las modernas bu¬fandas extra largas. Arriba hay nubes aisladas. El aire transporta polvo. Los viñedos todavía no han flo-recido, lo que, según una canción vienesa, suce¬derá más tarde y en otro lugar, concretamente «junto al Danubio donde florece el vino». «Luego sonarán mil claros violines», continúa diciendo la canción, pero enmudece a causa de su propia estulticia. El trío entra final¬mente en los viñedos; a sus pies se extiende el famoso suelo calcáreo en el que tan gustosamente crece la vid. Las agujas de los campanarios de los pue-blos vinícolas no están desempeñando su función porque hoy es vier-nes. Se oye ladrar a los perros, cacarear a las gallinas y cantar a los gallos. En la distancia, claro está, porque las cercanías están bastante despobladas ya que en los paseos uno busca la soledad; si uno no la tiene debe buscarla. Los jóvenes de hoy en día llevan la soledad en su interior y también se tropiezan con ella continuamente en el exterior. El itinerario discurre por el camino de Reisenberg, que sale valerosamente al encuentro de las posadas de Gnnzing. Hoy cogen este camino con la intención de tomarse un café una vez efectuado el descenso. Las viejas mansiones de los valles se esconden detrás de los árboles, aunque to-davía están en buenas condiciones. Mirado¬res acristalados recubiertos por vides silvestres, cuya hermana domesticada trabaja a una distancia pertinente para el propietario de la mansión, propor¬cionándole benefi-cios. La increíble y embriagadora belleza de esta ciudad cobra una pre-ponderancia tal que incluso Rainer intenta cerrar su bocaza, pero no lo logra porque inmediatamente se pone a ensalzar lo que les rodea. El ai-re es completamente transparente. Como la gelatina sobre un panecillo preparado que, a su vez, aseguraría ser tan clara como el aire sobre los viñedos.
Abandonan el camino señalizado y se adentran, como es su costum-bre, desordenadamente campo a través. Anna camina a trompicones detrás de la desigual pareja de enamorados, que a los ojos de su her-mano es una pareja armoniosa, aunque sólo con dificultad logra man-tener el ritmo que le marca Sophie. Aún más difícil le resulta a la torpe de Anna. Y eso que en América se hace mucho deporte y sólo le queda poco tiempo. Sophie es simplemente Sophie. Anna extiende una, dos manos temerosas para encontrar un apoyo, pero no lo encuentra y casi se precipita en la nada porque no ha reparado en el precipicio que corta la cantera. En lo alto planean tres águilas. ¿O acaso son azores? Graz-nan estrepitosamente. Rainer percibe algo frente a este paisaje natural, en el que el hombre ya ha dejado su huella artificial, y lo describe con todo lujo de detalles. Anna grazna roncamente preguntando si no debe-rían sentarse. Estás en una pésima condición física, dice Sophie, que al final acaba sentándose. Anna quiere zambullirse en América para cono-cer una vida distinta de la que ya conoce y empezar de nuevo. Colocar el gran charco entre ella y sus padres. Y también mucha tierra. Sabe que es su única oportunidad. Para eso ha sacado buenas notas. Están tan cómoda¬mente sentados el uno al lado del otro que intenta describir cada uno de sus proyectos americanos en particular y también su es-tancia en diversas ciudades americanas, que ella misma va a financiar con su trabajo. Incluso ha elaborado un detallado itinerario y sólo que-da que se lo confirmen, que den luz verde a sus planes. Hoy Rainer siente una especie de inclinación fraternal hacia su hermana, mientras observa cómo desarrolla un extraño fervor ante la luminosa Sophie, como un animal frente a su presa. Durante un breve instante siente que él y Anna están formando un frente común que es infranqueable para Sophie. Pero en seguida esta sensación cede. Sop¬hie hinca reiterada-mente la punta de su zapato en la loma cubierta de vides porque le da igual el estado de sus zapatos y explica súbitamente que hace poco la junta de profesores llamó a su madre para preguntarle si ella, Sophie, no quería pasar el año en América, respaldada por una beca. Pero ella no la quiere y de alguna manera le parece injusto, puesto que Anna ha sacado las notas mejores. Pero, al parecer, en el extranjero hay que saber compor¬tarse especialmente bien, porque allí nadie conoce ni la identidad ni el lugar de origen del que llega. Por eso eligen a la gente según su procedencia familiar, lo cual resulta absurdo en un país des-clasado como América, con una población tan liberal y permisiva. Pero esta es la única explicación que encuentra Sophie para justificar por qué ella sí y Anna no.
Ésta enmudece horrorizada, de todos modos ya es una vieja costum-bre, y hasta Rainer reduce la velocidad para preguntar si Anna no po-dría obtener la beca, ahora que Sophie la ha rechazado. Sophie dice que no, que ya lo había preguntado, pero que hoy mismo la beca perdía su validez porque supuestamente nadie se la merecía. Rainer dice, ¡qué pena!, era una buena beca. Pero lo que en realidad está pensando es, menos mal que Sophie no se marcha, así seguiremos siendo una pareja y podremos iniciar juntos los estudios.
En los ojos blanquecinos de Anna habita la muerte; se vuelven com-ple¬tamente transparentes y el frío chorrea desde su fondo como oxíge-no líqui¬do. Anna vuelve a su estado primitivo, ninguna belleza paisajís-tica logra alcanzar su pupila. La información recibida le ha dado la pun-tilla, la suges¬tiva salida hacia el extranjero ha quedado definitivamente descartada. Anna se golpea con el puño sobre la frente, pero nada en-tra y nada sale.
Los amantes de Viena, a cuyos pies borbotean los arroyuelos y sobre los que reina Dios en medio de una nube de violines, no se dan cuenta porque ni siquiera han percibido que este amor sólo va de Rainer a Sophie y no viceversa. En este momento Rainer quiere hacer una pe-queña diserta¬ción sobre ese amor, o colocar un brazo alrededor de Sophie, pero sería situarse en el mismísimo borde de un precipicio uni-formemente recubierto por viñedos, una perfecta síntesis entre arte y naturaleza, la vid representa la naturaleza, la forma de plantar el arte. Pero Sophie le interrumpe, dicien¬do que de vez en cuando es necesario desinhibirse porque normalmente uno siempre está inhibido. Y extiende dos brazos recubiertos por lana de oveja.
Tú, además, estás sujeta a los dictados de mi corazón, dice Rainer.
Anna observa un escarabajo industrioso y lo pisotea.
En vez de matar animales, escúchame, exige Sophie, me he propues-to batir un récord; quiero llegar lo antes posible a mis propias limitacio-nes, construyendo por ejemplo una bomba de mano. Incluso tengo la receta. Se la he sonsacado a mi madre que es una científica especiali-zada en química.
Anna está en otra órbita; Rainer más cerca de la persona amada, sin-tien¬do que sus pantalones se han ensuciado repentinamente a causa del miedo. Y dice: Sophie, la prueba de madurez está a la vuelta de la esquina, no podríamos construirla después, para evitar que nos echen del instituto si sale a luz pública, o quizá sería mejor olvidarse de ello por completo.
Sophie le pregunta si está cagado de miedo.
Rainer dice que no, que también él quiere conocer sus límites, pero que éstos se encuentran más bien en el mundo del arte.
Anna no dice nada. Todavía aplasta tres hormigas más (una de las cuales estaba ocupada en transportar un trozo de gusano, o lo que fue-ra, que también acaba pegado a la suela de su zapato) y también su propio corazón sangrante, aunque éste pertenezca a Hans. Entretanto, ya han vulnerado suficientemente la propiedad ajena y también la inte-gridad de sus descono¬cidos propietarios.
Rainer dice: de verdad que no tengo miedo, sólo que no me parece bien que hagamos esas cosas justo antes de concluir nuestros estudios y superar la prueba de madurez, que nos brinda la posibilidad de estu-diar cualquier carrera.
Sophie dice: ahora calla y escucha. Naturalmente hay que fabricarla al aire libre, para que no nos despedace a nosotros sino a extraños, ¿no es así?, bueno hasta aquí todo está claro. Se utiliza una retorta de cue-llo ancho, de tamaño grande, de una capacidad de aproximadamente 500 mililitros y en segundo lugar dos tubitos de prueba (tubos de ensa-yo), uno lleno de ácido nítrico y el otro de una mezcla a partes iguales de clorato potásico y azúcar. ¿Está claro?
Rainer dice que sí está claro, pero que es previsible que no lo haga porque, a su juicio, pronto empezará la etapa más bonita de su vida, la etapa universitaria, que no quiero estropear lanzando bombas, no estoy tan loco, y además tú tampoco estás hablando en serio. Eso no va con tu carácter. Sin embargo sí va con el mío, pero no lo voy a hacer por prudencia y a partir de ahora también quiero ser prudente contigo. Además, el amor pro¬duce en mi cuerpo una explosión mucho mayor que la que pudiera producir una bomba, es un relámpago hiriente que proviene directamente de la naturaleza. Como tú misma sabes, me quieres desde hace mucho tiempo, aun¬que no lo quieras admitir.
Anna destruye un objeto, concretamente un sarmiento, pelándole el tallo.
Luego, continúa Sophie, después de haber llenado la retorta con éter, se introducen los dos tubos en el interior de la misma, de manera que la base de éstos quede bien aposentada sobre el fondo de la retorta. Acto seguido, tanto los tubos de ensayo como la retorta se obturan con un corcho y se sellan con cera.
El agradable extrarradio vienes se incrusta en Anna como una broca incandescente, que no encuentra un muro de contención que le impida la entrada y atraviesa a Anna de cabo a rabo. Anna ya no encuentra nada que matar y por consiguiente es ella misma la que comienza a morir, lo que a menudo es un proceso largo y doloroso. Preferiría matar a otros seres vivos, pero todavía no ha llegado la estación adecuada.
Rainer reitera que no lo va a hacer y además él es el cabecilla, aun-que Sophie parece haberse olvidado de ello. Es posible que lo haga más adelante, no excluye esa posibilidad, pero sólo cuando tenga asegurada su existencia con un buen sueldo y pueda reírse de todo, pero nunca antes. Más adelante necesitará aún más valor porque tendrá más que perder. Pero ahora está seguro de que no lo va a hacer y Sophie tam-poco. Además Sophie nunca podrá querer a un hombre que hiciera algo así, algo que incluso puede afectar a gente inocente.
Sophie dice que eso es precisamente lo mejor del asunto, hoy en día nadie es inocente. Evidentemente hay que lanzar la bomba de mano de tal forma que sea la base la que toque el suelo, porque de lo contrario no ocurriría nada; si se lanza adecuadamente, explota al más leve gol-pe.
Rainer lloriquea como un lactante y explica profusamente por qué en primer, segundo, tercer, cuarto y quinto lugar no quiere hacerlo (en realidad no quiere hacerlo de ninguna manera). Sus razones no intere-san a Sophie, además son las típicas. Con que una se va de excursión con este pesado (además a petición suya) y lo único que sale es una diarrea verbal. Se lo voy a proponer a Hans, que seguro que participa.
Rainer calcula hasta la quinta cifra decimal que Hans no tiene nada que perder, él sin embargo mucho, es decir, su futuro, que está esbo-zado clara y luminosamente y que incluye un doctorado y, adicional-mente, múltiples premios literarios.
Anna tiene arcadas desagradables y sonoras. ¿No irás a vomitar aho-ra otra vez, después de que para la primera vomitona te saqué del co-che justo a tiempo?, dice su hermano malhumorado, que lo que menos necesita en este momento es algo tan repugnante; Sophie le toma por un cobarde y eso que él estaba siendo especialmente considerado. ¿Quién ha planeado los atracos y ha ayudado a llevarlos a cabo, Sophie o él? El, naturalmente.
Por desgracia Anna acaba vomitando y Sophie le alcanza un pañuelo de papel volviendo la cara. Luego abandonan el lugar, alejándose de la vomi¬tona. Sophie enmudece y Rainer aprovecha la ocasión para expli-cárselo todo con tranquilidad. Lleva sus argumentos de un lado para otro como un es¬carabajo su bola de estiércol. Cuando por fin llegue a ser alguien, sin que nadie se lo impida, Sophie entenderá sus razones y las aprobará. Al final envejecerán juntos y se reirán frecuentemente de este estúpido plan. Más adelante. Cuando tengan nietos.
Sophie dice que por fin quiere llegar al éxtasis. Desgraciadamente la mayoría de la gente no sabe desinhibirse.
Rainer dice, algo forzadamente, que uno necesita un compañero, el TÚ. El compañero es él, el TÚ es Sophie. Él dice que no y sin este com-pañero uno se queda solo.
Un gato atigrado asciende sigilosamente la montaña para vigilar una ra¬tonera. Anna considera brevemente si debe matarlo, pero no lo lleva a cabo porque la vomitona la ha debilitado. Se muerde el nudillo de la mano, que casi sangra.
Rainer llora intensamente delante de Sophie, lo que a ella le parece de mal gusto. Rainer dice que aunque Hans acabe haciéndolo, eso no significa, ni mucho menos, que tenga más valor que él, puesto que la estupidez y el valor suelen ser la misma cosa, sobre todo si se trata de Hans. He elegido una carrera tan bonita, Sophie, espera y verás, estoy seguro que también te gustará a ti.
Sophie permanece callada y muestra su desprecio lanzando con el pie chinitas a un hoyo. Después dice, bueno vámonos, hoy todavía tengo otras cosas que hacer.
Por fin estás siendo sensata y entiendes mis razones, Sophie, desem-bucha Rainer; sabía desde el principio que ella iba a ceder, porque es un rompe corazones al que nadie se puede resistir. Eres maravillosa, por esta y por esta razón eres maravillosa, pero también porque prime-ramente eres terca y luego tu terquedad se deshace dulcemente en mis manos. Como un pequeño animal, que uno puede apaciguar hasta hacerle abandonar la lucha absurda contra sí mismo y contra los de-más, y que acaba recostándose tranquilamente.
Sophie alza la vista al cielo y Anna también.
El paisaje se aleja de Anna infinitamente, al final nadie permanece de¬masiado tiempo en él. La claridad de la luz se contrapone a la confu-sión de estos jóvenes y ambas se restringen mutuamente. Rainer fuma nerviosamen¬te un cigarrillo, que enturbia la luz antes descrita.
En los vestuarios del aula de gimnasia explota una bomba con espole-ta de percusión. Muchos sueños neomodernos de la generación de la posguerra quedan completamente destruidos. Entre otras cosas se des-integran las faldas Conny, los pantalones de franela gris, los vaqueros, los calcetines, las me¬dias, los jerseys, las blusas, las americanas y la temida falda escocesa. Se acordó que no se produjeran daños persona-les porque la persona dañada podría ver al que la lanzó. Y todavía no ha llegado a conocerse la persona que reconozca responsabilidades en esta travesura escolar, que ya es algo más que una travesura, es más bien un acto criminal.
Fue un acto irresponsable, dice el periódico. No es de extrañar que no se encuentre al responsable.
Sophie transportó la bomba en su bolsa de tenis. El director incluso la vio y la saludó, pero nadie se atrevería a detener a una Sophie Pach-hofen y mucho menos creerla capaz de algo semejante.
Los jóvenes Damianes, que no tienen otra cosa en la cabeza, lloran por sus prendas de vestir arruinadas porque tardarán mucho en con-vencer a sus padres de que necesitan nuevas faldas y pantalones mo-dernos. ¡Y para esta gente se ha esforzado Sophie! En realidad lo ha hecho para sí misma. Los vestuarios, que apestaban a sudor y grasa, tendrán que ser renovados íntegramente. Los que están a punto de terminar sus estudios ya no llegarán a verlo porque ocurrirá durante las vacaciones.
A causa de lo sucedido, el señor Witkowski quiere sacar a sus hijos del instituto; éstos le suplican e imploran, a dúo, que les deje quedarse y final¬mente pueden hacerlo porque pronto habrán acabado las clases y vendrán tiempos más duros; Witkowski sénior describe cómo serán esos tiempos.
Como es sabido, entre Hans y Sophie ha saltado la chispa y él fue quien, con orgullo y sin vacilar, compró los ingredientes de la bomba en una tienda en la que generalmente sólo compran los estudiantes de la Politécnica. Se giró y se volvió tantas veces que a punto estuvo de atraer la atención. Estaba tan orgulloso. Entre él y Sophie ya existe un vínculo espiritual y pronto le seguirá el corporal. En este momento trata de convencer a Sophie de que un ser sin amor es como una partícula de polvo sin amor.
En Rainer algo se rompe porque siempre se rompe algo en el hombre (suele ser el corazón), cuando la persona amada le es infiel. El miedo a levantar sospechas, aún siendo inocente, paraliza muchas determina-ciones que conciernen a Sophie. Después del impacto, Anna ya no sien-te nada, sólo Hans podría romper su estupefacción a través del amor, pero desgra¬ciadamente lo único que está rompiendo son sus juramen-tos de lealtad hacia ella.
Los viñedos del decimonoveno distrito de Viena han quedado atrás de¬finitivamente y ahora lo que se alza ante su vista son montañas de miedo.
Los padres enloquecen porque tienen que comprar cosas nuevas.
Unos son poco solidarios porque sospechan de sus compañeros. Se pro¬ducen denuncias e interrogatorios. En todas partes hay estudiantes llorando. Muchachas y muchachos, gimoteando y berreando respecti-vamente en pa¬sillos, wateres y aulas de ciencias naturales.
Pero es en vano.
Bofetadas.
Sophie baja las escaleras, sale y se sube a un taxi, como si durante todo el día no hiciese otra cosa
Anna Witkowski emite un grito inarticulado y le permiten regresar a casa antes de terminar la clase.
Los profesores parecen tener comprensión. El culpable debe presen-tarse, no le pasará nada, sólo queremos saber quién es. Cuando advier-ten que su actitud no sirve para nada, mugen como bueyes.
Rainer Witkowski escribe una redacción extraordinariamente mesura-da
sobre El extranjero de Camus; pero sus pensamientos son desmesu-rados y libres, como suelen serlo los pensamientos, tal como dice la canción.
Los padres abofetean a sus hijas porque prefieren llevar zapatos de tacón antes que los zapatos planos, típicos de la región, que quedaron destruidos.
Sophie lleva un vestido de tarde de la casa Adlmüller, y el sol res-plan¬deciente anida en su pelo. Pero el resplandor del sol no es nada en compa¬ración con su vestido.
Anna Witkowski pierde la razón. Pero nadie se da cuenta de ello por-que aquel hecho absurdo y terrible también careció de razón, y asimis-mo ab¬surdas fueron sus repercusiones.

El que paga el coche tiene derecho exclusivo a disponer sobre el via-je. El señor Witkowski es el que lo paga y su hijo Rainer lo conduce. Só-lo ocasionalmente puede Rainer conducir solo. Independientemente del rumbo que tomen, el inválido tiene asegurado el asiento de al lado del conductor, y da las órdenes y las instrucciones.

También durante las vacaciones el vehículo emprende el camino hacia el distrito del bosque, de no ser así el inválido no llegaría a ninguna parte y, como todos los demás, también él necesita oxígeno.
Hoy el señor y la señora Witkowski quieren ir a la ciudad para mirar escaparates, que para ellos son como las puertas del mundo. Las puer-tas del mundo se abren cuando llegan a la Kártnerstrasse, una calle de comercios de lujo, que los del extrarradio visitan a lo sumo dos veces al año, pegándose contra sus muros para evitar que la masa, que se diri-ge hacia las famosas pastelerías, los aplaste. Hoy se dirigen allí porque el señor Witkowski sólo se conforma con lo mejor; le dice a su mujer que para él nada es demasiado caro porque la calidad tiene un precio y si no se paga, luego se sufren las consecuencias. Mira ese frigorífico y aquella lavadora, figúrate todo lo que podríamos refrigerar y lavar con ellos. Pero por regla general se trata de boutiques. Los nuevos tiempos han llevado abundancia a la ciudad, una ciudad que se ha liberado de la ocupación hace relativamente poco tiempo y que vuelve a pertenecerse a sí misma y a sus habitantes; incluso el obrero se beneficia de esta abundancia y si no puede beneficiarse suficientemente, entonces orga-niza un golpe. Esto estuvo a punto de ocurrir la última vez en 1950. Los comunistas trataron de explotar la escasez de ciertas provisio¬nes para incitar a gentes de buena voluntad a levantarse contra su propio país. Rainer va trotando detrás de sus padres y diciendo, a todo el que quie-ra oírle, que no tiene nada que ver con esos dos vejestorios. Reciente-mente Sophie le reprochó, con cierto sarcasmo, que sólo había robado el dinero para comprarse cosas bonitas. Aquí hay tantas cosas bonitas y lujosas, pero él no las quiere y le comunicará a Sophie que no le intere-san en absoluto. Lleno de asombro, el pequeño grupo se encamina tor-pemente hacia Palais esquina a Annagasse, donde Adlmüller, el rey de la moda, tiene su taller y su tienda. Pero, ¡qué casualidad!, a través de las cristaleras de la entrada uno puede observar lo que ocurre en el in-terior de la tienda y es que, casualmente, la misma Sophie en la que momentos antes uno había estado pensando, está parada junto a su madre mirándose en un espejo. Es su primer modelo exclusivo y será su regalo de fin de bachillerato. Mamá, papá, en el interior de esa tien-da se encuentra una compañera mía que es rica, dice Rainer involunta-riamente, sin poder retirar ya sus palabras. Nada más pronunciarlas se arrepiente de haberlas dicho porque sus padres se disponen a derrum-bar las barreras de cristal que les separan de Sophie, intentando derri-bar la puerta de entrada.
El mundo exterior amenaza con irrumpir groseramente en el cristalino acontecer del mundo interior. El inválido sale corriendo (como un galgo detrás de un conejo), apoyado sobre sus muletas y la madre directa-mente detrás de él. Quieren saludar a la compañera de instituto y a su madre, para comunicarle a ésta lo mucho que les alegra que sus res-pectivos hijos sean buenos compañeros y que se ayuden mutuamente y que mantengan un estrecho contacto también en sus ratos de ocio. Rainer agarra las oscilantes caderas de su padre mutilado para que no entre atolondradamente en el portal y le pone la zancadilla a su madre para que ésta se quede fuera, que es donde tiene que estar.
Las Pachhofen se deslizan de un espejo a otro en un silencio absoluto, en silencio porque no quieren que el ruido de los coches entorpezca su elección. Se adornan con auténticas obras de arte, cuyo lujo no puede per¬cibirse desde el exterior.
¿Te avergüenzas de tus padres, piojo infame?, rechina el padre inten-tando deshacerse de su hijo para besarle galantemente la mano a la señora von Pachhofen, al fin y al cabo él es su padre y, además, es po-sible que tenga éxito con ella como hombre.
Un poco intimidada, la madre propone marcharse en seguida, ya hemos causado bastante alboroto. El padre berrea: mocoso asqueroso, para eso costeamos tu manutención, a una edad en la que ya tendrías que estar tra¬bajando y pagándote todo tú sólito, para que encima te avergüences de tu familia. Después de todo pasé toda la guerra en una posición de mando. Pero esto ya ha llegado a un límite. Ya no damos abasto con vosotros dos, esto se acabó, sois unos cerdos.
Rainer está blanco como la tiza e inclina la cabeza ante los circuns-tantes. Puede que la madre de Sophie o la misma Sophie se asomen, pero afortu¬nadamente el grueso cristal impide a los indeseables lanzar miradas indis¬cretas hacia el interior del salón y acompañarlas con rui-dos indiscretos.
Una modista vestida de negro va de un lado para otro y el rey de la moda en persona da su opinión acerca de los conjuntos. Este vestido tiene esta y aquella ventaja, aquel esa y aquella ventaja; en su caso, este vestido tiene esta desventaja y aquel esa otra desventaja.
Fuera, el padre amenaza a su hijo con aplastarle la nariz y hacerla san¬grar, como ocurre siempre que le da un puñetazo en la cara.
Por favor, pide Rainer ajeno al dolor anunciado, por favor, no entréis, por favor.
Venga, vámonos Otto, todavía quiero mirar algo de ropa y luego re-gre¬saremos a nuestro confortable hogar. Las señoras sólo van a rete-nernos innecesariamente con su conversación. Ya sabes lo que haremos después, propone la madre arrastrando al padre con esa promesa im-plícita. Éste echa a andar, oscilando y babeando, no van a dejar que les retengan esas señoras remilgadas, hoy todavía tienen mucho por de-lante.

Un pájaro grande hace ejercicios entre rama y rama.
Y así se van y siguen mirando escaparates, que, por agradecimiento, a Rainer se le nublan ante la vista. En la tienda de deportes encuentran una bicicleta deportiva completamente nueva, con muchas marchas. Pero eso pertenece a otro mundo, brilla muchísimo, pero no es para Rainer. En cualquier caso, el cáliz de antes ha sido apartado de él, co-mo también en la religión fue apartado de Dios, Nuestro Señor.
No te irás a la cama sin haber recibido un beso y tampoco sin haber-nos dirigido la palabra, porque lo exige la cortesía, masculla el padre entre dien¬tes. Le consuelan con una taza de leche manchada, que han pedido en el Café Museo, y también con un panecillo y una buena pro-pina. En Rainer todo se afloja y se repliega sobre sí mismo como un pa-quete humano mor¬tecino. ¡Cómo se reirán él y Sophie más adelante de este incidente! Pero ahora todavía no. Más adelante.
Íntimamente Rainer ya se ha desligado de su familia, pero esto toda-vía no trasluce hacia el exterior.

A pesar de que, en realidad, los estudiantes no se lo merecen y antes de que se presenten a la prueba de madurez y comiencen las vacacio-nes, que los separarán, llevándolos por los más variados caminos, el instituto celebra el último té-de-las-cinco-de-la-tarde; el té lo preparan las estudiantes. Los estudiantes se encargan de que todo esté en su si-tio. Las bebidas gaseosas se amontonan en pilas de colores extraordi-nariamente feos.
Los estudiantes bailan con las estudiantes y, siguiendo el consejo de un profesor de confianza, a veces también sacan a bailar a alguna ma-dre o abuela. Se discute sobre el rendimiento de los descendientes y en la mayoría de los casos se estima que son capaces, pero vagos. Algu-nos directamente no rinden. Los estudiantes forman una comunidad que también podría lla¬marse comunidad escolar.
Anna y Rainer son indeciblemente estúpidos por pertenecer a una co¬munidad escolar en vez de al mundo de los mayores.
Sophie ha colado a Hans, que en todas partes destaca como un cuer-po extraño porque después de una o dos cervezas berrea estrepitosa-mente y encima le resulta divertido. La rubísima Sophie lleva tacones altos y no se deja cazar. En su ignorancia, Rainer lo intenta a pesar de todo, pero fracasa.
El té, que más bien parece agua sucia, se sirve en vasos de cartón y se
vende por poco dinero que se ahorra para el viaje de fin de curso. Pa-ra los pequeños, los hermanos menores, se ha organizado un teatro de títeres que sirve de entrenamiento a los actores en ciernes que acuden fascinados al gallinero del Burgtheater. Los jóvenes son jóvenes y lo disfrutan.
En los grupos de expertos se discute sobre una o dos representacio-nes de ópera, dejando caer los nombres de Bippo di Stefano y Ettore Bastianini, que Rainer no conoce. No obstante, Anna conoce a Friedrich Gulda, y a sus compañeros de especialidad.
El padre inválido de Rainer acaba de entrar apoyado sobre la madre. Una compañera de Rainer le ofrece un té con muchísimo cuidado (para no ensuciar al inválido más de lo que ya está). El padre contesta que no come de pucheros ajenos. Sigo teniendo suficientes pucheros propios. ¡Qué hom¬bre tan extraño!, comenta la compañera a una amiga suya. Ese está tarado, ¿no crees? Después, la muchacha le pregunta si no quiere que le acerquen un sillón a la pista de baile para que pueda se-guir los torpes movimientos de los estudiantes. Él contesta que puede perfectamente quedarse de pie. Para Dios y Witkowski nada es imposi-ble, así reza la segunda de sus sentencias preferidas. Este hombre no da pie con bola, está tocado, dice la misma estudiante de antes. Rainer, que había contado a todos que su padre y su primo conducían alternati-vamente un Porsche, se retuerce en un rincón como una oruga. ¿Por qué no podrá uno esfumarse dejando tras sí un poco de aire caliente? Uno debería quitarse la vida.
Pero por ahí viene Sophie y Rainer, molesto por las circunstancias, le explica que el amor no es Eros. La verdadera dicha es la sensación de haber deseado lo mejor de la vida, aunque a veces esto se tome a mal. Sophie le sirve con frialdad un panecillo con queso. Servir resulta diver-tido cuando no se hace por obligación. Anna preferiría cortarse la mano de un tajo antes que servirle a alguien un bocadillo de queso.
Gerhard quiere bailar con Anna, su ídolo, y hacerla girar en círculos y ser feliz, pero Anna se hace a un lado porque quiere observar a Hans, que está situado entre dos abuelitas. Hans, por su parte, se abre cami-no entre la gente a empellones, para arrancar a Sophie violentamente de los brazos de un compañero con el que está bailando un viejo y bo-nito vals. Con este comensal infructuoso, que todavía no se ha ganado un chelín en su vida, inauguró el baile de la Filarmónica. Pero no va a hacerse filarmónico sino jurista. Sujeta a Sophie fría e imparcialmente (que son requisitos de su futura profesión) con los dedos, cogiéndola un poco más fuerte por la espalda, pero con la intensidad justa, ni dema-siado fuerte, ni demasiado flojo. Así no se puede coger a una mujer, hay que agarrarla con determinación, yo sé hacerlo porque tengo un carácter arrollador. Ven aquí encanto, eres ligera como una pluma, dice Hans, que quiere lanzarla al aire y gritar ¡yuhu!; hoy está muy conten-to, está encajando perfectamente con sus futuros colegas de trabajo que han gozado de una preparación académica. El es un hombre de ac-ción. Márchate, le dice Sophie.
Esto sí que es una faena. Hans finge estar abrochándose la bragueta del pantalón.
Algunos estudiantes comentan entre ellos lo bonita que está siendo la fiesta de hoy. Se intercambian los números de teléfono. Como si fuera una contraseña, se pronuncia el primer tímido TÚ, y es que es el primer TÚ. Se proyecta hacer una excursión y también alguna visita durante las refrescantes vacaciones de verano.
Se untan los panes.
Los enormes trozos de tarta se reparten en platos de cartón.
Rainer sale de su escondite, se precipita sobre Sophie y dice que ha llegado el momento de iniciar una etapa que se diferencie –casi va a decir sistemáticamente– de toda su amistad anterior. Deben encontrar el camino directo hacia el otro. Tal vez lo encuentren en paseos al atar-decer. Con cada conversación profunda descubriremos nuevos horizon-tes, promete Rainer. Su relación gozará de una naturalidad desconoci-da, asegura Rainer. Lo ma¬ravilloso de la naturaleza es su total capaci-dad de contradicción.
Sophie no está de acuerdo y le pide que la suelte, me estás arrugan-do el vestido de chiffon. Lo tuyo está degenerando gradualmente, Rai-ner, te lo en seno.
Para los mayores hay ponche, pero en honor de la verdad y dado lo avanzado de la hora, este ponche está flojo. Los niños se ríen con ale-gría porque excepcionalmente pueden tomarse un traguito. Hans tam-bién se apunta al alcohol, pero le despachan inmediatamente con cajas destempladas porque todavía no es un adulto, como le habían asegura-do erróneamente. Hans argumenta que lleva mucho tiempo ganando dinero. Y como única contestación recibe la cara incomprensiva de la hija de un médico.
Aquí ni siquiera está permitido fumar un cigarrillo.
La señora Witkowski, que desde luego no pasa desapercibida, escon-de su sangre de maestra entre la masa. También esconde su horrendo vestido de preguerra, que ha adornado con una cinta de terciopelo y una rosa de seda del mismo color, tan chocante la una como la otra. El papá hace acto de presencia elegantemente vestido, su corbata es chi-llona, dice: aquí estoy; es imposible no verla. A un inválido se le puede perder de vista intencio¬nadamente, pero esa corbata no.
Anna tira tímidamente de la parte trasera del jersey de Hans para que éste, a ser posible, le preste y dedique atención. Hans le da palma-ditas como si fuera un caballo y le pregunta si le pica. Que si le pica que se rasque, jajaja. Después relincha estrepitosamente, se abalanza so-bre Sophie, la le¬vanta y la hace girar en círculos. Luego la lanza al aire como una pelota y la vuelve a coger y le dice: Tesorito, muñequita, Sophita bonita. Hans está derrochando su fuerza, ¿para quién la tiene si no es para Sophie?
Sophie suelta una breve carcajada y dice: déjame bajar, Hans. Pero antes de poder cumplir su orden, Rainer se le acerca por la espalda, le arranca a Sophie de los brazos y le dice que va a darle una patada en los huevos, a lo que Hans replica, venga, demuéstramelo. Y ahora lár-gate, queremos estar solos.
El señor director alza la voz y dice que la prueba de madurez marca el final de una etapa vital que los separará, llevándolos por las más va-riadas sendas. Les anima a guardar un buen recuerdo de la vida esco-lar. Ya han finalizado sus estudios y ahora empieza la vida real, que es completamente distinta aunque el instituto les haya preparado para ella.
Anna y Rainer se estremecen; lo que más temen en este mundo son los cambios. Más adelante ya no podrá uno erigirse en cabecilla con tanta faci¬lidad porque es posible que no todos le conozcan. Ni tampoco el resultado de sus esfuerzos, que tendrá que volver a probar. Rainer y Anna tienen miedo a lo desconocido.
Anna deja entrever que también tiene algo que decir. Los dos mucha-chos, que tienen demasiada fuerza y savia, están a punto de darse una paliza. Un profesor discreto se interpone entre ambos apelando a su sentido de la disciplina y de la religiosidad. Es el profesor de religión. Anna da sal titos nerviosos ante la perspectiva de poder decir algo. Quie¬re decir que, aunque pueda parecer todo lo contrario, Hans le per-tenece exclusivamente a ella y a nadie más. Rainer se acerca a Sophie para decirle lo que siente y siempre ha sentido por ella. Su orgullo le había impedido decírselo. Pero ahora es más fuerte que él y ya no pue-de reprimirlo. Piensa que ella debe saberlo. El siguiente paso será un sol filtrándose por entre los árboles del bosque, una lluvia que cae len-tamente y sin cesar, el olor a resina, Sophie en una gabardina vieja acariciándole cariñosa e incansable¬mente el pelo. De vez en cuando hasta un intelectual necesita cuidados corporales. Una comida rústica desplegada sobre un mantel de cuadros y acompañada de conversacio-nes serias y profundas, en las que incluso inter¬vendrá un Dios abstrac-to. Este es el sueño de cualquier estudiante de se¬cundaria y también su sueño. Después de comer, tumbarse sobre la cama y seguir leyendo a Camus, que de todos modos uno lee a todas horas. Sobre todo el pasa-je donde al condenado se le derrumba el mundo, momento a partir del cual todo le resulta indiferente. Y piensa en su madre. Él, Rainer, sin embargo optará por pensar en Sophie. Después el objetivo de la cáma-ra los perderá de vista en el bosque.
Sophie dice que su madre va a mandarla a Lausanne a pasar las va-cacio¬nes para que cambie de aires. ¿Ya es seguro?, pregunta Rainer con cara de cordero degollado. Sí, es seguro. Iré a un internado. A Sophie le entusiasma la idea de ir a un lugar completamente extraño y aprender una lengua nueva.
Rainer le pregunta por qué quiere recorrer mundo teniendo tan cerca la felicidad, teniéndola ahí mismo. ¿Dime de qué te sirve viajar a luga-res ex¬traños? Sería preferible que domaras la bestia extraña y descono-cida que albergo en mi interior. Ahora incluso sería capaz de realizar el acto sexual, pero éste sólo degrada a la mujer. Esta es la razón por la cual necesito ser domado.
Lo que hice en el aula de gimnasia (Sophie) es mucho más romántico que cualquier galanteo. Es una vivencia explosiva. Rainer dice que está con¬vencido de que en realidad ella no quiere abandonarle, que segura-mente estará hablando en broma. Y como prueba de que confía ciega-mente en ella, va a darle, a solas, unas ideas clave para la interpreta-ción de La peste de Camus, que será la próxima lectura que compartan. Pero no debe decírselo a nadie.
Sophie le aparta fríamente con la punta de los dedos y saluda a los padres de su compañero de baile, que la conocen y le preguntan acerca de su futuro. Sophie les cuenta lo de Lausanne. A ellos les parece una buena idea y también ponderan las facilidades que encontrará en el te-rreno deportivo.
Anna le sopla a Sophie en la nuca, donde tiene unos pelitos rubios. Quiere que le dejen decir algo sobre su propia personalidad. Hace mu-cho que no hablaba tanto. Anna dice que su carácter es fruto del odio que siente hacia todo el mundo. Quiere que Hans la lance al aire como acaba de hacer con Sophie. Hans le dice que le traiga un bocadillo de salami y ella sale disparada.
Entretanto Rainer y Hans se han colgado de los hombros de Sophie, cada uno de un hombro, y le explican por qué debe abandonar con ellos la aburrida fiesta: para entablar una conversación. Rainer todavía des-cribe rápidamente la música que tan maravillosamente está reprodu-ciendo la cinta magnetofónica. Sophie no debe marcharse a la Suiza francesa. Hans ubica Suiza sólo después de haberle explicado dónde queda Lausanne.
Sophie se descuelga de los brazos de ambos, que tienen buenas in-ten¬ciones pero que no saben agarrar, se descuelga como una planta carnívora maligna, que con su savia aniquila insectos y se prohibe a sí misma distrac¬ciones de cualquier índole. Ella se marcha para no tener que veros más a ninguno de los dos.
¿Son éstos sus admiradores, Sophie?, pregunta con un sonrisa la ma-dre de su compañero de baile, en ese caso, que lo pase bien, querida Sophie. En este momento llega Anna con el bocadillo de salami. Hans engulle el salami con nerviosismo, tira el pepinillo, le cede a Anna las sobras y se lo paga. Anna come, e inmediatamente después, consciente de su propósito, busca el servicio para vomitar, ojalá no esté ocupado.
Rainer dice que posiblemente se quite la vida. Seguro que con esto atrae sobre sí la atención de Sophie. De no ser así se desintegrará completamente y desaparecerá. El mundo entraña una dulce indiferen-cia, dice Camus. Cuan¬do a uno le roban la esperanza lo único que tiene en sus manos es el presente, uno pasa a convertirse en la realidad misma y todos lo demás son comparsas. De todos modos, eso ya lo son.
Nunca dices una frase que no haya dicho ya alguien con anterioridad, dice aterciopeladamente Sophie.
Precisamente porque las conozco todas. Cuando la vida se ha extin-guido, la noche es una tregua melancólica, nos asegura a Camus.
Haciendo uso de todas sus fuerzas, Hans se da un puñetazo en el crá-neo, que suena a hueco. Pero no le sale nada original, sólo lo de siem-pre, la voz de su maestro diciéndole que ha invertido los polos de la co-rriente, por lo que siempre recibe una patada.
El padre inválido se balancea atléticamente entre las muletas y le dice a Sophie que evidentemente ella debe de ser la amiguita de su hijo, eso está bien, porque desde luego es una muchachita preciosa, como las que en su época solía poseer él, ahora sólo de vez en cuando porque el trabajador dispone de poco tiempo libre. En este terreno todavía podría enseñarle al¬guna cosa a su hijo Rainer.
La madre de Anna y de Rainer devora con los ojos el corte del vestido de tarde que lleva Sophie. ¿Podría su máquina apañárselas para confec-cionar una maravilla semejante en chiffon, o acaso es organdí? Desde luego no es sintético.
Anna estrecha el brazo de su madre como una tenaza. Hace meses que no rodea este brazo. Por un instante las dos mujeres parecen la Virgen María y Santa Marta, aunque por exigencias históricas en aquel tiempo la Virgen sólo tuvo un hijo y no una hija.
Hans está a punto de tragarse la nuez. Tanta saliva sin haber consu-mido una sola cerveza.
Sophie se desembaraza de todo y desaparece definitivamente.
Sophie deja dos vacíos detrás de sí, uno en Hans y otro en Rainer, pero ella no lo percibe.
Durante las vacaciones, cuando sus novios ya han regresado a la ciu-dad, las muchachas suelen decir: te vas, pero muchas cosas quedan aquí. Mucho de lo que ellos han dejado atrás. Aquí, sin embargo, no queda mucho de lo que se pueda sacar provecho, en realidad no queda nada.
La señora Witkowski tapa con las dos manos, no tiene más que esas dos, la desnudez de la cinta de terciopelo y de la flor de adorno, pero a pesar de todo ambas asoman indiscretamente entre sus dedos, dando una mala impresión. También la da el señor Witkowski.
Arma también se marcha, inadvertida de todos, pero realmente de todos. Ni siquiera deja la más mínima huella de un tacón en el parquet.
No deja nada.

Hans sale por la puerta de la fábrica y Anna, que le está esperando fuera, va a su encuentro. Quiere comportarse razonablemente para que él se dé cuenta de que también puede ser distinta. Quiere decirle que al final está bien que no pueda irse a América porque así durante el vera-no, podré ayudarte con las asignaturas que se imparten en tu escuela nocturna. Pero, como ya es habitual en ella, no logra decir nada, sino que se echa a llorar como una mema. Solloza fuertemente delante de todos esos extraños –que se han pasado el día entero trabajando y que por consiguiente tienen dere¬cho a un poco de tranquilidad– entregán-dose con toda su alma carcomida a este llanto desgarrado, con lo que, en última instancia, demuestra tener un buen fondo. Llorar sólo puede hacerlo quien no está completamente endu¬recido. Su boca y su cara se desencajan en una mueca fea. Una mujer nunca gana con una expre-sión semejante, siempre pierde. Y sin embargo, a Hans le sobrecoge una especie de compasión cuando lo advierte en la insigne Anna. A lo mejor ni siquiera es compasión, sino más bien un mecanismo reflejo masculino de proteger a elementos débiles. Este mecanismo entra en funcionamiento cuando un hombre ve llorar a una mujer. Pone un brazo alrededor de esta singular llorica y se la lleva rápidamente para no ser visto por sus compañeros de trabajo. Le pregunta: ¿qué te pasa, An-na?, ¿por qué lloras? Vamos, mujer. Anna le contesta que está deses-perada y suelta una avalancha desordenada de cosas, sobre todo miedo y odio y por si esto fuera poco, una pizca de envidia hacia Sophie. Hans dice que no es bueno tener envidia de una persona que no tiene la cul-pa de haber nacido en una familia de semejante posición. ¿De verdad envidias a Sophie? Anna llora en una octava más alta. Ven, te acompa-ño a casa, de hecho casi vivimos uno al lado del otro. Tienes que tran-quilizarte, y lentamente Anna se tranquiliza. De pronto le ve bajo una luz completamente distinta, le está mirando con los ojos del amor, que se da cuenta de que es un amor verdadero. Hans, a su vez, también la ve bajo una luz distinta, porque la está mirando con los ojos del protec-tor masculino, que es más fuerte. Quizá también sea un senti¬miento de amistad, que se da cuenta de que es una amistad verdadera, que inclu-ye apoyar al amigo en lo bueno y en lo malo y en cualquier otra situa-ción adversa.
Para bien o para mal, Hans acompaña a Anna a casa. ¿Pero qué te pasa, Anna?, pregunta una y otra vez porque no sabe qué otra cosa preguntar. Nada, ya estoy bien, le contesta ella. ¿Te vienes a cenar a casa?
No, contesta Hans rápidamente, porque no soporta a los padres de Anna. Pero añade que pronto será domingo y que podrán emprender algo juntos.
Muchas de las preocupaciones de Anna desaparecen de golpe y la in-vade una alegría inusitada, que perdurará hasta la hora de la repugnan-te cena. Muy pronto hará una excursión en bicicleta con Hans. Esta ex-cursión po¬dría significar un comienzo nuevo sobre unas bases nuevas. La base no tiene que ser siempre material porque a veces el dinero se puede perder y los sentimientos no dependen de él.
En la casa de los Witkowski se está sirviendo la cena. El padre critica a su familia sin perder aliento, pero ellos están tan acostumbrados que ya ni le escuchan. El señor Witkowski amenaza a la madre con someter-la a terri¬bles torturas. La madre hojea un catálogo de una empresa de ventas por correspondencia, en el que encuentra un vestido que llama poderosamente su atención. Podría decirse que casi ofende su vista, por la vergüenza que pasó ayer en el instituto a causa de su indumentaria, que parece haberle causado un daño irreparable.
El padre le pregunta a Rainer si después querrá jugar con él una par-tida de ajedrez. Rainer dice que sí porque tiene intención de echar esa partida. Para cenar hay pan y diversos embutidos especiales y también una asquerosa sopa de patatas. Después de la cena echan la partida de ajedrez convenida, durante el transcurso de la cual el padre hace unas observaciones disparatadas acerca del estado mental de su hijo Rainer y acerca de todo lo que le concierne. Rainer va perdiendo porque, por alguna extraña razón, no logra concentrarse. El padre se alegra terri-blemente porque en los últimos tiempos sólo ha ganado en contadas ocasiones al arrogante bachiller, que se da tanto tono. No obstante, le dice a Rainer que todavía va a recibir una bofetada si no se concentra más en el juego. Rainer dice que ganar carece de sentido y recibe la bofetada antes mencionada.
Anna tiene una dulzura en los rasgos con la que por cierto no amane-ció esta mañana. ¿Por qué será? Incluso está secando la vajilla.
La madre pasa de su papel de madre fracasada al papel de mártir y le pide al padre que por favor esta noche no utilice accesorios que le hagan daño. Éste contesta de buen talante que se lo pensará, pero lo cierto es que la pega más de lo convenido. Luego se van a la cama. An-tes de dormir, Anna todavía se come una manzana. Rainer también se come una manzana antes de dormir, mientras lee El absurdo y el suici-dio de Camus. La luz se apaga, hay que dormir.
A las siete de la mañana, Rainer se despierta bruscamente y, en co-ntra de lo habitual, encuentra sus manos empapadas en sudor. Pero no le da mayor importancia. Oye a la madre en el cuarto de baño. Se le-vanta, entra en la antesala y del llavero de su padre, que está colgado detrás de la puerta, extrae la llave de la caja de la pistola. La caja mide 8 cm de alto, 30 cm de largo y 15 cm de ancho y es de metal. Encima de ella descansa la cartera y Rainer la aparta. La casa está tranquila, exceptuando los desagradables rui¬dos que la madre, que siempre es la primera en levantarse, hace en el cuarto de baño. Rainer abre el arca de la pistola y saca la Steyr de cañón abatible, del calibre 6,35 mm. Debajo de la pistola se encuentran las fotos de los genitales de su ma-dre. Estos genitales no le impresionan grandemente, a pesar de que un día salió al mundo a través de ellos.
Con la pistola en la mano, Rainer se dirige hacia su hermana, que du¬rante toda la noche, detrás del finísimo tabique de separación improvi-sado, ha dormido prácticamente a su lado. Y sigue haciéndolo llena de confianza. A una distancia mínima Rainer dispara sobre la cabeza de su hermana, destrozándole el hueso frontal y sumiéndola, en cuestión de segundos, en la más absoluta inconsciencia. Unos jirones musicales, del opus 33 en si mayor de Schónberg y de la sonata de Berg a medio aprender, se agitan confusos en el cerebro de Anna y luego desapare-cen titubeantes, contraria¬dos, pero definitivamente. Ya no habrá más melodías ni canto.
Después de este disparo, Rainer se dirige a la antesala, donde la ma-dre le sale al encuentro, sin mediar palabra e inexpresiva. Él sabe que ahora tendrá que liquidar a toda su familia para que no haya testigos que puedan denunciarle a la policía. Inmediatamente pega un tiro a su madre, también en la cabeza, y ésta se derrumba silenciosamente. Su mandíbula superior ha quedado completamente destrozada, pero la muerte todavía no ha hecho su aparición. La madre yace sobre el linó-leo de la antesala como un ovillo agonizante, no se sabe si su cerebro sigue funcionando o no, pero lo más probable es que no. Rainer deja la pistola a un lado porque ya no le quedan balas y saca el hacha, que pe-sa 1,095 kg, del cuarto de baño. Su filo mide 11,2 cm. Curiosamente, durante todo el tiempo que ha durado la matanza, el padre de Rainer permanece sentado en el cuarto de estar, con una cha¬queta de lana so-bre el pijama. Rainer se dirige con el hacha hacia su padre, que expresa una sorpresa muda, y ataca. Le golpea indiscriminadamente, sin pensar en nada. Pero su objetivo es la cabeza. Bajo los terribles hachazos, el progenitor de Rainer se desmorona instantáneamente, sangrando en abun¬dancia. Los hachazos rompen huesos, astillan huesecillos, cortan tendones y seccionan arterias, que difícilmente podrán volver a ser co-sidas. Rainer se ensaña especialmente con la cabeza y el cuello, porque con eso basta. Arre¬mete contra el padre hasta descuartizarlo. Luego, llevando el hacha consigo, entra en la antesala donde su madre agoniza y espumajea, y arremete contra ella. Sigue sin darle importancia. Quie-re matar y de hecho lo está haciendo. Después del último disparo ya sabía que iba a recurrir al hacha para concluir su obra. Nadie habla ni grita. La madre yace boca abajo y en esta postura la remata. La madre muere. Rainer no cede un milímetro, ni antes ni des¬pués. Ahí donde ha caído, se queda. Cuando ya ha acabado con ella, regresa a la habitación de su hermana, a la que antes había pegado un tiro en la cabeza por-que era la única parte del cuerpo que no cubría la manta, y arremete contra su cabeza, igual que contra la de su padre y la de su madre. La cabeza de Anna queda reducida a un puré de huesos, sangre, tendones y masa encefálica, en el que se perfilan, con un destello blanquecino, algunos de sus dientes y un ojo seccionado. En cualquier momento, muy pronto, también morirá Anna y así estarán muertos los tres.
Todos ellos han sido atacados principalmente en cabeza y cuello. Ahora Rainer busca la maleta de cartón y saca la bayoneta de entre el montón de juguetes, entre los que también se encuentran un proyector de diapositivas y varios sombreros de fieltro. Coge la bayoneta, que en realidad ya es superflua, y la hinca en los tres cadáveres, pasando me-tódicamente de uno a otro. En primer lugar se la clava al padre, en cue-llo, pecho y ombligo; luego a la madre, principalmente y con violencia en el bajo vientre y, por último, traspasa a su hermana con todas sus fuerzas. Por fin ha acabado; los desechos humanos ensangrentados han enmudecido definitivamente; ya no se distinguen los unos de los otros porque, como es sabido, la muerte no hace distingos. Los respectivos sexos todavía se reconocen, pero nada más. A éstos tendrán que remi-tirse quienes quieran identificar los cadáveres. A través de acciones ab-surdas, Rainer intenta salvar su ideal narcisista de haber cometido algo extraordinario.
Ahora trata de esconder el cadáver de su padre para que no puedan tropezar con él nada más entrar. Jadeando arrastra el montón de carne en¬sangrentada hasta el arcón rústico, que tendrá que vaciar previa-mente para que entre el cadáver. Este ha perdido una cantidad de san-gre tan bestial que Rainer desiste de la tarea de esconder los otros dos cadáveres. Los nervios no cumplen con sus exigencias y Rainer no cumple con su tarea.
Se quita el pijama empapado en sangre y se mete debajo de la du-cha. Luego recoge las armas, las mete en un maletín y abandona la ca-sa con el tiempo justo para buscarse una coartada. También se lleva el pijama. Va en coche hasta la casa de un compañero de instituto para estudiar con él y pedirle dinero para gasolina. Por el camino, desde cualquier puente, quiere tirar las armas letales a la corriente del Danu-bio, pero desgraciadamente a esta hora tan temprana, ya hay demasia-dos paseantes innecesarios. Así que mete el arsenal junto con el pija-ma, debajo de la rueda de recambio del maletero del coche.
Después de estudiar y habiéndole prestado su compañero los 500 cheli¬nes que tenía guardados en una cajetilla de tabaco, los dos se diri-gen hacia Ketlassbrunn, situado en la Baja Austria, para visitar a un pá-rroco, el anti¬guo catequista del colegio.
Ahora ya han llegado a Ketlassbrunn; el párroco se sorprende y se ale¬gra. Invita a ambos estudiosos a comer en una posada, donde piden un codillo con bolas de patata. A continuación, van al hogar de los con-gregan¬tes, donde se celebra un seminario en el que un catedrático de Viena lee una ponencia sobre los temas «El hombre como cosmos» y «Crimen y castigo». Como siempre, Rainer intenta sobresalir creando polémica acerca de estos temas. El párroco se despide de ellos dándo-les un apretón de manos y algunos dulces. Luego el compañero es con-ducido a su casa, ha sido un día rico en acontecimientos, añade mien-tras entra en su casa, que huele a vainilla.
Rainer vuelve a la poderosa corriente del Danubio, que ya es todo un símbolo. Entretanto son las siete de la tarde. A la altura del restaurante Berg, cuya especialidad es el pescado, Rainer arroja las armas del ase-sinato al río. Sin embargo el pijama ensangrentado lo deja en el coche.
Luego, desde una cabina telefónica, Rainer llama a una chica que no ha visto desde hace meses. Trabaja de niñera en la casa de un matri-monio de médicos que viven en la zona centro de la ciudad; sus respec-tivos padres se conocieron en el distrito del bosque del que son oriun-dos. Rainer invita a Renate, que es el nombre de la muchacha, a ir a bailar al Bar Picasso y efectivamente acaban bailando ahí. Rainer se toma dos camparis con soda y Renate un martini y una fanta. Rainer describe ampulosamente la estructura de la música moderna que ahora surge de los altavoces. Después interrumpe sus explicaciones y vuelve a llevar a Renate a su casa.
A continuación, Rainer regresa a la casa paterna, donde durante todo este tiempo yacen los cuerpos de su madre, que tiene 40 heridas gra-ves e incontables heridas de menor gravedad, el de su hermana que tiene 26 tajos mortales, sin contar las heridas leves, y el de su padre, completamente des¬cuartizado, descomponiéndose en el interior del ar-cón rústico tallado. En total los tres cadáveres presentan bastante más de 80 hachazos, amén de los innumerables pinchazos de bayoneta; las cabezas han quedado completa¬mente destrozadas. Les atacó con am-bas manos para reforzar el golpe. Junto a esta carroña espantosamente desfigurada, Rainer no podrá pasar la noche porque le horroriza.
Entra en su casa, que ya ha dejado de serlo, enciende la luz unos ins¬tantes en la antesala para que la gente crea que el horrible espectáculo le ha sorprendido inesperadamente, vuelve a apagarla y se va a la co-misaría para denunciar que su madre yace muerta en la antesala, ven-ga usted y ayúdeme a encontrar al asesino. Otro policía les acompaña inmediatamente y cuál sería la sorpresa de todos cuando en vez de uno encuentran dos cadáveres, que en un principio confunden porque las mutilaciones impiden distinguir a la madre de la hija.
Lo policías están atónitos. Rainer está echado sobre una camilla, páli-do y al borde del desmayo, y es atendido por un médico que le adminis-tra calmantes, pero para un golpe como éste su pulso es extraordina-riamente regular, piensa el médico.
¿Dónde está su pijama y dónde está su padre?, pregunta el inspector. Mi pijama debe estar por ahí, me lo he quitado esta mañana temprano porque he salido a primera hora. Y dónde pueda estar mi padre, no lo sé.
Estos cadáveres están completamente irreconocibles de tanta violen-cia y brutalidad, comenta el policía, que siente repugnancia a pesar de estar acos¬tumbrado a muchas cosas por su profesión. Los cadáveres de la madre y de la hija no han sido movidos y su aspecto mueve a com-pasión.
Pero de nuevo surge la pregunta: ¿dónde está el pijama de Rainer y dónde está el señor Witkowski?; estos dos cadáveres son femeninos.
¿Ha podido ser el padre el autor? Pero finalmente se encuentran en el arcón los restos ensangrentados del padre. La masa encefálica yace a un lado porque no ha llegado a entrar en el arcón.
Ahora ya sólo queda resolver la cuestión del pijama, agravada por una sospecha.
Cuando el inspector pregunta por centésima vez: ¿dónde está su pi-jama?, tiene que aparecer, señor Witkowski, Rainer finalmente confie-sa: está en el maletero del coche, debajo de la rueda de repuesto y cu-bierto de sangre.
Ahora ya lo saben todo y pueden disponer de mi.

FIN DE “LOS EXCLUIDOS”


DESEO


Colgantes velos se tienden entre la mujer en su estuche y los demás, que también tienen casas propias y propieda¬des. Incluso los pobres tie-nen sus casas, en las que con¬gregan sus rostros cordiales, sólo lo que no cambia los separa. En esta situación reposan: remitiendo a sus vín-culos con el director, que, mientras respire, es su pa¬dre eterno. Este hombre, que les dosifica la verdad como si fuera su aliento, con tal na-turalidad reina, ya tiene bas¬tante de las mujeres a las que llama con poderosa voz, sólo precisa ésta, la suya. Es tan inconsciente como los ár¬boles que le rodean. Está casado, lo que representa un contrapeso a sus placeres. Los cónyuges no se avergüen¬zan el uno del otro, ríen y son y eran todo para ellos.

El sol del invierno es ahora pequeño, y deprime a toda una genera-ción de jóvenes europeos que aquí crece o viene a esquiar. Los hijos de los trabajadores del papel: podrían reconocer el mundo a las seis de la mañana, cuando entran al establo y se convierten en crueles ex¬tranjeros para los animales. La mujer va a pasear con su hijo. Ella sola vale por más de la mitad de todas las almas del lugar, la otra mitad trabaja en la fábrica de papel, a las órdenes del marido, una vez que ha sonado el aullido de la sirena. Y los hombres se atienen con precisión a lo que se les pone por delante. La mujer tiene una cabeza gran¬de y despejada. Lleva fuera una hora larga con el niño, pero el niño, borra-cho de luz, prefiere volverse insensi¬ble haciendo deporte. Apenas se le pierde de vista, arroja sus pequeños huesos a la nieve, hace bolas y las lanza. El suelo brilla de sangre recién vertida. En el camino ne¬vado, desparramadas plumas de pájaro. Una marta o un gato han represen-tado su drama natural: reptando a cua¬tro patas, un animal ha sido de-vorado. El cadáver ha de¬saparecido. La mujer ha venido de la ciudad aquí, donde su marido dirige la fábrica de papel. El marido no se cuenta entre los habitantes, él cuenta por sí solo. La san¬gre salpica el camino.

El marido. Es un espacio bastante grande, en el que aún es posible hablar. También el hijo tiene que empezar ya a estudiar violín. El direc-tor conoce a sus trabajadores, no uno por uno, pero conoce su valor global, buenos días a todos. Se ha formado un coro de la empresa, que se mantiene con donativos, para que el director pueda diri¬girlo. El coro se desplaza en autobuses, para que la gente pueda decir que fue una cosa única. Para ello, a menudo tienen que hacer una gira por las pe-queñas ciudades del entorno, llevar a pasear sus mal medidos compa-ses y sus desmedidos deseos ante los escaparates provincianos. En las salas el coro se presenta de frente, dando la espal¬da a las esquinas de los mesones en que actúa. También al pájaro, cuando vuela, se le ve solamente desde abajo. Con paso grave y trabajoso, los cantores fluyen del auto¬car alquilado, que emana sus vapores, y prueban sus vo¬ces al sol. Las nubes de canto se elevan bajo la envoltura del cielo cuando los prisioneros son presentados. Entre¬tanto sus familias se quedan en casa, sin el padre y con pocos ingresos. Comen salchichas y beben cerveza y vino. Dañan sus voces y sus sentidos, porque ambas co¬sas las emplean irreflexivamente. Lástima que vengan de abajo, una orquesta de Graz podría sustituir a cada uno de ellos, aunque también apoyarlos, según el humor de que estuviera. Esas voces horriblemente débiles, tapadas por el aire y el tiempo. El director quiere que vayan a implorarle ayuda con sus voces. Incluso los que valen poco pueden hacer una gran carre-ra con él si llaman su atención desde el punto de vista musical.
El coro es cui¬dado como hobby del director, los hombres están en sus corrales cuando no viajan. El director mete incluso dinero propio cuando llega el momento de las sangrientas y apestosas eliminatorias de los campeonatos provinciales. Garantiza, para sí y sus cantantes, una per-vivencia que vaya más allá del instante fugaz. Los hombres, esa obra sobre la tierra, y quieren seguir construyéndola. Para que sus mujeres los sigan reconociendo en sus obras cuando se jubilen. Pero en los fines de semana, los dioses se vuel¬ven débiles. Entonces no se suben al an-damio, sino al po¬dio del bar, y cantan bajo presión, como si los muertos pudieran volver y aplaudirles. Los hombres quieren ser más grandes, y lo mismo quieren sus obras y valores. Sus edificaciones.

A veces la mujer no está satisfecha con esas máculas que pesan so-bre su vida: marido e hijo. El hijo el vivo re¬trato del padre, un chico único, pero se deja fotografiar. Sigue los pasos del padre, para poder también él llegar a ser un hombre. Y el padre le presiona de tal modo con el violín, que le salen espumarajos de la boca. La mujer res¬ponde con su vida de que todo vaya bien, y se sientan bien juntos. A través de esta mujer, el marido se ha pro¬yectado hacia la eternidad. Esta mujer es de la mejor fa¬milia posible, y se ha proyectado en su hijo.
El niño es obediente, salvo en los deportes, donde puede llegar a ser violento y no se deja pisar por los amigos, que le han elegido, por una-nimidad, su escalera hacia el cielo del pleno empleo. Su padre no se puede evaporar, dirige la fábrica y su memoria, en cuyos bolsillos hurga en busca de los nombres de los trabajadores que intentan escabu¬llirse del coro. El niño esquía bien, los niños del pueblo se agostan como la hierba bajo sus esquíes. Están a la altura de sus zapatos. La mujer, en su bata lavada cada día, ya no se sube a los esquíes, no, ofrece al hijo ancla en su bienaventurada costa, pero el niño escapa una y otra vez, para llevar su fuego a los pobres habitantes de las casas pequeñas. Su entusiasmo los debe contagiar. Quiere re¬correr la tierra con su hermoso ropaje. Y el padre se hin¬cha como la vejiga de un cerdo, canta, toca, grita, jode. Al coro lo arrastra a su voluntad del campo a la montaña, de las salchichas al asado, y canta a su vez. El coro no pre¬gunta qué recibe por ello, pero sus miembros nunca son tachados de la nómina. ¡La casa tiene unos muebles tan claros, así se ahorra luz! Sí, sustituyen la luz, y el canto aliña la comida.

El coro acaba de llegar. Viejos paisanos que quieren escapar de sus mujeres, a veces incluso las propias muje¬res con sus tiesos rizos (¡el sagrado poder de los pelu¬queros locales, que aderezan a las mujeres hermosas con una sabrosa pizca de permanente!). Han bajado de los vehículos, y se toman el día libre. El coro no puede can¬tar sólo a base de luz y aire. Con paso tranquilo, la mujer del director se adelanta el domingo. En la colegiata, donde Dios, cuya esquemática impresión en los cuadros indig¬na, habla con ella. Las viejas allí arrodilladas ya saben cómo es. Saben cómo termina la historia, pero de lo de en medio no han aprendido nada, por falta de tiempo. Aho¬ra, caminan apoyadas de estación a estación del rosario, sólo porque podrían en breve plazo es-tar ante el padre eterno, el miembro de la unicidad, llevando en la ma-no como salvoconducto sus fláccidas pieles. Al final el tiem¬po se detie-ne, y el oído se quiebra con el retumbar de la percepción de toda una vida. Qué hermosa es la Natura¬leza en un parque, y el canto en un me-són.

En medio de las montañas que los entrenados depor¬tistas vienen a visitar, la mujer advierte que le falta un so¬porte firme, una parada en la que poder esperar a la vida. La familia puede hacer mucho bien y reco-ger el botín de los días festivos. Los más amados rodean a la madre, se sientan juntos como benditos. La mujer se dirige a su hijo, lo censura (tocino en el que pacen las larvas del amor) con su suave y delicado gritar. Se preocupa por él, lo protege con sus suaves armas. Cada día parece morir un poco más, cuanto más crece. Al hijo no le gustan las quejas de la madre, enseguida exige un regalo. Intentan ponerse de acuerdo en esas breves negociaciones: a base de juguetes y artículos deportivos. Ella se lanza cariñosa sobre el hijo, pero él se le escapa co-mo sonoro manantial, retumba en las profundidades.
Sólo tiene este hijo.
Su marido vuelve de su despacho, y enseguida ella lo estre¬cha contra su cuerpo, para que los sentidos del hombre no se despierten. Resuena música del tocadiscos y del barroco. Ser lo más uno posible con las fo-tos en color de las vacaciones, no cambiar de un año para otro. Este ni-ño no dice una palabra cierta, sólo quiere marcharse con sus esquíes, se lo juro.

Fuera de las horas de comer, el hijo habla poco con su madre, aun-que ella lo cubre con un manto de comida para conjurarle a hacerlo. La madre invita al niño a dar un paseo, y paga por minuto, pues tiene que escuchar al niño de hermosa vestimenta. Habla como la televisión, de la que se alimenta. Ahora prosigue sin temor, pues hoy aún no ha visto el horror del vídeo. Los hijos de la montaña se acuestan a veces a las ocho, mientras el di¬rector, con manos hábiles, vuelve a inyectar arte en su motor. ¿Y qué potente voz es la que hace levantar a los re¬baños en las praderas, todos juntos? ¿Y a los pobres can¬sados también, tempra-no, cuando miran hacia la otra orilla, donde se alzan las casas de vera-neo de los ricos? Creo que se llama despertador de Radio 3, y suena gra¬bado en cinta desde las seis, infatigable roedor que nos devora des-de temprano en la mañana.

En los cuartos hitlerianos de las gasolineras, vuelven ahora a arrojar-se los unos sobre los otros, esos pequeños sexos en sus andadores, que se derriten en sus cucuru¬chos como bolas de helado. Tan rápido termi-na siempre, y tanto dura el trabajo y se alzan las montañas. Estas gen¬tes se pueden reproducir fácilmente, mediante infinitas repeticiones. Esta jauría hambrienta saca su sexo de las puertecillas que con sentido práctico se ha puesto. Esta gente no tiene ventanas, para que sus pare-jas no puedan mirar por ellas. ¡Nos tienen como a reses, y todavía nos preocupa progresar!

En la tierra hay senderos tranquilos. En la familia siempre se espera en vano, o se cae luchando por conse¬guir ventaja. A la madre le dan seguridad los muchos esfuerzos, que el niño, encorvado sobre el ins-trumento, vuelve a aniquilar. Los lugareños no son de confianza, tienen que irse a dormir cuando en los deportistas em¬pieza a despertar la vida nocturna. El día es suyo y la no¬che es suya. La madre vigila al niño, mientras está en los muros del hogar, para que no se divierta demasia-do. El niño no es muy aficionado a ese violín. En los anuncios, los que piensan igual siguen tercamente su propio cami¬no, para poder llenar mutuamente su vaso. Se leen anuncios de contactos, y cada cual se alegra con la pequeña luz que lanza a la oscuridad de un cuerpo ajeno. Se anun¬cian habilidosos carpinteros de la vida, que piden permi¬so para poner sus pequeños estantes en los oscuros ni¬chos ajenos. ¡En reali-dad, uno no debería cansarse de sí mismo! El director lee los anuncios, y encarga para su mujer, en el comercio especializado, una hamaca en la que ella se pueda tender, de nylon rojo, con silenciosos agujeros a través de los cuales las estrellas brillan.
Al ma¬rido no le basta con una sola mujer, pero la enfermedad ame-nazante le frena a la hora de sacar su aguijón y libar la miel. Un día se olvidará de que su sexo puede arras¬trarlo, y exigirá su parte de la cose-cha: ¡Queremos di¬versión! ¡Queremos bifurcarnos en nosotros mismos! Complicados, los anuncios yacen en sus colchones y des¬criben las sen-das que recorren. Ojalá que sus hornos no se apaguen, no se extingan por sí solos y tengan que vi¬vir decepciones. Al director no le basta con su mujer, pero ahora él, un hombre público, se ve constreñido a este utilitario. Intenta lo mejor: vivir y ser amado. Los hi¬jos de los utilizados también trabajan en la fábrica de pa¬pel (los atrae el material aún sin elaborar, aquello de lo que los libros están hechos); tiene una forma fea. Las si¬renas les tienen que cantar para insuflarles vida. Pero al mismo tiempo son expulsados de la vida y caen como ca¬taratas, super-fluos, desde la cumbre de sus ahorros.
El impuesto ya se les ha cobrado, y sus mujeres les impo¬nen, en su lugar, el rumbo al puerto seguro, que tanto es¬fuerzo se tomaron los hombres en evitar y en minar. Son una vendimia de flacos sarmientos, y rápidamente se hace una selección. En sus colchones, los atrapa un ansia mortal, y sus mujeres son malogradas por su mano (o han de ser mantenidas por la seguridad social). No son personas privadas, porque no tienen una casa hermosa; solamente son lo que se ve de ellos, y lo que a veces se oye del coro. Nada bueno. Pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo, y sin embargo no revuelven el agua en la piscina en la que la mujer del director se adapta a su traje de baño, muy arriba en la escala de la Naturaleza, inconmensurablemente alto y lejos de noso-tros, los con¬sumidores normales.

El agua es azul, y jamás se calma. Pero el hombre vuelve a casa de su labor diaria. El gusto no es cosa de todo el mundo. El niño tiene cla-se esta tarde. El director lo ha pasado todo a ordenador, escribe él mismo los pro¬gramas como hobby. No le gusta la Naturaleza, el silen¬cioso bosque no le dice nada en absoluto. La mujer abre la puerta, y él advierte que nada es demasiado grande para su poder, pero tampoco nada puede ser demasiado pequeño, de lo contrario es muy fácil de abrir. Su deseo es sincero, se adapta a él como el violín a la barbilla de su hijo. Los amores se encuentran muchas veces en casa, porque todo les sale del corazón y se anuncia a plena luz del día. Ahora, el hombre querría estar a solas con su di¬vina mujer. La gente pobre tiene que pa-gar antes de po¬der tumbarse a la orilla.

Ahora, la mujer no tiene tiempo ni de cerrar los ojos. El director no asiente cuando ella quiere ir a la cocina y preparar algo. La toma, deci-dido, por el brazo. Antes quiere llamarla a sus obligaciones, para eso ha cancelado dos entrevistas. La mujer abre la boca para disuadirle. Piensa en su fuerza y vuelve a cerrar la boca. Este hom¬bre tocaría su melodía hasta en el seno de las rocas, ten¬saría resonante el violín y el miembro. Una y otra vez suena esta canción, este ruido atronador, tan sorpren¬dentemente terrible, acompañado de miradas de disgus¬to. La mujer no tiene el coraje de negarse, vaga indefen¬sa. El hombre siempre está dis-puesto y satisfecho de sí mismo. Un día de diversión se lo toman los pobres y los ricos, pero por desgracia los pobres no se lo dan a los ri¬cos. La mujer ríe nerviosa cuando el hombre, todavía con el abrigo puesto, se desabrocha con intención. No se de¬sabrocha para dejar su rabo en suspenso. La mujer ríe fuerte, y se tapa la boca con la mano, azorada. La amena¬za con golpes. En ella resuena el eco de la música del to¬cadiscos, donde sus sentimientos y los de otros giran en la forma de Johann Sebastian Bach, adecuadísimo para el goce humano. El hombre se destaca entre sus espinas de pelo y de ardor. Así se agigan-tan los hombres y sus obras, que pronto vuelven a caer tras ellos.
Más seguros están los árboles del bosque. El director habla tranqui-lamente de su coño y de cómo se lo piensa abrir. Está como borra¬cho. Sus palabras titubean. Con la mano izquierda, sujeta por la cintura a la mujer y le saca, por decirlo suavemen¬te, la bata de casa por la cabeza. Ella se agita ante el peso pesado. Él maldice en voz alta sus panties, que hace ya mucho tiempo que le ha prohibido. Las medias son más femeninas y aprovechan mejor los agujeros, cuando no crean otros nuevos. Enseguida piensa apurar a fondo a la mujer por lo menos dos veces, anuncia.
Las mujeres, ali¬mentadas con esperanzas, viven del recuerdo, los hom¬bres, en cambio, del instante, que les pertenece y, cuidado con mimo, se puede descomponer en un montoncillo de tiempo que tam-bién les pertenece. De noche tienen que dormir, ya que no pueden re-postar. Son puro fuego, y se calientan (ellos mismos) en pequeños re-cipientes. Es sor¬prendente, esta mujer toma píldoras en secreto; el nunca apaciguado corazón del hombre no permitiría que de su tanque siempre lleno no se pudiera servir vida.

Al lado de la mujer, los montones de ropa caen como animales muer-tos. El hombre, siempre con el abrigo puesto, está con su fuerte miem-bro entre las arrugas de su ropa, como si cayera luz sobre una roca. Panties y bra¬gas forman un anillo húmedo en torno a las zapatillas de la mujer, de las que sobresale. La felicidad parece debili¬tar a la mujer, no puede comprenderlo. El pesado cráneo del director escarba mordiendo en su vello púbico, dispuestísima está su eminencia a exigir algo de ella. Alza la cabeza, y en su lugar aprieta la de ella contra su cuello de botella, que ha de probar. Sus piernas están atrapadas, ella misma es manoseada. Él le abre el cráneo sobre su rabo, se hunde en ella y, de propina, le pellizca fuerte el trasero. Echa su frente para atrás, con tal fuerza que la nuca le cruje desairada, y sorbe los labios de su vagina, todo a un tiempo, para poder ver con sus ojos la vida so¬bre ella.
La fruta aún tiene que madurar. Esto es lo que pasa cuando se amon-tonan muchas costumbres huma¬nas, para poder coger de las copas al-go que entonces a uno no le gusta. Todo está limitado por prohibicio-nes, las precursoras de los deseos. Tampoco en una pequeña coli¬na crece mucho, y nuestros límites no están más allá de lo que podemos comprender, y no comprendemos mucho, con nuestros pequeños y en-durecidos vasos sanguíneos.

El hombre sigue adelante completamente solo. Pero hace mucho que a la mujer no le sienta bien perseverar en la postura que ocupa a su la-do, en casa. Se agita, tiene que abrir las piernas un poco; con descuido, sus dientes le raspan el vientre. El hombre vive en su propio infier¬no, pero a veces tiene que salir y hacer una excursión por la pradera. La mujer se defiende, pero sin duda sólo en apariencia, aún puede recibir más bofetadas si quiere ne¬gar el espíritu del hombre, que se quiere iluminar. Se ha bebido bastante. El director casi se vacía en su caro en¬torno, en cuya penumbra se desgañita contra la dieta que la mujer co-cina para él. Ella no quiere alojarlo. Él se sien¬te tan grande como el que más. Descargarse un poco entre las lámparas de pie lo aliviaría, pero tiene que llevar la carga de muchos, que se limitan a crecer tontamente junto a la orilla, como la hierba, y no piensan en el maña¬na porque tie-nen que levantarse.
Ahora, des¬pués de alzarla de sus zapatillas, tiende a su mujer sobre la mesa del salón. Cualquiera puede asomarse y envidiar cuánta her-mosura guardan oculta los ricos. Es exprimida contra la mesa, sus pe-chos se separan como grandes y cá¬lidas plastas de estiércol. El hombre levanta la pierna en su propio jardín, entonces sale y la levanta en cada una de las otras esquinas. No perdona los terrenos más oscu¬ros. Es tan normal como Eros, que nunca quiso atizar el fuego de ambos, de las fi-nas ramitas que, nacidas pero no seguras, quieren transformarse a toda costa. No, el direc¬tor responderá a los anuncios, para cambiar su Ford Imperium por un modelo más nuevo y más potente. Si no fuera por el miedo a la última plaga, el taller del hombre nunca más guardaría si-lencio. Y también en el domicilio los anuncios están pegados en la piza-rra: Placer, el men¬sajero blanco; poderosas olas recorren el tiempo, y pode¬rosamente quieren los hombres algo para siempre. Pre¬fieren lo que les es lejano, pero también usan lo que tienen cerca. La mujer quiere huir, escapar a esa apestosa cadena en la que el tronco languidece ante su choza. La mujer ha sido sustraída a la nada, y es marcada de nuevo día a día con el matasellos del hombre. Está perdida. El hombre vuelca sobre él las palas excavadoras de las pier¬nas de ella. De la mesa caen varios objetos que pertene¬cen al niño, y chocan suavemente con la al-fombra.
El hombre es de los que todavía saben apreciar la música clásica. Con un brazo, se tiende hacia delante y pone en marcha una cadena este-reofónica. Resuena, la mujer se deja hacer, y vivan los mortales del sueldo y el trabajo, pero, ¿no es cierto?, la música forma parte de esto. El di¬rector sujeta a la mujer con su peso. Para sujetar a los trabajado-res, que gustan de cambiar del trabajo al descanso, basta con su firma, no tiene que poner su cuerpo encima. Y su aguijón nunca duerme sobre sus testículos. Pero en su pecho duermen los amigos con los que anta-ño iba al burdel. A la mujer se le promete un vestido nuevo mien¬tras el hombre se quita el abrigo y la chaqueta. Lucha con el alcohol, la corba-ta se le ha convertido en soga. ¡Llega¬dos a este punto, quisiera vestirlo de nuevo con palabras!
Antes, la cadena de música ha sido puesta en marcha con un golpe bajo, ahora la música del plato cobra ímpetu, y mueve al director algo más rápido. Mangas de sonido saltan hacia adelante para intervenir, ¡un director tiene que sacar su rabo al mundo! Su placer debe perdurar hasta que se vea el suelo y los pobres, a los que se ha va¬ciado de amor, sean descarrilados y tengan que ir a la ofi¬cina de empleo. Todo debe ser eterno y además poder ser repetido con frecuencia, dicen los hombres, y tiran de las riendas que un día su mamá sujetó con cariño. Sí, eso está bien. Y ahora este hombre entra y sale de su mujer, como engrasado. En este terreno la naturaleza no puede haberse equivocado, porque nunca quisimos otra cosa. Se encuentran en un territorio carnal, y los campesinos de media jornada, que lloran fácilmente si no se les con¬trata, se encolerizan si sus mujeres acarician suavemente a las sor-prendidas reses de matadero. Los caballeros gus¬tan de hacer amistad con la Muerte, pero la diversión debe continuar. E incluso a los más po-bres se les concede con gusto el placer de las hembras pobres, dentro de las que pueden volverse grandes diariamente, a partir de las 22:00 horas. Pero para este director el tiempo no cuen¬ta, porque él mismo lo produce en su fábrica, y los relojes son estoqueados hasta que gritan.

Muerde a la mujer en el pecho, lo que hace que las manos de ella se disparen hacia delante. Eso despierta aún más cosas en él, la golpea en el cogote y sujeta con fuerza sus manos, sus viejas enemigas. Tampoco ama a sus siervos. Embute su sexo en la mujer. La música grita, los cuerpos avanzan. La señora directora se sale un tanto de sus casillas, por eso la bombilla tiene tantas dificulta¬des para encenderse. Un perro dormido es el hombre, al que no se hubiera debido despertar para traerlo a casa, sacándolo del círculo de sus socios. Lleva el arma bajo el cinturón. Ahora, se ha disparado algo así como un tiro. La apuesta de-portiva se ha perdido. La mujer es besada. Escupiendo, se le gotean ca-riños al oído, hace mucho que esta flor no florecía, ¿no quiere usted darle las gracias?
Antes, él todavía se ha removido dentro de ella, pronto sus dedos sa-carán un buen sonido al violín. ¿Por qué la mujer vuelve la cabeza? ¡Todos tenemos sitio en la Natu¬raleza! Hasta el miembro más pequeño, aunque no esté muy cotizado. Este hombre se ha vaciado dentro de la mujer, ¡un día se sublevará envuelto en oro, para realizar acciones aún más tumultuosas en la piscina!
Encorvado en posición reglamentaria de salto, el director sale de la mujer, dejando sus derechos. Porque pronto la trampa de las labores domésticas volverá a atraparla, y la devolve¬rá allá de donde vino. Falta mucho para que se ponga el sol. El hombre se ha vertido jovialmente, y mientras el fango sale de su boca y de sus genitales, va a limpiarse los restos del pastel gozado.

La comunidad se mira en todo en ella, no cuentan con muchas chicas deportivas. La mujer se mece en sus preo¬cupaciones, Hermann cae so-bre ella en el silencio de la noche. Y también su hijo domina a los otros niños con mayor perfección que a su violín. El padre fabrica lo mí¬nimo, que cae bajo la llama de su pasión: papel. Sólo ras¬tros de ceniza que-dan donde el ojo se detiene sobre las obras de los hombres. La mujer aparta la vista de la mesa que ha puesto, abre un bolsillo hecho en un costado de su vestido y echa en él los restos de comida, en eso sigue siendo fiel a sí misma. Hoy la familia, totalmente en pri¬vado, bebe sus propios recuerdos en el proyector. La co¬mida llega tarde a la mesa, jun-to con el niño, que se pone furioso. No se guía por nada de lo que se le dice, hace y deshace a su aire. Hace meses que viene prometiendo me-jorar al violín, pero el padre disfruta más de los pes¬cozones que propina a esa joven naturaleza amiga. En general, también este país hace esos gastos inútiles, ya que se alimenta del arte, pero no todos sus ciudada-nos y creyentes, de los que de ninguno merece que se diga: especial-mente valioso.

La lengua de la mujer es un vestido que todo lo tapa. Se cierra cru-jiente sobre el hojaldre salado, que en la tele¬visión parece mucho más grande que en nuestras bocas, donde rápidamente se hace invisible. Aun así, lo lanza¬mos a los canales de desagüe de nuestros vientres cre¬pusculares. El padre se inclina sobre su hijo, delicado como un chorizo. Claro que va a tener una bicicleta BMX. El hijo del director disfruta de la envidia de los niños del pueblo como de una tiesa pizca de poder. Ense-guida sale al aire libre, a destrozar algo. Pero el padre le exige a cam-bio, amenazador, que hoy acerque su cabeza al vio¬lín, para hacerlo so-nar de tal modo que se pueda emplear para engrasar los sentimientos en otra parte.
El padre gusta de exhibir su querida loncha de nacimiento en el ins-trumento. ¡Y cómo maneja él, el padre, el instrumento de su hijo, como si fuera ropa sucia! El niño debe mante¬ner blanda su muñeca mercantil, y tocar con el arco, de la más delicada construcción, en los prados de los artistas eternos, que han de ser animados por sones populares y conocidos. Después resuena Mozart, horrendo y mella¬do, si tiene usted suerte y se le ha encadenado a tiempo por los tobillos, para que no pueda ir a pacer a otra pra¬dera.

Los bancos compiten, con bolsas en la correa, por los más pequeños de entre los pequeños. Incluso esta chus¬ma, servidumbre de sus pa-dres, tiene la necesidad de un estado de cuenta. En unos cuantos años, el dinero habrá adquirido una hermosa figura, un coche de morirse o un piso para estar muerto. Suponiendo que usted como el hijo del director tenga menos de catorce y siga soltero y vivo, aún niño, pero ya despa-chado como cliente de la vida. Para esos futuros consumidores del gre-mio, todavía se harán largas las horas en las que deseen valer más. Quizá algunos de nosotros nos convirtamos en cajeros, porque ¿para qué están aquí los bancos, al fin y al cabo? No para nuestros mayores, que habrán sido los encarga¬dos de los negocios. El niño sale corriendo al frío helador, apenas recién hecho. Sencillamente, tiene que enfriarse en sanas caídas, y escuchar a su pueblo cuando grita, para poder darle ocasión de gritar más.

El hombre viene de afeitarse por segunda vez, a lle¬var a la mujer en sus olas como a un barquito. Sus mon¬tañas y valles, con su ramaje, son sin duda ricos bocetos, pero les falta el último pulimento, el de la degradación. Alzado por el viento, el hombre crea a la mujer, le traza la raya y le abre las piernas como huesos marchitos. Ve las fallas tectóni-cas de Dios en sus muslos, no le importan nada, escala sus montañas domésticas por un sendero seguro y familiar, conoce cada paso que da. No se cae, aquí está en su casa. Poder por fin estirar las piernas de¬bajo de la mesa, quién no lo querría.
La propiedad no obliga al propietario a nada, a los competidores a la envi¬dia. Hace ya años que esta mujer ha escrito su marcha atrás en el libro de la vida, qué espera aún. Él mete la mano bajo su falda, entra por las paredes de su ropa inte¬rior. Quiere (la familia está en casa, una entre otras) entrar a la fuerza en su mujer para sentir sus propios lími-tes. Pisaría la orilla, creo que pronto, si a él, el descontrolado, no le di-era vértigo su propia senda. En general, no po¬dríamos hacernos con los hombres si no los encerrára¬mos a veces dentro de nosotras, hasta que los rodeamos pequeños y tranquilos. Ahora la mujer saca la lengua in¬voluntariamente, porque el director ha pulsado un mús¬culo de su man-díbula con cuya ayuda se puede sacar el veneno a una serpiente, no hay más que verlo. El hombre la conduce al baño, le habla tranquiliza-dor y la dobla so¬bre el borde de la bañera. Hurga en sus matorrales, para poder entrar de una vez y no tener que esperar a la no¬che. Separa su espesura, su ramaje. Los fragmentos del vestido le son arrancados. Cae pelo en el desagüe. Se le golpea fuerte en las posaderas, la tensión de ese portal ha de ceder de una vez, para que la masa pueda precipi-tar¬se, bramando y patinando, sobre el buffet, esa hermosa alianza de consumidores y consorcios de alimentación. Aquí estamos, y se nos ne-cesita para el servicio. A la mu¬jer se le tiende un órgano del mismo ti-po, del mismo va¬lor o similar. ¡El hombre le abre súbitamente el culo! No necesita más, a excepción de su magnífico salario men¬sual. Su es-queleto se estremece, y derrama todo su con¬tenido, mucho más de lo que podría ganar en dinero, en la mujer; cómo podría no sentirse con-movida por ese rayo. Sí, ahora contiene al hombre entero, hasta donde puede llevarlo, y lo recibirá mientras él halle gusto en su interior y en su papel pintado. Él echa a la bañera su par¬te delantera, y abre el cuar-to de atrás, como gerente de este local y de similares locales. Ningún otro invitado aparte de él puede meter tanto aire fresco. Allí crece el merulio, se le oye absorber agua y producir desperdicios. Nadie más que el director puede obligar a la mujer a estar bajo su lluvia y su go-teo. Pronto se habrá aliviado gri¬tando, este gigantesco caballo, que arrastra su carreta ha¬cia la mierda con los ojos bizcos y espumarajos en el bo¬cado. El coche de la mujer no debe servir para recorrer sus propios caminos, él ha marcado ya un rastro con sus pro¬yectiles, que bramando han abierto trochas en el bosque.

La mujer tantea torpemente hacia atrás con el tacón de la zapatilla, intentando alcanzar el monstruo de su marido. Ha oído sus poderes gol-pear como una cosecha¬dora contra el borde de la bañera. El intento le pone fu¬rioso. Pronto se le van a pegar restos de suciedad, vaya vida. Qué malicioso es el sexo débil, que encima se es¬fuerza en ser hermoso. El hombre decide exigir a la mu¬jer la observancia del contrato conyugal. Le tapa la boca con la mano, y es mordido con un dos por ciento de la fuerza de sus mandíbulas, así que se ve obligado a reti¬rarla. Él cubre a la mujer con la oscuridad de la noche, pero le enchufa su conexión eléc-trica en el trasero, para iluminación de ella y satisfacción propia. Ella in-tenta sa¬cudírselo, pero pronto se queda paralizada, tiene que permane-cer quieta, los ojos cerrados. No le gusta lo sal¬vaje, él mismo lo es. Al-rededor un vacío bostezante en la casa, hasta los matorrales de pelo de los vientres de ella y de él, como signo: aquí se sirve. Aquí hay vino del tiem¬po todos los días. Pero no todos somos de ayer. Desma¬ñadamente, en la oreja caliente de la mujer se deja caer que el poder del hombre todo lo puede, y no precisa de argucias ni de armas. Ella sólo tiene que abrir la puerta, porque aquí vive él, y a duras penas puede retener su se¬milla con cortinas y pretextos. Sonriente, el Creador saca de los hombres su producto, para que pueda acostum¬brarse a correr por entre nosotros. El hombre divide la creación con su poderoso ritmo, y tam-bién el tiempo pasa a su propio ritmo. Él destruye azulejos y cristales en este sombrío espacio, que se alegra con su ajetreo y con su clara luz. Sólo dentro de la mujer está oscuro. Él entra en su culo y golpea por delante su rostro contra el borde de la bañera. Ella grita otra vez. Él se yergue en su pe¬queña cabina de piloto, para quedarse. Quizá él mismo ya se ha tranquilizado, pero su miembro salta a voluntad de pe-ña en peña. Alguien así se lanza a la mierda como otros lo hacen de la playa al mar, conecta su superaspiradora y no para hasta haber vaciado completamente su saco de polvo.


2

Después, ella llama al hijo. Y eso que está ya previamen¬te saturada de la amada imagen del niño, el único refugio contra los ataques del hombre, que la sujeta más fuerte que el visitante a la bebida que ha elegido. Él no necesita refugio para su sexo, y su corriente toma el ca-mino más corto.
El niño sabe mucho de todo eso, contempla son¬riente los agujeros de las cerraduras, que exploran los placeres de la casa. Mira el cuerpo de la madre, con astu¬cia y descaro, en cuanto ésta llega del mundo exte-rior, que en los tebeos llaman maravilloso mundo. ¿Provoca la madre esa sonrisa que navega en el rostro como una canoa, o la tiene graba-da? El niño no perdona nada de su madre cuando se mete bajo su blan-ca campana de hu¬mos, en el nido que el padre ha construido. Ambos están hechos para oteadores de carne, que se asoman por enci¬ma de la cerca, se azuzan entre ellos, tan sin control como el popurrí de nubes en el cielo purpúreo que los cubre. No sabemos por qué, pero el niño tiene una boca ham¬brienta que llenar de palabras sucias, en las que aparecen su madre y sus a menudo ensangrentadas bragas. El niño lo sabe todo. Tiene la piel blanca, y el rostro tostado por el sol. Por la no-che tiene que estar bañado, y haber re¬zado y trabajado. Y pegarse a la mujer, recrearse en ella, morderla en los pezones como castigo porque antes el padre ha podido ampliar sus túneles y tubos. ¡Oiga us¬ted! ¡Ahora hasta el lenguaje quiere echarse a hablar!

Lo maravilloso del viaje es que se encuentra uno un lugar ajeno y vuelve a huir espantado de él. Pero cuando hay que permanecer juntos, como reproducciones en cuatro colores y mala calidad de la naturaleza, formando parte unos de otros: una familia, entonces sólo encontra¬rá usted al Papa, la cocina y el Partido Popular austriaco dispuestos a hon-rar esta obra y a hacerle una rebaja en todos sus pecados. La familia, ese buitre, se considera a sí misma un animal doméstico. El niño nunca escucha. Se sienta sobre su secreto material de juegos, formado en parte por fotos guarras, y en parte por el modelo de esas fotos. El hijo mira su rabito, que con bastante frecuencia es incapaz de autocargarse. Mezquino, el niño se instala en cuclillas sobre su secreta colección pri-vada, casi hu¬mano en su parlanchína codicia, el Papa tiene bibliotecas enteras de eso. Se come; aún en sus insensibles fauces, el hombre en-cuentra digna de elogio la comida que su mu¬jer ha preparado. ¡Hoy ha cocinado ella misma! Lo que ocurre en el plato llega a su domicilio, a su dirección muy abajo en el vientre, donde es lanzado como una joven águila al torbellino de los vientos. De eso se encarga la mujer y se en-cargan las mujeres. El hombre pregunta a la mujer, con su muda mira-da, si no sería ahora el mo¬mento de limpiar al máximo sus bisagras. Pero el niño, podría ser claramente audible si el padre entrara ahora en el bostezante vacío de su esposa, se lo dice para que pien¬se en ello, esperando así escapar. Pero es perseguida, si¬guiendo el juego del hom-bre. Se agarra fuerte a la puerta del dormitorio, pero los límites están en el baño, una puerta más allá, y hoy ya han sido atravesados una vez.
Todo sucede en completo silencio. Excepcionalmente, el hombre ha venido a casa a comer. Expectante, el hombre recibe de las praderas del exterior su alimenta¬ción animal, pero no reconoce en la fuente a sus amigos de cuatro patas. Al fin la mujer tiene que quitarse la ropa, ahora tenemos más tiempo. El niño ha sido cebado, tiene que estar tranquilo, sentado en el colegio. Pero con ello la mujer ha quedado neutralizada, tiene que caer en la ola, la espuma babeante del hombre. Él se ve a sí mismo como un hermoso salvaje, que va a comprar a su mujer al ban-co de carne. La familia, tan pequeña como el bar de una estación, com-pletamente sola, un hombrecito en una pata y en la segunda la mujer, aunque nunca se pueda confiar en ella.
Los derechos del hombre a territorios pro¬pios, cuyos celestiales sen-deros sólo él puede recorrer, ya han sido notificados a la protección civil de las mujeres austriacas. Él mismo se lanza a jugar en los hermosos senderos, pero la montaña lo devuelve puntualmente a las siete de la tarde a su nido de ramitas, que él mismo ha confeccionado. Su mujer le espera, a ver cómo burla son¬riente a la Naturaleza. Él tiene que atra-parla como a lazo. Forma con ella un grupo vitalicio. Un espacio, dimi-nuto y liso como la memoria, le contiene sin embargo como un todo. La mujer no muere, surge precisamente del sexo del hombre, que ya ha reproducido íntegramente su ab¬domen en laboratorio. ¡Cómo gusta el hombre de salir de su nevera en forma de cuerpo, y descongelarse lo más rá¬pido posible!

Mientras sus padres –el padre entusiasmado como una llama, la ma-dre sólo el hálito que empaña el cristal– caen el uno sobre la otra, el niño golpetea aburrido con la tapilla del buzón. El autobús escolar se atasca a veces en la copiosa nieve de este invierno. Los niños tienen hambre, podrían estar cómodamente en casa. Tienen que capi¬tular ante esta torpe pradera de naturaleza (¡qué milagro que esta Naturaleza cruelmente golpeada siga osando plantearnos exigencias!), son llevados a un alojamiento provisional y leen un tebeo de Mickey Mouse y otro que su padre no tenga a mano. Se les darán salchichitas en el saco de dormir y se sentirán perdidos. Hasta los coches se atascan a veces con este tiempo. Pero nosotros estare¬mos calientes y seguros a la hora de la transustanciación, ya que por fin estamos dispuestos a dejarnos de¬cepcionar por nuestra pareja. ¡Y cuan a gusto! Hasta que los libros de memorias vengan a asesorarnos sobre lo inhabitable, lo importante es no quedarse solos y tran¬quilos.

El padre se lanza sobre la hucha de la madre, donde se representan sus secretos para mantenerlos ocultos a él. De una hora a la otra, ya sea noche señalada, ya día im¬portante, él es el único que ingresa, se sale de sus casillas. Su sexo ya casi le resulta demasiado pesado para levan¬tarlo. Ahora la mujer debe contribuir un poco. Ya por la mañana, en el duermevela, él palpa en el surco de sus nalgas, ella duerme aún, él coge por detrás su suave coli¬na, luz, donde estás, mi corazón ya está despierto. El par¬tido de tenis puede esperar en su club, lugar aséptico. Primero, obedientes como niños, dos dedos entran en la mujer, des-pués va el compacto paquete de combustible. La caja de los medios, de las melodías, que almacena nuestros deseos en la memoria del Altísi-mo, sale al éter con música. ¡Todo va a consumarse como nos corres-pon¬de, respira hondo! Conocemos bien lo mejor, lo tenemos en casa, en el aparador. El hombre agarra con la mano su tranquilo paquete y llama con él a las sorprendidas puer¬tas traseras de su esposa. Ésta oye venir el coche de sus riñones ya desde lejos. Empieza a no albergar ningún sentimiento dentro de sí, ¡pero tenemos un maletero! El pesado montón de genitales penetra, no hay que preocu¬parse por los olores. Los colchones, convincentemente cubiertos, no se libran. Como ciega, la mujer recauda protección del escupiente expendedor del hombre, que ordeña sus pechos. Quedémonos en casa, los árboles han lanzado la hojarasca desde las montañas. Este hombre siempre verde no tiene que protegerse con esta mujer, está amablemente recogido, sin nubes negras en el cielo. Qué a gusto habita la propiedad entre nosotros. No puede asen¬tarse en mejor sitio que bajo nuestras partes sexuales, que gimen como las rocas sobre la corriente. Para eso esta mu¬jer recibe ca-da mes en efectivo la vida para su horno coti¬diano, golpeando sobre la mesa. Mañana nuevamente abrirá al niño la puerta de la escuela hacia la vida, también esa canción de la vida la ha comprado el marido, y asa su pesada salchicha en hojaldre de pelo y piel en su horno. Pero el au-tobús escolar permanece atascado.

La mujer dice que el niño también tiene que comer. Su marido no es-cucha, hojea fugazmente su diccionario de bolsillo. La casa le pertene-ce, su palabra ya ha llegado allí y es considerada. Separa el sexo de su mujer, para ver si también allí se ha escrito algo legible. Penetra con la len¬gua, un día volvió a casa con ese arte como llovido del cielo. Un dios se regocija. Y pronto volverá a estar en la oficina y a bromear con su secretaria. ¡Tiene que exhibir¬se a sí mismo! Ensaya posiciones siempre nuevas, en las que, con pasos poderosos, lanza su carreta a las serenas aguas de su esposa y comienza a bracear como un pose¬so. No necesita aletas, nunca se pondría un trozo de plás¬tico así sobre su cabecita roja sólo para seguir estando sano. Su mujer lleva mucho más tiempo sana. Se dobla sobre él, grita cuando de su bien equipada bellota brota toda una manada de inquietas semillas. Qué pasa. Tan fuerte sólo puede crujir con el hielo alguien que no tiene por qué preocuparse por su posi-ción en la vida.

Este hombre que ahora mantiene tensa su mascota en la pinza de sus muslos, para morderla en las mejillas y poder pellizcarle los pezones, ha diseñado al fin un pro¬grama propio para reducir la actividad a su nú-cleo. ¡Sí, ha visto usted bien! Verá todavía más cuando por la ma¬ñana la puerta despierte y las dobladas espaldas del bri¬llante rebaño (¡lo bas-tante bebidas!), apenas vean el sol, desaparezcan nuevamente en la oscuridad para colgar a secar su destino, sí, y a veces uno de ellos pe-netra en la goteante envoltura. Quién se apiadará de nosotros. Me¬jor cosechar un exceso de sobrante para el consorcio que dejar que los su-perfluos, fieles por lo menos a sus pobres nombres, puedan ganarse al-go para su jardín y su casa. Ganancia para la «multi» extranjera a la que pertenece la fábrica, para que se despierte bramando de su dueño, nos envuelva a todos en papel y pueda devorarnos. El niño tiene su ta-ller, en el que se alberga y es desbastado. En Navidad ha tocado un magnífico solo, ante el Belén con el niño, adorable como él mismo. Este año la nieve ha llegado pronto, y durará mucho, lo siento.
Más adelante viene a la casa una vecina de la mujer, indeseada e in-exorable. Derrama reproches, permanente debilidad de este sexo fe-menino, que no ha hecho más que despertar y, subiendo la escalera, sólo sabe estallar en quejas. La vecina es molesta como un insecto. Alum¬bra a la gente de la pradera con su luz y sus preocupacio¬nes, que deja a la clemencia de la directora, y alaba tam¬bién al hijo de Dios, que creó del barro a los hombres de esta comarca y ha transformado sus árboles en papel, para buscar ante Él clemencia para su hija, que pron-to terminará los estudios en la escuela de comercio. Su marido ya no se le acerca, se acerca a una camarera de vein¬te años del restaurante de la estación. Pero la mujer del director ya no tiene palabras para su invi-tada, tales re¬frescos han huido de ella. Fácilmente la rodea la riqueza de sus muebles y cuadros: no descansan hasta pertenecerle.

El hombre es en el fondo grande y tolerable, un ciu¬dadano que canta y toca música. Le compra a su mujer ropa interior excitante por catálo-go, para que su cuerpo pueda presentarse al trabajo cada día como es debido. Ha elegido prendas osadas para que ella trate de pare¬cerse a las modelos de las fotos. La ropa se malgasta con ella. La olvida en el cajón, y calla. No hay puntillas rojas que perturben su amplio silencio, pero, si se para a pen¬sarlo, precisamente así es como a él le gusta: que su gen¬te se olvide por completo de sí misma cuando él ha ten¬dido sus lazos de amor. Se consumen tranquilos, como el tiempo, en su casa, y le esperan. El niño, que, hambrien¬to, es rodeado de deporte. La mujer, que, sedienta, es comparada con fotos y películas. Familias sin apéndi-ces y sin apego podrían seguir viaje en autocaraván con los aparatos en el maletero, los látigos, las fustas, los grilletes y los pañales de goma para estos bebés grandes, cuyos sexos aún lloran, berrean y suspiran porque un sexo más grande los apacigüe al fin.
Algún día, también sus muje¬res darán finalmente paz y leche. Los hombres incluso se administran, dulces, rápidas inyecciones para poder aguantar más en las palmoteantes huchas que sus muje¬res les tienden suplicantes. Para rehacerse y poder recos¬tar enseguida a sus compañe-ras. Las mujeres se inclinan sobre el hojaldre en su envoltorio, ríen, y pronto los ca¬balleros se arrojan a las esquinas de los sofás, donde, hundiéndose, abren los vientres, sacan sus rabos a la luz y, lo más rá-pido posible, los por ellos conjurados vuelven a escapar. ¡Cómo ansían los hombres que sus disparos vayan a la lejanía, lo irreprimible, lo ameno! Las mujeres, marcadas por trazos marrones por la estancia en ellas de sus hijos, tienen que servirse a sí mismas, desnudas como en el parto de sus bebés. Los pesados vasos de vino se tambalean sobre las bandejas, y sus señores celestiales los cogen por detrás, por delan-te, por todas partes, los dedos van arriba y abajo, las bocas chupan en-tre los mus¬los y rompen su juguete más querido, sí, ahora descan¬san con todas sus fuerzas, los amantes y los muchos caballos rugientes que los han cohabitado. La obra de al¬gunos peluqueros ha quedado destrui-da, se han creado nuevos desechos para las mujeres de la limpieza, y des¬pués vuelven a marcharse todos, tan desenvueltos en sus coches como en los brazos amantes de sus mujeres. ¿Quién va a avergonzarse por sentarse en el coche? Lo único que aquí no se puede comer es cho-colate. A menu¬do esas manchas, lo único que queda de lo que nos pa-re¬ce lo mejor, ya no salen.

El hombre ya nunca podría desaparecer de pronto, tanto se detiene aquí, en su hermosa casa, que por la no¬che se viste con la oscuridad de los bosques y la arrogan¬cia de sus habitantes. ¡Y le sienta realmente bien! Com¬padecer a la mujer sería un despilfarro. Los poros de su hijo son aún tan pequeños. La mujer vacila bajo la carga de su pesado des-tino. Si se conduce con inteligencia, aún se le puede levantar el arresto, pero no puede negar el descanso a su marido. La comida rápida podría empezar a hervir dentro de él. Nada más llegar, su bragueta pare¬ce humedecerse. La mayoría de las veces el final de los viajes de trabajo es un festejo, tiembla lo escondido, sus secreciones quieren salir al aire libre. La vida consiste en su mayor parte en que nada quiere permane-cer allá don¬de está. ¡Así que, desea el cambio! De esta forma surge la inquietud, y la gente se visita mutuamente, pero siempre tiene que cargar consigo misma. Bien dispuestos sirvien¬tes, esperan sus salchi-chas de sexo y dan con los cubier¬tos en la mesa para que se les sirva más rápido un aguje¬ro en el que poder escurrirse, sólo para volver a emerger, más codiciosos aún, y solicitar hospitalidad a nuevas personas no necesitadas de ellos. Ni siquiera las secreta¬rias quieren admitir que se sienten avergonzadas por las manos puestas a sus blusas. Ríen. Existen aquí demasia¬das como para que a todas se les pueda dar sufi-ciente co¬mida indecente.

El hombre aparece, temprano, como la verdad desnu¬da, y derriba a la mujer. Le da un golpe en las posaderas, según viene desde lejos. Los tubos entrechocan ya en la borda del cuarto de baño, el revestimiento del desagüe tiembla. Los tarros se mecen, brillando a lo lejos. Se oye el silencio, que en la fusta del hombre ha durado toda la noche. Entonces habla, y no hay nada que pueda disua¬dirle. A ras de tierra está la mu-jer, cansada de un largo ca¬mino a través de la noche, y su ojal va a ser ampliado ahora. Hace tiempo que se ha convertido en algo tan ín¬timo como una laminadora, porque incluso delante de los socios se fanfarro-nea con ella a lo largo y a lo ancho, las sucias salvas verbales del direc-tor se proyectan hacia lo alto en breves y rotundas ascensiones a pulso. Y los subordinados callan, desconcertados. El director se con¬trola, ya nos veremos. El director hurga en el bolsillo de ese cuerpo que le per-tenece, los amantes están juntos, no falta nada.
Este hombre es amigo de soltar la lengua, y siempre suelta a la mu-jer. Por eso le es imposible conte¬nerse más tiempo, a este silencioso abrelatas, como la planta, que busca desvalida la luz tan pronto se apaga. El niño toca ya muy bien y disciplinadamente. ¡Cómo toca¬rá el violín este niño cuando, siguiendo el modelo de papá en el pasaporte, se haya convertido en padre y es¬poso! El niño ya no se acuerda de la larga y molesta lac¬tancia, pero todas sus exigencias siguen siendo sa-tisfe¬chas como entonces. Tanto tiempo se ha volcado la mujer en su hijo, y ¿qué se desprende de ello? Que hay que tener resistencia, el cie-lo se muestra en la figura de una colina, para subir a la cual hay que pagar un buen precio.

No, esta mujer no se equivoca, hace mucho que ha perdido a este ni-ño, hasta que madure, y entonces se ha¬brá ido. Y el padre la arrastra con violencia a la luz, tiene que abrirse para el tren expreso que se oye pitar. Todos los días lo mismo, cuando hasta los paisajes cambian, aun-que sólo sea por aburrimiento, debido a las estacio¬nes. La mujer se queda quieta como la taza de un retrete, para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella. Él le aprieta la cabeza en la bañera, y le amenaza, con la mano enredada en su pelo, diciéndole que según se acuesta así se ama. No, llora la mujer, no hay amor en ella. El hombre ya entrechoca los botones. El pijama de nylon es arremangado, se lo enrolla en torno a las orejas. En sus vísceras gimen algo así como ani-males prisione¬ros, que quieren salir con pesado paso. A la mujer se le mete en la boca el camisón de batista, claro y opaco como un candil, y la naturaleza del hombre se ve titubeante desde fuera. Su orina inocen-te es excretada. Justo al lado de la mujer, chapotea desde el humo os-curo del vello púbico en la bañera, directamente al lado de su mejilla do¬blegada. El esmalte irradia un brillo reciente. En este entorno amisto-so, el rabo del hombre ha crecido rápida¬mente. La mujer tose mientras le abren los flancos. El abrelatas es extraído del siniestro pantalón de franela, y aparece un fluido lechoso después de que el hombre haya operado un rato, que requiere un pringón, y haya retumbado, amante, dentro de una aguzada nube de pelo. Demasiado pronto, el miembro sale a la luz desde su receptáculo. La mujer, cuyo culo, esa calle som-bría, ha sido tensado al máximo, tiene que quedar por debajo del hom-bre. Él hace girar el timón y la obliga a mirarlo. Se vuelve furioso a su delantera, la obliga a agarrar su expi¬rante pene, que ya empieza a temblar nuevamente, ¡por¬que quiere habitar dentro de ti, tiempo ama-do, y en usted, noche amante! Oprime el pelo de la mujer contra su de¬rrame, lo que queda de él, y que deben ver sus inocentes ojos. Ellos, los héroes, meditan poco cuando su trabajo está hecho.
La mujer es untada con esperma. Del modo que se le ha construido una hermosa casa, no se perderá a la pareja, y fuera están las pobres filas de casas de los más pobres, sacados a golpes de dentro de sus mangas y ofici¬nas de sexo, las casas puestas a docenas a la venta, a su¬basta pública, a secreto incendio. Y lo que un día fue un hogar cae ahora bajo los mazos de los señores de la comu¬nidad. A lo que un día fue un trabajo, se le arranca el cora¬zón con violencia. Sólo de las muje-res podemos recuperar algo, en calderilla. ¿A dónde iban si no a ir ellas, las muje¬res, más que con aquellos que chapotean en la fuerza y sueltan alegres los desperdicios que se les escapan como espumarajos del bo-cado? Sus generaciones producen pro¬ductos innecesarios y sus genera-ciones producen proble¬mas innecesarios. Ahora, este director ha dete-nido a tiem¬po su masa crítica. Primero aprieta el rostro de la mujer co-ntra su producto íntimo, después la deja mirar su zona íntima. Ella no quiere refrescarse en su agudo chorro, pero tiene que hacerlo, el amor lo exige. Tiene que cuidarlo, limpiarlo con la lengua y secarlo con los cabellos. Jesús ganó esa carrera cuando fue secado por una mujer. Por úl¬timo, la mujer recibe un golpe en las posaderas, para ce¬rrárselas; burda, la mano de su señor recorre sus entrantes y salientes, su lengua le chupa la nuca, se le echa el pelo hacia la bañera, se le tira con vio-lencia del clítoris, con lo que sus rodillas entrechocan y el culo le salta como una silla plegable, y también otras personas siguen su orden.

Bueno, ¿y qué hacemos entretanto con el niño? Él está pensando en un regalo que querría haber comprado para no haber visto nada secreto de sus enclavijados padres. En cada tienda a la que se asoma, este niño quiere un tro¬zo de vida (de lo vivo, de las cosas buenas de la vida) re¬cién cortado. Este niño toca las piezas más pérfidas. Ésta es la última generación, y lo último es precisamente lo bueno para ella. Pero pronto también ella se marchará, ¿cómo si no seguiríamos adelante?

El padre ha descargado un montón de esperma, la madre ha de lim-piar y dejarlo todo en condiciones. Lo que no lame, tiene que recogerlo con un trapo. El director le quita los restos del vestido y la observa mientras lim¬pia y trenza, mientras teje y cose los trozos. Primero sus pechos caen hacia delante, después oscilan ante la mujer, mientras ella pule y restaura. Él pellizca sus pezones en¬tre el pulgar, el índice y el co-razón, y los retuerce como si quisiera enroscar una bombilla de un mi-crocosmos. Gol¬pea con su iracundo y pesado mondongo, que por delan¬te aparece, una clara ventana al cielo, en la abertura de sus pantalo-nes, y por detrás contra los muslos de ella. Cuando ella se inclina, tiene que abrir las piernas. Ahora él puede coger con una mano toda su higuera, y hacer de sus dedos furiosos paseantes. Por lo demás, cuando ella mantiene cerradas las piernas él puede situarse encima de ella y orinarle en la boca. Qué, ¿que no puede? Le gol¬peamos la rodilla hacia arriba y damos una palmada (¡aplausos, aplausos!) en los suaves labios de su coño, que en seguida se abrirán, chasqueando levemente, y no¬sotros, los hombres, tendremos que dar enseguida con la jarra encima de la mesa. Si aún no puede humedecerse, tiraremos con fuerza para abajo de todo su sexo femeni¬no cogiéndolo del pelo, hasta que ella do-ble las rodillas y, abierta al máximo, se hunda sobre la caja torácica del se¬ñor director. Como un bolso de mano abierto sujeta él su coño por el pelo, y se lo pasa por el rostro para poder chuparlo burdamente, un buey junto a un bloque de sal maduro, y la montaña emerge inflamada. La carga del fracaso descansa sobre los hombres. Su orina murmura al-go incomprensible, y las mujeres la limpian con sus tra¬pos absorbentes e incluso con Ajax.

La mujer bebe un resto de café frío de su empañada taza. Como para escapar, ha vuelto a cubrirse con un so¬plo de los panties. Nadie aquí tiene tanta suerte como ella. Sobre su cabeza cuelga la silenciosa zarpa de su Se¬ñor, para que en la jaula se sienta como en casa. Por la tar¬de, el director ya empieza a sonreír a la agotada, a poner rumbo a su des-tino. Después rompe contra ella, ¡tiene que seguir siendo el primero en esta caja de ahorros! La mujer extiende las manos hacia el vacío, don-de los ali¬mentos se echan a perder, como si quisiera despertarlo de su letargo. Así se cruzan siempre sin encontrarse, so¬bre el ancho riesgo de la carretera que debe abrirles la montaña rusa de su matrimonio. Esta mujer es envidiada por los habitantes del pueblo, qué bien se viste. Y la su¬ciedad de su casa la recoge una mujer contratada para limpiar en el catálogo de habitantes, que sin embargo sólo quieren vivir como her-manos. El niño ha nacido bastante tarde, pero no tan tarde como para no poder convertirse en un quejoso adulto. El hombre grita en su pla-cer, y la voz de la mujer se pega a él, para que pueda cimbrear su vara y comprar caprichos caros para la casa. Un equipo nuevo para poder emplearlo en las estaciones en que ambos van a frotar su bendito sexo. Pero nadie puede hacer magia. Cuando el hombre despierta de su em-briaguez, se inclina enseguida a complacer a la mu¬jer. Tiene buen ca-rácter. Sí, él paga, ha pagado todo lo que usted ve aquí reproducido en colores. ¡Seque sus mejillas!

Por la noche, sus platos darán refugio a los exiliados. Las comidas se-rán presentadas fugazmente unas a otras, y pronto deberán mezclarse amigablemente dentro de los cuerpos. ¡Y cómo ocurre eso bajo algunos techos! La co¬mida no es importante en esta casa; para el hombre tiene que ser mucha, para que su fuerza descienda y ceda son¬riente. Embuti-do y queso por la noche, vino, cerveza y aguardiente. Y leche, para que el niño esté protegido. He aquí la guarnición de la leyenda de que la clase media está asegurada por abajo y bajo la protección de la Natura-leza (bajo la protección de la Naturaleza) por arriba. Y sin duda los que están debajo la protegen de caer en el vacío.

Ya muy temprano, el hombre se ha aliviado. Grandes montones se forman debajo de él, y aún se ha echado mucho más al tenedor y al hombro. Chapotea con su ori¬na. Se oye en todas partes, bajo su techo, cómo choca con su pesado pene en las áreas de descanso de su mujer, donde puede por fin vaciarse. Aliviado de su producto, se vuelve a los seres más pequeños, que bajo su dirección producen su propio produc-to. El papel que han hecho les es ajeno, y tampoco podrá durar mucho tiempo mientras su director se revuelque gritando bajo los empujones de su sexo, con el que está emparentado. La competencia presiona co-ntra las paredes, se trata de conocer sus tru¬cos por anticipado, de lo contrario habría nuevamente que despedir y liberar de su existencia a un par de ben¬ditos. Así pisa este hombre en la naturaleza, y se echa a la espalda su responsabilidad para tener las manos libres. Exige de su mujer que le deje reinar y que le regenere, que le espere desnuda bajo el manto de su casa cuando recorra expresamente los veinte kilómetros que hay de la oficina a casa. El niño será enviado fuera. Al subir al au¬tobús escolar, ha tropezado con su equipo deportivo y se lo ha clavado.

La mujer despierta agitada en el cálido envoltorio de silencio en que se ha refugiado. Recoge todo lo que el niño ha soltado rápidamente an-tes de irse. El resto lo re¬cogerá la limpiadora, que ya ha visto y recogi-do mucho del suelo en esta casa. Cuando el niño era pequeño, su ma-dre iba a veces con él al supermercado, y era amable¬mente conducida por el jefe en persona a lo largo de la cola de las amas de casa que es-peraban. El niño se senta¬ba en el carrito de compra, que se parece un tanto al seno materno, ¡y qué a gusto estaba allí! A menudo los coches veloces tienen grandes defectos, y sin embargo son más apreciados que la propia familia por los recién cumpli¬dos mayores de edad, que, afe-rrándose a ellos hasta la muerte, huyen de los padres y de la casa pa-terna. ¡Y esos mágicos dispositivos magnéticos de seguridad de los nuevos vestidos, oh, si el hombre también los tuviera! Para no desbor-darse cuando admira las expectativas que no tiene. El sexo debe ser protegido de las enfermedades como la mujer del mundo, para que no mire incauta¬mente por la ventana y vague por la vida y quiera dejar vagar su vida. Sí, pero sólo los vestidos son protegidos por los grandes almacenes. Suena una alarma cuando al¬guien, eterno viajero, cruza la barrera sin permiso con ellos, para echar un vistazo al silencioso reino de los muertos y los cafés. Así que preferimos ir a pie y mal ves¬tidos dentro de nuestros sexos, y alojarnos allí entre nuestros propios dese-chos; por lo menos aguantamos como ningún otro vehículo en nuestro pequeño parque móvil. Así mantenemos la vida eternamente en mar-cha, hacia donde vaya y hacia donde nosotros mismos sea¬mos llevados y arrastrados por un rostro amable, en el que vemos horriblemente re-flejado el nuestro.

Esta mujer se compró la semana pasada un traje pan¬talón en la bou-tique. Sonríe como si tuviera algo que ocul¬tar, aunque sólo tiene el mu-do reino de su cuerpo. Ocul¬ta en el armario tres jerséis nuevos, para no dar ocasión al equívoco de que con su surco sangriento quiere prepa¬rarse un nuevo mes de goces. Pero ella sólo recoge la be¬névola fruta del dinero del árbol de su esposo. Ninguna hojarasca acolcha ya los ár-boles. El hombre controla su cuenta, y ya miles de árboles que brama-ban al viento han caído víctimas de su hacha. ¡A la mujer se le da el di-nero para la casa y más! Él no cree en realidad que deba pagar por el cómodo columpio en el que él, un muchacho sa¬tisfecho, deja descansar su tallo y se puede estirar. Ella está bajo la protección del sagrado nombre de su fami¬lia, y bajo el paraguas de sus cuentas, de las que él le informa regularmente. Ella debe saber lo que tiene. Y vi¬ceversa él sabe de su jardín que, siempre abierto, es mag¬níficamente adecuado para hozar y gruñir como un cerdo. Lo que es de uno hay que utilizarlo, ¿para qué lo tene¬mos si no?

Apenas la mujer se queda sola, se viste su séquito de dinero, valores e inflación y se va a pasear un rato con sus garantías bien atornilladas. Como una sombra se desliza por el mar la multitud que produce el pa-pel sobre el que baila el barquito de su vida. ¡Sí, el mar, que gusta de en¬terrarnos también en vida! Porque detrás espera la mul¬titud de los estúpidos parados, a la espera de su oportu¬nidad, de que alguien siga por fin su rastro. ¿Y nosotros? ¿Queremos seguir volando? Para eso te-nemos que as¬cender, nueve veces astutos, y dejarnos caer, porque: ¡Al
que madruga Dios le ayuda! La mujer se pone la mano, el vestido multiuso ante los ojos. Pronto el hombre y el niño tendrán que ser nue-vamente cubiertos de alimentos. ¿Qué pasará esta noche, cuando el hombre salga de la ca¬dena de montaje, compacto, recargado y nuevo, en vez de parar? Él se ha criado en su botella de vida, cuidado¬sa, como una madre. Y por la noche quiere salir. Burbu¬jea. Esta noche, casi lo habíamos olvidado, es el momen¬to previsto por la Ley, y la mujer espe-ra con su paño absorbente para recoger todo lo que el hombre ha pro-du¬cido a lo largo del día. Y los otros hombres desaparecen en la som-bra, y entierran vivas sus esperanzas.

Este paisaje es bastante grande, hay que decirlo, una cadena floja en torno a nuestro destino nebuloso. Dos muchachos se persiguen en mo-tocicletas, pero la nieve pone rápidamente fin a su carrera. Tropiezan y caen. La mujer ríe con dureza. Por lo menos una vez le gustaría avan-zar decididamente. Hoy su marido ha triunfado en su cuerpo como si hubiera venido con alguien. ¡Espere un poco hasta la noche, hasta en-trar en el circuito! Ahora el hombre ha llevado a su despacho un con-trapeso de acero, más o menos del tamaño de un teléfono. Escu¬piendo a su paso lava volcánica, camina hasta el sillón de su escritorio, desde el que administra los destinos, ante una pantalla en la que se organiza una competición de esquí. También ama el deporte, el niño lo ha aprendido de él. La gente se mecería pacientemente en sus camas si el movimiento no viniera de la pantalla, y a veces inclu¬so de sus propios pies y corazones. Al hombre se le pe¬gan a la piel hasta los cabellos más finos cuando acelera por la carretera general. Va rapidísimo. Su voz re-tumba, como es costumbre en el país, cuando llama a alguien. El coro tendrá que actuar pronto.

El domingo van a la iglesia, como muestra de la vida social que reina en el ejército. Después se llenan de sus estanterías empotradas, en las que coexisten alegre, li¬bremente, libros y recuerdos de su esclavitud. Tampoco el médico y el farmacéutico dejan de ir a visitar al Papa y a la madre de Dios. A nadie envidian su trabajo; entran al mesón, salidos de escuelas inferiores, cuidadosos y bien cuidados. Allí se quedan un ra-to, y se animan mutua¬mente. El médico envidia al farmacéutico la far-macia, que él con gusto rentabilizaría. El farmacéutico ve a la gente re-cién salida del médico y mal de la tensión. Libé¬rrimo, reparte sus pre-parados entre los desempleados de la comarca, para que recuperen la alegría y jueguen complacidos ante sus casas con los dedos de los pies. Sus mujeres se han encargado de la comida y se ofrecen siem¬pre en abundancia. No se dejan tachar de la carta. Para que a los hombres no les falte de nada y no puedan ser echados en falta por los capataces de la Nada. Algunos emigran cuando apenas se habían acostumbrado a nosotros.

La mujer del director pone varias veces al día –en eso recuerda la pulsión de la empleada de banca (cada día un vestido nuevo)– unos vi-sillos recién lavados, unos estores, entre ella y las cabezas ansiosas de las mu¬jeres del pueblo, en el que vive más segura que en su pro¬pio sa-lón. El director habla con su hijo, que da saltitos in¬dignado para que le dejen ir después a casa de un amigo. ¡Este niño no está autorizado pa-ra elegir sus amigos a sa¬tisfacción, porque los padres de sus amigos comen SU pan! Este niño vaga por el mundo y dirige a los otros como a sus coches de juguete. La madre acompaña al piano todo lo que en-cuentra, y fuera se bajan al pecho ca¬bezas desalentadas. Se han com-prado lo que han visto con ojos mayores que su apetito, y ahora el pueblo disfruta con las subastas de los edificios surgidos con dema¬siada ligereza sobre el suelo llano. Envueltos en delicada estima, lavados co-mo delicada lana, están ante los mos¬tradores del banco, tras los cuales beatíficos niños juegan con sus blusas blancas y con dinero ajeno, y va-cían su destino y el de sus viviendas del sobre de la nómina al ancho caudal de los intereses. El director del banco mira hacia abajo, y le da vértigo ver cómo a la gente le dan vér¬tigo sus ingresos, con los que no tendrían que entregar las casitas que se han construido. Lo que antaño habían amado, él tiene que quitárselo, tan cerca de la meta. Él, que no es un monstruo, ve en espíritu todo su padeci¬miento cuando se asoma a su ventana. En este helado lu¬gar, los pobres se pelean. Retumban los aparatos de ma¬tanza y las escopetas de caza (con agua en los sisean-tes cañones). Las sogas se enredan en torno al juego de la vida. Se ja-lean, contentos como peces, los bancos Raiffeisen, que administran y ven administrar el dinero de los habitantes del pueblo. Se trata de una eterna fiesta cam¬pesina para las cooperativas agrícolas, que no quieren conocer al individuo concreto al que ahogan en produc¬tos lácteos pasa-dos de fecha y queso envenenado. Hasta al más pequeño de sus miem-bros le sacan las niñas de los ojos y el negro de debajo de las uñas. Hasta que uno se sale de sus casillas y, como asesino, revolotea chi-llando en torno al nido con la familia muerta. ¿Cómo quería él, un reci-piente tan pequeño, abarcar todo eso? Sólo un pe¬riódico de pequeño formato osa, por un par de chelines de nuestra raquítica bolsa, ocupar-se de la intensa vida de aquellos a quienes ha ocurrido algo terrible.

Lo que se ve por la ventana es con frecuencia hermo¬so, esta doncella naturaleza. El hombre, funcionario hasta en el goce, cede a una necesi-dad humana, ¡no confun¬dir con la desagradable necesidad de un ser humano! El director yace como un paisaje, pero animado por el espí¬ritu de la inquietud. Ha untado de manera uniforme su queso fundido, y, ¿qué ve en el rostro de su esposa? ¿El rostro humano de su dictadura? La mujer parece como borrada dentro de la ropa excitante recién com-prada, con la que se mueve, obediente a sus deseos, como en un nuevo orden espacial. El dinero juega con las personas. A veces, en un mo-mento de lucidez, los remordimientos atrapan al director, y esconde su gran rostro en el regazo de la mujer. Enseguida vuelve a golpearle la cabeza con¬tra el sucio borde de la bañera y mira si el camino recién despejado llega hasta su oscura puertecilla, tras de la cual ella misma se sienta en su regazo y se mece, una mujer viciada en la que se puede hojear tranquilamente hasta el final feliz. ¿Cómo iban a vivir los para-dos en el mundo si no tuvieran de modelo semejantes novelas baratas?

Este director, que habla en calma a su plantilla y hace que le canten canciones, prefiere lanzar su ración de pro¬ducto al vientre de la mujer durante el día, a plena luz. Gusta de ver a su salud mientras crece. La mujer implora que por lo menos delante de su hijo, ese animal inculti-vado que hasta el último momento podría lanzarse sin previo aviso desde su esquina del ring, se tenga algo de precau¬ción. En silencio, en el momento oportuno aparece el hijo, su semilla, mira un poco a los padres mientras comen (cómo se abrazan a los platos del rico y limpio buffet de ella) y vuelve a desaparecer para atormentar a los niños ve¬cinos, que tienen que crecer sin paraísos artísticos y artifi¬ciales, con sus artefactos deportivos y su charla de depor¬tes. Bajo el sol, el niño ha madurado como la fruta. Su padre, desde el punto de vista de ella, se sumerge en la madre con una sana cabecita. Las palabras no bastan para explicarlo. Queremos ver hechos, y para ello tenemos que pagar a la entrada del establecimiento y dejar en depósito nuestras necesida-des, que susurran de continuo como agua.

Cuando las casas pequeñas tienen que irse pronto a dormir, en las grandes sigue reinando la vida y la electri¬cidad entre los sexos. Y, si hablamos de agua, el agua co¬rre por sus cuerpos. Estamos en casa, en privado, porque tampoco en público tenemos que avergonzarnos. Si ellos, los amantes, se han encontrado, se columpian feli¬ces en las bebi-das que brotan de sus botellas con etique¬tas doradas y se encuentran en sí como en casa. Encuen¬tran el descanso el uno en el otro, tras haber excitado sus partes sexuales, y son uno y lo único para ellos. Se han quitado el polvo, y mientras a su alrededor los pobres mueren, los mejores renuevan cada día su mudo derecho sobre sí mismos y disfru-tan el uno del otro. Han ahorra¬do fuerzas suficientes en sus huchas y pantalones y cora¬zones, para poder morder con fuerza el melocotón que tan hermoso acaba de florecer. Todo les pertenece, y has¬ta el sue-ño les regala tras sus pestañas cerradas, ya que así no se ven sus ávi-das miradas. No pueden pasar inad¬vertidos al amado, y así cada día se lanzan a la calle a co¬sechar nuevos trastos y cuentas y, tambaleándose con todo el aparato que han visto a los riquísimos, a los que van más allá de todo, se vuelven ajenos y cada día re¬cientes y nuevos para el ser amado, que son, que tienen y que quieren retener. Los débiles en cambio viven uno al lado del otro, en vez de juntos, porque son lo que no quieren ser, y creen aún que en ningún sitio pueden vivir mejor, y sólo están acostumbrados a su propia comida. Por lo demás tampoco consiguen nada que comer, y son despertados antes de tiempo. Ni uno de más cae víctima de su trabajo. Se bastan a sí mismos, ¡pero quere-mos más! ¡Un fusil de asalto! Salir a la luz, y si tenemos que encender nuestras linternas, y su luz llega justo para dos personas desde el fino y lejano rebaño: ¡Ésas tenemos que ser precisamente nosotros!


3

En jugoso silencio, el hombre desliza la imagen de su mujer en el vi-sor del observador. Estremeciéndose, los bosques se acercan a la casa, en la que las imágenes del vídeo, un hatajo de machos con su carga, pasan por la pantalla ante los testigos. En la imagen, las mujeres son arrastradas por sus cadenas, sólo sus hábitos cotidianos son más des-piadados. La mirada de la mujer se tiende so¬bre las imágenes que tiene que ver cada día con su marido, antes de ser vista ella misma. En abso-luto agotado por su, para él, responsable trabajo, el director está en su salsa, y chupa sus pezones y sus rincones, pide a gritos el comien¬zo de la noche y de la sesión nocturna. Así reverdecen también las imágenes vivientes en las faldas de la monta¬ña, y los escaladores las pisan con sus fuertes zapatos.

La insospechada entrada del niño amenaza con con¬vertirse casi en una tragedia comparable al clima local. Di¬recto y radiante como un co-hete portador, el niño se dis¬para dentro de la habitación, donde la pan-talla susurra y arroja sus desechos al local. Con sus ojos inocentes, lle¬ga a captar aún los cuerpos apasionados cuando, abiertos como abis-mos heridos, se visitan mutuamente, y los hom¬bres, con sus pesados aparatos creadores, artesanos de su placer, se apagan en el interior de la mujer. Sólo sus cuerpos y cabezas quedan fuera, e inventan nuevos claustros maternos de cristal para mirar en su interior. De inmediato el padre se apea de la madre, después de, ventoseando con su burdo mo-tor, poner la marcha atrás y hacer un viraje sobre la alfombra. El niño aparenta no haber comprendido nada, aunque él mismo es un consu¬midor, que ya elige y goza. Como hojas se mueven en la memoria sus necesidades, viciado está su gusto por las inmortales imágenes de los catálogos de las tiendas de¬portivas, que invitan a los ciudadanos a brindar, ¡salud! Todo les pertenece, a él y a sus queridos padres, a los que a su vez pertenece el niño. La madre se tapa torpemente, como con heno. El niño ya ha aprendido a mentar a su malvado padre, pero al fin y al cabo es papá el que com¬pra las cestas de juguetes, los sacos gruesos, y mantiene sujeto al hijo con un cordón de oro. Como si no hubiera visto en el sofá la naturaleza también encadenada de su madre, lee a los padres una lista de deseos llena de obje¬tos en competición los unos con los otros. ¡Con ellos se puede correr sobre arena, grava, pie-dra, agua, hielo, nie¬ve o una alfombra persa! Y hay que comprarlo para po¬der mirar hacia casa desde lejos. La mujer se queda abs¬traída en sus esposas. Agita las piernas y dirige la vista hacia la incertidumbre de su hijo, ¿qué será de él? ¿Una joven águila que se aferré a un utilitario? ¿Que destroce a picotazos el pecho de un hombre? ¿Que se pueda dejar ganar en el slalom hecho detrás de la casa, para su diver¬sión y para que la gente se acostumbre a los caminos extraviados? Todo lo que es-te niño y este hombre desean es peligroso a su manera. La madre in-tenta con los dien¬tes echar un cobertor sobre sus desnudos pezones, que el padre acaba de morder. Las imágenes de la pantalla son brus-camente forzadas al silencio. El niño ha entrado. El niño desea un trineo a motor, lo que en esta región está prohibido por el Estado. El cliente tiene un deseo: la mu¬jer tiene que tener el correspondiente aspecto.

En todo momento, incluso durante las horas de ofici¬na, el director quiere poder llamar a casa para constatar si se piensa en él. Es impla-cable como la muerte. Espera de su mujer que siempre esté dispuesta a sacarse el cora¬zón, ponérselo en la lengua como una hostia y demos-trar que también el resto del cuerpo está listo para su Señor. Para eso la lleva de la rienda y la somete al escrutinio de sus lentes bajo las ce-jas. Lo ve todo y tiene derecho a mi¬rar, porque agudo florece su rabo en su erizado parterre, y los besos se hinchan en sus labios. Pero pri-mero tiene que verlo todo, para que se le abra el apetito. También se come con los ojos, y nada queda oculto, excepto, a los ojos temerosos de los muertos, el cielo que en última ins¬tancia habían esperado. Por eso el hombre quiere prepa¬rar a su mujer el cielo en la tierra, y a veces ella prepara la comida. Se le puede exigir, con gusto y por las buenas, su famosa tarta de Linz tres veces por semana, y el hombre puede hon-rar también a los famosos muertos de Linz, en el cuarto de atrás de la taberna, donde los hombres cele¬bran el don que la Historia tiene de po-der repetirse en todo momento, y miran en su bola de cristal qué será lo próximo que vendrá del Gobierno.

El director es tan grande que es imposible circundar¬lo en un solo día. Este hombre está abierto a los cuatro vientos, pero sobre todo hacia arriba, de donde vienen la lluvia y la nieve. A nadie tiene por encima de sí, salvo al consorcio matriz, del que no hay quien pueda proteger¬se. Pero por el lado cortante de la mujer puede tranquila¬mente abrir su gri-fo y aspersar. La mujer se contorsiona como un pez, porque tiene las manos atadas, mientras el hombre le hace cosquillas y le pincha un po-co con agujas.
Él escucha su interior, donde ha escondido sus senti¬mientos. Palabras como hojas caen del vídeo en la panta¬lla y van a parar al suelo ante es-ta Humanidad uniperso¬nal. Desconcertadamente protectora, la mujer mira un tiesto desfalleciente en el alféizar de la ventana. También el hombre habla ahora, tosco como el buen corazón de la fruta. No tiene pelos en la lengua. Y mientras salen sus aires y jugos, habla sin cesar de sus acciones y su no po¬der parar y se abre, con garras salvajes y dóciles dientes, camino hacia el lugar de paso, para poder añadir su mos¬taza a su salchicha. El sexo de una mujer un bosque que le devuel-ve un eco iracundo.

Recientemente, también ha prohibido lavarse a su mu¬jer, Gerti, por-que también su olor le pertenece por entero. Rabia en su pequeño rin-cón del bosque. Irrumpe con su duro trozo de pan en los aparcamientos de ella, de tal modo que a menudo están inflamados, irritados y cerra¬dos a cal y canto. Desde que ya no osa atraer a alegres y ávidos desco-nocidos mediante anuncios de intercambio de parejas, se ha convertido para sí mismo en el preferido de los vientos que entran bajo la falda de su esposa. Como un hilo conductor, esta mujer debe arrastrar tras de sí sus olores a sudor, pises y mierda, y él controla si el arroyo se mantie-ne obediente en su lecho cuando él lo exige. Este vi¬viente montón de desperdicios, en el que escarban gusanos y ratas. Tronando se arroja sobre él y marca su ritmo que rá¬pidamente le lleva al otro extremo, donde se encuentra en casa y quiere volver a sentirse cómodo e incluso deja pasar alguna o hace saltar un pez. Lee los periódicos. Arranca a la mujer de la ciénaga de su almohada y la abre enseguida violentamente. Y hoy tiene sentado en el sofá todo su agradable ser, para jugar con sus pezones y para temblar ante lo que sus venas han vuelto a hacer con su miembro.

Le gusta que esta mujer, la mejor educada del lugar, tenga que andar envuelta en su propia suciedad. La gol¬pea furioso en la cabeza.. En la transustanciación, él ha hecho adaptar su cuerpo a sus dimensiones. Es un reci¬piente destinado a ser vaciado, y también él se vuelve a llenar por la noche una y otra vez, esta tienda de auto¬servicio, esta tienda pa-ra niños donde uno se puede echar sin problemas al lado estrecho. Con la llave del portal, se adquiere el derecho a la ración diaria, y se pue¬de tirar del clítoris o cerrar de golpe la puerta del water; la patria católico-romana se pliega, pero hace que la gen¬te vaya a los centros de planifi-cación familiar y se case. Y la casa tiene que encender las luces de SOS mientras la mujer es utilizada. Después se descorchará una botella es-cogida, y en la pantalla se podrán ver escogidos reto¬zones que se sien-tan mutuamente frente a sus órganos sexuales, miran, tiran del pica-porte y se vierten con retroespasmos. ¡Sí, estamos ansiosos de ver, pe-ro otros nos miran y mastican barritas saladas o las gruesas salchi¬chas de los señores o las gruesas chichas de las damas!

Quizá mañana el niño estará alojado con los vecinos, que tienen una casa parecida, pero menos. El hombre quiere llevar su salvaje carreta a la mierda de la mujer, que se aferra a la técnica respiratoria y se lanza rápida¬mente a un lado para eludir su rabo que penetra crujien¬do en el monte bajo de sus bragas. Su cuerpo ha domina¬do ya, con canciones y música, las gentes más variadas, las ha modelado en pequeñas porcio-nes y congelado para más adelante, cuando sean necesarias en el mer-ca¬do de trabajo o en el coro de las Leyes del mercado. La Luna brilla, las estrellas también aparecen todas, y la pe¬sada máquina del hombre viene a casa desde lejos, divi¬de el surco que ha abierto con sus dientes, hace saltar como espuma por los aires la hierba cortada y la empapa.


4

La mujer salta al viento, remando torpemente con su cuerpo. Se ha hecho carne y habitado entre nosotros. Ser¬vir al apetito en todos los aspectos ha sido el lema de su taberna: dejarse consumir por el hom-bre, por el niño, abandonada en sus suaves riendas. Intenta así coger de vez en cuando aire dentro de su red. Se echa el pijama por encima y empieza a recorrer, en zapatillas, el camino nevado.

Antes, aún tiene que meter al armario las tazas e ins¬trumentos, por si acaso. Se pone bajo el agua corriente y frota los restos de su familia de porcelana. Así se conser¬va la mujer, en sus ingredientes, de los que es-tá hecha. Lo ordena todo, hasta su propia ropa, por tamaños. Se ríe, avergonzada. Pero no tiene gracia. Amontona orden so¬bre las bendicio-nes de que disfruta. No le queda nada. De las ensangrentadas plumas de pájaro sobre su camino ya no se ven muchas, porque también un animal tiene que comer. Sobre la nieve queda una película fuligino¬sa, que desaparecerá en pocas horas.

El hombre entra en su despacho, satisfecho bajo la pan¬talla de su bragueta. Se airea. Habla de la figura de su mujer, sin indicar primero que está en el uso de la palabra. Cállese, ahora son sus obras las que hablan por él, para ello se ha hecho expresamente un coro de muchas voces. ¡No, no tiene miedo al futuro, su bolsa cuelga de él mismo!

La mujer siente cómo la nieve penetra lentamente en su espacio y su tiempo. La primavera aún tardará en ve¬nir. Hoy la naturaleza no consi-gue siquiera parecer re¬cién pintada. La suciedad se pega a los árboles. Un perro pasa corriendo delante de ella, cojea. Hacia ella vienen muje-res desgastadas como si hubieran pasado años en una caja de cartón. Como si se hubieran despertado en una hermosa casa, las mujeres mi-ran a esta congénere de aspecto tan singular, porque siempre se singu-lariza. La fábrica da trabajo a muchos de sus maridos, cómo no. In¬conscientes antes de tiempo, preferirían pasarlo con mu¬chos dobles de vino antes que con su propia familia. La mujer vuela delante de ellas, se adentra en la oscuridad, ¡y ni siquiera se ha puesto zapatos para la nieve! Entre¬tanto, el niño reposa en algún lugar, mientras muchos de su especie se apresuran. Ha rechazado la comida recién hecha, con pa-labras que golpean sobre las heridas abier¬tas de la madre, y ha cogido un sandwich de la despensa. La madre ha pasado gran parte de la ma-ñana rallando zanahorias, en beneficio de los ojos del niño. Ella misma hace la comida de su hijo. Después, ante el cubo de la ba¬sura, un torci-do troncho de persona, se ha lanzado sobre la ración del niño. La ha sacado de sus casillas. Su senti¬do del humor se ha quedado pequeño. De la valla junto al arroyo cuelgan los chuzos, la capital está muy cerca, si se toma como medida el coche del hombre. El valle se abre amplio, muchos en él no tienen empleo. Los demás, que también tienen que meterse en alguna parte (en los sótanos de su existencia), van cada día a la fábrica de pa¬pel y más allá, ¡mucho más! Allá arriba, en aquella montaña, he estado mil veces con mi rebaño. La boca de la mujer se congela, pequeña, como un murmullo de hielo. Se aferra a la madera de la balaustrada, cubierta de es¬carcha. El arroyo está completamente tapado por ambos lados, el hielo le golpea ya los hombros. La Creación gime bajo las cadenas de las leyes de la Naturaleza. Se oye reír débil-mente. Igual que el deshielo hará saltar las barreras de la buena vida que llevamos todos, de forma que tendremos que saltar los unos sobre los otros, así la Muerte pensará quizá en poner fin al mundo de esta mu¬jer. Pero no vamos a personalizar ahora. Crujiendo se consumen las ruedas de un coche pequeño en la dura nieve. De donde viene, está más en su casa que su pro¬pietario. ¿Qué sería el trabajador pendular sin él? Un montón de estiércol, porque cuando va con otros en el depar-tamento del tren de cercanías no es más que mier¬da, piensa su repre-sentación parlamentaria. La masa hace que nuestras fábricas no se de-rrumben, porque son apuntaladas desde dentro por montones de per-sonas que intentan eliminar lo social de su estructura. Y los pa¬rados, que forman un sombrío ejército de nulos, a los que no hay que temer porque a pesar de todo votan a la De¬mocracia Cristiana. El señor direc-tor es de carne y lleno de sangre, y come mucho de eso, porque seño-ras con de¬lantal de cocina se lo sirven.

Se aconseja no coger el vehículo privado con este tiempo, ¡de lo con-trario no podrían llegar al trabajo de¬masiado tarde! A este ritmo reco-rren las calles los coches esparcidores de sal, y dejan a sus espaldas su producto. La mujer sólo puede contar consigo misma. Y una cosa más, oiga: ¡No saque sin necesidad el vehículo averiado del garaje! A usted como persona tampoco le gustaría que se lo hicieran.

Aullando, los niños pasan silbando en los trineos de plástico de su cumpleaños, que se les pegan a la piel o vuelan por encima de sus ca-bezas, sobre la nieve que ellos han alisado expresamente, hacia el va-lle. Malhumo¬rados, los mayores vuelven la espalda y bambolean bi¬lletes del telesilla sobre sus chubasqueros guateados, la velocidad tampoco es cosa de brujas. Braman como esta¬ciones. La mujer se asusta al verlos. Se aprieta espantada contra los taludes que el quitanieves ha dejado a su paso. Crujiendo ruedan ante ella vehículos con su cargamento de familias, un penoso montón de golpes. Encima, las lo¬nas se aprietan contra la baca del coche, para sujetar el odio de los ocupantes. Los ca-charros se mantienen a la defensiva, como ametralladoras. Se abren camino por entre los muchos otros recipientes para personas, porque merecen un sitio mejor. Así piensa todo el mundo, y lo muestra con gestos sucios desde la ventana.

¡El deporte, esa fortaleza del hombre pequeño, desde la que puede disparar!

Realmente todo el mundo puede permitirse romper¬se un pie o los dos brazos, ¡créame! Aun así, no puede us¬ted por menos que calificar a es-tas personas como perso¬nas dependientes cuando suben la ladera de la montaña, en la que resbalan y en la que encima se sienten bien. Pero ¿dependientes de qué? De sus propias imágenes, que nunca curan, las que se les enseña cada día, como si no fueran más que auxiliares de la realidad, sólo que más grandes, más hermosas, más rápidas. Así, gol-peados por la divisoria de aguas de la televisión, caen al otro lado, en-tre los pequeños, sobre la colina de los idiotas. ¡Ay! Nunca toman la pa-labra en discusiones, y si lo hacen, pierden de inmediato con alguien que ha sido cargado como experto sobre el camión de sus preocupacio-nes. Y el Altísimo, que ha estudiado nuestras tablas de rendi¬miento, es sordo a sus lamentos por una casa propia, qué se necesita para poder ensuciar el deporte, esa elevada idea olímpica, ya desde la puerta de entrada.

La mujer resbala a cada paso. Rostros sonrientes la se¬ñalan sin ruido desde las ventanillas de los coches. El conductor pone en peligro su vi-da, inclinado sobre su posesión. La nieve cae en abundancia para todos. Pero resbalan de distinta manera, como distintas son las per¬sonas mismas. Unos se las arreglan mejor, otros querrían ser los que mejor se las arreglaran. ¿Dónde está el funi¬cular para todos los grados de difi-cultad, para que rápi¬damente lleguemos a más? ¡Lo que antes vivía fláccido en su estuche, se vuelve de inmediato firme al salir al aire, pe-ro más pequeño a cambio, oh, Alpes de firme construcción!

La mujer sale de la cubierta de sus circunstancias. Aprieta con desa-zón su pijama contra el cuerpo. Se pal¬mea con las manos. Algunos de los niños que oye gritar a lo lejos acaban de salir de su bien montado grupo de bai¬le y ritmo, que se reúne todas las semanas. Los niños son criados como hobby de esta mujer. Al fin y al cabo, tene¬mos suficiente sitio y amor para el niño, que debe apren¬der a batir palmas con ritmo. En el colegio, le será de ayu¬da para asentir o levantarse rítmicamente cuando sea el momento de la oración. Su hijo está entre ellos, demues¬tra con cada grito que cuelga sobre los otros como un dedo sucio. De cada bocadillo ha de ser el primero en morder, porque cada niño tiene un padre, y cada padre tiene que ganar dinero. Sobre sus estrechos es-quíes, ate¬rroriza a los niños pequeños en sus trineos. Es la última edi-ción de un astro brillante, que tiene la osadía de salir nuevamente cada día, pero siempre con una vestimen¬ta nueva. Nadie se le resiste, sólo su espalda tiene que tragar muchas muecas ocultas y desperdiciadas. Ya se ve como una formulación de su padre. La mujer no se enga¬ña, levanta vagamente la mano hacia el hijo lejano, que ha reconocido por la voz. Él adapta a los otros niños a su medida. Los corta con palabras, como el viento al paisa¬je, y los convierte en mugrientas colinas.

La mujer traza signos con la mano en el aire. No tiene que ganarse la vida, es mantenida por su marido. Cuando él vuelve del trabajo a casa y se ha ganado, al final del día, poner su rúbrica sobre ella. ¡Este niño no es casualidad! ¡El niño le pertenece a él! Ahora ya no ve a la Muerte.

Con amor contenido, busca a su hijo entre el montón de niños. Él gri-ta incansable. ¿Salió ya así de su seno? ¿O, para decirlo con palabras de su padre celestial, sólo por los desvíos (las represiones) del arte ha sido convertido en otro distinto del que cada uno es a esta edad? Este niño reclama de los que piensan de otra manera derechos tan amplios como Tratados de Estado, perpetúa la fór¬mula de su padre: ¡Saca más de ti! ¡Muy bien! ¡Una erec¬ción! De esta imagen se reviste el hombre, para poder mi¬rarse al espejo en todo momento. Y el niño, hecho de un ser que hace mucho que ha caído tras él, como escoria (la campana de su madre), pronto, en unos años, se proyec¬tará hacia el cielo, donde los pequeños ya son esperados para merendar.

El niño pasa a través de cámaras y camaradas como por apacibles puertas.

El frío se ha metido en los pies de la mujer. No mere¬ce la pena hablar de las suelas de sus zapatos, pero ella misma no suele hablar mucho. Estas chanclas no bastan para separarla del hielo del mundo. Se mete en él. Debe tener cuidado, deslizarse en vez de ser perseguida por otros, ¡tiene que ser una broma! No significa otra cosa que los sexos con sus cabezas doradas, más mal que bien, se desplieguen delante de los muebles, los únicos testi¬gos de sus capacidades. ¿Y si un día fueran arrojados con desprecio de las cumbres de sus deseos? La mujer se aferra a la balaustrada, pero avanza muy bien. Los víveres son arras-trados en torno hacia las casas, porque para las familias la comida es un punto vital. De los dientes de las mujeres salpican los copos de ave-na, me parece que tienen miedo a lo que los caros ingredientes puedan ha¬cer juntos en la sartén. Y los hombres se manifiestan de¬lante de sus platos. Los parados, en su alejamiento de to¬das las condiciones que Dios ha querido y bendecido con la alianza del matrimonio, apenas pueden permitirse vi¬vir, pero ya no tienen permiso para experimentar nada más, en el campo de deportes, en el cine con una hermo¬sa pelícu-la o en el café con una mujer hermosa. Sólo la utilización de su propia familia es gratis. Así uno se deli¬mita del otro mediante su sexo, que la naturaleza no pue¬de haber querido en esta forma. Y así la Naturaleza se comparte con nosotros, para que comamos sus produc¬tos y seamos comidos por los propietarios de las fábricas y bancos. Los intereses nos devoran el cabello. Tan sólo lo que el agua hace no lo sabe nadie. Pero lo que hemos he¬cho con el agua se ve enseguida, después de que la fá-bri¬ca de celulosa se ha vaciado en el arroyo, que corre sin descanso. Él llevará su veneno a cualquier otra parte, donde gusten de comer pes-cado. Las mujeres meten la cabeza en las bolsas de la compra, en las que han metido el dinero del paro. Han sido bien engañadas por el su¬permercado, que les transmite las ofertas especiales. ¡Ellas mismas fueron un día ofertas especiales! Y los hombres fueron escogidos por su valor. ¡Valen más de lo que creen en la oficina de empleo! Sentarse a la mesa de la cocina, beber cerveza y jugar a las cartas: ni un perro sería tan paciente, atado por las magníficas tiendas, con los pro¬ductos que se burlan de nosotros.

Nada se pierde, el Estado trabaja con lo que nosotros no vemos. ¿Adonde va nuestro dinero cuando por fin nos hemos librado de él? Las manos se sienten cálidas so¬bre los billetes, las monedas se funden en el puño, que sin embargo tiene que separarse de ellas. El tiempo de¬bería detenerse a primeros de mes, para que pudiéramos mirar un poco más nuestro caliente montoncillo de di¬nero, que apesta y exhala el vapor de nuestro trabajo, antes de meterlo en nuestras cuentas para que haga cre¬cer babosamente nuestras necesidades. Lo mejor es re¬posar en nuestro cálido y dorado estiércol. Pero el amor inquieto ya mira en tor-no nuestro, donde hay algo mejor que lo que ya tenemos. El esquí es algo que las personas que crecen como la hierba aquí, en su origen (¡en Mürz-zuschlag/Estiria, está el museo del esquí más famoso del mun-do!), conocen sólo de vista. Están tan profunda¬mente inclinados sobre el frío suelo que no encuentran el rastro. Otros se deslizan por delante de ellos constante¬mente, dejando a sus espaldas su miseria en los bos-ques.

Como un caballo, la mujer tira de sus riendas. Con desconcertada ro-pa de viaje, los extraños atraídos por los anuncios en las revistas espe-cializadas están repantiga¬dos en su sofá, la mayoría de ellos por pare-jas. Ante sus vasos, las mujeres sonríen con disimulo a los que tienen enfrente, y también los miembros de sus hombres re¬quieren esa inten-ción: ¡pero después, adelante! Los caba¬lleros no tienen complejos, e in-tercambian con gusto la bolsa de la comida. Con habilidad, se quedan de pie ante la mesa del salón y se echan las piernas de las mujeres a izquierda y derecha sobre los hombros, porque en casa ajena gusta sa-lir, pasajeramente, de las propias costum¬bres, sólo para después, con-solados, volver a los viejos hábitos en casa. Allí sus camas están en tie-rra firme, y a las mujeres, que van una vez a la semana a la peluque-ría, se les pasa por ellas para que florezcan. Los cuerpos acol¬chados re-botan en el acolchado paramento, como si nos hubiera tocado a la lote-ría una ilimitada provisión de vivencias. La ropa más íntima es vendida, para que la experiencia –como nosotras, las mujeres, gustamos de in-tentar sin resultado– sea siempre distinta cuando vienen a visitarnos para reencontrarnos y conservarnos en el sueño.

El director se ve incansablemente aguijoneado por su cuerpo y por las frivolidades de la prensa. Se toma li¬bertades, por ejemplo gusta de ori-nar, como los perros, contra su mujer, después de haber hecho con ella y sus vestidos una montañita que poder descender más empi¬nadamente. La escala del placer está abierta por arriba, para eso no necesitamos árbitros. El hombre utiliza y en¬sucia a la mujer como al papel que fabrica. Se cuida del bienestar y del dolor en su casa, saca ansioso su rabo de la bolsa antes aun de haber cerrado la puerta. Se lo mete en la boca a la mujer, reciente aún del carnicero, con tal fuerza que los dientes le crujen. Incluso cuando hay invi¬tados a cenar que lle-van luz a su espíritu, susurra al oído de su mujer futilidades sobre sus partes sexuales. Brutal, le mete mano por debajo del mantel, cultiva el surco de su arado, y delante de los socios juega con su terror gimiente, que tira de su cadena. La mujer no debe poder girar en torno a él, por eso la ata corto. No debe poder por menos de pensar siempre cómo podría embeberla con su solución de fuerte olor. La coge por el escote delante de los invitados, ríe y sirve los fiambres. ¿Quién de ellos no ne-cesita papel? y el cliente satisfecho es el rey. ¿Quién no tiene sentido del humor?

La mujer sigue adelante. Durante un tiempo, ese gran perro descono-cido la acompaña, esperando a ver si la puede morder en un pie, por-que no lleva unos buenos zapatos. La asociación de alpinistas lo ha ad-vertido, la Muerte espera en las montañas. La mujer da una patada al perro. Nadie más debe poder esperarla. En las casas pronto se encen-derá la luz, sucederá entonces lo verda¬dero y lo cálido, y en las cajas de las mujeres empezarán a repicar los pequeños martillos.

El valle, atravesado por los deseos de los campesinos subarrendados, que son hijos del cielo, pero no de su jefe de personal, se estrecha cada vez más, para recoger los pasos de la mujer como una pala excavado-ra. Pasa de largo ante las almas inmortales de los parados, que, como ordenó el Papa, son más de año en año. Los jóve¬nes huyen de sus pa-dres, y son perseguidos por sus mal¬diciones, agudas como hachazos, por los establos y paja¬res vacíos. La fábrica besa la tierra, de donde ha tomado a sus hombres, demasiado codiciosos. Tenemos que aprender a tratar racionalmente los recursos forestales y las subvenciones federa-les. El papel siempre será necesa¬rio. Fíjese: sin mapas, nuestros pasos conducirían al abis¬mo. Confusa, la mujer aprieta las manos dentro de los bolsillos del pijama. Su marido se ocupa de los desocu¬pados, créa-me, piensa en ellos y los entierra.
El arroyo de la montaña, en el que aquí, en su curso alto, todavía no saben nadar los productos químicos –tan sólo algunas veces, míseros desechos fecales hu¬manos–, se agita junto a la mujer en su lecho. Las laderas se hacen más empinadas. Allá delante, tras la curva, el quebra-do paisaje vuelve a soldarse. El viento se vuel¬ve más frío. La mujer se dobla profundamente sobre sí misma. Hoy, su marido la ha levantado ya dos veces a patadas. Después su batería pareció quedar por fin va-cía, y ansioso, a zancadas, abatió con sus neumáticos todos los obstá-culos hasta la fábrica. El suelo cruje, pero la tie¬rra mantiene los colmi-llos cerrados. A esta altura, apenas echa más que guijarros por sus bo-cas de volcán. Hace mucho que la mujer ya no siente los pies. Este ca-mino lle¬va como mucho una pequeña serrería, cerrada la mayor parte del tiempo. Quien no tiene nada que morder, tam¬poco tiene nada que serrar. Estamos solos. Las pocas cho¬zas y casitas al lado del camino son indiferentes, pero parecidas. De los tejados sale un humo antiguo. Los pro¬pietarios secan el torrente de sus lágrimas junto a la estu¬fa. Los desperdicios se apilan junto a las letrinas, desgas¬tadas cubetas de es-malte agotadas durante cincuenta años, y más. Montones de leña, ca-jas viejas, jaulas para conejos de las que salen chorros de sangre. Si el hombre mata, también matan el lobo y el zorro, sus grandes mo¬delos. Rondan los gallineros, taimados. Sólo avanzan de noche. Muchos ani-males domésticos cogen por su culpa la rabia, y atentan contra los hombres, sus superiores. Se miran, comida el uno para el otro.

Muy pequeña desde nuestra perspectiva, vemos a la mujer perderse al final de su camino. El sol está ya muy bajo. Se hunde torpemente en las paredes de roca. El co¬razón del niño palpita en otro lugar, y lo hace por el de¬porte. Este hijo de hombre, el hijo de la mujer, es en reali¬dad cobarde, huye con su instrumento hacia la planicie, y hace mucho que ya no se le oye. Ahora, como muy tar¬de, esta mujer tendría que regre-sar, delante sólo cuelga uno en la cruz, un dolor que desde entonces ha ensombrecido, grandioso, todos los demás padecimientos. En vista de la hermosa panorámica, no se sabe si habría que dilatar infinitamente el instante, y renunciar al resto del tiempo que a uno le queda. Las foto-grafías despiertan a menudo esa impresión, pero después nos alegra-mos de seguir viviendo y poder mirarlas. No es que podamos enviar ese tiempo restante que nos queda y recibir a cam¬bio un regalo publicitario. Todo debe volver a empezar siempre, nunca debe acabar algo. La gente va al campo, y quiere traerse una impresión, arrancada al suelo por sus pies cansados. Incluso los niños no quieren otra cosa que existir, y su-bir lo más rápido posible al telesilla, en cuanto han saltado fuera del co-che. Cobramos aliento, inocentes.

El hijo de esta mujer no ve más allá de sus narices. Sus padres tienen que hacerlo en su lugar, en su ciudad, en cuyas carreteras de salida re-zan porque su hijo pueda su¬perar a todos los demás. A punto de llorar, a veces vuel¬ve la boca hacia la madre, el rostro desembridado, libera¬do ya del yugo del violín. Y después su padre. En los bares de los hoteles de la ciudad, habla del cuerpo de su mujer como de la fundación de una asociación que pa¬trocine su fábrica, aunque pronto tenga que descen-der en la liga racional. De los labios del padre salen palabras punzantes y malolientes que no figuran en ningún libro. ¡No puede ser que una persona viva desgaste de ese modo y ni siquiera lea! Los siglos no con-siguen someter a este hombre, que se levanta una y otra vez. ¡Jesús, que no se le pueda matar!

Esta mañana temprano, la mujer ha estado paseando arriba y abajo, confusa, por el cuerpo de guardia, un puesto de su casa en el que espe-ra a que su marido la ol¬fatee y venga a besuquearla. ¿Quiere zumo de naranja o de pomelo? Furioso, él señala veloz las mermeladas. Está previsto que ella le espere hasta la noche, hasta que ven¬ga a reclinar su cabeza en ella. Todos los días pone su téc¬nica en aplicación, como lleva haciendo muchos años, y ¿no ha madurado un primoroso resulta-do? ¡Que alguien pueda alcanzar su objetivo como él quiere! Los hom-bres nacen con la diana en el pecho, y dejan que sus padres los envíen a cruzar las montañas sólo para después disparar a su vez sobre otros.

El suelo está completamente helado. Un cansado cas¬cajo salpica las planchas, como si alguien hubiera perdi¬do algo en este clima. El ayun-tamiento ha mandado es¬parcir grava, para que los vehículos no se rompan las ruedas. Las aceras no han sido cubiertas. El paseo ocioso de los parados sobre sus ligeras suelas pesa sobre el pre¬supuesto, pero apenas sobre la nieve. Y su destino con¬mueve a alguien cuyas manos están repletas de vasos de vino y platos del abundante buffet frío. Así, los políticos tienen que llenarse la boca de sus corazones desborda¬dos. La mujer afirma el pie contra la acera. Aquí reina la ley del catalizador: sin añadir dinero, el entorno no reac¬ciona ante nosotros, ambiciosos paseantes. E incluso el bosque tendría que morir. ¡Abrir las ventanas y meter dentro los sentimientos! La mujer muestra de qué está enfermo el mundo de los hombres.

Manoteando desvalida, Gerti está parada sobre una placa de hielo y se ofrece. El pijama ondula en torno a ella. Tiende las manos como para aferrar el aire. Las cor¬nejas chillan. Lanza los miembros hacia adelante, como si hubiera sembrado tempestades y no comprendiera el viento que sopla en torno a ella en el día de la madre, o en el abrevadero de su sexo cuando la boca del hombre apa¬rece bajo el mantel para recoger la nata. La mujer va siempre hacia la tierra, con la que a menudo es compara¬da para que se abra y engulla el miembro del hombre. ¿Quizá tumbarse un poco en la nieve? ¡No creería usted la cantidad de pares de zapatos que esta mujer ha dejado en casa! ¿Quién la anima siempre a comprar aún más vestidos? Para este director, las personas cuentan sim¬plemente en tanto que son personas y son consumidas o pueden ser convertidas en consumidores. De este modo se habla a los desemplea-dos de esta región, que han sido pensados como alimento para la fábri-ca y sin embargo quieren comer ellos mismos. Cuentan doble para el di¬rector si tocan un instrumento o saben cantar un gorgori¬to. Trémolos y armónica. El tiempo pasa, pero aún debe dirigirse a nosotros. Ni un instante de paz. El equipo estereofónico canta eternamente, ¡escúchelo si tiene pa¬ciencia, pero no un violín! La habitación se eleva, un rayo de luz llega hasta nosotros, los gastos para deporte y tiempo libre crecen beatíficamente hasta el cielo, y la gente es moldeada de nuevo sobre las mesas de opera¬ciones hasta que se vuelve soportable.


5

Del supermercado desbordan las mercancías que man¬tienen presas a las personas. El sábado, el hombre debe actuar de pareja y ayudar a recogerlas en las redes, y los pescadores cantan. Entretanto, el hombre ha aprendido esta forma sencilla y malvada de hacer las cosas. Mudo, vaga por entre las mujeres, que pagan su calderilla y combaten el hambre. ¿Cómo van a llegar dos personas a esta unidad, si ni siquiera se pueden cerrar las cadenas humanas por la paz? La mujer se ve acompañada, los pa¬quetes y bolsas son cargados sin bronca ni tumulto. De este modo el director se acomoda entre la gente, les quita el sitio y controla lo que se compra, aunque eso sería ta¬rea de su ama de llaves. Él, un Dios, vaga por entre sus criaturas, que son menos que niños y sucumben bajo ten¬taciones más ilimitadas que el mar. Mira en los carri-tos de los demás, y también en los escotes ajenos, en los que ladran testarudos enfriamientos y deseos testarudos se mantienen ocultos ba-jo los pañuelos. Con frecuencia las casas son frías y húmedas, tan cerca del río. Cuando ve a su mujer, cuya mano titubea dentro del frigorífico sobre toda aquella mortandad, hasta alcanzar un paquete transparente, cuando ve su escasa presencia física, su hermoso vestido, le asalta una terrible impaciencia por hacerle sentir su peso en carne; por hacer que su badajo, para el que todo aquí es tan venal, tan abundante, tan ac¬cesible como un trozo de papel, se hinche bajo los débiles dedos de ella hasta alcanzar el brillo de la madurez. Bajo su débil garra pintada quie-re él ver crecer su cachorro, y volverlo a la calma dentro de la mujer. ¡Ella debe esfor¬zarse de una vez, dentro de su camisón de seda! Que no tenga él siempre que hacer el trabajo de alzar sus pechos y ponerlos en el plato de sus manos. Alguna vez debe servirse ella, ofrecerse con la más servicial complacencia, sin que él tenga que pasar media hora sa-cando con los dedos los frutos del cáliz. Es inútil. Él se retrasa un poco al llegar a la caja, y abarca el bostezante vacío de su pro¬piedad, ante la que las mercancías eran hombrecillos. Bailan a su alrededor varios em-pleados del supermerca¬do a los que ha arrebatado los hijos, unos para la fábrica, los otros porque ahora tienen que emigrar o entregarse al al-cohol. ¡El tiempo no se le hace demasiado largo a este Señor!

Las bolsas de la compra, que han cumplido su mi¬sión, susurran por el suelo del vestíbulo, impulsadas por las patadas del director. A veces, en furiosos ataques de ira, patea de tal modo la comida que la manda por los ai¬res. Entonces, arroja a la mujer sobre el lecho de produc¬tos y completa la imagen con ella, que ya tiene permiso para respirar su aire y chupar su pene y su ano. Ejercita¬do, coge al vuelo sus pechos al salir del vestido y, mar¬chitándose ya, los ata con cintas por la raíz, convir-tién¬dolos en tensos globos. Coge a la mujer por la nuca y se inclina so-bre ella, como si quisiera levantarla y meterla al saco. Los muebles pa-san ante ella como en una visita re¬lámpago. Los vestidos ya están des-parramados, y los dos se empotran el uno en el otro más de lo que de-pen¬derían el uno del otro. Este trecho ya ha sido pastado desde hace años. Estremeciéndose, el director saca su producto, papel no es. Es una mercancía más dura, tal como se necesita en tiempos más duros. Los hombres gustan de enseñarse entre ellos lo más oculto, como muestra de que no tienen nada que ocultar y es cierto todo lo que tie-nen que decir a sus parejas que inagota¬blemente se derraman. Envían a sus miembros, los úni¬cos mensajeros que siempre vuelven a ellos. Del dinero no se puede decir lo mismo, aunque sea más amado que el más amado de los cascos y cuernos del amante, que ya roen los perros. Temblando y gritando se expulsan los productos, las diminutas fábricas del cuerpo muelen y crujen, y la humilde propiedad –dificultada sólo por la felicidad que sale dando tumbos del aparato de televi¬sión, que habla en solitario–, se vierte, manantial, en un solitario estanque de sueño, en el que se puede soñar con mercancías más grandes y pro-ductos más caros. Y el hombre florece junto a la orilla.

La mujer yace desparramada, abierta al mundo, en el suelo, con ali-mentos viscosos esparcidos sobre ella, y es subastada por un efecto y varios efectos. Sólo su marido negocia con ella, y negocia completa-mente solo. Y ya cae en el amueblado vacío de la habitación. Sólo su propio cuerpo le hace justicia, y cuando lo desea puede hacerse oír y retumbar en el deporte. Como una rana, la mujer tiene que abrir las piernas hacia los lados, para que su marido pueda mirar dentro de ella lo más posible, hasta la Audiencia Provincial para Causas Penales, y exami¬narla. Está por entero bañada y cagada por él, tiene que levan-tarse, dejar caer al suelo las últimas cáscaras e ir a buscar una esponja para limpiar al hombre, ese enemigo irreconciliable de su sexo, de sí mismo y del flujo que ella ha producido. Él le mete el índice derecho bien hondo en el ano, y con los pezones colgando ella se arrodilla sobre
él y limpia, el cabello en los ojos y en la boca, sudor en la frente, sa-liva ajena en la garganta, la blanca ballena ase¬sina allí ante ella, hasta que la amable luz se pone, llega la noche y este animal empieza a fus-tigarla de nuevo con su rabo.

De vuelta del supermercado, acostumbran a guardar silencio. Algunos pasan corriendo ante ellos, probando sus caballos de potencia, y son conservados, implaca¬bles, en la memoria. Los recipientes de leche al borde del camino, atravesados por el yermo aliento del átomo, es¬tán listos para ser recogidos. Las cooperativas agrícolas se persiguen unas a otras por la comarca, por motivos de competencia, también para no estar expuestas demasia¬do tiempo a la vista de los pequeños campesi-nos, que no dan mucha leche y a los que ni siquiera se puede sangrar del todo. La mujer se envuelve en la oscuridad de su si¬lencio. Después, para humillar a su esposo, vuelve a reír¬se sin parar de las pedantes alambradas patriarcales en las que su cerebro se enreda cuando mira los dedos de la cajera. Y, como tantas mujeres de parados, sólo puede co¬meter pequeños errores. El director se desliza sigilosa¬mente a su la-do, y ella tiene que volver a teclearlo todo, para que no se registre ni un artículo de más. Es casi como en su fábrica, sólo que los hombres son más pe¬queños y llevan vestimenta de mujer, desde la que se aso-man a otear, porque a su vez les viene pequeña la ves¬timenta de su es-tructura familiar. Tienden las alas, y de sus cuerpos salen disparados los niños, a cuyos ojos re¬cién abiertos lanzan sus rayos los padres. Los confusos rebaños de las clientes pasan en su furia compradora ante los hechizados por las mercancías, para poder vol¬ver a desaparecer pronto dentro de sus tumbas. Como rocas se apilan sus cabezas ante las ofer-tas especiales. No reciben regalos, antes bien ven disminuir una parte de

las ganancias conseguidas en la fábrica de papel. Horro¬rizadas, se quedan paradas ante su superior, al que no es¬peraban ver aquí, en el que apenas habían pensado. A menudo nos sorprenden en las puertas gentes con las que no habíamos contado, y se nos hace responsables de su alimentación. Barritas saladas, galletitas en forma de pez y pata-tas fritas es todo lo que podemos ofrecerles, en nuestras pobres som-bras.

Abismos de estanterías se lanzan hacia el lejano hori¬zonte. El racimo humano se divide, los últimos deseos de los clientes se escurren del cansancio matinal de los hom¬bros, como los portadores de camisetas empapadas de sudor. Hermanas, madres, hijas. Y la santa pareja de di¬rectores se dirige otra vez, en eterno retorno, al estableci¬miento peni-tenciario de su sexo, donde se puede clamar cuanto se quiera por la re-dención. Pero de los labios y agujeros no se derrama en la celda y so-bre sus manos tendidas más que una comida tibia y espantosa. El sexo, exactamente igual que la Naturaleza, no se puede disfru¬tar sin su apéndice, sin su pequeña banda de productos y producciones. Se le ro-dea amablemente con artículos de primera calidad de la industria del textil y de la cosméti¬ca. Sí, y quizá el sexo sea la naturaleza del ser humano, quiero decir, que la naturaleza del hombre consista quizá en correr detrás del sexo, hasta que, visto en su integri¬dad y en sus limi-taciones, se vuelve tan importante como él. Un símil le convencerá a usted: el ser humano es lo que come. Hasta que el trabajo le convierte en un sucio montón, en un muñeco de nieve fundida. Hasta que, lle¬no de cardenales desde su nacimiento, se le cierra hasta el último agujero en el que esconderse. Sí, los hombres, hasta que al fin son interrogados y conocen la verdad so¬bre sí mismos... Entretanto escúcheme: Estos indignos son importantes y hospitalarios un único día, cuando se casan. Pero ya un año después se les piden responsabili¬dades por sus muebles y vehículos. Sucede una deten¬ción masiva cuando ya no pueden pagar los plazos. ¡Pa¬gan a plazos hasta las camas en las que se revuelcan! Sonríen a los rostros de los extraños que los llevan a sus pesebres, pa-ra que puedan hacer volar unas briznas de heno al aliento de su sueño, antes de seguir adelante. Pero nosotros tenemos que levantarnos todos los días a horas intempestivas, somos forasteros y estamos lejos, y so-lamente vemos nuestra pequeña calle, donde entretan¬to nuestras pri-morosas parejas son codiciadas y usadas por otros. Y en las mujeres debe arder un fuego. Pero no son más que muertos nidos de pasión, sobre los que la sombra del atardecer cae ya en la mañana, cuando desde las gargantas de sus camas en las buhardillas, donde tie¬nen que atender a los niños, reptan directamente hasta el estómago de la fábri-ca. ¡Váyase a casa, si está cansada de esto! ¡No se le envidia, y hace mucho que su belleza ya no desarma a nadie, más bien la abandona con ligeros pasos y pone en marcha su coche allá donde cae el rocío y brilla bajo los primeros rayos, muy al contrario que su pelo romo!

La fábrica. Oh, cómo domina a los iletrados que aflu¬yen a ella por in-agotables tubos. ¡Cómo supera a los equipos estereofónicos en incan-sable ruido! ¡La casa de ese hombre, es decir, la casa del director en su celda para dos, que nos deja atrás, inefablemente refrescados, cada vez que accionamos las máquinas de Coca-Cola! Una carpa de luz y se-res vivos en la que se fabrica papel. La competencia aprieta las clavijas a este lugar, y cepilla a todos los empleados hasta dejarlos convertidos en finas tablitas lo más iguales posible. El consorcio que posee la fábri-ca de la región vecina es más poderoso, y está situa¬do en una arteria más productiva, en la que pueden ir a sangrar y agotar sus jugos. La madera es triturada hasta desaparecer, y llega a la fábrica de celulosa, y después la celulosa va a la fábrica de papel, donde otros triturados hasta desaparecer la elaboran, por lo menos eso he oído, y estoy con-tenta de que yo, que soy libre, puedo vomitar mi eco en el tranquilo bosque, en la hora en que aprieta el calor. El ejército de los que como yo, irresponsables, leen periódicos en las letrinas, arranca los árboles del bosque para poder sentarse en su lugar y poder desenvolver el pa-pel con la comida. Por la noche la gente bebe y se preo¬cupa. Si surge una discusión, la multitud se precipita, flatulenta y borracha, en profun-didades nocturnas.

La fábrica ha llegado hasta el bosque, pero hace mu¬cho que ansia otro país en el que poder producir más ba¬rato. Los divinos carteles en las carreteras de salida del país atraen a la gente, y ya se lanzan por los railes de sus trenes eléctricos. Se ajustan las agujas, y también el Señor Director está sujeto a una Instancia Superior, mientras engulle fondos públicos. La política del propietario, al que nadie conoce, es im-previsible. A las cinco de la ma¬ñana, la gente se duerme en los semáfo-ros, cuando tiene que hacer cien kilómetros para ir a la fábrica, y en el últi¬mo cruce sucumben a la sagrada luz roja, que juega con ellos, y son muertos por no quitar el pie del acelerador y el sueño de la diversión del sábado por la tarde. Nunca más verán los delicados movimientos en la pantalla de la que, resollando y pateando, han recibido el sustento du¬rante años.

Por eso dejan a sus mujeres resonar una vez más, para no tener que oír las trompetas del Juicio Final por lo me¬nos hasta el próximo primero de mes. En este lugar, los rumores y los tribunales no callan nunca, y los desahu¬ciados por los bancos beben de las canaleras y se comen las últimas migajas. Y detrás de ellos hay una mujer que querría tener di-nero para la casa, y libros y cuadernos nuevos para los niños. Todos ellos dependen del direc¬tor, este niño grande de carácter apacible, pero que pue¬de cambiar de pronto como una vela al viento y estallar, y en-tonces todos estamos en el mismo barco y nos lanza¬mos rápido sobre la borda grande y tempestuosa, a la que nos hemos lanzado en el últi-mo instante porque no sabemos emplear mejor nuestro canto coral de sirena. In¬cluso en la cólera se nos olvida, sólo crece la úlcera en no¬sotros, y crecemos como la mala hierba.


6

La mujer se aferra, no encontrando en su trastorno la sa¬lida de emer-gencia de sus recuerdos, a la cerca de un vie¬jo almacén de bombas de los bomberos voluntarios. Co¬rre libremente, sin correa. Su cabeza se ha librado de los cacharros sin fregar. Ahora ya no escucha el familiar chi¬rriar y tintinear de las campanillas de sus riendas. Se alza en silencio sobre sí misma, como una llamarada. Así deja la alegre compañía de su bravo marido, en el que uno puede confiar con los ojos cerrados, y que sigue crecien¬do, pisando sin respeto las llamas que salen de sus geni¬tales, así como la compañía de su hijo, patentado por el profesor de violín, para que los dos puedan gritar y au¬llar juntos. Ante ella sólo está el frío viento huracanado de la montaña; el campo está cubierto de dé-biles trazos de senderos que conducen al bosque. Oscurece. En sus cel-das, las mujeres sangran por el cerebro y por el sexo al que pertene-cen. Lo que ellas han criado, tienen ahora que cuidarlo y mantenerlo vi-vo con sus brazos, sobrecar¬gados de todas formas por sus esperanzas.

La mujer se mueve sobre el canal helado del acceso al valle, se tam-balea torpe sobre los congelados témpanos. Aquí y allá, las puertas abiertas de un establo dejan ver animales, y después nada más. Los anos de los animales están vueltos hacia ella, palpitantes cráteres de estiércol. El campesino no se apresura precisamente a rastrillar el cieno bajo sus cuartos traseros. En los establos masificados de las zonas más ricas, cuando cagan a destiempo re¬ciben descargas eléctricas del yugo que llevan en la cabe¬za, el entrenador de vacas. Junto a las chozas, mí-seros haces de leña que se pegan a las paredes. Lo menos que aquí se puede decir del hombre y del animal es que la nieve los reclama sua-vemente. Siguen asomando plantas sueltas, hierbas duras. Ramas heladas juguetean con el agua. ¡Arribar precisamente aquí, donde hasta el eco se quiebra, a esta orilla convertida en hielo! En la Naturale¬za está comprendida su grandeza, algo más pequeño que ella nunca suscitaría nuestro agrado, ni aguijonearía nuestra coquetería para hacernos com-prar un vestido ti¬rolés o un traje de cazador. Como vehículos a países leja¬nos, así nos acercamos nosotros, como astros, al Infinito de este paisaje. Sencillamente, no podemos quedarnos en casa; se nos ofrece posada, para que nuestros pasos hallen dónde pararse y la Naturaleza sea contenida en sus barreras, aquí hay un corral para renos domesti-ca¬dos, allá un sendero para principiantes. Y ya estamos al cabo de la calle. Ninguna roca nos rechaza iracunda, al contrario, miramos hacia la orilla, repleta de envases de leche y latas de conservas vacías, y cono-cemos los límites que la Naturaleza ha puesto a nuestro consumo. La pri¬mavera lo sacará todo a la luz. Esa pálida mancha de sol en el cielo, y en la tierra unas pocas especies. El aire es muy seco. La mujer... se le congela el aliento al salir de la boca, que cubre con una esquina de su pijama de nylon rosa. En principio, la vida está abierta a todo el mundo.

El viento le arranca la voz. Un grito involuntario, no muy agudo, sale de sus pulmones, un sonido sordo. Tan desvalido como el campo del ni-ño, del que los sonidos se sacan a golpes, pero que ya se ha acostum-brado bien. Ella no puede ayudar a su querido hijo contra su padre, porque al fin y al cabo el padre ha rellenado el cupón de pedido de ex-tras como música y turismo. Ahora, eso queda a sus espaldas. Quizá ahora su hijo se lance entro¬metido hacia el valle, hacia el crepúsculo, como una ma¬riquita de plástico puesta boca arriba en la fuente de plás-tico de un trineo, servido echando humo sobre ella. Pronto todos esta-rán en casa y comerán, con el susto del día, que parieron gritando so-bre los esquíes, todavía en el corazón. ¡Al final el niño termina con el trineo en las orejas! La última suciedad. De que los niños existan y co¬rran por sí solos, como el tiempo, son responsables las mujeres, que embuten la comida en esos pequeños retra¬tos de ellas o de sus padres, y que les marcan el rumbo. Y con su aguijón el padre lanza al hijo a la pista, donde puede ser señor de los desnortados.

La mujer golpea sin sentido con el puño contra la ba¬laustrada. La úl-tima choza ha quedado atrás hace ya lar¬go tiempo. El llanto de un niño habla claramente de lo hermoso que es vivir cuando uno se deja envol-ver por las circunstancias como por un pañal. Con ojos muy abiertos, la mujer tiene que recorrer siempre nuevos ca¬minos. Siempre ha sentido el impulso de salir del tubo de su casa, al exterior. A menudo se ha ex-traviado, y algunas veces ha ido a parar, confusa, al cuartelillo de la gendar¬mería. Allí se le ofrecían para descansar los brazos de los funcio-narios; con las pobres gentes que pagan demasia¬do en la taberna se gastan otros modos. Ahora, Gerti está quieta en medio de los elemen-tos, que pronto yacerán bajo las estrellas. El niño, que será su supervi-viente, se lanza impertinente por las huellas dejadas por los otros y al viento de la carrera que él mismo produce. Los demás, cargados de presagios, prefieren no cruzarse en su cami¬no, pero la madre viaja, arrastrada por su voluntad, de valle en valle, para comprarle algo. Aho-ra está como dor¬mida. Se ha ido. Los habitantes del pueblo atisban su imagen tras las ventanas y buscan la manera de salirle al paso, para que les eche buenas palabras en la hucha. Sus cursos de música méto-do Orff para niños, de los que los pequeños intentan escapar con bas-tante frecuencia, ase¬guran a los padres sus puestos en la fábrica. El ni-ño que¬da en prenda. Chicharrean y vibran con carracas, flautas dulces y zambombazos por el estilo, ¿y por qué? Porque la mano de su bonda-doso padre protector y su fábrica (¡ese cobijo!) los ha enganchado co-mo cebo en el fondo. A veces el director pasa por allí, coge en brazos a las niñas, juguetea con el borde de sus faldas y con los vestiditos como dedales de las muñecas, en cuyas profundidades abismales aún no se atreve a nadar. Pero todo ocurre bajo su mano, los niños juegan con las raíces superficiales que son los instrumentos musicales, y bajo ellos, donde se abren sus cuerpos, un dedo espantoso se abre camino ha¬cia el claro del bosque, lentamente, como en sueños. Sólo una hora des-pués, los niños volverán a estar protegidos por el aliento seguro de sus madres. Dejad venir a los ni¬ños, para que la familia pueda cenar en un ambiente cor¬dial, en un camino iluminado por el sol y encarrilado por discos bien desgastados de música clásica. Y la profesora consigue un aplazamiento en cuanto los niños llenan el cuarto, se sienta muy tran-quila en su departamento, tras cuyas ventanas el jefe de estación mue-ve los labios, has¬ta que el tren ha salido.

El director da por bueno todo lo que hace su mujer, y ella soporta su obediente plantita carnosa dentro de su salud. Él casi parece asombra-do de cómo su abono de humus desaparece una y otra vez en su silen-cioso agujero, que conoce bien, de cómo una y otra vez su carga cha¬potea sobre la cubierta de su navío. A veces, asustada, de sus mangas sale una pieza de piano, y vuelve a marchi¬tarse. Los niños no entienden nada, sólo que les acarician la tripa y las caras internas de sus muslos agitados. Los que no tienen talento musical no han aprendido una len¬gua extranjera. Por el rabillo de los ojos aburridos miran al exterior, donde podrían tumbarse sin ser molestados. El director viene de su co-ro celestial, en el que sus padres languidecen, y con las puntas de los dedos este Dios tro¬nante atrapa las fresas que han crecido ya en las frías cu¬nas de duro acolchado.

Excita al hombre hasta ponerlo al rojo blanco, hasta darse contra las paredes, esa diminuta protuberancia que hasta los niños tienen, y que él ha extirpado de la car¬ne de la mujer con dos dedos, para trepar por ella. Que la mujer se limite a estar ahí no le basta. Sencillamente tie¬ne que expandirse en ella, levantar los pies y lanzarse dentro de ella. ¿Acaso no puede buscar un poco de refu¬gio y descanso en ella? A ve-ces, todavía temblando con el retumbar de su pesada aleta, se disculpa, casi con emba¬razo, ante este manso animal, al que no es capaz de mar¬car con su hierro, aunque ya ha engullido y vuelto a es¬cupir cada milímetro de su piel. ¡Hasta dónde hemos llegado, que uno se aver-güenza de sus honorables pro¬ductos conyugales!

Sucede que algunos, cuando ya es casi de noche, van de pueblo en pueblo con sus pequeños vehículos, y la ca¬rnada de los altavoces esté-reo se les pega con música a la cabeza. Un conductor, pasajero de su coche, se detiene al lado de la mujer. Las ruedas salpican. La grava gruesa de la pista forestal. La mayoría de los hombres conoce mejor la biografía de sus coches que la autobiografía de sus mujeres. ¿Qué, con usted es distinto? ¿Se conoce tan bien a sí mismo como la persona sen-cilla que le revisa de pies a cabeza todos los días? ¿La que le retira los preservati¬vos usados como un carroñero de la vida? ¡Entonces, ya pue-de estar satisfecho!

¡Todos los que pretendan pasar la noche bebiendo, que se pongan en pie y pasen a este lado! El resto para aquellos que deseen beberse la noche misma hasta sentir inclinación por otra persona. La noche, que ha nacido para abarcar todas esas botellas: la juventud, que patalea y brama desde los pañales de sus revistas ilustradas. Ahora puede por fin romper el recipiente de cristal del que gotea el aguardiente, y en el que ha crecido como una bombilla, y hacer que le enseñen el reverso de las manos en las discotecas y el rostro de las barandillas de acero de los puentes. Así va el mundo. Directamente dentro de nosotros. Jóvenes desempleados se apretujan ante el camino que sale al aire libre. Salva-jes, atormentan pequeños animales, de los que podrían adueñarse, en es¬tablos silenciosos. No se les acepta en los talleres de re¬paraciones y los centelleantes salones de peluquería de la ciudad provinciana. La fá-brica de papel se hace la dor¬mida, para ahorrarse las tijeras (las inco-modidades) so¬ciales, cuando los muchachos del pueblo protestan con¬tra ella con sus alitas plegadas, las cabezas encogidas, porque también querrían remover las calderas de papel entre los muchos otros. En lugar de eso, se limitan a mi¬rar el fondo del vaso. Ya llevan su mejor ropa los días la¬borables. Quien tiene una pequeña explotación en casa, es el primero en huir de la fábrica, y en casa hace a la mujer la mayor explo-tación. Parece poder alimentarse autárquicamente y cosechar la abun-dancia divina. El co¬razón de aquel que hace matanza en su casa no puede entregarse por entero a la fábrica, declara el jefe de personal. O una cosa u otra. Los niños enferman. Los padres se ahorcan. Ningún dinero les va a compensar.
Este conductor, invitado personalmente por su coche, conduce pega-do a la mujer por el suelo helado. Con lo jo¬ven que es, ha terminado ya estudios de derecho y un curso intensivo de frivolidad. Tiene incluso padres –de los que no tiene que preocuparse– en el árido camino que ha de cubrir el alto funcionario hasta su sólido y he¬reditario lugar en el cartel electoral del Partido Popular austriaco. Este camino es tan largo como el que nosotros hacemos de la puerta a la calefacción y el perió-dico, que tan cómodo nos resulta a todos en este Estado de clase me-dia. Los padres se han comprado aquí, sin mayores problemas, a base de cuentas de ahorro-vivienda, una casa de fin de semana. La casa sir-ve al descanso, al de¬porte y al descanso antes y después del deporte. Este jo¬ven es, en cambio, miembro de una exclusiva asociación estu-diantil, donde la nobleza despega los ojos de los ciu¬dadanos para volver a pegárselos enseguida. Lo que este muchacho no consigue, es que no merece la pena publi¬carlo en el Quién es Quién de la juventud vienesa. Su per¬tenencia a la asociación no es algo decisivo para él, pero no estar es no ser. Los pequeños caen sin compasión los unos sobre los otros, pero los grandes hacen brillar su luz y ascienden, en medio de las som-bras poderosas que anuncian su vanidad, sobre las manos y las cabezas de los otros. Entonces abren sus intestinos, y sus alas se hin¬chan con el viento que hacen. No se les ve venir, pero de repente están en el Go-bierno y en el Parlamento. Tam¬bién los productos del campo se ven apetitosos en las es¬tanterías, hasta que, sólo al llegar al estómago, desplie¬gan su veneno.

La mujer se ve obligada a detenerse. Ha estado ne¬vando día y noche. El aire de la montaña duele. Los rayos de sol que caían por entre los árboles han desaparecido ahora. El joven frena tan violentamente, que algunos li¬bros, que hacía mucho que se habían vuelto contra él, le caen encima. Se desparraman por el suelo del asiento de¬lantero. La mujer mira de través la ventanilla y una cabe¬za que ayer por la tarde, como los hombres sin esperanza a los que aquí les arde el suelo bajo los pies, dejó pasar sin prestarle atención. Se conocen de vista, pero no se han guardado el uno dentro del otro. El estudiante menciona algunos nom-bres queridos que ella tendría que conocer. Las cumbres en torno bri-llan bajo su cofia de nieve, que llega hasta muy hondo, hasta el taller de los hombres donde se forjan los deseos de un nuevo equipo de es-quí.

Entretanto el director, un hombre a prueba de im¬puestos, espera en su oficina, y ya no nos sirve de nada llamar a su puerta. Los hijos de los campesinos llegan a él, golpeados en casa por sus padres y rumiados por el ganado, y se arriesgan a dar el paso al grupo de salarios bajos de la Industria. Y pronto ven a las mujeres y las sa¬ludan con fuertes ladri-dos, mientras ellas se pintan las uñas en el coche, con el semáforo en rojo. Son nuestros pequeños invitados a la mesa puesta, para que se den cuenta pronto de que no son bienvenidos a la estructura social. Desde su sitio, ni siquiera pueden ver la mesa lle¬na de cargas sociales, se sientan sobre los fondillos de sus pantalones de cuero y dan gritos porque alguien se pre¬senta como su diputado y quiere beberse su con-centrado de zumo vital recién exprimido. Parecen hijos de la tie¬rra, hechos para amar y para sufrir. Pero un año después ya no elogian na-da más que el rápido viaje que les pega el cabello a la cabeza, desde la motocicleta al Volkswagen usado. Y el río fluye audaz, y los acoge al fin sin hacer preguntas.

La mujer está tan cansada que parece ir a caer de bru¬ces con toda su aún pasable figura, oculta la mayor parte de las veces por su marido. Los ojos del mundo descan¬san en ella aunque no haga sino dar un pa-so. Está ente¬rrada bajo sus posesiones, que se alzan como olas y rom¬pen en espuma de limpiadores suaves, de un horizonte bajo al siguien-te. Entonces llegan los diligentes villanos con sus valerosos perros, y la desentierran en mil con¬versaciones sobre lo que hace y deja de hacer. Casi nadie podría decir qué aspecto tiene, pero lo que lleva, ¡ese can¬to de alabanza sí que debería oírlo la comunidad el do¬mingo en la iglesia! Mil pequeñas voces y llamas que se elevan al cielo desde el taller som-brío en el que los perió¬dicos han preparado a la gente para eso, y con barro los han modelado para ser recipientes. El director se encarga de la cesta de la compra, y es el gallo en el gallinero. Las mujeres del pue-blo sólo son un anexo a la carne de los hombres, no, no os envidio. Y los hombres caen como heno seco sobre los impresos de los ordenado-res, donde su destino está apuntado junto con las horas que tienen que hacer para poder tocar felizmente las mejores cuer¬das de la vida. No queda tiempo para jugar con los niños después del trabajo. Los periódi-cos giran al viento como veletas, y cantando los empleados de la fábri-ca de papel pueden hacerse aire. En el colegio, no sé, allí todos eran buenos. Tienen que olvidarlo cuando, después, se con¬vierten en plazas vacías en las profesiones, el comercio y la industria, o en agujeros ne-gros en el tejido de la com¬petición deportiva. Se les organizan juegos para la juven¬tud del mundo, pero cuando lo saben es demasiado tar¬de, y resbalan siempre por la sosa pendiente delante de su casa, que por otro camino helado lleva al estanco, donde se enteran de quién ha ga-nado. Lo ven todo en te¬levisión, y quieren ser cocidos en la misma deli-cada manera. El deporte es lo más sagrado que pueden alcanzar con sus manos atadas. Es como el vagón restaurante del tren, que no es imprescindible, pero une lo inútil con lo desagradable así se va tirando.

Saliendo de la oscuridad, la mujer del director se ve obligada a subir a ese vehículo para no congelarse. No debe ofrecer resistencia, pero tampoco quedarse a un lado, como gustan de hacer las mujeres cuan-do, como ca¬minos embarrados, primero sirven la comida a su fami¬lia y luego se la amargan con sus quejas. El hombre vive todo el día de su hermosa imagen, y al llegar la noche ellas se lamentan y se quejan. Desde el palco de sus ven¬tanas, en las que las flores y hojas forman una pinchosa defensa hacia el exterior, contemplan los arcos que otros tensan, y dejan flojos, agotados, sus propios afanes. Se visten la ropa de los domingos, cocinan para tres días, sa¬len de la casa y se arrojan –lo que uno se busca es lo que tiene– al río o al pantano.
El estudiante observa las zapatillas de la mujer. Ayu¬dar es su profe-sión. Esta mujer está quieta sobre las sue¬las de papel de las mujeres domadas, que, desesperadas, rumian durante horas la comida que sus familias han despreciado. Bebe un trago de una botella en edición de bolsillo que se le pone ante la boca. Ella, y las del pueblo, y todas noso-tras: Volvemos el rostro, que gotea y se de¬rrite, hacia el fogón, y con-tamos las cucharadas con las que nos consumimos. La mujer susurra algo al joven, ha llamado a la puerta adecuada, porque también él sue-le caerse, borracho, de la mesa de confraternización, de la mesa de los obligadores legales. Él repara en su mirada. Apenas susurran los senti-mientos, su cabeza somnolienta se hunde en el hombro de él. En el co-che chirrían las ruedas, que quieren avanzar. Un animal se yergue, ha oído el arranque, y también el joven está dispuesto a hur¬gar en la ropa gastada de esta mujer, en busca de algo de calderilla. Por una vez ha pasado algo distinto, algo nue¬vo, algo indecente, inesperado, a lo que poder después echar sobre los hombros un capote de conversaciones de apariencia trivial. Hace mucho que sus compañeros de la asociación han capturado sus primeras presas, y se han puesto por los hombros la piel que antaño fuera cepilla¬da por una madre cariñosa. Ahora, por fin, se puede echar a los propios deseos, que tiran impacientes de la cade-na, algo que comer que haya sido arrancado de otra persona, para que se hagan grandes y fuertes y un día se vean rodeados por los peces grandes en el océano de la planta del jefe. Sí, la Naturaleza habla en serio, y nos gus¬ta encadenarla para conseguir algo contra su voluntad. ¡En vano se debate el elemento, ya lo hemos montado!


7

Alrededor caen los hombres oprimidos, a raudales, so¬bre las escale-ras y atrios decorados, en la falta de con¬ciencia de sus dominadores. No equivocan el tiro sobre sus mansas pieles. Impertinente, la radio grita por la ma¬ñana que hay que levantarse. Y enseguida se les escapa bajo los pies el cálido suelo del amor, su sábana empapa¬da de sudor. Ahora tantean en busca de sus mujeres, y ensucian sus míseras propiedades, tan solícitamente guardadas. El tiempo sopla dulcemente. Los hombres tienen que producir hasta que pasan a la jubilación. Has¬ta que están pagados todos los plazos de lo que durante toda su vida, con los ojos cerrados, creían poseer, sólo porque, invitados, podían ocuparlo, mien-tras sus muje¬res han extorsionado la vida de las cosas con su continuo uso. Sólo las mujeres están realmente en casa. Los hom¬bres trotan por entre la hojarasca en la noche, y saltan a la pista de baile. La fábrica de papel. Vuelve a echar a los hombres, después de haber sido razonable durante años. Pero primero van al piso de arriba, a recoger sus docu¬mentos.

La señora directora está en medio de ellos, blanca y silenciosa. No hace ni siquiera un buen asado, como una de nosotras, contenta de se-guir viviendo. Se le llevan los pequeños para que aprendan a cantar y bailar. Hasta que esa nutritiva música enmudece un día y la fábrica lan-za su aullido sobre las montañas. Temprano, los padres orientan som-nolientos los chapoteantes grifos a la pila; más rudamente despiertan ya los aprendices, sobre los que se echa la música con pala, apenas los afina el des¬pertador. Los cuerpos medio desnudos se alzan ante los es-pejos del cuarto de baño recién alicatado, relucen las cadenas, los grifi-llos gritan impertinentes desde las bra¬guetas, y su agua caliente es evacuada fielmente. Este aseo es quizá un espejo de usted mismo. ¡Así que trátelo tal como quisiera ser tratado!

Un coche ha aparcado ante la mujer del director. Un animal se asoma y salta hacia el bosque, donde ahora está en calma. Por supuesto, en verano también se mecen allí las balsas de la vida, pesadamente carga-das, que los hombres van a descargar a la Naturaleza, donde se ali¬vian. El coche está caliente, enseguida el cielo parece mu¬cho más bajo. El tiempo se inclina, y surge la inclinación. En el bosque se despliegan los renos, a los que, en invier¬no, todavía les va peor que a nosotros. La mujer llora contra el salpicadero, y busca en la guantera pañuelos para calmar su aflicción. El coche arranca, las preguntas se reparten como caridad. De inmediato la mujer abre de golpe la puerta del vehículo, que marcha lentamente, y se precipita hacia el bosque. Sus sentimien-tos la llenan por completo, y tiene que sacarlos, como a los instintos cuando no se les mantiene encerrados en el catalejo del cuerpo. Así viene en los libros, en los que se puede saber por poco dinero todo so-bre uno mismo, para quererse más. Como si aquí hubiera mosquitos u otra especie aje¬na, la mujer manotea en el aire y tropieza con una raíz, se araña el rostro con la nieve y desaparece en el paraje más oscuro del bosque. ¡No, por allá delante corre! Tropieza con los negros rizos del ramaje. Enseguida, voluntaria¬mente, vuelve a dejarse llevar por la correa y el cinturón, sube al coche, se deja, pasiva, meter hasta el fon-do del asiento. En su interior, se vuelve grande y está a su pro¬pio servi-cio. Oye sus sentimientos retumbar como true¬nos y pasar por la esta-ción de su cuerpo como un tren ex¬preso. La corriente de aire que hace la delgada bandera del jefe de estación casi la hace caer. Se escucha. Se escu¬cha sólo a sí misma. Como el poder del cielo es para estas cria-turas sensibles el susurrar de la alta tensión que las llena. ¡Qué maravi-llosa es esta gente que tiene tiempo su¬ficiente como para sacarse el carnet de piloto de sus des¬controladas sensaciones, para poder volar en ellas!

En mitad de su vida, esta mujer gusta de creer a me¬nudo que tiene que salir de la línea de fuga de las otras mujeres, que han arribado a ella con los pechos y los hi¬jos colgantes, para viajar a un país más fe-cundo, donde a uno le sequen las lágrimas más cuidadosamente. Está unida idolátricamente a sí misma, y gusta de hacer todos sus viajes, como si fueran organizados, al mundo cir¬cunspecto de las pasiones. Se encuentra consigo misma donde quiere, y al mismo tiempo huye de sí misma, por¬que en cualquier otro sitio podría haber un encuentro más grandioso con su interior, en el que se sentara en las nubes y de bendi-tos vasos solamente pudiera echarse al coleto más de sus sentimientos. Es tan volátil como una unión, que se puede romper en cualquier mo-mento.

Algo parecido pasa con el arte y con lo que nosotros sentimos acerca de él, cada uno algo distinto, la mayoría nada, y sin embargo todos es-tamos de acuerdo en rascar lo más profundo de nosotros y presentárse-lo al otro, a medio cocer, para que lo engulla. Salimos de nuestra horni-lla como un incendio doméstico. Como en una pista de esquí, perse-guimos demasiado deprisa nuestras necesi¬dades, el sol brilla, y nues-tros salones, en los que hervi¬mos sobre todo de ansia de vivir, encima tienen buena calefacción. Todo es ardiente y lleno de espíritu, que, ca¬lentado por llamitas, se alza sobre nosotros para que los demás lo vean. De pronto caemos, porque nos falta el suelo bajo los pies, nos enamoramos y tenemos exigen¬cias cada vez más infundadas que plan-tear a nuestras parejas. Qué felices nos hace correr por las montañas en muchas figuras, hasta que perdemos nuestros gorros de dormir.

En su alto y caro corcel, el estudiante escucha cómo la mujer se pone en sus manos. Es un instante único que la ha conducido al vestíbulo de sus sentimientos, donde la calma exhala el vapor de conversaciones fe-briles como un invernadero. Convertidos en lenguaje, brotan de ella temblando los días de su infancia y las mentiras de su madurez. El es-tudiante baja por la pendiente de sus pen¬samientos. La mujer sigue hablando, lo que la hace más importante, y su lenguaje se aparta de la verdad en el momento en que ésta ha brotado en ella y le ha parecido un poquito hermosa. Quién más escucha cuando el ama de casa hace un movimiento de repliegue, porque el niño grita o la comida se quema. Cuanto más habla y habla esta mujer, tanto más desea que ella y el hombre sigan siendo un enigma el uno para el otro, lo bastante intere¬sante, pues, como para descansar un poco el uno en el otro y no querer volver a ponerse en pie y salir corriendo.

Pero ¿quién no siente el dolor como los sentidos? Pro¬ducimos el sen-timiento en ollas borboteantes en las que el vapor canta. Pero ¿y los za-randeados por la amena¬zante rescisión del contrato? Éstos se dan con la frente contra la fábrica de papel, que quizá tendrá que ser aban¬donada por el consorcio porque ha dejado de ser renta¬ble. Además con-tamina el arroyo, y ya hay muchos que, afilándose torpemente las ro-mas garras, escuchan la voz de la Naturaleza; que por fin ha aprendido a hablar el lenguaje de sus hijos. Así, estos criados en escuelas supe¬riores entienden lo que la Naturaleza dice y lo que suce¬de en sus aires y aguas. Y una sonrisa se tiende sobre los rostros de los que disputan, porque tienen razón. La Na¬turaleza, como sus sentimientos, opina lo mismo que ellos. El departamento de protección del medio ambien¬te toma cuidadosamente pruebas de aguas corrompidas y burbujeantes, pero en alguna parte ya se está abriendo una nueva herida en la Natu-raleza, a la que todos tienen que acudir corriendo. Delante y detrás, al cabo de algún tiempo –el que necesita el horno– salen disparados los desechos humanos. Ya habían entrado en forma de es¬tiércol. Sí, la fá-brica ha producido, con ayuda de sus ha¬bitantes y motores, papel, nuestro abono, en el que ade¬más, tumbados como pliegues sangrientos en nuestros sofás, podemos escribir nuestros pensamientos. Lo que tengamos que decirnos para disolver nuestros amores en la noche y la nada y elevarnos sobre su estiércol a insóli¬tas alturas no conmueve a nuestro interlocutor, porque está ocupado con sus propias reflexiones, que tiene que lavar y volver a llenar cada día.

Cuanto más profunda es la felicidad, menos se habla de ella en esta región, para no extraviarse en su interior y que los vecinos no tengan envidia. Los que son expulsa¬dos de la fábrica tienen que mirar celosa-mente en torno, para poder ponerse en la cuenta de la tienda, en el co-ra¬zón de cuyo propietario se precipitan. En las tinieblas vi¬ven sus seño-res, las águilas, que pueden apartar de sí el destino de sus presas con una inclinación de cabeza de sus bolígrafos. Pero no, los hijos de los Al-pes caminan in¬trépidos sobre el abismo, sobre puentes de floja cons¬trucción. Tienen que doblegarse. Sus seres más queridos no viven cer-ca, así que tienen que ir a visitarlos, a conta¬minarlos, sólo para que les den un café con un horrible golpe. Pero no notan lo que sienten, y no escuchan cuan¬do se les explica.

El joven se inclina hacia la mujer, que se ha apartado un poco para charlar con sus queridos parientes, las nos¬talgias. De sus grandes ojos brotan las lágrimas, que caen en su regazo, donde los deseos viven, esperan y se cortan las uñas. No somos animales, para que todo tenga que suceder de inmediato, meditamos si la pareja se adecúa a nosotros y qué puede permitirse, antes de rechazarla. Ahora hemos reunido to-das las tazas, se ha acumulado mucho a lo largo de los años. Sólo hay que prestar aten¬ción a nadar siempre por encima del agua, para poder observar a lo lejos los otros botes cuando lo han cargado todo. Y a su vez podemos contemplar en calma cómo se hunden. Y eso con un traje de baño del que sobresalen in¬discretas las partes del cuerpo que mejor permanecen ocultas. Nadie conoce mejor que el propietario su cuer¬po, su casa, pero eso aún no significa que se pueda invi¬tar enseguida a gente. ¿Por qué no nos iba a querer otro? ¿Y por qué no lo hace?
El joven desliza el pijama por los hombros de Gerti. En su asiento la mujer no puede volverse, se rebulle, como si quisiera ganar más espa-cio. Por delicadamente que sus intimidades llamen desde su escote, prefieren tomar los asientos que les corresponden allá donde ahora aún se ex¬panden árboles, cómo no. Apenas ha escapado Gerti del cinturón de seguridad de su casa, cuando ya un joven re¬presentante de la Ley quiere acceder a la guantera. ¡Si se piensa cuántas cavidades tiene un cuerpo sano, no digamos uno enfermo! La mujer se rasga el pecho con el cu¬chillo de sus palabras, y el estudiante se apresura a meter en la herida las virutas de su opinión y otros dones de amor. Por fin, Michael ha aparcado ante un pesebre para animales salvajes. Sí, los poderosos y sus funcionarios fo¬restales gustan de fabricar paraísos artificiales en los que la Naturaleza, que tropieza en todas partes, torpe y des¬mañada, puede penetrar. Y a las mujeres se les promete el Paraíso si se lo preparan en la tierra a sus maridos e hijos y saben aliñarlo como es debido. No se ven atormentadas por el descanso. ¡Porque algo brilla en la espesura!

Un nostálgico manantial debe fluir de la mujer, espe¬ra el joven, y, tumbado satisfecho boca abajo, hostiga a las hormigas en su hormigue-ro con un palito. Los ágiles animalillos salen y echan a volar en todas direcciones. Son difíciles de atrapar, pero a veces, como los sueños, vienen sin ser llamados. Entonces se puede meter el tos¬co bloque y de-positar una carga. Los cuerpos deben arder siempre. De eso nos encar-gamos con todo lo que tene¬mos, sólo para que el sexo vibre un poco; no podemos dejarlo en paz, hay que andar prendiendo siempre con el mechero. Los troncos que antes parecían seguros han de ser abatidos sólo para que abramos los brazos y poda¬mos recalentar y tragar una y otra vez la vida, que de to¬das formas nos han regalado. Y los exiguos ríos de vida de la mujer, que pronto terminan, buscan siempre una se-gunda corriente, con el mayor arrastre posible, con la que poder fluir en común, una hermosa serie de señales de amor, tendidas como bande-ras; y pilas en las que los animales meten la lengua o son engañados por la electri¬cidad con sus propios fluidos.

A Gerti se le quita de los hombros la materia con la que estaban hechos sus sueños, y se echa en el suelo en un montón. Ella agita su ruina vital sobre este hijo de hombre, que no quiere otra cosa que pal-parla y llenarla lo antes posible. Testaruda, se queda pegada a este ni-do de luz que la iluminación interior del coche difunde so¬bre ella. Inten-ta no obstante levantarse, saltar hacia la vida de la que acaba de venir. En el techo que cubre sus dos cuerpos, está atado e inamovibles un par de esquíes. Juntos están los más amados, y siempre están dispuestos a caerse de la escalera de sus sentimientos, porque en los felices ojos de la pareja les molesta algo que no habían elegido en el menú. Enseguida se conocerán más de cer¬ca, y manipularán hábilmente los platos de sus destinos.

En el coche hace un calor tan dulce que la sangre re¬lumbra por el cuerpo. En la naturaleza se ha hecho entre¬tanto un bostezante vacío. A lo lejos no gritan los niños. En este instante gruñen amordazados en las severas ha¬bitaciones de las granjas, donde sus padres han tronado al atardecer, así que a las mujeres se les pone en las ma¬nos la grandeza de los hombres en efectivo. Fuera, el aliento se hiela en la mandíbula. Sin embargo, esta ma¬dre ya está siendo buscada intensamente por sus nada allegados. Su omnipotente, el director de la fábrica, este caballo con su gigantesco abdomen, que echa humo an¬tes de ser asado, que-rría poner sobre ella unos brazos y piernas desmesurados, pelar impa-ciente su fruta y chu¬parla enérgicamente, antes de penetrar con su perma¬nente. Esta mujer está ahí para picar y morder. Él querría arran-car la piel a su mitad inferior y engullirla, todavía humeante, espaciada con su buena salsa. El miembro es¬pera diestro entre sus muslos. Junto al pesado saco se apiña el pelo, ¡enseguida se descargará en su cabeza do¬blegada! Una sola mujer basta cuando el hombre, hin¬chado por el hambre, sigue su camino recto. Le gustaría golpear fuerte contra su vientre con los intestinos, para saber si hay alguien en casa. Y, aún de mala gana, los la¬bios deberían separarse para, constreñidos en unas en¬juagadas braguitas rosas, poderse comparar con otros, similares, co-nocidos con anterioridad. Además, este hombre prefiere el comercio oral y anal a todos los demás jardines de infancia del comercio carnal. ¿Qué más pue¬de hacerse, sino refrescarse, retirar el capuchón protec¬tor, agitar los rizos y dejarse ir alegremente? Nadie se pierde, y no se oye ningún ruido.

La directora es envidiada por la mayoría de las muje¬res de aquí, que tienen que arrastrar consigo su amplio cuenco, en el que los hombres, con los pies metidos en agua caliente, abren sus esclusas y sus venas. Estas pesa¬das yeguas campesinas sólo tienen una posibilidad de hacer-se elegir: cocinar un hogar para la familia a base de ruinas y desechos. Hasta en el patio crecen sus higos, pero los hombres gustan de ir a re-gar surcos ajenos. Y las mujeres se quedan en casa y esperan a que las revistas ilustradas les muestren lo bien que están, porque están recogi-das y secas en los pañales de usar y tirar de sus feos trabajos domésti-cos. Pero qué suerte... ¡sus amables jine¬tes gustan de montarlas!


8

Le invito seriamente: ¡Aire y placer para todos!

La mujer viene ahora, por favor espere. Antes tiene que recuperarse: Al besar (fuera del panelado del distri¬buidor, donde usted quiera de-rramarse) será bueno que pongamos los cinco sentidos. El estudiante se ha pintado en tan bellos colores que ella se deja manosear torpe-men¬te. Él le pone el brazo entre los muslos. Con la mirada en la direc-ción de la marcha, se cuida de sí mismo al dirigirse a su ropa, que bási-camente consiste en un simple pijama, que no seguirá en su sitio mu-cho tiempo. Así como mu¬chos tienen que tomar horribles autobuses (y sufrir terri¬bles penas si se sientan demasiado tiempo sobre el genital equivocado. El propietario, o mejor, asesor de sus trinos y deseos se acostumbra demasiado a nosotros y ya no nos deja salir de su vivienda a ras de tierra. Lo de la trinidad tengo que explicarlo: La mujer está di-vidida en tres partes. ¡Eche mano arriba, abajo o en el centro!) hasta que pueden entregarse a la cordialidad de los distintos estadios, donde poseen al otro sin comprender, donde braman y arrojan sus semillas y cáscaras, así, esta mujer no puede esperar más para calentarse un po-co dentro de sí misma.

El baño del pasillo por sí solo no puede ser lo que, desconocido, nos arrastra en la hora más nocturna ante la puerta en la que miramos as-tutos en torno, para ver si alguien nos ve, la mano apretada contra el sexo, como si tuviéramos que perderlo en la próxima bifurcación, an¬tes de poder meterlo en su propio estuche de conglome¬rado decorado a mano.

Entre muchas posibilidades de alojamiento, el joven solamente elige ésta, pero la pequeña estancia no se está quieta, ¡no, le precede inclu-so en la oscuridad y el frío! Gerti continúa ante él en el pesebre para animales del bosque. En este lugar ya muchos han hablado de besos, han sacado las linternas y arrojado sus sombras enormes sobre las pa-redes, para poder ser más a los ojos del otro que una sola persona col-gada oblicua de un telesilla. ¡Como si pudiéramos crecer de pura lasci-via, y lanzar otra vez el balón a canasta e incluso acertar! Un jugador puede tener mucha talla. Han sacado todo su ajuar para presentarse ante la pareja. Tantos perentorios ejercicios –conjugando suciedad e higiene– para poseerse mu¬tuamente, como se dice, de forma inapro-piada. En este estanco polvoriento terminamos, cuando dos objetos do¬mésticos del corte geométrico más simple se mueven el uno hacia el otro porque quieren coserse (¡ser completa¬mente nuevos!). ¡Ahora! De pronto en el pasillo hay una mujer en combinación, con una jarra de agua en la mano: ¿Ha conjurado una tempestad o solamente quiere hacer¬se un té? Instantáneamente, una mujer convierte el lugar más sencillo y más frío en un cálido pesebre. Es decir, la mujer puede crear un ambiente acogedor para un hom¬bre antes de que éste lo pague con secretos o con su afec¬to. Con el joven, por fin ha entrado en su vida al-guien que podría ser el mayor de los intelectuales. Ahora todo va a ser distinto de lo previsto, ahora haremos de inme¬diato un nuevo plan, nos hincharemos de veras. Que, ¿su hijo también toca el violín? Pero seguro que no en este momento, porque nadie aprieta su botón de arranque.

Ven, le grita a Michael, como si fuera a recibir dinero de un comer-ciante que odia a los clientes, pero que no puede renunciar a nosotros. Tiene que procurárnoslo todo para que paguemos. Ahora esta mujer quiere por fin hacerse infinita. Primero nos precipitamos, uno dos (tam-bién usted puede hacerlo, sentado aquí en su coche, tan limitado en su velocidad como en su pensamiento), sobre nuestras bocas, después so-bre cualquier otro sitio vacío en nosotros, para aprender algo. Y ya nuestra pare¬ja lo es todo para nosotros. Enseguida, en unos minutos, Michael penetrará a Gerti, a la que apenas conoce o tan sólo ha visto, llamando a su puerta como el revisor de un tren, siempre con un objeto duro. Ahora le saca el pijama por la cabeza, y en una excitación que a sí mismo se reco¬mienda lleva a esta mujer, hasta ahora yerma, a colo-car¬se espantosamente a la cola delante del mostrador, en la que tam-bién nosotros estamos, con el dinero abombando tras la bragueta. So-mos nuestros más encarnizados ene¬migos cuando se trata de cuestio-nes de gusto, porque a cada uno le gusta algo distinto, no es cierto. Pe-ro ¿qué ocurre cuando, viceversa, queremos gustar a alguien? ¿Qué hacemos ahora, llamar al sexo en nuestra pereza sin límites, para que se haga cargo del trabajo?

Michael se coloca las piernas de la mujer sobre los hombros, como los cables de un trolebús. En su pasión investigadora, observa entretanto atentamente su sucia grieta, una cartilaginosa versión especial de aquello que toda mujer posee en otro tono de lavanda o lila. Retroce¬de y observa con precisión dónde desaparecerá una y otra vez, para volver a aparecer bruscamente y conver¬tirse en un completo gozador. Con to-dos sus defectos en todo caso, de los que el deporte no es precisamen-te el menor. La mujer le llama. ¿Qué pasa entonces con su guía, su se-ductor? Sin que se haya dado a Gerti la ocasión de lavarse, su orificio aparece turbio, como recubierto de un envoltorio de plástico. Quién puede resistirse sin me¬ter enseguida el dedito (se pueden coger tam-bién gui¬santes, lentejas, imperdibles o cuentas de cristal), ense¬guida se cosechará el asentimiento entusiasta de su parte más pequeña, que siempre sufre de algo. El indómito sexo de la mujer parece como caren-te de un plan preciso, ¿y para qué se emplea? Para que el hombre pue-da dedi¬carse a la Naturaleza. Pero también para los hijos y niete¬citos, que de algún sitio quieren venir a la merienda. Michael mira la compli-cada arquitectura de Gerti, y grita como si lo estuvieran despellejando. Como si quisiera sa¬car un cadáver, tira de los pelos de su cono, que apesta a insatisfacción y secreciones, delante de su rostro. Al ca¬ballo y su edad se les conoce por los dientes. Esta mujer ya no es tan joven, pero de todas formas esta ave de pre¬sa iracunda todavía aletea delante de su puerta.

Michael ríe, porque es único. ¿Nos hace esta activi¬dad tan listos como para poder saltar a otra, hablar y en¬tender? Los genitales de las muje-res, infamantemente encastrados en la montaña, se distinguen en la mayoría de las características, afirma el experto, de forma similar a las personas, por lo demás, que pueden llevar los más variados tocados en la cabeza. Sobre todo entre nuestras damas se da la mayoría de las di-ferencias. Ninguna es como la otra; pero al amante le da igual. Ve lo que está acostumbrado a ver del otro, se reconoce en el espejo como su propio Dios, que camina y va a pescar a los fon¬dos marinos, tira el anzuelo y ya puede colgar del goteante paquete la próxima cliente para golpear y penetrar. La técnica no son los poderes del hombre, es decir, no es lo que le hace tan poderoso.

Mire a cualquier parte, y los ansiosos de éxtasis, esa mercancía inte-grada y semiaislada, le devolverán la mi¬rada con ojos saltones. ¡Atré-vase a algo que tenga valor! ¿O es que el sentimiento, esa guía de via-jes que no cono¬ce los lugares, comienza a germinar en sus cables abier¬tos y tendidos sobre el cráneo? Al crecer no tenemos que estar mi-rándolo, podemos buscarnos otro discípulo al que poder despertar y con el que poder divertirnos. Pero los ingredientes están removidos, como nosotros. Nues¬tra pasta sube, impulsada en su interior nada más que por aire, un hongo nuclear, por encima de las montañas. Una puerta se cierra de un golpe en el castillo, y volve¬mos a estar solos. El alegre ma-rido de Gerti, que siempre bambolea tan despreocupadamente el pincel de su pene, como si sus gotas cayeran de un tronco mayor, no está aquí ahora para extender la mano hacia su mujer o arran¬car al niño el instrumento. La mujer ríe a carcajadas al pensarlo. Con fuertes golpes de émbolo, el joven, que re¬sulta agradable visto ante una pared de ma-dera, porque no está tieso como una tabla, intenta abrir el interior de esta mujer. En este momento está alegremente interesa¬do, y conoce el cambio que incluso las mujeres sencillas son capaces de experimentar bajo el ardiente, recién he¬cho y agradablemente aromático paquete sexual del hombre. El sexo es indiscutiblemente nuestro centro, pero no vivimos en él. Preferimos alojamientos más es¬paciosos y con aparatos suplementarios, que podamos conectar y ejecutar a voluntad. íntima-mente, esta mujer ya aspira a volver a su pequeño jardín doméstico, donde ella misma pueda recoger las bombillas de su Conchita y condu-cir por dentro de las líneas de su sufrimiento. Incluso el alcohol se disi-pa un día. Pero ahora, casi aullan¬do de alegría por el cambio que ha querido, el joven es¬cudriña su confortable taxi. También mira debajo del asiento. Abre a Gerti y vuelve a cerrar de un portazo tras de sí. ¡No se ha hallado nada!

También gustamos de ponernos capuchones higiéni¬cos, para no en-fermar. Por lo demás, no nos falta de nada. E incluso cuando los seño-res levantan la pierna y orinan en sus acompañantes no pueden que-darse, tienen que seguir corriendo, sin descanso, hasta el próximo ár-bol, al que los gusanos de sus genitales se aferran iracundos hasta que alguien los recoge. El dolor se dispara como un rayo dentro de las mu-jeres, pero no las daña tan perma¬nentemente como para que tengan que llorar por los muebles carbonizados y los utensilios abrasados. Vuelve a escurrir de ellas. Vuestra compañera querrá renunciar a todo, salvo a vuestros sentimientos; ella misma produce gustosa ese alimen-to de los pobres. Creo incluso que es especialista en cocinar y conservar el corazón de los hombres. Los pobres prefieren echarse a un lado sin que los ahuyente ningún compañero de viaje. Incluso sus co¬las se aba-ten ante ellos, y las gotas les escurren del cora¬zón. Sólo dejan atrás pequeñas manchas en la sábana, y nosotros salimos con ellas.

En todo caso, lo único razonable que entra en algunos vasos es el vi-no. El director de la fábrica mira demasiado el fondo del vaso, hasta que ve el suelo, y así quiere des¬bordar de su poderoso recipiente, direc-tamente sobre su Gerti, que ha plantado delante de él. Se desnuda in-me¬diatamente al verla, y su tormenta se precipita de sus nu¬bes antes de que ella pueda ponerse a cubierto. Su miem¬bro es grande y pesado, llenaría una sartén pequeña si se pusieran los huevos al lado. Antaño ha ofrecido su miembro a muchas mujeres, que han pastado gustosas en él. Ahora, la hierba ya no riega el suelo. Deformado por su abundan-te tiempo libre, el sexo del hombre repo¬sa en los sillones del jardín y se arrastra por caminos de grava, a los que mira satisfecho desde su fal-triquera, en la que es transportado y da saltitos, mesurado y ocioso, como la pelota de un niño. El trabajo, junto con sus uten¬silios, confor-ma rápidamente al hombre como el áspero animal como el que fue pensado. Un capricho de la Na¬turaleza hace que a la mayoría de los hombres su sexo se les haya quedado demasiado pequeño antes de que ha¬yan aprendido a llevarlo correctamente. Ya están hojean¬do en el ca-tálogo de modelos exóticos para hacerse im¬pulsar por motores más po-tentes, que a la vez consuman menos combustible. Cuelgan sus calen-tadores eléctricos de inmersión en lo que más cerca tienen, y eso es lo más familiar, eso son sus mujeres, en las que tampoco confían del to-do. Gustan de quedarse en casa para vigilarlas. Después desvían las miradas hacia la fábrica, envuelta en la bruma. Pero si tuvieran un poco más de paciencia, irían en vacaciones hasta las orillas del Adriático, en el que podrían sumergir sus inquietas espitas, cuidadosa¬mente deposi-tadas en el suspensorio elástico del baña¬dor. En esos casos, sus muje-res llevan bañadores sucin¬tos. Sus pechos han hecho amistad entre sí, pero gustan de trabar conocimiento con una mano ajena, que, sin em¬bargo, sólo los arranca de sus tumbonas en las que se me¬cen suave y ociosamente, los arruga entre los dedos y los arroja en la papelera más cercana.

Hay indicadores en los caminos, que señalan la ruta de las ciudades. Sólo esta mujer tiene que inmiscuirse en la vida de niños que deben aprender a caminar rítmica¬mente por la senda de su vida. ¡Tranquilicé-monos un poco, antes de poder seguir por dentro de nosotros! Este lu-gar sigue siendo frío y boscoso. Huele a heno, a la paja para el animal que llevamos dentro. A menudo se ha ido de paseo en este lugar. Mu-chos han espumeado aquí –daría a cambio todo el sexo de su mujer, para cosechar aún más mujeres en el sitio en que lo han sembrado–, como si hubieran ganado una carrera de coches. O como si hubieran tenido algo que dar. Uno ha tirado un preser¬vativo antes de dirigir sus pisadas de vuelta a casa. La mayoría no tiene ni idea de todo lo que se puede hacer con la enervante melodía del clítoris. Pero todos han leí¬do las revistas pertinentes, que demuestran que la mujer tiene más que ofrecer de lo que originariamente se pen¬saba. ¡Por lo menos unos milí-metros más!

El estudiante aprieta a la mujer contra él. Echando mano a su olla re-pleta, puede controlar el silbido que es¬capa por la válvula. No quisiera eyacular aún, pero tam¬poco querría haber esperado en vano. Con ma-nos hábi¬les, pellizca a la mujer en la parte más indecorosa de su carne, blandamente asentada en su caja acolchada, para que tenga que abrir más las piernas. Hurga en su sexo somnoliento, lo retuerce en un em-budo y lo suelta brus¬camente con un chasquido. ¿No debería disculpar-se por tratarla peor que a su equipo de sonido? Le da una pal¬mada en el trasero, para que se vuelva a poner de espal¬das. Sin duda que des-pués podrá dormir bien, como los seres que han trabajado honrada-mente, se han catado el uno al otro y han costado un tanto.

Con las manos aferradas a su cabello, el estudiante penetra rápida-mente a la mujer, sin mirar al mundo, donde sólo los más bellos son cuidados y atendidos, con una parada para repostar cada dos mil kiló-metros. La mira, para poder leer algo en su rostro deformado por su marido. Los hombres son capaces de desprenderse del mundo tanto como quieran, sólo para después volver a unirse con tanta mayor fuer-za al grupo de viajeros al que se han sumado, sí, ellos pueden elegir, y quien los conoz¬ca sabe a qué nos referimos: al mundo de los hombres, que abarca a unas dos mil personas del deporte, la políti¬ca, la econo-mía, la cultura, un mundo en el que los de¬más fracasarán; pero ¿quién abraza apasionadamente a estos pequeños bocazas hinchados? ¿Y qué ve el estu¬diante, más allá de su prestancia física y su detestabilidad? La boca de la mujer, de la que fluyen chorros, y el suelo, desde el que su imagen le sonríe. Se entienden sin la protección de un servicio de orden o un preservativo, y ahora el hombre se gira a medias, para poder ob-servar su duro sexo al entrar y salir. El estuche de la mujer gime, la hucha de cerdito ronca, está destinada a recibir, sólo para tener que devolverlo todo enseguida. En este acto, ambas cosas son igual de im-portantes, dígaselo al em¬presario moderno, que alzará las cejas con gesto de terror y levantará en alto a sus hijos para que no pisen la ira de los inferiores.

Lentamente se calman los espasmos de la mujer, que el hombre ha perseguido de este modo. Ha tenido su ra¬ción, y quizá reciba otra. ¡Tranquila! Ahora hablan sólo los sentidos, pero no los entendemos, porque bajo la su¬perficie de nuestro asiento se han transformado en al-go incomprensible.

El estudiante se desparrama en el comedero de ani¬males. Ahora ven la noche, vestida de negro, romper por fin. Otros se dan la vuelta antes de haberse tumbado apa¬sionados al lado del otro para pensar en per-sonas de cuerpos más hermosos, que han visto retratadas en algu¬na revista. Cuando Michael se quitaba sus esquís, no contaba con que el deporte, esa infinita constante de nuestro mundo, con domicilio estable en el televisor, no cesa sólo porque uno ya se haya limpiado los zapa-tos. La vida entera es deporte, y su ropa nos anima. Todos nues¬tros pa-rientes de menos de 90 años llevan pantalones de jogging y camisetas. El periódico del día siguiente ya está a la venta, para poder elogiar la velada desde el día ante¬rior. Otros son más bellos y más listos que no-sotros, y eso está escrito. Pero ¿qué pasa con aquellos a los que no se menciona, y con su pene bullente, pero no muy activo? ¿Adonde debe esta gente encaminar sus pequeños flu¬jos? ¿Dónde está la cama a la que entren sedientos y de la que salgan consolados? En la tierra están juntos, todo el tiempo, con sus preocupaciones y sus lamentables órga¬nos, pero, adonde deben echar el anticongelante que ha de protegerlos en invierno, para que su motor no se cale? ¿Dónde negocian con ellos mismos, y dejan al sindicato negociar con ellos? ¿Qué cuerpos aromáti-cos se apilan, cordilleras, en su camino hacia ser una res criada por sus manos, a la que aplicar el cuchillo, y una familia criada por sus manos a la que aplicar el batán? Porque los bullentes, que la mayoría de las ve-ces tienen que ser tam¬bién los más activos en el trabajo, no son meras piezas decorativas en nuestra vida, cogen sus miembros y quie¬ren me-terlos en algún sitio. No olvidemos que somos personas para alcanzar algo, meternos los unos en los otros, para que el átomo no venga a de-rruirnos.

Antes de que el minutero de la felicidad los acaricie, ya ha escapado de Michael un fluido, el amado bien de su casa. Nada más. Pero en la mujer, que quería vivir y obtener lo máximo, se han activado centrales no nuclea¬res. Se ha abierto un manantial con el que soñaba en se¬creto desde hacía décadas. Tales ímpetus brotan del in¬mutable caballo que tira del cuerpo del hombre y es fustigado por atractivas mujeres, y al-canzan pronto hasta las ramificaciones más diminutas del ser femenino. Un incendio devastador. La mujer aprieta contra sí a este hombre como si hubiera brotado de ella. Grita. Pronto, totalmente infatuada por sus sensaciones, se irá y sem¬brará la cizaña en el pequeño reino de su ca-sa, para que allí donde la semilla toque la tierra broten pequeñas man-dragoras y otras plantas enanas en su obsequio. La mujer pertenece al amor. Ahora tendrá que volver una y otra vez a este hermoso parque de atracciones. Sólo, por¬que este joven ha sacado su badajo, entretan-to ya casi inútil, y se despide con una seña hasta la próxima vez, su frente con el grano arriba a la derecha gana para Gerti una nueva signi-ficación, siempre necesitada de renovar¬se. En el futuro, estará sujeta a la rica armería que este ex¬perimentado seductor mantiene oculta tras la bragueta. Desde ahora, su alegría será habitar en Gerti. Pero el tiempo vuela, y pronto, en el momento oportuno –por¬que el verano, más allá de las montañas, sacude los ab¬dómenes de mujeres y chicas tan tem-pestuosamente que quieren ser lustrados de continuo–, tendrá que buscar alojamiento en el café cantante de la ciudad, donde las vera-neantes acuden en sordos enjambres plomizos, prestos a caer cuando llegue la noche. Para poder desfo¬garse, Michael tiene que revestirse de goma y hacer una selección entre las mujeres en ropa de esquí com-prada por correspondencia, a por las que después se lanzará. Cuidadas bellezas naturales, espumoso natural y cuida¬do sexo natural, es lo que más le gusta, ¡los granos ma¬quillados como los que él mismo tiene po-drían espantar¬lo a kilómetros de distancia de un rostro desconocido!

Seguro que mañana, mucho antes de que abran, la pobre Gerti estará plantada ante el teléfono y lo importu¬nará. Este Michael, si las señas que nos da –y que ha ob¬tenido de diversas revistas ilustradas–, no mienten, es una imagen rubia sobre una pantalla de cine, en la que su aspecto es de haber estado largo tiempo al sol, con gel en los cabellos, sólo para llevar despacio nuestros dedos a nuestro propio sexo, a falta de otro mejor. Es y sigue sién¬donos distante, incluso desde cerca. Le complace vivir en la noche y mantenerla viva. Este hombre no gusta de contenerse. También es difícil explicar el relámpago: En la edad madu-ra, las mujeres somos empujadas detrás de la cerca para arreglos de fin de semana, ¡a una de noso¬tras la conseguirá antes de que tengamos que partir!

Conduzca con cuidado. ¡Quizá aún le quede algo que tales hombres puedan necesitar!

Los animales comienzan a dormir, y Gerti ha arranca¬do el placer de sí, ha atizado esa pequeña chispa de un mechero de bolsillo, pero ¿de dónde viene la corriente de aire? ¿De ese agujero en forma de corazón? ¿De otro co¬razón amante? En invierno esquían, en verano llegan mucho más lejos, a la amable luz a la que juegan al tenis, nadan, se desnudan por otras razones o pueden desbor¬dar otros nidos de pasión. Si los sen-tidos de las mujeres se equivocan un día, se puede estar seguro de que yerrarán también en otras cuestiones, son capaces de cual¬quier asque-rosidad. Esta mujer odia su sexo, del que hace poco que salió.

Los más sencillos callan pronto tras sus jardincillos. Pero esta mujer ya grita por la imagen divina de Michael, que le ha sido anunciada por fotos que se le parecen. An¬tes, él viajaba veloz por los Alpes. Ahora ella grita y arrastra el chasis de su cuerpo en todas direcciones. La pendien-te es pronunciada, pero la inteligente ama de casa planea ya, tumbada, entre gemidos y contracciones, el siguiente encuentro con este héroe, que debe dar sombra a los días cálidos y calentar los fríos. ¿Cuándo po¬drán encontrarse sin que la pesada sombra del marido de Gerti caiga sobre ellos? ¿Qué pasa con las mujeres? El imperecedero retrato de sus placeres les importa más que el original perecedero, que tendrán que exponer tarde o temprano a la competencia de la vida, cuando, febril¬mente encadenadas a su cuerpo, deban mostrarse en pú¬blico en la pas-telería, con un vestido nuevo y un hombre nuevo. Quieren contemplar la imagen del amado, ese hermoso rostro, en el silencio de la pocilga conyugal, apretadas a alguien que de vez en cuando se refugia pe¬sadamente en ellas para no tener que mirarse a sí mismo todo el tiem-po. Toda imagen descansa mejor en la me¬moria que la vida misma, y, abandonadas, hojeamos ociosamente nuestras hojas sonoras y nos sa-camos los re¬cuerdos de entre los dedos de los pies: ¡Qué hermoso fue abrirse un día de par en par! Gerti puede incluso cocerse al piano, y presentar al marido sus panecillos recién he¬chos. Y los niños cantan traialá.

Nos merecemos todo lo que podemos soportar.

En las praderas hace frío. Los inconscientes piensan poco a poco en marcharse a dormir, para perderse por completo. Gerti se aferra a Mi-chael, puede mirar hasta el confín del mundo y no encuentra a nadie como él. Este joven ha podido ilustrarse ya muchas veces en la escuela de la vida, y hay otros ya que se rigen por su aspecto y sus gustos, que siempre rastrean la mercancía auténtica entre las claras falsificaciones. Aquí la mayoría de las ca¬sas cuelga inclinadas sobre sus pilastras. Con sus últimas fuerzas, los establos de los animales pequeños se aferran a las paredes. Los que sin duda han oído algo acerca del amor, pero han dejado de llevar a cabo la correspondien¬te adquisición de bienes, tienen ahora que avergonzarse ante su propia pantalla, en la que un hombre acaba de perder el juego en el que se jugaba el recuerdo que desea¬ba dejar a sus seguidores y espectadores en sus sillones de televisión fa-voritos. Sea como sea: tienen el poder de rete¬ner la imagen en la me-moria o tirarla peñas abajo. Yo no sé, ¿he apretado el gatillo erróneo en el arma del ojo o he tomado el desvío equivocado en el reino de los sentidos?

Michael y Gerti no se cansan de tocarse, cerciorándo¬se de que aún están ahí. Las manos se aferran mutua¬mente a las bien provistas partes sexuales, que han vesti¬do de fiesta, como para un estreno. Gerti habla de sus sentimientos, y de hasta dónde le seguiría. Michael se sorpren-de, despertando lentamente, de la mano que ha caído sobre su proyec-til. Querría volver a estallar de in¬mediato: aparta la mano y muestra su remo arrebatador. Tira de los cabellos a la mujer, hasta que ella aletea sobre él como un pajarillo. Enseguida la mujer, despertada de la narco-sis sexual, quiere volver a utilizar sin freno la boca para hablar. En vez de eso, tiene que abrirse de par en par y dejar pasar el rabo de Michael al gabinete de su boca. Él penetra en ella, para que su chorro pueda aparecer suavemente. Cogida por el pelo, la mujer gol¬pea contra el fir-me y fresco vientre de Michael, después su cabeza vuelve a echarse atrás, sólo para deslizarse nuevamente, con el rostro por delante, sobre el cayado de él. Así transcurre un rato, no entendemos que muchos mi-les de apáticos se revuelquen al mismo tiempo en sus preocupaciones, forzados por el terrible dios en su ilu¬minada fábrica a la constante sepa-ración de su amor durante toda la semana. ¡Espero que su destino ten-ga la cintura ajustable, para que tenga más espacio!

Estos dos quieren derrocharse, porque tienen bastan¬tes reservas de sí mismos. Se alzan en un maremoto, estos seres magníficos y volu-bles, que tienen en casa los úl¬timos catálogos eróticos. ¡Precisamente aquellos que ya no necesitan todo eso, porque son lo bastante queridos para ellos! Pueden ofrecerse a sí mismos. Se derraman sobre sus pre-sas y diques, porque se afirman desampara¬dos, expuestos a cualquier experiencia que constante¬mente les ocurra, porque cualquier objetivo les parece bien. De repente, Gerti no puede evitar orinar, al princi¬pio tímidamente, después más fuerte. El espacio es de¬masiado pequeño para su olor. Se sube la falda por enci¬ma de los muslos, pero el cintu-rón se moja un poco. Jugando, Michael pone las manos debajo y coge en el hueco de las mismas algo del chorrito claramente audi¬ble. Riendo, se lava con ello la cara y el cuerpo; derriba a la mujer con el puño y muerde sus labios todavía moja¬dos, que exprime con fuerza. Después arrastra a Gerti a su propio charco, en el que la revuelca. Ella tiene los ojos vueltos hacia arriba. Pero allí no hay ninguna bombilla, allí está os-curo, el interior de su cráneo que ríe. Es una fiesta, estamos solos y nos entretenemos con nuestro sexo, nuestro más querido invitado, que no obstante querría ser alimentado todo el tiempo con exquisiteces escogi-das. A la mujer se le vuelve a arrancar del cuerpo la falda recién pues-ta, y se lanza al fondo del heno. Sobre las tablas del suelo, una mancha roma y húmeda como de un ser superior, que nadie ha visto pasar. Como ilu¬minación tan sólo la luz de la Luna, que será tan amable de quedarse, de posarse sobre una amada presencia. Y de retener una amada presencia.

Las pálidas bolsas de los pechos descansan sobre su caja torácica, só-lo un niño y un hombre los han necesita¬do antaño y ahora. Sí, el hom-bre de casa siempre cuece de nuevo su impetuoso pan del día. También se pueden operar, si a la hora de comer cuelgan hasta la mesa. Han si-do hechos para el niño, para el hombre y para el niño que hay en el hombre. Su propietaria sigue lanzándose a su rezumante excremento. Tirita de frío, con los huesos y las articulaciones. Michael muerde con fuerza, burbu¬jeando en las profundidades, en su vello púbico, y tiro¬nea y retuerce sus pezones. Enseguida los dones que Dios le ha dado se al-zarán en él y querrán ser escupidos, comprimidos rápido en el paquete del rabo y expulsa¬dos, ¿o vamos a esperar? Se ve el blanco de los ojos de ella, a la vez se oyen fuertes gritos.

De pronto, el joven tiene miedo de lo íntegramente que podría derro-charse sin desaparecer del todo. Sale una y otra vez de la mujer, sólo para enterrar nuevamen¬te en su cajetín a su libre pajarillo. Ahora ha chupado todo el cuerpo de Gerti, poco después podría ejecutarle el ros-tro con su lengua, de la que todavía pende el sabor de sus orines. La mujer salta hacia él, muerde. Duele, y sin embargo es también lengua-je, tal como el animal lo entiende. Él levanta su cráneo del suelo, siem-pre por los cabellos, y le golpea la nuca allá de donde él la ha cogido. Enseguida ella abre la boca, y es explorada a fondo con el pene de Mi-chael. Sus ojos están cerrados. Mediante fuer¬tes rodillazos oblicuos, la mujer es obligada a abrir nue¬vamente los muslos. Por desgracia esta vez no es del todo nueva, porque ya lo había hecho antes exactamente igual. ¡Ahí estáis por fin dentro de vuestra piel, y vuestra ansia sigue siendo la misma! Es una infinita cadena de repeticiones, que cada vez nos gustan menos, porque los medios y melodías electrónicas nos han acostumbrado a llevar cada día algo nuevo a casa. Michael abre a Gerti a izquierda y derecha, como si quisiera clavarla en cruz, y no, como realmente proyecta, echarla al cesto con las otras prendas raras veces usadas. Mira fijamente su ra¬nura, ahora ya conoce su contenido. Cuan-do ella se vuelve, porque no soporta sus miradas escrutadoras, apoya¬das por unas manos que pellizcan y hurgan, recibe un par de pescozo-nes. Él quiere y puede verlo y hacerlo todo. Muchos detalles no se ven, y, si es que va a haber una próxima vez, habrá que hacer más luz con la linter¬na antes de salir, transfigurado, de la noche al taller de repara-ciones. La mujer debe aprender a soportar las mi¬radas de su señor en su sexo antes de depender demasia¬do de su rabo, porque allí pende aún mucho más.

El heno cae sobre ella y la calienta un poco. El maes¬tro ha terminado, la herida de la mujer se ha esponjado, y con un fuerte tirón de su apa-rato Michael indica que desea retirarse de nuevo a su propio y desem-barazado cuerpo. Ya ha sido un podio para esta mujer, desde el que ella hablará de sus afanes y de su nervudo torso. Así se convierte uno, sin ser fotografiado en ropa interior y en¬marcado, en el centro de un dormitorio bien amueblado. Este joven ha creado y labrado todo este esplendor, esta blanca montaña de carne estremecida que se extiende ante él, y a la que él, como el bravo sol del atardecer, ha pintado colo-res en el rostro. Ha tomado en arriendo a la mujer, y puede ir a los pliegues bajo su vestido siempre que quiera.

Gerti cubre a Michael de besos cariñosos y acarician¬tes. Pronto volve-rá a su casa y a su señorito, que también tiene sus cualidades. A suelo inflamado queremos volver siempre, y arrancar nuestro papel de rega-lo, bajo el que hemos enmascarado y escondido como nuevo lo conoci¬do de antiguo. Y nuestra estrella en declive no nos ense¬ña nada.


9

La mujer, que salió corriendo de allí, vuelve ahora, en un coche aje-no, a la quietud doméstica. Debe ser devuelta a su puesto en el cine del hogar. Una morada junto al fuego, que también pincha a otros en los ojos. Por la barbilla le corre un hilo de saliva, lo primero que llama la atención a su marido. El joven está preocupado por ella, porque ha mi-ra¬do brevemente a la más remota lejanía y ha puesto sus ma¬nos húmedas sobre su rostro. Sin duda no es ésta la estación en la que uno se tumba al sol y pone su cuerpo a la vista. De repente vuelve a nevar. ¿Ha llamado ya el director a su compañía de seguros para que la mujer no pueda sustituir¬le sin más por un ciudadano más joven? Antes venía direc¬tamente del burdel, donde remoloneaba con aplicación y se hacía lavar, cortar y tumbar. Sí, en el prostíbulo de la ciudad provinciana sí que había metido con seguridad la pesada canoa de su miembro. Eso ha quedado atrás. Hoy tiene que limitarse a entretener a su propia es-posa, y eso con sus ga¬rras, sus dos testículos, su ano, porque con tales objetos se dirime el juego secreto cuando el niño está inconsciente. Es-te hombre es torpe incluso cuando lanza al espejo la ima¬gen de su nue-va corbata. Pasa como un grito por entre sus empleados, que se hacen los suecos, y siempre llegan tarde.
La casa ya está envuelta en su íntimo reposo noctur¬no cuando llega-mos. Sólo en un dormitorio arde una luz inquieta, para distraer al pre-cioso niño, que vomita en su cama ante la idea de ir a clase. En el dor-mitorio del niño, el director se atreve a desfogar su rabia. No se en-cuentra a gusto aquí, no gusta de oír el agua de la cisterna. Casi ha ex-plotado en sus jugos cuando ha vuelto a descubrir botellas vacías de vi-no blanco de la clase ordinaria. ¿Es que no puede beber agua mineral y ser voluntariamente cariñosa con el niño? Le ha prohibido el vuelo tem-pes¬tuoso del alcohol, pero ella sigue escanciándose vino ale¬gremente. ¿Es que su animal doméstico se ha derrochado en otro sitio que con el toro de su casa? Inclina su boca so¬bre el niño, tan sigilosamente que no pueda moverlo a hablar. El niño duerme ahora. Sin hacer nada, el niño ex¬plica por qué vive el director. Descansa con la boca abier¬ta en su propio cuarto, es más que lo que los niños de los habitantes de aquí han conocido de vista cuando han es¬tado enfermos. ¿Quién en esta re-gión es un niño, y tiene un espacio en el que quepa su cuerpo? ¿Quién puede mi¬rar ositos y fotos de deporte, y a las estrellas del pop? Este ni-ño ha sido situado en un lugar tranquilo por razón del estrépito sexual de sus padres. Sin embargo, es lo bastante listo como para acercarse al ojo de una cerradu¬ra y gritar él mismo cuando el bastón se abate para en¬turbiar del modo más superficial la bragueta de su pan¬talón. Y luego los gritos.

Clarividente, el niño sale a veces de las esquinas más oscuras, porque sus padres desconocen la conten¬ción en lo que respecta al despliegue de sus cuerpos, ¡si¬guen creyendo en el trabajo físico! Este placer les fue autorizado por la sociedad cristiana que los casara un día. El padre puede degustar infinitamente a la madre, meter la mano bajo los agu-jeros de su ofendida vesti¬menta, hasta que haya perdido hace tiempo el miedo a sus secretos.

Los que están lejos de nosotros yacen en sus camas, intrusos, para que mañana hayan descansado bien. De¬masiado cansados como para ser llamados por el terrible Dios a la cumbre del tiempo junto a sus más amados, que murieron demasiado pronto. Mañana engullirán atrope¬lladamente su desayuno y subirán al autobús camino de sus pequeñas obras; y sus obras más pequeñas, los niños, se sentarán a su lado, porque tienen que ir al colegio. El director de la fábrica de papel avanza solemne hacia el sillón, extremadamente grande, del coro. Y los que en su fábrica esperan la pensión de la empresa están, obedien¬tes, en pie detrás de él. Sólo por la violencia no se han convertido en animales, pe-ro viven como su superior dice a su mujer. No son incendiados por sus pálidas y fo¬fas mujeres, y por tanto tampoco arde en ellos el fuego de los sentidos, como lo llamamos nosotros los señores. Quién podría ima-ginarse que el director, tras la Santa Misa, le baja las bragas a su mujer y mete primero uno, después dos dedos, para ver si el agua ya le llega al cue¬llo. Me pregunto qué surge en las profundidades de los otros, queriendo estrecharse contra la alta dirección.

Ahora se ruega un poquito a Dios en este país católi¬co-romano, para que todos vean que nos lavamos de las manos la sangre de la inocen-cia, que Dios, en un acto de esfuerzo, se ha transformado en sí mismo: Hombre y mujer, exactamente, ésta es Su obra. En las cartas al di¬rector de los periódicos son fieles a sí mismos, porque es¬tán integrados en la arquitectura cristiana, que siempre tiende hacia lo alto. No hay nada que decir contra el Papa, que pertenece a la Virgen María. ¿Cómo si no sabía cuan humilde, y sin embargo ansiosa de espíritu, es esta mujer? La mujer puede por ejemplo formar un tubo con la boca, en el que acoge de rodillas el miembro del direc¬tor. ¡No haga como si nunca lo hubiera visto en sus pases privados! Como usted se supone que ca-minó también Je¬sús, eterno viajero por Austria y sus representantes, por su entorno, y miró si había algo que mejorar, que castigar o que encontrar. Y la encontró a usted, y la ama como a sí mismo. ¿Y usted? ¿Sólo ama el dinero que tienen los otros? ¡Sí, usted se le parece, así que escriba una carta a «La Prensa» e insulte a aquellos que no tienen Dios o, si lo tuvieran, no podrían establecer relación con él!

¡Todo esto nos pertenece a nosotros!

La mujer no presta ninguna atención a su glotis cuan¬do el coche se detiene con un chirrido. Vocea como si es¬tuviera recién engrasada, por-que el vino sigue actuando, y la acaricia por dentro. Grita y grita, hasta que la noche se ha hecho alta y ancha y se encienden algunas luces. Enseguida se ilumina también su casa, y el hombre pesa¬do que dirige una empresa se descarga en su cuerpo im¬pertinente, probablemente de excitación por lo que creía perdido. Está ante esta cálida cueva de oso, en la que los aparatos tocan todas las piezas, incluso bajo los dedos de un niño. Gerti, eres tú, pregunta, yendo más allá de su propio y estre-cho horizonte. ¿Quién en el mundo querría lo que él pierde? Enseguida, gracias a Dios, podrá volver a echar mano al centro, entre sus piernas, para ver si la cesta del pan sigue colgando lo bastante alto, fuera del alcance de otros. Ahora hay más migas dentro de ella. Después, su fa-miliar herramienta trabajará, guiada por un honrado maestro, allí, en su patria después del matri¬monio, donde ningún otro ha estado jamás. Cómo creer¬le. El hombre es lento cuando se trata de elegir entre varios dioses (deporte y política), pero muy rápido cuando, con las patas de-lanteras, pisa el escenario en el que todo le concierne a él y a su obra. El joven no se arredra ante el intercambio de miradas, y saluda. Junto con su pijama, la mujer bascula por una puerta lateral y no muestra nos¬talgia alguna de ser nuevamente apareada. Ha cambiado, y ha ente-rrado debajo de ella a un chiquillo, un cuerpo jo¬ven, que ahora piensa ociosamente en la comida. Cuando su marido le da la bienvenida, sabe que enseguida chupa¬rá por lo menos sus orejas. Pronto se encontrará bien, porque igual que de la mujer dispone del arte, ese ira¬cundo caza-dor que caza en nosotros y en nuestras cade¬nas de sonido. El director ya está susurrando al oído de la mujer, una zafia zafiedad en toda re-gla, que enseguida va a ocurrir con su consentimiento. Es hermoso, la mujer está, de vuelta en casa, también el niño necesita a su ma¬dre. Le muestra cosas importantes, que de todas formas puede ver mucho me-jor en la televisión.

Con las voces, Dios se manifiesta como Naturaleza exterior. Allí viven los empleados, y abren los brazos, pero no cae nada dentro de ellos. En lo que comen, se abren las heridas que el animal recibió en vida. Co-men también las bolas de harina que han cocido, montones si¬milares a sus cuerpos, sus risas desagradables. Informes también como su prole, la iracunda tropa sucesoria que corre tras ellos como los mocos por su rostro. ¡Sus hijos! Los que en una larga caravana (en el monte Calvario de la vida) atacan los nervios de la gente con lo que ellos y la TV llaman deporte. A veces se fragmenta una pequeña parte de la Humanidad, ¿no lo ha notado nunca cuando se sienta, con toda naturalidad, junto a alguien en un me¬dio de transporte, porque, como él, no tiene usted re-cur¬sos para comprarse un coche? Si la respuesta es sí, nadie más que usted se ha dado cuenta. Algunos de los descendientes que ha hecho usted de noche no sirven ni para la fábrica. Son presa del aliento que respiran en for¬ma de alcohol. Ni siquiera sus enfermedades graves pa¬recen afectarles. Es amable estar juntos, como puede observar aquí con el señor director, cuando se vive cáli¬damente con la mujer y el niño y las sombras de los cuer¬pos se proyectan la una sobre la otra, oscure-ciendo el mediodía, mientras otros tienen que ajetrearse: esto y más verá reproducido en la pantalla, ante su pobre curiosi¬dad (y si quiere verse a sí mismo, sólo podrá ser en otro papel... ¡si es posible que no sea cartulina!). Bajo la que¬sera de sus anhelos, la gente del pueblo ve pasar a su director y observa que debajo de él queda sitio para por lo menos una persona, que él mismo se ha escogido. To¬dos van a trabajar a su fábrica. Estas reses en trenes pen¬dulares, en departamentos mal acondicionados, en los que comen embutido y esperan a que el Estado los perju¬dique (los cubra con su sombra). La noche ha descendido len-tamente y ha tomado asiento dentro de nosotros. Ahora durmamos.

El director va a alzar a su mujer medio del coche, me¬dio de las pro-pias manos húmedas del estudiante, y a po¬nerla en la superficie de este país. Al joven, para el que habrá un después y que no necesita ninguna fábrica de papel, a este émbolo rápido y joven lo vemos ayudar cortés-mente, para que la mujer pueda ser llevada a su pocil¬ga como mercan-cía de exposición. Ahora está hecho. Se oye contar que ha recogido a esta mujer, bebida, en la carretera. Ella sigue pareciendo confusa, des-orientada, tiembla de frío. Junto a la entrada, se le ordena el esfuerzo de cruzar el umbral. Ésa es su caseta de perro, aparecien¬do allá donde descansan sus amores, que ha conseguido con su esfuerzo. Se tumban, apenas escapados de los ojos de Dios, ya con las manos entre los mus-los. Sí, no pueden dejar su sexo descansar en paz, sus pequeñas pisto-las tie¬nen que escupir fuego constantemente. Les pertenece lo que (en sus eternos cuentos) han insuflado en el animal de rapiña de su miem-bro, que se desliza sin ruido. Inclu¬so el niño desea ya esa doble presen-cia y gruñe (¡grita dos veces aquí! ¡Como persona y el representante de ellos, en pequeño, pero preciso!). El director carga, inmo¬derado, el ar-ma en su panza. El niño escucha, además del arte y el deporte, la mú-sica pop en la radio, todo perfec¬to. En realidad el niño no me da pena, porque su madre ha vuelto a costas y cofres bien conocidos. Pesada-mente, se pega al hombro de su marido, como brea a medio de¬rretir. Desde el interior, el equipamiento de él ya tantea en busca de la pared del pantalón y el hogar de su aguje¬ro. La mujer se apoya flojamente en la vajilla que hoy no ha lavado, porque hay personal para ello. Los em-pleados domésticos son baratos, las mujeres ya no tienen sitio en la fá-brica, donde, sin tener que convertirse en causa de seres vivos, podrían salir a la superficie del mundo. Estas mujeres son constantemente ex-plotadas a cielo abierto o lanzadas a la noche. Paren niños. Si se nos ocurre que de noche solamente los ricos entran al reino del placer, en¬tonces trabajan, ¡por fin! En algún momento tienen que hacerlo, ya que han nacido y se sientan en sus Mercedes: sólo ellos tienen derecho de conquista.

El pijama de vividora (comprado en el reino de la moda de los ricos. ¡En Viena!) baila en torno a la agotada mujer. El alcohol se ha enfriado en ella. ¿De qué vale el ruido que está armando ahora el director? ¿Por qué la mu¬jer, vestida de forma indecente, se ha lanzado al antro de la Naturaleza? ¡Los perros no andan sueltos por ahí! Ella tose, cuando su marido le golpea en la nuca y en la con¬ciencia. Él se deja vencer por la preocupación y abraza a la mujer contra su corazón, se enrosca en tor-no a ella, ya no necesitamos el pijama. Si se fuera de una vez el joven, que hace posible la comparación entre un cuerpo y este que estaba ori-ginariamente previsto y presentado a las autoridades de la construc-ción. En su momento, pacien¬cia, podremos entretenernos todos con eso, salir de nues¬tra mala forma.

En su versión original, incluso este jefe de una fábrica de papel tenía mejor aspecto del que podemos imaginar ahora, en nuestra inhumana crueldad. Esta mujer ama y no es amada, eso la distingue de nada. Así como yo la se¬ñalo ahora con el dedo, no se puede en cambio prever el destino. La mujer es menos que nada. El joven se ríe del agradecido di-rector, al que ha devuelto su perrito. Lee con frescura los gestos de un hombre que se considera su rival. Pero tampoco le importaría tener una fábrica de papel, en lugar de aprender trabajosamente el Derecho y la Ley. No puede sentirse igual y unido a los hombres que en la fábrica vacilan sobre inaccesibles escaleras, con los ojos plenos de beatitud, porque deben mirar a quien mantiene ocupados sus miembros y amo-res. ¿Y qué pien¬sa el estudiante? Contra quién jugará al tenis mañana.

El señor director se lanza a un cálido fuego verbal. Allí se sientan y hierven aquellos que llevan ropa interior exci¬tante y excitan a sus pare-jas hasta brotarles la sangre que se les dispara en los motores, de for-ma que quieren sin in¬terrupción ir a trabajar con ellos. El rencor del mundo es más bien para los pobres, que no gustan de oírlo, caminan¬do con sus hijos por la escarpada orilla donde la química se come el arro-yo. Lo principal es que todos tengamos tra¬bajo y nos llevemos de él una buena enfermedad a casa.

Como una pesada puerta descolgada, Gerti se hunde en el gozne de su marido. La pregunta es: ¿Aguantará cuando vengan las tormentas y la nieve, en un tiempo arrebatador? El joven aún tiene que tomar otro trago de ella, si es posible mañana mismo. Pero ahora será otro, más habitual, el que apriete sus fusibles hasta que se ha¬gan las tinieblas. El director le ha dicho, en el lenguaje que le es propio, que esta mujer só-lo debe descansar en el lugar que él le ha destinado como tumba, para que él pueda pellizcar sus mejores lados (izquierdo y derecho), sí, este ser le pertenece de forma tan cotidiana como su orinal. Ella siempre es-tá allí, eternamente, de ahí la exci¬tación cuando ella pierde el control y no se le puede en¬contrar. Todo lo que la fantasía inventa puede ser hecho con un miembro vivo, que se hincha y pronto desapare¬ce, lo úni-co que hay que preguntarse es con cuál. De amor se le aclaran a la mu-jer los ojos, como si se llamara a la puerta del paisaje. Se apoya el ca-yado en la pared y se mira si al fin fluye agua de la roca. A los sirvien-tes se les va el trabajo de las manos ¿y son felices? No.

Y el niño hace ruido, porque no puede dormir si la madre no tiene las ideas claras acerca de cómo el niño debe guiar sus pasos en la vida. Mamá, mamá, por la ventana sale una malvada cabecita, el fruto de su vientre con el gusano en él, asoma al viento. Sería mejor que este niño se durmiera ahora, para que no tuviera que ver. Hace mucho que su pasta ha sido amasada para poder andar y vagar en la noche. Y por la mañana temprano va¬gan los cansados, de cuyo cuello no cuelga belleza algu¬na, deambulan como los ciervos. Ahora el niño está ahí. Mañana estará embadurnado de mermelada, como su madre con el lodo de su padre y espíritu santo. A toda ve¬locidad (a través del umbral) entra el hijo, que ha echado de menos a su mamá. El padre tiene que aclarar algo, y cierra la puerta en las narices del estudiante, para mos¬trarse di-vino y ponerse de acuerdo por las buenas. Para poder ir a abrir con to-da tranquilidad los muslos de la mujer y mirar si ha habido alguien allí, en la pradera de la vaca sagrada. La madre cruza en diagonal el espacio hacia su hijo, esa tierra de nadie (en la que los gestos anuncian: esta-mos en casa, enteramente solos, pero te¬nemos que lavarnos todos jun-tos), bienvenida. El direc¬tor quiere rodear a la mujer como el año al ve-rano. Sólo falta que el día despunte. Sí, el niño tiene derecho a un en-torno ordenado. Ese ladrón furtivo que es el amor, ¿quién no lo espera de hora en hora? ¡Usted también tendrá un cordero de peluche, que se dé a conocer! ¿Quién ha echado de menos a quién? Esta montaña exis¬te por un solo motivo: el valle debe tener un fin, y debe volver a ir hacia arriba. La nieve es pálida. El hombre se dedica mucho a su fábri-ca, en la que se produce papel, para que a nosotros nos vaya bien. Y para que sepamos por qué. Ahora lo escribo claramente: Soy como cera en la mano del papel. También yo quisiera conocer a un hombre así, que tenga el poder de refabricarme en lo que yo diga.

Pero qué más queremos: Recibimos nuestro salario en la bolsa de nuestro fracaso, es decir, seguro que que¬remos llegar a algo y seguro que queremos poder ser también un poquito más, por lo menos sobre el papel. Y no puede faltar la sensación de que es culpa nuestra que es-temos sentados en nuestra casa y sólo el teléfono sea nuestro invitado.

Este hombre no tiene corazón, como el fuego consu¬me su casa y arrastra a su mujer. El niño empieza a gru¬ñir. Fuera, un solitario tubo de escape llama la atención de los durmientes, que, como un animal, ventean el aire, pero no se atreven a decir nada. Ni siquiera han estado refugiados durante el día bajo un hermoso cuerpo, donde sus músculos pudieran irse a jugar. Llevan cargas que pesan sobre su felicidad, es decir: los pobres (y sus bra¬zos) son necesarios. Ahora el joven se va. Y la mujer, ape¬nas él ha abandonado la estólida masa del nidito en que han anidado, llama a la puertecilla que ha abierto hace años en la pared con el hacha de sus necesidades. Sin ojos mira al vacío, ¿adonde podrá encontrarlo? Pero los hom¬bres son tan violentos que prenden sin respe-to fuego a sus casas, donde sus familias todavía duermen y no en¬tienden las cifras de los extractos de cuenta. En vez de eso, nos desnu-damos para engañar a un hombre con nuestros genitales. Sí, los hom-bres tapan con su presencia todos los senderos. ¡Pero a usted le da igual que aquí haya alguien que siente, y se alía a la persona equivoca-da!

La nostalgia es un trocito de madera que esta mujer se ha aportado a sí misma. Necesita un poco de acción, por¬que en su casa no falta de nada, así que busca sus objeti¬vos fuera, para pensar constantemente en ellos y remo¬verlos, como sopas de sobre, en su agua que cuece re-voltosa, y tocar un corazón ajeno. También el sínodo de la Iglesia cató-lica necesita al lejano Papa, que va a venir a visitarnos. ¡Pero cuando esté en nuestra patria, de repen¬te resultará que es un hombre como nosotros, yo le co¬nozco! Para él todo el mundo llega el último, y debe per¬derse antes de alcanzar su meta. No así el amor. Por lo menos un hombre puede apoyarse en sí mismo. Pero la mujer no puede nunca apoyarse en ella. Así, los deseos que querría comprarse soplan alrede-dor de este sexo hirviente.

Dónde has estado, se dice a Gerti mientras se le gol¬pea. El padre sa-cude al mismo tiempo al niño, que, alle¬gado suyo, se aferra al vientre de la madre. Ahora re¬nunciamos a exponer este grupo laocóntico, en el que el uno cuelga del otro y quiere aparecer magníficamente grande.

Ahora la ira del hombre se ha desbordado. De su tubo sale la excita-ción, mitigada con un chorro espumoso. La mujer debe desnudarse de inmediato, para tener el ta¬maño preciso de sus dimensiones. Él quiere lanzar su rayo dentro de ella, ¡pero su fuego nunca se deja coger! Tiene cerillas suficientes como para poder encenderlo de nuevo y que la mu-jer consuma sus raíces, cocidas, hervi¬das, en escabeche. En la cama, el niño es tratado con un vaso de zumo. ¡Debe haber silencio! Dejar a la mujer so¬lamente para el padre. No saltar sobre ella con voz chi¬llona y tirar de su cuerpo. La madre está otra vez aquí, con eso basta. Y el pá-jaro del padre canta ya por encima de su surco. El hombre la arrastra al baño para procurar¬se violenta entrada y navegar sobre ella. ¡Qué her-moso que esté otra vez aquí, podría haber estado muerta!

Como una vacilante antorcha, el director se detiene ante el heno que hay en su cama, y se lanza. Se inflama el surco en el que ocurre lo sa-grado, en este nocturno pajar austriaco, por donde pasan los trenes y se cuentan histo¬rias del animal sagrado que se apiña en torno al pese-bre y a las prestaciones sociales. No hace mucho que ha pa¬sado la Na-vidad, y el niño ha sido feliz con los esquíes que podrían ser su ataúd. Ahora es el turno de los deseos de primavera. El padre está en medio de su profesión y sus necesidades, y va de la una a las otras. Hace mu-cho que la mujer lleva cada minuto queriendo marcharse, co¬noce la ju-ventud y sabe lo que ha perdido y dónde no ha perdido nada más. ¡Así ocurre cuando declinan los hom¬bres que bromean con la vida! A la mu-jer le entra una len¬gua ajena en la garganta, y después hay que lavarse a fondo para quitar el gusto. El hombre golpea a la mujer desde lo alto del parapeto de su cuerpo. Ella cubre su ros¬tro con las manos, y sin embargo, lo que es de los siervos se arrebata con violencia. Ninguna fuerza podría medir¬se con el vigoroso sexo del director, él no tiene más que creer en eso. ¡Toda nuestra selección nacional de esquí vive tam-bién de eso! Pero para la mujer es como si él es¬tuviera borracho de su vida, como algunos de nuestros actuales importantes, cuyos nombres tan sólo provoca¬rán la risa dentro de diez años. Esta mujer no querría más que juventud, de cuyos bellos cuerpos haría instantáneas para salir ella misma en ellas. Como del cielo le parecen venidas esas imágenes, mientras ya se le arrancan los brazos del rostro y el canto del padre desciende por sus mejillas, dejando a su paso rojas manchas de vino y de lá¬grimas. Me gustaría saber cómo si no se alimenta la gen¬te (aparte de sus esperanzas). Parecen invertirlo todo en cámaras fotográficas y aparatos de alta fidelidad. En sus casas ya no queda sitio para la vida. Todo ha pasado cuando pasa el acto del comprar, pero nada ha termi-na¬do, de lo contrario ya no estaría allí. Los ladrones tam¬bién quieren tener algo que celebrar.

El hombre espera hasta que su agua hierve. Después echa en ella a su mujer, a la que ha despojado del pijama. Su señal se ha elevado, la vía está libre. Y todo habla con¬forme al tono de su señal. Patea a su mujer en el regazo. No necesita ánimos por su parte, ya está muy ani-mado. Es como si su rabo ya no pudiera hallar reposo, porque quizá otro se ha enterrado en su coño y ha ensuciado su suelo con su pedazo de salchicha. De pura ira, este hom¬bre se desgasta, a sí y a su obra, demasiado pronto, de¬masiada energía se despilfarra entre bramidos, su bóve¬da truena. Todo en el exterior ha sido dominado con hielo y nieve. La Naturaleza suele hacerlo bien, sólo a ve¬ces hay que ayudarla a poder consumir su propiedad en nuestra mesa en calma y silencio. El hombre llueve hu¬medad por delante y por detrás sobre la mujer, a la que puli-menta. Las pequeñas alfombras de sus pechos son sacudidas con fuer-za. Como piedras le cuelgan sus sacos de dos kilos. Y sin miedo él rocía a la mujer con su tosca escoria, y vaga por ella, con el suelo firme bajo los pies.

El somnoliento niño, otra vez despierto, no debería sacudir de ese modo la puerta del baño, de lo contrario resultará rociado. El hombre obliga a la mujer a volver la cabeza hacia el recto tronco, porque quiere gritar. Su pá¬jaro está despierto, y es encerrado en la jaula de la boca de ella, así le gusta, y aletea sucio hasta que en la gargan¬ta de la mujer se levanta una náusea que quiere crecer, y su vómito corre por su vás-tago y sobre la bóveda bam¬boleante de sus testículos. No hay nada que hacer. Se le saca el glande de la faringe, y la mujer es inclinada a me¬dias sobre la bañera. El rabo está como una caña en torno a su lecho, en el que finalmente es depositado, doblan las campanas de sus pe-chos, el alcohol fluye como agua de ella, y gotea poderoso sobre su co-no. No, el director no va a permitir a esta mujer salir tan fácilmente de su nido. No debe escuchar a sus sentidos, sino a él, que es como ella.

Solo por unos minutos ha saltado esta mujer a la are¬na en la que los consumidores aprenden a nadar. Ahora está metida en el agua del ba-ño, y es enjabonada. Su pija¬ma está hecho un guiñapo, tendrá que ser lavado, cosido y planchado. Al lavarla y pulirla, el hombre le arranca matas de pelo enteras del cono. Se enreda en las bran¬quias de su ver-güenza y desciende con dedos jabonosos hasta muy hondo en sus aguas subterráneas, donde an¬tes depositara su poderoso paquete. ¡Ella patalea y llori¬quea, porque le arde! Delante, en el pecho, donde los de-seos hacen gimnasia en su ramaje, se echa mano ex¬ploratoriamente a las puntitas de embutido que alguien ha dejado, que son retorcidas con tres dedos y vueltas a soltar con lentitud. Duros como botones nos mi-ran los fríos ojos de las areolas. Pero ya no le gustan al señor, ni aun-que fueran de una reina. Ya repiquetean los terribles recipientes que tienen que recoger el contenido de los hombres. Y silbando cimbrean las puertas de las salas de espera ante los montones de huesos de los parados. Tam¬bién esta marea sabremos contenerla.


10

Pueden descansar en paz y seguridad. Pero antes el sol, que apunta por entre las horquillas de sus cuerpos, ten¬dría que arrojar su luz cen-telleante sobre ellos. ¡Pueden hacer cosas por las que merece la pena tener un cuerpo! Pueden bajar las defensas y penetrarse mutuamente en varios golpes de cadera. Su cara está como en el cielo, y antes de que, como los guepardos, lleguen de un par de saltos hasta la fuente de los poderosos, ya se han aparea¬do muchas veces, polvo fugaz en un rayo de sol. Sí. ¿Para qué si no tenerse y cuidarse con agua y duchas de emo¬ciones, como si los fueran a canonizar? Para cada trocito de su cuerpo han hallado amor y respeto en su pareja. Igual que los campe-sinos subarrendados, que tienen locos a los capataces porque siempre se duermen en el trabajo, golpean a sus bestias, las degüellan y desue-llan, como han visto hacer docenas de veces en su propia piel. Con bo-tas de goma –los zapatos bonitos se quedan en casa de la mujer her-mosa, que se lava las axilas sobre el lavabo–, el pequeño propietario sale del establo. La sangre de los conejos que los niños han amado go-tea de las mangas de su chaqueta. Pero también este hombre, que se halla en el mundo para vivir, es a veces una fi¬gura amable tras un ma-torral, al que desde la pista de baile arrastra a una muchacha que casi no sabe de qué se defiende.

Pero para los que viven a la luz que se cuela por sus persianas, las cosas son muy distintas: se acomodan ma¬ravillosamente el uno al otro, incluso cuando dejan que el tiempo acaricie sus cuerpos; apenas se ve, el tiempo, esa crema solar de la creación en la que algunos, prote¬gidos de los fuertes rayos, pueden conservarse cómoda y tranquilamente. El tiempo parece haber pasado sin dejar rastro por mujeres como esta que aparece en la foto, metida en el cajón en que su marido la ha guardado bien, para su disfrute.

Los grandes, que ya van a la escuela del beneficio, no hacen sino pre-ocuparse por el sector público, que cuelga pesadamente de nuestros monederos como este director de las bolsas de leche de su esposa. Por parte de sus pro¬pietarios se le ha dado a entender que los consorcios, tan magníficos en su codicia como en su ira, gustarían de ju¬gar con los habitantes del pueblo una partida de cartas sobre su vida. Los hijos de los postergados aprenden pronto por qué lado se unta su pan: ¡Siempre hay que te¬ner bien juntas las finas rodajas de la guarnición! Para que a la Caja de Ahorros para la Construcción le merezca la pena desembolsar la superprima. Y quizá el director pueda jugar también, y cantar ade-más.

Él tiene otras preocupaciones, porque nadie soporta la vida en solita-rio. Él lleva en lo alto la raya del pelo, y en lo bajo el vellón de sus geni-tales, que va a regalar a su mujer hasta que le brillen los ojos, ¡ya ve-rás! Su elevada renta mensual derrama una alegría inextinguible sobre su cabeza embotada por la bendición del dinero. ¡Pero a nosotros, figu-ras de siervos, nos han reconocido! Nos han reconocido y apreciado, porque en las profundida¬des hay vida, y la gente afluye a la taberna. Pronto ha¬bremos puesto nuestro animal en seco, donde un vene¬noso rocío caerá desde el banco emisor sobre su miseria. Nuestro crecimien-to demasiado fuerte sufren los que no cuentan, que no pueden adelan-tar los pies más allá de donde ven, que tienen que calibrar las horas de viaje an¬tes de presentarse, con las cabezas descubiertas, ante sus pro-pósitos y sus prebostes. Sus deseos no pueden ser cumplidos, y caen bajo la guadaña de los recortes presu¬puestarios (¡oh, los ahorros de las gentes!). Sí, este direc¬tor está del todo en su elemento. Pone freno a los pasos desmedidos, porque es inconmensurablemente rico para la gente que aprende a caer a su lado sin ruido, como las hojas, para no molestarle cuando toca el violín. No ve ra¬zón para contenerse tras las barreras de su cinturón, que le viste bien, porque quizá otro ha habita-do en su mujer como sólo él puede haber habitado. Gracias por haber es¬cuchado mis insultos.

Suavemente, como el trueno contenido que puede ser cuando está contento con su mujer, se inclina sobre su piel, que exhala vapor como la de un animal. Ahora, ella quiere dormir. Pero este deseo que la ani-ma no ha sido dictado por la cordialidad. Está llena de su pasado re¬ciente, y si nos acercamos mucho, lo advertiremos: el fu¬turo pertenece a la juventud, si ha estudiado y sus padres han aprendido a enfrentarla entre sí en la lonja. Los hijos de los vecinos han de caer como fruta madura. Y esta mujer ya está abierta a un amor sin esperanza, mansa como la jaula de un conejo el día después de la matanza, ¡ya ha metido en ella todos sus muebles, y se le ha pega¬do un papel de flores! De su Conchita sale un cominillo donde él, el estudiante, espera con todos mis lectores po¬der volver a entrar, instruido, de suave humor. Si todos nos mantenemos unidos y reunimos todo lo que tene¬mos, nuestros presen-timientos se podrán confirmar. ¡No somos necesarios! Si podemos vivir bien, es como mucho en el recuerdo de un animal querido al que ali-mentába¬mos; o de una persona amada de la que nos hemos ali¬mentado.

En cualquier momento, el director podría arrojar de cabeza al jardín a su mujer, que tenga cuidado si se vuel¬ve a dar rimel en las pestañas. Él la dejará dárselo, pero su necesidad se despabilará como un manantial en el bosque, e inútiles lágrimas embadurnarán el rostro de ella hasta desfigurarlo, y manchas purpúreas (¡Gerti!) florecerán en el prado de su vientre. Además de por la pobreza, todo el mundo puede ser bata-neado de otro modo, cuando el día despunta temprano y a uno le pasa el café por la garganta. No nos va bien a las mujeres cuando no ama-mos más que la limpieza de nuestra habi¬tación y nadie nos abre cada día para controlar si algo se ha añadido a nuestros majestuosos órga-nos. Pero no hay que temer, seguimos siendo las mismas. Pronto el abis¬mo se cubrirá con nosotras, igual que intentamos cubrir nuestras viviendas unifamiliares con Eternit fresco, y los intereses de los créditos caerán encima como sombras. Pronto el jefe vendrá al establo a por nosotras, bestezuelas, que estamos atadas a la cadena de nuestros de-seos y somos pateadas. Quien tenga una pequeña granja y una casita adjunta será el primero en paladear el paro: así ha¬blan los hombres que han comprado en una boutique ce¬lestial y se clavan después tras de sus escritorios, donde ya nadie puede calmarlos. Ni siquiera el suave frotar con que el agua escurre por el pincel de su sexo, con el que se pintan el uno al otro sus deseos, los amansa tanto como para portarse bien con sus bienes vivientes, esos temero¬sos empleados en sus celdas de condenado. A menudo tienen que viajar durante horas hasta llegar a casa, con su amada pareja, y poder conectar la corriente que recorre las sillas con un temblor.

No se come fuera cuando se ha construido una mag¬nífica casa donde hincar los dientes en los cuellos ajenos. En la calle caen las sombras. Los que vuelven del trabajo quieren entrar a beber una cerveza en esta pobre casa. La frente del director no está marcada por el esfuerzo. Co-mo artista del violín no es más que un principiante, pero aun así atra-viesa a su mujer en cinco minutos. Está bien amortiguado cuando gol-pea expeditivo contra sus ubres con su cálido asidero, ¿ha visto cómo se lo acaba de meter en la boca? Sus palancas aún tienen algunas difi¬cultades para aparcar. Pero los señores siempre se preci¬pitan con gus-to, como cataratas, a su pequeño asunto, y tienen prisa. ¡También en usted ardería un fuego colérico si todos los días se meara en su cono! Y fuera pasa un po¬licía, ocupado, poniendo multas. Más de uno ha visto empequeñecerse a los fuertes ante una señal de prohibi¬ción, ¡pero a sus mujeres, en su cálido hogar, sí que pue¬den perseguirlas! (Esta bes-tia salvaje siempre está en po¬sición. Las cortinas le acarician las manos frías, que no han tenido bajo ellas más que un montón de ropa inte¬rior.) Como un signo del Zodíaco, este señor, en el que se ha agitado la necesidad de excitación, se cierne sobre la mujer. Su lengua produce pulsaciones en la copa de zumo que ella tiene enclavada entre los mus-los. Hay que poder mostrar el puño con el que se golpea sobre la mesa. En cualquier otra parte, gentes traqueteantes pre¬fieren regular el tubo de escape y calientan sus motores para no llegar al trabajo demasiado tarde. ¡Pero por la noche se agitan como llamas, desenfrenados, si su mujer ha hecho una mala cena! Entonces hay jaleo, y la mujer levanta los ojos, como si acabara de trepar por los Alpes con sus heridas y ex-coriaciones. Estos hombres ya no tie¬nen mucho tiempo para consumirse en pos de una her¬mosa meta que tenga pecho delante (que dé sentido a la llama que los quema). Incluso nuestros coches consumen ya nues-tro último combustible.

El director se abraza a su vecina de lecho. ¿Quiere de¬sembarazarse de ella, que tanto tiempo ha sido elimina¬da a su lado? Ella vive al lado, eche un vistazo, es ali¬mentada artificialmente y no debe ir a buscar en edificios ajenos si alguien hace de hombre para ella y mete la len¬gua en su Conchita. El director no usa preservativos, por¬que le gustaría volver-se a ver varias veces más, pero siempre en pequeño, para que nada ni nadie sea más grande que él. Sale del amplio claro del bosque y abre la boca de la mujer con su taladradora. Ella tose por el artilugio que em-plea, y que se dibuja claramente en ella. (Re¬corre toda su buena figu-ra.) A este hombre parece fasci¬narle poder ser el único en dar a luz la entera longitud de su cosa, así que se transforma de tal modo que en-tra en pugna con la mujer por su horno permanente. ¡Qué sus¬tancia ac-tiva, semidiós, salud, que puede producir su propio engrosamiento sin colgar en la pared como santo y mártir! ¡Qué hombre! ¡Y descender en forma de lluvia sobre los suyos! Bien, en cualquier otra parte se han cons¬truido escaleras junto a las casitas, aunque nadie querría vivir vo-luntariamente en ellas. Sí, los más pobres dan pe¬queños pasos para llegar finalmente hasta sí mismos.

Gritando, el Señor Director se atornilla en la boca de Gerti. Antes tu-vo que salirse de sus casillas, es decir, tuvo que ponerse de manifiesto; sea como sea, ya en su juven¬tud lo ayudaron por todas partes (también en las cuerdas del violín). Sus sonidos están bajo su mando, los sirvien¬tes también. No es difícil, también su hijo toca ya un instrumento, y las laderas se sacuden los árboles ácidos como si fueran las manos. La mu-jer patea y es pateada, hasta que grita. No, a esta hora no se discute en casa, no se fuman cigarrillos, no se bebe y no se amenaza con fu¬ria al personal. Se le vuelve a quitar el camisón, para po¬der palparla en distintas direcciones. A menudo usamos la cama, donde dormimos la guerra de los sexos. En ella podríamos ascender sin fin, para llegar a simples sol¬dados. Por ningún otro territorio se sube tan rápido, si a una (a una de nosotras, mujeres) su propio rostro le resulta medianamente bueno. La roca no desciende a la pradera, los animales se le acercan corriendo y frotan la cabeza contra ella. Ahora la mujer se debate, co-mo si qui¬siera hacerse inmortal en medio de sus electrodomésti¬cos. Re-suena como el grito que se lanza cuando el rayo no puede dominarse en un día claro y se abate sobre el te¬levisor. Hay que hacer ajustar el aparato, el viático de las noches. El director quiere disparar hoy su es-copeta una vez más, para volver a estar seguro de su mujer, cuando esté tumbada sangrando, porque en mala hora se cruzó en su camino. Ella respira hondo y se ahoga en náuseas. El sueño se le espanta de los ojos. Casi vomitaría ante aquello que irrumpe en su casa gimiente e hirviente.

¡Claro, con sus zarpas él puede abrirle el culo con ra¬pidez y comodi-dad! Es de su propiedad, como Dios de la nuestra. Sus músculos crujen como un zapato viejo, en menos de cinco minutos su viga giratoria vol-verá a estar cerrada. El acceso ha de mantenerse siempre libre, por¬que al fin y al cabo este hombre no soporta la vida en so¬litario, también otros tienen que soportarlo todos los días. Con su cuerpo la mujer sirve al hombre la mayor parte del tiempo, pero pronto el Sol parece volver a bri¬llar. ¡Esta gente debe desaparecer allá donde el campesi¬no ha dejado abierto el surco! Los he dejado saciados y los vuelvo a encontrar sacia-dos, y ninguna luz les ilustra sobre el porqué. Así, se consumen por sus mujeres y por los consejos de los poderosos, los comités de empresa, que hoy se han vuelto muy abundantes, pero del todo impotentes. A veces, apenas se mira, se ha rematado a un nuevo trabajador especia-lizado, y se le puede poner en salazón en el taller. Su campo es limita-do hasta su fin. Po¬cas mujeres se sientan para el desayuno, que les sir-ve una camarera, enfrente del hombre, las gafas de sol sobre los ojos dibujados. Han ocupado exactamente un asien¬to. Por la noche, han sido agitadas como los caballos ce¬lestiales en los que los niños aprenden a cabalgar. ¡Y si¬guen sentadas aún más firmes en la silla! Este hombre se toma casi tantas libertades como nuestro Presidente, y casi tanto pesa sobre nuestros hombros, hombros de ca¬minantes que osamos alzar la mano y sólo llegamos a co¬ger nuestro abrigo del perchero. Él dice que Mozart era un compositor maravilloso. Y a él también le gusta to¬car, pero más pequeño, si se le compara con su marco. Aún queda un sitito para los hobbies. En los festivales de Salzburgo podrá someterse a una prueba de resistencia. El padre concuerda consigo mismo. Haciendo alegres gestos, taladra de un golpe el esfínter de su mujer, que –al fin y al cabo ya no es libre– reprime el grito que tira de su correa. En fin, la letra con sangre entra.

El director se cuelga de su agua fresca, y después, ¡fuera, de las ti-nieblas al sol! Es decir, que en todos los as¬pectos él vive bien consigo mismo. ¡Hazlo callar! Se pue¬de vivir en una casa como la nieve en la pradera, obvia¬mente, pero también se pueden mantener los miembros ocupados en su cadenita, hasta que resuena. Hay mu¬chas mujeres, pe-ro el hombre es único. Pende sobre los cuartos traseros de la mujer y le susurra del erotismo que el burdel podría regalarle, pero él invierte en ELLA. Erotismo... esa palabra se dice así por una Erika, no por una Ger-ti. Esto da un sentido a esta hora solemne. El hom¬bre tiene que contar con la bestia que hay dentro de sí, y ¿cuál es el resultado? Una conver-sación con el mundo y sus representantes de maquinaria recién engra-sados, en un atrio en el que esperan hasta que las mujeres vienen en su ayuda con sus lóbregos agujeros golpeados por el granizo. La obra de la vida de más de uno será completa¬mente olvidada por la tierra. Pero el hombre encuentra su eyaculación, fiable, debajo de sí, y se re-vuelca en esa certidumbre: su hijo vivirá después de él, y seguirá fasti¬diando a otras personas en su ciudad. Cerremos los ojos ante ello. ¿Quién lo asola todo y sin embargo quiere vol¬ver a empezar siempre desde cero? Cierto. Él compra al niño ropa nueva, y la madre, limitada como es la Na¬turaleza, tiene que lavarla. Se lo enseñan en la televi¬sión. Esta madre toca el piano mientras sus pedales la soportan.

El director ya ha jodido bastante en los tubos de su mujer, ahora mira ante sí, se observa y hurga, amable des¬conocido que se inclina sobre un motor que ya no quiere funcionar, en su animal doméstico. El hogar no está don¬de antes ha estado ya otro. La mujer es para el hombre una constante invariable (invariablemente a la moda), porque ella tiene los pies en el suelo, mientras él apunta directamente al corazón y escribe como hobby programas de ordenador ante los que otros se quedan sencillamente mudos. La luz brilla en el campo, y mañana Gerti segui¬rá allí, sin duda. Ningún otro hombre debe detenerse a su lado y codiciarla cuando ella se aburre. Ahora el di¬rector dispara desde su ángulo muer-to. Avanza el traba¬jo en su sitio, igual que el arroyo corre por el valle. ¡Le gustaría detener este fórmula I, y no obstante moverlo inquieto en la línea de salida! Y alrededor esta misma noche nunca limpia de sí mismos a los miserables, al con¬trario, hace frío para ellos, y tienen que hacerse calentar por las vulvas de sus mujeres. Mañana no quieren lle-gar demasiado tarde allá donde no son deseados, pero sí esperados por nuestro bien más preciado, la fábrica. Se les baja de las nubes. Muchos tienen que aserrar las ra¬mas de sus árboles frutales rotas por la helada. El di¬rector escupe al oído de su mujer espantosas bolas de mierda. Ella podría ser olvidada, sin más, como una mochila llena de pan rancio, que elija. ¡En cualquier mo¬mento! Vivirá, y bien, mientras no haya es-casez bajo sus bragas. Mientras esté despejado de nieve y esparcido de sal por lo menos un camino hacia ellas; por el que el hombre pueda volver cuando ya no le guste estar allí. El balón tiene que entrar a me-ta. ¿Y ella? Él tira de su pelo como si aún tuviera las riendas en la ma-no. Acabándose, temblando, su rabo arma estrépito en su maleza. En el último momento él se aparta, porque ella se reprime. El hombre le gol-pea con el puño en la nuca, dirige su voz potente hacia ella. ¿Podría es-ta mujer pensar en una bri¬sa delicada sobre un miembro más amado? ¿Sería posi¬ble? Así, ocurre que el repleto cáliz de su director pasa de largo ante ella y se deposita en el vertedero de su piel, un montoncillo de basura sin recoger. Esta mujer no merece que el hombre se incline sobre ella 45 grados. ¡Apurémo¬nos ahora hasta la mitad, no, hasta tres cuartas partes! Antes, los alegres conquistadores no eran molestados tan a menudo. Hoy soplan vientos más duros.

Pronto los habitantes del país tendrán que despertar, ahuyentados de un sitio a otro, antes de saber siquiera dónde se habían quedado. Pero alto, también tienen una ventaja: la primavera los alcanzará, igual que a nosotros, con un suspiro y mucho aire fresco. Pero entretanto no¬sotros habremos alcanzado mucho más, porque NOSOTROS seguimos adelante, nos arriesgamos: en un teatro, un concierto o una exposición, donde nos reconocemos, sostenidos nada más que por la apariencia que ha caído de SUS pobres ojos. ¡Sí, estamos en la lista! Por favor, baje la vista, ahí está el salvaje cerro de los fieles desemplea¬dos, aban-donados a la bondad de los bancos. La luz en esos ojos, ah, al final de la autopista, no ha dorado otra cosa que los dividendos de una fábrica. Pero se olvida¬ron de parpadear, y equivocándose asustados por el bri¬llo del trabajo al fin encontrado, han resbalado hasta el río. Uno no se puede dormir al volante, por la mañana temprano. ¿Y qué ocurre entre-tanto con los dineros de nuestros impuestos? Son despilfarrados como personas, en forma de un caro coche deportivo en un esbelto y do¬tado país, allá delante, en el que la industria toma las cur¬vas a toda veloci-dad. También en otras partes vive gente y es atropellada. Ahora prose-guimos nuestro camino in¬constante, dejando solamente débiles huellas en el asfal¬to de las carreteras y a nuestros hijos un televisor en co¬lor y un vídeo por cabeza.


11

No se deja de paladear el desayuno. El niño baja corrien¬do y brinca travieso delante del padre. Semejante rayo de sol recolecta calderilla. El padre quiere que su hijo sea va¬liente, y nunca titubee. Pero como mu-cho este niño va a parar, dando un cómodo paseo, ante las tiendas de ar¬tículos de broma de la ciudad provinciana. El muchacho compra siem-pre para él sólo. Apenas advierte a sus com¬pañeros, a lo lejos, que tie-nen que mirar cómo se le acaba el dinero al hijo del director (como a ellos el tiempo en que aún podrán llamar a las puertas entrabiertas de la economía). El niño se sienta en la escuela con los niños del orfanato, ¡esto es pedagógicamente lógico, pero tene¬mos guerra en las cabañas! Algunos hijos e hijas apestan a establo, de su larga mañana junto al ganado, que se hunde hasta los tobillos en su estiércol plomizo. Han ba¬jado de casas cerradas, después de haberse levantado a las cinco. Allí los cuerpos se mantienen juntos en total inactividad hasta que la falta de dinero los barre hacia las fábricas. ¿Nunca ha visto usted allí florecer y marchitar¬se semejantes flores? Este niño camina con descaro por el campo para perturbar el equilibrio entre Naturaleza y Derecho Natural (el niño tiene razón cuando golpea a un topo con un palo, o se desliza con los esquíes por la pendiente. ¡Naturalmente, también usted tiene razón cuan¬do sale a pasear entre nubes de pura lana virgen, por su salud!). A veces, dispara una escopeta en el vientre del bosque. Las letrinas deben proteger a la Naturaleza de los hombres y sus herencias, pero ¿quién protege al hom¬bre de sus acreedores, los empleados de banca, que se le¬vantan temprano sólo para alzar la vista hacia los Al-pes? Por la noche, gracias a Dios, ha deshelado un poco, lo que hace que los esquiadores contengan el aliento, pen¬sando en su billete de re-monte. El hielo está desparrama¬do al pie de los árboles como los troci-tos de corcho en el embalaje de un hermoso aparato, ante el que se nos abren los ojos. Más de uno vería esto de otro modo. La criada llega con el carrito de la compra. El hielo, todavía firme en algunos puntos, cruje bajo las ruedas como si es¬tuviera hueco. Tiene que haber también algo por debajo de nosotros, no sólo por encima. ¿Tiene usted quizá una buena amistad con la que poder ir al cine? ¿No? Entonces espere a que suene el timbre de su casa, quizá la miseria del paro, en este mun-do esbelto y bien construido, en el que se le quiere vender un abono. Para que aprenda a en¬tender mejor las necesidades de sus represen-tantes en el mundo del arte, la economía y la política.

Como hombre, el director puede inclinarse hacia su mujer, que está sentada en su sitio de siempre, donde la luz de la ventana no puede caer sobre ella. Aún está os¬curo. Gerti lleva unas gafas de sol. El niño viene, feliz por lo que ha visto fuera y en la televisión, entra con estré-pi¬to, vocifera codicioso, esta vez seguro que se va a com¬prar algo de-terminado con lo que poder escapar de este hermoso mundo: Rápidos aparatos y trajes a juego, para que sus días estén llenos de felicidad. Porque el niño quiere volver a desbordarse con la marea. Su padre pro¬nuncia unas palabras enérgicas, desde la poderosa estrella oscura que es su cabeza. Ha elegido la mañana para volver a hacer una repentina visita a la madre de este niño. Mejorando su rendimiento nocturno, se ha im¬puesto a ella con presteza. Como se toma asiento en un sillón, só-lo un instante, con la fingida objetividad del te¬lediario de la noche, se ha dejado caer pesadamente den¬tro de la mujer, atracando desde atrás a la bomba de la estación de servicio de su vida, donde va a buscar los consuelos del sagrado sacramento. ¡Debe dejarle llenar el tanque con toda tranquilidad! ¡Super! Ha entrado con palabras en su oído, aún tie-ne que pasarle otra factura por su comportamiento del día anterior. Él es el supremo revisor de cuentas, que puede transformar las olas en ondas. Ojalá que la auténtica hierba se vea algún día, porque la plan-tamos erróneamente bajo cementerios de automóviles y áreas de des-canso, donde incluso los pre¬servativos se recalientan antes de tirarlos. Sí, allá donde somos tan decentes como para derrocharnos, hundir nuestro sexo y ocultárselo después a nuestra pareja para poder gozarlo en soledad. Los muslos de la mujer sólo deben estar preparados para él, el director, el horrible transeúnte, cocidos en el aceite hirviendo de su codicia, y así también los mantendrá él ocupados para ella, se des-cargará temblando en su rampa y le dará a cambio un caritativo broche o un brazalete de acero. Enseguida ha pasado, y volvemos a ser libres, en nuestra casa, a la que pertenecemos, pero más ricos que antes, cuando nos reíamos de los vecinos. ¡Está invitada a echar un vistazo! ¡No le ocurrirá nada si este Señor de la secta de los gozadores llama a su puerta con una botella de champán! ¡Al contrario, la mujer debe es-tar contenta! ¡Sólo faltaría que él mismo se hubiera envuelto para re¬galo! El azul del cielo se toma en serio el paisaje, el ne¬gocio prospera.

Sin duda esta mujer saldrá a la primera ocasión, a que el peluquero la disminuya para ponerla a la altura de Michael. Sí, ella es la respon-sable de poder presentarse como un bocado apetitoso; entre nosotros: ¡Qué hermoso día! Llenos de amor, los padres discuten con estrépito so¬bre el hijo, que se agota sobre sus juguetes como el padre en el re-gazo de la madre, en el que juega solo. Hay que recoger al niño. Antes aquí crecían cañas, ahora cadenas cierran el corazón, nadie puede que-darse tranquilamen¬te en su senda y mirar. Todos tienen que cargar con sus penas o mear un chorro creador, para que se les vea y se les tenga que querer. Por todas partes preguntan al niño por su valor añadido frente a los hijos de los pobres. A la madre, agotada, casi le chorrea la leche de los pechos del miedo de que este niño no parece tener un alma inmor¬tal, porque no hace feliz a su madre. Enseguida quiere marcharse a esquiar, donde los otros son conducidos bien o mal por el telesilla. ¡Si no se sobreestimaran al des¬cender al valle! Ahora la madre besa ansio-sa al niño, que se libra de ella. De buen humor, el padre escarba en la moqueta con los pies. ¡Si volviera a estar pronto a solas con su mujer, para poder hacerle señas con su poste (su pollita)! A veces, cuando el niño está distraído, él desliza dos dedos, a los que la piel da alas, en la parte más emo¬cionante de ella, en esa hendidura que tanto le atrae, para cubrir la cual le compra a esta mujer esas prendas caras. Secre-tamente, se huele la mano, tan triunfadora como él. Tan penetrante como la luz. Entretanto la madre sigue amando al niño, siempre arroyo abajo, este niño, al que es tan adicto, con sus juguetes y cachivaches, como una amante. El padre da un puñetazo sobre la mesa, de buen humor. Él ya ha necesitado hoy a la mujer, ¿por qué no va un niño a necesitar a su madre? ¡Pero sin exagerar! El hijo debe aprender a ser modesto cuando presta a los modestos por necesidad sus hermosos es-quíes nuevos, por un precio módico, para llevarse aún más sorpresas a la boca en la pastelería. El hijo, un pequeño y lento tren local, ha pues-to ya en pie un ágil comercio con sus obje¬tos, para que la felicidad lle-gue incluso a los más tontos (que creen que patinar sirve para buscar un hueco en el sistema, ante el que se levantan los Alpes). Pero estos ni¬ños sólo entienden que cuesta algo echarse al hombro unos esquíes de competición. Este hombre y esta mujer divina se sienten sencilla-mente alerta el uno frente al otro. Sus ojos están cosidos con grandes puntadas.

El hijo ha sido alabado por su capacidad mercantil por su propio pa-dre, el violinista. ¡Tomen ejemplo de él, empresarios de esquí del muni-cipio, que todavía se atre¬ven a pedir dinero por el uso de los copos de nieve, esa macilenta blancura deportiva! Todo se queda en los cam¬pos locales, donde usted, uno de los innumerables escla¬vos del deporte, so-portaba la vida hace una hora con su anorak de colores, que lleva pues-to a todos sitios, desde la pista de descenso hasta la discoteca. Es todo uno, y us¬ted es el primero. Sólo tiene que alzarse previamente hasta las cercanías de Dios, donde los tiempos cotizan más que su tiempo de descenso, cronometrado por su se¬ñora esposa, que ha venido a pie. De pronto la vida se le hace más familiar, cuando se detiene ante el abis-mo de nieve y aprieta contra su cuerpo un instrumento, tam¬bién lava-ble. Los pobres no pueden contener sus aguas menores, que se conge-lan a sus pies, y no les queda más remedio que pisar con cuidado ante la más encumbrada de las montañas, de la que no les vendrá ninguna ayuda, atentamente. Lanzados como dados abigarrados de sus oficinas, elegantemente vestidos, dejan entrar la alegría en sus pequeñas taber-nas y resbalan, totalmente inclina¬dos sobre sus trineos como sobre un ser amado, bueno, sencillamente resbalan cuesta abajo. Y allí se con-taminan con otros arruinados en tiempos peores, convertidos en un en-vío, en un paquete de vida, en el que reina el humor, por ejemplo, en el país de los músicos. Los más pobres miran también, pero les suena ajeno. Porque no saben cómo estos astros de la pantalla se elevan hacia el cielo delante de ellos. El temporal resopla en torno a ellos.

La madre se deja atender con café por la criada. En¬tretanto, hace mucho que ha escondido en el cajón de la ropa una botella sin abrir. Mejor sería que hoy no viniera el grupo de niños a aporrear el timbal. No, viene maña¬na, para poder probar su canto, sus bocas y su estrépito para la fiesta de los bomberos. En los días festivos, hay cosas hermosas que se unen bien en el tocadiscos a la Pa¬sión según San Mateo y otro canto que pueda afrontar nuestros oídos. Espantada, la mujer mira sus manos, que le son completamente ajenas. El lenguaje se le eriza como el pene de su marido, allá delante, donde tira de su cade¬na y se va si-seando montaña abajo. En su día festivo, le ha sobrevenido una sensa-ción, en medio del blanco res¬plandor de la Naturaleza... ¿pero era sólo la Naturaleza? Todos queremos embellecernos, para conocer a otra per¬sona y serle visible sin perturbaciones, sólo a él. ¿Seguirá pensando en ella el joven que la ha traspasado en media hora? Ha pisado el monton-cillo excretado por ella, por¬que merece la pena ser algo especial. La mujer irá a su¬pervisar cómo se vive como diosa para otro. Quizá tam¬bién nosotras vayamos a la peluquería, y miremos después a los pobres inválidos laborales, en los navide¬ños pesebres laborales.

Al pasar, el director mete profundamente la mano en el escote de la mujer, en el que aparece lo más importan¬te que se necesita para su fi-gura. Ésta es una buena imagen. Esta mujer no se sale de sus raíles, debe contemplar su cola, chuparla y dejarse guiar. No debe dejarse se-du¬cir por el primero que pasa. El paisaje tiene un brillo tur¬bio, pero los que podrían verlo no ven nada, porque sus pobres sombras topan con las de los alegres deportistas, que se pegan a sus cuerpos para ser más aerodinámicas. Me temo que otro sitio, donde no se viva y se ría con el paso incesante del turismo, no será tan hospitalario. En sucias cocinas, un fuego frío crepita en los ojos de los hombres, que tienen que irse a trabajar a las cinco de la mañana. Su estómago ya no les admite la re-pugnante sal¬chicha a la montañesa. Sus mujeres irrumpen ruidosa¬mente en la realidad, y exigen ser adoptadas por el tra¬bajo (otras van a visitar la Ciudad de los Niños de Viena-Hadersdorf, donde las casitas son muy pequeñas, para jugar. Así, el niño aprende a agachar la cabeza como un sometido). Todas quieren ganarse algo, para poder también deslizarse como furias hacia las vacaciones en sus trineos. Después vuelve a acabarse la frescura que han conseguido con tanto esfuerzo. Pero no hay nada que sacar en las cámaras de plomo de esta fábrica de pa¬pel, más bien el papel ha de ser todavía rotulado con ci¬fras. El direc-tor ha acordado en la Asociación de los Po¬derosos despedir primero a las mujeres, para que los hombres se sientan libres por lo menos en el trabajo. Y para que los hombres tengan algo con lo que poder des¬fogarse cuando el capataz aparece de repente, una es¬pléndida imagen.

Sin que nadie los moleste, los trabajadores se miran unos a otros en la cantina. Delante de la luz, cantan como pájaros, para dar plenitud a su vida y gusto al director. ¿Dónde se oculta el sentido de esto? ¿En sus sensuales mujeres, en las que la vida se ha expresado con plenitud?
El director necesita a su propia mujer, porque a cada uno la suya, ¿ano? La luz del día ya se ha mostrado, y las tiendas abren, mientras otras personas se hacen impene¬trables. El hombre contempla de reojo a su mujer, que li¬bra muy nerviosamente una guerra por conseguir hora en la peluquería; ha notado que sus pechos ya están algo calma-dos. En su memoria, viven como si él los hubiera creado y dado forma, como a su hijo. En cualquier caso, cielos, dónde ha ido a parar mi agui-jón, se podrá volver a amasar la mujer. Y ella le pertenece, le pertene-ce, tantos frutos nos regala siempre la tierra. Después del colegio, el niño se deslizará por una montaña celestial, más rápi¬do de lo que usted es capaz de tomar aliento, así que hoy será usted arrollado por este ni-ño que ha recibido su he¬rencia del padre, por lo menos lo adelantará en todo mo¬mento. Así se malcría a esta criatura, que vive junto a su ma-dre y cree que siempre seguirá siendo así. Pero esta mujer desea ad-quirir juventud en una nueva tienda, de ahí también el peinado nuevo. Para ser vista y poder pa¬sar de largo. Ante la casa de este hombre, que ayer ali¬mentó su lado salvaje, dónde si no se va a alimentar la caza de cara al invierno. ¿No ha visto ya otros jóvenes, de pie en los locales? Se queden o se vayan, son tan hermo¬sos antes de marchitarse. También quehacer con ellos mismos, porque tienen que despachar muchas cosas an¬tes de marcharse un fin de semana a esquiar y vociferar con sus amigas, ante las que uno se queda con las manos vacías y se asombra de cómo ha surgido este policromo huecograbado en las caras más pla-nas de la vida, y cómo puede hacer tan profunda impresión. Las posta-les tratan mejor al paisaje que el tiempo a la mujer, creo yo. El pai¬saje calla amansado en su día de reposo en las fotitos que usted compra en el estanco y garabatea hasta los bordes, ¡pero el tiempo va sencilla-mente demasiado lejos! Excava como una tempestad en los rasgos lar-gamente des¬gastados de la mujer. Oh, no, ella alza la mano, asustada, ante su brillante imagen en el espejo: Habría que trabajar en un círculo amplio, no sólo en su peinado, que es dis¬tinto en distintas épocas. Fa-bricar trabajosamente una pequeña transformación para nada más que una peque¬ña música nocturna. Su figura desborda el marco del es¬pejo, se hace tan amplia como sus pensamientos. Conoce su casa, en ella es-pera a un esquiador distinguido con premios. Todos esperamos que un día haya más en el saco, en el sobre del salario de los sentidos, donde susu¬rran las nubes. Sí, la mayoría de las veces el tiempo es nu¬boso so-bre ellos. Pensemos cómo hacernos hermosas, para convertirnos en más y llegar por lo menos hasta la raya de nuestro pelo.

La mujer espera que el hombre salga con todo orden para su oficina. El hombre espera poder echar mano a su mujer una vez más antes de ser puesto un rato a la in¬temperie del día. Los pobres trabajadores han salido hace mucho junto a los aludes, con el paquete al hombro. ¡Ahora descansa un poquito! El autobús ha partido. El niño ha sido transporta-do; excelso, se distinguirá de sus compañeros. Las líneas de su vida han sido selecciona¬das con habilidad (por el destino probablemente, en compañía del cual el niño desciende por la ladera y ha visto ya algunas ciudades extranjeras). Le va bien desde que ha puesto su cuna donde hay un protector en casa. Sus compañeros se permiten un helado, y se detienen in¬finitamente en él. La luz brilla sobre esta gran casa como si hubiera nacido en ella, sobre un suelo de parquet ence¬rado. Hoy tene-mos sol, decido yo ahora. En cuanto pue¬da, la mujer quiere ir a una boutique a la ciudad, para te¬ner un aspecto agradable. ¡Por qué no le basta al joven para todo el día, por qué tiene que ir a deslizarse por los raíles de la montaña donde más vírgenes están, ese espe¬cialista de la nieve alta! ¡Estar donde nadie estuvo antes que él! Excepto el año pa-sado, cuando otro joven armó allí un escándalo con sus amigos y ami-gas. La mujer no piensa en nada más que en qué va a ponerse para ir más rápido, más alto, más lejos. ¡Basta, cómo vuelan sus sen¬timientos, volvamos a sujetarlos! Su marido no puede calmar su paz, ahora se va a la fábrica. En un 80 por 100, para ser justos (y ser contados entre los propietarios), él es responsable de su felicidad. La empapa en ella. É-che¬nos un vistazo cuando usted, pensativa y muy viajada, desee sem-brar la tempestad en los ojos de otra persona. ¡Sí, venga y pida que se disfrute de usted!

Para tener una cómoda vista del tiempo que pasa, desde un porche (sólo en los sitios más pobres no hay una acolchada alfombra bajo los pies), la mujer sale de la casa, y se ha embadurnado de colorines, ella y las uñas de sus dedos. Qué magnífica grandeza tiene la Naturale¬za, en la que los pobres sólo ven las señales de límite de velocidad y no las respetan, antes de ser mezclados con nuestra comida, ellos y sus tor-pes coches. La vagina de esta mujer está empapada del producto hir-viente de su marido. A sus muslos se pega, bajo los panties, barro de las costumbres cotidianas del director. Él gusta de dejar una marca que pueda reproducir, aunque la tinta esca¬see. Podría tener bajo su encen-dedor, tranquilamente y con gusto, el bollito de una mujer mucho más joven, para consumirlo. En las montañas refresca rápido. Puede us¬ted llamarlo tranquilamente circunstancias, cuando el bosque se refleja en el estanque y la hierba crece ante la ventana, suavizando los recuerdos de los conflictos do¬mésticos. Qué furiosos se llegan a poner los pobres cuan¬do se les hace objeto de una astucia o se les aplica como nos en-señan las leyes fiscales. El director de la fábrica de papel sigue asom-brándose de que las hordas humanas que tiene empleadas compren to-das lo mismo en el mis¬mo supermercado, aunque tienen y levantan dis-tintos pesos y medidas. Hace mucho que los pequeños negocios locales fueron liquidados, para que los habitantes no se volvieran demasiado díscolos a base de salchichas y cer¬veza. Mediante el canto fabril (¡el buen eco de nuestra in¬dustria en el extranjero!) y el griterío coral, este hombre desea sacudirnos para que le lleguemos al fondo del pe¬cho, ese cañón que truena contra nosotros. De una patada se puede impedir fá-cilmente que el placer, el mensajero blanco del ser humano, desee emi-tir a toda costa su voz chillona. Entonces esta mujer calla. Desde las habitacio¬nes en las que sólo es perseguida por su sexo, esa exquisi¬tez única, clama al cielo; hasta la verja del jardín se oye el bramido en memoria de la matanza. Hace mucho que el hombre y la mujer actúan el uno sobre la otra, pronto ten¬drán que levantarse e ir a lavarse de ellos mismos.

Algunos tampoco han venido esta vez a la iglesia, donde las estatuas gotean, otros en cambio ni siquiera han sido elegidos. El ebanista, con su parte meteorológi¬co y su impermeable, se despliega en una breve vida dentro de la mujer que trabaja en el supermercado. Su devenir le llevó del colegio al heno, y ya eran tres, y eran felices en la cocina, su taller vital, donde pueden ser pu¬lidos y sin pulir, porque no tienen otra habitación. Tienen que permanecer juntos. Golpe a golpe, la Naturaleza re¬duce al hombre a su tamaño natural y le conduce a la ta¬berna para que pueda volver a desbordarse. En casa se queda impasible ante los productos de sus sentidos, los niños, y medita en cómo podrá cogerlos al vuelo y tirar¬los contra las paredes. A veces aquí los niños llegan a su fin en menos tiempo del que, para configurarlos, se ha hurgado en las mucosas. Se ha de garantizar la perduración y la continuidad mientras los señores del país les en¬venenan los árboles debajo del trasero y el papel que co¬sechan los trabajadores se esfumará en cincuenta años como una señal trazada en el cielo. Tan en vano como su ira. Tan inútil como la elección entre si las mujeres deben llevar pantalones o faldas, el único sitio donde no pue¬den llevar los pantalones es en casa. Como las heridas que les infiere el trabajo, hasta que ya no sirven para el uso, así su gozo se evapora demasiado rápido. En las fuentes, sumer-gen una mano en el chorro de agua. Y el pecho sintiente de las mujeres se transforma en amorfos abdómenes donde crecen cosas que el médi-co ataca con furia. No se ingresa en el hospital para nada. Hasta que los iracundos tienen hambre y se disparan en los sesos con las escope-tas de caza que brotan como hongos en se¬cretos rincones de sus casas. Por lo menos han encontra¬do en usted un honrado maestro que enseñe al niño me¬cánica del automóvil hasta que él mismo pueda alzar la mano sobre sí.

La señora directora se pone guapa, ese anuncio esta escrito en su rostro. Se arregla. Y la Naturaleza ofrece co¬bertura para ello. La mujer atraviesa, bajo el maquillaje en el que es persona, espacios mayores de los que podrán ser abarcados nunca por la cordillera. De ahí que en lo que concierne a su rostro no se abandone sólo a la Natu¬raleza; ese gran poder se le hace demasiado pequeño para respirar, y tiene que subir a su coche. Ya ve a su nue¬vo escudero en la patria de su cabeza, donde también se contempla a sí misma con otros ojos. ¡Sus presenti-mien¬tos pueden dar en el clavo! Alrededor, es contemplada por las ca-bezas de pájaro de los perdidos, empaladas en los postes de su cerca. Esas mujeres del pueblo, que mi¬ran como si nunca hubieran visto otras tierras que sus pequeños reinos, donde sus Señores les insuflan aliento
por la noche. De sus madres ya han aprendido a mirar siempre al di-nero, y a asombrarse ante el rostro que se ve en él. ¡Qué diferencia en-tre uno de cien y uno de mil! Hay todo un mundo en medio, un abismo que cubrir. La mu¬jer recorre con su vehículo las serpentinas de la carre-tera nacional. Quiere que el joven de cuya conferencia ha dis¬frutado el día anterior vuelva lo antes posible a dejar oír una palabra enérgica de-ntro de ella. Ella aparecerá entre nosotros, a los pies de las escalinatas inaccesibles. Hay túneles que atraviesan las montañas, pero nos que-damos abajo, somos demasiado torpes para lo que de salvaje hay en nosotros. El joven abrirá mucho los ojos cuando vea el nuevo peinado. Algo parecido les ocurre a las per¬sonas que mantienen una postura in-termedia entre los animales que cuidan –cientos de truchas muertas en el río, porque han abierto con demasiada brusquedad los muros de con-tención de la presa– y el trabajo que se han conseguido, fugaz regalo del dueño de una fábrica. Así describimos cómo son.

Se apresuran en las laderas. Los telesillas arrastran su carga imper-meable, de la que pende la invitación de la Naturaleza, fundida en un envoltorio de plástico, hacia arriba sobre el paisaje fuertemente surcado por esquíes. Sí, bajo los esquíes el país parece enormemente desarro¬llado, donde originariamente era variado o simplemente accidentado. Los cañones de nieve escupen delante de los frenéticos turistas venidos de Viena a pasar el día. Cada uno de ellos se tiene por un cañón con los esquíes. Aquí quizá nos quedemos más, eones llevamos ya en el mundo para cambiarlo, y ahora se acaba debajo de noso¬tros. Los esquiadores tan sólo juguetean con el paisaje, nada que temer, no son demasiado apocados. Vagan so¬bre la Tierra con sus fuertes poderes y apagan cualquier fuego bajo sus pies. El gusto por la velocidad hace subir a los urbanistas, y la velocidad misma los vuelve a bajar. ¡Oh, si pudieran desfogarse de veras un día! Volarían bajo el Sol, honrados maestros que enseñan lo que han hecho de sí y de otros. Se han mezclado con otros y en¬gendrado nuevos deportistas. Su hijos harán un curso de es-quí, mientras el rostro de sus padres todavía refleja la gordura de un cerdo. El deporte, esa dolorosa nadería, ¿por qué iba a renunciar preci-samente usted a él, si tam¬poco tiene mucho que perder? Muebles no hay por aquí, pero a la carrera por el valor de los chubasqueros, mer¬cancías y aparato, junto con absurdos e inútiles gorros, no se le ha puesto límites, ¡y si los hay, simplemente se saltan, como una colina! Seguro que detrás vendrá otro que tenga que abarcar lo que entra de-ntro de nosotros. Hace mucho que el diente de las modas, los crímenes y las costumbres ha hecho mella en los Alpes, y por la no¬che todos nos revolcamos de risa delante de una mario¬neta con un acordeón que co-rretea delante de nosotros. Alrededor, los habitantes del pueblo duer-men. Ante ellos no se separan las montañas cuando van al trabajo por las mañanas; sobre sus bicicletas, o sujetos a sus uti¬litarios, tienen que andar saltando sobre cada bache has¬ta que por fin pueden abrir la puerta de la reserva de los empleados. Sí, algunos consiguen subir, si tienen buen acero en los pies y en los sentimientos. Rogamos silencio. Al fin y al cabo, aquí también trabaja gente frente a sus animales, cada uno en su jaula.

Y nadie extiende la mano y coge a una de estas cria¬turas esquiado-ras, que perforan cráteres en el suelo, y se lo impide. Nadie está libre de las leyes de la Tierra, que dicen que lo pesado siempre tiene que ba-jar, o habrá que vivirlo en propia carne. Algunos se ponen gafas de sol, mirándose unos a otros y pensando en la comida. Por la noche planean acostarse juntos según las reglas de la nueva cocina, poco, pero bueno. La tormenta exhala va¬pores rojos en sus fuentes, nuestros tenedores tintinean, se inclinan las cabezas doradas, pero las montañas guar¬dan silencio. Millares de indecentes se lanzan pendiente abajo. Y unos cen-tenares de sobrantes producen papel, una mercancía que pierde su va-lor todavía más rápido de lo que el hombre es desgastado por el depor-te. ¿Sigue teniendo ganas de leer y de vivir? ¿No? Ah, bueno.

La mujer osa ir a la ciudad, donde su marido ha apar¬cado antes su coche e inspira vapores de agua caliente en la sauna. No importa. De-pende de sus testículos y su arrecife, apoyado al sesgo en la escalera de sus genitales, la mujer propia, junto a la que el sueño lo encuentra cuando viene a buscarlo. Esta mujer se ha convertido en su desagüe, se derrama en ella hasta que se desborda. El hombre está ahí para hacer que se produzca una minucia en su abdomen, y para renovarlo, ¡para eso las mujeres se visten con ropa provocativa! El establecimiento tiene lamparillas rojas en las ventanas, pero ya no está tan fre¬cuentado como antes. Para tomar aliento, los maridos cada vez cogen con más fre-cuencia y habilidad los higos de sus mujeres en el puño y los exprimen. Antes atan los pies a sus mascotas, para volverlas a encontrar donde las dejaron con un nuevo vestido. Ahora tienen que tratar de tú a tú a sus mujeres, sin considerarlas sus iguales. El sol brilla en el camino. Los árboles están ahí. Ahora, también ellos están acabados.

La enfermedad les allana el camino hacia el sexo fa¬miliar, señores, del que antes no querían sino escapar. Ahora es cuestión de vida o muerte poder confiar en su pareja, de lo contrario no queda más cami-no que el que conduce al especialista; antaño parecían abiertos todos los caminos, por los que usted, amado viajero, se adentraba, tocando con su armónica, en la alegría de su in¬mortalidad, todas las piezas que sabía. ¡Qué malhumor le producían a menudo los sordos instrumentos de ellas! Ahora todos giramos en un torbellino, mirándonos los unos a los otros, y nos servimos en nuestra propia salsa, hirviendo de codicia. Ahora el horrible cliente del sexo come en casa, donde mejor sabe la comida. Por fin el hombre concuerda con su cosa, que cuelga de él y se en¬cabrita. Antes podaba a su mujer a cada momento como si fuera un seto, ahora él mismo crece salvaje ante ella. ¡Minucias! Cada cual tiene que aprender algún día el ma¬nejo para poder penetrar el culo a su pa-reja femenina en eterna calma y en eterna paz, ¡porque ya no hay más pa¬rejas, esta mujer es más que suficiente! Ahora los hom¬bres son más corpulentos, y animan los sentidos que ya no tienen que ir a buscar le-jos. Antes, al hombre se le pre¬paraban mujeres a voluntad. Ahora se vacía en la propia, ella volverá a lavar sus cubiertos. Este espantoso cliente se regala con sus glúteos calientes de cama. Está entera¬mente concentrado en mantener la erección en la tupida pradera de su pelvis, donde se oye susurrar y burbujear. Siempre está temiendo perder su forma y ser sustituido por un extraño más amable. ¡Ah, el placer, se querría po¬der construir de verdad con él! Pero, si yo fuera usted, no construiría sobre él.

Como animales de rapiña se deslizan por sus calles florecientes, nó-madas, arrojando las piedras pendiente abajo. Con sus poderosos pa-quetes sexuales, andan bus¬cando un regazo cariñoso en el que poder instalarse de forma duradera, estos hombres. En medio del rebaño to¬davía son mansos, sus paquetes de carne todavía están cubiertos del sudor de las láminas de plástico, claramen¬te visible, pero pronto, cuan-do el Sol les alcance, se hin¬charán, la savia brotará de la diminuta grie-ta, que rápidamente se hará grande. Y entonces el Sol cae con un bra¬mido, revienta el húmedo depósito; penetrante, el olor de este sexo se extiende por los aparcamientos, y pene¬trantes los ojos se atraillan dos a dos, hasta que la carreta aterriza en el foso y los deseos vagan des-enfrenados, en busca de un nuevo animal que pueda tirar de ellos. Los hombres no han vivido en vano. Se les ha meado en el rostro a volun-tad, y yacen tranquilos bajo el arbolito del sexo, cuya plantación han controlado en persona. Ahora son rociados por él, el arbolito. Por un broche nuevo, es lo que la fría Gerti hace también en casa, cuando se gol¬pea con el puño cerrado en su abonado parterre, hasta que su tierra se abre, se deshiela y el esfínter se afloja como es debido. Cualquiera de nosotros puede permitir¬se tales placeres, sin que tengamos que re-fugiarnos en nuestras penas, en nuestros cuartitos, rodeados nada más que de muebles. Como personas que constantemen¬te miran más allá de sí mismas, para no tener que abatir los estandartes de su vida.

El tiempo devora el placer con el que nos penetramos y lanzamos gri-tos penetrantes, ya que una mañana tene¬mos que depositar un cuerpo aún más amplio junto a nuestro montón de desperdicios. Pero los ago-tados se consumen hasta la raíz. Para ellos es mejor, no tienen que es-tar delgados o que su cabello pierda su brillo, ellos mismos están páli-dos ante la máquina a la que vuelven y cuyo entorno tienen que circun-dar una y otra vez. Y cuando miran a su lado, las aguas residuales de las obras de conducción ensucian el arroyo. Y toda su obra, toda la obra que han levantado, se seca y se detiene en su pecho. Y el director de esta instalación acolchada por el Estado y explotada por el extranjero, que no quiere más que va¬ciarse ante la plaga de su mujer. De la noche a la mañana, se ha vuelto peligrosa para él. ¿Cómo puede ir a sus po-saderas, allá donde el carpintero ha perdido sus dere¬chos? ¿Cuándo po-drá Hubertus, su montero mayor, dor¬mir directamente en la madrigue-ra de acre olor donde ha sido sorprendido? ¿Quién, sino él, se arrodilla-ría ante su esposa, lanzaría estocadas a sus sentidos y levantaría sus pliegues uno tras otro? Ella le presta su rostro desde lo alto, mientras él, desde abajo, desde su cámara de co¬mercio, hace promesas con la lengua doble de su sexo. El campo está circundado de aire, y las muje-res están pre¬sentes en todas partes en torno a nosotros. Comemos de ellas y con ellas. Y el tráfico no molesta al propietario co¬lindante, él se dirige allá donde puede regular su propio tráfico.

El director se agarra a su coche y orina. Los nobles fa¬ros iluminan su silueta. Puede bombear su extracto de carne dentro de la mujer cuan-tas veces ella se incline so¬bre él desde su aguzada montaña. Esta pare-ja puede aparcar en cualquier lugar de su enorme casa para tomar me-didas legales uno dentro de otro. La mujer se va a la peluquería. Detrás de las montañas se alza la luz, las pra¬deras se ven abrazadas por el día, que ayuda a que todo salga bien. Sólo esta mujer se engaña en las resquebraja¬duras en el muro que el tiempo le ha hecho. Todos somos vanidosos, señoras. ¡Saque al aire los dientes en la boca y el vestido al viento y láncese sobre su pareja, como si lle¬vara horas sin hacerle da-ño! ¡Refrene su lenguaje!

El sueño no debe terminar para las parejas. Van a tra¬bajar y levantan los rostros del camino que conocen para ver a otras personas que tam-bién conocen. Y ahí están, el uno junto al otro, uno tiene que comprar-se estos trajes de jogging rebajados para quitarles del todo su valor. El ca¬mino se marchita bajo sus pies. Sus mujeres se desgarran allá donde han sido tocadas, pero hoy en día nadie pide la baja sin pensárselo an-tes. De lo contrario, la empresa en la que hemos encontrado un sitio para vivir y una pa¬reja para amar frunciría el ceño. ¿Cómo se forma la ima¬gen cuando hemos apretado el botón? Ni idea, pero en caso de tor-menta debe usted desconectar y sacar su pro¬pio retrato de la temible ranura, en la que nadie echaría ni un chelín para contemplarse. Y sin embargo, usted vive y habita más de lo que merecería del cariño de una mujer, que tiene que quedarse con usted y restaurarlo. Sólo por-que espera ver un poco de amor a la vuelta de la esquina.

Reunidos bajo las nubes, entran por la gran puerta y desaparecen. Apenas son suficientes, y en la fábrica son ajusticiados. Ahora váyase a casa con su mujer y descan¬se, mientras en los cementerios de automó-viles humea la goma y las instalaciones de soplete autógeno segregan su propio sudor. La chapa bosteza, y las aceradas vísceras se salen por las heridas de los coches, que un día fue¬ron más amados que las muje-res, que los pagaron traba¬jando el doble. Una cosa más: No se deje guiar por su gusto, porque antes de que pueda darse cuenta habrá un nuevo modelo en el mercado, ¡que le está esperando sólo a usted, a usted y a nadie más! entonces ya tendría uno, que antaño, hace mucho tiempo, le engatusó con pala¬bras y cuentas de ahorro. ¡Y ahora basta, a casa!


12

La mujer asciende, con una imagen totalmente nueva para su pre-tendiente bajo su peinado, hasta el borde de la ciudad. Sólo lleva con-sigo su bolso de mano. Ha dejado en el colegio al hijo de su destino. Falta poco para que unos policías, que se ruborizan instantáneamente al ver¬la, la ayuden a cruzar la calle. Ella vacila. Pero no se hun¬de, ligera nadadora bajo la que susurra la fuente de todo mal. Con sus garras, las del abrigo de nutria, la mujer rema en torno al trabajo de los otros ti-gres de papel, so¬bre los que se yerguen amenazantes cumbres de dos mil metros. Son personas las que han arrebatado la celulosa y el papel a este paisaje duro y desdentado. La vestimen¬ta de esta mujer: En una versión más sencilla, la modista debería poderla copiar en todo momen-to. ¡Oh sí, lo tiene todo! cortada en trozos pequeños, la madera se apila en torno a las fábricas y las serrerías. ¿Por qué la señora di¬rectora se ha puesto zapatos de tacón cuando el agua he¬lada por todas partes nos frena trabajosamente a noso¬tros y al suelo? No nos atrevemos a cruzar si el semáforo no quiere. ¡La mujer se ha puesto el absurdo por vesti¬menta! Se pone al volante y bebe un trago. Se rocía los dientes con un remedio contra sí misma. Su amante pres¬tado no caerá en la nieve, es una obra de arte. La juventud es suficiente recompensa, aunque uno se rompa una pierna. Se ríe de sus propias fuerzas, en las que se en¬vuelve con frescura, abrigo de moda que los años aún no han podido dejar atrasado. Concedamos a los pobres y a los ricos pasar un día alegre en las olas del deporte, a me¬nudo ambos han tenido que viajar muy lejos para ver nieve virgen y vivir un poco de excitación. En todo caso, los ri-cos quieren acercarse más al origen de los elementos (donde tocan el elemento puro con sus posaderas). El polvo cae deslumbrante sobre sus cabezas, son como parte de la tierra misma. Los otros, sin embargo, depen¬den de sus cadenas en la fábrica y de sus seres queridos en casa, y también les da su alegría la nieve.

La señora directora se sienta al volante, tras haberse superado va-lientemente a sí misma. Las bocas de la ciu¬dad se comprimen ante ella en una sonrisa en los escapa¬rates de las pastelerías. ¡Está borracha de sí misma, ha sa¬cado una botella de su piel! Su boca sonríe en medio del frío. Los importantes y los don nadie se inclinan tras las ventanas, como si quisieran precipitarse directamente so¬bre su corazón. Mujeres jóve-nes, de las que cuelgan como . extraños sus hijos y sus ropas, tienen que salir a comprar precisamente ahora. Quieren ver algo. ¡Quieren ser algo, como esta mujer, qué no harían en su lugar! Vivir a la luz del día una debacle en la peluquería, como nuestros es¬quiadores en los Juegos Olímpicos, arrancarse ellas mis¬mas del pelo los aparatos con que han de envolvernos a las mujeres. ¡Nunca se atrevieron! A mirar sin miedo a la pro¬pia imagen, porque por lo menos el peinado se cambia de ver-dad fácilmente cuando ya no nos gustamos, señoras.

Y somos una persona nueva, amansada y conmovida por nuestra be-lleza. ¡Entonces nos presentamos con otro empaque! Toda mujer madu-ra paga su precio por lavar cortar y peinar y apurar la vida. Para que nuestro cabello aparente más de lo que nos queda en la cuenta. Todos los hechos, todas las tartas en las que nos hemos tomado tanto esfuer-zo, oh sí, después del trabajo íbamos hacia la noche con nuestros inúti-les tenedores, comíamos, fregá¬bamos y nos hundíamos en un pecho cariñoso, que nos empujaba sobre cuatro ruedecillas a la sala de repa-racio¬nes, a frotar las sartenes con los restos de la vida. Y si esto aún no ha pasado, pronto nos decepcionarán, una vez que alguien mueva la cabeza en gesto de lamento y la ira se extienda sobre el rostro de los que disputan. Entonces tendremos que estar tranquilas, en las habita-ciones reco¬gidas, como si nosotras mismas ya estuviéramos vacías. Nunca perdonamos, pero no nos perdonamos tampoco a nosotras. Cuando con violencia queremos lanzarnos a los sentidos resonantes de otra persona, sencillamente no tiene sentido. Alguien más joven nos sustituirá pron¬to íntegramente, ¡al fin y al cabo, ha sido alimentado con la nueva dieta integral! ¿Y por qué yo? ¿Por qué yo con más de cuaren-ta tengo que tenerlo más difícil y ser más difícil de acunar que un niño, en las cadenas de los bra¬zos de la báscula, que se apartan de mí? Cuando inten¬taba transformarme para cualquier alegría inesperada y me había comprado un vestido nuevo.

La señora directora da una patada a su coche y sale penosamente a recoger a Michael, al que entretanto se oye en la pista. Riendo y gritan-do como un policía, ade¬lanta a sus amigos, se sacude en broma encima de ellos. Su memoria contiene, incluso de noche, todos los lugares a los que va. A eso y no a otra cosa se hace referencia cuando uno pretende encontrarse con personas de la misma longitud de onda, a las que el espantoso peluque¬ro de moda ha dado un buen golpe. Pero atención: No por eso hay que perderse la próxima moda, que primero nos hará menear dudosos la cabeza y después, dándonos poco a poco la vuelta como a un guante, nos acompaña¬rá un buen trecho. ¡Levante la vista a mi cabeza y no tema pagar el precio! No cuesta nada. Sí, vamos dentro de una bolsita impresa por una marca deportiva, en la que hay bocadi-llos, sueltos, como nosotros. No nos sirve de nada. No tenemos que te-ner cuidado con el camino, el camino debe tener cuidado con nosotros, antes de que arruine¬mos su vegetación para los próximos quinientos años. Si este Michael se cae, no henderá el suelo como nosotros, más torpes. ¡No somos flores, pero queremos atravesar con la cabeza el muro de la Naturaleza! ¡Michael sin em¬bargo sólo quiere abrirse paso por entre sus adeptos! Les cuenta todo el tiempo, entre risas, su aven-tura con esta mujer, a la que ayer arrastró hasta su orilla y volvió a echar al agua. Sobre muchos otros hombros descansa la carga del fra-caso, para que la tengamos caliente. Sólo te¬nemos que prenderla, y en el amor una boca se encuen¬tra con un aliento en el que algo está recién cogido. La mujer ya no tiene una hermosa y clara conciencia. Se tira de los pelos y destruye el trabajo de personas bajo cuya caliente cofia ha temblado. Quizá ahora haya niños espe¬rando delante de su casa, que forman parte de un grupo de caricias rítmicas y han sido forzados con mano dura por sus allegados a estar allí. Da igual. No es más que un hobby. Estos hijos e hijas de aquellos que gimen bajo la pobreza. Que tienen que escupirse en las manos sólo para ser atrapados por el desti-no del despido. La mujer ya se ha olvidado de sí misma y de ellos. Con-duce hasta donde termina la pista, después de que se ha ejercido el de-recho de los más rápidos. Donde, atrapados y pacien¬tes, los turistas se sueltan el cinturón o, unidos en un yugo de pacientes animales, vuelven a poner en el telesi¬lla sus pesadas posaderas, marcadas por la vida y por sus equivocaciones nunca reparadas.
Adelante, siempre adelante, no queremos mirar hacia atrás, porque detrás no tenemos ojos. La mujer se asienta en el suelo, sobre sus no-bles y altos tacones. Asombra¬dos, los turistas invernales oscilan como botes ante este paisaje de cartel en el que todo concuerda, pero uno no puede unirse a su jovialidad. La corriente humana se precipita pendien-te abajo de forma ininterrumpida. ¡Tanto más degustables y digeribles queremos ser! Estos turistas. Bajo los techos de Eternit, en el cenit de su ves¬tuario, marchando en verano de la montaña a la playa y, apenas llegados a la arena, vuelta al invierno y a querer estar en lo más alto, donde esperan encontrar su dulce partícula. ¡Lo importante es partici-par! Y derramarse, más alto, más visible, más agradable, en el caldero del valle. Pero delante de sus superiores preferirían ser invi¬sibles, cuan-do el jefe se inflama y truena delante de ellos como un hornillo de gas propano. ¡Precioso ese chubas¬quero celeste, con la capucha forrada de piel y un jersey rojo como un tirón de orejas asomando por él! Podemos intentar olvidar que nada cuadra en nosotros; no cua¬dran nuestras par-tes superiores con las inferiores, nues¬tras cabezas con nuestros pies, como si cada uno perte¬neciéramos a distintas personas (así estamos construidas las mujeres de edad madura. De algún modo perdemos la forma por el camino, ¡ya no estamos para enamorar a nadie!), que a su vez tienen sus horribles diferencias, como sólo el martirizado estrato bajo sabe. Todos lleva¬mos nuestra cruz, pero con nuestras mejores ga-las. ¡Un espectáculo único!

Están reunidos en grupos, hablan, fuman y beben hasta hartarse, es-tos siervos del deporte. Porque tienen poco que contarse, mientras echan el ancla, sonrientes, en la estación del valle. La mayor parte de lo que experimentan es: ¡Comer para vivir! Hablan de ello. Con las chispas de sus encendedores, se iluminan a sí mismos y al país con más luz que aquellos que tienen que cultivar¬lo. ¡Oh, el turismo nos da más! Ahora reúnen sus cosas y sus prendas, mientras las ramas se inclinan pesadamen¬te bajo la nieve y una luz osada, apenas sentida sobre la vestimenta de nylon, se abre paso por entre la hermosa nevada que yace sobre lo que antaño fue pradera y em¬bebió agua. Ahora el agua ya no puede llegar al suelo, lo hemos aplanado y barnizado con nuestras pistas. Cada uno de ellos sospecha de sí mismo que es el mejor en la pista, así que su estancia aquí ha tenido un buen fin. En in¬vierno, cuan-do el paisaje debería dormir, es cuando se le despierta de verdad. Los rostros hacen ruido. En segun¬dos, la gente recorre extensiones hechas a su medida, se extiende por pequeñas áreas en las que no siente un techo sobre sí y un suelo bajo los pies. Niños inocentes caen. ¡No nos dejemos meter en nuestra cajetilla original y abrir in¬necesariamente las piernas, entretanto hemos aprendido un impecable salto en paralelo! Podríamos superar a cam¬peones del mundo, y eso también vale para nuestros ve¬hículos en su clase, donde nuestra capacidad compite con nuestra estatura. Vaya día. Los jóvenes se descubren la ca¬beza. La nie-ve cae sobre ellos, pero no tienen nada que te¬mer, no se les quedará pegada. La federación austriaca no tiembla ante nuestros espíritus, agarra fuerte nuestros miembros heridos en su orgullo y nos arrastra de cabeza hacia abajo. Pone aún más vendas en nuestros muslos, ¡y el año que viene volveremos y llegaremos más lejos! ¡Oja¬lá que no nos espanten como a insectos, por falta de nieve!

Como arena en el reloj del mundo, nos deslizamos hacia el valle. Nuestros bordes, que a menudo han inten¬tado limarnos, cortan aguda-mente la ventisca, la nieve, donde se reúnen los signos: todos contra todos, sobre esta blanca vestimenta ceremonial sobre la que nos es¬parcimos como basura. La mayor parte del terreno per¬tenece a los Bos-ques Federales Austriacos, el resto, un néctar de miles y miles de hec-táreas, a la nobleza y otros terratenientes, que, como propietarios de serrerías, man¬tienen un contrato permanente, firmado con sangre, con la fábrica de papel. ¡Sillones, en los que lo dicho adquie¬re su sentido! Maravilloso. Todos queremos el cambio, sólo trae cosas buenas, y sobre todo la moda de esquí cambia cada año para mejor. Apresurada, la tie-rra recibe a las y los deportistas, ningún padre los toma en sus bra¬zos cuando están cansados, pero ahora está aquí esta señora directora de la fábrica de papel: ¡Acérquese más, si puede moverse lo bastante rá-pido sobre sus soportes, de su boca no tardará en salir un poco de luz!

Michael ríe, y el Sol se aferra a él. El paisaje ha cam¬biado tanto en las últimas décadas que sólo puede acoger a aquellos que le resultan dige-ribles. Los campesinos ya no lo son, y se quedan sentados en su casa ante el apara¬to de televisión. Durante mucho tiempo, fueron inamis¬tosos salvadores del país, y dieron respuestas descaradas a las coope-rativas agrarias; ahora eso ha pasado, ah, el cambio, ésa es nuestra ropa nueva, que conmueve hasta hacer perder el sentido a vecinos y bares nocturnos. En nuestra abigarrada vestimenta, nos hemos vuelto apeti¬tosos, cuando estemos tumbados en los bosques, con los miem-bros rotos, sobre los esquíes que en su origen per¬tenecieron a los roe-dores silvestres y ahora representan al mundo con un dolor que roe. Pero ahora ¡queremos ser salvajes! Gritar para que se nos oiga de lejos y con miedo: Aludes en los que conservarnos si queremos ser díscolos un día. ¡Salir de nosotros y sentarnos en el rega¬zo de los riscos! Y la montaña arroja piedras sobre la gen¬te incauta. De ella se alimenta el país ahora, y se alegra de ello, y también los locales son esforzadamen-te frecuenta¬dos, con el gusto que nos caracteriza.

La mujer cree –y en eso yerra, como nosotros erra¬mos por nuestros bosques secos– que el día anterior lanzó sobre este joven una red terri-blemente ardiente. Ella inclinó sobre él su formidable imagen, y ahora él la lleva en una esquinita del pecho (una pinza bien peque¬ña) y la mi-ra constantemente. No se debe poder sustraer a ella por más tiempo. A ella no le basta con recordarle en silencio, el ansia retumba sordamente sin cesar en ella. Y la pendiente devuelve de inmediato el eco al cantor, porque no lo puede utilizar. Tiene su propio hilo musi¬cal, porque por to-das partes la gente grita como si la es¬tuvieran despellejando, como si cortaran directamente la tempestad con sus estrechos y agudos flan-cos. Aban¬donando la soledad de la noche, en la que no todos los gatos son pardos, la mujer quiere resplandecer ante la mirada de Michael. Presentándose aquí en su figura au¬téntica y originaria, a una sólo un valor extremo la retiene en las riendas que le pusieron los esquíes y las miradas despreciativas de los esquiadores. Los tacones de sus nada prácticos zapatos clavan a la mujer en la nieve de la recta final. ¿Es que no se da cuenta de cómo, alzada por los sentimientos, está casi ya tre-pando cuesta arriba? ¿Hasta dónde y adonde la conducirá su destino, quiero decir mi destreza, sobre estas inapropiadas muletas? Ya está em¬papada, los tacones presentan huecos que será difícil volver a ce-rrar. Nosotras las mujeres tenemos que sem¬brar con mano dura en la pradera, en el parquet de los lo¬cales en los que tenemos que demostrar nuestra valía, entre buitres y conductores suicidas que no valoran en absoluto la dirección en que va nuestro gusto. ¡Pero tam¬bién en el de-porte queremos cosechar algo más que risas! En cada lugar tenemos que empezar por demostrar que somos válidas (¡picar el billete, vale, muy bien!), en cada ocasión tenemos que ir vestidas adecuadamente, para que se nos pueda echar con un portazo. La creatividad se agota pronto, y sabemos lo que tenemos que saber, es de¬cir: Si nos adapta-mos al surco del campo al que hemos sido echadas.

Ninguna mano saca a esta mujer, borracha y ebria de sí misma con sus nuevos rizos, del foso de nieve que ella misma ha cavado. ¡Estima-da señora, estarnos de luto por nuestros amigos que ya han tenido que irse a casa! Pero nosotros seguimos aquí, los abonos con los que espe-ra¬mos ascender a la montaña cuelgan de nuestro cálido pe¬cho. No que-remos ofenderla, pero ha puesto usted su se¬gura cabaña en el lugar más inseguro, es como si no tuviera ningún hogar. El sol engaña a es-tos jóvenes, por¬que se pondrá demasiado pronto. Pero incluso en la os¬curidad formarán parejas inmediatamente. Nuestro de¬recho es poder ascender a las montañas. Ninguna ley excepto la de la gravedad rige el modo en que nos com¬portaremos allí. Nos separamos con asombro, pe-ro a ve¬ces en la dirección equivocada, hacia la que no se debe escupir o mear, de lo contrario uno se recibe a sí mismo.

Y los otros, ¡saque usted del cajón a sus queridos em¬pleados! En la ladera se alza el siervo, esa criatura de la obediencia, un ser sin senti-do, pero aun así dotado de voto propio, que cree poder ignorar sonrien-do a esta mu¬jer. Con tan sólo su voz de juventud, que golpea sus de¬fensas, puede burlarse de ella en todo momento. En la ofi¬cina, los jóve-nes tienen que andar con cuidado consigo mismo y con su jefe, pero aquí se zambullen en la Natura¬leza con huesos y afanes, como si fueran lo bastante mag¬nánimos como para regalarse. ¡Hacerse inmortal me-dian¬te medallas de oro! ¡Y el que en el slalom caiga entre los palos, como en la vida en medio de las tormentosas oca¬siones perdidas, podrá ver que nadie guarda luto por él!

Bajo el hielo del arroyo hay bancos enteros de truchas, en invierno son difíciles de ver. Los amigos de Michael se sientan juntos, se dan la bienvenida y miran por debajo de sus gafas de sol. Levantando una cor-tina de nieve, Mi¬chael se lanza por la recta final. Todo irá bien, porque han venido chicas muy guapas a alojarse y repetir. Nos miran sin inte-rés, porque no prosperamos como las nieves inac¬cesibles de allá arriba, en la ladera. Aún están demasiado cerca del lugar del que han venido. A todos nos gustan las cosas nuevas, pero sólo ellas tienen buen aspec-to. Son como son. Arrebatadas a las praderas en las que pacemos no-sotras, vacas gordas que nos avergonzamos de nues¬tros propios mus-los. A nosotras se nos ha perdido nuestro comienzo, yace misteriosa-mente oculto, envuelto en su brillo, más allá de nuestro recuerdo, y no se repite. Esta¬mos estancados, no sólo en la posición social.

Pero preferimos recrearnos en abrir en canal y vaciar (en hacer ex-cepciones) a las personas: La mujer se lanza hacia el estudiante desde su entorno socialcristiano. En este momento, a él le cuelgan de las mu-ñecas los basto¬nes de esquí, como restos de placenta. Lo que por la no¬che fue recompensado con una abundante eyaculación, cree ahora po-der salir a la luz del día como la gente. ¡No estamos acostumbrados a que el aire silbe de este modo en torno a nosotros, vivimos en un piso de dos habita¬ciones y media! ¡Por estos difíciles senderos no llegare¬mos jamás hasta las cumbres de donde bajan los ríos y el esquí es de ver-dad de primera! Usted y yo volvere¬mos a encontrarnos en los merende-ros, donde aparte de nosotros esperan innumerables gentes. Ningún hogar en el que se haga de noche. Tiempos en los que hay que evitar a muchos, pero hay que buscar a unos pocos, para, como una tormenta, poder desplomarnos pesada¬mente como adversarios sobre los hombros del otro.

Envuelta en su manto de nutria y alcohol, la mujer del director se arroja pesadamente al pecho de su actual Señor. Con él quiere abando-nar el mundo, escupir los huesos y poner su propia guarnición al plato. Quiere em¬pezar de nuevo, acariciada por la brisa de Michael. Pero te-nemos que aceptar las cosas como son: La mujer no ha nacido para Mi-chael, al contrario, ¡lo que molesta es el tiempo ya transcurrido desde que nació! Especialmente aquí, a plena luz, donde los dientes de los deportistas castañetean con el frío. Pero la luz del amor –desde el prin-cipio va con nosotros, pero hasta nuestros mecheros brillan más– ha caído sobre ella, la ha tirado al suelo como a una bolsa de basura re-ventada al caer. Y los nati¬vos ríen. A lo lejos truenan los vicios, ¿los oye usted? ¡Apártese un poco de ellos!

Estas gentes apenas necesitan las leyes, porque sus sentimientos les ponen a raya. La mujer no mejora con el uso continuado, pero si es ella la que quiere apropiarse de un joven que vive en su localidad: ¡Eso sí que no! Los hábiles hijos del destino extienden las manos y se man¬tienen totalmente a cubierto. La mujer enrojece violenta¬mente, su ros-tro resplandece, y no existe. No aparece en el radar de este joven. A sus ojos no es bella. Como el día, la juventud crece en sí misma, copula y cae, colgando de sus esquíes, en la insatisfacción y el cerco del pue-blo. Da igual lo que venga, todo lo actual le gusta. Se exporta. A ella le pertenece todo, y a nosotros ni siquiera el sitio que ocupamos en las tabernas, y el camarero, que se niega a atendernos, nos ignora. Gerti se aferra a Michael, pero resbala sobre su asediada vestimenta de plás-tico. Bien guiado por la gente de su edad, ha sido apartado un tre¬cho de la mujer. Es frívolo, se encuentra a gusto allí. La gente como él es entregada como regalo, como acompaña¬miento de los folletos de la ofi-cina de turismo. Allá donde se instale en los locales, sobre su cabeza respiran callada¬mente ventiladores y aparatos de aire acondicionado. Pero nosotros, personajes, nos movemos tan pesadamen¬te, colgamos como plomo de nuestros catéteres, por los que escurre nuestra pobre y cálida orina. Las carreteras ya son hostiles. Nosotros, montañeros, em-botellados y he¬chos a la botella, somos las provisiones de la Naturaleza, en la que pastamos jamón y queso. Sí, la Naturaleza, un día se llevará la alegría de envenenarnos. Si no, hay que morir por sus rudas carrete-ras y sus productos fríos.

Michael ya se ha alejado un buen trecho. La luz ilumi¬na también a los muertos, pero especialmente se detiene en él. Nuestros divinos cam-peones olímpicos ya han traí¬do a casa dos medallas que cuelgan de sus cuellos, mien¬tras nosotros contemplamos el reverso: los placeres de la fama, que en la pantalla se tienden hacia nosotros, sin al¬canzarnos ja-más. Siendo tan superficial como es, intocado, inmaculado, Michael lo celebra sinceramente con nuestros muchachos y muchachas. La mujer se tambalea en la nieve profunda, junto a las barreras, y se sienta. La firme soga a la que se pegan las balas de paja sirve para mantener se-parados, a la mujer y a todos los demás que no quieren salir de sus cu-chitriles, del pueblo deportivo, que vive sobre los esquíes que son su fé-retro (y jalea en la plaza de los héroes a los campeones: ¡Karli Schranz, Karli Schranz, nuestro de verdad!). El cuerpo de la mujer se tiende en una arquitectura de la nostalgia, para reducir el tramo entre ella y la juventud perdida. ¡Quizá poda¬mos por lo menos ir a patinar con nues-tros amigos! Pero no, el grupo de Michael ya está completo. No se pier-den de vista, y a veces también gustan de quedarse en casa, para vivir en los periódicos del ramo y festejar las fotos. Estos jóvenes, con los que la mujer dormiría con gusto: en vez de correr, esperan ser eleva-dos pronto al piso de los jefes. Hoy, en las profundidades del bosque, los cazado¬res corren y pasean felices en cuerpo y alma.

La mujer se levanta, titubea y se vuelve a sentar, es sencillamente intratable. Esta mujer ha llevado consigo su propia taberna en una bo-tellita. Bebe. Michael la llama riendo, y otro pequeño semidiós estira su brazo desde su propio cáliz (una lata de cerveza), que a menudo ha afea¬do a sus enemigos con su sola presencia, y se la tiende riendo a Gerti para sacarla de la nieve profunda. Tira de sus mangas. Pronto le resulta demasiado lento. Sencilla¬mente, la saca de un golpe de las pro-fundidades a la su¬perficie, donde él mismo no querría estar y donde se pue¬de dejar confiado a los niños, para que vuelvan una hora después quemados por el sol. Bajo las nubes, los animales enmudecen, eso no presagia nada bueno. Para matarlos tienen siempre que trasladarlos, para que la sangre pueda salpicar. Casi sin pensar, la mujer se queda mirando fija¬mente la luz, con su cabeza recién dorada. Entonces vuel¬ve a caer, y es arrastrada. Los primeros en acudir meten mano debajo de su abrigo. Algún niño que otro se agarra el sexo y tironea hasta sacarle algo, satisfecho. La mujer extiende sobre la nieve su cabello recién moldeado. El abrigo de nutria se agita sin cesar sobre Gerti. Ante las sencillas casas de la región caen niños con pesados cubos. Las han construido allí cerca, junto al agua, la razón fue húmeda y barata. (¡Pa-recida a nuestros sueños con el otro sexo!). Todos los días cargan con el peso de la cruz de la montaña en las mochilas, para que Dios sepa para qué ha cargado con todo eso sobre sus espaldas.
Un poco alejados de la mujer y su grupo van dando traspiés los prin-cipiantes; uno se pregunta por qué no se van a pique en silencio, como los barcos, ¡pero no, gritan! ¿Y por qué? Porque claman por el transpor-te, que se ha¬bían imaginado distinto. ¡Quién se habrá creído usted que es, y por qué los transportes públicos le resultan de¬masiado miserables! ¡Se desplazan hacia la incertidumbre, y encima tienen que llevar sus piolets, sus grampas y sus termos! Pero parecen preferirlo a cualquier cosa en el mundo, cuya malicia les rodea normalmente. Sonrien¬do, se invitan los unos a los otros, el aliento les llega para eso. Estos jóvenes usurpan el mundo y consumen sus productos, en los que viven y por los que a su vez son consumidos. En primer lugar los pulmones. En torno a ellos viven activamente, aprenden y reposan. Sin que nunca los haya cubierto la sombra del dolor, neófitos, pueden dormir, y cuando des-piertan bajan la vista hacia ellos mismos: ¡Hay ahí una, dos partes que se entienden! ¡Albricias! No tienen que buscar largo tiempo una buena pareja y un buen partido, más bien los buscan a ellos por los altavoces de los aeropuertos y en los anuncios de te¬levisión. Estos alegradores de la vida. Tomemos cual¬quier cosa digna de verse y reconoceremos que merece más la pena ver a esta gente. Son como el veneno que duerme en la amapola, es decir, donde de verdad flore¬cen es un milímetro fuera de la Ley. Uno de ellos siempre está esperando sonriente, y se va de repente cuando pa¬samos junto a él y en torno a él, siempre suena en algún sitio la puerta de un coche, siempre se pasa por gasoline¬ras don-de se entiende el lenguaje de su poesía. Su vida está hinchada por la espera entre dos vuelos de línea ¡po¬der salir alguna vez de verdad de uno mismo, como de¬searíamos! Qué idea, pero tienen razón. La juven-tud. ¡Está tan concentrada en sí misma! Por desgracia yo ya no perte-nezco a ella. Y una cosa más: Hagan lo que hagan sonríen, incluso en las sombras del bosque donde hacen lo que hacen. Vacíos como una canción, descansan en el aire, sin que los frene siquiera el ramaje. De este modo pueden caer directamente al suelo e iluminar el triste lu¬gar donde otros de crecimiento más trabajoso han abier¬to con dinamita una carretera forestal sólo para poder pasear y hacer un poquito de ejerci-cio. Ríen, a menudo eso les parece lo mejor, sin preocupaciones dirigen hacia sí los sonidos de su walkman, y se vuelven del todo volu¬bles, porque no pueden escapar a la música que se desli¬za dentro de ellos. ¡Por mí, si les place! Y esta mujer tiene que depender precisamente de un hijo de puta como Michael, que hace mucho que se ha perdido a sí mismo de vista, aunque naturalmente no haya perdido de vista sus ob-jetivos. Nunca, quizá por pereza, ha caído en sus bra¬zos una mujer que le gustara, no, él desea una casita más humana, quizá un ático en el que poderse instalar por fin por encima del suelo, para calmar sus an-sias de muebles de raza y mujeres con clase. Naturalmente aquí, entre las raíces de los abetos, se forma un mediano remolino, una tarde (un soufflé) junto a este pequeño arroyo, donde tra¬bajadores, empleados y participantes en excursiones de empresa pueden recomponerse por en-tero en la nieve, después de que se les ha perseguido y. en caso nece-sario, se les han metido agujas por los fémures. ¿Por qué si no iban a afirmar luego que se sienten como nuevos des¬pués de un día de depor-te y varios días de duro trabajo?

Sí, todos damos grandes pasos hacia adelante o arrancamos si nos dejan. Pero que esta mujer haya pues¬to sus ojos precisamente en Mi-chael, bajo el que cree que florecerá, y con el que querría salir por lo menos unas cuantas veces... Pero con el que también gustaría de que¬darse en casa. Su marido se entrega por completo a su negocio. Este hombre podría echarse al coleto a Michael, sus amigos y la mitad del producto interior bruto de la zona junto con el asado que se está co-miendo este me¬diodía, si no tuviera ya el coleto lleno. Las ansias de los esquiadores pronto serán también calmadas, paciencia, ya entrarán a la taberna.

En un racimo vocinglero, «yuju», los jóvenes depor¬tistas se arrojan sobre la embriagada Gerti. Entretanto, han dado también fuertes tragos de su propio tanque. La montaña los protege y oculta del punto de vista de sus conciudadanos. Además está este gigantesco abeto. No se les ha ahorrado nada. En prueba de ello, muestran su solitario espárrago, que han sacado de entre las prendas de esquí, no está mal si se compara con los pálidos ins¬tintos de los demás hombres, que se ponen juntos en cu¬clillas, cagan y no hacen ningún bien a la Tierra. Ríen a pleno pul-món. Maniobran con sus bastones de esquí. Son tan numerosos, un fac-tótum del sector de artículos deportivos (un factor económico), viven al máximo: quieren entretenerse, mientras se consumen y el tiempo pasa. Mientras vuelan hacia la meta desde la estación al¬pina. Se cargan con sus pesos unos a otros, sus rostros se miran, tienen un gran rabo por el cual respiran. ¡Si todos nos mantuviéramos unidos como ellos, los ca-mareros de los locales y los porteros de las discotecas jamás podrían separarnos! Saben en qué montón tienen que ocultar la felicidad, a cu-bierto de nuestro acceso. Hasta aquí nos ha llevado nuestra riqueza. Hasta aquí aparecemos en la Naturaleza, que nos viene de fuera. Pero nosotros, deso¬rientados, somos clasificados por nuestras galas y tene¬mos que quedarnos al margen. Y el suelo roe nuestros pies de vampiro condenado a seguir caminando siempre.


13

Ellos, también las chicas, encarnan la vida apresurada, no en vano son amigos, que se calumniarán los unos a los otros cuando, tras licen-ciarse, salten a los cargos como competidores. Mientras, alrededor, la vida miserable, los niños desnutridos con los dientes echados a perder, co¬lumnas vertebrales y animales vertebrados educados para morir, hacen señas a estos esquiadores y sólo pue¬den soñar con el oro olímpi-co. ¡Austria, factor exporta¬dor, deberías exportarte a ti misma, como un todo, en el deporte! Leemos en la prensa popular cuándo nosotros, pobre gente, tenemos también derecho a existir. ¡No se lamente, atré-vase por fin a algo! Este pueblo no se ex¬tiende más allá de su pradera sólo para que usted se aña¬da al montón.

Michael es el que ríe más fuerte, es también el que apunta más alto. Quizá se proponga hacerse una segun¬da vez con esta mujer, que está en la pendiente de sus días, quizá no. Chillando de curiosidad como un niño, saca su colgante rabo. ¿Han salido así las cosas? Las mu¬chachas, que tan superficiales parecen en las revistas, a las que se convierte en fotografías, forman con su frente un paraguas ante la pareja que desde la nieve mira al cielo. Ríen y beben y se vuelven indescifrables. En la nieve, caídas, hay dos «litronas» y una botella de coñac. Da igual lo que hagan, se quedarán colgados en la montaña y juntos hasta que los alcance el alud. Sus esperanzas no se van a esfumar. Sus sexos aún no hierven, se pueden to¬mar del tiempo. Es igual. Gerti y Michael resbalan entre el griterío de sus voces interiores, hasta el maderaje del abeto. Allí se está mis tranquilo. Crean una isla en la ar¬boleda, aquí la tene-mos. Michael muestra lo poco erecto que aún está su miembro, y la va-gina de Gerti está en ex¬tremo marcada bajo la seda, como si esperase subir por algún sitio a ese bote lleno de agujeros. Demonios, allá arriba en la pendiente la gente alborota como si se hubie¬ra convertido en un único y altísimo grito. Aquí no po¬demos oír nada de la tonta charla del clítoris, que Gerti tan a gusto se dejaría frotar. ¡Qué jauría, probable-mente la Madre Naturaleza acaba de quitarles sus pieles de plástico a las salchichitas! El órgano de validez general es mostrado a Gerti, se le arrancan las manos del rostro y el sexo. Ambos llenos a reventar de un canto iracundo, se¬gún veo. Los muchachos le sujetan las animadas ma-nos por encima de la cabeza. En esta posición, nadie podría hacer señas a su familia desde la pantalla del televisor. La mujer se tiende hacia Mi-chael. Su rostro se crispa lenta¬mente, como se comunica a los circuns-tantes, pero habla de amor. De ciertas canciones, ésta es la mejor que tene¬mos para festejarnos y encarecernos. El vestido de seda le es alza-do hasta el talle, y se le bajan las braguitas, de las que estaba tan sa-tisfecha. Y ahora hacemos cosquillas a la oscuridad hasta que se de-rrumba sobre nosotros con es¬trépito. Para eso se nos ha traído a casa a los amigos, para que seamos los primeros en abrir los labios de la mu-jer, y hurgar en las profundidades hasta que el montoncillo de hormigas se anime. Cuando el vino alienta, bullen las le¬trinas de estación de la noche, en las que todo el mundo puede meterse, hacer sus aguas me-nores sólo porque vuelve a estar repleto. Así que ahora estas polainas, estos felpudos para nuestras cuatro patas, son abiertos brutal¬mente hasta que Gerti rompe a aullar. Se le concede vol¬ver a plegarla como a un prospecto, con la misma desa¬tención, pero un dedo queremos me-ter, y oler también, antes de que el vagabundo se vaya del todo por el desa¬güe. No sabíamos lo lejos que llegaban las sombras en este ser vi-vo, y además por este tubo que aún estaba por descubrir, aquí, tras la puertecilla de la vergüenza, de cuyo pelo se tira, se estira y se tironea. La música pop col¬ma los deseos de los oyentes, las piernas de Gerti son abiertas todo lo que es posible, y se le pone el walkman al oído. Así tie-ne que yacer, y se le tironea el coño sin consi¬deración; es jugoso, y el marido de Gerti suele entrar y salir de él a paso rápido. Viene de lejos, lo oímos clara¬mente. Es increíble que con esos dilatables labios se pue¬da hacer de todo para deformarlos de ese modo, como si ése fuera su destino. Se les puede, por ejemplo, retorcer como a una bolsa puntia-guda, y desde el altiplano la montaña se arquea fuera del vestido de Gerti. Duele, ¿es que nadie piensa en eso? Y ahora unas risas, unos pe-lliz¬cos y unos golpecitos, así está bien. Estos niños se irán por el mun-do, felices, y contarán sus hazañas. Ya no es posi¬ble establecer si se puede adornar un peinado de forma duradera. Gerti se ha hundido tras estas montañas, escar¬necida como todo su sexo, que enchufa la co-rriente de los electrodomésticos, pero no puede administrar su propio cuerpo. Se hunde en la humillación como la hierba bajo la guadaña. Es-ta carne se divide como en un juego, se calma y cosecha aún más du-rante el sueño: esto concierne sobre todo a las jóvenes; al reír, sus propios dientes les desga¬rran el rostro. Aún no hay que aderezarles ex-presamente el pelo, pueden ser disfrutadas (aun estando crudas). Aman a alguien, quien sea. Igual que el águila empolla sus crías, allá arriba, casi en medio de la nada, pero ha te¬nido que arrastrar los hue-vos hasta allí. Y el viejo odia a los niños, y un pantalón se baja un poco más.

Bueno, no vayamos a ir tan lejos como para sacar con violencia lo nuestro de Gerti, nosotros que también so¬mos esclavos. De todas for-mas, el viento y esta banda de amor han hecho de ella un envoltorio hinchado por enci¬ma de toda medida. Se trastabillea sin medida y sin obje¬to, no hay mucho que ver. No sé, pero tiene que ser aho¬ra que Mi-chael se muestre: su madre, y sobre todo su padre, no han escatimado en lo que concierne a su miem¬bro. Con él camina, pero no se levanta como es debido, su sexo recién exprimido en el que flotan los cubitos de hielo. Lo agita delante de la mujer. ¿Es que ha visto usted un fan-tasma? Entonces, ¿por qué no se aparta y me deja ver en el vídeo a es-tos hombres que ahuecan coléricos sus sexos? Usted está en el banqui-llo, allí nadie ve sus glúteos como taburetes y sus cansados pezones de perra mientras sopla el rescoldo cuidadosamente. Avergüén¬cese y ro-cíese de cremas para borrar la diferencia entre usted y la clase de gen-te bondadosa (calidad A). ¡Expon¬ga su desgracia al Señor, en el piso de arriba, pero no des¬pierte a los muertos! Aparte de un chorrito suelto, nada sale del aguijón de Michael, los hombres han sido atraí¬dos por él a través del campo. La montaña cuelga sobre el lago, las manos son las únicas en remar. Estas mucha¬chas están quietas y miran, la voz deja de manar de su hendidura, echan mano a sus rizos, a su astuto sexo, que sabe atraer por sí mismo, están dispuestas a enredar a cualquiera que llegue, que han aprendido a distinguir por su peinado, su ropa y su chasis.

Con su pequeñísima pieza, Michael hace publicidad del estrepitoso comercio especializado. En la televisión, los sentidos arden en monton-citos. Están pensados como alimento para nuestra juventud, que se queda en la nie¬ve, en el agua, sin tener que salir apenas más que para respirar. Sí, este joven es ya un pipiolo muy logrado. Po¬bre Gerti. Tan furiosamente examinada en la escuela de la vida. Mudos, se miran el uno al otro y piensan en el otro como comida. Las montañas están si-lenciosas, ¿por qué separarlas con el coche? Para ser feliz se necesita poco, jugar un rato –como nuestros poetas– junto a la orilla y comprar en las redes doradas del comercio de¬portivo, ¿a usted no le basta?

Y estas muchachas –permítame unas palabras más– acaban de en-contrarse a sí mismas; apretados boscajes de vello púbico crecen, ro-dodendro, en sus suaves laderas, sopla una brisa suave desde ellas, que viven cómoda¬mente en sí mismas y miran los escaparates de los gran¬des almacenes. ¡Ahora se inclinan sobre la mujer, tam¬bién ellas es-tán ya borrachas! De repente se irán. ¿Adonde han sido enviadas, y qué clase de conversaciones tienen con sus pequeños y divinos diarios? ¿Dónde vamos a quedar nosotros, quizá en los caracolillos de su rega-zo? Así nos ven las montañas, en las que los árboles se ensor¬tijan. Hoy, esa gente aún irá a una fiesta de cumpleaños, y verá allí a los otros pe-queños invitados fijos. Como niños se cuelgan, en alas del viento que sopla en sus perma¬nentes, de los cinturones de nuestras miradas envi-dio¬sas, señoras mías, que ya van teniendo poco que ofrecer y se dejan conmover por los seriales de la televisión. No podemos contener las aguas dentro de nosotros cuando hierven y quieren salir disparadas de nuestra casita. Sea¬mos sinceros, no les concedemos sus rostros múlti-ples, mientras la edad nos hace parecidos a nosotros mismos, que hemos pasado ya por todo. ¡Ahora, descanse usted también en mitad de su orilla, que se ha vuelto estrecha!
¡A cada uno lo suyo, mis pequeños! Pero esto aún no son los límites de nuestra empresa, sólo recomendaciones a las que nuestro precio debe hacer el favor de atenerse.

Michael ha sacado su rabo a la luz del día, como muestra de que no puede contenerse. Pero antes tendrá que recargarse. Se sienta riendo en el pecho de la mujer y le sujeta los brazos sobre la cabeza. Deja col-gar su fideo en su boca, para que ella haga un servicio con ese ali¬mento. Gerti se percata de todo, y en sus bragas a medio bajar ocurre algo. Un siseante chorro corre por debajo de ella, ha vuelto a beber demasiado. Riendo, las mucha¬chas le quitan las bragas mojadas que le habían bajado. Ahora los pies de Gerti están libres. Todos beben un po-co de la petaca, pero el rabo de Michael sigue siendo una auténtica pil-trafa, hay que reconocerlo. Mojan la cabeza de Gerti, esa casita cons-truida torcida en la finca de sus sentimientos, en un agua ya no tan limpia. En su querido coño y su querido ano se juguetea y se hurga, ¡oh, si por lo menos el sueño la alcanzara pronto! ¿Dónde vamos a pa-rar? Como las de una rana, las piernas de la mujer se abren y se cie-rran a izquierda y derecha. Patalea dema¬siado. Pero no se le hace ver-dadero daño, ¿para qué si no se hubiera fundado esta sociedad sin res-ponsabilidad en ningún sitio y por nada? Michael hurga un poco con una ramita en su colina un poco fría, los chiquillos jue¬gan eternamente para calmarse. Alto, una cosa más, le vacía los restos de la botella en la Conchita y le da inclu¬so un pescozón, no demasiado fuerte. Ay que nos que¬mamos.

Ahora, nieva tan fuerte como esperábamos del in¬vierno. Ya ha sido echada a un lado la última botella. Na¬die quiere en serio tomar un trago de Gerti, aunque ella se entregaría hasta que el verdor de la primavera volviera a mostrarse. Su vulva no hace más que abrirse –ya co¬nocemos este folleto– y volverse a cerrar. Los lóbulos chasquean en las expertas manos. Todo esto tampoco es tan importante. Allá arriba, de donde hemos arrastrado a Gerti, los esquiadores siguen chillando en sus pe-queños lagos de cerveza y de té con ron. Están radiantes, y bra¬man. El suelo del bosque ya está también borracho con la carga de su diversión. La falda es para Gerti como un saco, arrollado encima de la cabeza, en el que debe espe¬rar a calentarse en medio de las marcas de las pren-das. Las ligas no tienen efectos secundarios nocivos si el hom¬bre quiere bambolear bravío su sexo. Michael menea ante su rostro la situación de su órgano. Ella no lo ve; bajo la falda, mueve torpemente la cabeza en una y otra dirección, pensando en el inalcanzable néctar de los dio¬ses de Michael, que ha demostrado su eficacia en su for¬ma eterna, en su formato único. Su rostro, que los árboles miran silenciosos, vuelve a ser sacado a la luz, se le abre la boca con violencia. Le dan unos azotes en las mejillas, para que los dientes sostengan con esfuerzo el rostro en la forma actual. ¡Eso deberíais hacer, chiquillos y mucha¬chas, manteneros unidos, pero lo hacéis dentro de vues¬tras diminutas camisetas! Con vuestras hábiles manos y vuestros gorros de moda. Hagamos como si viéramos, mirándonos los unos a los otros, una película impactan¬te (una película pertinente). Ahora, a Gerti le abren tam¬bién la parte de arriba del vestido, y muestran sus dos pechos, que hacen saltar de la seda. ¡Ahora tenemos una buena imagen, bravo! La naturaleza ha hecho salir con un chasquido a esos dos cuerpecillos carnosos, mal do-si¬ficados, de sus almacenes de provisiones. ¡Se oyen risas, mis queridas austriacas y austriacos, y después de ver la televisión volveréis a mez-claros! A menudo, detrás de unos pasos ligeros hay un destino mejor, sólo que: ¿Dón¬de he pegado ahora el papel pintado? ¡Ahí cuelga, de mí!
Así se encola uno a sí mismo. Gerti tiene que abrir la boca y aspirar esa aparición. Por lo demás, está bien ir en tri¬neo, pero nunca, por fa-vor, de verdad nunca entre los esquiadores: no pueden soportar ser in-sultados y moles¬tados, ellos, los últimos erguidos de este mundo, por alguien que va en cuclillas sobre una única tabla perdi¬da. Sus patines de clase media están, muy suyos, en los aparcamientos, y se abren pa-ra sus propietarios, a los que el fuego les ha cogido un poco tarde, y se han puesto un tanto morenos. Precisamente aquí puede encontrarlos, ¡mire el mapa adjunto! Usted sólo tiene que creer en algo apropiado y romperle los dientes a alguien por ello. Y den¬tro de Gerti sigue chispo-rroteando un hermoso fuego, re¬presentado por la figura de un metro de embutido en su boca. ¡Bueno, señores y héroes míos, déjenme echar un vistazo a la pantalla, cada uno de ustedes tiene un miem¬bro emo-cionante!

No, por el momento no hay repuestos. La tormenta que parte de nuestro dios, el sexo, nos hará correr a todos hacia nuestra perdición por el camino más corto. ¡Pero dejemos al hombre los sentidos, para que pueda meditar en calma sobre sí mismo! Nosotras, las mujeres, simple¬mente tenemos que arreglarnos mejor y escuchar des¬pués el si-lencio, que retumba a lo lejos, de sus inanima¬dos aparatos, señores, aparatos que aún tiemblan bajo la suave tensión del certificado de ga-rantía esperando que su plazo no expire. ¡En nosotras los hombres sólo pien¬san en último lugar! Como un extraño penetró Michael, y como un extraño vuelve a salir. Despreciativo, escurre un poco su medio tieso en el rostro de Gerti, que no ha lo¬grado ponerse a salvo a tiempo. Las amigas y amigos, con las frentes hirviendo de risas y de vida, se retiran también a regiones más cálidas, y tiran un poco más de sus fuerzas an-tes de convertirse en fuerza de trabajo de alto nivel. No hay nada que hacer. ¡Por eso, ve del bar a la vida y no te preocupes! El ábrete Sésa-mo de Gerti vuelve a la lámpara. Michael, que ni siquiera ha podido en-trar en calor para la obertura, ríe de todo corazón. Ahora, como una resfrescante corriente, todos van a apostar a bajar de los Alpes. Así provocan la guerra en este aire cla¬ro, sólo para, hijos del valle, poder fustigar una vez más en torno con sus colas. Se alinean impacientes en-tre aquellos que pronto expirarán en silencio. ¡Den un paso adelante, los que nacieron pobres no les guardan rencor! ¡Conocen bien a los mensajeros por sus padres! Para que no haya malentendidos: Delante de la estación del telesi¬lla, donde el suelo está cubierto de vasitos de plástico. Estos estúpidos que han ido a tierra extraña y se encuen¬tran allí son echados ahora a empujones a un lado, tienen que volver hacia sí mismos. Tener paciencia con los her¬mosos casetes de larga duración que han coleccionado a lo largo de toda una vida. ¡Sus señores cantan ahora en el coro, y mucho más fuerte! Aparte de esto, la juventud va por libre, y ni siquiera mal.

Comprendo, y usted se siente muy caliente.

No son hijos de la tristeza. Ayudan a la mujer a po¬nerse de pie, le sa-cuden el polvo, la nieve cruje riendo de¬bajo de ella. Gracias a estos hijos, no ha tenido que sufrir demasiado. Alguien le aprieta en la mano las bragas mo¬jadas, una postal para que tenga un recuerdo. Incluso le abrochan el abrigo. El ciclo de sus productos corporales empieza a vol-ver a engrasar su cabello como es debido. Ya ha firmado el cheque, habrá que arreglarse los vesti¬dos nuevos en la boutique. Ha querido re-vestir de nuevo su cuerpo, y sin embargo cada día siente más los pesa-dos sacos que tiene que cargar su piel. No era eso lo que pen¬saban los chicos y chicas, esos huevos de oro en los nidos de las escuelas de for-mación general. ¡También a noso¬tros pueden arrancarnos en cualquier momento de nues¬tro débil tronco! Entonces, caeríamos como hojarasca en los hermosos jardines de los propietarios, atacados por el mildiú, y la señora directora podría contar y contar, sin reunir un montón decen-te que poder quemar. Sólo los ni¬ños, guiados por el divino, cantan a co-ro cuando entran a esta casa, y sus padres se mueren de risa sobre una mag¬nífica alfombra. Después no lo oiremos. Ahora, cuando es demasia-do tarde, Michael está dispuesto a hablar. Echa mano, con estrépito, a su abrigo y a su vestido, tiro¬nea y retuerce riendo sus pezones. La otra mano, la des¬liza entre las nalgas. Después, le mete una lengua sabia en la boca. El mismo ha retirado voluntariamente el rabo, para reelaborar-lo. Siempre está contento cuando puede echarle mano. ¡El tipo siempre está desparramándose! No ha pasado nada más que el tiempo. Las puertas de los coches suenan al cerrarse, y ellos hablan de amigos y ale¬grías por las que han pagado, en los que se ha confiado como en los aparatos de gimnasia, a los que se posee o que uno mismo tiene que concebir. ¡Pero en vano! Los di¬vinos nunca serán iguales a los hombres, sólo ellos pue¬den alegrarse de volver a sí mismos. Con desvalimiento, a la gente le baja lo que ha bebido, y le sube también. ¡Si reposara en ellos! Vomitan sobre la nieve, apoyados en sus coches. Las mujeres arman ruido, los niños se lamen¬tan. Bien, el coche se va, pero el conte-nido de estas per¬sonas se queda aquí, y duerme en la Naturaleza, don-de ocurre lo verdadero y las mercancías se ven estafadas por sus pro-pias etiquetas. Todos gritan furiosos por du¬rar siempre y poder tener siempre en los brazos a alguien atractivo. Pero los Señores sólo dan de comer una vez al mes, y después nosotros nos derrochamos demasia-do, el tiempo lo demostrará.
Gerti es colocada en su coche. ¡Silencio! Se me ayuda a decir: Ha es-tado en manos y lenguas de la violencia. Casi ha salido corriendo, cam-biando furiosa las marchas del tacataca con el que va por la vida. Los cinturones de seguridad son lo que menos sirve para sujetarla, otros encadenados se lo han dicho. Como el artista va hacia el arte, así vie-nen los niños del pueblo a recibir sus plagas rítmicas de esta mujer. El niño se inclina sobre el violín, el hombre sobre el niño, para castigarlo. El coro de la fábri¬ca canta los domingos para expresar su personalidad. Cantan demasiados, pero lo hacen como una unidad. Este coro existe para que sus miembros tiren como un solo hombre de sus cuerdas vo-cales, mientras la fábrica escucha en lo alto. De vez en cuando tiene sed, y acoge el rebaño de modo que los postes eléctricos, en el país pro¬fundo, oyen el susurro de las pobres gentes que forman la fila. Co-mo niños. Muchos han venido, pero pocos se¬rán los elegidos para can-tar un solo. El director tiene el hobby de su trabajo, por eso se encuen-tra a gusto. Los jó¬venes se lanzan a sus vehículos, ahora hay que ir a la re¬sidencia de vacaciones, donde podrán meter más en sí mismos y de sí mismos. Todas las habitaciones están re¬servadas. Una encantadora ca-rretera, que corre por mi¬tad de la llanura, para que todo el mundo ten-ga su des¬canso menos los propietarios colindantes, a los que les san-gran los oídos de tanto ruido, hasta que ellos mismos pueden irse de vacaciones.

La mujer se lanza a toda velocidad por la carretera. Su razón rabia en su cabeza, y choca contra las paredes del cráneo en que está conteni-da, es decir, con sus límites. Es perseguida por los esquiadores, que por su parte, en su coche-nido de pájaros (¡a veces son casi tan grandes como armarios, y dentro sólo estos tontitos!), son devueltos piando a sus jaulas. Contemplamos la paz que la Natu¬raleza ha sembrado en nuestros corazones, y nos la co¬memos enseguida quitándole el papelito. Solitarias, las bombillas nos alumbran. Se recogen los últimos dese¬chos. Los padres de familia caen, siguiendo sus capri¬chosas ocurren-cias, sobre sus nada allegados, y se ponen en celo al final del día, bus-cando algo más que llevarse a la boca. Entonces, del apagado bosque sale un reno, en¬seguida lo llevamos con nosotros, lo vamos a engrasar con la mantequilla de nuestros bocadillos. Mastican una y otra vez, y después se calman con un hermoso libro y un programa torcido. Los úl-timos incansables suben una vez más la estrecha senda para enseguida precipitarse abajo, mientras por las orillas del río ya se deslizan los animales, a los que el paisaje será entregado a las 17 ho¬ras. Por pere-za, los nativos se quedan en sus casas, los hombres se entregan al apa-rato de televisión, en el que contemplan animales y paisajes y pueden aprender algo sobre sus propias e insensatas costumbres. Las mujeres no tienen trabajo. El viento sopla sobre las cumbres y cal¬ma el dolor, lo necesario para poderse distraer con una serie sobre cerveceros y acei-teros. Sí, la televisión es casi demasiado rápida para el caso, es decir: para el botón con el que ellos se desconectan y el aparato se conecta.

El día ya no mantiene seriamente la intención de ser azul. Por el ca-mino, Gerti descansa a fondo en una taber¬na. Qué maravillosa se ve venir la nieve desde lejos. Ella bebe por inclinación a beber, otros be-ben por obligación, bien distintos de los amores, que piden alegremente algo de beber como piden que el aire juegue con ellos cuando bajan sil-bando pendiente abajo. Un rebaño entero, que culmina el día, se apre-tuja en el mostrador y se llena has¬ta los topes. La Naturaleza vuelve a ser sencilla y mono¬croma. Mañana volverán a despertarla las voces humanas y, con alegres martillazos, su público bajará dando golpes por las pistas. Sí, el público se ha retirado por en¬tero de la alfombra de la Naturaleza, pero el colorido de la jornada está todavía pegado a él, el local está lleno has¬ta los topes de estos turistas. El germen de una pe-lea por el abrevadero de los hombres es ahogado por la posade¬ra. Qué bien, venimos de la alegre lejanía, hemos sido lanzados de la montaña al valle y ya estamos repletos de cerveza. Un par de leñadores, los ser-vidores más que¬ridos de las montañas, alborotan ya, atizados por los urbanitas, en el local, antes de cortar como hachas a sus mujeres la única pierna que les queda. Gerti se sienta si¬lenciosa, con el ceño frun-cido, entre los clientes, que tie¬nen que embutir su propia merienda y una guarnición de ensalada. Mañana mismo, o esta noche, esta mujer es¬tará ante la residencia de vacaciones de Michael y atisbará por las ventanas cómo sus amigos utilizan sus bienes. Y ella, la rechazada, desaparecerá en la lejanía, nadie sabe dónde, como un alegre pensa-miento. Mientras su mari¬do rotura la comarca y asesina la música. Ten-go frío. Los unos se han metido en los otros, hurgando todos en la ba¬sura en busca de la imagen amada que ayer se abrió ante ellos en la tienda de fotos. Ayer aún. Y hoy ya están buscando una nueva pareja, para conjurar mágicamente una sonrisa en su rostro, antes de abrazar-la. ¡Sí, nosotras! Nos presentamos llenas de pena, y queremos estar guapas también para otros, porque nos lo hemos gastado todo en nues-tra ropa, que ahora nos falta, cuando tenemos que desnudarnos y de-rrocharnos ante nuestro amante. Pero por lo pronto esta mujer se ali-menta de alcohol; y la cose¬cha de otras personas, que también se ati-borran en su abi¬garrada variedad, no les aporta nada. Se alza una lige-ra controversia en torno a su abrigo de nutria, que un es¬quiador ha pi-sado, pero pronto se calma. Esta multitud bajo la lámpara rústica: có-mo imponen sus formas en los
coloridos límites de plástico que se ponen para que esas formas y normas no se desborden, y tampoco lo hagan los modelos según los cuales fueron construidas. Se ador¬nan como a sus casas, y se acompa-ñan a pasear.
Las cosas van de maravilla. La mujer retrocede deso¬rientada. Empu-jan un vaso hacia ella, el día casi parece correr, el sol ya se pone tras las montañas. Gerti es lanza¬da a la mezquina opinión popular como el agua se esca¬pa de la mano de un niño. Pesadamente, los pobres del entorno abandonan a los suyos para ser arrojados con las manos sucias a las tabernas, a gorgotear como una fuen¬te alimentada por lo que to-man. Pero esta mujer debe irse a su casa, no es posible seguir bebien-do, debe guar¬dar silencio, aquí vive el rebaño junto con sus buenos pastores, ¡vea el programa en sus páginas de televisión! La señora di-rectora es una alegre nube, por lo menos eso parece, que ahora se hunde del sillón al suelo, donde se queda tal como cae. La posadera la coge, compasiva, por las axilas. De la barbilla de Gerti escurre un hilillo que se extiende en un charco. Todos los días no se puede andar así. La Naturaleza resplandece brillante una vez más, la última, desde fuera, y los rebaños de sus usuarios entran con espaldas pacientes, contentos de poder por fin echar un trago en vez de tenerse que rebelar bajo los latigazos de las retransmisiones olímpicas y dejarse acosar por las coli-nas. Si se deja en paz a estos hombres, verá usted cómo pierden rápi-damente lo que supone su principal estímulo: mirar como las estrellas de cine y mirar encan¬tados su propio álbum de fotos, en el que medi-mos las exigencias que nos planteamos a nosotros mismos. Pero aquí las olas rompen contra ellos, y tienen que abrirse paso por entre los anónimos habitantes del país. Lo ha¬cen con sonido, color, olor y dinero. Una canción es adap¬tada a sus usuarios, la estación ha cambiado con dureza, y el clima ha cambiado repentinamente. El viento grita por en-tre el hielo cristalino que cuelga de los árboles. A las cavidades de la mujer se aferra aún más gente, eche un vistazo, dos hombres la levan-tan ahora. Sus monedas caen sobre la mujer. Se le paga un vino y un vaso de aguardiente. Con excusas bajo las que no pueden ocultar sus burdas partes sexuales, palpan a Gerti por todas par¬tes. Un torrente de risas de sus mujeres, que con la mis¬ma rapidez, antes de que salga el sol, abrirán y pondrán en posición sus velludas ranuras. Todas gotean de natu¬raleza, a tal punto se han empapado de vida. Ha costado bas-tante sentarse como islas en esta taberna y vomitar. En broma, uno sube a caballito a una mujer; entre sus muslos, que aprieta a izquierda y derecha en las mejillas del hombre, se produce una dilatación y una rojez. Nadie quiere irse. Saltan, el No-Do acaba de terminar. Sólo un breve tramo, superable en segundos por la violencia, las partes sexua-les se abren, y ya entran las unas en las otras y aprietan el acelerador, claman por su liberación, y true¬nan sus vísceras de los muchos vasitos que han metido, enviados allá para tiempos difíciles. En la oscuridad, los primeros ya escapan de las cadenas de su vestimenta. A Gerti le pe-llizcan el pecho, ¡alegres e inofensivos como verduras, pululamos por las tierras del amo, señoras mías! Es cosa de las tierras altas, en las que vivimos y nos dejamos sorprender por los instintos que brotan de nues¬tros pantalones de esquí.

Hurra, ahora la mujer vuelve a estar sentada como debe ser, en lo al-to del banco. Se le alcanza otro vaso, en el que el alcohol envejece rá-pidamente, y ella lo tira con un golpe de muñeca. Esta gente generosa grita de furia, y sacude del brazo a la mujer. La posadera manda a una muchacha a buscar un trapo. Gerti se levanta y tira al suelo su mone-dero, en el que en seguida empieza a hur¬gar gente cuyos rostros sudo-rosos empiezan a irritarse a la vista del dinero. Los pobres se apretujan en el cuarto de atrás y se acuerdan del trabajo, que antaño se les abría de piernas sin tener que forzarlo. Pero ya no tiene sitio para ellos. ¡Oh, si aún lo tuvieran! Ahora están todo el día en casa, fregando los cacha-rros. ¿Y los otros clientes? No quieren nada más que buen tiempo y nieve rastrillada. Mañana volverán a arriesgar su vida en las montañas, quizá a pasarla por agua, si las temperaturas suben mu¬cho, como se prevé. La posadera les allana suavemente el camino, por las buenas. Parece llevar a Gerti bajo el bra¬zo, como caminando por encima del agua, sobre la espu¬ma de los excursionistas, que sobrenada. Vea usted con cuánta seguridad salen estos viajeros de la Nada, se lle¬nan de do-nes nacidos en ferias de artículos deportivos y salen al encuentro de la Muerte en las montañas. Se can¬ta, sin ceremonia, una canción nacio-nal. Los cantores no tienen mucho en común con las sirenas, quizá el sonido, pero no el aspecto. ¡Pero cantan y cantan, ahora en serio! Asus-tados, los habitantes del lugar, que ni siquiera pue¬den ser trabajadores del papel, se sientan delante de sus pantallas y miran fijamente su pro-pio y astuto invento, ¿es que nadie participa de su dolor? ¿y por qué se les ha apartado y echado de la vida antes de poder ponerse ellos y sus esquíes a salvo en el sótano?

Solo, o incluso en compañía, no se debe conducir en este estado, ¡de lo contrario ya no se está seguro de uno mismo de por vida! Pero Gerti se estira hacia la cubierta de su pequeño receptáculo y se aparta de la orilla. Se pone a los remos. Se entrega a sus anchas a sus senti¬mientos. Michael: Ahora iremos a buscarlo a su casa, an¬tes de que se enfríe. Enseguida esta mujer, llevada de sus sentidos, llorará delante de una casa ajena porque no hay nadie en ella. ¡Déjenos seguir! Acaban de encender las fa¬rolas. En el número en que estamos la mayoría del tiempo, una y sola, pero tirando, se lanza sobre su botín, los otros au-tomovilistas. No pasa nada, como por un conti¬nuado milagro. En sus camisas de estar por casa, los hombres braman porque tienen que es-perar la comida, los perros se precipitan sobre los visitantes y se apo-deran sanamente de ellos. Por eso, a todos nos gusta vivir para noso-tros, y nos mantenemos a cubierto como nuestros propios y mansos animales. De vez en cuando, tomamos un trago vacilante de otro, que dice estar repleto de una dulce necesidad. ¡Pero cuando de verdad se necesita algo, no se consigue de él!


14

Las gotas de grava crujen ante la casa, los perros saltan a nuestros cuellos, y la puerta se abre. La mujer da incluso un paso más, hacia la suave luz que irradia su caliente y expectante marido. Hace mucho que los niños, sin el con¬suelo de la música y el ritmo, han sido enviados a casa, donde ahora medio asoman de sus escondrijos, tras ser golpea-dos por sus padres. Aliviados al ver secarse en los labios las fuentes del arte, contentos como en una foto de familia, los niños se han lanzado por los caminos foresta¬les y se han hecho trizas la figura y la ropa. ¡No hay que reunir a los vecinos con demasiada frecuencia, no hacen otra cosa que enfadarlo a uno! Todo lo que el Señor Di¬rector ha querido vuelve a tenerlo ahora, sus palabras son órdenes para nosotros. De su boca restallan los be¬sos. Mantiene bajo la luz la cuchara con sus senti-dos di¬sueltos, pero nada se calienta. Besa a la mujer como la madre al ternero, su lengua también quiere meterse bajo las axilas de ella. Se calienta automáticamente al verla, pero por el momento su húmeda fi-gura aún está cerrada. Él tiene la construcción de una montaña, y los arroyos han corrido ya por su frente, sin comparación con lo que inunda a sus trabajadores cuando, duramente marcados por sus estancias en el balneario (después de haber inferido heridas y castigos a su existen-cia), reciben una carta dentro de un sobre azul. Pero ninguno de ellos compren¬de a su mujer como ahora este hinchado director, que quiere volver a guiarla hacia sus orillas. Qué lleva en el bolsillo, sus bragas mojadas, que él arroja al suelo de ma¬dera. Cuántas veces ha pasado ya esto, pero la mayor parte de ellas son los criados los que cumplen esta obli¬gación cuando no hay forma de que el grifo frene el paso del agua. Mañana, la mujer de la limpieza eliminará este rastro de vida. Gerti de-be venir a su no pequeño establo. El niño, que ha pasado todo el día corriendo de un lado para otro, viene ahora disparado hacia la madre, difícil de entender en su lloriqueo, bañado en sudor por la pe¬lea con sus compañeros. La madre, venida del cielo, le llena los labios de frases ce-lestiales y hogareñas. Es el far¬do que pueblos enteros tienen que cargar y que temer. ¿Quién ha vuelto a apretar el botón de esta familia? Que comprendan de una vez: no son más que tres personas para poner ba-rrera al invierno. La familia: la mujer ya no está serena, el padre, que lleva consigo el talonario de cheques, lo carga en su cuenta con buen humor. Su pro¬piedad es lo que más quiere. El hombre acaricia sonrien¬do a la mujer, pero sólo un segundo después escarba, ra¬bioso, como un Terrier en un terreno ajeno, debajo de su abrigo, araña el forro de su vestido, que esa mujer mal educada debe quitarse de inmediato. Cari-ñosamente, le acaricia las mejillas con los dedos, como si el creador hu¬biera roto el lápiz antes de tiempo, y la vida tuviera que corregir su obra. La mujer no se las arregla bien con el pi¬loto automático. Se apoya pesadamente en su andador.

¿A quién no le gustaría ser olvidado en las praderas de la vida, sólo para volver a aparecer de pronto en las ruinas de su vestimenta (todo pequeño y normado como casas en serie, pero no nos cambiaríamos ni por un rey)?
¡Entregarse completamente a otro, que pasa corriendo tan deprisa que aún tiene que conocernos! ¡Destacarse de la manada, salir de los raíles que conducen al dinero! Precipitarse sobre el niño, ya que feliz-mente ha apareci¬do, es para la mujer más que una idea, sí, los divinos van a celebrar una fiesta ahora, una fiesta entre buitres y violines! ¡Vámonos a Viena, al concierto! Se revuelca con el hijo por la alfombra del vestíbulo, pretextando jugar, pero su mano (ella no suda) agarra fuerte al niño bajo la bragueta. El hombre se esfuerza en sonreír, por-que quie¬re volver a tener a la mujer para él solo mientras pueda matar tanta vida de un golpe. Veremos. Su resuelto taco de carne ya cuelga pesadamente de él, pesa más de cin¬tura para abajo que la cabeza con la que piensa y ve. Ya se ha establecido una relación, pero no quiere seguir col¬gando. A menudo la carne le fuerza a uno a aguantar lar¬go tiempo, como en un autobús de largo recorrido que recorre la noche con las cortinas bajas, ventana tras ven¬tana, y como todo se mueve, la gente no se reúne.

El director ya tiene la mano en el bolsillo del panta¬lón, y acaricia su maza a través del forro. Enseguida su chorro abundante se precipitará sobre la mujer. Y tam¬bién el niño irradia. La situación no es fácil, el ni-ño ya se hunde, como la comida de un pequeño animal, bajo la cuchilla de la madre, que taladra esforzadamente su car¬ne. La madre ríe bajito, con el pelo rebozado en el polvo del suelo, del que no se ocupa el ama de llaves. El niño querría contar lo que sus compañeros de juegos le han hecho, pero el padre no tiene tanto tiempo como usted para amar a los niños. Se arrodilla desvalido sobre su fa¬milia, lo único pequeño entre todo lo grande que ha crea¬do. Todos ríen a mandíbula batiente. El padre les hace cosquillas alternativamente, como si quisiera sacarles la vida. Las risas continúan, el hombre está cada vez menos conmovido. ¡El niño puede serle arrebatado! Prefiere apuntar al regazo de la madre, en el que querría sentarse él. Para el niño la felicidad no pesa, y la des-gracia tam¬poco es pesada, así que hay que hacer algo. Debe volver al orden, sí, más aún, ¡debe poner orden en su pequeña habitación! La madre siempre alivia las enfermedades. Y también al hombre las muje-res tienen que guardarlo dentro de sí, para que en esa capilla ardiente se manten¬ga a salvo de la tormenta de fuego que lanza los cuerpos a la noche como a perrillos, para que se vacíen y puedan dormir bien. Abundantes adornos de Navidad son col¬gados en ramas secas. ¡Lo im-portante es que se ha vivi¬do, dejado claramente escrito el nombre de uno en las pa¬redes, y haber recorrido de arriba abajo el menú de los sacramentos! ¡No, sólo sobre esta alfombra el buen gusto se siente co-mo en casa! El hijo, nuestro público, conoce ya la lucha de los cuerpos y las uñas pintadas de muchas veces precedentes. Arranca a su padre una promesa en la que su Dios e ídolo, el deporte, representa el papel prin¬cipal. Es atraído por promesas, por emocionantes alfom¬bras de nie-ve tendidas sobre las montañas más lejanas. Creo que será emocionan-te ver correr a todos esos corre¬dores hasta el ombligo de la Tierra. Se promete al niño una vivencia porque el padre espera mucho del cuerpo de la madre y sus ramificaciones que conducen a la no¬che: ¡Este paisa-je no puede abarcar a más de cinco mil personas!

Los caballeros se engallan dentro de sus pantalones hechos al efecto, también el hijo contribuye ya a eso. Este niño, al que la madre no pue-de reprochar un crecimiento demasiado fuerte, se ha arrojado a sus pies como mez¬quino pienso para animales. Este niño, perteneciente al sexo fresco, ha sido criado por la madre, ¡y ahora ya no se le puede de-tener, corre y corre! Pero vayamos a los caballeros, de los que el direc-tor es el que más alto está. Su rabo puede salir en segundos de una bañera caliente y ser elegido, puede trabajar, y después vuelve a ser arria¬do, contento, por el destino, en el que habita la fuerza para jugar al tenis, montar en moto u otras actividades. Al caminar les baila, seño-res, los hombres intentan mu¬cho entre las ramas débiles, pero yo estoy sola. El niño medita en un período de la Historia de la Tierra que des¬pués, por desgracia (¡demasiado tarde!) ya no podrá vi¬vir. Antes, el padre le ha dado una enciclopedia y se ha inclinado, con aire didáctico, sobre su bien meditado nú¬mero de hijos. Quizá más de un niño desvia-ría demasia¬do del padre los intereses de la madre. Quiere encadenar él mismo a la cama a su mujer, venenosa como la enfer¬medad: Dios es malvado, pero no hablamos aquí de él.

Como una campana, el director resuena sobre su co¬mitiva sedente, a la que ha accedido con una guía turísti¬ca. Fuera, los árboles se alzan oscuros, y esperan. La fa¬milia está reconciliada, los testículos cuelgan, pesados y descorteses, en sus revestimientos preferidos, en los ar¬marios forrados de papel, en los globos de los calzonci¬llos y los panta-lones de jogging. Pero basta con un peque¬ño acceso para que todo vuelva a salir. El sexo al que pertenecemos, cada uno al suyo, salta elástico como una cinta de goma, que mantiene unidos los haces más po¬bres (porque solos no cuentan), fuera de su saquito, cuando el solita-rio se vuelve hacia su propiedad como hacia su sombra, el único ser exactamente hecho a su me¬dida. Ese ramillete de vida tiende a salir del cuerpo, y nos va bien. El que quiera mucho tendrá que comprarse algo. Incluso el niño: resplandece como un hombre hecho y derecho, que do-blega a otros y se doblega ante otros. Va de unos a otros, señala su fi-gura, que no se puede repa¬rar, y camina por un sendero envidioso para pasar a toda velocidad por delante de nosotros. La mera impresión que hace es ya muy profunda. Sí, este niño es aún peque¬ño, pero está es-pecialmente planificado como hombre, creo yo.

Ahora es aún una birria de niño, tan pequeño, pero ejerce sobre nuestros tímpanos una presión que revienta contra los pobres vecinos, que se quejarían si se atrevie¬ran. Cariñosa, la madre reposa la boca so-bre su pelo. El padre ya se ha vuelto inagotable, apenas puede conte¬nerse. Lo que normalmente mantiene oculto a sus em¬pleados, ahora no puede evitar que presione fuertemen¬te sobre sus instintos. De risa, porque le hacen cosquillas, el niño descarga su abono en el rostro de la madre. No pasa nada, alborotamos como si hubiéramos lanzado un eructo húmedo. La mujer no puede estar lo bastante en guardia, dema-siado tarde, ya la han medio desnudado por la espalda, mientras por delante sigue chupando al niño, con buenas palabras, diciéndole que debe recoger sus juguetes. Este hombre no se atreve a más, y aun así gana. Volando a baja altura, acaricia las posaderas de su mujer como los pájaros que aletean contra la luz. Hoy, el padre siente que su salud ruge, dentro de él y se supera. Coloca discretamente su hinchada cabe-za explosiva, ca¬muflada por la amplia bata de casa, en la raja del culo de su mujer, donde examina minuciosamente de qué dispo¬ne. Aún tie-ne que trazar un surco, así ayuda el campesi¬no a la tierra. Ninguno de nosotros tiene que sobrellevar la vida en solitario. Pero, ¿por qué nadie le ayuda al com¬prar su coche, para que un cónyuge lo lleve todo a me¬dias con él? Con los ojos muy abiertos, nos miramos mu¬tuamente el sexo para apaciguarnos, delgados como nos esforzamos en estar con medicamentos y dietas. En acti¬va competencia con los demás, que han venido a dejar su propia huella. Incluso ante la puerta abierta, el direc-tor medita qué entrada debe tomar para acostumbrarse. ¡Qué honor ser ofrendada en sacrificio! Oh Dios, qué her¬moso ser una pesada carga en el carro, que se atasca de buen grado en el lodo y allí se revuelca. ¡Los hombres, traviesos, han quitado las señales de tráfico!

La familia se sigue besando y pedorreando. Ha ter¬minado la feliz es-pera, palabras satisfechas cruzan la sala. La voz brota del Señor de la casa, se convierte en una batalla que él gana. Le arrastra consigo, el cielo casi hubiera olvidado a sus trabajadores y empleados, engra¬sados por su jefe supremo y su sagrada Iglesia, y que tie¬nen que permanecer, garbosos y estabulados, en sus es¬tablos, donde agitan sus cencerros y raspan sus correas. ¿Cómo? ¿Ni siquiera ese espacio les deja a salvo de sus pisadas?

La mujer sabe dónde le aprieta a su marido el zapato con el que va a pisotear su cerca. A veces apenas aguanta hasta la noche, y la llama a su sala de reuniones de la fá¬brica, donde esta ave de rapiña no se con-tiene más y de¬sea percibir, iracundo, su propiedad. Echa mano al nu¬blado del sexo, y éste crece como un incendio. Pronto el pequeño gana-dor será sacado de su habitación sobre las perneras de los pantalones, donde ha estado atisbando el panorama hasta que alguien le ha mos-trado el abono de su viaje de ensueño, para caer en forma de lluvia de oro sobre el regazo. Alegría para su propietario, desde lejos sus perros ya sienten su olor, y se precipitan hacia él. To¬dos los días son una fies-ta. ¿Nos hallará al menos el sueño hoy? Nos lo hemos merecido, man-teniéndonos quietos sobre las cumbres, bajo nuestras capas de calor, para que no se nos caiga un esquí. ¡Piense usted en los muchos plie-gues de las camisas de los hombres, de las que podrían sacar sus sa-grados arroyuelos!
Y también en la elegante vestimenta de Gerti, por enésima vez en es-te día, se abren brechas. Los hombres y sus fuelles, con cuya ayuda quieren resonar fuerte; en cambio, en verano sopla una amable brisa, y en invierno tenemos que coger aliento. El niño apenas se da cuenta de que entre nosotros se pisa y se es pisado. ¿No se va ha¬ciendo ya la hora de cenar? ¿Tendrá el director que volver a soltar de sus garras un rato a su mujer? ¿Es que quiere que se serene por completo? Mudos, el animal y su ron¬zal se miran mutuamente. El director aún quiere más: mezclar el cuerpo de su mujer, en toda su deformidad, sobre la mesa de la cocina, para que se adapte a la pasta que, bien tapada, suba. Así consigue la familia su ali¬mento, y la Tierra sus seres, así se despiden los invitados en los umbrales, aunque se les ha dado bien de comer. ¡Señores! También ustedes me son extraños, pero alar¬dean de tal mo-do que las redes crujen. Los manteles caen sobre la mesa, la familia se sienta, los pesados trozos de pan, de grano claramente destacado, tos-co y caro sobre los platos de borde dorado, todos se han sentado aquí para lo que el padre quiera. Primero untará bien a la mu¬jer, y después, sonriendo todavía por el día transcurrido al fin y al cabo, se ha ganado el pan y lo da ahora a su fa¬milia, los pesados mazos caerán sobre la pelvis de sordo sonido de la mujer. ¡Me creo, pero no creo en mí! ¡Man¬tengamos a toda costa los días festivos, y hagamos que el coro de la fábrica nos afine los instrumentos! El niño debe vivir, así son las cosas. De golpe y sin previo aviso, como el sol que a veces clava sus rayos como un relám¬pago. Ahora, en lo alto de las cumbres, ya se está en¬cendiendo para mañana, pero nosotros, nominados en la nómina de los tigres de papel, ya hemos tenido nuestro fuego chisporroteante, y man-tuvimos nuestros cuerpos en él hasta que casi se hicieron luz y nada. Sólo le aconsejo una cosa: ¡Encárguese de tener bebidas, y ya no ten¬drá que preocuparse por nada!

Del exterior viene un eco que se va apagando, al fin y al cabo es tar-de, y lo privado se protege para entretener¬se a solas. Aquellas que tie-nen que encargarse de la co¬mida y el entretenimiento, allá en las casi-tas sobre el su¬surrante arroyo, donde hacen ruido con los cacharros, aquellas a medio hacer, a medio educar: ¡Sí, nosotras, las mujeres!, también estamos entre nosotras (vaya un con¬suelo). Para hacer más de nuestros maridos, solamente podemos atiborrarlos. Ahora la familia de-ja sueltos a los animales, que en las tinieblas ya no pueden recelar de nosotros. ¡También en el pueblo todo el mundo se tapa los ojos, y us-ted puede echar un vistazo a sus papeles, si lo tiene a bien! Mañana to-dos vendrán a hacer papel con los árboles del entorno, como si fuera fiesta para ellos. Entretanto, el director les presiona incluso desde la alian¬za que ha sellado con ellos y con el sindicato. Sólo a quien cante bien le caerán bien las sumas en la bolsa. Las defor¬mes salas de los mesones de la ciudad rugen en aplausos cuando aparecen en ellas, lar-gamente puestos en el menú y mirando cordialmente los sonidos de su propia cosecha, como si quisieran devorarse los unos a los otros. Una y otra vez, una ración de hombre trepa sobre la mu¬jer que le corresponde para agotarse seriamente. Así, cuelgan como los riscos de su estirpe y de los pechos de su esposa. Están acostumbrados. Son rozados por una mano acariciante que sale a veces de la oscuridad, fugaz como una ra-ma cargada de fruta. ¡Si pudieran tumbarse vacíos sólo un instante más (entonces sentirían a veces esta corriente de aire)! ¡Nadie debe retirar enseguida las botellas vacías! Ahora las mujeres adulan con sus armas para que se les regale algo, un nuevo vestido para su in¬significancia. Gustan por su capacidad para soportar, pero no gustan a muchos. En-seguida vendrá al mundo un gulasch quemado.

Estaremos en contacto.

Cuando la puerta ha girado sobre sus goznes, Gerti empieza a aman-sarse tras el castillo de sus cortinas. Pero ¿tiene por eso el director que hacerse manifiesto? El niño va corriendo del uno al otro, se da impor-tancia. El padre quisiera olvidarse del niño, lo levanta por la tirilla de los pantalones y lo vuelve a dejar caer al suelo. Por fin de la garganta de la madre va a salir un vómito social. ¡Rápido, a meterse los dedos! Sólo el niño, representado por un muchacho, molesta aún, porque vierte ver-dades desde su laringe también presionada: Quiere que le regalen algo. ¿Siguiendo qué criterios se ha escogido a este niño? Los padres son ex-torsionados, y se sientan, mudos, en su hermoso salón. Las existencias de lenguaje infantil pare¬cen inagotables, pero les falta variedad, sólo tratan de di¬nero y bienes. Este niño desea de forma creíble torbelli¬nos enteros de aparatos, tátara tata. Su lenguaje tropieza en todos los hue-cos en los que mamá ha puesto figuritas de animales. Este niño ama a su madre, porque ambos obedecen a la Ley común de que no es la Tie-rra la que los ha engendrado, sino el padre. Del niño brotan catálogos enteros de productos. También se le podría comprar un caballo. Sí, el niño desea concordar total y enteramente con una cosa, y no es la voz del violín, sino el deporte. Las mercancías se convierten en palabras, dímelo, dinero. El padre tiene que volver a soltar el bolsillo del panta-lón, en el que retiene su cosa; sencillamente, de esta mujer no se pue-de pasar de largo sin actuar. Va a poner firme al niño, quizá lo lleve a la mesa por los pelos. El televisor emite una fuente de imágenes y soni-dos, una medusa que ex¬tiende sus tentáculos hacia la habitación y permite a la juventud reconocerse en distintas celebridades. Está muy alto. El presidente de esta asociación grita iracundo su decisión: ¡Sin duda los tres han sido hechos por un mis¬mo Padre, pero han sido idea-dos por mí!

Con el cuerpo reblandecido por el alcohol, la madre se tambalea y tropieza con sus electrodomésticos. Sin ne¬cesidad, esta familia se com-pra su entorno. ¡Fíjese, esta paz! Las mesas se doblan bajo el resplan-dor de la lampa¬rilla, que brilla sobre las secretas y benditas viandas. Qué país acogedor. El rabo medio tieso del padre está, bravíos como un perro de caza, apoyado entre los muslos, al bor¬de del sillón; no falta nada, el glande medio asoma, el pa¬rapeto se dobla bajo su peso. Los hombres se desbordan allá donde comienzan sus vísceras, allá van, no demasia¬do deprisa, y una y otra vez salen corriendo por entre el bosca-je. No, este sexo no se tumba a dormir antes de ha¬ber llovido, excitado y capaz. Así les gustaría. El padre se afila contra su asiento: ¡Qué va-riado, qué amable es el as¬pecto del valle que hay entre sus muslos! Lleva largo tiempo aquí, e igual de largo es. La mujer mira ante sí, y a veces da un puñetazo sobre la mesa. Si se la dejara, como ella quisiera, enseguida seguiría sus recientes de¬seos y se arrojaría a lo importante, que se llama Michael. Ahora este camino le está cerrado, me temo. Murmura oscuras palabras, por su boca apenas abierta. La residen¬cia de vacaciones del estudiante, ese lugar de peregrina¬ción para la carne de Gerti, todavía podemos ir después. En las casas los niños no cantan ni palmotean con sus manitas, tampoco el sol se atreve a nada más. Se hace el silencio. ¿Cuándo, me pregunto, cuándo comprenderá la mujer la perentoriedad de su órgano local de seguridad?

El niño bromea, ahora enteramente convertido en bestia. Siempre, antes de irse a dormir, cuando no se da mucha importancia a la cena, el niño empieza a revolver¬se de vitalidad. También la madre deja caer con fuerza la cabeza sobre la mesa. Su herida abierta depende de Mi-chael. Muestra que no comerá nada, pero sí beberá. El padre, para el que ya está sonando el cuerno de caza, deja el escape libre, en su ropa de viaje. El niño le carga, ya que ahora está en su propia casa, donde muere la gente cuando no se la lleva a tiempo al hospital. Los últimos obreros escapan al mal tiempo y corren a sus benditas ca¬sas. Pronto el silencio será total. El rabo del padre, esa hercúlea musculatura, es atraído por la madre. Ahora este perro arrogante duerme un poco, pero pronto el olor llegará a su nariz. Arriba, se habla con el niño sobre el co¬legio. Después, se agarrará a la inclinada mujer por el hueco de las axilas, será cogida por los hombros y vuelta a incorporar. Ahora, el niño se hace cada vez más el amo de la mesa. Desvelado por su apetito, el padre se hunde profundamente dentro de sí mismo, vemos que la ma-dre ha venido sólo para irse y de nuevo volver. Esta gente no puede quedarse quieta, lo que en líneas generales afecta a los enormemente ricos desarraigados. En ningún sitio se quedan, se trasladan con las nu-bes y los ríos, sus coro¬nas susurran sobre ellos y sus bolsas crujen. Me-jor en cualquier otro sitio, y abren su pecho al Sol. Y siempre la misma respuesta a la pregunta: ¿Quién está al teléfono? El niño se hace más pesado, saca brillo a su lista de rega¬los de cumpleaños, pero no lija ni uno de sus deseos. El padre hace lo mismo por principio. Sudando, quiere re¬frescar a la madre con su manantial. La vida susurra en torno a sus tobillos; probablemente en el calor de sus sen¬tidos, que ninguna goma podría aguantar, descansa su vientre, y las llamas aletean en torno a su figura. El niño exige mucho, para poder conseguir la mayo-ría. Los pa¬dres, que en medio de sus sensaciones han sido por fin atra-pados por el cobrador del coche-cama (fuera, el paisaje pasa volando, y sus instintos crecen por encima de ellos y salen al exterior), quieren por distintas razones que el niño vuelva a cerrar la boca abierta. Los pactos se rompen. Practicar violín durante una hora no es el mun¬do. Ahora la mujer come unos bocados. Al niño aún le falta mucho para madurar. ¡Mejor terminemos nosotros!

No pueden sentarse desnudos y abrazados, el niño les molesta. Este niño vive en el delirio. No tiene secretos para sus padres, mientras gor-gotea con la leche tras los dientes de leche que le quedan. Esta arqui-tectura con la que está sujeto a los padres es una fuerte vinculación. En realidad, el niño no sólo molesta cuando agarra el arco del violín. Mo-lesta siempre. Tal exceso (los niños) lo pro¬vocan sólo las relaciones po-co pensadas, que traen a casa su propia perturbación, para que empie-ce a brillar clara y estúpida como una lamparilla desde su lenguaje in-há¬bil, en lugar de que todos puedan cohabitar juntos en to¬dos los posi-bles agujeros de sus viviendas. El padre que¬rría por fin arrancar las te-las a su mujer y descender impetuoso por su colina, pero no, el niño atraviesa la ha¬bitación como un día festivo, su cuerno resuena por la casa, en la que todo invita al amor, sobre todo la expresa construcción del padre que, como el gran sofá del salón, es magníficamente adecua-da para el amor. Cuan hermo¬sos florecen en los caminos estos viajan-tes del sexo, estas cuidadas plantitas, ¡por favor no las arranque, ya arran¬can ellas solas! ¡Escóndete en el bosque, pero no les pises los pies, pueden ser locamente venenosas en medio de todo ese verdor!

En la cocina, el padre echa un par de pastillas en el zumo de su hijo, para hacer callar de una vez a esa má¬quina siempre en servicio. Al hijo el zumo no le hará mu¬cho, pero el padre, oh, cuando se haga el silencio saltará desde su traje dentro de la madre, dando zancadas por el cami-no largamente allanado. Dios envía a sus caminan¬tes por montañas y valles hasta que al fin se aniquilan mutuamente y pueden seguir viaje con los niños con ta¬rifa para grupos. Al entrar en escena cantan y se arre¬mangan, presumiendo lo que van a hacer, al abandonar el órgano dejan tras de sí su montón de estiércol. Así re¬zan las normas de las áreas de descanso de nuestra vida, con ellas el paisaje queda libre en el valle. El padre des¬cenderá por el sendero que por amor a nosotros baja de la montaña, y enseguida irá a refrescarse a la lechería de la madre, donde puede beber directamente del chorro. Una versión especial a medida no la hay ni para un di¬rector. Estos pezones están bien cubier-tos por el tiempo, pero pegan de maravilla con su vida cotidiana. Por fin el niño va a hundirse en el sueño en esta casa, después de que preten-día tocar un poquito el violín. Ahora, ¡fuera este personaje! Nos vamos a la cama. Una pena nocturna más para la madre, que ya no percibe con claridad a su hijo, al que tiene ante sus ojos. ¡Cuántas fotos como ésta han sido destruidas! El niño ríe y grita y arma un poco de jaleo, hasta que la última pastilla pasa a su sangre. Sí, este hijo parlotea co-mo si quisiera revolcarse en la luz de pros¬cenio del atardecer, en la sal-sa de su riqueza. Tampoco los mayores ni los más fuertes se atreven, testarudos, a mos¬trar sus cosas ante él. En sus casas hay jaulas, muy pega¬das, en las que también comen las personas. La madre busca evi-tar el comercio con el sexo del padre, esa devas¬tación con la que él hizo su obra en ella con los recursos de la Santa Alianza. Sí, quiere vivir, pe-ro no ser visitada.

¿Qué no haríamos para desviar la imparable cháchara del niño a una cuenta de escape, donde también nosotros pudiéramos depositarnos por fin y, como el dinero, cre¬cer durante el sueño? Es como si esta bo-tella se hubiera descorchado definitivamente. Sus recuerdos son más há¬biles que los caminantes, sus extractos de cuenta hablan claramente de una montaña de intereses y unos tipos he¬ridos de interés. El hijo debe dormir y amojamarse, por mí hoy le podemos ahorrar el baño. Bueno, por fin, ¿no lo decía yo?, por fin ha dejado de hablar y se re-cuesta en el sillón. Antes, con cada palabra, afirmaba con descaro sus conocimientos, ahora ya lo cubren el aire y el tiempo, como si nunca hubiera existido. Todo –nada es en vano– desemboca en un hilo de be-bida en sus labios, en su mandíbula infantil, donde ha florecido su son-risa. El niño, ya que por fin hay calma, es abrazado y besado, inarticu-ladamente, por la madre. Hasta mañana habrá silencio. Lo principal es que el niño ha sido quitado de en medio. Nos había cercado en toda re-gla, este niño. Tene¬mos que tapar todas las aberturas, pegarnos a nuestra ac¬tual situación, el amor. El cuarto del niño está construido en paredes rústicas, pesadamente cargadas de objetos, el padre lo sube en brazos y lo deja caer sobre el colchón como a un blando almohadón. Lo que se queda quieto, muerde el polvo. El niño duerme ya, demasia-do cansado como para que de su pico salten más chispas hoy. Los ma-yores explotan su parentesco y echan mano a sus branquias para de-mostrar que la edad no puede con ellos. No están inhibidos, y gustan de cosechar, ya no tie¬nen nada que perder. Como en el cielo los insec-tos, el pa¬dre se lanzará en seguida en picado y libará la hierba re¬cién cortada. En menos de cinco minutos ha ensartado a la madre por el vientre, un milagro teniendo en cuenta su tosca figura. ¡Señores míos, ya han salpicado bastante con sus mangueras! ¡Ahora saquen el gigan-te blanco, y de rodillas, por la noche, en el puerto de la casa, úsenlo! Los hombres: les han sacado los ojos, y ahora quieren pinchar a alguien todo el tiempo.
Este niño es tan pequeño, y ya brilla por entero (está entero). Delica-damente, la madre se tiende como un adi¬tamento en su cama, ¿va a garantizar una noche de amor? No, pronto se extinguirá bajo los firmes músculos de su marido, que quiere desnatarse. El niño duerme ya pro¬fundamente. La madre se agota en insensatos besos, que extiende so-bre la colcha. Frota la fláccida masa de su hijo. ¿Cómo es que ha deja-do de crecer por hoy? No es natural que su espíritu se haya evadido tan rápido. Conoce bien al niño. ¿Qué grifo ha cerrado el padre? Pero hace mucho que éste se encuentra ya en su cuarto de hobbys, y se bom¬bea jugo dentro del émbolo, hasta poder llenarse por en¬tero. Ha envenena-do de sueño el zumo del niño para que pueda habitar la tranquilizadora noche, a salvo de sus héroes del deporte y de la química. Despertará para des¬lizarse sobre las colinas, pero de momento ha sido apar¬tado del lado de la madre. Y la madre tiene que quedarse a su lado, porque no se sabe lo que vendrá después.

Gerti se mete bajo la colcha, deposita sus besos en la almohada, jun-to al niño. Hurga en las tripas de la colcha, ¿es que va comprendiendo poco a poco que está sin salvación unida al hombre por el talón? ¡Y ahora, en silen¬cio, a la pista y a arrancar! Sólo esta vinculación la retie¬ne en las montañas, hasta que se hunda en el desconsuelo. Ahora el padre está ya en su taller, cargando las baterías, no hay que despreciar nunca una buena botella. ¿Es éste un derecho que la Naturaleza, que nos lo ha dado, nos vuelve a quitar? Un poco después, estará en el ba-ño y lo meará todo. De momento, la mujer ya sale corriendo de la casa, acurrucada dentro de su abrigo. Corre por el jar¬dín, como el campesino que persigue viles roedores, hace quiebros sin ser consciente de ello, da rodeos. Mien¬tras corre, ha sacado del bolso la llave del coche. ¿Cuándo empezará por fin el futuro? Ya está en el coche, cuya pe¬sada trasera patinará si arranca de ese modo, para sacar¬lo tambaleándose a la ca-rretera general. El vehículo en medio de la oscuridad asusta a las últi-mas almas perdi¬das que caminan vacilantes hacia su casa para respon-der a la ternura con brutalidad. Los faros no son encendidos, Gerti con-duce como en sueños, porque los lugares solea¬dos aún están lejos y to-das las colinas son conocidas y quedan muy atrás. Sería mejor tratar a este personaje con un poco de delicadeza. Entretanto, el niño florece en su cama, y se deja ir en sus sueños. El director se exprime en su retre-te. Oye el ruido del coche y corre a la terraza, to¬davía con el rabo en la mano, sujeto con tres dedos como mandan los cánones. ¿Adonde va la mujer, quiere ir en la realidad más allá que en sus pensamientos? y us-tedes, señores, que se aferran a sus cabezas taladradas, ¿cómo pueden expresar su ansiedad? El director se sienta en su Mercedes. Los dos pe-sados vehículos se lanzan al paisa¬je, se persiguen por sus desfiladeros. Entretanto, los mí¬seros propietarios colindantes a esta errática carrete-ra de tres kilómetros se lanzan los unos sobre los otros en bra¬zos del amor, los aparatos de los toscos empleados re¬tumban un poco, y ya han terminado con los gestos del amor. ¡Sí, huéspedes del amor! No se sienten a gusto en casa ajena. Los dos coches se persiguen a toda velo-cidad. Trepan sobre pequeños taludes y vuelven a deslizarse por el otro lado. Estamos contentos de que los motores sean tan potentes bajo los capós y puedan perseguir como trineos a los jóvenes que vuelven de la discoteca, con sus peligrosos caballos de fuerza. Antes, el hombre no ha podido palpar siquiera los pezoncitos de la mujer. Corren. Hoy ya no crece nada en la Naturaleza, pero ma¬ñana tal vez llegue un nuevo envío de jugos. Hay nieve, pero de ese árbol volverá a colgar en un momento u otro un fruto cuyo valioso nombre desconozco.
El director ha reunido para vosotros todos sus pro¬ductos naturales, y corre tras el contacto social de su mu¬jer. TIENE que alcanzarla. A todo gas, ambos se precipi¬tan por las carreteras. En breve, la residencia de vacaciones de Michael aparecerá al borde del camino, ¡oh, amantes que no habéis salido hoy a nuestro encuen¬tro, qué suerte habéis tenido! En las ventanas ilumina¬das, un funcionario de la elegancia, anunciado en gran tamaño en la oscuridad. Los muchos puntos ajados del cuerpo humano, véalo usted mismo, pueden ser trans¬formados, con ayuda de la industria y de las empresas extranjeras, en una colonia de vacacio-nes de muy buen aspecto, en la que podemos pasear con una correa nues¬tros múltiples intereses. Por delante van nuestros pesa¬dos bozales de acero. Sí, allá donde la marea del deseo cae sobre la pradera, los hombres crecen casi veinte cen¬tímetros por encima de sí mismos. En-tonces, nos llevan por su estrecho sendero, y se dice de ellos que no cejan hasta que se les ha terminado la corriente, el combustible y el tiempo. Dentro, fuera, y descansan.


15

Sonriendo, Michael amenaza con salir de su iluminado campo, donde fluye más allá de los ventanales panorá¬micos. Su mundo está bien em-samblado, él dispone de suficiente habilidad a la hora de conducir, y se alicata, jo¬ven y salvado para por lo menos tres años, con sus bri¬llantes instalaciones sanitarias vitales. Ahora, por nada del mundo abrirá su puerta. Con estrépito, dos personas se hunden en su umbral, donde por lo común se detienen los trenes esplendentes de los amigos. Michael no está en casa. La mujer patea la puerta, la golpea con los puños. Lo que era, parece no haber sido nada. ¡Las cosas que le ha dicho, que le ha hecho, y todo en vano! Pero el len¬guaje nunca les falta a los hombres, y tampoco hay más que él dentro de ellos. Empieza a nevar suavemen-te. En¬cima. Tras su hermoso enlucido de ropa, el estudiante está junto a la ventana y mira. La noche ya ha perdido parte de su magia a sus manos. Este joven tiene varios te¬lesillas, y lo llevan a lo alto o a lo le-jos. Con un ligero cru¬jir, y forrado de marcas sobre las que incluso se sienta, re¬corre la espina dorsal del país. Nunca está solo y nunca está callado, y pronto el Sol volverá a brillar sobre él. Em¬piezan a oírse unos leves gritos. Nubes de animales sal¬vajes salen de los bosques al claro, y este miembro mediano de la joven carnada está callado ahí, sin com-pren¬sión en medio de su claridad, que parece atraer también a otros bi-chos. Michael está ahí, cargado de amabilidad, bajo la corriente. Está en su casa, y se guarda. La mujer llora delante de su puerta, su cora-zón trabaja como enlo¬quecido. Sus sentidos están desafinados, porque han te¬nido que hacer muchas horas extras y, además, no suenan tan bien al aire libre, con estas temperaturas. Casi al mis¬mo tiempo el cir-cuito de la mujer, sobrecargado de alco¬hol, se interrumpe, y se hunde en un montón de carne junto a la puerta. Estiércol sobre un parterre congelado. Durante el día, en filas, los telesillas avanzan para garan¬tizar el acceso al paisaje, sin amor, se acierta y se cae sobre otras per-sonas. Esta mujer no podrá sentirse de verdad en casa en ningún lugar del mundo. Un poco de corriente y de ambiente humano llegan al mato-rral. Un escándalo.

Las y los deportistas han caminado como patos por los desniveles du-rante todo el día, pero ahora que se les necesitaría no se ve a ninguno que saque a la mujer de su asalto contra sí misma, le toque el corazón y la detenga. Usualmente, el director se encarga en su empresa de la re¬gulación del flujo económico, hacia cuyo lecho encauza¬do se dirige, junto con su miembro, y produce él mismo un buen arroyuelo. Se en-carga de que el agua vuelva a co¬rrer en su sentido y por sus sentidos. El matrimonio está ahora rodeado por las sombras de las casas, los ár-boles, la noche. Gerti golpea la puerta inmisericorde y cae ya res¬balando por ella. La golpea con los pies. El estudiante, an¬tes de poder hacer algo, evalúa el valor de cada esfuerzo. Sonríe y se queda en su sitio, al fin y al cabo Hermann, su marido, está ahí, él no pretende equiparársele en ningún momento. Y este hombre dirige la vista hacia arriba, don¬de no está acostumbrado a ver a nadie. Las miradas de los hombres se encuentran a medio camino, ambos están motorizados. Ca-si simultáneamente, durante un segundo, sienten cómo sus cuerpos se resisten a la Muerte. Michael se inclina unos grados, en una diminuta reverencia. Am¬bos han oído ya susurrar la Conchita de Gerti junto a sus oídos, ¡muchas gracias! Ni siquiera bracear, para desequi¬librar unos centímetros el propulsor de los placeres, que levanta viento, con ruido y crujir de cristales, a la altura de la cabeza. Por lo menos uno de ellos no está a favor de quitarse la cara vestimenta por la voluntad de esta mu-jer. El joven se enciende un cigarrillo, ya que le han puesto la cerilla en la mano, encadenado como está a su pista de descenso, oyendo a su alrededor las aves de rapiña de la montaña, que quieren arrebatarle la última llamita de su mechero de gas para dársela a hombres que están por de¬bajo de él, y se sienten más unidos a Dios que él. En el pueblo el fuego le da igual, no tiene por qué llevarlo. Ger¬ti se ha escapado del remolino de su rebaño, donde el fue¬go crepita agradablemente. Pero ahora ya está bien, ¡debe dejarse engarzar, esa piedra preciosa en el hogar del di¬rector! Mirándola con ojos escrutadores, el director la coge por el talle y comienza a arrastrarla por el suelo noc¬turno recubierto de escarcha. Ella piafa y patalea con los cascos, ¡es capaz de romperle el cuello de la camisa! Sigue llevando el vestido de seda de esta mañana, en el que ha¬bían anidado las esperanzas, y por delante y por detrás tiene buen aspecto, digno de la figura de Gerti, aunque parece como si el día, cubierto de nieve, ya se hubiera puesto un poco. El estudiante no es generoso, ni lo será. Mira al exterior, haciendo sombra a sus ojos, la luz basta para bañar a la pareja a la perfección. Él no siempre re¬chaza lo que conoce. Al fin y al cabo, ha probado a ir con descaro cam-po a través, molestar a los animales, respirar el aire y después, usado, volver a la pista. En cualquier caso, no se aventura a ir mucho más le-jos, pero sí puede hacer un marco para esta sagrada familia y la visión que tiene de ellos, como en una postal. Se protege los ojos para acos-tumbrarlos a la oscuridad. La Naturaleza no es dul¬ce, la Naturaleza es salvaje, y los hombres escapan de su vacío precisamente dentro de los otros, donde siempre hay ya alguien. Quizá Michael se vaya a beber un trago con el director, porque le gustaría terminar con su propio y tonto pincel el cuadro que Michael ha empezado como un duendecillo. Entre los pinos ya no se necesita el len¬guaje. ¡Echémoslo pues a un lado!

El silencio barre las calles, y Dios transfigura a los ve¬cinos de esta re-gión, de los que algunos siguen trabajan¬do, unos cuantos tallando sus muebles y casas, el resto buscando su pareja del momento, de residen-cia no per¬manente. Hay que hacerlas siempre de nuevo (y ense¬guida bajan río abajo) para hacer realidad la eterna pro¬mesa de la naturaleza de trabajo y vivienda. ¡Al final se harán sedentarios! Así se atendrán al lapso de la Natura¬leza: sus dulces pasos en falso se han convertido en per¬sonas; y también los errores humanos han destruido el bosque del que viven. Y una cosa más que la Naturaleza ha prometido: el derecho al trabajo, según el cual todo habitante que haya concluido una alianza con su empre¬sario podrá ser redimido de ella por Dios a través de la Muerte (la apestosa solución de Dios). Ahora me he con¬fundido. Y tam-poco los gobernantes saben la solución al dilema. El trabajo disminuye, la gente aumenta y hace todo lo posible para que todo siga igual y ellos mismos puedan seguir también. Como ahora, cuando cuelgan del muro, cansados, pero orgullosos, los símbolos de su vida, y sueltan el cepillo de carpintero. Alrededor los cuerpos empiezan a desplegarse, surgen figuras de la más rara especie. Si el arquitecto de estos usuarios de au¬topistas pudiera ver resucitar de sus revueltas camas conyugales a es-tos abortos enrojecidos por la esperanza (¡y todo lo demás que han re-sucitado!), volvería a mon¬tarlos de nuevo en otra forma, pues él mismo había resu¬citado, de forma mucho más excitante, de su estrecha cá¬mara, para servirnos a todos de modelo que puede ser estudiado en museos e iglesias. Qué malas notas damos al creador, porque sencilla-mente estamos aquí y no po¬demos hacer nada al respecto: ahora todos se mueven, susurran, se mueven hacia el trabajo de sus abdómenes al ritmo de la música pop de Radio 3 o de un disco aún más simple. ¡Con cuánta sangre fría reaccionó Marx a no¬sotros! Todas las deudas mal-gastadas que ahora, muy juntos, van a cobrar, ¡quién les diera algo en esta hora! Ni siquiera el del bar del puente, en su oscura pulsión por cobrar más de lo que ha servido en bebidas que él mismo golosea con la cena que ha preparado, mientras Josefa, la pinche de cocina de 86 años, lame los platos, engulle los restos. Siempre queda algo del traba-jo, del que dependen como no lo hacen de lo que más quieren. Las mu-jeres es¬tán recién hechas o en conserva. Sí, también ellas desean algo, pero no gimen ya bajo el látigo del tiempo, que les dicta incluso la ropa que han de llevar. Así refunfuñan sus cuerpos gruesos y panzudos, la vida continúa, el ma¬rido desaparece de forma permanente en la Muer-te, las horas caen al suelo, pero las mujeres se mueven ágilmen¬te por la casa, jamás a salvo de todos los golpes del desti¬no. ¡Cómo se pare-cen a sus costumbres! Todos los días es lo mismo. Así será mañana. ¡Basta! ¡Basta! Pero el día si¬guiente aún no ha llegado, el ama de casa todavía no puede entrar a él para ser rematada por aún más trabajo. Ahora descansan sin sentir los unos en los otros, los ém¬bolos descien-den, las intrincadas costas de los cuerpos son enfiladas y erradas, sí, caemos, pero no caemos muy hondo, somos tan superficiales como su-perficial es lo que nos rodea. Si se tratara de lo que ganamos, nos lle-ga¬ría para comprar zapatos con los que revestir nuestros cansados pies de caminante, pero no más, y nuestros to¬billos ya están rodeados por nuestras parejas, que quie¬ren jugar y se consideran triunfos de la bara-ja, oh espan¬to, ¡nos vencen realmente! Y la distancia al cielo sigue siendo igual de grande. El pie rápido al estribo del coche, que hemos conseguido con esfuerzo para nuestros cuer¬pos en forma de trabajo, en una actividad de muchas ho¬ras para la fábrica. Nos hemos presentado en la figura del hijo de Dios, y después de muchos años no nos que¬da más que este subir al más pequeño de los coches me¬dianos, y se nos niega la entrada a la fábrica, cuyo acceso entretanto ha sido levemente modificado por un artista del control, recién llegado a los mandos. ¡Sí, han amorti¬zado nuestro puestecillo, entretanto la fábrica trabaja casi por sí sola, lo ha aprendido de nosotros! Pero antes de que llegue la pobreza y haya que vender el coche queremos volver un par de veces del extranjero. Queremos despil¬farrarnos un par de veces dentro de los otros, de esta mesa no nos expulsará ningún pensamiento que se le haya deslizado en la mente a nuestro propietario, ningún traje que nos llame desde una revista, ningún abuso con el que acortemos rápida-mente nuestra vida, porque, po¬bres percherones, teníamos que haber llevado a nuestro prado unos cuantos caballos más de potencia. Y por fin el director ¡ya no es el único que manda! El consorcio, ese busardo, ni siquiera él puede disparar a lo alto como quiere, ¡quién sabe a qué otra bestia daría!

Así que todos tenemos nuestras preocupaciones: a quién amamos y qué podríamos comer.

No se les tendría por falsos en sus sentimientos, sino por verdaderas joyas con las que otros se adornan: Los rebaños de quebrados cuerpos corno los que allí vagan, mejorados (zapatos nuevos), por los caminos de sus pequeños enamoramientos, y se deslizan inquietos en sus habi-taciones. Un coro de hombres que con su eco de mil voces envía al pa-dre al aire con el telesilla. Él ha estable¬cido las zonas erógenas con las que la mujer se adorna por la noche, y su trabajo desaparece rápido bajo ellas, antes de que alguien pueda pagarlo como es debido. Confu-sos, los hombres miran en los agujeros de sus mu¬jeres, abiertos por la vida, sí, miran como si ya supieran que la cajetilla que les esparce el grano desde hace años lleva mucho tiempo vacía, Pero el amor depen-de de uno. Y mañana temprano habrá que coger el primer autobús, y si tienen que parecerse a su mujer, que depende de ellos y de su corta cartera: ¡Adelante! El trabajo no está espe¬rando en la calle.

También los otros recorren este camino hacia la Muerte. Se acompa-ñan un rato mutuamente, respiran hondo ante la puerta para que les abran. Y allí vienen aún más personas, caídas mutuamente en las ra-mas más débiles, para enlazar sus miembros. Para estar juntos si tie-nen que enfrentarse con el capataz. ¡Se tiene que poder hacer algo! Crecer y multiplicarse sería un buen comien¬zo si uno se pudiera hundir en el surco que la fábrica hace cada día. Y de entre el botín los propie-tarios eligen lo mejor que han visto cada año en las playas de Rímini y Carola, donde usted, floreciendo exuberante, se ha hundido bajo los cascotes de sus breves amigos.

El director de esta fábrica arrastra a su mujer de vuel¬ta al coche, para reducir la corta pausa laboral con más actividad aún. Provenientes de su emisora, en los oídos de ella resuenan palabras de amor, y ella las recibe pata¬leando y balbuceando, como las parejas de enamorados sin equipo estéreo que escuchan su música de baile pasa¬da la medianoche. La ventana, en cuya sección vemos uno de esos abigarrados trajes de jogging –igual que los que van a llenarse a los locales, sólo que más pequeño y mínimo–, se mantiene tercamente iluminada. El joven se es-tira las mangas, cerradas por un puño trenzado, y mira fijamente a esas personas insípidas, completas no obstante en su género, si se tie-nen en cuenta sus ingresos procedentes de la fábrica humana y su in-fluencia sobre la política del Parlamento regional. ¡Qué estupendo es can¬tar con los ricos y no tener que pertenecer al coro de su fábrica! ¡Aprender sus costumbres, pero no tener que es¬tar de pie en sus cam-pos y cortarse el pelo en la época de la cosecha! Como pesados toros, los dos coches pacen juntos delante de la casa, y ahora a uno de los animales se le saca parte de las vísceras. La puerta se abre, la lucecita se enciende. Se envían palabras cariñosas a la patria de Gerti. Este pa-dre de familia no ha venido para castigar, sino para consolar y tomar nuevamente posesión, res¬plandece como una ciudad detrás de sus puertas. No tie¬ne más deseo que su mujer, que le basta, al contrario que a otros, que no pueden dejar de ser sobrios, de cantar y decir qué foto prefieren en los establecimientos pertinen¬tes. ¡Qué activos son en sus explotaciones sexuales, una vez que termina el trabajo! Y fíjese lo que han pescado, estos rodaballos en un estanque de carpas: me pare-ce que a veces la Naturaleza no tiene compasión. El director depende de su mujer, sus amplios callejones le son fami¬liares. Y mientras el si-lencioso vecino de detrás de la ven¬tana sigue colgando en el aire con su querido catálogo de motocicletas, el director arroja a Gerti sobre los asientos delanteros (antes ha tenido que pulsar un botón, no diré cuál), le sube el vestido a la cabeza y abre violentamente sus nalgas, para poder entrar enseguida en su interior, saltando ese burdo e incompe-tente dique. Delicadas, las manos amasan los pechos, la lengua silba cordial en oído. Esto ya se ha hecho a menudo, porque una casa gusta de construirse junto a la otra, no para apoyar al ve¬cino, sino para ator-mentarlo. Sin duda es un poco incó¬modo, el verano está lejos, la calle apartada, los animales están sabrosos, y todo va a parar a los locales previstos, o por menos no lejos de la diana en la huchita. Como en sue-ños, este oleaje puede romper y tomar asiento en su apostadero en mi-tad de la Naturaleza. Por debajo, a la luz del brillo de los prismáticos, los miembros enlazados van de acá para allá entre el trabajo, el dinero y los pode¬rosos, que no gustan de estar solos. Constantemente tie¬nen que acostarse los unos sobre los otros e invertir los unos en los otros. La actividad de los hombres comienza con nuevos objetivos, el clima es frío, y cada vez que el director saca un poco su fornido rabo lanza una vigorosa mirada a su silencioso admirador de la ventana. Para ha¬cerlo, no tiene que torcerse mucho. ¡Quizá ahora el joven también se eche mano! Me parece que lo hará realmente. De cintura para abajo, todos los hombres somos iguales. Es decir, que somos de nuestras mujeres y nos dejamos coger la mano en la calle, sin resistirnos, sin destino. ¡Co¬jamos sitio! Michael tiene la mano en la parte delantera de sus pantalo-nes de jogging, creo yo, y llena por com¬pleto su ropa. El vestido de Gerti ya ha sido totalmente desabotonado y las tetas han saltado fuera, ¡con perdón! Da igual que también salgan los aires del director, en lo más íntimo él tiene en cuenta la solemnidad y la calidad, le perdona-mos. Boca abajo, la mujer es presionada contra la tapicería del coche, como si un ligero sueño se oculta¬ra en las sombras del cuero. Sus pier-nas cuelgan, a dere¬cha e izquierda, por la puerta abierta. ¡Y su marido, ese rugiente nativo al que hemos entregado nuestra patria para que haga papel con ella (de todas formas, los árbo¬les estaban condenados a una fuerte tonsura), se encuen¬tra más en casa aquí de lo que nosotros podríamos estar nunca! Escucho cómo este pájaro grita al cantar. Hace sitio a Gerti y le introduce brutalmente algunos de sus cariñosos dedos. Le habla amablemente, le describe los futuros encuentros que puede ganar. Después, vuelve a caer con estrépito en su agujero. Se retira brevemente y palpa su cetro: ya lo vemos, sus pasos son ilimitados y desmesurados. La mujer es ahora examinada por un pe¬rito que prueba sus fuerzas bajo el capó del motor y vuel¬ve a enviar a su pequeño ven-dedor, más aún, le acompa¬ña personalmente, vamos a columpiar al ni-ño y después cerrar bien detrás de él.
Hace mucho que los secretos de Gerti han sido airea¬dos, sus puertas más cerradas están abiertas, ahora se le golpea en el trasero y en las caderas, así se saluda entre amigos, y así no nos equivocamos. Tam-bién con el ca¬mión de la lengua entra el director, ¿quién nos lo indica? Algunos jóvenes del pueblo han instalado su puesto ante los posters de mujeres desnudas, y esperan ser tenidos en cuenta cuando se repartan los puestos. Quieren co¬brar, pero no pagar. Sus mujeres les ayudan con su in¬mortalidad y con la alta tasa de mortalidad de su trabajo. Pero el director recorre solo su ardiente camino. Todo el mundo conoce su chorro aún joven. Ahora la mujer tiene que soportarlo, mezclada sin or-den con él, en su culo, se¬guro que hay otros senderos, y mejor cons-truidos. Mien¬tras los otros hombres están a merced de la enfermedad, este Señor se sirve con serenidad de su propio mostra¬dor, del que tam-bién, de la vecindad, procede su niño. No hay nada que temer, aquí su miembro descansa segu¬ro. Ahora el animal excitado aún trota dentro de la mujer, a la que ha sido llevado para crecer. El ternerillo se deja coger fácilmente en la cadena que ha roto. Y allí se queda, hasta que termina de disparar. La mujer ya está dura¬mente marcada por la per-sistencia de los familiares pasos. No importa, para todo hay una buena crema y un buen regalo en metálico. Quien lubrica viaja mejor.
Y pronto crecerá la hierba fresca para que el hombre pue¬da arrancar-la.

Vaya un grupo divino, que pronto tendrá que irse a descansar. Ambos se amenazan cuerpo a cuerpo. Lamen¬tándose por ciertos deslices, el di-rector cae flojamente so¬bre su mujer, que estaba tan bien preparada. Ha explota¬do a fondo su valiosísima y recomendable región, en la que tardará en crecer la hierba. Su río sale furioso de él, y entretanto sus dioses y jefes de personal toman con vio¬lencia lo suyo de los siervos que les son presentados en bandeja de oro. Escoja usted también de entre muchas la mejor, y vea: ¡ya la tiene en casa, llámela su preciosa me¬dia naranja y póngala a fregar y limpiar y sudar!

Por esta vez, el director ha sido válido y ha hecho fe¬liz a su mujer. Pero mañana podrá volver a desbordarse, a disparar desde las caderas y comprarse cualquier bille¬te, quién sabe hacia donde. Sea como sea, la mujer sigue estando guardada y codiciada, los senderos pueden ir en todas direcciones, hay tantos caminos que recorrer: al teatro, al con-cierto, al abono de la ópera, allí se pueden degustar las cosas que el di-rector le alcanza a una llori¬queando, y volverlas a empaquetar. Ahora la ha vuelto de espaldas, y se inclina ante su rostro. Un hilillo de baba cae, y así a la mujer, como a un suave y cansado lactante, se le sirve en los labios el panecillo de carne con salsa. Mmmmm, muy bien. El marido desea que recoja lo que ha traído de la cocina para emerger y descongelar. Pri¬mero la orilla, después el mástil, así se instala el orden hasta en los menores pliegues, al fin y al cabo habrá que conducir, y cuidar la tapicería, con su espuma activa. Y después Gerti aún tiene que cubrir de besos el saco pelu¬do, que no salga mal. Como una serpiente, el director destroza el vestido a su mujer, de un solo golpe, pero al mismo tiempo le susurra que mañana tendrá dos nuevos a cambio. El vestido es arrancado con fuerza por delante. El cuerpo de Gerti es cu-bierto de besos, desde una favo¬rable altura, y vuelto a sujetar con el cinturón a su asien¬to, donde permanece quieto y no devuelve ninguna de las miradas que recibe. El director despedaza también la ropa inter-ior de Gerti, y desnuda toda su ruinosa facha¬da; pronto, aunque sea fuera, fuera del gastado maletín, aparecerá un amable verdor, ¡sólo uno o dos meses más de invierno! El viento de la marcha y los pocos hom-bres que vuelven a casa deben contemplar tranquilamente el edificio a cuya cálida sombra el director se ha revolcado. La mujer no se parece a ninguna actriz de cine, por lo me¬nos ninguna que yo conozca. Silencio. Michael espía por la ventana y se esfuerza en crecer nuevamente para sacar de sí lo mejor, lo máximo. No todos los hombres tienen un her-moso sexo que ofrecer para poderse entretener con él. Para el director la fidelidad es innata, una cues¬tión de decoro. Somos el rebaño de la casa, y calentamos al señor cuando es necesaria

El joven, pensando en los innumerables amigos a los que va a contar su aventura, se mete bajo el chorro de la ducha, demasiado fuerte. Sus sentidos están con él, y se tienden en el suelo como perros a dormir en sus felpu¬dos. Quizá luego pase por allí su chica, mientras fuera los es-clavos cogen violentamente lo que les corresponde. Ha tenido la con-descendencia de mirar a una mujer madura, y ahora va a descansar, este muchacho de mundo. Creo que seguirá durmiendo cuando mañana temprano los pobres suban al autobús hacia la Muerte y, con sus pro¬piedades, se salgan de madre y se rompan la cabeza.
Como si hubieran dado la vida a cambio de sus co¬ches, el director y su mujer van juntas a casa, la una protegida del otro, pasando de una situación a otra. Esta gente puede follar sin temor en cualquier parte, sus actos son reparados una y otra vez por el amor y por sus que¬ridas señoras de la limpieza. Los empleados descansan, el sonido de sus des-pertadores pronto los hará levantar. Silencioso, el coche despeja la lla-nura. Las montañas guardarán reposo hasta que, mañana, el sol vuelva a ser repartido por el jefe de turismo, para alegría de los de¬portistas. Así, la pareja de directores vuelve a casa en su gran balsa, por la carre-tera general, como Dios manda, y a velocidad moderada. Hace poco que ambos han asido sus cuerpos para bombear combustible, las fuen-tes salpi¬caban en torno a ellos, sí, los ricos se refrescan cuando quie-ren. En las casitas no se oye ruido alguno, porque en ellas hay que pa-gar a cuenta el dinero de la gasolina. Como máximo reina la violencia, antes de que mañana en la fábrica estos hijos de pobre sean nueva-mente admi¬nistrados, y sus mujeres chapotean todo el día en los bar¬nices del sexo fuerte. El amor es fresco como una fruta cuando está en el frasco, pero ¿en qué se convierte dentro de nosotros?

El trabajo de los sexos, llevado a cabo hoy por direc¬tor y directora –¡gracias por el doble Axel y la gran ca¬balgada! –, bajo el que florecieron entre espasmos para después limpiarse la boca como tras una comida sucu¬lenta, ha terminado quizá por hoy, aunque no es seguro. Hasta que volvamos a encontrarnos mañana, a la luz de los faros del coche de Co-rreos, tan temprano, aún en la oscuridad, y los próximos años! Nada más que esas luces acarician los pobres cuerpos, que se nos muestran sin vergüenza en su mal olor matinal, en sus gases de esca¬pe, ¡sólo los billetes de lotería, en los que siempre tienen que pensar! Hay que poder también ingresar, no sólo re¬partir.
El director balbucea palabras de amor y de mando, se anuncia a sí mismo y a su programa, este hombre priva¬do. Ya vuelve a vivir en su elemento, el dinero. Qué sería él sin su mujer, como la llama tercamen-te. Feliz, se aferra con la mano libre, la que no conduce, a su cuerpo, y con¬duce por lo menos allí. La montaña cuelga sobre él como un cálido y manso animal, ya la ha esquilmado por com¬pleto. El otro coche lo han dejado parado, aturdido y blo¬queado, como a su hijo. Sólo pensaban en su animoso sexo. La mujer puede irse a comprar las cosas que van bien a una mujer. Ahora se especula sobre el día siguien¬te y sus posibilida-des de desarrollo. El director habla de con cuánta variedad de ideas fre-cuentará a su mujer des¬pués y los próximos días. Necesita agitación arriba, en su oficina, para que abajo su rabo se satisfaga y pueda de¬jarse atrapar por la mujer. ¿Quizá a la mujer le gusta algo especial que mañana perseguirá ciegamente al ir de com¬pras? Este hombre: La se-gura estrella de su mujer brilla¬rá sobre él hasta mañana temprano, pa-ce suavemente en su garganta, ¡pero mire a la carretera, no aparte la vista! Las gotas siguen cayendo del hombre, sudor y esperma, eso no le hace menor, más escaso, más pequeño. Sonrien¬do, adora a su mu-jer, a la que ha mantenido bajo su cho¬rro. Sus carnosos testículos se asientan silenciosos en su nervudo tallo. Qué alivio entregarse al conju-ro de la no¬che, cuando no se tiene que salir corriendo mañana a la os-curidad, uno entre muchos, deslumbrado por la lám¬para de la cocina. Cuando el fuego arde en un motor y en otro más, uno mayor, en nues-tro motor. Pulido, renova¬do, el director quiere volver a subir a la cama con su Ger¬ti y eternizarse en su boscaje, nadie como él levanta tan rá-pido la pierna y se deja ir en un diluvio ardiente. Qui¬zá vuelvan a ser inundados por el suave griterío de sus cuerpos, que quieren algo de comer, ¿quién sabe? La mujer quiere abrocharse el vestido delante del pecho, el frío clava sus garras en ella. Pero el hombre exige que ofrezca un poco de entretenimiento a él y a los habitantes del dis¬trito, en sus pequeñas antesalas del infierno, por favor, Brigitte, oh no, Gerti. Vuelve a abrirle el vestido que ha¬bía juntado; aún no se ha extinguido, Gerti, quiero decir que todavía hay algo que brilla en la ceniza. La calefac¬ción aún no ha entrado en calor, pero el hombre sí. Con él las cosas van bastante rápido, tiene en la barbilla una herida causada por una uña de Gerti. No les sale al en¬cuentro ni un solo paseante que quiera florecer un mo¬mento con un conocido delante de la casa. Nadie más que pueda ver el sello del poder sobre la frente del direc¬tor de la fábrica. Y por eso tiene que estampar ese sello por lo menos a su mujer, como señal de que ha pagado la en¬trada y también ha salido de verdad, valientemen-te, del calor de su sexo al aire libre. En la cocina de los pobres, sólo se mantiene encendido el fogón.

El hombre llama su amor a su mujer, sí, también el niño lo es. En el dorado centro viven, en el cuadradillo del pueblo. Y astutamente, el Gobierno reparte a la gente las ofertas especiales con el cucharón de servir. Para que los propietarios de las empresas tomen sus decisiones y pue¬dan inventar sus disculpas acerca de cómo han desper¬diciado las subvenciones y los cuerpos humanos. Pueden ser felices siempre en medio de sus bienes, y los demás hablan de penas en su pedazo de tie-rra, pequeño como un pañuelo, en el que plantan cercas en cuanto su semilla llega para más de dos. ¡Ya tienen que pensar en uno más!

Hemos llegado, el niño duerme en su cuarto.

Pacientemente, el niño duerme de la mano de Quími¬cas Linz S.A. Ahora nosotros también nos vamos a dormir, para tener un anticipo de lo que precede a la Muerte. Para ello hay que empezar por tumbarse, los pobres lo sa¬ben hace mucho, mueren antes, y el tiempo hasta en-ton¬ces se les hace muy largo. El hombre se vuelve una vez más a las partes de la piel de su mujer sobrecargadas de cosméticos, enseguida la seguirá a la cama disparando como un fusil. En el baño ya, un agita-do ruido de agua y convulsiones. Sin compasión, un pesado cuerpo es echa¬do al agua para hacerlo disfrutable. Sobre su pecho repo¬san jabo-nes y cepillos. Los espejos se empañan. La señora directora debe frotar vigorosamente la espalda de su ma¬rido, sumergir humildemente la ma-no en la espuma y se¬guir masajeando su poderoso sexo, que ha queda-do por entero en sus manos. Tras las ventanas, la Luna se desva¬nece. Él ya la está llamando, el hombre y el medio kilo de carne (o siquiera menos) que es su maestro. Ya vuelve a hincharse en el agua caliente, y se alza como señor del abundante buffet frío de su cuerpo. Después él bañará a la mujer, tras los esfuerzos del día, no hay de qué, lo hace con gusto. Alrededor, los mortales viven de su salario y su trabajo, no viven eternamente y no viven bien. Pero ahora ya han cambiado del es-fuerzo al descanso, en su pecho duerme una espina, porque no tienen un cuarto de baile propio. El director diluye su cuerpo en agua, pero si¬guen quedando suficientes metros cúbicos. Una vez más llama a su mu-jer, más alto ahora, es una orden. No viene. Tendrá que dejar que el agua lo ablande por sí sola. Pací¬fico, se desliza al otro lado de la bañe-ra; ¿va a tener que rugir para que venga? Qué agradable es que el agua no lo cambie a uno, y no tener que aprender a caminar sobre ella. Qué placer, y tan barato. Todo el mundo puede per¬mitírselo. ¡Que la mujer se quede donde está, oh nube de vaho, llévame contigo! Abre el grifo del agua caliente, lo acaricia y se siente pacífico, sereno. El agua susurra alre¬dedor del pesado cuerpo, en el que los duros músculos masticadores muelen la vida y tragan empresas. Los po¬bres han caído también como agua de las rocas, pero por lo menos se quedan donde están, en sus camitas, y no es¬tán todo el tiempo suplicándole a uno, esos hombres la¬mentables a los que hay que pagar suplementos. ¡Có-mo van a parar ciegamente a las máquinas, de una hora para otra, con las sagradas cuerdas que sus mujeres han tensa¬do trabajosamente en el bastidor de su cuerpo! ¡Tanta sangre! Y todo en vano, en última ins-tancia también los violentos latigazos de su corazón, porque ya no hay en él sangre para impulsar. Y a veces los niños arman ruido a las cuatro de la mañana, creo. Por lo menos uno o dos siempre vuelven a casa bo-rrachos de la discoteca.

Pero el hijo, tantos años sin ser querido, yace ahora en su cama, y la pacífica Luna se pone. El niño respira pesadamente, recubierto por un sudor frío; con esas pas¬tillas en el zumo se descansa de un modo to-talmente dis¬tinto. El niño yace inquieto bajo la mirada de la madre, que da a la cama con el pie para enderezarla. Mustio está el niño, y sin em-bargo es todo su mundo: guarda silen¬cio, como éste. Sin duda se ale-gra de crecer, igual que el miembro de su padre. La madre besa con ternura su pe¬queño bote, que el mundo lleva. Entonces coge una bol¬sa de plástico, la pone en la cabeza del niño y la sujeta fuerte, para que su aliento pueda quebrarse en paz. Bajo la bolsa, en la que está impresa la dirección de una boutique, se despliegan generosas una vez más las fuerzas vi¬tales del niño, al que no hace mucho se ha prometido que crecería y tendría aparatos de deporte. ¡Así ocurre cuando se quiere mejorar la Naturaleza con aparatos! Pero no, ya no quiere vivir. El niño tiende ahora al agua libre, donde estará del todo en su elemento (¡ma-má!) y se servirá de las gafas de bucear por las que sus compañe¬ros aprenden a ver el mundo desde el principio como a través de un sucio cristal: a tal punto ha sido su superior, un pequeño Dios de la guerra, ágil en el trabajo, el de¬porte y el juego. Lo ven todo, pero no ven mu-cho. La ma¬dre sale de la casa. Lleva al hijo en sus brazos, como un ra-mo de flores por despuntar que hay que plantar. Desde las cumbres por las que el niño ha bajado hoy, y quería volver a bajar mañana (¡en rea-lidad, el nuevo día ya ha roto, impaciente!), el suelo saluda en despedi-da. Huellas irritantes en la capa de nieve. ¡Ahora vagad, girad en tor¬no al fuego, habéis tenido una experiencia! ¿no?

La madre lleva en brazos al niño; después, cuando se cansa, lo arras-tra tras ella. Bajo el delicado vestido de la Luna. Ahora la mujer está junto al arroyo y, contenta, un instante después hunde al niño en él. Un hermoso silen¬cio hace señas, y también los deportistas se hacen señas en cualquier ocasión, si es que hay público para verlas. Ahora, en co-ntra de lo esperado, las cosas han salido de tal modo que precisamente el más joven de la familia será el primero en ver el estúpido rostro de la eternidad, detrás de todo el dinero que, para comprar, corre libre¬mente por la Tierra cuando no lleva a alguien de la mano. Gritando, los hom-bres compiten y piden buen tiempo. Y los esquiadores suben a la mon-taña, da igual quién viva allí y quiera ganar.

El agua ha acogido al niño y se lo lleva, mucho tiem¬po después que-dará mucho de él, con este frío. La madre vive, y su tiempo, en cuyas cadenas se envuelve, ha cul¬minado. Las mujeres envejecen pronto, y su error es que no saben dónde esconder todo el tiempo que hay detrás de ellas para que nadie lo vea. ¿Deben tragárselo, como los cordones umbilicales de sus hijos? ¡Muerte y crimen!

¡Ahora descansad un rato!

FIN DE “DESEO”

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Tag der Veröffentlichung: 28.03.2010

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