Cover

DIARIO DE UN SIBARITA Y OTRAS HISTORIAS

El mundo está ardiendo y yo soy ese mundo.

Jiddu Krishnamurti

DIARIO DE UN SIBARITA Y OTRAS HISTORIAS

PROLOGO

 

Por el profesor Raúl Salazar Pazos

 

Hoy nos toca leer estas páginas de hondo y sugestivo mensaje que nos brinda el escritor cubano Jesús I. Callejas. Son cuentos en cuyo texto veremos expresarse con lúcida fluidez ese barroquismo de sentimientos y símbolos que, junto a un sutil impresionismo, forma el conjunto que nos permitirá ahondar en lo más recóndito de nuestra identidad.

 

Estamos, al leer sus páginas, frente a la descripción alucinante de ese absurdo del vivir humano reflejándose en personajes que los convierten así en una catarsis para nuestro fatigado y desorientado espíritu, y es que en ellos se percibe también un eco de la queja y el mensaje dado por Guy de Maupassant a la sensibilidad del hombre contemporáneo, ese hombre que hoy se ha visto obligado a cuestionar todos los valores de una cultura que lo enajena y lo coloca en la necesidad de una nueva estimativa y concepción del mundo convirtiéndolo en un forzado don Juan del conocimiento, o sea, en un nuevo buscador de ritos e impulsos dionisiacos de vida y acción.

 

Esperamos que esta cautivante narrativa se valore en su justa significación como un aporte más a ese conocimiento de la psiquis humana en esta era en que la sombra de Kafka se cierne sobre cada uno de nosotros.

AL AMPARO

Recogerá el ataúd y observará las escamas del arrolado sudario. No sería abierto el oblongo féretro hasta llegar a su destinada aerolínea, pero él detendrá el camión. Desatornillará la resistencia de la madera, quebrará los pestillos de hierro, observará el cuerpo. Leerá el documento: extranjera muerta en accidente de derrumbe. Será entregada a su familia tras atravesar los fiordos aduaneros de la psicopatía cosmopolita. Avanzará en la carretera enfriada por la noche, humedecida por el silencio. Mirará, con temor, el asiento junto a sí y será aterrorizado por la aparición que imaginarán los espectros de su cráneo. Fumará un cigarrillo con fingida despreocupación y echará, ocasionalmente, la ceniza fuera de la ventanilla. El aire balanceará su mano y desprenderá de ella las aún no transformadas bocanadas de humo. Faltarán pocos kilómetros para arribar al aeropuerto y dudará ocasionalmente entre forzar los pestillos del cajón o proseguir un decursar tranquilo. Se detendrá al fin. Internará el camión y lo cubrirá de matorrales aparentemente fenecidos. Sudará desterrando sus cabellos de la frente, hasta creerse libre de humanas influencias. Morderá ambos labios y acomodará la lengua indecisa sobre la base de la mandíbula inconstante. Al encontrar el fragmento monolítico, empuñará el delgado metal y descargará la masa. Golpeará nudillos desprovistos de viveza y el sudor, tras el camión cerrado, embargará sus pómulos. Demorará en destrozar la cubierta y sus extremos, pero furiosamente acabará con la resistencia adyacente de la reliquia insinuante. Ella lo esperará, deseando que los jóvenes brazos, conversando con los huesos, apretujen su frialdad y la voz muerda su rebuscado cabello. Mirará en torno a sí. La única luz provendrá de su linterna. Descargará lúbricos martillazos de inspiración y abrirá la tapa. La abrirá. La verá como no verá sensación alguna; la abrazará sin reconocer su forma estructural. Será pálida, diminuta y yerta como enjugada cereza, como baño de lejanía, como circular afán de posesión. Enmudecerá pensando que la muerta es suya y agitará su torso helado, comprobando la rigidez de los miembros en sinfónica descomposición y temerá entonces por la integridad de sus propósitos. Controlará su espanto frente a ella. Definirá la materia en su recuerdo y filtrará lo putrefacto hasta sentirse hormiga acaparada. Muerta idónea será. Espoleará su artera voluntad y expondrá su mensaje de erótica inacción, cerrando los ojos: Eres la primera mujer que veo desnuda. Bésame. Besará lona, aplastará senos de vidrio alucinado, indagará por un espasmo ausente; recostará su espalda enloquecida sobre la plancha del camión y odiará a la muerta. La contemplará, la insultará; hundirá sus pasos en casi todo el cuerpo y saltará sobre el joven estómago paralizado. Saciará su desconcierto y dejará de arrojar lágrimas innecesarias. El cuerpo no se moverá; seguirá su rumbo, permanecerá en cualquier sitio, pero no allí con él. Ignora hacia cuál esfera de sopor rectilíneo viajará la ovulación de una fraudulenta muerta. Vestirá a la mujer. Cerrará el rectángulo de metálica muerte, colocará la tabla en su lugar y rescatará, uno por uno, cada tornillo del cajón desmesurado y preguntará: ¿por qué? Empuñará el revólver y soplará en su cañón; lo hará resbalar entre gotas de resudación y mirará sus huellas. Lo paseará junto a los ojos; entremezclará los cabellos mojados, difusos, y los retará. Bajará hasta la boca y lo hará juguetear contra sus dientes. Será apoyado, acomodado hermosamente. Sentirá sueño de profundo cauce y decidirá algo. Decidirá no disparar, decidirá sacar las balas y arrojar el arma en el más olvidado rincón del vehículo. Cubrirá su rostro sin las manos; lo cubrirá de pensamientos en atropellado cauce y esperará. Decidirá enfrentarlo. Entregará el cadáver, será responsabilizado por violar la meditación del féretro, exhibirá los enrojecidos párpados y no tratará una justificación absurda por abrir la caja. No le creerán, aunque triunfará, por una vez, sobre su asco consabido. Estoy enfermo. Lo enfrentará. Decidirá no disparar, aunque los dedos que empuñan el cerco vital se anticipan a sus pensamientos y profanan el gatillo. La explosión se oye con la distancia de los ecos degollados y aunque aparta el revólver de su curso, la bala asciende hacia él.

MINOICO

El hombre domina arco y flecha. Complementarios elementos Sedentario, es cazador y agricultor. Monstruosos ídolos: diplomados poderes invisibles afiliados a la academia cósmica. Lo antropomórfico y sus correspondientes: clima y fertilidad. ¿Terremoto? ¿Maremoto o, mejor, tsunami? Pulpo entre algas. Desteñido pulpo, hermosamente trenzado en limpias gemas. Admirable respeto por la dicha. Recorre el artista las costas de isla pacífica amenazada por los barbados guerreros peninsulares. Deambula durante veinticuatro anillos; admira una vez más, sin mácula de aburrimiento, el palacio real. Arquitecto, alfarero, orfebre, pintor, tamiza columnas, arenilla de siembra esclava. Vislumbra muros coronados con astas, sagrado toro decretadas. Atraviesa patio rectangular gastando treinta metros; la estancia proclama calidez de portales, conjura cabellos frescos, perfumados por rocío mediterráneo. Oleada de delfines sobre corceles blancos en la orilla. El invitado real, avanza entre talleres, cubículos o sacerdotales brazos. A su paso, cortesanos y obreros. El aromático aceite escapando de majadas aceitunas mezcla hijos con los vapores del bautizado vino, nuestro noble hermano, y el vigor de las especias se incendia. El vino nos sobrevivirá, pero, ¿quién podrá beberlo?, ¿quién lo transubstanciará en sangre? La servidumbre pasea con cántaros, vasos, copas, cabellos, quejidos, fulgor. Los varones muestran impúdicos el raro privilegio de saber nacer en terruño sin murallas; largos bucles descansan sobre estructuras tostadas, atléticas, casi andróginas en su desenfreno. Las hembras de rizos fermentados carbón ofrecen inmensas avellanas por ojos, recorren círculos, palidez de pechos sonrientes asilados en turgentes bocas. Se abre generoso un almacén de miembros nuevos. Nariz: puente en curvatura. Cien vaginas perfumadas, oh, divinidades montañosas de escorzo diamantino, esperan a lo largo de tan arena azul el salado homenaje de sus respectivos penes. Es el joven bosque coralino: milenario. Invade lavatorio de colores auxiliado ceremonialmente por cúmulo de manos que lo despojan de la túnica sudada, sumerge a sí en la corriente arrulladora que diez doncellas le despeñan; los párpados, aún no saciada ruta. Imagina su homenaje único a ella: el mural Salto sobre el "Toro de la Tierra". Artista asaltado sin resistencia por mujeres bajo la espuma erecta: taurocatapsia, visceral muelle para la posteridad ansiada. Trasfondo acuoso avizorado en las hospitalarias playas; sedimento preciso ejecutado con fragmentos de mutabilidad, mientras los protagonistas se mantienen quietos esperando la señal. Cangrejos inmóviles de tanto lila, ése tan socorrido adjetivo, no siempre así deseado. El toro bufa afincando metálicas pezuñas en esmeralda tierra, hoy bendecida de guijarros. Sus astas se inclinan oteando la mirada humana. Eclipse solar en las sienes del hombre y percibe el hombre toro con manchas imprecisas; toro hombre con precisas manchas; cabeza inundas cercanos apremios de volcán, musculoso abdomen entre clavadas extremidades traza arco seminal; se enturbia la mirada acometida. Hombre: chapoteas gozoso al sentir las manos femeninas requerirte cuerpo ahora con aceites y esencias. El artista ha visto al ennegrecido atleta consumar el salto, arrancar caracteres al pavimento en carrera contra la amada que aérea aprisiona muñecas firmes. El doncel clavado en vertical en la suspensión del transpirado lomo; asimismo, la obscuridad desenrolla el cuerpo haciéndolo caer de pie junto a otra doncella que lo recibe al finalizar la veleta fulminante del cornígero. Paralizada la imagen en pupilas interiores que adornan, extendidas al término del baño despierto, el mural con acumulación de conchas, rocas, vestigio de planeta esquivo que no laberíntico. El artista abandona su cántaro, apropiado refugio; se incorpora desnudo y, sin saber por qué, aterrado entre las mujeres. La miel embarga almas; el alma embarga sangre; la sangre embarga vidas. El banquete. La Diosa Madre exige más cerámica vidriada: doncellas divergentes. La corte con sus atributos, sagradas serpientes, faldas de pliegues ducos, pechos de aire en escotes comprimidos, mangas cortas no avergonzadas de flexibilidad, gráciles dedos que tornan la carne viril en instrumento de atalaya. Carruaje hermoso recoge a la Diosa Madre, árbitro de moda navegando adormideras, consuelo de periplo estacional. El artista presiente a la que ama y cree verla por primera vez, ahíta de feminidad sin temporadas. Es otra, afirma; no la que saltará hacia el toro enfurecido en su mural. Lo distrae el anuncio del rey: los esponsales. Minos aguarda el golpe. La alegría del vino y las opiáceas contagian al artista; disuaden su pavor. La competición. Dos equipos de ambos géneros alineados absorben la brisa bendecida de la isla. Artista descongelando imagen repetida con prodigiosa exactitud en el foro donde se deciden triunfo y recompensa. Todo lo que ha presenciado es, pero como si el próximo cismo se ubicara en neurona ejecutante; salto de mujer cretense... Atrapado por su obra, vacila en detener la milenaria imagen. ¿No es acaso un dios soberbiamente hermoso, irrepetible en su sinónimo, espesura de guarida? Todo lo decide el golpe de su mano. Vacila… Inesperadamente, aplica gesto de color final: el pensamiento que irradiará la obra. Al caer la sombra vertical, hoja incrustada en vórtice terráqueo, desde hinchado torso hacia la imparable cabellera de Gea, una de las astas penetra el afluente izquierdo extrayendo inquietud de pulsación. Mirada de toro, ahora ínsula viciada, sobre el velo de la anciana tarde llamada noche. Un artista en pos de la montaña estibando los cuerpos que su vida pretendió.

EL FOSO

El caballero expulsó el yelmo, plateado mar de superficie resecada, y el caballero expulsó el yelmo entre hachazos de silencio. Oprimen la espada sus dedos agrietados; acerca el roto pómulo transparentado a la distancia fría. Jirones de blanco fuego, o desprendidos arietes de tormenta, posan lamentos de herida extraviada entre la rojiza tela y la enrojecida tela. Confundidos artilugios de sangre hacen caer la cota en abismal visaje y es albo el caballero, angulado contra sí. Inicia contra sí trayecto, ciclos difusos del paisaje. Húndase la espada, dantesco crucifijo domeñado en furia, y aspersiones de hierro fangoso se incrustan no torciendo estaciones. Ferocidad y alivio. Regresa el caballero a las proporciones de su estatura otra; permanece la hoja soterrada. El caballero, vestidura transformada en cuerpo, abandona en su puño el fundido puño y tambalea la equidad de las visuales grietas. Aparenta dormir en movimiento vertical y acecha el corte imperfecto en su pecho sin montículos de orgullo. Caótica escisión en los vitrales de la herida, arteramente despeñados, y la mano bajo el guantelete desampara ennegrecida espada. El caballero recuerda el refractario ojo de la bestia calcinada bajo apisonado aceite; recuerda su deshecha tropa. Cercenado lomo del corcel, cementerio de nevada espada desangrada por la luna, diez mil espadas opuestas bajo la tierra de las aguas milenarias y la espada que se aleja en soledad de territorio externo. Cruz. El hielo altar de las doncellas alas precipita hacia bosque de rayos paralelos; despliega el bosque espejo de fauces invisibles y la siempre arquitectura de viajeros cósmicos se detiene absorbiendo la luz que en el diamante negro anida. La patrulla enemiga recorre las aristas del tablero de batalla; antiguos mantos se agigantan, examinando hedor de pasto arañado por hojas oxidadas. Los rostros del coraje demuelen bastiones de grito victorioso; los jinetes pisotean el sudor de las heridas y a lanzazos sañudos reducen resistencia de los sobrevivientes. El odio recorre el bosque sin acariciarle, arrastrándolo consigo. Crepuscular ramaje, emerge el lago y es tragado por las negras capas. El caballero olvida la ventisca de las refractarias nieves y atisba la calcinación en el sendero tras el bosque y camina conjurando cielos sobre las aguas rocosas del bosque y mucho dormita a la sombra de sus pájaros de sílex y riscos encerados. Sangre. Cobijado en las hojas de metamorfoseado beso, recordó la herida. Precipitados sus cabellos contra la lentitud de los atardeceres, sufre las proporciones del tajo peristáltico a las piernas debilitadas, por el musgo de diversas vidas escapando. Busca refugio, acotación de ensueño, y gime roncamente. Agujero habitado por la precoz lluvia del recuerdo, cuerpo adoloridamente joven litado a los remansos del refugio. Segmentos de partícula preconcebida y al contraer las ramas la húmeda ventilación de los resquicios, dos jinetes masacran el fango. Desgajados brazos. Furia. Palidez que pide santuario en aplastado estómago y como plataforma de torneos sube iluminando lejano rostro hacia la espada desgarrada. Los jinetes esperan convertidos en petrificado abrazo de gárgolas que en derredor oscilan sin denotar la astucia falaz del movimiento. Jinetes que habitan los sordos árboles del pez, menos hierro acuoso que eterno bosque y el caballero que los ve inalterables devorar la conciencia de la vegetación incendiada por el miedo. Ojos de caballero. Los de sombrío estigma recorren el lodo circundante; siglos de longitud entre el caballero y el débil caballero. Muerte. Relucientes espadones. Máscaras que se prolongan hasta las imponentes masas de músculo guerrero y de ahí a los depredadores de granito sosegado. Deslizó maltrecho gesto el caballero y el arma, imperceptible grito fatigado, escapó entre el susurro de las aguas. Creyó ver que los jinetes a su diestra apuntaban áureo brillo hacia el viable abismo de su cuello. No supo si las mentiras del sueño le ocultaron otros rostros del mismo amanecer o si absuelto fue por míseras divagaciones; sintió reanimados hálitos, recuperando la espada insostenible. Solo estaba. Atravesó el bosque sin apaciguar la voracidad alojada en los ásperos recodos de su boca. Descendió de rodillas ante el lago. Bautizada en agua, la herida ostentó costra de sólido epitafio y su cuerpo, a merced de limos acechantes, cobijó alivio apesarado en la figura perforada. Sonido aletargado, portón desvanecido. Presagio. La espada arroja un golpe lento, lejano, contra el jinete y el golpe cobra fuerza. Espadón que despierta a la ventisca del combate corta el almete y penetra la debilidad de las mallas protectoras; el segundo jinete yace mutilado en su vergüenza. Mural destello entre fracciones de color austero y definición interminable hasta conformar entero rostro que olvida sensaciones en sosegar tangible; humanizados evangelios llámense. ¿La momentánea faz de Dios? Doncella: ¿Eres "La virgen del tazón"? Las manos del caballero escapan a su vieja palabra renovada; la púdica hostelera acerca tazón humeante: Sólo soy tu servidora; descansa. ¡Espera, doncella, espera! Deja que delire y me reponga. Mis recuerdos apresuran el castillo enemigo y los paredones maldecidos por la agonía de los espectros que según los aldeanos emergen de la tierra durante noches espantosas para ocultarse con los primeros cirios del amanecer, dejando allí su fragancia despiadada. Regresaré. Contra aquellos muros de macabra arquitectura se aferran, entre pastosidad y baldes de agua cauterizada con brea y antorchas imperfectas, trazos del gigantesco testimonio ensangrentado. Me vengaré. Las murallas del gran patio se pudren con malsano regocijo y las humanas formas tenues se incrustan en pabellones moribundos. Sí, doncella, su traición deshonró nuestro pacto. Mi casa exterminada. El secreto de la vida, solvencia crisopéyica, estalla muriendo y rebotando en las murallas transformables del cántaro maldito y yo, caballero de Cristo, descanso a mi pesar. Exterminaré a ese demonio. Los ojos del caballero humedecen la tristeza beatificada en las cuevas del olvido: Me vengaré. No vayas, mi señor. Mirada virtuosa en el desvanecido velo de los cautos ojos. Rojo y blanco precipitan mano en la perfección disuelta y labios estallan delirantes: No vayas, señor mío; una revelación se aventuró en mi pobre espíritu: Si tu espada y la suya se atraviesan, una cruz incendiaria los condenará... eternamente. El caballero sonríe con pesar: Infeliz, ¿qué dices? Soy guerrero y combatir en nombre de Dios me regocija. La hostelera lo enfrenta: Regocijo de Dios es la quietud, y el tazón estalla contra la madera, quebrando íntegra sustancia. Escúchame, arrogante valedor. Tu tiempo de matar ha pasado. Dorado velo; rostro de mujer inmarcesible: Si enfrentas a tu enemigo no sobrevivirás; sé humilde y quebrará la muerte de tu espada el oprobioso pacto. No comprendo tu lenguaje, mujer loca, y ríe: Has derramado la sopa que hoy me confortaría. La mano se extiende alentadora: Confortado has sido sin saberlo; calla y duerme ahora. ¿Quién eres, aparición? Extraña doncella, ese rostro que te justifica es ahora violeta y múltiple. Puerta diluida en la materia del espíritu y la forma de colores permanece en la distancia estéril; la habitación en su madera vieja se renueva hasta hoy, sufriendo los insultos del vacío fraccionado en homenaje al caos. Un podrido taburete, un cofre ensimismado en su pesar, la piel de bestia -tú, yo- gastada por la fibra mortuoria, otorgan al recinto los goces del suplicio, agobiado por el gris de la mañana interminable. Al amanecer, el caballero porta reductos de armadura destrozada y se tambalea en espada contrahecha. Su viejo almófar se rinde a la profanación incrédula y el yelmo, vano protector de gola y barbote agujereados por la sangre seca de sus desventuras, explota ultimado en la visera: ¡No! El grito permanece ante los ojos del espectro humano y gastado sol deviene entre ambas sienes, conjurando el martirio de las decisiones, sudando ajenos pasos hacia la perdición de los que sufren. El cielo ciclo, visión de atardeceres, enmudece y permanece hasta un eclipse de sombras y el caballero cae desvanecido, sintiendo sobre el peto cuarteado vidrios y arena, soplados por una boca inmensa que lo succiona y devuelve bajo las usuales formas. Al despertar entre verdores húmedos y portando miseria entre sus manos, vislumbra al hostelero: ¿Qué fuego es aquél que hace a la vegetación desvariar? El castillo de tu enemigo arde en llamas desde el amanecer. Nadie pudo ser salvado. Gracias, buen hombre, por ayudarme a escapar del peor de los combates. Agradece a mi hija; ella te encontró en el bosque. La doncella acerca un tazón humeante y el caballero solloza conmovido; sus lágrimas oprimen las manos púdicas y los ojos se inundan de piedad inaudita a través de la sonrisa luminosa: Has regresado. Permanece junto a mí. El lento viejo mira hacia la hija: Delira. No, padre, y el perfume de su aliento se derrama inagotable sobre el caballero, espada rota bajo el sol y flor inmarcesible que entre sus signos purifica el metal de la aflicción: Tu fe me ha convocado, señor mío. Descansa: Soy tu servidora.

ANAQUEL DE SOMBRAS

Le dediqué este poema… o lo que supuse poema:

Paisaje vertical

no como paisaje

se bifurca.

Paisaje de metal feliz;

altura de neón subordinado.

El paisaje acantilado

y su conquista;

yo cual edificio

de vuelo desgarrado.

El vertical paisaje

alas esclarece

tras el cielo

que habita en tu capilla.

Mujer que oprime el papel entre sus dedos finos. Mujer que lee. Mujer que habla: No entiendo ni cojones. Tú escribes cosas muy raras. Cuando miro por el ventanal, la ciudad me parece una maqueta gigantesca, sí, pero lejanamente subterránea. Recordé la estupidez de sus hermosos dientes al leer mi declaración de amor. Esta reacción verbal al despertar todos los días es, desde hace años, la misma que expresó ella: No entiendo ni cojones. Hombre recuerda las manos acendradas de mujer que lee. Parece que también un corazón imbécil porta manos bellas. Allá abajo la ciudad permanece junto al pájaro carbonizado. Harto de auscultar el repelente sonido de la voz humana. Quiero sentirme como la ardilla que sufrió infarto huyendo de los gatos o como el lirón de doméstica testosterona. Quiero ser ignorado hasta que el Juicio Final me requiera genuflexión o escupitajo; ambos totalmente innecesarios. Sólo cuenta el aburrimiento como potencia reinante de nuestro vecindario. ¿Cómo es posible que una mujer tan bella tenga esa voz tan chillona, tan horrenda, tan idealmente desagradable? Oírla hablar simplemente me descompone, me repugna, haciéndome sentir el mismo escozor de rechazo que siento cuando huelo un latón de basura o comida podrida en los desperdicios de cualquier restaurante nocturno. Sí, porque la comida diurna huele de modo inofensivo, como la mierda infantil, por ejemplo. Soy idílicamente aburrido. Estoy en la tienda de videos. Cientos de títulos por ver en un lugar que frecuento, además, por el placer que me ocasiona viajar entre los estantes y sumergirme en los exultados volúmenes de esa acechante biblioteca visual. La mayor bondad de una tienda de videos es especular eróticamente con docenas y docenas de mujeres colocadas entre pasillos delirantes y estantería crepuscular para nuestro triste regocijo. ¿Será posible que la Anita Ekberg de La dulce vida o la Rossana Podestá de Siete hombres de oro materialicen credenciales carnales en homenaje a mí? Olvidé decirle que el dizque poema se titula Laceraciones, pero no creo que le importe. Apareció durante la semana que transcurre; iba en auto gigantescamente agresivo, colgada de tipo gigantescamente agresivo, con, seguro, falo gigante de tan agresivo, de mismas no hedonistas dimensiones que una cuenta de banco gigantescamente agresiva. En este barrio el culto al auto es simétrico al culto al cuerpo, que no es sino el auto corporal. Los autos provocan sensaciones lúbricas con sus gemidos cuando el motor acelera las porciones de su poderoso ánimo. Nada más orgásmico que la limpieza de un auto mediante el lujurioso frotar de tela enjabonada contra duras caderas de la armazón enronquecida, contra la carne metálica de una buena hembra automotriz o de un buen macho de ingeniería aerodinámica. Tantas pulgadas de gran auto son proporcionales a tantas pulgadas de ovulación, afines a su vez a tantas pulgadas eyaculantes. Al verla, desvié la mirada en el momento que coincidían nuestros puentes visuales. El auto se detuvo y me saludó; ¿ella o el auto? Supongo que le diría a su intoxicado efebo, que soy un pobre loco aficionado a hacer el ridículo mientras reparte escritos literarios como si fueran volantes de agencias turísticas o de consultas veterinarias. Respondí a su saludo y mantuve el mismo paso. El tipo estaba a punto de quebrarse con el simple movimiento de su cuello, al mirar en lejanía con rictus satisfecho por la congelación; sí, sí, ¡se transformaba en aditamento del auto! El coche-macho emitió rugido sexual y la nube de humo que me tragó, pareció lanzada por Afrodita en protección de su venerable hijo Eneas. Ante el arranque, ella experimentó delectaciones múltiples y retorcimientos vaginales de primer grado en furia placentera. Yo, con digna rabia estigmaticé a Henry Ford y consideré necesario reafirmar mi decisión de no comprar un auto mientras los autobuses sean bendecidos por el aire acondicionado. En la oficina me alivia la ventana doble. Los aviones de brilloso esmalte blanco deslizan líneas rojas y azules bajo las reflexiones del asoleado mediodía, mientras esconden sus intestinos, grasientamente carbonizantes, de nuestro pudor estético. Los sonidos como pedos aéreos de los motores en su arranque circular me aburren cuando interrumpen la contemplación de los sonidos mudos. Ocho horas de mi almanaque diario se evaporan ritualmente a través de los años repetidos, rehechos por la vida que me empeño en alterar. El pensar en cómo hacer las cosas ha sido mi mayor desgracia; la gente como yo sólo funciona cuando actúa irracionalmente ante ciertas decisiones, cuando se permite el derecho de no escuchar a los demás, a las sirenas publicitarias que nos bombardean con cautas recomendaciones para mejor atar nuestros brazos cerebrales. El silencio refocilado se transmuta estilizado en soledad, meta de cualquier espíritu inteligente: preámbulo a la muerte. El hombre sagaz es el que se ejercita en la frigidez de los pasillos, el que lee en los baños para escapar de sus arbitrarios congéneres, el que respira los átomos del silencio más oportuno que exhibicionista. Hay que profesar la soledad para no dañar a los otros y sobre todo para no aniquilar el estado de sobrevivencia que, en uno, y por ende (o ¿no) en ellos, habita. Hay que profesar la soledad para esclarecer que los demás controlan los arbitrios ajenos para distribuirse logros que nos escamotean impúdicamente. La vi nuevamente. Me dijo que lamentaba no entenderme. Al intentar hablarle, la distante resonancia de su indefensa voz me provocó tristeza. Supe con decepcionante ánimo que todo era inútil, y que seguiría malgastando fracciones de tiempo por intentar justificarme, por convencerla a ultranza. Anticipé todo lúcidamente. Un coraje reprobatorio me atravesó por dudar de mí, pero el grato mutismo de mis pensamientos me regresó algo de tranquilidad. Hablamos, por supuesto, de nimiedades y me invitó a un horrendo centro nocturno, repleto de bombillos paranoicos y un gentío escandalosamente pegajoso. Sus dos amigas mascaban sin parar y el tipo novio de una de ellas reventaba bajo la mezclilla ripiada y los bíceps tensados en ademanes portátiles. Comencé a devaluarla, tal vez deliberadamente, por considerar que las ideas, al remontar mi cabeza habían originado en mi paupérrima hipófisis una conjunción de conceptos detentados. Comprendí, cuando bailaba a regañadientes con mis propios pies, que ella no era más que la prolongación inobjetable de cualquier auto niquelado por el neón occipital de los valores opuestos. Lo que ocurrió me hubiera dejado patidifuso en otro momento, pero en aquella ocasión se definió plausible. Me besó entre los pliegues de su oportuna borrachera y le correspondí con desconfianza simulada. La empotré en una pilastra y le oprimí el rostro con rudo cariño. La besé con dura y suave llave. Al desviar las manos de sus mejillas en dirección a los brazos de perfumada textura, sentí deseos de mencionar algo que no fuera su belleza y miré los corredores de ojos cuales verdes cortinajes. Espantoso. Nada en aquellos salones desérticos. No, no era la borrachera de mis sentidos. Ella portaba un corazón borracho y alienante. Nada más. La besé y sufrí pena por nosotros; por mí, por ella y por ustedes. Le hablé de irnos a otro sitio, de besarla en diversas condiciones y se negó; lo quería allí y en aquel fugaz ápice de relojería fingida. Procedí mecánicamente para aliviar la rigidez de mi motor pulposo dentro de sus carburaciones sísmicas. Mirando hacia la pista de baile y como un perro que orina un poste con precaución ante los palos recibidos, me introduje en ella secamente, satisfaciendo los ahnelos de tanto sufrimiento acarreado. La música retumbante acompañaba mis propias palabras susurradas: "tras el cielo/que habita en tu capilla". Oí su voz lejana: Algún día vas a tener que decirme qué significa eso. Aguanta. ¡Así, así, sigue! ¡Ay! Un poco más y ya. Mis ojos eran invisibles a la mirada que sólo se veía a sí misma. Mis brazos se asían a la columnna. Pensé: ¡Oh, Sansón, derriba tan pútridas columnas! Miré el reloj y su correa empapada; ambas muñecas denostaban el salitre de mis sudorosas aguas. Los ojos me rehilaban al separarme bruscamente cual si diera el último trazo a un maltrecho lienzo y esperé. Los temblores aparecieron y se precipitaron hacia mis piernas inesperadamente lentas. Encendió un cigarrillo y me lanzó el descarado humo encima. Recordé las polvaredas de los "westerns" de John Wayne; Stagecoach o Rio Bravo; tal vez. Humo en blanco y negro y en colores, aternativamente. Su voz fue más altisonante que nunca cuando absorbía la picadura apisonada y acomodaba las pantaletas bajo la falda estrechamente denegrida. Llámame mañana. Mareo. Caminé alejado del bullicio alentado por los efluvios nocturnales y aseguré mirando rodillas palpitantes: éstas: Seguro, mañana te llamo. Al voltear la cabeza la vi bailando con el musculoso novio de la amiga, quien a su vez bailaba con otro musculoso de los muchos musculosos que el universo pueblan. En la calle presentía mi voz taladrando el capitel común a mis oídos: Sí, ¿por qué no? Tal vez te llame mañana. Nada queda por perder. Yo cual edificio de vuelo desgarrado…

EL EMPERADOR

Pintura, sangre de múltiples colores. Temprano indicio de bautismal procesión difuminado entre-ante tras recuerdos que iluminan a Carlos infante con peregrino halcón; pintura, subsecuente vez, en obscuro fondo, dorado marco, que le coartan escapar hacia las acronológicas fechas, y ampo reborde en ropaje negro y grana consumido. La historia desde aquí repetitivos argumentos disecciona en pos de sí; este aquí nunca viaja el tiempo que el espacio escamotea. Es; no el qué, no que él. Libertad. Cerveza helada filtrando el tapiz de los recuerdos, ostras y anchoas santificando este edificio espiritual en su carnalidad matriz. Lienzo de Strigel en que aparece junto a su hermano Fernando y a Luis de Hungría lejano cuñado por María, futura gobernante de los Países Bajos; los paternos abuelos, Maximiliano de Austria y María de Borgoña, parciales torreones dinásticos, y, entre ambos, su ajeno padre Felipe, denominado el Hermoso. Tragedia. Anticipa el otro rojo de dóciles ropajes, amanecidos suelos y agobiadas empresas en su adulta fe y en Fernando, recostado verde al brazo, atento perfil, familiar sometimiento. Presagio en el retrato que, de Fernando, ladeado en limón fondo y negro vestuario, ejecutó Hans Maler. Anteponiendo a Fernando, le exige Maximiliano nuevo heredero imbécil al Imperio; también la española corte lo reclama por criarse el menor entre ellos. Desastre. La reina escapa en su mirada al profuso acontecer cronológico y Luis, soberbio, ignora a Carlos, quien engarzado entre los dinásticos ecos refleja la soledad de su extraordinario destino histórico; la de un titán en hombre convertido, dígase. Señor justo; yo señor, yo justo. Blanco, blanco hemisferio de corazón sobrecargado por la devoción del momentáneo lienzo. El primogénito varón de Felipe y Juana, la canonizada Loca, intenta abrir los ojos a su infancia, pero en este pecho óleo se dilata con dificultad la memoria de su nacimiento físico en la Prinsenhof... en Gante. Vida. Ración de anchoas y más cerveza helada. Mucha. Muere el hermoso Felipe dejando a Carlos a merced de seis abandonados años. La vida es la muerte. Talento para flauta y espineta; música de inútiles. Yo me basta. Carlos el Yo. Habilidad para la caza, único mérito que Maximiliano reconoce en él y aparenta el Carlos crecer debilitado, aunque prontamente las lejanas crónicas de Olivier de la Marche le hacen anhelar la extinguida grandeza del ducado, transformando en intrépida fogosidad su timidez. Regresarán a mí los sueños que Francia me arrebata; a mí. Con doradas listas doradas, galopa su tardía armadura adolescente, pese a la estética inmovilidad de Konrad Seusenhofer. Obra de, quizás, Cranach el Viejo, de Carlos cazando en Torgau. Sus anhelos se decantan en cruentas campañas que ansían un corolario perseguido, y no logrado, por Carlos el Temerario, bisabuelo duque de Borgoña: recuperar Constantinopla de los turcos. Poder y justicia; conciliación casi imposible. Un barril de fría cerveza en gótico vitral deviene; las perdices amanecen degolladas; ostras y anchoas encarroñan oratoria. Ese busto de Carlos ejecutado por un seguidor de Conrad Meit, e imitación del cuadro en que aparece con aplanado, rojo sombrero, algo percibe del ilusionado príncipe en pos de conquista sea. Medalla con retrato; aplanado sombrero una vez más, una vez más. Lo emparenta la leyenda con la casa imperial bizantina de Paleólogo, así como se le atribuye un espiral sanguíneo que se agota portugués, visigodo, lituano, francés, aunque mayormente español y germano, y nuevo español, ahí donde el oculto prognatismo mandibular de los Habsburgo, sella su identidad de convicción guerrera. ¿Quién sabe del destino? No puede el mito, pese a todo, borrar en esa mirada la melancolía del adalid atribulado por una empresa que doblega sus designios de también hombre común. Carlos desea la gloria para terminar retrocediendo ante sus crueles artificios. Soy cansado desde ya, Dios. En ese díptico flamenco anónimo y temprano en el que aparece junto a Fernando, Leonor, Isabel, María y Catalina, cual un retablo doble, con hermano y hermanas separados, encajados en obscurecidas vestiduras, encerrados en fondo rojo y bordes amarillos, hasta abstruso hieratismo, descuella su espigada aura de mancebo afable, divagante hechura. Paradójicamente se hace comprender Carlos en flamenco y francés, sin dominar el alemán y adopta en España el amado idioma y en éste impele a Felipe: Desposar a la Tudor, María, tras visionario rapto de abarcar con el lenguaje, las posesiones en el Nuevo Mundo y excluir a Albión. "¡La desposáis o la desposo!" Sardinas y aceitunas irrumpen los sueños de la catedral llamada fiebre y la fiebre catedral reclama más y más cerveza fría. Bañado es el espejo altar. En dos retratos similares de fondo vulgarmente puntillosos, uno de Jan Cornelisz Vermeyen, en el que sufre un Carlos de cabeza desproporcionada, y otro muy similar al anterior de Strigel, pero mejorada la pose en el alivio, se reflejan los ojos castellanos de Isabel, a través de Juana, con genética agudeza política. ¿Es el Carlos retratado por Aremberg en usual ropaje negro y dorado fondo quien a Fernando abraza a pesar de las Cortes y le entrega la Germania, en lo que él ejecuta la ardua sucesión de Isabel y Fernando, los abuelos ya muertos otros? Plato de la coronación de Carlos por Clemente VII. En Pavía, es apresado Francisco I, su enemigo, y paradójico aliado más constante; ni siquiera el casamiento con su hermana Leonor garantiza a Carlos que dejará de confabularse con los turcos en detrimento a la cristiandad. Desoyendo a capitanes y consejeros, malgasta Carlos la tan excepcional ventaja de tomar a la agotada Francia; tampoco pretende lograr afianzar su dominio en Milán y demás posesiones italianas. Exige, solamente, a Francisco, ante el desconcierto ajeno, como unigénito precio a su libertad la concesión del amado ducado de Borgoña. Campanario enloquecido estalla en mi cabeza; el delirio me transfiere a la deificación solar y las campanas gigantescas, inversos barriles, expulsan contra mis alboreados ojos todas las anguilas que el reino oculta y así navega la cerveza fresca mi propio itinerario y transfórmase en valle de calma ensoñada. Accede el emperador a desposar a Isabel, princesa  de Portugal, quien intentará en trece años disuadirle afanes de conquista. La amará Carlos incansable. Tiziano hace acceder a Isabel de Portugal a la posteridad con esa tela magnífica, copiada y mejorada de un camafeo que Carlos le entregara, donde refleja con delicadeza vital bajo sus atributos de criatura bella, la dignidad de su silencio. Serenamente hermosa, anuncia el inesperado amor que los vínculos de estado ocultan. Es inferior la pintura de Seisenegger sobre Isabel. Pintura de Carlos e Isabel, copia de Tiziano por Rubens. Vestuario negro, cortinajes rojos que se abren delicados, o dedicados, sobre fondo verdoso, en anuncio a las congojas del buen amor. Carnalidad barroca, saturación renacentista. Dos coloridos retratos de Carlos e Isabel por Christoph Amberger; sí, así, coloridos. Es inocente Carlos de la toma y saqueo de Roma por su ejército allí asentando. Francisco no cumple lo pactado y se alía al pontífice y a Enrique VIII de Inglaterra, otrora aliado y tío del emperador por Catalina de Aragón, su tía materna, y otra vez a Solimán de Constantinopla. Medalla de bronce, conmemorativa de la liberación de Viena, con Carlos al frente, seguido por un ángel y el sultán. Tapiz de su victoria en Túnez, tejido por Pannemaker en Bruselas, sobre dibujos de Vermayen, sugiere carrusel de filigranas pálidas. Relieve de guerreros montados que se pierde en la distancia de las fechas. Retrato por Francesco Mazzola, el Parmigianino, de Carlos con ángela sensual y querube abrazando globo terráqueo que a todos nos aplasta. Verde fondo, armadura plateada, ropaje marrón terso. Anverso y reverso de un real aragonés acuñado a nombre de Carlos. La ofensiva contra Turquía es desechada, gracias a la diplomacia de una tregua con el francés, favorecida por su hermana, y el emperador abandona tropas en Herzeh Novi, Dalmacia. Sangre, jinetes y caballos devenidos, precipítase contra el desfiladero que sirve de garganta a la paciente muerte. El amasijo de cadáveres inflama el embutido monstruoso en el estómago del valle. Un grito erra hacia el espanto emperador y la sangre endurecida es servida, en exactas proporciones, con pan y vino, en palacios y hosterías del universo humano. Salvaguardar la Europa de Francia e Inglaterra es suficiente por ahora, dice ante su propio escarnio. Más cerveza de manos de su fiel Quijada. Intentando proteger a Italia, ataca Argel y el desastre tambalea su casi invicta corona; allí pierde Hernán Cortés las esmeraldas que su lujuria de conquista arrebatara a México y la escuadra zozobra desastrosamente. Su mayor próxima empresa es pacificar el imperio y someter a los príncipes protestantes. El Concilio de Trento le propicia arma religiosa contra los luteranos; de la guerra se ocupará su sagacidad estratégica. Yelmo italiano, estoque de arzón, arnés ecuestre de Colman Helmschmier, armero de Augsburgo. Armadura por Desiderio Helmschmid. Obtiene en Mulhberg su más impresionante victoria militar contra los príncipes del Palatinado; Juan Federico elector de Sajonia se rinde con profundo corte en el cortado rostro y casi desmaya ante la imagen de Carlos sosteniendo el cetro de mirar severo. "¡Vine, vi y Dios venció!", bramó el emperador. Ceremonia de la abdicación en Bruselas. Imaginería dual. El emperador ascendido a divinidad abre sus brazos frente al mar que brota en el salón. Los tres reyes magos a un extremo, Neptuno al otro ante Cristo que sostiene la naufragante cruz. Quizás ese retrato ecuestre, una vez más por Tiziano, canoniza a Carlos, asceta magnánimo de la violencia, cual monarca más poderoso de su tiempo y César de la vieja edad moderna: Lanza en ristre, caballo anocheciendo así emisario de las furias, pecho de solar metal sobre el que una banda roja transformada en corazón arrastra a su portador hacia un cielo nebuloso en amarillo y verde triste, preámbulo a la inmortalidad. La dignidad en su propia mirada de rey lo obliga a retirarse de las veleidades de este mundo. ¡A Yuste, a Yuste! Morir al pie de arroyos y jardines, invocando el divino sino. "¡Más cerveza, más, mi buen Quijada!" Busto de bronce de Leone y Pompeo Leoni, referente a Muhlberg. Carlos con el hábito y las insignias de la orden del Toisón de Oro, por Bening. Azul fondo, cálida vegetación, rojo vestuario en marco claro estructurado. Retrato de Carlos con su perro ¿favorito?, por Tiziano. El conjunto de cortinaje verde; negro vestir y pardo suave, no embarga la contenida tristeza del emperador. Espectacular y a la vez digna escultura en bronce de Carlos dominando al furor por Leone Leoni. Retrato copia de Juan Pantoja de la Cruz sobre original de Tiziano. Armadura azul y dorado; rojo. Jarra de marfil con la leyenda de Diana y Acteón, en la tapa San Jorge y dragón luchando. Reza, del alemán traducido: "La tomó y de ella bebió cuando entró en Augsburgo." Salvado del acoso que sufre en Innsbruck por el traidor Mauricio de Sajonia, sospecha Carlos a su hermano entre los conjurados del Imperio, y sufre las pérdidas de Metz, Toul y Verdún a manos de Enrique II, nuevo monarca de Francia. Célebre retrato de Carlos sentado, por Tiziano. Resignada faz que revela sufrimiento ocasionado por la gota y de ahí al de la existencia goteando sufrimiento. Negro vestuario y suelo alfombrado en rojo, sangre inagotable en tránsito vital. Sangre, última escala perpetuidad. Moneda de Carlos por Leone Leoni. Detalle alegórico de la abdicación, por Frans Francken II, el Joven. De negro, con collar dorado cual único atributo al pálido cansancio, abdica en Bruselas. Doradas joyas, corona de azul y rojo vestuarios al final de la jornada humana disueltas permanecen a cada paso latido por la historia. Presentación del niño don Juan de Austria a Carlos en Yuste, por Eduardo Rosales. El llamado Jeromín, será por derecho histórico real sucesor del imperio. Vencerá al Turco en Lepanto, pacificará los Países Bajos y morirá, enigma, en facultad de sus poderes. La gallardía del hijo natural provoca inmensa ternura en el rostro escombrado del envejecido emperador, deshecho bajo sangrías, fiebre, hemorroides y gota. Morir sereno en medio de excesos usuales: ostras, anchoas, sardinas, mariscos, anguilas, perdices, aceitunas. Todo es vanidad y ésta también es transitoria. Retrato realizado después de ido Carlos, por van Dyck. Referencia a Tiziano, impecable ejecución, rememorando a Carlos I de Inglaterra. Armadura dorada, dorado fondo, banda roja en el pecho nuevo pecho. Otro corazón desperdiciado. Conjunto dorado de estatuas orantes, por Pompeyo Leoni para el monasterio de El Escorial, encabezado por Carlos. Tapices de Pannemaker, sobre dibujos de Vermayen: la campaña de Túnez. Pintura que representa abdicación de Carlos en Bruselas. Tardío: de niebla esa mirada que se pretende sonrisa. Color escapa sobre-entre rendijas de ennegrecida crónica. Mi sangre se transforma en tinta. Se levanta y deposita el emperador en la pira de incipiente fogata armadura de sanguíneas volutas y sumerge rostro en agua gris, ocupando la armadura el museo del mundo, conocido mediante brumosos verde y amarillo. Agasájale el lago de las llamas, viva oxidación, transformando invisiblemente el fuego estructurado en mármol cual trasfondo a la leyenda. No se supo agua. Muere el color. Los escombros de su vida renacieron asesinando la esta página y la crónica consagró lo que en ella de verdad subsiste entre múltiples agujas de transparente signo y permeó el emperador, con manos de orfebre preciosista, propia mirada mutante sobre relieve de sueño convertido en sitio. La mirada mirada se hizo relieve fénix de ventisca anticipada y relieve de manufactura en letras y relieve agujero desde el opuesto signo del agujero que es dorso de ojos que no miran y relieve de cordura en imaginaria porcelana y relieve de vieja leche de Dios derramada en montaña de cristalería humana y relieve de iridiscente fango y relieve de cerradura celestial en una sola vía repetida. Carlos I de España, Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico se alzó, crujiente montaña de viejos manuscritos. Caminó inmóvil a descomunalmente ínfimas cataratas de mitificada historia, su inobjetable madre, y, sin sangre de pintura, desapareció.

ISABELINO

Soy Tudor. Afrontaré la sangre de mi estirpe revuelta contra mí. Aplastaré dos definiciones del mismo brote; ambos rostros de una muerte. Soy la reina; fui coronada con mi propio nacimiento. Largas mangas se descuelgan entre losas de verdor. La reina palidece en atuendos que nublan su tersura de piel virgen, desgajada en el olvido. Rojizos cabellos en desorden de quietud transfieren églogas a los potros invernales en restallar por lagos y praderas. Agua desvirtuando ansias entre risco conciliatorio; sobre tierra apisonada por memoria. Es la reina cabalgando sin corona, sin las bridas, sin escolta, sin la daga, sin espejos, sin el manto, sin el viento, sin la historia, sin el reino... con la reina. Pensaré en la brumosa torre londinense, en la conspiración que me adjudican, en mi vejez fungiendo ciclos, en mi vocación de oráculo, en el hedor de esta mañana, en el furor de mi ostracismo. Los cortinajes, fronteras de polvo resurgido, velan con agobiante rumor la esperma gigantesca de las llamas, otrora velas, candiles zozobrantes en el ensueño de la reina. La reina desnuda. La reina duerme. La nívea sustancia de su piel se divisa oblicuo punto de confines ramificados entre mapas de nación, de adormecido imperio. De ese punto, de su único aspecto vitral, emprenderá la reina su labor mutante. Cada amanecer la reina lee, lee desnuda; inclinada, observa con atención al palafrenero viajar bajo ventanal de trigo enamorado y ofrendar la devoción a su señora. La reina muerde una manzana y abandona tramos de fruta mancillada. Ligero néctar surca vías entre los dedos blanquecinos. La reina observa su mano, joven, poderosa mano capaz del cetro de oprobios. La reina deja la manzana junto a las sábanas y sirve vino de brocada jarra en el cáliz dinástico. Coloca la fruta entre las páginas del libro y aparta los tapices: Cabezas tronchadas del XVI: no verán la reedificación de la mansión en ciernes. Cabezas separadas del tronco espacial, separadas del tiempo, a la masacre unida por la sangre, no verán la nueva sangre cercenada en la antigua ceremonia del poder. Soy artero palacio engendrado por soberbia y decapitación en los pilares de mi siglo. Soy herejía agrietante en sumersión de apostasía histórica tan ancestral como los latidos empapados en la leche de mis años. Soy la hija venidera, que ya murió y urdida será con el hacha del proceso. Soy eslabón de horas, soy diatriba en las gradas del origen, en la aferrada inexistencia del caudal agreste. 25 calendarios transcurrieron desde que fui coronada con la herida que a mi madre ocasioné, desde su grito de espanto ante mi vida. La bastarda luchó por escapar del recinto asesinado; lacerante fuente de tapiado túnel. Soy la reina desde que mi madre ciñó la diadema de su sangre dilatada en torno a mis sienes profanadas. Fui coronada al luchar por vivir y sobrepasar la adversidad oculta en la antorcha de la vieja Roma. Un país excomulgado me alumbró. La reina camina con descalzo latido el anfiteatro que es habitación y su flexible cintura ondula sobre las piernas tensas, fuertes. El caudal de roja catarata desciende sobre hombros cristalinos, sobre el albatros de su boca y como el albatros, los labios evocan viajes de añorada estación. Los ojos de la reina no sean ojos; esmeralda fragmentada en dos piezas de orfebre mágico y sagaz devienen. Buscan, igualmente, degollar mi fe política. La reina consume días edificando el ónix de la vejez con minutos hurtados a su edad, sacrificados en la hoguera de los dioses vivos. La reina asiste a la cocina en las tardes; pasea sus manos sobre los maderos de la ventana flotante, sobre el queso polvoriento, sobre los restos del vino desangrado, sobre diásporas de harina, sobre reseco condimento. La reina pasea sus manos sobre el olor del hogar, sobre el fuego enmohecido y las manos se convierten en mirada. La reina ama sin saberse amor.  Los trazos de la reina escalan la vegetación, penetrando espectros de ansiedad. La reina agota mensajes de cerveza, amarilla cerveza como el sueño de los sátiros de otoño. Puedo anticiparlo. Seré la reina vieja, habitaré las nieblas de un trono solitario, poblaré con dominios los metales de mi asombro. La esterilidad de mi corteza plegará sus cauces, desapareciendo en estos ojos; sus matices tornarán en hombre necesario, sucumbiendo la ferocidad desde su estrella. No podré obnubilar así las sentencias del cofre transcurrido desde ahora. Jacobo, el retoño de la Estuardo será rey. Jacobo. No me arrepentiré; duraré infeliz. Mucho ignora la crónica del péndulo. La reina pide la causa del Sol en la cerveza de los sexos, pide la carne en los poros de la Tierra enriquecida. La reina pulsa posesiones, pulsa territorios, copas, candeleros, escalones, demografías, frutas, jardines, palamentas, arreos, pliegues, manuscritos, embajadas, puertas, secretos, libélulas, sueños; la reina pulsa afanes. La reina pide el germen anublado de un torso profanado con licor, pide el punzante frescor de los tablones en la cuadra, pide la sevicia de la hierba diseminando aromas. La reina detiene la rapaz metamorfosis de sus manos en los poros del suelo sin amor. Sentada en orugas de vulnerable prontitud, la sorprendida reina reclama insaciablemente las tiaras del planeta enternecido. La soledad en el rectangular abismo de Pontefract cierne recintos contra la exigua montaña que es la reina. Las ocres balaustradas articulan escalera y pasadizo. La reina asciende brazos, implicando los impulsos de su talle, desbordando los contornos de ébano del traje atribulado, del cuello lacerado. Disminuida la reina entre esculturas, girando entre retratos y armaduras, salpicando las aristas de las fuentes, se precipita desnuda a través de corredores, apoyando dorsos contra portones esmaltados en cafeto. La cerveza consagrada por la reina es ablución inmersa en los sesgos del Renacimiento Tardío. Es la reina lívida, fascinando lienzos de azabache. El desaliento de la reina es un hombre libre como la creación final del mundo perdurable. La reina abrumando las fuerzas travertinas, conciliando escollos de alquimista, se precipita hacia el establo y empuja ambas puertas decididamente. Acomete al hombre entre el heno confundido con el dorado de su tímida cabeza, besa el quemado torso, agobian sus manos el rostro sometido. No lamentaré dejar este refugio, no lamentaré dejar el barro, no lamentaré confiar mi desesperación al fuego. Lamentaría no ser gema de las aguas y no dejar resplandecer mis ojos como leones de acuático rugir. ¿Comprendes? El palafrenero calla. La noche amanece con la reina tendida en gélidos mosaicos. Las nuevas llegarán con la muerte de la hermanastra muerta. El tácito destierro impuesto por María Tudor concluye. Desde hoy soy Inglaterra e Inglaterra es anglicana. Ya es la reina; regresará a la arteria de Tudor para reconciliar la raza del hado britano con tristeza de nacional consecución. Seré la reina en reino depositada, cual perla en concha sin perjurio, bronce en pésima aleación. Regiré una constelación de encajes sobre océanos de ceniza, comandaré flotas de corsarios ensoberbecidos por mi aura. Navegaré un galeón ingente en remolinos aviesos hasta la sangre de Dios y sus mástiles ascenderán hacia las barbas del orbe patriarcal y mis blasones mirarán sus ojos terribles y yo desembarcaré en su aliento y Dios, inexorable ante mi osada planta, esputará oprobios en mis velas y yo lo enfrentaré y canjearé pactos con su túnica y me reconocerá, entonces, aliada y egregia por sobre los reyes que habitan bajo el paraíso y mutilaré cabezas en su título de Dios, una de ellas la de Essex, caballerizo mayor, no palafrenero, y olvidaré a los pérfidos, al fin, y me integraré al bosque de mi juventud y caminaré la muerte en un estanque de zarcillos y lanzaré mis signos hasta los confines de la última ensenada y me tenderé sobre una oda taciturna y aguardaré el aliento de los mitos, de los mitos. Dios reinará en la mitad del universo y yo flagelaré, a los que aún respiran los arbitrios de la vida.                   

FICCION DE LLUVIA

Expulsado temporalmente de la universidad, por comentar públicamente que el profesor Serapio Rezuma Fiemo tenía alas de plomo en la cornisa donde se fraguan las ideas, holgazaneaba y dormía hasta las once o doce de la mañana, hora en que el maldito gran huevo frito ridículamente llamado astro solar defeca sobre las aureolas de todas nuestras madres terrenales. Escalones de polvo neurótico me transportan. Regresé a casa de noche y leí hasta la madrugada. Cuando el sueño apresuraba sus ataques recordé las insoportables clases de literatura del profesor Rezuma Fiemo; cuales pedos milenarios, los datos eruditos explotan peligrosamente en su cabeza para impresionar a los zafios de sabiduría provinciana. Desperté balbuceando: La religión es Madonna de nebuloso cuerpo mediterráneo; la filosofía es belleza escandinava sumergida en baños vaporosamente azules; la política es anciana con bastón decrépito, cuyo placer se deriva de hojear revistas pornográficas; la historia es beldad sinuosa, elusiva de tan alba. El arte organiza harén con todas. Me dormí otra vez. Seguí frecuentando al grupo universitario y me aficioné al licor; a los pocos meses, me readmitieron. Mis puntuaciones escolares navegaban desastrosas; refulgían en descarada indiferencia, cuando apareció "la griega", estudiante de Ciencias Sociales, quien ostentaba un torso agresivo, así como una nariz levemente estilizada, ojos transparentes y labios de iniciativa rosa. Su altura excedía el portento de mi talla diminuta y su español, pésimo en los emblemas de la sintaxis, era más gestual que fonético, ya que hablaba con ademanes y definiciones visuales. Se integró a nuestro grupo a través del bello Pablo uno de los mejores estudiantes de Relaciones Internacionales de su curso y de exitosa promoción en el grupo teatral universitario. "La griega" se encaprichó salvajemente con Pablo, de quien se decía que no había mujer capaz de rechazarlo. Tras ver el cuerpo de aquella mujer, menos bronceado que blanco y más sudoroso que pálido, gracias a una fecunda incursión playera, supe que ningún otro cuerpo dimensional debía ser buscado en los catálogos del paraíso. Nunca conocí en mujer alguna piernas más sólidas y caderas de más tangible protuberancia que las que "la griega" exhibía mientras imponía su bagaje telúrico a las arenas dominicales de una playa estimulada por la transpiración de los goces sensoriales. Su cabello no era negro, como yo siempre esperé de una minoica, una aqueo-micénica, o en todo caso de una griego-turca, sino claro como la arquitectura ecuánime de las nueces invernales. Súbitamente comprendí que era dórica aquella griega de contundentes pechos. Aparentemente la genética paleontológica no me engañó esta vez. Desde entonces aparecí en todo posible sitio frecuentado por ella e, inclusive, hice el ridículo en la reunión nocturna de ese fin de semana en el apartamento de Pablo, a quien intenté remedar mezquinamente, improvisando un ebrio monólogo que así finalizaba: Precipitaré un regimiento de botellas sobre la retaguardia de mi desvalido cerebro, sobre los livianos conceptos que enlutan mi paciente estómago. ¿Aceptaremos el concepto de la dualidad judeo-cristiana tan sólo porque la cerveza viaja en ambas direcciones con igual premura metafísica? Definitivamente no. La duda me hace habitar en una montaña de vagancia alcohólica. Arrastramos lazos de regalo empaquetado, corrompido por la repetición de nuestras costumbres, por lo que propongo entonar con desapego agnóstico el lapidario himno del borracho que intentando alcanzar la inmortalidad coloca una mano en la botella de jeroglíficos y la otra en las expectativas nunca consumadas. Bebamos pues en una sola vía, es decir por el placer de emborracharnos, por el arrebato de los sentidos y asfixiemos dudas. Fui benévolamente abucheado, por lo que refugié mi mareo en el balcón donde Gustavo intensificaba su persistencia contra la hermana menor de nuestro anfitrión. Después se me ocurrió embriagar a "la griega", pero fracasé ya que la burda cultura etílica de aquella formidable mujer venció mis expectativas tan lapidariamente que caí ebrio en el cuarto de baño y arrastré conmigo la cortina, enredándome en ella. Al salir me sentaron en la sala, mientras me abanicaban y la frialdad me subía hasta los ojos. Recuerdo haber dicho: Creo que voy a vomitar, y quedar profundamente dormido. Nada más. Evité a "la griega" con tesitura paranoica, sin dejar de envidiar a Pablo. Me irritaba que no fuera un Adonis inútil y mediocre, que no fuera una estatua parasitaria; me fastidiaba que amasara las codiciadas piernas y bebiera el anís de sus besos absorbentes; me enfurecían sus concesiones ante el extático bálsamo de semejante torso griego. Todo cuanto hacía por llamar su atención me desligaba patéticamente de ella, por lo que deseché como último recurso la vulgaridad forzada de las citas mitológicas. Recordé con tristeza al profesor Rezuma Fiemo. Una tarde Pablo pasó a recoger a su griega; llovía liberadoramente. Ambos esperaban la defunción extemporánea de mi hermana, la que no ocurre sino es, cuando de pronto un profundo relámpago de amor me hizo integrarme a todo lo que vive ahora por existir eternamente y descalzándome corrí bajo la explosión acuática con sorpresiva alegría. Al mirar atrás, percibí cómo se desprendía de Pablo y hacía lo mismo. Ella también reía con feliz desenfreno cuando se unió a mi carrera. Yo miraba el horizonte elástico y escuchaba los estragos de su risa entre los recodos de la lluvia irresistible. "La griega" era verde en mis oídos y la piel atravesaba la suprema silueta de sus pliegues empapados. Conocí así el privilegiado eco del macrosonido líquido despeñando su carga universal en los pechos dúctiles de una mujer a la que susurré: ¡Oh, ámame hermosa Gea! No me oyó. Al regresar al portal donde Pablo la esperaba con incrédula mirada, la sonrisa de "la griega" fue prolongada y nueva, pero eso ya no me importaba tanto como saber que algo diferente germinaba en mí. ¿En mí? Sabiendo que mis rencores abandonaban los estamentos de este mundo, abracé al sorprendido Pablo y sin despedirme de La griega, amarré los zapatos a mi cuello y me retiré pausadamente. Abandoné las clases por casi dos años y, en desesperada congoja por experimentar el auténtico sentido del amor, me dediqué a intentar armonía con la supervivencia. Regresé por una nueva matrícula y reencontré a "la griega" en la Facultad de Humanidades; me saludó efusivamente, como acostumbraba. Su noviazgo con Pablo se hallaba tan desarticulado como un pasaporte piamontés. Me hizo acompañarla a una librería y me atreví a invitarla al cine. En el camino recordé a los otros y comprendí que todos eran la misma persona destrozando las recetas de la mermelada espacial. Me aterraba el destino de mis viejos compañeros, castrados por una guillotina académica de vitalicias proporciones y sufriendo la obesidad espiritual a la que aún no me resigno. Emborrachando mi cabeza por control remoto la miré; se graduaba en Ciencias Sociales, me dijo. Yo seguía remolcando una infinita Licenciatura en Literatura que, por ende, nunca concretaría sus postulados docentes. Conocía la película íntegramente. Observé el reloj en la vieja penumbra del rollo final y perseguí las imágenes que como puente diluyente sustentaban el vacío de mi declaración de mudo amor. Mi mano, en estado de sudorosa congelación, se alejó del cuerpo y descendió bellamente sobre la suya, próxima a mí. Transcurrieron dos minutos cuando en "El samurai", elegiaca obra maestra sobre la soledad, Alain Delon se dispone a disparar sobre Cathy Rosier, la negra pianista de jazz. La proyección terminaba y yo quedaba a merced de aquella griega cuyo nombre no revelo. Mi dilecto maestro Jean-Pierre Melville me abandonaba a través del celuloide y sentí que el blanco rectángulo de la pantalla me tragaba hasta la cintura. Era yo lejanamente ínfimo tras la conjetura cinematográfica, cuando la mirada oprimió la mía y sonreí. Sí, me oyó. "La griega", que se aprestaba a regresar a su país de nacimiento material, permaneció en mi ciudad de rutinario decursar, siendo mi esposa.

FETICHE

Piano-bar La perla. "La cosaca", no así llamada por su afición a los complicados gorros de fieltro, largos abrigos y altas botas, sino por indiscutibles ancestros ucranianos, era remota cual residuo en un espejo y desdeñosa al extremo de la palpitación con la gente no simpatizada; por el contrario, Magdalena era risueña, asequiblemente encantadora. Ambas, atractivas por méritos personales divergentes, entablaron amistad con Santiago, quien se comportó remiso hasta el segundo trago y se reveló turista estudiante de cinematografía en el tercero. "La cosaca", enviudada de un banquero, fue generosa con las copas y Magdalena, pintora, lo fue con las preguntas, hasta que Santiago, declarado transitoriamente ebrio, despertó al amanecer en brazos de la segunda, disculpándose tercamente por nada recordar. Al despertar, Magdalena le mordió la boca, lo despeinó y saltó de la cama, animalillo furibundo, exhibiendo el violento, elástico cuerpo, en el que las puntas de cocoa brillosa emitieron telúrica aproximación. Bronceada piel, muslos vibrantes, rizos cuasi abstrusos; similar a una deidad tahitiana, se difuminó cuando su risa caudalosa perdió talones en los efluvios de la ducha, ecos de la frase de Santiago: ¡Qué bella eres! Al día siguiente, recogido por "la cosaca" y Magdalena, Santiago se encontró de nuevo, en La perla. Casi lo obligaron a ocupar la misma banqueta y repetir los tragos y frases de la noche anterior. Declarado transitoriamente ebrio, despertó al amanecer en brazos de la primera, disculpándose tercamente por nada recordar. "La cosaca", taladró con el beso de su lengua la frialdad del yacente aire, resbaló de la cama como la despaciosa raíz de un abedul y los pechos de granito enrojecido conjuraron atmósfera reconcentrada. Ampa piel, porosas entrepiernas, cabellera de líquido azabache; sonrió la muscular esfinge arrastrando cada acuosa sílaba: ¡Qué bella eres! Al día siguiente, recogido por "la cosaca" y Magdalena, Santiago se encontró, por tercera vez, en La perla. Misma banqueta, mismos tragos, noche reiterada. Habló "la cosaca", sosteniendo un cigarrillo: No me interrumpas. Responde sí o no. Deseamos adoptarte mientras duren tus vacaciones. ¿Adoptarme? Voz de retumbancia definida: Calla. Te adoptamos. Pareces una estatua helénica, cuyos sesos, bucles rubicundos, nos fascinan. No somos sacerdotisas de la nueva era, ni lesbianas cabalísticas; no aspiramos a parir un mesías conjunto engendrado por tu bestialidad. No te asustes. No somos ni siquiera orgiásticas. Magdalena interrumpe, enfrentando al hombre: Siempre tan condenadamente rebuscada. Yo le explico. Te ofrecemos un sueldo por complacernos sexualmente y acompañarnos. ¿Consientes en ser nuestra mascota? Sí, sí, acepto, responde Santiago extasiado, y acomoda su etílico abrazo entre las dos. Hagan conmigo lo que quieran, bacantes. ¿Qué droga es ésta? Bebe un vodka o un ron, primario espécimen, escucha entre lejanía de amaneceres repetidos. "La cosaca" y Magdalena renuevan los espantos que envuelven su congénita tristeza. ¿Qué hacemos hoy? ¿Nos sigues? seducen. Lo que quieran, adonde sea. Ustedes son mis dueñas. En el auto, "la cosaca" revisa su libreta telefónica: Las galerías de arte están cerradas; los restaurantes usuales me aburren; a los conocidos los soportamos semanalmente. Ah, la chiflada de Martha. ¿Qué te parece? No está mal; hace un año que no la visitamos. Llámala por el teléfono celular. En veinte minutos abordan un edificio chato mal coloreado de terracota, obscuro y flanqueado por doble hileras de palmeras burdamente iluminadas. Magdalena suspira, conduciendo entre los cacofónicos pasillos: La pobre Martha parece desfigurar hasta lo que está lejos de su alcance y "la cosaca" afirma sin demora: Sí, su pésimo gusto es de contaminación panteísta. Ya me percibo fea en este lugar que transformaría en establo mameluco. Apoyado en el asiento delantero, Santiago interviene, repentinamente interesado: ¿Quién es la tal Martha? Una ninfómana alcohólica, resume Magdalena. La gruesa alfombra resuena como follaje bajo las pisadas cuidadosas y emite un sonido entristecido ante la puerta. Es aquí, observa "la cosaca", y su abúlica mano empuja el timbre. Despaciosamente, la puerta se abre mostrando a una mujer de regular estatura, profundamente maquillada y envuelta en un sari de bulliciosos colores; naranja, verde, amarillo, azul y violeta recrean un diseño con motivos cósmicos, caprichosamente dispuestos en la seda ondulatoria. Melancólicos ojos, pastosamente maquillados, maltratan un rostro de prematura disección emocional, en cuya boca el rojo vivo se contrae en mueca de grosor falible. ¡Qué sorpresa! Como flotando en pintura tenebrista, Magdalena precede a "la cosaca", quien, seguida por Santiago, emite no muy discreto estornudo. Vaya. Sigues con tus inciensos, ¿no? pregunta Magdalena y se acomoda sobre un almohadón diestramente lanzado al suelo. ¡Cuántas penumbras! ¡Qué cambiado está todo! "La cosaca" ocupa otro almohadón y Santiago se recuesta entre ambas. Cuando Martha apaga las velas y varios fogonazos encienden las gélidas lámparas, repara en el tardío saludo de Santiago: Usted es mujer de claroscuros, no de neón. Por favor, no las apague. Martha, sentándose lentamente, indaga en las miradas de Magdalena y "la cosaca". ¡Ah! Te presentamos a nuestro efebo ocasional, rechinan las sílabas en los labios de Magdalena, sobre la irónica expresión de "la cosaca". Lánguidamente, Martha se recuesta en el hombro derecho, haciendo desaparecer la lustrosa trenza. Siempre las mismas, asevera, estimulando su expresión con luengos dedos, agotados párpados. El tono de la voz se transforma mientras atiende a Santiago: Pues, como verán, redecoré todo. Me he librado del mobiliario convencional, pues estoy tratando de construir una especie de "ashram" en este apartamento. Aquí no, por favor, reacciona al ver que, histriónicamente inmutable, "la cosaca" se dispone a encender una boquilla. Magdalena se estira procazmente: Ofrécenos, al menos, algún licor expansivo. Apenas te reconozco. No puedo creer que tus días salvajes hayan quedado atrás. Ya no bebo, afirma Martha, reflejando seriedad. "La cosaca" se levanta falsamente sorprendida: ¿Qué tiempo llevamos aquí? Cinco minutos, responde Magdalena. Aquélla atiende a Martha: Ha sido una visita demasiado larga. Hasta pronto. Arrogantemente abre la puerta y junto a Magdalena desciende en la entristecida alfombra, que parece a punto de ejecutar vuelo. Santiago, sin moverse, afirma: Me quedo. Si usted me lo permite, por supuesto. Quédate si lo deseas, susurra Martha, inclinando los obscurecidos ojos. "La cosaca" arroja billetes en el centro de la sala: Cuando superes esta mística experiencia no espirituosa, toma un taxi. Estaremos toda la madrugada en mi condominio. Al ritmo de los pasos que se alejan, Martha se levanta y cierra la puerta. De regreso, cae frente a Santiago: Eres un desconocido; ignoro por qué te dejo permanecer aquí. El la examina cuidadosamente. Desde los bellos pies descalzos, su atención recorre estrechos tobillos que anticipan las piernas cinceladas delicadamente y las caderas y el busto de sólido aliento que fingen configurar la amnesia de una estatua. Santiago enfrenta la ennegrecida máscara, en el que los sollozos de Martha han convertido su angustioso rostro. Se sienta junto a ella y la abraza con firmeza cariñosa. Traslada un perfumado pañuelo desde cualquier bolsillo al viscoso charco bajo los ojos de Martha. Mejor enjuagas tu cara. Ella asiente y se levanta, paliando el silencio su comportamiento avergonzado. Santiago la acompaña y se recuesta junto a la puerta del cuarto de baño. Me llaman loca, porque me empeño en escapar, al parecer inútilmente, del infierno en que me he revolcado la mayor parte de mi vida, afirma entre chorros de agua y jabón mancillado. De espaldas a él, seca el rostro y deshace la trenza; enfrenta al perplejo Santiago: Castidad, abstinencia, psicosis. Según dicen, rehabilitada parezco más loca. Paradójico, ¿no? El óvalo sostiene los pómulos de perfección impresionante, iluminados por ojos de certero ónix. Los preciosos labios, granate indivisible, alean al céfiro de los tornasolados cabellos: ¿Deseas un trago? Martha apaga la luz, dejando caer el "sari" y su inobjetable silueta se patentiza entre Santiago y la puerta. ¡Eres bellísima! ¿Por qué te pintarrajeas? Cautivado, él susurra sobre su aliento: Creí que no bebías. Ella se aleja hacia la sala, vibrando imperceptible, desplazando su hermosura a la dimensión alucinante: Bebo, bebo mucho y no quiero ser reconocida. Velas en la nueva quietud. La manada de cabellos pende enroscada en la cintura, juguetea con el alabastro de las nalgas exquisitas y acecha el dominio excelso de las piernas. ¡Pareces "La Venus del espejo" de Velázquez! Ellas no se te comparan, exclama hipnotizado. Martha, regresa con una botella y dos copas de vino; bebe, riendo ansiosamente, de la más llena: La primera siempre me causa taquicardia. Estoy en proceso de fraudulenta redención, pero me niego a admitirlo ante ese par de puritanas aspirantes a rameras, justificadas con su conducta mundana y bohemia. Cuídate; no hay en ellas ni ápice de compasión por los demás. ¿Me acompañas a mi habitación? Sin dejar de observar los pechos ascendentes, Santiago, ya desnudo, recibe la otra copa; cuando su mano estremece el botón rosáceo, lame y muerde los contornos de silvestre nimbo, derramando sobre ellos una gota áurea y recibiéndola en la boca que ella atrapa, recuperando así la ofrenda consagrada. En el impar beso de los cuerpos se unimiza un destello de energía imperceptible. Recíbelos el tálamo, cisne voluptuosamente desgairado: a él, que muerde pechos, oprimiendo la cintura dúctil; a ella, fundida en el gemir. Introducido totalmente, Santiago succiona cuello y hombros con fruición nerviosa. Martha se dobla gozosamente y apura un largo trago de la botella, que presiente explotar cual esmeralda herida por el candor lumínico, cuando Santiago siente un ardor de vida sacudir el centro de las percepciones a él atribuidas. Con mirada extática recorre el panorama escuetamente iluminado. Ojos que depositan el mensaje sobre la mesilla de noche y la curiosa interrupción: Martha... No te detengas, no hables. Me das un placer inmenso. Martha, ¿qué es esa pequeña montaña granulada parecida a una pirámide de arroz? La ajena mirada de ella es abortada salvajemente, demudada en inesperadas lágrimas: Estúpido. Lo has estropeado todo. Suéltame. No, no te suelto. Déjame abrazarte. Reblandecida, la mujer sugiere la extinción orgánica de una raíz a través de la botella apaciguada suavemente: Son fracciones de las uñas de mi hijo. Es lo único que conservo de él. Sin desprender el anillo de sus brazos, Santiago apoya la frente en el vientre coralino: ¿Murió? No. Perdí su custodia por alcohólica y drogadicta. Su padre se lo llevó a Europa. Eres un hombre tierno y no quiero que sufras. No intentes ayudarme; es inútil, y Martha corona las sienes de Santiago, cuya boca inquiere ávidamente el tabernáculo de placer vital. Bebiendo él, bebiendo ella. Se agita impetuosa: Vacíame de amor, hijito mío. Eres mi hijo, ¿verdad? Dime que eres mi hijo. Las demudadas facciones de Santiago estallan reconfiguradas en la estructura del oxígeno: Mamá, soy tu hijo. Martha lo besa y resbala hacia un costado: Estoy borracha. Santiago la acomoda y se levanta. Retira la botella de su mano, se viste, atiende a la exigua mesa difuminada en ámbar, parte. En la calle, brisa nocturnal ofrece bríos a sus conclusiones: Hoy me traslado a otro hotel para que no me localicen; basta de retozo intoxicante. El taxi parte y llega: ignoto.

EL PUÑAL

1610 - Yo fui la herida y fui el puñal: omnipresentes en la grafología de Enrique de Navarra. Estuve dentro cuando el puñal se hundió tras el mar de sangre de sus muros y anunció la punta de metal dormido; la confusión brumosa de €la vida roja nombró al caos en que habita el corazón extraviado. Desde afuera enumeré la silueta en la perspectiva caudal de la empuñadura estrellada contra el negro raso del rey. La palidez de Enrique fue la palidez de toda muerte en el espasmo de la frialdad sobrecogedora y expectante que se aloja en toda cosa o palpitación fluyente. Era fango el terroso suelo y los encajes salpicados del sucio imperceptible envidiaban la tela y la pluma. La carroza era ya barroca y el cortejo se integró a ella. Soberbia fue la arteria en el orgullo del duque d'Epernon, sobre quien Enrique se apoyaba mostrando un documento. Lavardin y Roquelaure escuchaban al rey, quien disponía a su izquierda de Montbazon y La Force. Enfrente Liancourt y Mirebeau. El carruaje atascado en la estrecha, pletórica calle Ferronnerie no se movió sino por los artilugios de un balanceo premonitorio. Ravaillac filtró su lóbrega forma entre los barrotes del silencio circundando el soplo ajeno, acechando el plan envuelto en el cuchillo hasta la perfumada aura del rey. El primer golpe fue desviado por Enrique. El rey descifró entonces la muerte emergiendo desde el arma hacia los ojos; la predijo en la mirada del católico y sintió broza ética, que no arrepentimiento de hugonote convertido, pues supo durante los eternos segundos que brillan en la nomenclatura de una hoja iridiscente, que la religión es el primer y más artero inciso en la fe de la política. El sendero de la hoja fue dogmático y el mensaje traidor de la sorpresa hurtó a Enrique el afán de la defensa. Ravaillac descubrió el puñal y lo introdujo en el rey y el rey siguió palideciendo entre el ser interminable de su pálida y fenecida sangre. Con la aorta destrozada la carne de un monarca asimílase intangible como la carne de un plebeyo, como la carne de un cuchillo. Cayó Enrique hasta el terciopelo rojo del asiento amurallado y el sombrero de la blanca pluma saltó al ocaso de la esperma; fue así un sombrero embadurnado por el pútrido sabor de la materia. El negro cubriendo al rey, su sangre y los guantes iniciaron el cortejo desde el aire subjetivo al cónclave donde la herida fijo su sitio de visión y muerte; la herida nació y murió. El cuchillo saltó al ser extraído por la crispada transformación de la mano letal y permaneció en la mano y el rey cayó empapado en el obscuro desfiladero del carruaje. Al despertar me vi desnudo, bendecido por los mosaicos del acertijo tiempo. Ya no recuerdo cuán dura la caída de mi nombre golpeó contra la arena del minuto por las bestias invernales llamado eternidad. Lívido mensaje asomó Montbazon cuando la tercera puñalada desgarró su manga y la vencida vida del rey salpicó el territorio de su boca. Gritó y escupió la sangre real inesperada que alcanzó su cuello y el encaje de su cuello, reclamando el rojo sin cauce del rey. Vio el rey cómo era detenido su asesino aún no consagrado y alzó la mano sin el guante justificativo. El titánico peso del anillo ensangrentado hizo descender el balance de la mano blanca. La siguiente gota, quizás la única en acceder al viaje vertical, manchó el cuero de la bota; cuando la gota abandonó el cuerpo del rey, la muerte inició el trayecto a los jardines del abismo. Yo lo vi. Estuve dentro y estuve fuera. La muerte entró en el rey y la muerte salió del rey, portándolo consigo. Entonces, cuando aquella gota distorsionó el esotérico clamor de su caída, Enrique de Navarra fue IV, supremo rey de Francia. Ravaillac con las heridas quemadas por azufre y fundido plomo, descuartizado por los caballos de la indignación; su sangre fue distinta a la del rey. No era líquido de manantial viajando al país de la simbiosis; era masa impregnada en negro y negro. Las vísceras de su espíritu, pisoteadas fueron bajo la carroza del rey guerrero, bajo las doradas ruedas que utilizan el estiércol como puente y no como guarida. Los trazos conformados por el desmembrado evangelio de su carne inexistente no se sumergieron en el fango de las callejuelas. Los trazos eran ya el fango. Morían dos reinos escindidos pese al olvido de la memoria, que supo así el origen de uno solitario. La memoria no es quién, es qué. 1589 - Enrique III habla de las herejías carnales y coloca la esbelta pierna sobre el cuero de la jamuga preferida. Transporta la copa hasta el vocero de sus leyes y, delicadamente, el vino humedece los sonrosados atributos de sus labios. Enrique perfila el agudo mostacho y acaricia la perla en su oreja derecha. El espejo, hijo de las aguas, es Enrique III y no quien se reinventa en el vidrio de mentiras que el espejo es. ¡Fui menos hermoso en el horrible reino de Polonia! Enrique infiere que es hermoso. Su "mignon", el duque d'Epernon asiente. Enrique otorga a sus dedos el subterfugio de la diversión al jugar con sus mastines, mientras reza a las cuentas esclavas de un rosario. Sentado ya contra la seda gutural de la habitación, Enrique aparta risueño el amuleto devocional de un perro que arrebata las tenues gemas de su mano interminable. Los dedos de Enrique retozan con el mastín, retozan con los hilos de la fe nominal. El lacayo anuncia la confidencia de un fraile relacionado con la Liga Católica. El monarca concede audiencia y su definición se aguza desde la gorguera nívea, despidiendo tres lechosas piedras intercaladas con dos rubíes en la llanura del jubón anochecido, hasta el círculo de las cinco vueltas blanquecinas que conforman el collar ingente. El azur final rueda hasta el cinturón y la pedrería decanta su ascético fulgor contra el negro del lluvioso traje. Enrique asegura que es hermoso. Enrique ignora a quien le espera. Se voltea observando a Jacobo Clemente, el dominico. Se avecinan confidencias sobre un aliado detenido por la Liga. El fraile hurta su mano derecha desde sí y muestra la carta al rey que se aproxima. Los perros saltan a la cama y el tercero muerde el rosario abandonado en el luctuoso terciopelo de la silla. Sin murmurar sílabas en el confidente aliento del espejo, el fraile se encima turbiamente sobre la negritud barnizada desconfianza y apuñala el abdomen del rey. Entré y salí. Enrique afianza la mano y aprisiona el dolor sobre la paralizada boca. Yo vi su rostro al salir de la cariátide vencida. Fui sumergido en luz de sangre y la cohesión del aire me devolvió el anfibio aliento de los soles que anochecen. Clemente sacude el brazo y clava el filo en la creciente herida. Mi boca puntiaguda como y bebe de mi herida. Estando adentro me acosan las convulsiones mudas del diamante sempiterno y deseo escapar. Al entrar soy ciego y el brillo de mis bordes es distorsionado; viviendo afuera escucho cómo el alarido se difumina desde el traje ensangrentado hacia la congestionada boca del rey y de allí al destino inalcanzable. Enrique cae. El rosario desintegra su vergüenza ante los rescoldos de la dantesca alfombra y el perro aprisiona la mano libre de Clemente. El puñal, en cuya misiva habito hoy, despliega vuelo suavemente, escoltado por la densa lluvia roja. Veo una diáfana armadura perdida en los tablones de la gran puerta monstruosa. La sangre tiñe los párpados del mastín y la hoja, que me obliga a viajar en su nómada martirio, me encamina al cuello de la fiera. Es un golpe interminable, interminable, transformado por la mandíbula acerada. Enrique cae. Petrificada desnudez. Frenéticamente, Clemente descarga las variantes de un único puñal sobre la herida agigantada y sus manos desaparecen bajo la sangre del rey. Enrique cae. Succioné el cauce de la herida. Empapados el fraile y el rey por la misma niebla son, cuando la puerta accede a las descargas de la guardia. Jacobo Clemente espera el ataque. Cae Enrique contra una rodilla y se tambalea yaciendo ladeado. Los perros desgarran el brazo inerte y las endurecidas piernas del asesino; desgarran el vientre, cuando dos espadas entran en Clemente. Enrique apresura palabras inundadas de sangre y borbotea la anacrónica frase. No es ajena la muerte al reducto del momento. La espada alcanza el ojo izquierdo del fraile y marca el sendero huyendo por la nuca. Tres misivas de acero destruyen lo vivo en el agresor. Enrique se revuelve en la alfombra y sus dedos desvarían en busca del rosario. Los mastines escupen el cuerpo acribillado; con chillidos lacerantes mordisquean el fulgor de los pasillos apagados. Yo, quien he sido toda forma, soy ahora el extático corte en el rey anterior muriendo después o antes. Cerca de mí reposo cual joya liberada y el rubí saltando al primer rayo de mi entrada, se refugia en la lejanía de un candelero. Dentro y fuera de un retrato vivo estuve; mi retrato. Son hermanos el puñal y la vejez. Se me encomendó viajar hasta Enrique de Navarra, a mí, puñal agotado de su empresa. Junto a esta piel de vitral secado por la sangre, Enrique anticipa el agonizante diálogo que me hará sentir el próximo latido ya transcurrido y reincidente. Enrique balbucea: Guisa, Guisa, ¿por qué regresas en axioma de puñal? En la madrugada del segundo día, Enrique agoniza: Me muero. Aceptad y obedeced al rey de Navarra como mi sucesor. 1588 - El rey planea mataros. Enrique de Guisa sonríe: No se atreverá. El duque sostiene un plato de ciruelas y recorre la sala del consejo: La ilustre Casa de Lorena devolverá a Francia el sitial que los Capeto-Valois han corrompido. La Liga Católica y Felipe II me ayudarán a ser rey y extirparé, al fin, a los herejes de toda Francia. El Secretario de Estado interrumpe pensamientos con aviso real. Enrique se levanta, permea superficie y las ciruelas se despeñan en terror. Penetra en el gabinete con usual tranquilidad e indaga por Enrique III. Sin obstáculos de porosidad visual, la coloración en la frontal textura es percibida y el aleteo de los puñales llueve sobre el duque que busca la espada infructuosa. Mis parientes malditos son muchos, tantos como heridas. Así las dimensiones del suceso y la aparición de los otros. Forcejea rabiosamente. La boca opuesta define una cara conocida. Es Du Gast, quien descarga el golpe final. Incapaz de resistir el ya suavizado embate, cree flotar entre ambos planos y a mayor distancia de su propio aliento, sintiendo náuseas y el dolor endurecido arribar desde más allá del cortinaje evaporado. Langnac, el jefe, lo empuja con desprecio. La muerte, cuerpo húmedo y gigante que devora rosas con la fuerza concedida por el maligno sino de las eras, sobre él extingue sus afanes y lo hace murmurar: Dios, ten piedad de mí. No humanos ruidos, sólo crujientes sombras, cuando el duque se apaga tras llama falsificada como trono, tras el espejo de los ojos inmortales. Siesta de rojas tempestades en el pétreo ábside de la alcoba, a pesar de mi legado de puñal esclavizado por designios de alhaja y de cedro deformados. 1572 - Margarita de Valois era dorada, dorada sombra de protección inútil e insaciable penar en estadía de independiente lago. Blanca Margarita, blanco atuendo de pecados conocidos como lino y rueca. El viaje mortal de las brumas al mutismo decretará el semen que subyace en la sangre de los nombres. Margarita es desnuda y encubierta; es su estigma el galope feliz de los corceles sin memoria, de los sueños soñados más por la palabra que por el recuerdo. Hermana estéril de reyes, envejecerá con anticipación horrenda y caerá borracha desde la cumbre de un camello, maniatada por sus extravagancias. Yo, el duque de Guisa soy su amante, pero el amor no es suficiente para recuperar las huellas perdidas en la arena vitalicia. El amor carnal es el consuelo de los que no mueren a tiempo. Margarita hermosa, quien pudo ser inagotable soberana de Francia, provoca en el de Navarra escrúpulos desenfadados: ¡Me han dado por esposa a una ramera! Su unión con la princesa católica y su primera conversión salvan la vida del bearnés. Hay que amparar a Francia de los vástagos de Catalina de Médicis y Enrique II; de los hijos de la sangre y la ceniza. Desde hoy, Francia es mi país. El almirante Coligny, jefe del partido hugonote, propone a Carlos IX: ¡Gobernad solo! Debemos ayudar a los Países Bajos a liberarse de España, declarar la guerra a ésta y recuperar Milán. Dos disparos de arcabuz le atraviesan un brazo y destrozan un dedo al almirante, quien convalece temeroso. Su asesinato desencadena la matanza al ser atravesado por varias alabardas y lanzado, desde una ventana, a la calle, donde Guisa patea el cadáver: ¡Maldito calvinista, paga por el asesinato de mi padre en el sitio de Orleans! Cual un rostro de sangre, la espantosa marejada barre el nombre de las fechas, de las inventadas efemérides, de las huecas parcelas del silencio, del libro desierto y poblado por las claves del pensamiento, de los mapas sin fronteras que yacen en las voces transmutadas en historia, del sitio con dos puñales idénticos y diferentes clavados en la absolución de los eventos y abandonados tras el borroso oleaje. Allí nací a las leyes de este mundo. Soy la sangre, soy puñal, soy lumbre, soy suceso, soy el cierto organizando la trama de filología ilusa, soy fango de logística oscilante, soy delirante coherencia de tiempo escamoteado al infinito, soy Ravaillac, soy la plebe, soy Clemente, soy mastín, soy la sangre a tantas acepciones de vida sometida, soy alcoba, soy la alternativa en sus estratos, soy asunción de magia duplicada, soy Enrique, soy Enrique, soy Enrique, siendo el puñal que dispone la metempsícosis del cofre inacabable y soy el túnel que mira al hombre desde adentro. Soy puñal alojado en el cuerpo de mi gemelo el hombre y clavado en mi propio hermano-cuerpo de puñal. Al despertar, hoy fui un hombre o un puñal. Sí, fui un hombre como cuando dormía junto a Margarita de Valois. Adentro y afuera habito; regresaré testigo de ambos y todos serán yo.

EL BAR DE LOS TRES DESEOS

Pida, pida usted que le serán concedidos… No tema. Apenas lanzado tan inesperado augurio, el viejo de hidratado cutis desapareció aún más inesperadamente. La urgencia uretral lo habrá conducido al cuarto de baño, o quizás escapó clavándome la cuenta mientras yo atendía a los desplazamientos de aquella ninfa esquinada contra la sombra del neón… Ah, el neón. La persecutoria agenda de neón en cuanto entro a un bar. Llevo casi medio siglo entrando en ellos. Los bares me han servido de oficinas, centro de actividades sociales, muestrario de los más diversos tipos humanos, cotos de caza donde acechar a la hembra ocasional, bibliotecas, inspiración para garabateos… No sé el motivo de su profundo imperio en mi nostalgia. Posiblemente los fetiches del “noir” en colores… ¿Por qué me es negado verlos en blanco y negro? Ahora la gama de colores se filtra en el recuerdo hasta despintarse prosaico. No; nada supera el blanco y negro. No existen mejores posibilidades estéticas en dos tonos que se ayuntan cariñosos en frontera gris, o sea, en el horizonte al que seremos reducidos… Detrás del embudo puntiagudo quién sabe qué nos espera… Pregunté al cantinero por el monto de la cuenta, el cual supuse altísimo, pero para esta sonriente sorpresa, aseguro que había sido liquidada. El viejo con mejillas de violoncelista y perfumados ademanes la saldó dando muestras de cortesía y discreción inéditos en la presente época. ¿Está usted seguro? Sí, el caballero que lo acompañaba pagó y partió como si se moviera en patines. ¡Qué raro! Ni siquiera se despidió… Así fue; es un hombre refinado, sin dudas. ¿Dijo usted que en patines? Bueno, es un decir… parecía que se desplazaba en vez de caminar. Ya… Bien, pues iniciemos cuenta nueva desde el próximo trago, le dije al cantinero cuya cabeza empelucada sobresalía algunas pulgadas sobre el mostrador brilloso, y a quien nunca pude verle más que los ovalados ojos parecidos a escarabajos. Su cabeza, curva accidental en la enloquecida avenida de los tragos, macizo ante los vasos y botellas que viajaban de una a otra esquina orgullosos de su diligencia por aplacar la sed de los desesperados: la de los viciosos honestos y la de los hipócritas que beben socialmente. No tardé en enredarme en descripciones que creo haber expresado antes, pero no recuerdo en que páginas de territorio desolado, indicadoras de que sus letras se desprendían de bruces en tierra de nadie. ¿Será eso el olvido? De pronto, lució, o la percibí, diferente: enfundada en mirada alargada y boca de esponjosa antesala. Ella, axiomáticamente morena, reiteró el mensaje en la pupila de lascivo sortilegio y ambas fogonazos se encontraron. Mareos. Una hora en el bar evaluando idóneamente a las mujeres abarcadas por su aburrida visibilidad y una vez más estaba cautelosamente ebrio, por lo que la mano aferró la opacidad de una servilleta, impugnando tal vez mi achacoso derrumbe. La mirada desde aquí, si es que su centro permanece, algo que me atrevo a dudar convencido, regresó a ella convoyada por iracundos magnetos. El vino sobrepasó la popa cristalina. De blanco vestidos y encendido sentir tras su fiereza aparente, dientes de cavidad devoradora cederían al conjuro de la frase ilusa: ¡Abrete Sésamo! Cerré los ojos, suponiendo que la borrachera se instalaba más en ideas que en fisiología y me vi silencioso escoltando a la mujer, dispuesto a concluir la velada en su departamento. Pero, eso después, después. Primero, el viejo de elegante naftalina, surgido casi de la banqueta misma o siendo la banqueta misma; seguro de su posición clarividente, estirado en signo de vertical insanidad. En medio de un esperado arranque de romanticismo, necesaria cláusula para los sometidos con vocación al licor, como yo, le manifesté cuánto hubiera deseado vivir por todos los tiempos en una casita de mágica veredas sin retornos, esmeralda astillada en vegetación inexpugnable, junto a la mujer amada, en un limbo, como el maestro y Margarita. Seguí escuchando, atento a la mujer. Creí conocerla al atrapar de pronto la esquiva totalidad de su contorno móvil, lejanamente móvil; sin embargo, se negó, tal vez carente de deliberación, a revelarme los fragmentos que la componían. El casi cubista inventario de rasgos faciales y silueta se escapaban al tratar de rearmarla desde pedazos caídos y pisoteados en el frívolo suelo del bar ralentizado por colores ofensivos. Agradó al viejo mi necesidad de escape solitario, aunque no se cohibió de cuestionarme: Dígame: ¿Por qué frecuenta esta clase de sitios si tanto resiente la compañía de los humanos? Porque estoy entre ellos y a la vez me siento solitario. Prefiero el silencio, pero cuando es total me espanta su ruptura. Qué contradicción, ¿verdad? Sus pupilas giraron descompasadas y creí que le sobrevendría un trance. Lo comprendo mejor de lo que supone, demoró en decir. Y, dígame, ¿no se ha preguntado si esos caminos que sostienen con paciente nobleza bares, son circulares o lineales?; ¿confluyen hacia punto único?; ¿se desbocan paralelos o divergen hasta desaparecer en otra realidad dimensional? No realmente; no me hago preguntas que no puedo responder. Es un jueguito literario… Sorbió cerveza danesa: Entiendo, entiendo. No pude evitar la tentación de la curiosidad: ¿Frecuenta mucho el bar? Sí; éste y muchos más por el orbe entero. Calló bruscamente y permaneció en silencio observando hacia un indefinible. ¿El éter? No lo sé. Volví mi incansable atención hacia la mujer. Contemplaría besos entreabiertos y párpados lejanos, intentando traspasar los anales de la idiotez sistematizada. Indefenso gesto atraparía en su boca y el zafiro cedería a la imagen transferida por la consumición de la mirada y una luna autónoma, ondulando en el cabello indómito, anunciaría perplejidad en el instable alfabeto del placer. Visible síndrome de pasajera no ramificada frente al mundo desangrado de penumbra interna, no entera flor. Allí frente al aquí. Olvidado de mí, favorecido por el tabernáculo en que ella develara su evangelio, dormiría tranquilo, fingiendo mejor que nunca las letras del antiguo código: Dios. Abrí los ojos. ¿Qué le sucede?, preguntó el viejo adelantando su dulzón perfume. Nada… ¿Hasta cuándo este viacrucis de cursilerías sentimentales? La mujer, atenta y seductora, permanecía tranquila en la banqueta, mientras fumaba exhalando el humo en el aéreo camino al bar y acariciaba, sobre la mesa, una copa de vino alta cual hongo alucinado. Deslicé el trago de albo vino sobre la paleta del esófago. El viejo enfocó su taladrante mirada en mí dando la impresión de que una grúa conteniendo el bar entero la dirigía. Soltó de golpe, con sonido de metralla: Puedo concederle tres deseos, pero le sugiero que discierna sin apuro. No pude evitar la carcajada tras casi atorarme ante lo que se presentaba bajo el burdo ropaje de la broma. Usted es hombre distinguido, respondí risueño gracias a lo embotado de mi estado etílico; no caiga, por favor, en posturas de charlatán… Se mostró vivamente ofendido: ¿Es que le he propiciado motivo alguno para que me trate tan irrespetuosamente? ¡No se atreva a mofarse de mí! No, no, señor, de ninguna manera. Disculpe la vulgaridad de mi infeliz comentario… Usted es todo un caballero… Está bien, pero muestre tacto, por favor. Desconcertado, lo enfrenté en plan conciliatorio: ¿Tres deseos? Sí, señor. Bueno, yo recuerdo aquello de que un hombre debe ejecutar tres cosas antes de abandonar este mundo: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Supongo que lo ha escuchado… El viejo sonrió, pero con una mueca tan compasiva que me hizo sentir peor que el resultado obtenido por las gestiones de un estreñimiento geriátrico. Puras vulgaridades, y movió su cabeza, más leonina de lo que supuse al verlo en la primera ocasión en la banqueta próxima. Pero, señor… No, no piénselo cuidadosamente; hágase a la idea de que la noche es interminable. Además, no me iré de aquí sin dejar insatisfechos sus afanes. No debe temer. La creciente embriaguez me puso a dudar de la cordura gélida. Volví a depositar interés en la mujer que ya no sabía si estaba acomodándose en la silueta de la esquina o si pretendía escapar de su caligrafía inesperada. Presentí que de levantarse en ese preciso momento la belleza de espuria lontananza y piernas de pornografía sutil una ventana emergería de la profundidad haciéndola desaparecer. ¡Que no se mueva, que no se mueva aún! El humo extendió nueva cortina sobre el proscenio de la mímica tambaleante y, el observador se acomodó discretamente en la penumbra, concentrando su interés en la mesilla en cuyo más remiso borde, la copa en espiral vibraba su silbido tibetano. Recostadas contra la pared, dos viejas, una con pelucón rojizo, la otra con un moño parecido a un bombillo azulado, recompuestas como óleos grasientos y repujados por el hastío, distrajeron mi atención. Aparatosa languidez. El ligero tambaleo me prometió dejarme caer de la banqueta: ascendí entre una empalizada de cigarrillos constipados. Envié urgente telegrama mental a la silueta: Concédeme el olvido que porta la felicidad. Te prometo no beso, no erecta boa, no piernas de luengo ático, no indolente lenguaje de obscena letra: la que ésta puede ser. El rubor se apoderó de su mano en torno a la copa, convertida ya en derviche danzante. ¡Qué portento! Escurridizo anatema solar, el cabello implosivo, o sea, ya inherente a ella y haz dorado, falsamente aparecido, se esfumó abrupto de su entorno. No deseo pasar la noche intercambiando números telefónicos, ni bailando atrozmente para regocijo del ridículo. Beberé, pero condenando las caricias al acatamiento del amor remiso y vencida mi devaluada resistencia, ordenaré un taxi y aterrizaré en mi cama con la satisfacción del autodominio pleno. Hoy pido ternura, no fornicación. Sentí que la acumulación de tragos provocaba en mi cabeza un rotundo campanazo, cuando el viejo que aparecía y desaparecía haciéndome creer que poseía el ansiado don de la ubicuidad me interrogaba con sus piruetas de entrecejo pitagórico. Efectué un paneo sobre las mujeres del lugar en contraluces. Me hubiera gustado atesorar el valor de Orfeo para hacerlas reventar antes mi vista y dilapidarlas en el pasado de una vez, supuse, cuando ajustaba el pozo del saco y redoblaba los pasos obsecuentes en busca del cuarto de baño. He decidido, pero algunas preguntas deben ser formuladas. Adelante, pregunte lo que quiera; y su impecabilidad facial se tornó granulosa, imitando avidez de mosaico bizantino. ¿Qué debo entregar a cambio? Casi asomó un acertijo de dientes al aseverar: Nada. ¿Tiene que ver su ofrecimiento con el más allá? En lo absoluto, sacudió la melena conmiserativa. Todo lo que pida se le concederá en esta vida: lo que venga después no es de mi incumbencia. Sabe usted, insistió; me cae bien, pero creo muy sinceramente que las lecturas de Dante, Goethe, Lewis Carroll, Bulgákov y compañía le están afectando la psiquis. Mejor, dedíquese a leer las Memorias de Casanova… Las he leído, pero estoy en otra fase… Suspiró en la pose del cobrador apesadumbrado por tener que pasarle la factura a un inquilino a pasos del embargo: No se le exige compromiso o contrato alguno: ni escrito, ni verbal. Qué más puedo hacer para convencerlo. Pida, pues. Lo escruté largamente para tratar de penetrar alguna desprevenida fisura. Accedo entonces. Primero… Me interrumpí para lanzar una red de entristecidos ojos sobre el recinto. Verá usted, desde que mi padre, fotógrafo por amor a las tinieblas del cuarto de revelado más que por la profanación de la luz en las composiciones falazmente embellecidas, me mostró en plena adolescencia los fascinantes vericuetos de los bares; ah, porque, le aclaro, cada bar tiene su propio subterráneo de breviarios; siempre quise ver un bar en blanco y negro, como en las películas… Sí, mi primer deseo es que cada vez que penetre en un bar pueda verlo siempre en blanco y negro. Concedido, y apuró un horizontal trago de cerveza austriaca contendida en una jarra similar a una almena medieval. ¿Qué más? Aquella mujer… ¿Cuál? ¿La de la esquina? Correcto. Apunte bien, porque si me equivoco y le adjudico uno de los esperpentos junto a ella no podré rectificar o cancelar el encantamiento… No soy tan poderoso como supone. En fin, ¿cuál es el deseo? Un momento; permita que de nuevo me explique. Basado en mi intuición diría que esa mujer es la potencial esposa que perdí en el desfiladero de algún bar, pero no logro recordarlo… ¿Es ella? En efecto, es ella. Ambos han renegado de la memoria… La necesito de vuelta, pues la extraño hoy más que nunca; pero infértil. Ese tal mi segundo deseo. Queda concedido. Se reconocerán tras invadir el oxígeno nocturno allá afuera. Ah, a propósito de plantar el árbol, ¿no se pudiera incluir aquí un inciso que autorice el sembrar una planta de cannabis en el hermoso patio interior de mi pequeña casa? El viejo desaprobó: Me está resultando usted bastante descarado. Tal solicitud equivaldría a un tercer deseo, pero pretende con tan argucioso modo pedirme cuatro. No malgaste el cartucho. Mire, pronto será legalizado el estupefaciente para consumo recreativo y no tendrá problemas. Le creo, le creo, pero imagínese lo que cuesta comprarla en el mercado negro; es de calidad pésima por la inmunda mezcla, y tener que viajar a Holanda para fumarse un simple canuto de marihuana es complicado… Por cierto, la última vez que viajé allá fumé una “super mofeta” (“super skunk”) de primera calidad, procedente de Afganistán y cultivada hidropónicamente en Amsterdam… Sí, sí; yo también, pero nos apartamos del tema. ¿Cuál sería su tercer deseo?, indagó con cierta fatiga empuñando en ese momento una botella de cerveza australiana. Aquí sí recurro a lo del libro. Le aclaro: Llevo años escribiendo infructuosamente una novela, uno de cuyos capítulos es precisamente éste en el que usted interviene y quiero llevarla a satisfactoria conclusión. Concedido. La terminará. Por simpatía a su persona le anticipo algo no necesario, aunque tampoco desdeñable: Una copia de su novela; de hecho, el último ejemplar, encontrará refugio extraño en una caja de acero blindado; ignoro, ya que no me han informado, si en el territorio de la antigua Sumeria o en Creta, de la que saldrá al cabo de varios siglos… ¿Cuándo, cuándo?, me froté manos casi enfebrecido. ¿Qué importa, hombre? Usted no estará aquí al suceder. Ocurrirá cuando el tercer beso nuclear deje la tierra en penumbras por una larga temporada. En dicho momento, creyendo que deliraba, el cantinero me contó lo de la desaparición del viejo. Finalicé mis rondas de vino, pagué y tropecé con ella al salir del bar. De lo ocurrido desde ahí al trayecto a casa nada recuerdo. Amanecí en mi cama, sumido en una pocilga de emociones, experimentando en la modorra cómo un tronido níveo lo sacudía en trance aparentemente infinito: Me estoy muriendo. Que venga una ancianita a darme sopa, por favor. Nadie llegó. Nadie lo supo. Al fin, un estallido de luz me hizo despertar de un despertar y, transido de atiborrante sudor, me incorporé. Me sumergí en el profético aluvión de la ducha con desorbitados ojos y dejé caer los residuos desde mí con apaciguadora rapidez, viendo despeñarse en la bañera, falsos poemas, alcoholizados mitos, rencores justificativos, rapacidad por defenderme de los otros, desintoxicando toda la escoria vertida durante tantos años de atrofiada poesía. Exhalé tratando de ahuyentar con sus anhelos la temporalidad angustiosa. Mordisqueamos la manzana del único conflicto, siendo todos mismo patético, desdichado hombre incapaz de controlar caos de miembros anacrónicos, cuales ilusorios hombrecitos en ridículos racimos de la infamia colgados. La ventana filtraba ciudad y ademanes con cálida uniformidad de acuarela pisoteada. Respiré desnudo, mineral renovado, sabiendo así de mi transitoria estancia en esta dimensión de ambivalencias, del inepto periplo en pos de la inmutabilidad, y supe, sosegado inadvertidamente, pero ahora sin dudarlo, que las nociones del mañana no me pertenecen. Al voltear mi cuerpo húmedo, percibo que la mujer tras la humeante taza sonríe desde la mesa tierna. Juntos hemos invadido, o asaltado, innumerables bares y, al igual que yo, ella los ve solamente en blanco y negro. Finalicé la novela… y la olvidé. Mi latido es más claro desde entonces, aunque todavía el cannabis no ha sido autorizado con fines de consumo recreativo.

LA SANGRE MAS ANTIGUA

Me estoy mirando en el espejo. Me sé idiota, pero me estoy mirando. Me observo delante de mí. No es un día activo. En la escuela me resisto a entregar el ensayo de Kipling como originalmente concebido. Desafiando axiomáticas tupiciones, lo destrozo y lo echo al inodoro. No conozco el cine malayo, aunque lo presumo horroroso. No sabes lo que estás diciendo; ustedes enuncian cada frase con el síntoma prejuicio. Sí, pero no me interesa discutir contigo, así que abandonemos el tema de mi diseminada objetividad. Es morena, lo cual resulta una acotación necesaria para usted que lee y a quien sospecho un lelo por considerar rubias germano-sajonas a todas las inglesas. No hablo. Me observa en clave enigmática. Estoy mirando a la distancia, con el labio inferior mordisqueado y aplacando un silbido displicente. Me observa enigmáticamente. Balancea una pierna sobre el brazo del sillón y deja resbalar, mortalmente creo, la cabellera en las rodillas, contrayendo el torso en cien poemas, en cien agujas. El cabello vuelve a los verticales parámetros y sonríe con altivez de lógica translúcida. Hay que llegar al salón de mármoles. Observo la blusa entreabierta hasta lo sinuoso del busto. Conversamos y al rozar las piernas defínase el soneto que me espanta con gozo intolerable. El pecho se justifica tangible y ella habla, habla, se diluye en inclinaciones que me aproximan a los recodos de su piel. Disfruto, pero no digo lo que imagino, porque me niego a que usted que lee, se entusiasme con mis lúbricas cavilaciones. Usted -ya sabe a quién le hablo- es un imbécil. Nos observan Pedro, Luis y Reynaldo; los tres presumen de insuperables bailadores. Pedro se cree irresistible con su aspecto achinado de lacio cocotero, labios gruesos y piernas de columnas peludas; Luis asemeja un duende con orejas triangulares y risa de hiena; Reynaldo, con lentes y voz aflautada, colorado, ostenta blandura de acólito atrapado en atrofiado carrusel. El no saber bailar se me encaja como un irreversible estigma, mientras la inglesa tararea un movidísimo instrumental. ¿Bailas? Sí. Pues, baila, baila. Están ansiosos porque bailes con ellos. Quieren seducirte, ¿no te das cuenta? No digas tonterías. No deseo bailar. Bien. A propósito, ¿quién te trajo a esta iglesia? Mi abuelo es amigo del Padre Figueiras; se conocen desde Barcelona. Casi veinte años, ¿no? Más o menos. ¿Siempre se juntan antes del comienzo de la misa? Sí, todos los domingos. La gente baila, conversa. En fin, neutralizamos el ocio semanal en estas reuniones, lo que, aparentemente predispone para una buena comunión. Dicen que así la juventud está más protegida de los peligros exteriores, pero eso no es sino otro retozo por la sobrevivencia. Por ejemplo, aquí algunos mantienen relaciones íntimas, a pesar de las desesperadas tentativas del Padre Figueiras por evitar el sexo prematrimonial. Se hace lo mismo que en cualquier otro sitio, pero bajo recursos diferentes. ¿Ves a la simpática pelirroja que baila tan certeramente? Sí, ¿quién es? Una de nuestras más populares jóvenes, y se empeña en la conquista de aquel seminarista con rostro de anuncio de compotas, que persiste en arañar el libro de oraciones. Apuesto a que lo hace desertar en menos de un año. Nuestro párroco ignora que tiene al enemigo en casa, por lo que las vocaciones sacerdotales sufrirán, nuevamente, un penoso descenso. El año pasado sólo se ordenaron dos. En la misma rueda de baile... ajá; Reynaldo baila ahora con la pelirroja... Luis con la diminuta de carita de urraca, y Pedro; sí, el infalible Pedro -que cuenta con dos amantes en la escuela preuniversitaria, las cuales se arrancaron, en alucinante trifulca, parte de los moños de ambas latitudes por sus arrobamientos tropicales- baila, mientras la corteja, con esa belleza de mediterránea piel y ojos amielados, que atiende a punto de rendirse hipnotizada. Por cierto, ella canonizó cornudo a su anterior novio, excelente muchacho; que, obvio, desde entonces no ha regresado. La inglesa me mira sorprendida, mitad en español, mitad en inglés. Hablas con resentimiento. No tienes novia, ¿verdad? Lo que te digo es apabullante pero cierto, aunque suene difamatorio. No tengo novia, pero no importa. Estoy bien bailando conmigo mismo. ¿Qué dices? No entiendo... No te preocupes; sería difícil de traducir. Yo no asistiré a la misa. Recuerda que soy anglicana. Sí, sí, lo recuerdo; yo tampoco participaré en la misa. Escucha, y sus ojos se desplazan desde el vértigo de la música hacia la quieta obscuridad de mi sollozo retenido. La miro con dificultad. ¿Qué? Me agrada tu compañía. El sudor me emplaza la ingle y siento una punzada en la frente, que me deja sin habla. Respiro e impensadamente paso una mano sobre su hombro: ¿Qué te parece si nos vemos luego en el bar del antiguo Hotel Hilton? Pensamos reunirnos allá alrededor de las 5.00 P.M. Allí estaré. La acompaño tras el forzado adiós a los otros. En la calle, detiene el paneo de sus ojos en el balcón allende la acera. Una mujer tira de la cuerda ennegrecida y la pequeña lata balancea el agua irreductible; las hermanas, que ya no agua, del agua, se precipitan al abismo. ¿Qué hacen? Recogen agua, agua; transportan agua, almacenan agua. No hay agua en toda la zona. Me voy antes del apagón. ¿Del qué? Todos los días esta área queda sin luz; sucede en diferentes horas, por lo que supongo que hoy los chicos quedarán bailando en la obscuridad. ¿Cómo lo sabes? No lo sé, lo presiento. Te veo en la tarde. Cuando voy hacia la calle posterior, siento la obligación de voltearme. Allí la veo, asediada por esas tres sanguijuelas, retenida en su nunca despedida sobre la centrífuga de mi absurda dignidad. Que se vaya al infierno, casi grito, liberando mis pasos del adoquín medio calcinado por el obtuso calor del mediodía. Al entrar o salir del apartamento, me miro en el espejo. Otra agobiante citación del Comité Militar. Me impelen a presentarme para renovar alguna tarjeta burocrática o para sugerirme brutalmente que considere viajar al Africa en misiones internacionalistas. Soy miope y neurótico paranoide, tengo exclusión médica del ejército, y me aterra el Africa; ni siquiera las cretinas crónicas de Hemingway me la hacen atractiva. Al llegar a mi habitación, lanzo un zapato hasta la esquina y salgo al balcón frontal. En el contiguo, el antipático perro de la vecina babea chillonamente. Haciendo uso de acertada vocación, le recito insultos acumulados durante años de comité dantesco, de sindicato mortal. Insultar el perro ajeno es la terapia mayor de las pequeñas terapias; el pobre animalillo no sufre mayor detrimento y nos libera de la repugnante, demoledor veracidad que destroza nuestra anciana psique. Desde el balcón lateral abarco la cuartería que enfrenta al edificio. Fila de casi seis para entrar al baño. No hay agua. A veces estímulo cápsulas eufóricas y descargo el inodoro. Me consuela no vivir enfrente y desintegro todo pensamiento ante la evasión de los espejos crepusculares. No me culpo al optar por Erik Satie ante un inodoro sin agua. En el salón de mármoles no se necesitan inodoros ni perros insultados. Tampoco es bueno ser descifrador de tinta antojadiza. Camino en el parque y sobre la yerba recuesto las ansias del enmohecido suspiro. Sección de yerba amordazada por sillones escleróticos en avenidas de monólogo. Lo que mejor discierne el acertijo en las paredes de una casa, es la instilación congénita de este manicomio furtivo. Locura reivindicada en el Caribe o psicoterapia en un salón de mármoles. El cielo es díptero y el postre eléctrico es, como yo, irresoluto. Hay miradas que mirar y apercibo en la mirada de los otros el mismo jardín de escombros, la misma religión de piedra que surge en el relieve de quien habita en el espejo. Es monstruoso descubrir la metafísica en la taza de café con leche del amanecer diario y anochecido, sin que algo pase. ¿Pasar? No, sin que algo sea. No, sin ser. No espejo en el salón de mármoles, o sea, no camisa de fuerza. No origen agua, no muerte luz. Departimos, finalmente, en el bar del ex Hilton. La inglesa bebe cerveza del Caribe; le gusta, además es tan borracha como las envaradas damas que saltaban grotescamente entre las sábanas de Enrique VIII. La inglesa es loba obscura; su boca parece siempre a punto de morder. Cabello negro y azulados iris como el tabernáculo de la oración final, se confabulan para asumir ferocidad de martirios eyaculantes. ¿Por qué te regresas? No te vayas. Eres más celta que sajona; pareces galesa. Yo soy producto de una mezcla entre gallegos y asturianos; somos casi parientes. ¡Quédate en el trópico! ¡Estás loco! No te vayas, mi inglesa normanda. Me mira suavemente: Comprende, por favor. Penosa es la vida del que espera, y, pronunciando, levanto mojito en postura escénica. La inglesa me besa en mejilla e invitadora pellizca cuello: You Are Absolutly Divine! ¡No jodas! I’m bloody serious! Oh, inglesa mía, dime como Theda Bara: Kiss Me, My Fool. Se me acerca con susurrante descaro: ¿A dónde vamos al salir de aquí? El brillo reaparece de modo inopinado y la recorro con febril codicia: A dónde quieras, pero que sea ahora mismo. No puedo contener mi lúbrica bilis. Su risa me estalla en el aliento; la mano me tiembla en su cintura y derramo parte del hielo frapeado. Los tres especímenes sonríen al unísono. Es evidente que hago un papel risible. Ron y cola que ascienden combinados; baja el hielo en su esqueleto portable, devorado por las pirañas del oxígeno. Al prender un cigarrillo, Pedro se me acerca: Dame uno. ¿Necesitas ayuda? Veo que avanzas lentamente. La inglesa sonríe cínica y mira hacia las botellas que, matizados caramelos, se iluminan tras el barman, al conjuro de la batidora. Expelo humo casi hablando: Si ya avanzaste tu carrera, despeja la pista. Callo y me resisto a evaluar la actitud de mi damisela. Pedro se ríe en una mueca y se retira. Luis, ligeramente embriagado, comienza con los chistes y Reynaldo alardea sobre su salida del país a través de España por mediación de su abuela. El barman parece un perro bóxer; con agilidad cronométrica despliega vasos y estrangula botellas, sin dejar de evaluar a sus alienados clientes. Quisiera decirle una de tantas tonterías, pero recordando mi involuntaria afición a la cursilería, refreno la aflicción que me provoca la ebriedad. La tristeza me invade, pues sé que este júbilo fenecerá, como todo lo vivo que muere en transformación constante y quedaré suspendido en el agobio, tras caer mareado sobre la escrutadora soledad de mi habitación, en camino a la próxima borrachera. ¡Qué doloroso es ese puente! Llegan Boris, Nabucodonosor y Víctor. ¡Qué nuevo trío! El primero, disonante concertista que se asemeja a un huevo lunar con absurdos lentes, se afana en propagar sus preferencias estilísticas. Pedro no deja de mirar a la inglesa y yo, evitando el espejo, ignoro sus reacciones. Al fin concluyo que todo me importa muy poco; me da igual una cosa que otra. Cuando Nabucodonosor tecnifica acerca de la pintura geométrica, inesperadamente le espeto que el cubismo me ocasiona náuseas. Soy cretino ejemplar, pienso, y prendo otro cigarrillo. Próximo trago. El ateo Víctor, a quien conozco menos, nunca ha frecuentado nuestra parroquia, como antaño hacían Boris y Nabucodonosor. Este, con su apariencia neutra y afable se me acerca y me pregunta si me siento mal. No, no, disculpa mi brusquedad; no era contigo. La inglesa ya se encuentra a tres banquetas de distancia, conversando con Pedro y sonriendo parada entre Luis y Reynaldo. No hay duda; es una puta. ¿Con quién se irá esta noche? Quizás se interese por alguno de los recién llegados. No puedo más; no resisto la competencia, no sirvo para esto. No, no soy un fracasado, soy simplemente un hombre que intenta liberarse del exceso de basura. ¿Por qué el hombre se aficiona a sufrir por cosas tan vulgares? Me parapeto en la esquina opuesta de la barra. Víctor alía su alexander a mi daiquirí y los otros dos se enfrascan en lo de siempre: clasicismo o romanticismo, Dalí versus Picasso, Stravinski o Bartok, y yo, deseoso de orquestar mis pálidos colores en catarata humana de lasitud monódica, quedo en ridículo convertido en piojo chismoso prematuramente avejentado. Víctor conoce bastante de cine, hablamos de Fritz Lang y Josef von Sternberg, entre brumosa vaporización de impertérrita nicotina y vocerío embriagado de bar canallesco. Música ambiental a raudales. Boris sobresale con voz capaz de amonestar los matorrales de mi trago confuso por la escarcha y el ron de los veranos; los dientes, teclas deformantes, empujan las no ideas de su cabeza mamertiana en dirección a Nabucodonosor, visible por su altura, quien cierra ojos y niega rotundamente lo expuesto por su inefable acompañante. En Víctor me parece descubrir al único amigo rescatable de tan insoportable jornada. Inopinadamente, la inglesa, en báquico arrebato, me desprende de la banqueta. Aunque hablamos en su inglés afiladísimo y mi inglés obstruido por los insultos del Atlántico, y su español aceptable y mi dominador español, me parece recordarlo todo, excepto algunos vocablos, en mi lengua materna. Es curiosa la deformación que profesamos contra los eventos definidos como reales. Cuando creo que se disculpa por abandonarme por cualquiera de los otros, me abraza casi sollozando. Me justifico: Suéltame, estoy borracho. Haz lo que se te antoje. Extrañamente me pide que nos vayamos y me anticipa cuánto me echará de menos. You are so sweet, insiste. Es cierto, lo soy, pero es difícil comprender, simplemente comprender. Esa noche, según crónicas de vulgar urdimbre, Víctor se marchó con bailarina exótica, Nabucodonosor se retiró al sueño, Boris fue abandonado por todos, a Pedro se le antojó llamar, despertándola, a su ex novia Patricia, y Luis y Reynaldo terminaron cocinando una sopa en casa del primero. La inglesa y yo pernoctamos el maratón de hielo corrompido en la habitación de su hotel olvidadizo. Al día siguiente partió, quién sabe si a Bristol, Dover, Londres o hacia los intestinos del concilio que no habla. Me agradó la eufónica quietud de sus palabras, pero la impavidez se ocultó en resguardos de vocablo inútil. Me dijo: Te escribiré. Nada supe de ella. Desapareció como si nunca hubiera aparecido, dejándome mojado bajo las carcajadas del neón eucarístico. Me estoy mirando en el espejo y me voy de cabeza dentro del otro, que resulta ser nadie. Las miradas dominicales son fraguadas por la siesta y un cepillo de dientes. Luis hace que Víctor y yo le acompañemos a la nueva urbanización cercana a la ciudad. Su tío, lerdamente instalado, confronta problemas. El edificio simula ser el mismo visaje repetido entre bloques de viviendas, pues es sucio desde antes de su fabricación. Escalera de orine ambivalente y niños apaleando flores. Paredes que multiplican sinfonía de estiércol. El tío nos brinda café, acomoda el sombrero y sacude la bota contra la pata de la mesa; un evento terroso se desprende. Cuando elevo la taza a la altura del horizonte esclarecido, un relincho me entorpece los sentidos. El potro arriba orgullosamente. El tío comenta lo manso que es el caballo de casi dos años. Nos pasea por la patidifusa habitación y nos muestra el impropio establo de colchas junto a su propia cama. El potro no relincha y come disciplinadamente de la insólita bandeja de pasto en la cocina. Moñingos difusos en el closet. El tío habla de su negativa inicial a dejar el pequeño bohío, de la separación de su esposa, remisa a compartir matrimonial catre con un caballo, de la inevitable dificultad que es ya lograr que el robusto animal pueda abandonar el edificio. Lucero no cabe por los pasillos de paredes inmundas y el tío lamenta que el pobre caballo haya inflado tanto su apetencia precoz. Lo miro y el excremento equino me abstrae. Este país va por buen camino, pensé. En la playa dispongo la orfebrería de los sucesos en la arena. El agua, en su rapaz concierto, acuchilla fútilmente los bocetos del conflicto. La revelación llega al atardecer en una esquizoide ola: arribo al salón de mármoles y lo hallo poblado. Es salón de mármoles por un zapato viejo poblado y por la religión de escombros poblado y poblado será por las inmundicias de un caballo esclerótico y por una cerveza bajo estado de electrochoque y por dos camisas de fuerza exprimiendo un inodoro enormemente universal y escribiré, a tal precio, el texto que usted lee. Me narran, por conducto de una prima que visita esta ciudad, que el caballo jamás pudo bajar las escaleras; no cabía por entre el amasijo de pasillos y puertas superpuestas. Creo que, además, la altura lo mareó. Al fin, en aparatoso simulacro de combate, los bomberos lo ataron por la descomunal cintura y lo sacaron, mientras excretaba en todas las direcciones cardinales, en grúa, por la conmocionada azotea del edificio. Me aseguran que, a pesar de los años transcurridos, la pestilencia de sus desperdicios aún erosiona el múltiple recinto. El viejo grupo fue, desde entonces, subterfugio del recuerdo articulado por sofistas de reloj ciego: Luis se graduó en medicina y se casó con una comandante, sin por ello perder su indiscriminada afición por los chistes; Reynaldo emigró a España, es ingeniero, vive entre Madrid y Barcelona, la tierra de sus antepasados predilectos, tropezó con "Carita de Urraca" en tour por Salamanca e ¡inexplicable!, contrajeron fulminantes nupcias; Pedro usa lentes, es profesor de arquitectura, y tras cinco matrimonios y ocho hijos, engordó como el caballo; Boris, extrañamente favorecido por el Ministerio de Cultura, es concertista residente en Ulán Bator, capital de Mongolia; Nabucodonosor se convirtió en respetable crítico de arte y no de los peores; Patricia, también en España, se unió en ejemplar matrimonio, a un contador cuyo más egregio ancestro fue miembro de la Orden de Lavapiés; y Víctor ¡ingresó en el Seminario! Supongo que la inglesa no dejó de beber cataratas de cerveza por mi profusa afición a complicarlo todo y yo, inexorablemente solitario, me miro en un espejo convertido en pasaporte.  Mi pregunta a todos, fue la misma antes y después: ¿Qué diferencias hay entre un manuscrito y un inodoro? Hoy no llueve. 

DIARIO DE UN SIBARITA

Deseo permanecer en casa durante el fin de semana y no llamar a Ofelia; le he hecho creer que estoy en un simposio fuera de la ciudad. Desconecté el insidioso cordón telefónico. Pocas cosas son mejores que desayunar bien después de una borrachera apocalíptica, por lo que, tras la tertulia de anoche, prolongada hasta el amanecer, desayuné en una cafetería acogedora en el dizque mejor barrio de la pantanosa ciudad. Me atraqué de "huevos benedictinos" y bebí diferentes jugos. Ahora me siento como el barco ebrio de Rimbaud. El viernes acaba de enmascararse como sábado. Pienso dormir durante la mañana, pero sé que me costará lograrlo.

Al mediodía me levanté desnudo y permanecí desnudo al creer que la bata me cubriría. Desnudo el café, desnudo yo. Pensamientos escarchados y la vida dejó de ser vista desde afuera. Cuando me senté, el café encaneció con desconcierto. Pensé en una ocupación especial para el fin de semana. Ninguna. Me hubiera gustado en la actualidad de este día, un ataque de Marisela por debajo de la mesa. Quizás estuviera agazapada debajo de la mesa. Miré debajo de la mesa. Nadie apareció debajo de la mesa. Sorbí el arrugado café y la tinta del periódico se encargó de hacerme regresar a la silla. Frente a la ventana, el avión que se alejaba aparentó convertirse en enorme tiburón reventado y pletórico de brea. Los cadáveres orquestales parecían intestinos difusos, microfraccionados. La única noticia repetida en todos los papiros editoriales: El ritual al inodoro becerro universal mantiene vigencia. Millones han reverenciado al becerro inodoro dorado, y así será hasta el no fin. Desterrar la falsaria conciencia moldeada por la fragilidad de los eventos exteriores. Cucharadas,  medidas, sazonadores. Perfeccionar y hornear la receta. ¿Los vendedores de conciencia? Zombis, devoradores de sangre; la mastican, la muerden, la arrancan a dentelladas obscenas y después la escupen por detrás sin el respeto que merece un hombre decoroso. Si por lo menos la bebieran con delicadeza de vampiros clasicistas; si consumieran glucosas ajenas con primoroso oficio de vampiro repostero. Bribones que me agobian con su grotesco pragmatismo. Que me beban en brocados cálices, pero que no me desangren cual cerdo lamentable. Dejé el periódico a un lado de la taza. Regresé a la habitación, me duché y vestí. Gusto de permanecer reposado junto a la ruidosa ventana del aire acondicionado. El frío se aventuró por el anáglifo inesperado de la espalda. Varios meses sin probar licor, hasta anoche. ¿Dejaré algún día de beber alcohol? Sigo mareado. Estoy adormilado en la butaca junto al aire frío.

Almorcé surtido de zamburiñas, anchoas, sardinas, pulpos, calamares, arenques y aceitunas y bebí dos botellas de magnífico jerez. Mientras fumaba un puro excelente, soporté variadas noticias televisivas con su purgante patriótico encubriendo el grosero sentido de la divulgación mercantil. No alabo a los apóstoles de cualquier gesta que no convoque al establecimiento de valores inmutables -esta palabra sólo me asusta cuando se adentra en el enredo metafísico-, realmente imprescindibles para la convivencia. Ninguna admiración siento por las diversas jaurías de bárbaros que esgrimiendo conceptos de soberanía, honor y solidaridad aniquilan, indiscriminadamente, legándonos un mundo de harapos espirituales y sangre destrozada, enlatada y consumida por desvergüenza. La mayoría de los próceres, héroes y líderes, constituye pandilla de payasos declamatorios, farsantes que sólo han trabajado con el mezquino fin de alimentar la peligrosidad de esa soberbia común desaforada que histérica flota sobre las anónimas cabecitas de sus desventurados, estúpidos seguidores. Considerando lo que no ignoramos, la historia galvanizada a conveniencia y puesta en balanza cronológica, básicamente recoge odio, avaricia, exterminio y miseria. Lo hurtado a esa entretenida porcelana didáctica, es deformado de manera cotidiana con la sintética paciencia de orfebres periodísticos o cortesanas de nómina; y de oportunos revisionistas publicitarios. Quizás nunca sabremos qué ignoramos sobre nosotros. Pero, harto nos consuela el pasado, con la devastación diseminada en efracto mural: fechas y nombres anquilosados, estatuas destetadas. Belleza y arquitectura ofuscadamente hermosa; colérica en su heroicidad. Los testículos de Heracles trastocados con los de Aquiles, reposando en un museo de almas; todo para la consiguiente confusión de antropólogos, arqueólogos, paleontólogos, historiadores, geógrafos, lingüistas, literatos y alcohólicos internacionales. Por fortuna, la especulación estética me compensa de tan lamentable contenido. La forma permite soportar el corrupto fondo del aval humano. Coño; varias horas de sueño me repondrán.

Desayuné y pasé la mañana del domingo rememorando a Marisela. Veinte años transcurridos. ¿Cómo será Marisela ahora? ¿Sería penoso verla envejecer? Creo que no menos que verme envejecer. Marisela, aún casada con Alejandro, ha cambiado, asevera Juan. ¿Recuerdas aquella exquisita Madonna de ojos verdes que era Marisela? Jamás la olvidaré; más bella que Ornella Muti o Agostina Belli. Juan me observó con desaliento: Parece suplantada. ¿Por qué, Juan? Es raro; Igual de bella, pero con mirada diferente. Aparté el libro y escuché el aire resoplando. No puedo creerlo. Era una hermosa, delicada. La vida también la endureció. Mis atributos decaen, ciertamente; necesario admitirlo. Cualquier esfuerzo me agota y hasta el expulsar líquidos parasitarios provócame esfuerzos nerviosos. Cuando nos conocimos, mi cintura era tan alta como las cornisas helénicas, mis piernas eran imbatibles como el tabernáculo de las primeras tablas, mis nalgas como la función de los frisos quietos, mis cabellos abundantes, mis rayos de orine cósmico apuntaban a su padre el firmamento, mi reproductor de imbéciles ascendía con furia despectiva, carcajeando en cada sacudida. Ahora, y todo ha transcurrido en denominados años hormonales, el codificado numen de los sofismas genéticos desordena mis delirantes vivencias. La bruñida esperanza de estos músculos se ha tornado bronce mal pulimentado en la distancia. Estibo cuarenta años y mi imagen aparece en el espejo antes de llegar al inmenso territorio de aguas verticales. Desde hace mucho llego claudicante ante el espejo. Cuando me visto de espaldas al otro, quien me espera con anticipación sospechosa, temo que me agreda a traición y me volteo defensivamente. El espejo es un violador.

Tras leer todo el día, almorcé vegetales y jugos. Todavía no estoy desintoxicado. Recordé de pronto el servicio dominical en la iglesia a la que asisto a veces más por nostalgia estilística que por devoción evangélica. Sí, el ritual de la misa aún me subyuga enigmáticamente. El sufrimiento teológico, sea de la denominación que sea, lejos de exornar heroicamente al hombre, lo transforma en un guiñapo lamentable; ese ha sido parcialmente mi caso. La culpa. ¿Cuál culpa; culpa de qué? El propósito de toda verdadera religión debe ser aspirar al consuelo, no a la trascendencia. Sí, al estoicismo, dicho de modo específico. Hipócritas. Aunque carezco de la fe estereotipada, no soy ateo. Deísta, agnóstico, dirán. Me es igual. Creo en la belleza. Admiro al artista, al pintor, al escultor, al músico; creo en ellos cuales rotundos manifestantes divinos. Verdaderos sacerdotes, ajenos a los filológicos retruécanos generados por las trampas de la mente, ramera veleidosa. Sí, porque la mente es puta… y a la vez es sabia. Los auténticos estetas reciben flujo de poder, como místicos, y lo transmiten a la obra por ejecutar, sin cuestionarlo; lo plasman sin regodeo filosófico. Diluyéndose en su obra, el artista, pese a ser en muchos casos un egocéntrico canalla, intercede por nosotros, pese a su propio egoísmo, ante el recóndito acto de la purificación. Entretanto, los empeoreadores de este periplo demencial siguen y siguen discurriendo huecos artilugios. Impostores divinizados por pétreas ecuaciones y sofísticos niveles formularios. Mejor me quedo en casa…

Desperté aterrado de la siesta, gritando: ¡Pensar en Dios es un pecado! Cuando iba descalzo hacia la cocina, tropecé con una silla, dislocándome un dedo. El dolor, espantoso, me hizo caer contra la nevera. Balanceado en un pie, saqué varios cubos de hielo, arrastrando la botella de whisky en mi caída. La agarré en el aire. Sentado en el enfriado suelo, apliqué velozmente los hielos a mi pie derecho, los vertí en el vaso y serví cinco líneas de generoso cobre líquido. Bebí diciendo: ¿Por qué hago estas cochinadas? Tengo hambre. Voy a cocinar una formidable sopa de mariscos.   

Anocheció. ¿Qué me sucede? Hoy recuerdo a Marisela tanto, tanto. En cada uno de ambos ojos, dos guerreros luchaban a través del garzo amielado por conseguir la adoración final de una pupila celestial tan divagante como serena. En la renovada lividez de Marisela se conciliaban el piadoso hieratismo de Filippo y la sensualidad majestuosa de Tiziano con dialéctica conmovedora. ¿Sonreirán libremente los cabellos? La manierista lisura de aquella piel y sus movimientos gráciles me hipnotizaban. Marisela siempre fue testigo de mis ensueños sexuales o de mi inseguridad social: lo mismo. Los eventos definitorios de mi transitar en el obtuso mundo del amor, fueron recogidos por su vocación de cronista ubicua, de reportera muda. Mucho he deseado tenerla aquí hoy, removiendo ese viejo café para mí o diciéndome que mi estómago ha envejecido sin elegancia supina. Mirándome con algunos gramos de cariño. Permanecí en casa viendo películas y vaciando la botella. Me acosté diciendo: La ciencia es una secretaria con pechos descomunales y boca ajada que se dedica a archivar momias, en lo que su jefe, omnisciente y lapidario le pellizca las asentaderas con intemporal paciencia. Hay días en que me siento culpable, otra vez, hasta por el dolor de amígdalas de un escarabajo.

Insomnio nuevamente… o no tanto. Comienzo otra semana como maestro suplente de Historia del Cine en la Academia de Arte. La técnica no es mi fuerte; además, me interesa más lo estético. Estudié en una pésima academia y con profesores mediocres. Tengo derecho a creerme mejor que ellos. Mis notas de clase parecen caótica selección de telegramas. Soy ordenado, aunque recurro furioso a la improvisación. Me gusta que los alumnos se sientan cómodos con mis explicaciones. Sin embargo, aunque trato de librarme de muchas rémoras, las ideas en busca de sistematización me tragan cual dique, desplomando su travieso mensaje, aunque las ignore. En apariencia nada escapa al retablo de las ideas organizadas, ni siquiera la intuición, a menos que ésta sea dictaminada rezago kármico, precepto que me atrae sin convencerme. Un aforismo aquí, una cita allá o un rapto desconcertante en casi todas las indicaciones. Impartí mis clases de 8:00 a 1:00, tras lo cual almorcé en un restaurante tailandés. La comida tailandesa es sublime; ordené la carne -hablo de cuando aún no renunciaba a la carne de res- con salsa de coco, curry y jengibre que resultaron condimentos de índole superior y consumí cerveza nativa de nombre desfachatado, “obsceno”: Tsinga. Visité después a Ofelia a quien, excepto las telenovelas, nada le provoca interés. Tras un rutinario forcejeo sexual, procedí a darle detalles del simposio, mientras ella no cesaba de parlotear sobre los problemas de su oficina, las compras y los muebles por cambiar. A pesar de su voluptuoso atractivo, Ofelia patentiza trivialidad y tal aserción se justifica en mirada discriminatoria, que permea cosas obviamente transformables, no de permanencia oculta. He colegido que mi cariñosa vinculación a esta mujer se debe a la onerosa soledad que ocasionalmente me perfora. Me reconozco incapaz de prescindir de las mujeres; usualmente me hartan rápido, para después resultarme imprescindibles por varios días más y, así, repetir el tortuoso ciclo. Pese a defender algunos de mis principios éticos, no dejo de ser hipócrita venial. Ofelia, de treinta años, es graduada en Contabilidad y es, además, ejemplarmente analfabeta, como toda burguesita que se precie de serlo. Me recriminó porque no le compro flores; no creo que me extralimité al decirle que las flores arrancadas son como animales disecados. De tener dinero suficiente preferiría regalar jardines, en vez de mutilar plantas. Es una zopenca. Nada entendió; no importa; hice bien en decirle lo que pensaba. Soy viejo para estar rectificando opiniones cada dos puñeteros minutos. A la mierda con ellos. ¿Acaso me estaré volviendo panteísta? 

Soporto a pocos seres humanos. ¡Qué triste conflicto lidiar con los coetáneos! Mi nacimiento biológico proviene de la humedad porosa, mis genes históricos vienen de un recipiente antiquísimo que busco con la reincidente censura ajena. La olla vertió en la tierra lo peor de sí y exudó el desperdicio de fronteras derramadas, permaneciendo yo en el borde del abismo. No quise viajar junto a despojos abonados en la savia. La gente que se queda en el borde de las ollas sociológicas es, invariablemente, víctima del odio de los espíritus grotescos que pueblan esta cenagosa vida sintética. Tampoco pertenezco al recipiente, porque soy paria intemporal. Antiguo para unos y reciente para otros. Mi identidad no la perdí con los absurdos códigos del bautismo geográfico; la perdí al nacer… Nunca la tuve. Ignoro la culpabilidad que pretendan otros atribuirme, pues doquiera que vaya será igual. Soy nómada, no exiliado.

Amanecí melancólico. Yo que siempre aborrecí los lastres familiares, que siempre detesté la inoportuna presencia de todos los que no eran yo, hoy o siempre, deseo retornar a la casa de mi abuela y tropezar entre la gente que poblaba sus luminosas galerías. Hoy, esa gente enriquece recuerdos, más recompuestos que verdaderos, con fidelidad de orífice afligido, con la fidelidad de los que aman solamente los residuos de su malgastada existencia por no tener otra cosa a su disposición. He llorado un poco, a veces demasiado, lamentando que esos hijos de Marisela no fueran míos. He deseado mirar hacia cualquier rincón de mi bazar doméstico y encontrarla ahí, reposando el cansancio resignado por el sobrepeso de los años. Pero también he sentido alivio al pensar que me he librado del triste espectáculo de observar a una mujer hermosa deshaciéndose, como yo, ante mis pobres ojos de hombre desorientado. Mejor así; no resisto la brutal metamorfosis de las apariencias citológicas. Ahí va la vecina. Alimentará cada seno de jazmín cristalizado con un par de chuletas, un plato de sopa encebollada, ensaladas polinesias, una barra de pan y un café más rozagante que el que yo consumo. ¿Qué decir de sus sonroseados pétalos anales? Necesitarán viandas de variada arquitectura, postres orates y cremas agridulces de relajada digestión. No cito, sino su menú preferido. ¡Qué horror! Mundo, a cuánta vulgaridad nos incitas. La vida nos contrata sabiendo que no podemos darle mucho rendimiento. Desde hace años he considerado esto un pacto arbitrario, aunque bello en su inutilidad. Romanticismo atroz, en efecto. Ahora me aburro al no poder ingerir en emociones lo que antes disfrutaba. Mi profesión de envejecedor, de dilapilador carnal, me exige jubilación inmediata. Inmunda profesión es la vejez; es el acontecimiento que nos garantiza sórdidamente. ¡Qué asco! Me dicen que mi antídoto sería combatir la memoria con una familia inmensa; no lo deseo -en contradicción, estaría muy dispuesto a intentarlo, porque tengo miedo. Intentarlo. ¿Por qué no? Pero no con Ofelia. 

Estoy preparando huevos fritos con picante. Arduo día el de hoy. El rector es un individuo inepto que cree saber mucho de todo, incluso de cine. Me llamó a su oficina cuando me retiraba y se la pasó insistiendo en que atiborrara a mis alumnos con Bergman, el Rashomon de Kurosawa y algunos realizadores de la Nueva Ola Francesa; Godard con sus idioteces anarquistas, por ejemplo. No hacía más que repetir: Su curso va lento; o Bergman es un gran místico o Kurosawa y su humanismo... Esta sartén es un desastre; todo se pega. Varios ajíes picantes rebanados y un toque de ajo. Me hace falta el trago mientras cocino el desatino. Harto, lo interrumpí: Jamás excluiría de mis clases a, más que cineastas, artistas, de semejante calibre, pero en estos momentos estoy apenas rebasando la etapa silente. No me apure, por favor. Trató de detenerme, pero lo ignoré: Sí, ya sé que a usted le molesta que le dediqué tantas clases al cine mudo, pero reitero que las bases de lo subsiguiente, explotadas o no, están casi íntegras ahí; pocas, pocas innovaciones se han logrado después, créame, por lo que insisto en que conozcan a fondo la sintaxis cinematográfica clásica. Nuestros muchachos son verdaderos analfabetos cinematográficos -como usted, pensé-, por lo que es necesario estimularlos adecuadamente. Cuidar que no se queme y beber otro whisky. Con respecto a lo “novedoso” de Rashomon, y para fastidiarlo, mencioné Dos monjes, cinta mexicana de Juan Bustillo Oro, que se anticipó casi veinte años al procedimiento narrativo pirandelliano utilizado por Kurosawa posteriormente y se quedó perplejo. No es que sea mejor ni peor película, sino que resulta antecedente indispensable para cualquier estudiante de cine. Observaba con ladillosa incomodidad. Cuando le hablé de Leisen, Saenz de Heredia -cierto, no debería estar en la lista este perpetrador; lo hice por joder-, Mackendrick, Kozintsev y Has, se mostró desconcertado. Los huevos se van a romper; inevitable. Aseguré que implementaría dosis sistematizadas de lo necesario, y le pedí que me dejara manejar el asunto con flexibilidad metodológica. Son neófitos y me preocupa que pierdan interés. Siguió protestando, advirtiéndome que me guiara por los parámetros académicos planteados por el jefe de la cátedra, quien ya le había notificado de lo poco ortodoxos que eran mis procedimientos docentes, y puntualizó: Otra cosa; no sea tan coloquial con los alumnos. Le expresé: No es sano proceder según la tiesura dogmática con estudiantes que necesitan urgente definición vocacional. Considere sus edades. Indicó severamente: Escuche, no me interesa que se conviertan en cineastas, sino que aprueben la materia y posteriormente elijan la especialidad artística que les interese. El cine es una asignatura más; limítese pues al programa estipulado en su cátedra. Usted es un simple sustituto; no complique más la cuestión. Estocada bien alojada. Lo desafié: Defectuoso programa, en mi opinión. Si de mí depende los enamoraré a todos del cine y convertiré en cineastas a cuantos pueda. Me asombra, mi apreciado decano, que subestime tan hermosa disciplina, siendo usted un impresionante refugio enciclopédico. Por cierto, Bergman no es un místico, sino un filósofo; místico fue Carl Theodor Dreyer. Tras una pausa confusa, interrogó: ¿Quién? Sonreí sin responder. Me miró glacial y concluyó: Usted no está aquí para evaluar la eficacia de un programa que ni remotamente asimila, sino para comunicar sus postulados. Es así de simple. No entienda, repita. Por última vez le solicito que se atenga a mis indicaciones. ¡Ni más, ni menos! ¡Se me reventó un huevo! Mejor revuelvo todo. Voy a mezclar un par de chorizos y cebolla. Ya está listo el pan tostado y ya estoy medio borracho. Y el rector sigue siendo un hijo de puta.

En la noche me sentí mejor. Mis pensamientos se recrean en la comida y la bebida. Como hombre furibundamente sensual no tengo mejores alicientes a la mano. Bebí un cordial de naranja y fumé cigarrillos. Le dije a Ofelia que estoy preparando la clase de mañana. Que no venga a fastidiarme. Es posible que mis cavilaciones se recreen en recursos diversos para sobrellevar las ancestrales taras diseminadas sobre la total ralea humana. A pesar de ello puedo asumir la porción de resentimiento que corroe mis palacios sentimentales. Sí, mi vocación por la inutilidad se ha efectuado más por convicciones que por rutina, por lo que existo, a despecho del cansancio atávico, dantesco y digno. Especular sobre lo que hubiera podido ser mi vida no difiere mayormente de lo que significa creer en la hipotética alternativa; lo que proclaman los plácidos lubricadores del engranaje oficializado. Miré manos; miré un dedo cualquiera. Mi uña se agrandó a lo marco desaforado; se agigantó según conveniencias. Dentro se formó un castillo de cerveza y la espuma fue nieve… incrementada.

Curiosa historia la de Juan. Uno de mis pocos buenos amigos y apenas nos vemos; mensualmente si acaso. Emigró a Barcelona y tras varios años en la Universidad Pontificia de Salamanca, concluyó una carrera para la que lo creíamos indispensable. Vocación sublime, comentaban nuestras encantadoras beatas. Por inexactos motivos retardó su ordenación y viajó hasta aquí para quedar trabajando en una oficina de la arquidiócesis local. Es honesto y admiro su recato ante la pérdida de fe que no se atreve a confesarme. Se casó con la directora del coro de su parroquia, una mujercilla tajante y sumamente activa que no le da respiro. De pequeña estatura y cabeza equina, balancea su amargura, cual maraca dantesca, de un lado a otro de piernas semejantes a palitroques apuntalados. Le ha dicho a Juan que, además de glotón y borracho, soy hombre lamentable, carente de valores religiosos y ofensivamente misógino, porque en la única ocasión que visité su casa, manifesté delicadamente que, aunque estoy dispuesto a intentar un matrimonio armonioso, no como el de ellos, las mujeres que he conocido en la intimidad se dividen en dos axiomáticas categorías: ninfómanas y esquizofrénicas, excluyendo a alguna que otra ninfómana esquizofrénica. Me apena Juan, enorme mirada perpleja, hombros sofocados. Bebí un brandy y me dormí enseguida.

No deseo impartir clases hoy. Por suerte hace días que no me llaman. Los recuerdos son tremendos. Tal vez, la imaginación, en su proyección a través de nuestros pliegues todos, nos engaña mejorando la fidelidad ya no fiel a las arenas del recuerdo. La técnica de imaginar nos hace revestir lo vivido o no con ropajes, multiformas y cápsulas provenientes de repetido icono. Icono y falsas latitudes. Platón con “la copia de la copia”. Ya la alegría no inocula escándalos en los revueltos y nudosos mapas de mi sangre externa. Mi incapacidad para dar es exigua por días; es un afluente que se encoge en la sequía de las páginas apolilladas que ya no desean morar en el libro final de la cabeza del centauro adolorido; centauro dorado en falso y vetusto gracias a millones de tragos seccionados. La espeluznante acritud de Marisela me persigue. Me aterrorizo y carcajeo bajo una estatua de pesar y el bronce se hace hipocondríaco. Entretanto, los gusanos habituales, mientras esperan, se encargan de fraguar el sudario de mis sobrevivientes ilusiones. Ojalá esos gusanos fueran como Penélopes achacosas tras amnesia de tejido. La soledad es arteramente descolorida y transparentada como el espejo que mi rostro porta. La he buscado con futilidad queriendo descartarla y he olvidado que la soledad se llama yo, se llama mi rostro inseparable, se llama los ojos encerrados en mis manos. Era soledad lo que asomaba al otro espejo cuando disponía manual de cara falazmente complacida. Lo es el azogue corrompido por los soles en la boca de esquiva supervivencia, en la nariz irreductible del orgulloso cristal, en la piel más gélidamente agrietada que el texto recibido desde barniz opuesto. Afanado en la personificación diaria, discurriendo, más obsesivo que ortodoxo, cada minucia vital de modo pretendido diferente, aun con la esotérica certeza de que es inevitablemente igual.

El rector tiene inquietos a los maestros. Se ha escurrido sistemático en todas las aulas a supervisar lo que hacen mis colegas. Hoy se enraizó en mi clase durante una hora. Me sentí como un niño carbonero en el entorno de Dickens. El desasosiego de sentirme vigilado es algo que no he podido rebasar en años. Al salir, corrí hacia el restaurante portugués en camino a casa. ¿Qué decir? Mesa discreta para dos comensales. Soy ambos. Servicio eficazmente silencioso. Bacalao en salsa bechamel y opulenta botella de oporto. Mi puro y se le junta el humo lanzado contra la cortinilla a mitad de la ventana. Comida y bebida redimen este infecto muladar. Ojalá pudiera decir lo mismo del sexo. Ofelia, Ofelia: Eres tan ordinaria, hijita mía.

Increíble. Me quedé dormido a las cuatro de la tarde y desperté hoy al amanecer. Llegué a la escuela con el tiempo justo. Allí tropecé con el suceso más importante, por sorpresivo, de las últimas semanas: tras cinco años volví a ver a Isabel. La encontré en la recepción y me dijo que estaba recién graduada en Historia del Arte. Apenas la reconocí, pues se ha transformado en una hermosa mujer. Noté en ella la imperceptible combinación entre la distinción de la calculada madurez y el salvajismo que se refugia en la hermosura inacabada del cachorro. La simple aparición de la hembra nos tira en la cara las nociones de inmortalidad con mensaje escueto, efusivamente directo. Sentí erección subrepticia de optimismo a la vez que necesario afán de anacrónica felicidad. ¿Será esta la bienaventuranza por la que miles de años de vergonzosa historia han echado sobre nosotros diluvios de huesos y destrucción de culturas enteras? ¿Apunta todo hacia tan precioso estigma: trabajar y reposar, después de tragos y alimentos, en el regazo de una diosa casera? Aún releo con gusto algunos pasajes del Eclesiastés. Es seductor creer que el manoseado infinito de la adivinanza eternidad está, asequiblemente, bajo el diamante de una falda. Isabel es actualmente elegante, seria, y lo más obsesionante para mis lúbricas cavilaciones de viejo prematuro, ambigua. Siempre fue bella, pero cuando perdí mi virginidad entre sus aviesos reptiles, mi alumna favorita era una muchachita despeinada, enfundada en pantalones amezclillados y desaliñadamente ofensiva. Yo, con treinta años jamás había conocido otro sexo que no fuera el propio. Esta criatura apabullante y coherente entró en mi vida otorgándole ángulo de acción refractaria, radical. Ahí permanecía, calibrando mi acuciosidad patidifusa. La insinuante pose al asentarse, cual doblez de lienzo alucinado y la mirada de incitante distancia son elementos que Isabel domina con estilo inobjetable. Parece inverosímil que yo haya adiestrado mis manos bajo esas ondas desdibujadas con luminosidad en cada hálito sexual. La abracé emocionado, absorto en el perfume etéreamente dulzón, mientras sus manos me retenían con fuerza. Nos miramos, hasta que me decidí a preguntarle qué hacía allí. ¿No sabes? Soy la nueva profesora de Historia de la Pintura. Nos veremos, me despedí cuando se disponía a decirme algo y caminé en busca del aula. Trato de disimular los efectos que el encuentro con ella me produjo. Finalicé la clase diez minutos antes y escapé. Necesito proceder bajo el amparo de la cautela; esta mujer no es la que conocí hace tantos años. Peligro.

Desvelado a las tres de la madrugada, he pensado mucho en la muerte de mi abuela. A pocas entidades he amado en esta dimensión abominable. Rindo homenaje a dos de ellas: mi abuela y la botella. Mi abuela, con sus mojadas manos de corcel doméstico, era idónea al recato optimista escindido en los despejados pinceles de Vermeer, ese naturalista anticipado. La veía alejarse con mil años de laxitud por los obscuros pabellones del cansancio. Yo sabía que algún día aquellos corredores no me devolverían su imagen retornada. Presentía que los espejos del pasillo son puertas invisibles y nunca doblegables. El espejo tiene una sola vía, gigantesca e infinita. Todos en prolongación senil abandonaban la antesala del momento repetido hacia las fauces del espejo inexistente y renacido. Ella, tras estigmas gloriosos de otra virgen destrozada, me sumergía en la lozanía inmoderada de los retratos victoriosamente tersos. Cuando sucedió, me despertaron a la misma hora en que el presente insomnio define su castigo y al escribir, similar letargo de salado precipicio me entristece. El espejo. ¡Ah, sí el espejo! Las penumbras me provocan sed, pero no puedo levantarme. Estoy soñando; no sé cómo lo sé, pero estoy soñando. Veo animales, muchos y diversos, análogos a mí, vagando por las repúblicas de callejones subrepticios. Callejones que no deben ahí estar… y están. No son… Al final del espejo espera una botella bizca y perversamente disipada, aunque al mirar cuidadosa, inobjetablemente, percibo que se diluye entre sus rocas. La botella es espejo. La botella llora y su llanto de primogénita botella se confunde con los preceptos del espejo afín. El espanto de las codificaciones sociológicas ha depravado mis neuronas de alambrado cosmopolita. Me oigo decir: Soy máquina de porquerías, manufacturador de inmundicias orales, desvergonzado sobreviviente temporal. Sin embargo, a veces, el único consuelo aparece en las ondulaciones de un recuerdo imaginado, pero de tangible alivio. A veces, las frutas caídas del callado regazo de mi abuela y recogidas por las mojadas penurias de sus perpetuas manos, salvan esta mísera jornada. Cuando resbalaba dentro de la botella, desperté. A las siete disipé la cafetera completa. Me apuro. Ese viejo intenta despedirme. Al conducir atiendo a las miradas de odio circundante en los otros autos. La terquedad de insistir en que todo está bien como está, arrasará con nuestros tétricos pellejos. Me burlo de las imbecilidades del vecindario de atómicos gorriones, pero lo hago sin corromper la connivencia. Me gustaría inclinarme seriamente al epicureísmo, pero no creo que pueda por ahora; también el placer me causa dolor. Menos tráfico esta mañana. Encontré la universidad cerrada. Es sábado. Acelerada vuelta al departamento. Reposé vestido sobre la cama, mirando las desiguales llanuras del techo y me dormí, no sé en qué momento. Al despertar, la noche me sopló en la cara. Me di un baño presuroso y recogí a Ofelia; comimos en el Atenas, excelente restaurante griego. Sopa de limón y pollo, carnero en lascas y ensalada con queso feta. Todo suculento. A una vieja gorda, parecida a Anna Magnani, con nariz de tucán y ojos enmarihuanados, que estaba en la mesa cercana a la nuestra, se le escapó un pedo estrepitoso que casi hizo levitar la mesa. Su marido tosió, desgañitándose, tratando de neutralizar el victorioso ruido. Inútil, no hay tos que pueda opacar el rugido de un pedo expulsado con plena convicción emocional, ni esfínter que pueda retener sus bríos de emancipación. Explosión poderosa, de las que se antojan idóneo combustible para catapultar a alguna que otra dama a las Islas Jónicas. Ofelia, con sus afectados modales, movía la cabeza con presuntuosa seriedad. Yo me convulsionaba en silencio y sudaba del goce que me producía la risa. La mujer casi metió la cabeza en el plato. Cuando nos marchamos, continuaba borneada en su vestido verde contra la mesa. Los pedos me provocan alegría porque hay en ellos un gran sentido de liberación. El pedo que se escabulle audaz, retador, me recuerda a Carmen, quien hacía lo que se le antojaba con los hombres. Cuando Ofelia fue al tocador, y gracias al impulso de media botella de "retsina", ese vino griego seductoramente acre, mi mano garabateó vertiginosa sobre una servilleta, un churrero de letras, sin yo saberlo, dedicado a Isabel:

Te he de amar cual ama

la ceniza al fuego

o la mugre a la cereza.

Te he de amar como

amar ama el obscuro

resplandor al lapizlásuli

y la luz al capitel;

como del suelo su estatura,

amaré los abismos del

concepto "te he de amar"

y así de amarte habré.

Te amaré en la insurgencia

de las almas y en la avidez

del pensamiento suspendido

entre sus nudos

o aplazando la consigna

de absoluto en ti,

su equivalente desdichado.

Te he de amar como mi fe decida,

porque mi fe nace de ti.

Entre un ejército de estrellas mutiladas,

la sangre de mi ofrenda te amará

filtrándose en la sucia piedra humana

y dejaré, al fin, de amar

las verdades que me inspiras.

A la salida paseamos por las arboledas que rodean el restaurante. No me sentía culpable por la infidelidad que presentía se derrumbaba sobre mi relación con Ofelia. La melancolía; triste, no obsesiva, resbaló despaciosamente, hasta yacer en el rugoso nudo de un encino olímpico. Pasé la noche en casa de Ofelia, a una cuadra de la mía, atrapado por un martirizante insomnio, mientras ella me recriminaba, insistiendo en la adquisición de una casa prematrimonial.

Ofelia dormía intensamente a las siete cuando me marché. Ofelia y su perfil etrusco. Leí hasta media tarde, sin contestar el teléfono. Ella de nuevo, estoy seguro. Cené pantagruélicamente en La casserole, sobrio restaurante francés en el que consumí horas leyendo poesía. Tras el conejo -al fin dejé de comer roedores- y la ensalada, dos copas de menta y un puro importado de exquisito aliento. Me sentí radiante durante la longitud de algunos minutos. Llegué a casa temprano y bebí dos botellas de vino blanco. Estoy bebiendo menos. Comer, beber y expulsar pedazos de constreñida vida, sintetizan mi salvación temporal; re-comer, re-beber, re-expulsar, reunifican mi pasaporte al olvido. Isabel me obsesiona. A punto de acostarme hice algo que me preocupó y cuya frecuencia es nula en el ámbito de mis actividades: recurrí a la autocomplacencia. Debo estar alerta con mis acciones, porque nada me repugnó la visión que padecí: en el mágico suceso culminante presentí una extinción de luces que asemejaban contingencias alternas, pero que conjuraban un único resplandor inexistente, pues no tengo recuerdo de lo que recordaba, y me vi en una butaca, rodeado de Isabel, cuya cabeza pregonaba aureola, y de niños silenciosos que tiraban de mis interminables cabellos. Un ceremonial de fábula. Soñé con Murillo y los barrocos andaluces. Amanecí mojado. 

Hoy encontré a Isabel nuevamente en la escuela. Sin dejar de mirarla, le pregunté si estaba casada; me dijo que no, que prefería estar sola. Me invitó a almorzar al concluir las clases de ese día, dejándome inefablemente emocionado. Controlé mi entusiasmo al imaginar lo risible que me vería jadeando tras ella, con el afán de apretujarla baboso, como acostumbraba hacer Luis XV, enredado en su batón real, al correr hacia los aposentos superiores de Madame DuBarry. El pánico al ridículo es de los mejores preceptos burgueses y yo lo observo con ejemplar dedicación. Almorzamos en el Kama-sutra, magnífico restaurante hindú. La ración de pollo "tandoori" en humeante condimento y el arroz al curry casi me hicieron delirar. Me agrada cohabitar después de comer y estuve a punto de proponerle a Isabel que me acompañara a casa, pero me contuve. La última vez que lo hice estuve a punto de sufrir una apoplejía. No tocamos el tema. Parecía como si nada hubiera existido entre nosotros. A veces soy tan discreto que resulto idiota, pero mejor así. Después asistimos a una sesión de música de cámara y de ahí a un club donde bebimos whisky y recordamos. Nada más. La acompañé hasta el auto y al voltearse se fijó en algunos cabellos derrotados por el atardecer grisáceo. Es el nuevo símbolo de mi orgullo geriátrico, le dije. Sonrió y un pájaro de tristeza en este rostro confluyó. Cuando su auto abordaba murallas invisibles, caminé hacia casa pausado como nunca. Tengo contacto con mi propia soledad cuando la gente alrededor me la recuerda. Al dejar a Isabel, la soledad que llevo en los calzones me hizo patente su mensaje y por primera vez sentí lejanas las cicatrices de mis pasos. Ya que siempre ando solo, no me dedico a hacer consciente tal conflicto; lo dejo flotando hasta aplazarlo una vez más. Esta vez no pude. En homenaje a mí descorché dos botellas de champaña.

Desastroso. Terminaré pronto acabado: Mi eficacia profesoral disminuye aceleradamente. Ofelia me llamó a la escuela para insultarme. Isabel, quien no me deja en paz, me esperó a la salida de las clases y me arrastró a su departamento. No se requiere de mucho para que el hombre sea pulverizado en la intimidad de sus sentidos. Un brandy, un par de besos y sucedió. Bebimos y el sexo dejo de separarnos. Ella, apenas hizo descender el levadizo cobre que subyace en la pestaña viva; yo casi pierdo un lente de contacto. Es joven y maternal como toda mujer; eso pensé, olvidando mi tácita misoginia. A veces requiero de un harén surtido por la mujer. A falta de ella, construyo a la mujer ideal con retazos de todas las demás. Parcialidad monstruosa es la del sexo. Impelido soy a amarlas a todas en semihembra Frankestein. ¡La intrínseca fragmentación de la temporalidad ocasiona tanto, tanto sufrimiento! A ella le divierte mi misantropía, pero terminará viéndome como un joven desperdiciado: prematuramente decrépito. Y, lo sé, se aburrirá. Pero si huyo, puedo sabotear la última oportunidad que me queda con una mujer afín a mí. ¿Afín? Ya no soy tan nuevo; debo asirme a ella. No, tampoco puedo confiar en Isabel… Tarde o temprano encontrará a otro más lúcido y mejor artillado que yo. Ocurrirá lo inevitable. Todo esto puede fallar, y comenzar de nuevo en la ruta de los convenios afectivos me resultaría durísimo, agotadoramente nefasto. La indecisión me abatió por un rato. ¿Cuándo no sucede así? Sin embargo, al verla llegar, todos los clisés se derrumbaron sobre mi pecho hundido entre las sábanas; al verla allí escurriendo cuerpo duro contra las murallas de mi propia bata y ofreciendo una taza de café, del que probó primero, supe que estaba perdido. Gozoso y moribundo. Los estereotipos que me destrozaban de risa con otras mujeres, con ella fueron sagrados. La escena de un intelectualizado melodrama de Claude Sautet fue representada al momento. Lo que me empeñaba en matizar como ridículo era nada ridículo. Simulé beber el café para añejar la presencia de ella en la quilla de la cama. Agitó manos y las gotas permearon como los hijos del rocío, mientras hurgaba con atenta distracción libros, cuadros, lugar, embajada de mis ansias. Reaccionando, le entregué la taza. Bebió el sorbo final y sonrió, arrancándole la sonrisa a la niña que había sido y que ya era en otra dimensión. Era una costumbre de siempre, aseguró; lo hacía con las tazas de café de gente allegada. Yo seguí embobecido. Al tomar un libro con maravillosos grabados del barroco Jacques Callot, por algunos considerado anticipador de Goya, su sonrisa adquirió plenitud conmovedora: Todavía lo conservas, y la nostalgia abrumó ojos negrísimos. Me abrazó opresiva y nada se dijo; no fue necesario. Me hubiera gustado no violar jamás la clepsidra exterior; quedarme allí con ella, tapiar los secretos del monasterio palpitante erigido por los dos y despedir los heraldos que me empujan al clan de las menos diversas hormigas. Cuando un hombre tamiza a una mujer con afán contemplativo puede afirmar que ya la ama. Le apliqué un rayo -temí quemarla- contemplativo y supe que caía maniatado bajo mis propios artificios. Allí la vida fue concisa y exacta; se hizo decente, pero allí la prosaica vida me atacó al provocarme hambre. Salimos a cenar y, una vez más, el encanto fue desintegrado.

Puedo suponer que gozo de inobjetable esplendidez… Suceden cosas que me preocupan. Concienzudo asunto. Ya Isabel me sugirió, era inevitable, que cambiara de empleo, y me lo dijo de un modo que me taladró el estómago: ¿Hasta cuándo vas a permanecer en esta escuela? Como sustituto estarás siempre en un limbo. Eso estaría bien para mí que recién comienzo, pero tú llevas diez años en lo mismo. Cómo puedes pasarte la vida de suplente; es mediocre. A los dos días opinó: Es tiempo de sacarle partido a lo que sabes. Ayer anatemizó mis arterias: Tienes que ser más ambicioso; enfrentar los retos. Es innegable que el hombre nunca se satisface con lo que la vida le tira en las rodillas. Por otra parte, he descubierto, con una tardanza que me hace perfectamente imbécil, que, con Isabel, más que con Ofelia, tendría que llevar mi impuesta vocación hasta el final. Ella sería el colofón a mi consagración burguesa, el premio final a mi absurda apostasía. Puedo fingir sin vomitar por un rato, pero no, no puedo tragar mi propio vómito. Tarde o temprano todo reventará y el símil del amor habrá de evaporar sus alas en la nube de otra piel. Estoy harto. Ahora engulliré una encantadora langosta, escoltada a clamor por dos botellas de vino solar.

Desde la recepción y aprovechando el tiempo de almuerzo, empuñé dos auriculares telefónicos a la vez y finalicé con ambas desdoblando una frase consabida, perfectamente ridícula: Hemos terminado. Deseo asumir mi soledad. No me llames, ni me busques. Rehuso descifrar lo que no me dijeron. Yo también sufrí, aunque no lo transformé en palabras. Ofelia sollozó por la derecha, llamándome "cobarde tramposo". Isabel se mostró despectiva al canonizarme como "neurótico incurable" y mi oreja izquierda sintió un roce sibilino. Almorcé magnificente; me sentí inmortal al fabricar la digestión que germinó desde antes de beber una copita de anís y mirar hacia el paisaje dormido en la ventana.

Poco antes de acostarme, vi un documental que me dejó confuso, en el que varias leonas jóvenes destrozaban a dentelladas a la vieja reina, en su rapacidad por conseguir el semen bestial del arrogante macho. La leona envejecida y agotada por sus estáticas vivencias, agonizaba en la sabana abandonada y cocida por sangrantes agujeros, bajo la soledad de los crueles focos nocturnos. El hato de fieras se integró a las tinieblas de la distante luz y el silencio se hizo terrible, amenazante. Nunca olvidaré el imperceptible desconcierto en su mirada recostada sobre la llanura. El mismo desconcierto ante el espejo; las mismas penas de los otros, reciclando origen y aniquilación interminables. Súbito espanto de perplejidad al comprender que sólo sanguinarios vínculos de reproducción fusionan a hombres y mujeres. ¿Tendría razón Schopenhauer? ¿Y otros antes que él que lejos de tornarse circunspectos tiraron el asunto a relajo?

¡Cuántos subterfugios mitificados y cuánto apego al sufrimiento por no aceptar armónicamente -¿acaso es tan fácil? No jodan- las obvias leyes de este “enigmático” universo! Suena truculento. En fin, ya no importa, o importa menos, o importa un carajo; me oí decir mientras me vencía el sueño borracho, pues he comprendido que no soy hombre de rencores.

Impressum

Texte: D.R. ©2022. Jesús I. Callejas
Bildmaterialien: Como cantan los viejos, tocan los niños (detalle). Jacob Jordaens. Galería Nacional de Canadá (Ottawa). Foto del autor.
Tag der Veröffentlichung: 26.02.2022

Alle Rechte vorbehalten

Nächste Seite
Seite 1 /