Vol. 2
-IV-
Un curso de filosofía práctica
i
Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza. Al otro día la señorita estaba un poco mejor, se había levantado y apetecido un sopicaldo. «Pero sigue con la misma ideaañadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada. Se lo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí».
Descuida, hijareplicó el caballero, que por mí no ha de quedar. Puedo verla? No la molestaré mucho? Sabe que estoy aquí?
Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.
Quedose solo en el comedor mi hombre, y después de quince minutos de espera, Dorotea le mandó pasar. Estaba Fortunata en su gabinete, tendida en el sofá, la cabeza reclinada sobre un almohadón de raso azul. Tenía puesta la bata de seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tan ajustado, que no se le veía más que el óvalo del rostro. Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como D. Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomole el pulso.
«Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas. Parece una hermana de la Caridad... Vaya con los males de esta señora!».
Ayer estuve muy malitadijo ella con voz apagada. La cabeza se me partía, y como no me podía quitar de entre mí aquella idea, y dale con lo mismo... Lo que una piensa!... Tengo que declarar que soy...
Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido se calla.
No, hombre, no digo eso.Cómo que no?Lo que soy es muy mala, la mujer más mala que ha nacido. Pero usted sabe bien lo que yo he hecho? Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo, porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo...!
Quite usted allá!... No habrá sido tanto.
Vamos ahora a otra cosadijo la joven, sacando de debajo del manto una mano, en la que tenía una carta. Ayer me mandó esto.
Quién? Ah! Santa Cruz.
No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándome consejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la carta cuatro mil reales.
Vamos... No se ha corrido que digamos.
Quiero escribirle hoy mismoindicó ella animándose un poco. Escribirle, no... nada más que meter los dos billetes de dos mil reales dentro de un sobre y devolvérselos.
Hija mía, párese usted y piense bien lo que hacedijo el amigo, acercándose cariñosamente a ella. Eso de devolver dinero es un romanticismo impropio de estos tiempos. Sólo se devuelve el dinero que se ha robado, y usted tenía derecho a que él le diera, no sólo eso, sino muchísimo más. Con que déjese usted de rasgos si no quiere que la silbe, porque esas simplezas no se ven ya más que en las comedias malas. Nada, yo me he propuesto sacarla a usted del terreno de la tontería y ponerla sólidamente sobre el terreno práctico.
Lo que es el dinero no lo tomodeclaró la enferma del corazón, alargando los labios como los niños mimosos.
Ay, qué gracia!... Eso es, y coma usted mimitosdijo el coronel, haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fue posible. Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Eso es lo que él quiere... Tiene usted ahorros?
Tendré unos treinta duros.
Pues eso y nada... De qué va usted a vivir ahora?
Quiero ser honrada.Magnífico... sublime. Lo que no veo tan claro es que para ser honrada sea preciso no comer... Acaso piensa usted trabajar? En qué?... Al menos, con esos cuatro mil reales tiene tiempo de pensarlo y vivir algunos meses. Con que a guardar los monises, y no se hable más del asunto.
No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devolución de los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente la injuria recibida, sin querer hablaba de ella.
«Vaya la que me ha hecho!murmuró después de una pausa, mirando al suelo. Qué manera de pagarme! Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!... Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... Qué ingrata, verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez».
Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesóndijo D. Evaristo, meditando.
Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dos clases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy de aquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.
No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundoafirmó Feijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario. Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande, estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo he de poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que haya equilibrio.
Equi...?Equilibrio.Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es. Y cómo me va usted a recortar?
Oh! Se necesitan muchas lecciones... es la única manera de que usted no sea desgraciada toda la vida. Ah!, este mundo es una gaita con muchos agujeros, y hay que templar, templar para que suene bien. Usted no sabe de la misa la media. Parece que acaba de nacer, y que la han puesto de patitas en el mundo. Qué resulta?, que no sabe por dónde anda. Devuelve el dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces por una misma persona. Bonito porvenir! Yo le voy a enseñar a usted una cosa que no sabe.
Qué?Vivir... Vivir es nuestra primera obligación en este valle de lágrimas, y sin embargo... qué pocos hay que sepan desempeñarla!... Se lo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, como usted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, que empiezo mis lecciones.
Y seré feliz?dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como si le estuvieran echando las cartas.
Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.
Práctica!replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacía siempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismo tiempo. Práctica, qué quiere decir eso?
Y no lo sabe?... No se haga usted más tonta de lo que es!indicó D. Evaristo arrugando también su nariz.
Pues nos haremos pléiticasdijo la señora de Rubín, ridiculizando la palabra para ridiculizar la idea.
Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no quería molestar. Despidiose, prometiendo volver pronto. Por él, volvería dentro de una hora. «Amiguita, usted no puede estar mucho tiempo sola, porque esa cabeza se pone a trabajar... Como usted no me eche, aquí me tendrá otra vez esta tarde».
Y volvió cerca de anochecido trayendo un ramo de flores, y poco después fue un mozo de cuerda con dos o tres tiestos. A Fortunata le gustaban mucho las flores, así vivas como cortadas; tenía los balcones llenos de macetas y se pasaba buena parte de la mañana cuidándolas. Mucho agradeció al buen caballero tales obsequios, que tenían mayor precio en la estación que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas, raras y valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se habló aquella tarde, coligió D. Evaristo que su amiga tenía gustos un poco desacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna flor que no tuviese fragancia, y particularmente las camelias le eran antipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo y sosón de los girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al mérito. Diéranle a ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la tierra, y en fin, todas aquellas flores que ilusionan el sentido en cuanto uno se acerca a ellas...
Y qué tal nos encontramos esta tarde?dijo D. Evaristo inclinándose para verle la cara.
Echábaselas de médico; pero examinaba la cara por lo bonita que le parecía, no por buscar en ella síntomas hipocráticos; y como avanzara la noche y no había luz, tenía que acercarse mucho para ver bien. Continuaba ella en el propio sitio y postura que por la mañana.
Estoy lo mismoreplicó sin moverse. Desde que usted se fue, estuve llorando hasta ahorita.
Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con no moverme de aquí... Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, y al fin tendría usted que llorar para que me marchase... Vamos, hija, modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el alma por la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que se pinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga más contenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto la aflige hoy. Y pronto, muy pronto... Y es preciso distraerse. Sabe usted jugar al tresillo?
Yo? No sé más que el tute. Ese quiso enseñarme el tresillo; pero nunca lo pude aprender. No sabe usted bien lo torpe que soy.
Le gusta a usted el teatro?
Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar a una.
Ave María Purísima!... Esas obras en que sale aquello de «hijo mío!... padre mío!...».
Esas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan las espadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.
Alabado sea el Santísimo!...dijo Feijoo con socarronería. En eso sí que son contrarios nuestros gustos, porque yo, en cuanto veo que los actores pegan gritos y las actrices principian a hacerme pucheritos, ya estoy bufando en mi butaca y mirando para la puerta... Nada de lágrimas. Lo que le conviene a usted ahora es reírse con las piececitas de Lara y Variedades. Para dramas, hija, los de la realidad... Le gustan a usted los bailes de máscaras?
Se va usted a reírreplicó Fortunata incorporándose. En el poco tiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme algo; después no... Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con algún trasto... Creerá usted que no me he divertido ni esto? La careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar. Pues digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca gracia. No puede usted figurarse lo desaborida que soy. No se me ocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, y que no me merezco el palmito que tengo. Él se empeñaba en que yo fuera de otro modo; pero la cabra siempre tira al monte. Pueblo nací y pueblo soy; quiero decir, ordinariota y salvaje... Ah, si viera usted lo furioso que se ponía cuando le decía yo que me gusta un guisado de falda y pechos como los que se comen en los bodegones!
Pues nada; que tenía que esconderme para comer a mi gusto. Y cuando me sermoneaba porque no tengo ese aire de francesa que tiene la Antoñita, esa que está con Villalonga, y otra que llaman Sofía la Ferrolana? «Hasta en la manera de sentarse se diferencian de time decía. Fíjate bien en aquel aire de abandono o de viveza según los casos; en aquella gracia, en aquel modo de andar por la calle. Tú cuando vas por ahí con tu velito y ese pasito reposado, sin mirar a nadie, parece que vas de casa en casa pidiendo para una misa». Ve usted lo que me decía? Y cuando se empeñaba en que me pusiera yo esos cuerpos tan ceñidos, tan ceñidos que con ellos parece que enseña una todo lo que Dios le ha dado?...
Esta mujer me vuelve locopensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento. Si estoy chocho, si no sé lo que me pasa... Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, me declaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo...
Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora sinceridad. Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy. Otro más derecho y bien plantado no había.
«No, lo que es hoy no le digo nadapensaba. Temo hacer el bisoño. Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas. Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».
ii
Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpopensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a colonia. Y dónde está?, qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan... Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. Magnífico!... Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!... Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles... Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas... Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. Cómo rechina el metal!... Ah!, por fin sale...».
Dispénseme usted, amigo D. Evaristodijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza. Estoy de limpia». Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.
«Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo».
Pues ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está como una plata...
Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampoco pinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siempre de pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro... qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otras cosas.
Me la comeríapensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada.
Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.
No, hija, yo no me voy de aquí.
Uy!... Cómo huele usted a colonia. Ese olor sí que me gusta... Pero le vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.
No me importareplicó el buen señor con sonrisa inefable. Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.
Como usted quiera... Pues ándese por ahí... Yo no tengo aquí álbumes ni libros para que se entretenga.
Maldita la falta que me hacen a mí los álbumes... Siga, siga usted y trabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo no tengo absolutamente nada que hacer...
Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada...
«Debo tener una facha...!dijo levantándose para mirarse al espejo que sobre el sofá estaba. María Santísima! Ve usted las pestañas cómo las tengo, llenas de polvo?».
No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...
Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.
Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. Qué piensa usted hacer ahora?
Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.
Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?
Jesús! Y qué cosas se le ocurren!exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.
Pues me parece que no he dicho ningún disparate.
Antes que volver con Maximilianoafirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner, todo lo paso, todo...
Incluso la miseria, la deshonra...
Sí señor.Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito que usted tiene... y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatro mil reales... pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio que buscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado que produzca dinero; conque claro es... si me aciertas lo que llevo en la mano te doy un racimo.
Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.
Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.
De este qué?Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.
Yo quiero ser honradaafirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.
Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: honrada comiendo o sin comer?
Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.
Eso de la honradez es muy bonitoprosiguió Feijoo. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...
No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.
Sin volver con su marido?
Sin volver con mi marido. Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir:
«Hija mía, no lo entiendo...».
Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.
«Vamos, vamosdijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes que sólo están en el pico de la lengua. Y el vivir y el comer?
Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de un hombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. Se echará usted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar un desconocido por las calles, teatros y paseos? A ver... Dígolo porque si quiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido por esos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira para arriba, y que oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene usted fuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soy algo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y por dentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada que hacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida y puedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a un lado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación, encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen las tristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Y no vacilo en decirloagregó alzando la voz, como si se incomodara. Le ha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino el gordo de Navidad».
Quiero ser honradarepitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.
No seré yo quien le quite a usted eso de la cabezadijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.
Qué dice?Nada... También se me ocurre que dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor... En fin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hay prisa... vengo por la rimpuesta, como dice el payo...
iii
Como lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de D. Evaristo González Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese loca. Qué salida tenía fuera de la propuesta por él? Ninguna. Qué honradez era aquella que apetecía, no sabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que tenía que llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó. «Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por tile dijo un día D. Evaristo tuteándola ya; me propongo evitar el escándalo por ti y por mí. Pondré singular cuidado en que ignore esto Juan Pablo Rubín, que fue quien me presentó a ti, en la calle, te acuerdas?, y de ahí viene nuestro dichoso conocimiento. Estas relaciones las hemos de esconder y reservar hasta donde sea humanamente posible. Verás qué bien vamos a estar. Yo te enseñaré a ser práctica, y cuando pruebes el ser práctica, te ha de parecer mentira que hayas hecho en tu vida tantísimas tonterías contrarias a la ley de la realidad».
Fortunata, preciso es decirlo, no estaba contenta, ni aun medianamente. Hallábase más bien resignada y se consolaba con la idea de que dentro de su desgracia no había solución mejor que aquella, y de que vale más caer sobre un montón de paja que sobre un montón de piedras. En los primeros días tuvo horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia, confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas las maldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse y ser adúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin saber cómo ni por qué, todo se le volvía del revés allá en las cavidades desconocidas de su espíritu, y la conciencia se le presentaba limpia, clara y firme. Juzgábase entonces sin culpa alguna, inocente de todo el mal causado, como el que obra a impulsos de un mandato extraño y superior. «Si yo no soy malapensaba. Qué tengo yo de malo aquí entre mí? Pues nada».
Con estos diferentes estados de su espíritu se relacionaban ciertas intermitencias de manía religiosa. En las horas en que se sentía muy culpable, entrábale temor de los castigos temporales y eternos. Acordábase de cuanto le enseñaron D. León y las Micaelas, y volvían a su mente las impresiones de la vida del convento con frescura y claridad pasmosas. Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente. Se pasaba entonces dos o tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que los Padrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas las mañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el lado blanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta dependía de una palabra, de una idea caprichosa que pasaba volando por su espíritu, como pasa un pájaro fugaz por la inmensidad del Cielo. Entre creerse un monstruo de maldad o un ser inocente y desgraciado, mediaban a veces el lapso de tiempo más breve o el accidente más sencillo; que se desprendiese una hoja del tallo ya marchito de una planta cayendo sin ruido sobre la alfombra; que cantase el canario del vecino o que pasara un coche cualquiera por la calle, haciendo mucho ruido.
Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella como un caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias que suelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que era muy breve: «Mira, yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrar a la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soy partidario del sistema preventivo. Quiero que seas leal conmigo, como yo lo soy contigo. En cuanto te canses avisas... Aquí no me entres a ningún hombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladito y no me vuelves a ver... Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si te portas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuera preciso dejarte».
Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero sí le tenía respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había tratado en su vida. Y cuánto sabía! Qué experiencia del mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba! Para poner en ejecución aquel plan de reserva de que hablara al principio, mandole tomar un cuartito modesto. No por economía, pues bien podía él pagar una casa como la que Santa Cruz pagaba; era por recato. Lo de la honradez, que ella anhelaba ignorando el valor exacto de las palabras, no tenía sentido; pero ya que no fuese honrada, al menos pareciéralo, y esto iba ganando, que no era floja ganancia. Un cuartito modesto en un barrio apartado era ya señal de que al menos se evitaba el escándalo. A poco de instalada en su nuevo domicilio, D. Evaristo le compró una buena máquina de Singer, con lo que ella se entretenía mucho. La visita del protector era diaria, pero sin hora fija. Unas veces iba de tarde, otras de noche. Pero siempre se retiraba a su casa a dormir. Convenía que Fortunata tuviese una criada fiel, discreta y de cierta responsabilidad. Feijoo estuvo cosa de un mes buscándola y al fin pudo encontrarla.
Si Fortunata, empezando por conformarse, acabó por sentirse bien, D. Evaristo estuvo desde luego muy a gusto en aquella vida. «Yo no soy celosole decía, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás, como no se descuelgue otra vez el danzante de marras. A este sí que le tengo miedo». Y ella declaraba con su sinceridad de siempre que, en efecto, le conservaba ley al maldito autor de sus desgracias... no lo podía remediar; pero que si la buscaba otra vez, ya sabría ella resistir y darle con toda la fuerza de su honradez en los hocicos, para que no volviera a ser pillo. Al oír esto, Feijoo se mostraba benévolamente incrédulo y decía: «Pidámosle a Dios que no te busque, por si acaso; que a Segura llevan preso».
Vivían retiradamente, y no se presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les iba tan bien que D. Evaristo no cesaba de congratularse. «Ves, chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. Qué necesidad tengo yo de que me llamen viejo verde? Y tú, por qué has de andar en lenguas de la gente? Aquí tienes lo que yo te quería enseñar, ser persona práctica. Al mundo hay que tratarlo siempre con muchísimo respeto. Yo bien sé que lo mejor es que uno sea un santo; pero como esto es dificilillo, hay que tener formalidad y no dar nunca malos ejemplos. Fíjate bien en esto; la dignidad siempre por delante, compañera».
Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia. «Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro... porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar... Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. Ah!, chulita, dirás que yo tengo la moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos...».
Todo esto le pareció a Fortunata muy peregrino cuando lo oyó por primera vez; pero a la segunda, encontrolo conforme con algo que ella había pensado. Pero no sería un disparate? Porque era imposible que ella y Feijoo tuviesen razón contra el mundo entero.
«Conque ya sabesañadió el coronel; el día en que se te antoje faltarme, me lo dices. Yo no creo en las fidelidades absolutas. Yo soy indulgente, soy hombre, en una palabra, y sé que decir humanidad es lo mismo que decir debilidad... Pues vienes y me lo cuentas a mí, en mis barbas; nada de tapujos... Creerás que voy a venir con un revólver para pegarte un tirito y pegarme yo otro?... Valiente asno sería si lo hiciera! No. En nombre de la humanidad y de la especie te miraré con benevolencia... Cierto que me ha de escocer algo. Pero cogeré mi sombrero y me marcharé de tu casa, sin que eso quiera decir que te abandone, pues lo que haré será jubilarte, señalándote media paga».
Pero qué hombre más raro, y qué manera de querer!pensaba Fortunata.
iv
Aquel día comieron juntos; expansión que D. Evaristo se permitía algunas veces. Dijo ella que sabía poner unas judías estofadas a estilo de taberna, que era lo que había que comer.
Quiso Feijoo probar también aquel plato, porque le gustaban algunas comidas españolas. Fortunata tenía una despensa admirablemente provista, y en ropa y trapos gastaba muy poco. Él era tan listo y tan práctico, que supo sin esfuerzo hacerle disminuir el inútil y ruinoso renglón de las modas. En la cuestión de bucólica, sí que no le ponía tasa, y le recomendaba que trajese siempre lo mejor y más adecuado a cada estación. Pero ella no necesitaba que su señor le hiciera estas advertencias, porque, madrileña neta y de la Cava de San Miguel nada menos, sabía lo que se debe comer en cada época. No era glotona; pero sí inteligente en víveres y en todo lo que concierne a la bien provista plaza de Madrid.
Y la verdad era que con aquella vida tranquila y sosegada, eminentemente práctica, se iba poniendo tan lucida de carnes, tan guapa y hermosota que daba gloria verla. Siempre tuvo la de Rubín buena salud; pero nunca, como en aquella temporada, vio desarrollarse la existencia material con tanta plenitud y lozanía. Feijoo, al contemplarla, no podía por menos de sentirse descorazonado. «Cada día más guapapensaba, y yo cada día más viejo». Y ella, cuando se miraba al espejo, no se resistía a la admiración de su propia imagen. Algunos días le pasaba por bajo del entrecejo la observación aquella de otros tiempos: «Si me viera ahora...!».
Pero al punto trataba de alejar estas ideas, que no le traían más que tristezas y cavilaciones.
Vivía en la calle de Tabernillas (Puerta de Moros), que para los madrileños del centro es donde Cristo dio las tres voces y no le oyeron. Es aquel barrio tan apartado, que parece un pueblo. Comunícase, de una parte con San Andrés, y de otra con el Rosario y la V.O.T. El vecindario es en su mayoría pacífico y modestamente acomodado; asentadores, placeros, trajineros. Empleados no se encuentran allí, por estar aquel caserío lejos de toda oficina. Es el arrabal alegre y bien asoleado, y corriéndose al Portillo de Gilimón, se ve la vega del Manzanares, y la Sierra, San Isidro y la Casa de Campo. Hacia los taludes del Rosario la vecindad no es muy distinguida, ni las vistas muy buenas, por caer contra aquella parte las prisiones militares y encontrarse a cada paso mujeres sueltas y soldados que se quieren soltar. Al fin de la calle del Águila también desmerece mucho el vecindario, pues en la explanada de Gilimón, inundada de sol a todas las horas del día, suelen verse cuadros dignos del Potro de Córdoba y del Albaicín de Granada. Por la calle de la Solana, donde habita tanta pobretería, iba Fortunata a misa a la Paloma, y se pasmaba de no encontrar nunca en su camino ninguna cara conocida. Ciertamente, cuando un habitante del centro o del Norte de la Villa visita aquellos barrios, ni las casas ni los rostros le resultan Madrid. En un mes no pasó Fortunata más acá de Puerta de Moros, y una vez que lo hizo, detúvose en Puerta Cerrada. Al sentir el mugido de la respiración de la capital en sus senos centrales, volviose asustada a su pacífica y silenciosa calle de Tabernillas.
Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra. Habíase acostumbrado Feijoo a la amplitud desnuda de sus habitaciones, a las grandes vidrieras, a la altura de techos, y no podía vivir en estas casas de cartón del Madrid moderno. Su domicilio tenía algo de convento, y su vecino en el segundo de la izquierda era un arqueólogo, poseedor de colecciones maravillosas. En toda la casa no se oía ni el ruido de una mosca, pues el Ministro Plenipotenciario del principal era hombre solo, y fuera de las noches de recepción, que eran muy contadas, creeríase que allí no vivía nada.
Por la solitaria calle de las Aguas se comunicaba brevemente Feijoo con su ídolo. No me vuelvo atrás de lo que esta expresión indica, pues el buen señor llegó a sentir por su protegida un amor entrañable, no todo compuesto de fiebre de amante, sino también de un cierto cariño paternal, que cada día se determinaba más. «Qué lástima, compañero!pensaba, que no tengas veinte años menos... De veras que es una lástima. Si a esta la cojo yo antes...! Así como otros estropearon con sus manos inhábiles esta preciosísima individua, yo le hubiera dado una configuración admirable. Qué española es, y qué chocho me estoy volviendo!».
Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba. Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina, hacía la individua unos guisotes y fritangas, cuyo olor llegaba más allá de San Francisco el Grande. De sobremesa, si no jugaban al tute, el buen señor le contaba a su querida aventuras y pasos estupendos de su dramática vida militar. Había estado en Cuba en tiempo de la expedición de Narciso López, y trabajó mucho en la persecución y captura del famoso insurgente. Fortunata le oía embelesada, puestos los codos sobre la mesa, la cara sostenida en las manos, los ojos clavados en el narrador, quien bajo la influencia de la atención ingenua de su amada, se sentía más elocuente, con la memoria más fresca y las ideas más claras. «Tú no puedes hacerte cargo de aquellas noches de luna en Cuba, de aquella bóveda de plata resplandeciente, de aquellos manglares que son jardines en medio de los espejos de la mar... Pues aquella noche de que te hablo, estábamos acechando junto a un río, porque sabíamos que por allí habían de pasar los insurgentes. Oímos un chapoteo en el agua; creímos que era un caimán que se escurría entre las cañas bravas. De repente, pim... un tiro. Ellos!... Al instante toda nuestra gente se echa los fusiles a la cara. Ta-ra-ra-trap... Un negrazo salta sobre mí, y zas, le meto el machete por el ombligo y se lo saco por el lomo... No me he visto en otra, hija».
También había estado en la expedición a Roma el 48. Oh, Roma! Aquello sí que era cosa grande. Qué bonito aquel paso de Pío IX bendiciendo a las tropas! Y la conversación rodaba, sin saber cómo, de la bendición papal a los amoríos del narrador. En esto era la de no acabar, y de la cuenta total salían a siete aventuras por año, con la particularidad de que eran en las cinco partes del mundo, porque Feijoo, que también había estado en Filipinas, tuvo algo que ver con chinas, javanesas y hasta con joloanas. Una salvaje le había trastornado el seso, demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de coquetería no menos refinada que la de los salones europeos. «Ay, qué bueno!exclamaba Fortunata riendo con toda su alma, al oír ciertos lances. Si eso parece de acá...! Pero qué lista...! Has visto? Y luego dicen...!».
De europeas no había que hablar. Contó el ex-coronel aventuras con solteras y casadas, que a su amiga le parecían mentira, y no las habría creído si no las oyera de labios de persona tan verídica y formal. «Pero has visto? Si eso se dice, no se cree... Y si lo escriben, pensarán que es fábula mal inventada. Qué cosas hacen las mujeres! Bien dicen que somos el Demonio».
Debo advertir que nada refería Feijoo que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía lances dignos de ser contados y aun escritos. No se hacía ella de rogar, y como tenía la virtud de la franqueza, y no apreciaba bien, por rudeza de paladar moral, la significación buena o mala de ciertos hechos, todo lo desembuchaba. A veces sentía D. Evaristo gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido antes, todas esas ignominias se habrían evitado... Qué lástima, compañero, qué lástima!... Y lo más raro es que después de tanto manosear hayan quedado intactas ciertas prendas, como la sinceridad, que al fin es algo y la constancia en el amor a uno solo...».
Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no sé por qué, de Juanito Santa Cruz. «Andadijo Fortunata, que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha...».
No lo creo...Pues yo sí...afirmó la prójima fingiendo convicción. Bah! No hay mujer casada que no peque... Ya saben tapar bien esas señoras ricas.
No me gusta, hija, que hables así de persona alguna y menos de esa. Yo me explico que no la quieras bien; pero observa que es inocente de las trastadas que te ha hecho su marido.
Feijoo conocía a algunas personas de la familia de Santa Cruz. A Jacinta y a Juan no les había hablado nunca; pero sí a D. Baldomero y algo a Barbarita. Trataba al gordo Arnaiz, y a otros muy allegados a la familia, como el marqués de Casa-Muñoz y Villalonga; y el mismo Plácido Estupiñá no era un desconocido para él.
«Es preciso que te acostumbresprosiguió con cierta severidad, a no hacer juicios temerarios, huyendo de cuanto pueda herir o lastimar a una familia respetable. Dobla la hoja y hazte cuenta de que esa gente se ha ido a Ultramar, o se ha muerto».
Te diré una cosa que ha de pasmarteindicó Fortunata con la expresión grave que tomaba cuando hacía una declaración de extremada y casi increíble sinceridad. Pues el día en que vi por primera vez a Jacinta, me gustó... sin que por gustarme dejara de aborrecerla. Una noche me acosté con el corazón tan requemado de celos, que me sentía capaz... hasta de matarla... mira tú.
Bah!, no digas tonterías... No me hace gracia que te pongas así... Eso de matar a la rival es hasta cursi...
Pero si no he acabado... déjame que te cuente lo mejor. La aborrezco y me agrada mirarla, quiere decirse, que me gustaría parecerme a ella, ser como ella, y que se me cambiara todo mi ser natural hasta volverme tal y como ella es.
Eso sí que no lo entiendodijo Feijoo cayendo en un mar de meditaciones. Caprichos del corazón.
Y al levantarse, apoyando las manos en los brazos del sillón, notó ay!, que el cuerpo le pesaba más; pero mucho más que antes.
v
No pararon aquí las observaciones referentes a su decaimiento físico. Una mañana, al levantarse, notó que la cabeza se le mareaba. Jamás había sentido cosa semejante. En la calle advirtió que para andar completamente derecho, necesitaba pensarlo y proponérselo. Pasando junto a la carcomida puerta del convento de la Latina, no pudo menos que mirarse en ella como en un espejo. Se vio allí bien claro, cual vestigio honroso conservado sólo por indulgencia del tiempo. «Todo envejece pensó, y cuando las piedras se gastan, cómo no ha de gastarse el cuerpo del hombre!».
Y los síntomas de decadencia aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos. Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía. A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo. Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba. Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones. Al ponerse las botas, la rodilla derecha le dolía como si le metieran por la choquezuela una aguja caliente, y siempre que se inclinaba, un músculo de la espalda, cuyo nombre no sabía él, producíale molestia lacerante, que fuera terrible si no pasara pronto... «Qué bajón tan grande, compañerose decía, pero qué bajón! Y esto va a escape. Ya se ve. La locurilla me ha cogido ya con los huesos duros y con muchas Navidades encima... Pero francamente, este bajoncito no me lo esperaba yo todavía...».
Esto le ocasionó grandes tristezas que al principio trataba de disimular delante de su querida; pero una tarde que estaban sentados junto al balcón, se le abatieron tanto los espíritus que no pudo contener su pena y la confió a su amiga: «Chulita, habrás notado que yo... pues... habrás visto que mi salud no es buena. Y entre paréntesis, qué edad me echas tú?».
Sesentadijo ella seriamente con la reserva mental de que se quedaba algo corta.
Hace unos días que he entrado en lo sesenta y nueve... Dentro de nada setenta... Sabes que de quince días a esta parte me parece que he envejecido de golpe y porrazo veinte años? Yo me conservaba en mis apariencias y en mis bríos de cincuenta, cuando de improviso la naturaleza ha dicho: «Que me voy... que no puedo más...!».
Fortunata había notado el bajón; pero, como es natural, no hablaba de semejante cosa.
«Lo que más me cargadijo D. Evaristo con rabia, dando un puñetazo en el brazo del sillón, es que la vista... Yo siempre he tenido una vista como un lince. Figúrate que en la Habana veía, desde el castillo de Atarés, las señales del vigía del Morro, distinguiendo perfectamente los colores de las banderas. Pues desde ayer noto no sé qué. Algunos objetos se me oscurecen completamente, y cuando me da el sol, me pican los ojos... Desde mañana pienso usar gafas verdes. Estaré bonito. En cuanto al oído, ya te habrás enterado. Hace días era el izquierdo, ahora es el derecho; he ascendido: era teniente y soy ya capitán. Te aseguro que estoy divertido. Pero es insigne majadería rebelarse contra la naturaleza. Tiene ella sus fueros, y el que los desconoce, lo paga. Yo he sido en esto poco práctico, siéndolo tanto en otras cosas; pero ya que se me olvidaron los papeles en el caso este de hacer el pollo a los sesenta y nueve años, voy a recogerlos para prevenir las malas consecuencias. Ahora es preciso que me ocupe más de ti que de mí. Yo, poco puedo durar...».
No... qué tontuna!dijo Fortunata, aquella vez más piadosa que sincera.
A mí no me vengas tú con zalamerías. Por mucho que tire... pon que tire un año, dos; eso si no me quedo el mejor día hecho un monigote y en tal estado que tengas tú que sonarme y ponerme la cuchara en la boca. De todas maneras, ya tengo poca cuerda, chulita de mi alma, y tengo que pensar mucho en ti, que la tienes todavía para rato, pues ahora estás en la flor de tus años y en lo mejor de tu hermosura.
Y otro día, subiendo la escalera, notaba que casi la subía más con los brazos que con las piernas, pues tenía que ampararse del pasamanos, haciendo mucha fuerza en él. «Esto va por la posta. Si me descuido, no tengo tiempo ni de dejar a esta infeliz bien defendida de los pillos y de las propias debilidades de su carácter. Pobre chulita! Hay que mirar mucho cómo la dejo, porque esta al son que la tocan baila. Lo que se me ha ocurrido para asegurarla contra incendios, es decir, contra los rasgos de todas clases, quizás no le guste; de fijo que no le gustará. Pero ya irá comprendiendo que no hay otro camino... Ay de mí, que aún me falta un tramo! Dios nos asista. Quién me había de decir a mí...!».
Al entrar en la casa, pasó insensiblemente del soliloquio al discurso, dando voz a sus meditaciones. «Quién me había de decir a mí que llegaría a ocuparme de que existan boticas en el mundo! Yo que jamás caté píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de potingues; y si fuera a hacer todo lo que el médico me dice, no duraría tres días. Y quién me había de decir a mí que le haría ascos a la comida, yo que jamás le he preguntado a ningún plato por sus intenciones! El estómago se me quiere jubilar antes que lo demás del cuerpo, y ya debes suponer que faltando el jefe de la oficina... En fin, qué le hemos de hacer».
Al llegar aquí, D. Evaristo tenía que alzar mucho la voz para hacerse oír, porque en la calle se situó un pianito de manubrio, tocando polkas y walses. Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armose igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.
«Pues sobre que estoy sordodijo el simpático viejo, la vecindad no nos deja oírnos. Callémonos, que tiempo hay de hablar».
Fijó sus tristes miradas en el suelo y Fortunata, con los brazos cruzados, mirábale atenta, contemplando los estragos de la degeneración senil en su fisonomía, mientras se alejaban y extinguían en la calle los picantes ritmos del baile. La tarde caía; pronto iba a ser de noche, y como Feijoo tenía horror a la oscuridad, su amiga encendió luz, que puso en la mesa de camilla, y cerró después las maderas.
«En dónde has estado hoy?» le preguntó D. Evaristo, que casi todas las noches le hacía la misma pregunta, no por fiscalizar sus actos, sino porque de aquella interrogación salía casi siempre una plática agradable.
Pues hoy al mediodía subí a casa de las del curadijo ella sonriendo y pasándole el brazo por encima de los hombros. Son dos sobrinas o qué sé yo qué, guapillas, y se parecen aunque no son hermanas. Ayer estuvieron aquí y me dijeron si les quería pespuntar y dobladillar unas tiras para tableado de vestidos. Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras... no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.
Había hecho Fortunata algunas relaciones en la vecindad más próxima. Se visitaba con los inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas maneras, que había perdido con el roce de otra gente de más afinadas costumbres. El ademán de llevarse las manos a la cintura en toda ocasión volvió a ser dominante en ella, y el hablar arrastrado, dejoso y prolongando ciertas vocales, reverdeció en su boca, como reverdece el idioma nativo en la de aquel que vuelve a la patria tras larga ausencia. La gente más fina de aquella vecindad, o la que más procuraba serlo, era la familia del cura, y estas dos sobrinas eclesiásticas se esforzaban en hacer contrastar su lenguaje atildado con el de su hermosa vecina.
«Pero no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy?prosiguió Fortunata conteniendo la risa. Ay qué gracia!... Te lo contaré para que te rías. La mayor, que es la más estirada, levantó las cejas, y mirándome como con lástima, y echando aquella voz tan fina, pero tan fina que parece que se la han hecho las arañas, fue y me dijo, dice: 'Pero ese señor, no se casa con usted?'. Por poco suelto el trapo... Yo le contesté 'puede' y siguió con el sermón. Para que me dejara en paz le dije al fin que sí, que nos íbamos a casar, que ya estábamos sacando los papeles y que pronto se echarían las proclamas».
Bien contestado... Qué ganas de meterse en lo que no les importa!
Y ahora te pregunto yodijo Fortunata más cariñosa, pero bastante más seria. Si yo fuera soltera, te casarías conmigo?
Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideasreplicó él de buen humor. Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse? Algo de esto pasa, chulita, y una cosa es hablar desde la altura de una salud perfecta y otra al borde del hoyo... Pero en esto del matrimonio te aseguro que no han variado mis ideas. Sigo creyendo que el casarse es estúpido, y me iré para el otro barrio sin apearme de esto. Qué quieres! Yo he visto mucho mundo... A mí no me la da nadie. Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.
Por aquí siguió en su ingenioso tema; pero Fortunata no entendía bien estas teorías, sin duda por el lenguaje que empleaba su amigo. A poco de esto se puso ella a cenar. Feijoo no tomaba más que un huevo pasado y después chocolate, porque su estómago no le permitía ya las cenas pesadas. Pero en su frugal colación gozaba viendo comer a su protegida, cuyo apetito era una bendición de Dios.
«Hija, tienes un apetito modelo. Te estoy mirando, y al paso que te envidio, me felicito de verte tan bien agarrada a la vida. Así, así me gusta... No te dé vergüenza de comer bien, y puesto que lo hay, aplícate todo lo que puedas, que día vendrá... ojalá que no. Ya ves qué contraste; yo voy para abajo, tú para arriba. Cuando digo que tienes lo mejor de la vida por delante...! Y buena tonta serás si no engordas todo lo que puedas, y te pones las carnes aún más duras y apretadas si es posible. Figúrate si con esas tragaderas estarás bien dispuesta para el amor».
Después de esto y mientras Fortunata se comía una cantidad inapreciable de pasas y almendras, cogiéndolas del plato una a una y llevándoselas a la boca sin mirarlas, el bondadoso anciano siguió sus habladurías con cierto desconcierto, y como desvariando. A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón:
«Si siempre he sostenido lo mismo, si no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la Sociedad. Míranse un hombre y una mujer. Qué es? La exigencia de la especie que pide un nuevo ser, y este nuevo ser reclama de sus probables padres que le den vida. Todo lo demás es música; fatuidad y palabrería de los que han querido hacer una Sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Naturaleza. Si esto es claro como el agua! Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal social del amor, que es un fárrago de tonterías inventadas por los feos, los mamarrachos y los sabios estúpidos que jamás han obtenido de una hembra el más ligero favorcito».
Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita. Feijoo le cogió la barbilla entre sus dedos, diciéndole con cariño: «Verdad, chulita, que tengo razón? Verdad que sí?... Ay, qué será de ti, chulita, cuando yo me muera!... Y en lo que me queda de vida, si esta se prolonga y voy más para abajo todavía...? Hay que preverlo todo, compañera. Me ha entrado un desasosiego...! Qué gruesa estás y qué hermosota, y yo... yo... concluido, absolutamente concluido! Soy un reloj que tocó su última campanada, y aunque anda un poco todavía, ya no da la hora».
Nomurmuró ella frotándole el pecho con su cabeza, no... Todavía...
Ay, qué ilusión! Yo acabé. El estómago me pide el retiro. Hay algo en mí que ha hecho dimisión; pero dimisión irrevocable; efectividad concluida, funciones que pasaron a la historia. Es preciso prevenir... mirar por ti, asegurarte contra la tontería.
Fortunata se reía, y para calmarle aquel desasosiego que sus estrafalarios pensamientos y aprensiones le causaban, prodigole aquella noche, hasta que se separaron, los cariños y cuidados de una hija amantísima con el mejor de los padres.
vi
Al siguiente día, Feijoo le dijo al entrar: «Hoy es la primera vez que he tenido que tomar un coche desde la Plaza Mayor aquí. Hasta ahora las piernas se han defendido; estas piernas que han hecho marchas de seis leguas en una noche... Tengo el simón a la puerta. Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur». Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar.
Pasearon un buen ratito, sin que tuvieran ningún encuentro desagradable. Dos días después, don Evaristo no fue a verla, y en su lugar llegó el criado con una breve esquelita, llamándola. El señor había pasado muy mala noche, y el médico le había ordenado que se quedase en la cama. Corrió allá Fortunata muy afligida, y le vio incorporado en el lecho, afectando tranquilidad y alegría. «No es nada de particularle dijo, haciéndola sentar a su lado. El médico se empeña en que no salga. Pero no estoy mal; casi casi estoy mejor que los días pasados. Sólo que como no tengo costumbre de encamarme... Desde que pasé la fiebre amarilla en Cuba hace cuarenta años, no sabía yo lo que son sábanas a las cuatro de la tarde. Qué ganas tenía de verte! Anoche me entró como una angustia... Creí que me moría sin dejarte arreglada una vida práctica, esencialmente práctica. Por lo que pueda tronar, te voy a decir lo que desde hace días tengo pensado. Verás qué plan. Al principio puede que te escueza un poco; pero... no hay otro remedio, no hay otro remedio».
Inclinose del lado en que la joven estaba, para poner su boca lo más cerca posible del oído de ella, y le disparó cara a cara estas palabras:
«Resultado de lo mucho que cavilo por ti. Es preciso que te vuelvas a unir a tu marido».
Contra lo que el simpático viejo esperaba Fortunata no hizo aspavientos de sorpresa.
Puso, sí, una carita muy monamente apenada, y alzando la voz, dijo:
«Pero eso, cabe en lo posible?».
No necesitas alzar mucho la voz. Hoy estoy mucho mejor de la sordera. Por este oído izquierdo me entra todo perfectamente, y no sale por el otro... Dices que si cabe en lo posible? De eso se trata; de hacerle hueco. Ya he tanteado el terreno. Esta mañana estuvo Juan Pablo a verme y le eché una chinita. Has de saber que anteayer me encontré a doña Lupe en la calle y le arrojé otra chinita.
Ellos saben...?preguntó la señora de Rubín con los labios muy secos.
Esto?... Creo que no. Quizás lo sospechen; pero oficialmente no saben nada.
Ay!, no me podías decir nadamanifestó la joven dándose un lengüetazo en los labios, que se le secaban más todavía, nada que me fuera más antipático, más...
Yo lo comprendo...Si tú no te has de morirdijo Fortunata irguiéndose con brío, en son de protesta. Si te pondrás bueno...!
Feijoo había cerrado los ojos, y se sonreía en las tinieblas de su meditación. La chulita callaba mirándole. Con aquella sonrisa, que parecía la que les queda a algunas caras después que se han muerto, contestaba D. Evaristo mejor que con palabras.
«Y a Nicolás le has echado otra chinita?» preguntó ella después de una pausa, queriendo alegrar conversación tan lúgubre.
No, porque no le he visto. Es el más bruto de los tres. Tú créeme; si ganamos a doña Lupe, todos los demás bajarán la cabeza, incluso tu marido. Doña Lupe es la que manda allí, y peor para ellos si no mandara.
Oh!, yo dudo mucho que quieran... Les jugué una partida muy serranaafirmó ella, gozosa de encontrar un argumento contra aquel plan tan contrario a su gusto, pero muy serrana. Lo que yo hice es de eso que no se perdona.
Todo se perdona, hija, todo, tododijo el enfermo con indulgencia empapada en escepticismo. Por muy grande que nos figuremos la masa de olvido derramado en la sociedad como elemento reparador, esa masa supera todavía a todos nuestros cálculos. El bien y la gratitud son limitados; siempre los encontramos cortos. El olvido es infinito. De él se deriva el vuelva a empezar, sin el cual el mundo se acabaría.
Oh!, no, no es posible... No tienen vergüenza si me perdonan.
Eso, allá ellos... Lo que me importa a mí es que tú quedes en una situación correcta y sobre todo... práctica. Tienes tú en ti misma poca defensa contra los peligros que a la vida ofrece continuadamente el entusiasmo. Si te dejo sola, aunque te asegure la subsistencia, te arrastrarán otra vez las pasiones y volverás a la vida mala. Necesita mi niña un freno, y ese freno, que es la legalidad, no le será molesto si lo sabe llevar... si sigue los consejos que voy a darle. Tonta, tontaina, si todo en este mundo depende del modo, del estilo... Nada es bueno ni malo por sí. Me entiendes? Ojo al corazón es lo primero que te digo. No permitas que te domine. Eso de echar todo por la ventana en cuanto el señor corazón se atufa, es un disparate que se paga caro. Hay que dar al corazón sus miajitas de carne; es fiera y las hambres largas le ponen furioso; pero también hay que dar a la fiera de la sociedad la parte que le corresponde, para que no alborote. Si no, lo echas todo a rodar, y no hay vida posible. A ti te asusta el hacer vida común con tu marido porque no le quieres...
Ni tanto así; no le quiero, ni es posible que le quiera nunca, nunca, nunca.
Corriente. Pues todo se arreglará, hija, todo se arreglará... No te apures ni pongas esa cara tan afligida. Hablaremos despacio. Por hoy no quiero calentarte la cabeza, ni calentármela yo, que bastante he charlado ya, y empiezo a sentirme mal. Está la cosa aprobada en principio... en principio.
Quedose dormido el buen señor, que por haber pasado muy mala noche, tenía sueño atrasado, y Fortunata permaneció a su lado sin chistar ni moverse por no turbar su descanso. Examinaba la habitación y habría deseado poder escudriñar la casa toda. De lo que en la alcoba observó, hubo de sacar el conocimiento de que la casa estaba muy bien puesta. D. Evaristo, que tan práctico quería ser en la vida social, debía de serlo más en la doméstica, y, conforme a sus ideas, lo primero que tiene que hacer el hombre en este valle de inquietudes es buscarse un buen agujero donde morar, y labrar en él un perfecto molde de su carácter. Soltero y con fortuna suficiente para quien no tiene mujer ni chiquillos ni familia próxima, Feijoo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casa y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos en el filo mismo de su santísima voluntad. Más que por el lujo, despuntaba la casa por la comodidad y el aseo. Gobernábala una tal doña Paca, gallega, que tuvo casa de huéspedes distinguidos y recomendados, en la cual vivió Feijoo mucho tiempo, y completaban la servidumbre una cocinera bastante buena y un criado muy callado y ya algo viejo, que había sido asistente de su amo.
Este despertó como a la media hora de haberse dormido, y restregándose los ojos y gruñendo un poco, hubo de asombrarse de ver allí a su amiga, y alargó la cabeza para mirarla. Viéndola reír, se expresó así:
«Pues con el sueñecito que he echado perdí la situación, chica, y al despertar, no me acordaba de que habías quedado ahí... Y viéndote ahora, me decía yo, en ese estado de torpeza que divide el dormir del velar: 'pero es ella la que veo? Cómo y cuándo ha venido a mi casa?'».
Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que doña Lupe la de los Pavos, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. Tontería y fatuidad suya!... Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía».
Se había hecho de noche y los dos interlocutores no se veían. Feijoo llamó para que trajeran luz, y cuando la trajo doña Paca, la primera claridad que se esparció por el aposento sirvió al ama de llaves para examinar con rápida inspección el rostro de la amiga de su señor, diciéndose: «esta es la pájara que nos le ha trastornado». Aquel curioseo receloso de criado que espera heredar, fue seguido de diferentes pretextos para permanecer allí con idea de pescar algo de la conversación. Pero mientras Paca estuvo en la alcoba haciendo que ordenaba las cosas, moviendo los trastos y revisando las medicinas, D. Evaristo no desplegó los labios. Miraba a su ama de llaves, y su sonrisa maliciosa quería decir: «tú te cansarás».
Así fue. Retirose la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema: «Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padre-nuestro».
Como un dómine que repite la declinación a sus discípulos, machacando sílaba tras sílaba, cual si se las claveteara en el cerebro a golpes de maza, D. Evaristo, la mano derecha en el aire, actuando a compás como un martillo, iba incrustando en el caletre de su alumna estas palabras:
«Guardando... las... apariencias, observando... las reglas... del respeto que nos debemos los unos a los otros... y... sobre todo, esto es lo principal... no descomponiéndose nunca, oye lo que te digo... no descomponiéndose nunca... (A la segunda repetición del concepto, la mano del dómine quedábase suspendida en el aire; y sus cejas arqueadas en mitad de la frente, sus ojos extraordinariamente iluminados denotaban la importancia que daba a este punto de la lección)... no descomponiéndose nunca, se puede hacer todo lo que se quiera».
Después le entró tos. Doña Paca se apareció dando gruñidos y diciendo que la tos provenía de tanto hablar, contra lo que el médico ordenaba. «A usted no le ha de matar la enfermedad, sino la conversación... A ver si toma el jarabe y cierra el pico». Para atenuar el efecto de esa salida un tanto descortés, estando presente una visita, la señora aquella agració a la intrusa con una sonrisilla forzada. Cuál de las dos daría al enfermo la cucharada de jarabe? Quiso hacerlo el ama de llaves; pero Fortunata estuvo más lista. La otra tomó su desquite, arrojando una observación de autoridad displicente a la cara de la entrometida. «Eso es, dele el cloral en vez del jarabe, y la hacemos...».
«Pero no es esta la medicina?».
Esa es, sí... pero podía usted haberse equivocado. Para eso estoy yo aquí.
Que me dé lo que quieragruñó Feijoo con burlesca incomodidad. A usted qué le importa, señora doña Francisca?...
Es que...Bueno; aunque me envenenara. Mejor.
vii
Al verse otra vez en su casa y sola, Fortunata no podía con la gusanera de pensamientos que le llenaba toda la caja de la cabeza. Volver con su marido! Ser otra vez la señora de Rubín! Si un mes antes le hubieran hablado de tal cosa, se habría echado a reír. La idea continuaba teniendo para ella una extrañeza dolorosa; pero después de lo que oyó al buen amigo no le parecía tan absurda. Llegaría aquello a ser posible y hasta conveniente? Un cuchicheo de su alma le dijo que sí, aunque las antipatías que los Rubín le inspiraban no se extinguieran. Que D. Evaristo se moría pronto era cosa indudable: no había más que verle. Qué iba a ser de ella, privada de la dirección y consejo de tan excelente hombre?... Cuidado que sabía el tal! Toda la ciencia del mundo la poseía al dedillo, y la naturaleza humana, el aquel de la vida, que para otros es tan difícil de conocer, para él era como un catecismo que se sabe de memoria. Qué hombre!
Así como en las mutaciones de cuadros disolventes, a medida que unas figuras se borran van apareciendo las líneas de otras, primero una vaguedad o presentimiento de las nuevas formas, después contornos, luego masas de color, y por fin, las actitudes completas, así en la mente de Fortunata empezaron a esbozarse desde aquella noche, cual apariencias que brotan en la nebulosa del sueño, las personas de Maxi, de doña Lupe, de Nicolás Rubín y hasta de la misma Papitos. Eran ellos que salían nuevamente a luz, primero como espectros, después como seres reales con cuerpo, vida y voz. Al amanecer, inquieta y rebelde al sueño, oíales hablar y reconocía hasta los gestos más insignificantes que modelaban la personalidad de cada uno.
Levantose la chulita muy tarde y recibió un recado de su amigo diciéndole que estaba mejor y que se levantaría y saldría a la calle con permiso del tiempo. Esperó su visita, y en tanto no cesaba de cavilar en lo mismo. La gratitud que hacia Feijoo sentía, era más viva aún que antes, y habría deseado que la vida que con él llevaba continuase, pues aunque algo tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otra mejor. «Si dura mucho esto, llegaré a cansarme y a no poder sufrir esta sosería?
Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de querer fuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole la ilusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua. Pero no se conformaba; quizás cada día la conformidad era menor... quizás veía con agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocido que interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio sus facultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.
Don Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmerose ella en esto, y cuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo, planteándole la cuestión resueltamente. «Y también te digo una cosa. No veo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no ser simpático; pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis; pero tampoco es el coco. Mujeres hay casadas con hombres infinitamente peores, y viven con ellos; allá tendrán sus encontronazos; pero se arreglan y viven... Tú no seas tonta, que no sabes la ganga que es tener un hombre y una chapa decorosa en el casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serás feliz. Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el que tienes, que otro de mejor lámina, porque con un poco de muleta harás de él lo que quieras. Me han dicho que desde la separación está muy taciturno, muy dado a sus estudios, y que no se le conocen trapicheos ni distracciones... Por grandes que sean sus resentimientos, chica, creo que en cuanto le hablen de volver contigo, se le hace la boca agua».
Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.
«Que no? Ay, chulita!, tú no conoces la naturaleza humana. Cree lo que te he dicho. Maximiliano te abrirá los brazos. No ves que es como tú, un apasionado, un sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esa locura, se pirran por perdonar. Ah, perdonar! Todo lo que sea rasgos les vuelve locos de gusto. Tú déjate querer, grandísima tonta, y hazte cargo de que se te presenta un ancho horizonte de vida... si lo sabes aprovechar».
Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelo de lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo que no podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familia que se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en el entendimiento.
Feijoo mejoró sensiblemente en los días que siguieron al arrechucho aquel. Recobró parte de sus fuerzas, algo del buen humor, y las presunciones de próxima muerte se desvanecieron en su espíritu. Mas no por esto desistió de llevar adelante un plan que había llegado a ser casi una manía, absorbiendo todos sus pensamientos. Decidido a hablar con Juan Pablo, fue a verle una mañana al café de Madrid, donde tenía un rato de tertulia antes de entrar en la oficina, pues al fin miseria humana!, hubo de aceptar la credencialeja de doce mil que le había dado Villalonga, por recomendación del mismo Feijoo. No estaba contento ni mucho menos con esto del orgulloso Rubín, y se quejaba de que una amistad sagrada le hubiera puesto en el compromiso de aceptar el turrón alfonsino. Por supuesto que la situación no duraba ni podía durar. Cánovas no sabía por dónde andaba. Entre tanto, y supiera o no don Antonio lo que traía entre manos, ello es que Juan Pablo se había comprado una chistera nueva, y tenía el proyecto de trocar su capa, algo deshilachada de ribetes y mugrienta de forros, por otra nueva. Eso al menos iba ganando el país.
Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los círculos políticos y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ninguna tan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño fino que transformó a don Basilio Andrés de la Caña a los seis días de colocado. Hundiose en los abismos del ayer la levita antigua, con toda su mugre, testimonio lustroso de luengos años de cesantía y de arrastrar las mangas por las mesas de las redacciones. Completaba el buen ver de la prenda un sombrero de moda, y el gran D. Basilio parecía un sol, porque su cara echaba lumbre de satisfacción. Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo. No quiero hablar de las otras muchas levitas y gabanes flamantes que se veían por Madrid, ni de las señoras que trocaban sus anticuados trajes por otros elegantes y de última novedad. Este es un fenómeno histórico muy conocido. Por eso cuando pasa mucho tiempo sin cambio político, cogen el cielo con las manos los sastres y mercaderes de trapos, y con sus quejas acaloran a los descontentos y azuzan a los revolucionarios. «Están los negocios muy parados» dicen los tenderos; y otro resuella también por la herida diciendo: «No se protege al comercio ni a la industria...».
Cuando Feijoo entró en el café de Madrid, Juan Pablo no había llegado aún, y decidió esperarle en el sitio que su amigo acostumbraba ocupar. A poco entró D. Basilio presuroso, de levita nueva, el palillo entre los dientes, y se dirigió al mostrador con ademanes gubernamentales. «Que me lleven el café a la oficina» dijo en voz alta, mirando el reloj y haciendo un gesto, por el cual los circunstantes podrían comprender, sin necesidad de más explicaciones, el cataclismo que iba a ocurrir en la Hacienda si D. Basilio se retrasaba un minuto más.
«Hola, D. Evaristodijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano. Cómo va la salud...? Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur».
Buen pelo echamos, eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.
Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan. Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía. Pero esto era insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronada y hambrienta que estaba Fortunata, la veían tan hermosa...! No, de ninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora de Rubín con su desgracia. Y cómo evitar que del indicio de aquellas apretadas carnes y de aquel color admirable indujeran los parientes la certeza de una vida regalona, alegre y descuidada?... Uno rato estuvo mi hombre discurriendo cómo probar que no es cosa del otro jueves que las personas afligidas engorden, y aún no había logrado construir su plan lógico, cuando llegó Juan Pablo, frotándose las manos, y dejando ver en su cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el café le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como aquello de es nervioso... pasee usted... yo también estuve así, Feijoo abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad, negociar la reconciliación.
«Probrecilla!dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso, con aquella pausa que constituía un verdadero placer. Dice usted que pasando miserias y muy arrepentida... Cuánto se habrá desmejorado!».
Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así, muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
Y Santa Cruz, no...?Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación...
Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
«Mire usted, compañerole dijo con reposado acento; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».
Era un suponer, D. Evaristomanifestó Rubín desdiciéndose.
Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
No, no he dicho nada...Además, diferentes veces me ha oído usted decir que hace tiempo que me corté la coleta.
Sí, sí.Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... Pues estoy yo bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...! Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
Tiene usted razón, y lo que siento qué cuña!, es que no viera en mi reticencia una broma...
Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna, quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de estos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso inglés, en ese estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.
«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con ella... Lo mejor es que le hable usted».
Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del establecimiento.
Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica. Le había dado por ahí.
Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido con la perra pechona, el hurón, y con que si la perdiz venía o no venía al reclamo. No sabía aún a qué local mudarse; pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a Madrid D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes y el Pater. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas de Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló Juan Pablo de política, diciendo con mucho tupé que el Gobierno estaba de cuerpo presente, y que la situación duraría... a todo tirar, a todo tirar, tres o cuatro meses.
viii
La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta entrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamos bien».
Pero qué... qué hay? buenas noticias?
Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
Le ha visto usted?No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que vuelve gilís a los hombres.
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo... Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
Ah!... De esos que hablan con las patas de las mesas? Alabado sea...!
No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos alegronesdijo él abrazándola, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe la de los Pavos». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
«Impresiones muy buenasañadió el diplomático.... Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos. Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí... pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle. Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falte?».
Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en ella en asuntos de dinero... Ah!... leo en ella como leo en ti. No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con polisón o sin él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada por arte de brujería. «Yo conozco esta carase dijo Feijoo. Ah! ya; es el que llamábamos Ramsés II, el pobre Villaamil que sólo necesitaba dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «Yo, qué más quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota... Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un instante después Ramsés II pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «Ah!, buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».
Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café.
Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose, avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con un mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada. La indivudua eran el amor de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia, por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted... Cinco meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... Cinco meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquí llegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».
Pero qué es lo que usted tiene?preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la humanidad.
Que qué tengo? Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. Sesenta años!, le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermanoañadió Maxi, que digiere usted mal».
Cinco meses lleva mi estómago de indisciplinareplicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el cese.
Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
Poco mal y bien quejadoafirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el hombro.
Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesantedijo Feijoo. Por mí no se interrumpan.
Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
Nada, es que me quiere convencermanifestó Maximiliano con calor, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí dueledijo el ex-coronel, arrimándose al partido de Maximiliano. El alma!... Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
Pero si ya te he dicho...argüía sofocado Juan Pablo.
Déjame que acabe...No es eso... qué cuña!
Volvemos a lo mismo. No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?
Otra te pego! Pero ven acá...
Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.
Espérate un poco... no es eso.
Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
Buen par de chiflados estáis los dos!dijo para sí D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
Dale, bola!...replicó Maxi. Si no es eso... Yo, soy yo?... me reconozco como tal yo en todos mis actos?
No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.
Que yo soy un fenómeno!... Ave-María Purísima, qué disparate!
Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, qué cuña!, es el conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.
Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía La Correspondencia y de otro que hablaba del precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba.
«Si se me permite dar una opinióndijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues, juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el paso una figura macilenta y sepulcral. Era Ramsés II, que venía en busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa.
Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalongadijo D. Evaristo embozándose; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.
ix
Al cual dijo en la puerta: «Hacia dónde va usted con su cuerpo?».
Yo? A la calle del Ave María.
Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje usted que me emboce bien... Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me ayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto cabeza... Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... un muchacho de entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.
No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de qué se trataba, contestó humildemente: «Tiene usted mucha razón... pero mucha razón».
«El hombre que como ustedprosiguió don Evaristo, no se deja engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente caramba!, mirando para el cielo, no para la tierra...».
Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.
«Mire uste, Sr. D. Evaristodijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las hojas de los libros. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me habría muerto ya cien veces. Y si viera usted qué distinto es el mundo mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy ahora».
Claro... A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama?dijo gozoso don Evaristo. Para perderse nada más. Dichoso el que sabe elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las verdades eternas!
Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que nos viene como anillo al dedo».
En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del díaprosiguió Maxi con cierto énfasis, llega uno a olvidarse de que vivimos para perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.
Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así, tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en la vida real.
La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil amarguras... Ay, señor don Evaristo! Parece mentira que yo esté tan fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre, después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen, concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar... Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay que anularse para triunfar; decir no soy nada para serlo todo.
Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto. «A un espíritu tan bien fortalecidole dijo, se le puede hablar sin rodeos. Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?».
Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó afirmativamente con embarazo y turbación.
«Por mi parteañadió D. Evaristo, haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella desea volver...».
Lo desea!exclamó Rubín, dejando caer el embozo.
Toma! Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara cómo me había de meter yo en semejante negocio? No comprende usted...?
Sí... pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.
Vamos, que no será tantodijo para sí don Evaristo, subiéndose el embozo.
Es imposiblerepitió Maxi.
Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero... Yo creo que cuando usted madure la idea...
Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...
En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...
Yo!... pero D. Evaristo...
Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene, caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con esa espiritualidad de la... pues... de... claro...
Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?
Hijo, yo creo que las dará... pero es claro que usted no debe apurar mucho tampoco... O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante, detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted de corazón.
Yo lo dudo.Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza que a entrambos les conviene volver a unirse.
Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:
«Amigodijo parándose en la puerta de la botica. Su mujer de usted me ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre lo que quieran hacer de ella los que la traten».
Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.
«Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella imaginacioncilla tan desenvuelta. 'Pero, hija mía, es preciso pensar lo que se hace, y dejarse de tonterías'. Yo muy serio. Creo que algo he conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen fondo, buen corazón... sólo que algo grande... y careciendo de las malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las tonterías que ella ha hecho... En fin, hijo, usted dirá que quién me mete a mí a leñador, pero qué quiere usted?, a los viejecillos nos gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que eviten los tropezones que hemos dado nosotros».
Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le apretaba la garganta. Despidiose D. Evaristo, dejando al pobre chico en tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.
Al siguiente día, D. Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole: «El último beso... La aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en ti... Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un poco de calor».
Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar...
Has hablado con él...?dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.
Vete acostumbrando a tratarme de usted...replicó él con cierta severidad. No se te escape una expresión familiar, porque entonces la echamos a perder. Yo también te trataré de usted delante de gente... Todo acabó... Fortunata, no soy para ti más que un padre... Aquel que te quiso como quiere el hombre a la mujer, no existe ya... Eres mi hija. Y no es que hagamos un papel aprendido, no; es que tú serás verdaderamente para mí, de aquí en adelante, como una hijita, y yo seré para ti un verdadero papaíto. Lo digo con toda mi alma. Yo no soy aquel; yo me moriré pronto, y...
Viéndole que se conmovía, la chulita no pudo aguantar más, y soltó el trapo a llorar. Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios. Feijoo hizo un mohín como de persona mayor que quiere dominar una debilidad pueril, y le dijo:
«Pero no, no me avergüenzo de que se me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien siempre he creído, que el cariño paternal es lo que me la hace derramar. Todo lo que en mí existía de varón, capaz de amar, ha desaparecido; todo murió, y no me queda de ello nada; ni aun siquiera lo echo de menos. Nunca he sido padre; ahora siento que lo soy... y mi corazón se llena de afectos desconocidos, tan puros, pero tan puros...».
La prójima no había visto nunca a su amigo tan vencido de la emoción. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Sujetose ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido. Poco a poco se serenaron; don Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera:
«Me parece que esto se arregla. Cuánto me gustaría morirme dejándote en una situación normal y decorosa!... Bien veo que no es fácil que tu marido te sea simpático; pero eso no es inconveniente invencible. Hay que transigir con las formas, y tomar las cosas de la vida como son. Y quién te dice que tratándole algo, no llegues a tenerle afecto? Porque él es bueno y decente. Anoche le vi, y no me ha parecido tan raquítico. Ha engordado; ha echado carnes, y hasta me pareció que tiene un aire más arrogantillo, más...».
Sonriendo tristemente, expresaba la joven su incredulidad.
«En fin, tú lo has de ver. Y en último caso, hay que conformarse. La vida regular y el transigir con las leyes sociales tienen tal importancia, que hay que sacrificar el gusto, hija mía, y la ilusión... No digo que se sacrifique todo, todo el gusto y toda la ilusión; pero algo, no lo dudes, algo hay que sacrificar. De tener un marido, un nombre, una casa decente, a andar con la alquila levantada, como los simones, a éste tomo, a éste dejo, va mucha diferencia para que no te pares a pensar bien lo que haces... Vamos a ver. Es preciso preverlo todo. Yo te voy a presentar los dos casos que se te pueden ofrecer en tu vida legal, y para los dos te voy a dar mi consejo franco, leal, con un gran sentido de la realidad. Primer caso: supongamos que al poco tiempo de vivir con Maximiliano, encuentras que el muchacho se porta bien contigo, vas viendo sus buenas cualidades, que se manifiestan en todos los actos de la vida, y supongamos también que le vas teniendo algún cariño...».
Fortunata tenía la mirada fija en un punto del suelo, como una espada, tan bien hundida que no la podía desclavar. Seguro de que le oía, aunque no le miraba, Feijoo siguió hablando despacio, poniendo pausas entre las cláusulas.
«Supongamos esto... Pues tu deber en tal caso, es esforzarte en que ese cariño... llamémosle amistad, se aumente todo lo posible. Trabaja contigo misma para conseguirlo. Ah!, hija mía, el trato hace milagros; la buena voluntad también los hace. Evita al propio tiempo la ociosidad, y verás cómo lo que te parece tan difícil te ha de ser muy fácil. Se han dado casos, pero muchos casos, de mujeres unidas por fuerza a un hombre aborrecido, y que le han ido tomando ley poquito a poco hasta llegar a ponerse más tiernas que la manteca. No digo nada si tienes chiquillos, porque entonces...».
Lo que es eso...!indicó con viveza Fortunata.
Mira qué tonta! Y qué sabes tú? No se puede asegurar tal cosa. La Naturaleza sale siempre por donde menos se piensa... Y con chiquillos, ya llevas más de la mitad del camino andado para llegar al sosiego que te recomiendo, pues en criarlos y en cuidarlos se te desgastará el sentimiento que de sobra tienes en esa alma de Dios, y te equilibrarás, y no harás más tonterías... Bueno; ya hemos hablado del primer caso, que es el mejor; pasemos al segundo. Te lo presento en la previsión de que falle el primero, lo que bien pudiera suceder. Vamos allá...
Fortunata esperaba con ansia la exposición del segundo caso, pero Feijoo lo tomaba con calma, pues se quedó buen rato meditando, con el ceño fruncido y la vista fija en el suelo.
«Lo mejorprosiguióes lo que acabo de decirte; pero cuando no se puede hacer lo mejor, se hace lo menos malo... me entiendes? Suponiendo que no te sea posible encariñarte con ese bendito, y que ni el trato ni las buenas prendas de él te lo hagan menos antipático; suponiendo que la vida llegue a serte insoportable, y... Vaya que esto es temerario, y se necesita de toda mi entereza para aconsejarte. Pero yo, antes que todo, veo lo práctico, lo posible, y no puedo aconsejar a nadie que se deje morir ni que se suicide. No se deben imponer sacrificios superiores a las fuerzas humanas. Si el corazón se te conserva en el tamaño que ahora tiene, si no hay medio de recortarlo, si se te pronuncia, qué le vamos a hacer? Dentro del mal, veamos qué es lo mejor entre lo peor, y...».
Feijoo rebuscaba las palabras más propias para expresar su pensamiento. Las ideas se alborotaron un poco y necesitó someterlas para no embarullarse. Dando un gran suspiro, se pasó la mano por la cabeza, perdida la vista en el espacio. Saliendo al fin de su perplejidad, dijo con voz cautelosa:
«Y en un caso extremo, quiero decir, si te ves en el disparadero de faltar, guardas el decoro, y habrás hecho el menor mal posible... El decoro, la corrección, la decencia, este es el secreto, compañera».
Detúvose asustado, a la manera del ladrón que siente ruido, y se volvió a poner la mano sobre la cabeza, como invocando sus canas. Pero sus canas no le dijeron nada. Al punto se envalentonó, y recobró la seguridad de su lenguaje, diciendo: «Tú eres demasiado inexperta para conocer la importancia que tiene en el mundo la forma. Sabes tú lo que es la forma, o mejor dicho, las formas? Pues no te diré que estas sean todo; pero hay casos en que son casi todo. Con ellas marcha la sociedad, no te diré que a pedir de boca, pero sí de la mejor manera que puede marchar. Oh!, los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios, y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría».
x
Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera.
A Feijoo le había costado algún trabajo arrancarse a exponer su moral en aquellas circunstancias, porque en la conciencia se le puso un nudo, que le apretó durante breve rato; pero al punto lo deshizo evocando las teorías que había profesado toda su vida. Lanzado, pues, el concepto más peligroso, siguió luego como una seda, sin nudo y sin tropiezo.
«Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la Naturaleza diciendo auméntame... No hay medio de oponerse... la especie humana que grita quiero crecer... Me entiendes? Hablo con claridad? Necesitaré emplear parábolas o ejemplos?».
Fortunata entendía, y seguía balanceándose de atrás adelante, acentuando las afirmaciones con su cabeza despeinada.
«Pues no te digo más. Esto es muy delicado, tan delicado como una pistola montada al pelo, con la cual no se puede jugar. Siempre es preferible el primer caso, el caso de la fidelidad, porque de este modo cumples con la Naturaleza y con el mundo. El segundo término te lo pongo como un por si acaso, y para que... pon en esto tus cinco sentidos... para que si te ves en el trance, por exigencias irresistibles del corazón, de echar abajo el principio, sepas salvar la forma...».
Aquí volvió mi hombre a sentir el nudo; pero evocando otra vez su filosofía de tantos años, lo desató.
«Hay que guardar en todo caso las santas apariencias, y tributar a la sociedad ese culto externo sin el cual volveríamos al estado salvaje. En nuestras relaciones tienes un ejemplo de que cuando se quiere el secreto se consigue. Es cuestión de estilo y habilidad. Si yo tuviera tiempo ahora, te contaría infinitos casos de pecadillos cometidos con una reserva absoluta, sin el menor escándalo, sin la menor ofensa del decoro que todos nos debemos... Te pasmarías. Oye bien lo que te digo, y apréndetelo de memoria. Lo primero que tienes que hacer es sostener el orden público, quiero decir la paz del matrimonio, respetar a tu marido y no consentir que pierda su dignidad de tal... Dirás que es difícil; pero ahí está el talento, compañera... Hay que discurrir, y sobre todo, penetrarse bien del propio decoro para saber mirar por el ajeno... Lo segundo...».
Aquí D. Evaristo se acercó más a ella, como si temiera que alguien le pudiese oír, y con el dedo índice muy tieso iba marcando bien lo que le decía.
«Lo segundo es que tengas mucho cuidado en elegir, esto es esencialísimo; mucho cuidado en ver con quién... en ver a quién...».
La conclusión del concepto no salía, no quería salir. Viéndole Fortunata en aquel apuro, acudió a remediarlo, diciendo: «Comprendido, comprendido».
Bueno, pues no necesito añadir nada más... porque si caes en la tentación de querer a un hombre indigno, adiós mi dinero, adiós decoro... Y lo último que te recomiendo es que si logras conseguir que no pueda tentarte otra vez el mameluco de Santa Cruz, habrás puesto una pica en Flandes.
Dicho esto, el anciano se levantó, y tomando capa y sombrero, se dispuso a marcharse. De la puerta volvió hacia Fortunata, y alzando el bastón con ademán de mando, le dijo:
«Repito lo de antes. Aquello se acabó... y ahora soy tu padre, tú mi hija... trátame de usted... ocupemos nuestros puestos... Aprendamos a vivir vida práctica... Por de pronto, serenidad, y concluye de peinarte, que es tarde. Yo me voy, que tengo mucho que hacer».
Metiose el original moralista en su simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a sentir en su alma una inquietud inexplicable. Y tras la inquietud moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y escalofríos, acompañado de terror supersticioso... Pero no podía definir la causa del miedo... El coche corría por la Cava-Alta, y Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de lanceta fugaz atravesole de parte a parte. Creyó que una desconocida lengua le gritaba: «Estúpido, vaya unas cosas que enseñas a tu hija...!». Extendió la mano para detener al cochero y decirle que volviera a la calle de Tabernillas; pero antes de realizar aquel propósito, cesó la trepidación que en su alma había sentido, y todo quedó en reposo... «Qué debilidades!pensó; estas son chocheces y nada más que chocheces... Pues no se me ocurrió volver allá para desdecirme? No te reselles, compañero, y sostén ahora lo que has creído siempre. Esto es lo práctico, es lo único posible... Si le recomendara la virtud absoluta, qué sería?, sermón absolutamente perdido. Así al menos...».
Y siguió tan satisfecho. Con el ajetreo que traía aquellos días, en los cuales hizo dos visitas a doña Lupe, celebró muchas conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de Marzo se sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó. Doña Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación, cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas. A la madrugada, se nublaron sus sentidos, y a punto de perder el conocimiento, se despidió del mundo sensible con este varonil concepto que apenas salió del magín a los labios: «Ya me puedo morir tranquilo, puesto que he sabido arrancarle al demonio de la tontería el alma que ya tenía entre sus uñas...».
Doña Paca y el criado, creyendo que su amo se quedaba en aquel espasmo, empezaron a dar chillidos; llamaron al médico, dieron al señor muchas friegas, y por fin volviéronle a la vida. Todos se pasmaron de verle risueño y de oírle afirmar que no le dolía nada y que se sentía bien y contento. Mas a pesar de esto, el doctor puso muy mala cara, pronosticando que la debilidad cerebral y nerviosa acabaría pronto con el enfermo. Por más que este se envalentonó, no pudo levantarse y las fuerzas le iban faltando. Carecía en absoluto de apetito. Los amigos que aquel día le acompañaban, convinieron en decirle de la manera más delicada que se preparase espiritualmente para el traspaso final, ocupándose del negocio de salvar su alma. Creyeron los más que D. Evaristo se alborotaría con esto, pues siempre hizo alarde de libre pensador; mas con gran sorpresa de todos, oyó la indicación del modo más sereno y amable, diciendo que él tenía sus creencias, pero que al mismo tiempo gustaba de cumplir toda obligación consagrada por el asentimiento del mayor número. «Yo creo en Diosdijo, y tengo acá mi religión a mi manera. Por el respeto que los hombres nos debemos los unos a los otros, no quiero dejar de cumplir ningún requisito de los que ordena toda sociedad bien organizada. Siempre he sido esclavo de las buenas formas. Tráiganme ustedes cuantos curas quieran, que yo no me asusto de nada, ni temo nada, y no desentono jamás. No descomponerse; ese es mi tema».
Todos los presentes se maravillaron al oírle, y aquel mismo día se le administraron los Sacramentos. Después se puso mucho mejor, lo cual dio motivo a que le dijeran, como es uso y costumbre, que la religión es medicina del cuerpo y del alma. Él aseguraba que no se moría de aquel arrechucho, que tenía siete vidas como los gatos, y que era muy posible que Dios le dejase tirar algún tiempo más para permitirle ver muchas y muy peregrinas cosas. Así fue en efecto, pues en todo el año 75 que corría no se murió el filósofo práctico.
Durante la convalecencia de aquel ataque, no permitió que Fortunata fuese a verle. Le escribía algunas cartitas, reiterándole sus consejos y dándole otros nuevos para el día ya próximo en que la reconciliación debía efectuarse. Al propio tiempo se ocupaba en la revisión de su testamento y en tomar varias disposiciones benéficas que algunas personas habían de agradecerle mucho. Tenía un pequeño caudal repartido en diferentes préstamos hechos a amigos menesterosos. Algunos le habían firmado pagarés de mil, de dos y hasta de tres mil reales. Todos estos papeles fueron rotos. Dispuso cómo se habían de repartir las alhajas que tenía, algunas de bastante valor, sortijas con hermosos solitarios, botonaduras, y además cajitas primorosas de marfil y sándalo que había traído de Filipinas, una hermosa espada, dos o tres bastones de mando con puño de oro. Hizo la distribución de todo con un acierto que declaraba su gran delicadeza y el aprecio que hacía de las amistades consecuentes.
Respecto a Fortunata lo dispuso tan bien que no cabía más. No le dejaba en su testamento más que algunos regalitos, llamándola ahijada; pero, por medio de un agente de Bolsa muy discreto, se hizo una operación en que la chulita figuraba como compradora de cierta cantidad de acciones del Banco, dándole además, de mano a mano, algunas cantidades en billetes. No olvidó por esto D. Evaristo a sus parientes, que eran dos sobrinas, residentes la una en Astorga, la otra en Ponferrada. Ambas quedaban muy bien atendidas en el testamento; y en cuanto a los socorros que anualmente les enviaba, no perdió aquel año la memoria de esta obligación, a pesar de los muchos quebraderos de cabeza que tuvo. Doña Paca y los dos criados también se llevarían un pellizco el día en que el amo faltara.
Indicáronle los clérigos de la parroquia si no dejaba algo para sufragios por su alma, y él, con bondadosa sonrisa, replicó que no había olvidado ninguno de los deberes de la cortesía social, y que para no desafinar en nada, también quedaba puesto el rengloncito de las misas.
Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto: «Pero, hombre, será usted tan malo que no le dé la canonjía a mi recomendado?».
Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia... Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. Canonjía! Para mí la quisiera yo.
Y para mí también... Pero en fin, puede ser o no? Es un cleriguito de las mejores condiciones.
Lo creo... pero qué quiere usted! Estos cargos son muy solicitados, y cuando vaca uno, hay cuatrocientos curas con los dientes de este tamaño.
Sí, pero mi presbítero es un cura apreciabilísimo, un santo varón... Como que ayuna todos los días...
Ya... será un bacalao ese padre Rubín. No le di ya a usted una credencial de Penales para un Rubín? Usted por lo visto protege a esa familia.
Yo no protejo familias, niño. Déjese usted de protecciones... Sólo que me intereso por las personas de mérito.
Por mí no ha de quedar. Le daré otro achuchón a Cárdenas. Pero, lo que digo, son plazas que tienen muchos golosos. Los pretendientes explotan el valimiento y la influencia de las señoras. Casi siempre son las faldas las que deciden quién se ha de sentar en los coros de las catedrales.
Pues suponga usted, compañero, que yo tengo faldas, que soy una dama... ea.
Pero si yo no lo he de decidir...
Mire usted que si no me nombra mi canónigo, no me muero, y le estaré atormentando meses y meses.
Mejor... Viva usted mil años.
Y esas elecciones, van bien?
Como un acero. Tengo allá un padre cura que vale un imperio. Me está haciendo unos arreglos en el distrito, que Dios tirita, y tirita toda la Santísima Trinidad. Ese sí que merece, no digo yo canonjías, sino siete mitras.
Le conozco, el Pater... fue capellán de mi regimiento.
Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín.
«Eh, Jacinto, por Dios, una palabra!dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta. Por Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado... al pobre Villaamil, a ese que llaman Ramsés II».
Está recomendado en una nota de indispensables. Conque más no puedo hacer.
Mire usted que no me deja vivir... Todos los días viene tres veces. La noche que me dieron el Viático, en el momento aquel, miré para este lado y lo primero que vi fue a Ramsés II, con una vela en la mano. Cómo me miraba el infeliz!... Creo que no me morí de tanto como rezó Villaamil, pidiendo a Dios que viviera.
Podrá ser... No le olvidaré. Abur, abur.
Y D. Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana.
-V-
Otra restauración
i
Las personas muy rutinarias y ordenadas que se acostumbran a las dulzuras tranquilas del método en la vida, concluyen, abusando en cierto modo de la regularidad, por someter al casillero del tiempo, no sólo las ocupaciones, sino los actos y funciones del espíritu y aun del cuerpo que parecen más rebeldes al régimen de las horas. Así, pues, la gran doña Lupe, cuya existencia era muy semejante a la de un reloj con alma, había distribuido tan bien el tiempo, que hasta para pensar en cualquier asunto de interés que sobreviniese, tenía marcada una parte del día y un determinado sitio. Cuando era preciso meditar, por el picor de una de esas ideas, hermanas del abejorro, que se plantan en el cerebro y no hay medio de sacudirlas, o doña Lupe no meditaba, o tenía que hacerlo sentada en la silleta junto a la ventana de la sala, los anteojos en el caballete de la nariz, la cesta de la ropa delante y el gato muy repantigado en un extremo de la alfombrita. La meditación era mucho más honda y eficaz si la señora tenía metida toda la mano izquierda, hasta más arriba de la muñeca, dentro de una media, y si las claraboyas de esta eran bastante anchas para poder tener sobre ellas enrejados como los de una cárcel. Tal era la fuerza del método, que doña Lupe no pensaba a gusto sino allí, así como para hacer sus cálculos aritméticos el mejor momento era cuando descascaraba los guisantes en la cocina (en tiempo de guisantes), o cuando ponía los garbanzos de remojo. La costumbre obraba estos prodigios, y lo mismo era ver la señora los garbanzos y poner su mano en ellos, que se le llenaba el cerebro de números y veía claro en sus negocios, si le convenía o no tal préstamo, si debía quedarse o no con tal o cual alhaja. Al levantarse, por la mañana temprano, preveía todos los sucesos y acciones del día que empezaba, y se preparaba para ellos con una evocación mental de su energía, y con la distribución metódica de las horas para todo lo previsto y probable. Era esto como si se diera cuerda, acumulando en sí la fuerza inteligente que necesitaba.
Todas estas rutinas del pensamiento y de la acción fueron perturbadas por la mudanza de casa, que se efectuó en Diciembre del 74, y no hay que decir cuán gran sacrificio fue para doña Lupe este cambio. Era de esas personas que aborrecen lo desconocido y que se encariñan con el rincón en que viven. Mover los trastos era para ella algo semejante a incendio o demolición; pero no había más remedio que dar el salto del Norte al Sur de Madrid, pues teniendo Maximiliano que pasar la mayor parte del tiempo en la botica de Samaniego, era una falta de caridad hacerle recorrer dos veces al día los tres cuartos de legua que separan el barrio de Chamberí del de Lavapiés. Cargó, pues, la señora de Jáuregui con sus penates, y se instaló en un segundo de la calle del Ave-María. Habríale gustado vivir en la misma casa de la botica; pero no había allí ningún cuarto con papeles. Eligió un segundo de la finca inmediata, y sus balcones caían al lado de los de su amiga Casta Moreno, viuda de Samaniego. Los primeros días extrañaba la casa, teniéndola por peor que la otra; mas pronto hubo de reconocer que era mucho mejor, más espaciosa y bella, y en cuanto a los barrios, lo que la señora había perdido en tranquilidad ganábalo en animación. Poco a poco se fue adaptando a su nuevo domicilio, y cuando la sorprende de nuevo nuestro relato, sentada junto a la ventana y recapacitando, con la mano dentro de la media, en una fecha que debe caer allá por Marzo del 75, ya no se acordaba de la vivienda de Chamberí en que la conocimos.
La meditación y el zurcido no le impedían mirar de vez en cuando a la calle, y la del Ave-María es mucho más pasajera que la de Raimundo Lulio. En una de aquellas miradas casi maquinales que la viuda echaba hacia afuera, como para poner solución de continuidad al temeroso problema que tenía entre ceja y ceja, vio pasar a una persona que le retuvo un instante la atención. Era Guillermina Pacheco. «Parece que la santa frecuenta ahora estos barriosmurmuró doña Lupe, alargando la cabeza para observarla por la calle abajo. Ya la he visto pasar cuatro o cinco veces a distintas horas. Verdad que para ella no hay distancias... Ahora que recuerdo, me ha dicho Casta que es pariente suya, y he de preguntarle...».
La fundadora inspiraba a doña Lupe grandes simpatías. De tanto verla pasar por la calle de Raimundo Lulio, camino del asilo de la de Alburquerque, llegó a imaginar que la trataba. Siempre que había función pública en la capilla del asilo, iba doña Lupe, deseosa de introducirse y de hacer migas con la santa. Admirábala mucho, no exclusivamente por sus santidades, sino más bien por aquel desprecio del mundo, por su actividad varonil y la grandeza de su carácter. Quizás la señora de Jáuregui creía sentir también en su alma algo de aquella levadura autocrática, de aquella iniciativa ardiente y de aquel poder organizador, y esta especie de parentesco espiritual era quizás lo que le infundía mayores ganas de tratarla íntimamente. Sólo le había hablado una o dos veces en las funciones del asilo, así como por entrometimiento y oficiosidad, y cuando en dichas fiestas veíala rodeada de damas de la grandeza y de señoronas ricas, que tenían el coche a la puerta, doña Lupe habría dado el único pecho que poseía por meter las narices entre aquella gente, codearse con ellas y mangonear en los petitorios. Porque ella tenía la vanidad, muy bien fundada por cierto, de no desmerecer de las tales señoras en punto a buena crianza y modales. Harto sabía, además, que no todas habían nacido en doradas cunas, y que la finura es lo que constituye la verdadera aristocracia en estos tiempos liberales. No había razón para que ella, que sabía presentarse como la primera, dejase de alternar con las damas que seguían a Guillermina cual las ovejas siguen al pastor... A mayor abundamiento, en lo tocante a ropa estaba a la sazón la viuda de Jáuregui en excelentes condiciones. Con su talento y su economía se había agenciado un abrigo de terciopelo, con pieles, que la más pintada no lo usara mejor. Y le había salido por poco más de nada, atendido lo que generalmente cuestan estas piezas... Le estaban arreglando una capota, que... vamos; el día que la estrenara había de llamar la atención... Estas reflexiones fueron como un inciso en lo que aquella tarde pensaba la señora, inciso que se abrió al ver pasar a Guillermina, cerrándose cuando la virgen y fundadora desapareció por la calle abajo.
Vuelta a la meditación, tomando el hilo de ella en el mismo punto en que lo había soltado... «Y aunque el Sr. de Feijoo lo niegue hoy, es tan verdad que me rondaba la calle al año de perder a mi Jáuregui... tan verdad como que nos hemos de morir. Y si no, qué hacía plantado en aquella dichosa esquina de la calle de Tintoreros? Esto fue poco antes de la guerra de África, bien me acuerdo; y si el tal no se va a matar moros, sabe Dios si... Pero esto no hace al caso, y vamos a lo otro. Que es un caballero decentísimo, no tiene la menor duda. Jáuregui le apreciaba mucho, y me decía que no tenía más contra que ser muy mujeriego... Fuera de esto, hombre de veracidad, con una palabra como los Evangelios, y cosa que él decía poniéndose formal era como si la escribieran notarios... Con todo, lo que me ha venido contando estos días me parece tan extraño...! Que está arrepentida, que él la ha tomado bajo su protección... Se la encontró en casa de unos vecinos, y le dio lástima, y qué sé yo qué... Por más que diga ese santo varón, tales arrepentimientos me parecen a mí las coplas de Calainos... Y si por acaso... Quita, quita, pensamiento y no me tientes con una sospecha, que parece tan verosímil... El mismo Feijoo quizás... puede... habrá tenido... y ahora... Sobre esto quiero echar tierra, porque me volvería loca. La verdad es que el pobre señor ha dado un bajón tremendo y no debe de haber estado para morisquetas de algunos meses acá. Si será cierto lo que dice!... Caridad, lástima, arrepentimiento... necesidad de transigir, decoro, reconciliación...!».
Otro inciso. Miró a la calle y vio por segunda vez a Guillermina que subía. «Pero qué trae en la mano?, un palo y un garfio de hierro. Vaya con la santa esta! Algo que le han dado. Dicen que lo acepta todo. Véase por dónde yo le podría ayudar a su obra, dándole media docena de llaves viejas que tengo aquí. Aquella tabla que lleva parece una plantilla... Toma, como que vendrá del almacén de maderas de la calle de Valencia. Vaya unos trajines... Vea usted una cosa que a mí me gustaría, edificar un establecimiento, pidiéndole dinero al Verbo... Lo haría yo tan grande como el Escorial...».
Cerrado el inciso, y otra vez al tema: «Vaya con lo que me ha dicho esta mañana Nicolás: que Feijoo es el primer caballero de Madrid y que le ha prometido una canonjía! Si se la dan, ya no me queda nada que ver. Yo me alegraría, para quitarme esa carga de encima; pero qué tiempos y qué Gobiernos! Ah!, si yo gobernara, si yo fuera ministra, qué derechitos andarían todos! Si esta gente no sabe... si salta a la vista que no sabe. Dar una canonjía a un clérigo joven, que entra en su casa a la una de la noche y pasa el tiempo charlando en el café con los curas de caballería que andan por ahí sueltos y sin licencias! Pero en fin, allá te la dé Dios, y si pescas el turrón, hijo, buen provecho, y escribe en llegando, y no parezcas más por aquí, egoistón, tragaldabas... Pues digo, el otro, el Juanito Pablo, desde que tiene empleo no pone los pies en casa. Si comparado con sus hermanos, Maximiliano es un ángel de Dios y un talentazo...! Voy a lo que me decía Nicolás esta mañana... Que D. Evaristo es un cristiano rancio, y que cuando le administraron, recibió al Señor con una edificación y una santidad tan grandes, que todos los concurrentes al acto lloraban a moco y baba. Vaya, no sería para tanto... exageración. En estas cosas de santidad hay que llamar al tío Paco para que traiga la rebaja. Pero en fin, pongamos que sea así, y qué? Ahora lo que falta saber es si con toda esa cristiandad nos querrá dar gato por liebre... Lástima, arrepentimiento!... Dios mío, o dame una luz clara sobre esto, o quítame esta grillera de mi cabeza. Yo me vuelvo loca... Y no sé por qué me devano los sesos, porque en rigor, a mí qué me va ni me viene? Si Maximiliano quiere humillarse después de las atrocidades que pasaron, yo no debo meterme... Pero sí, sí me meteré. Cómo consentir tal afrenta? La muy bribona... imaginar que su marido puede perdonarla después de la trastada indecente que le hizo, después que el querindango atropelló a este infeliz abusando de su fuerza...! Qué infamia! Si yo no hubiera estado un mes seguido trasteando a este chico para quitarle de la cabeza la idea de la venganza... no sé qué catástrofes habrían sucedido. Quería pegarle un tiro al otro, y hasta se le ocurrió hacer un cartucho de dinamita para ponérselo en la puerta de su casa. Delirios... lo mejor es el desprecio... A estos badulaques se les desprecia... Bueno está mi sobrino para meterse en lances, él que se asusta de entrar en un cuarto sin luz. Pobrecillo Maxi!, tiene un corazón de oro, y ahora que está tan dado a estudiar lo del otro mundo, se le ocurren unas cosas...! Vaya con lo que me decía anoche! 'Tía de mi alma, a fuerza de pensar y padecer, he llegado a desprenderme de todas las pasiones, y a no sentir en mí ni odio ni venganza'. Dice que la perdona cristianamente, por esto y lo otro y qué sé yo qué... pero en cuanto a hacer vida común, ni que se lo mande el Papa. Y a renglón seguido me marea para que la vaya a ver. 'Tía, visítela usted, entérese... sondéela, a ver cómo se presenta. Puede que sea verdad lo que dice D. Evaristo...'. Todas las noches la misma canción. Al fin, si se pone muy pesadito, no tendré más remedio que ir. Y no es flojo el paseo que tengo que dar, de aquí a Puerta de Moros...».
ii
Un lunes por la tarde, doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada. «Papitos, quién ha venido?».
Aquel señor de las barbas blancas.
Y nadie más? No ha estado Mauricia?
No señora... Esta mañana la vi en la puerta del bodegón de la Plazuela de Lavapiés. Vive por aquí cerca... «Señá Mauricia, mire que la señora la está esperando...». Me contestó, dice: dile a esa tiona que si quiere correr los pañuelos que los corra ella, y que si no, que los deje...
«Habrá indecente!...» exclamó la señora algo distraída.
Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de la plaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado el berrinchín, y temblaba mirándole las manos. Pero en el ánimo de doña Lupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientos de otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban en él.
«Oye, Papitosle dijo. Ven acá, y atiende bien a lo que te encargo. Yo tengo que salir otra vez. Das de comer al señorito Nicolás y al señorito Maxi; pero este vendrá mucho más tarde que su hermano. Fíjate bien, y no salgas luego haciendo lo contrario de lo que te mando.
Para principio del clérigo, pones la merluza mala que trajiste esta mañana, sabes?, y que está apestando... Le echas bastante sal, y después la cargas de harina todo lo que puedas y la fríes. Ponle todas las tajadas, y se las embaulará sin enterarse de si está buena o mala. Es como los tiburones, que tragan todo lo que les echan. Para postre, las nueces y el arrope, sabes? Le pones en la mesa la orza, y que se harte; a ver si lo acaba. Está fermentando y no hay quien lo pase... Si el señorito Maxi viniese antes de que esté de vuelta, le pones de principio una de las dos chuletas de ternera, la más crecidita, y de postre le sacas las pastas que trajo el bollero esta mañana, y la carne de membrillo que yo tomo. Conque a ver si lo haces todo al revés».
Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella la autoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad, desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya la conocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitos hizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta, pensando sin duda, aquí que no peco!... en la cantidad de sal que le iba a echar a la merluza del señorito Nicolás.
Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... y sin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes... pero quia, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizás Feijoo... Lo más particular era que doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tiene que tener buen origen!... «Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?...se decía. Lo que no me explico es una cosa... El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, y comiéndose sus ahorros. Pues si son estas las sobras...! En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a D. Francisco... Él dirá qué hacemos con todo este guano».
Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «Y qué guapa está!... Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita... Parece que no rompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no es fingido... ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, no tiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo lo que le enseñé... será preciso volver a empezar... y de lenguaje seguimos lo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, y con razón, que peor es meneallo...».
Como tres horas largas estuvo doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió, Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. La primer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenes que le había dado.
«No dejó ni rastro» replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza.
Y dijo algo?
No podía decir nada, porque no paraba de tragar.
Doña Lupe se sonreía. Cerciorose de que a Maximiliano se le había servido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso su propia comida, que era de lo más frugal. Cuando entró en el comedor, ya Maxi no estaba allí, y media hora después encontrole en su cuarto, sin luz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabeza sostenida en las manos, y agarradas estas al cabello, como si se lo quisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tía le dijo: «Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosas tan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas».
«Y qué, la ha visto usted?» dijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía.
Sí... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.
Está desmejorada?Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está es guapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en el Cielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.
Pero qué, está miserable? Pasa necesidades?preguntó el chico, moviéndose con inquietud en la silla. Eso no debe consentirse...
No digo que tenga hambre... y tal vez... Su situación no debe ser muy desahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no había entrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacito de chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.
Por Dios! Y usted consiente eso? Bofes...!
Será penitencia tal vezreplicó la viuda en aquel tono de convicción ingenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino, como el gato con la bola de papel.
Francamente, tía, eso de que pase hambres... Yo no la perdono, no puede ser... le aseguro a usted que eso... jamás, jamás, jamás.
Ya te he dicho que no es prudente soltar jamases tan a boca llena sobre ningún punto que se refiera a las cosas humanas. Ya ves el bueno de D. Juan Prim qué lucido ha quedado con sus jamases.
Pues a mí no me pasará lo que a D. Juan Prim, porque sé lo que digo... Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla... Pero de esto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele que pase hambre. Es preciso socorrerla.
Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. Por qué no vas tú?
Yo!exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se le ponían de punta.
Sí, tú... porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasado y cocido... Esto es cosa delicada... Yo no quiero responsabilidades. Tú no eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.
Yo!, que vaya yo!murmuró el joven farmacéutico, sintiendo un temblor, un frío... Se ponía malo de sólo pensarlo.
Tú, sí, tú... Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lo haces, y si no lo dejas.
No tengo tiempo de irdijo Rubín tranquilizándose al encontrar tan liviano pretexto.
Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto y tanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; y al día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el camino de la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo que diría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca del estómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer el número de la casa, entrole tal espanto, que se retiró, huyendo de la calle y del barrio...
Al día siguiente hizo un segundo esfuerzo y pudo entrar en el portal; pero ante la vidriera que daba paso a la escalera, se detuvo. Le aterraba la idea de subir, y de su mente se había borrado todo lo que pensaba decirle. Aguardó un rato en espantosa lucha, hasta que le asaltaron ideas alarmantes como esta: «Si ahora baja y me ve aquí...». Y salió escapado por la calle adelante sin atreverse ni a mirar hacia atrás. La tentativa del tercer día no tuvo mejor éxito, y aburrido al fin y desconcertado, resolvió expresarse con su mujer por medio de una carta. Andando hacia la calle del Ave-María, iba discurriendo que debía poner en la carta mucha severidad, y un ligero matiz de indulgencia, un grano nada más de sal de piedad para sazonarla. Diríale que no podía admitirla en su casa; pero que con el tiempo... si daba pruebas de arrepentimiento... En fin, que ya saldría la epístola tan guapamente. Excitado por estas ideas y propósitos, entró en su casa, y al dirigirse a su cuarto y oír la voz de su tía que desde la sala le llamaba, sintió en el corazón como si se lo tocaran con la punta de un alfiler... Entró en la sala, y... lo que vieron sus ojos, Dios omnipotente!... Dios que haces posible lo imposible! En la sala estaba Fortunata, en pie, lívida como los que van a ser ajusticiados...
Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios... Dijo ah!... y se quedó como una estatua. Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caían al suelo como pesas de plomo. Por fin el joven, en el último grado de la turbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como buenas tardes... y después: Yo creí que... y luego: De modo que usted, tía... «No, yo no me meto en nadadeclaró doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo. Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate».
Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacción brusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de la necesidad que de la convicción. «Esto me parece prematuro» dijo, y salió de la sala.
Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo: «Me parece bien tu severidad. Pero las circunstancias... No me has dicho que era indispensable pasarle un tanto diario para alimentos? Y te parece a ti que estamos en disposición de sostener dos casas?».
Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo de tales argumentos. Para él lo mismo era que su tía le hablase de dos casas que de cuatro mil. «Déjeme ustedle dijo, casi sollozando. Estoy dejado de la mano de Dios».
«Pues ya que está aquí, no se ha de marcharprosiguió doña Lupe en voz baja. La pondremos en el cuartito próximo al mío. Y basta. Ay!, que siempre me han de tocar a mí estos arreglos y composturas!... Sabes lo que te digo? Pues que aquí tenéis ocasión de deciros todas las perrerías que queráis o de daros todas las explicaciones que juzguéis convenientes. Yo me lavo mis manos. A mí no me metáis en vuestras contradanzas. Si queréis llegar a un acuerdo, en hora buena sea, y si no queréis, también. Bastante servicio os hago con prestaros mi casa para que os toméis el pulso hasta ver si hay paces o no hay paces. Y por Dios, no me des más jaquecas. Si pasan días y no salta la avenencia, se acabó. Pero no me deis más jaquecas, por Dios, no me deis más jaquecas».
Esto último lo dijo en alta voz, saliendo ya al pasillo, de modo que lo oyeron muy bien, Papitos en un extremo de la casa, y Fortunata en otro. Esta quedó desde aquella tarde en la casa, y su situación era de las menos airosas, porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía el gasto de conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a doña Lupe que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por los pasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas... ya no puedo más. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto, la esposa no se marchó. Al tercer día, en medio de la reserva y huraño silencio que entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a soltar una que otra palabra; luego ya no eran palabras, sino frases, y tras las cláusulas frías vinieron las tibias. Por fin se permitió algún concepto jovial. Al quinto día se sonreía mirando a su mujer. Al sexto, Fortunata le miraba con atención cortés cuando decía algo; al sétimo, Maxi opinaba como ella en toda discusión que en la mesa se trabase; al octavo le daba una palmadita en el hombro; al noveno la señora de Rubín se interesaba porque su marido se abrigase bien al salir, y al décimo estuvieron como un cuarto de hora secreteándose a solas en un rincón de la sala; al undécimo Maxi le apretó mucho la mano al entrar, y al duodécimo exclamó doña Lupe como sacerdote que entona el hosanna: «Vaya que os ponéis babosos. Por Dios, no me deis jaquecas. Si estáis reventando por hacer las paces, a qué tantos remilgos? Bien hago yo en no meterme en nada, bendita de mí».
Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimiento de la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se pueda determinar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familia como lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que los sabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué se fundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunque se les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.
iii
En los primeros días que sucedieron a este gran suceso, nada ocurrió digno de contarse. Y si algo hubo fue de puertas afuera. Voy a ello. Una tarde estaban doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos: «Señoras, vengan, miren... cuánta gente!... Han matado a uno». Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada momento engrosaba más. «Hay un cadávere difunto allí en mitad de la gente» gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón.Yo veo un bulto tendido en el suelodijo doña Lupe.Ves tú algo?... Será algún borracho. Pero observa qué multitud se va reuniendo. Como que los coches no pueden pasar... Y mira qué policías estos. Ni para un remedio.
«Señora, mándeme por los fideos... Ya sabe que no hay...» dijo la mona.
Vamos... lo que tú quieres es curiosear...
Mándemerepitió la chiquilla dando brincos entre risueña y suplicante.
Pues andadijo doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor; si no sales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito... y ten cuidado de limpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porque hay muchos barros... Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste de avisar al carbonero.
Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinte minutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta... «Te has restregado bien las patas?».
Sí señora... mire.Ahora aquí otra vez... Sabes lo que debes hacer siempre que subes?, refregarte bien en el limpia-barros del vecino, en ese que está ahí.
En este?dijo la mona, bailando el zapateado en el limpia-barros del cuarto de la izquierda.
Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamos ganando.
Sabe, señora, sabe?...agregó Papitos, que a pesar de venir sofocada de tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno. No sabe lo que hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida... Y no acierta quién es?, la señá Mauricia.
Pero oyes, mujer, has oído?dijo doña Lupe desde el pasillo volviendo a la sala. Mauricia... borracha... ahí tienes lo que reúne tantísima gente.
Pero la viste bien?, estás segura de que es ella?preguntó Fortunata pasado el primer momento de asombro.
Sí, señorita, ella es...
Pero hijaobservó doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad...cree que me hace esto una impresión... Y los de Orden Público que no parecen!... Ah!, sí, la levantan... Qué mujer!... Miren que ponerse en ese estado.
Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muertodecía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.
Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al hospital... Pero quia!, no... Suben. Apostamos a que la traen a la botica?
Si tiene rajada la cabeza en salva la parte...afirmó Papitos dando a conocer gráficamente las dimensiones de la herida. Y echaba la mar de sangre... que corría por la calle abajo, como corre el agua cuando llueve.
Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos sí que lo vieron todo, y esta tuvo aún la pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a aquella borrachona. Pero esto ya era mucha libertad, y aunque la chiquilla imaginó diferentes pretextos para bajar, no se salió con la suya.
A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.
«Tienes razónobservó la viuda. Me parece que de este barquinazo no sale. Pobre mujer! Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas».
Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el Sr. de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica. «Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas». Enterose doña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean ustedes. Plantose en la casa de los protestantes a reclamar a la tarasca. Tun, tun... quién?... yo... Y salió el pastor, que es uno que llaman D. Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como barbas de maíz; salió también la pastora, su mujer, que es una tal doña Malvina... buenas personas los dos, porque lo protestante no quita lo decente. Entre paréntesis, se distinguen por su independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a D. Horacio, y D. Horacio le arregla los sombreros a doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: no gastan un cuarto en sastres ni modistas. Pero voy al cuento. Los pastores se las tuvieron tiesas, y doña Guillermina más tiesas todavía. Religión frente a religión, la cosa se iba poniendo fea. Los protestantes decían que la mujer aquella les había pedido limosna y protección; doña Guillermina lo negaba, acusándoles de haberla sonsacado y de haber ido a buscarla a su propia casa. D. Horacio dijo que nones y que haría valer sus derechos luteranos ante el mismo Tribunal Supremo; amoscose la otra, y doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a lo que replicó Guillermina que ella no entendía de constituciones ni de libros de caballerías. Por fin, acudió la católica al Gobernador, y el Gobernador mandó que saliese Mauricia del poder de Poncio Pilatos, o sea de D. Horacio.
Ves, qué cosas?observó doña Lupe. Ahí tienes los belenes que se arman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal, pero que no le petaba por la libertad de cultos.
Pues aguárdense ustedes, que falta lo mejor. D. Horacio, como inglés que sabe respetar las leyes, obedeció la orden del Gobernador, reservándose el sostener su derecho ante los tribunales. Pero cuando le dijo a Mauricia que se marchara, esta no quiso, y empezó a poner de oro y azul a doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas las señoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unas cuales.
Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo que dice.
Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela. Se fue pian pianino, y se sentó en la puerta, en un guardacantón que hay allí. Todos los días iba a ponerse en el mismo sitio, como un centinela. El pastor y la pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchas gracias... Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia se enfureció, y acometiendo a doña Malvina le llenó la cara de arañazos... D. Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca se mete en la capilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace pedazos todos los libros, arma una barricada con las sillas, y coge la copa en que ellos comulgan, y... la profana del modo más indecente. Costó trabajo echarla a la calle... Al salir, tras!... doña Guillermina, que me le echa un cordel al pescuezo y se la lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, que lo sabe por el mismo D. Horacio y por doña Guillermina, y porque tuvo que intervenir como teniente alcalde que es del distrito... A Mauricia la pusieron en casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo; y se conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo que se ha visto esta tarde. De la botica la llevaron a la Casa de Socorro.
Esta relación era demasiado larga para los pulmones de Maximiliano, por lo cual llegó al término de ella fatigadísimo. Todos se pasmaron del cuento, y doña Lupe compadeció a la Dura, deplorando que con vicio tan inmundo malograse las cualidades de inteligencia corredora que poseía. En cuanto a Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba que su marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que la conversación recayese en otro asunto. Pero no fue posible, porque hasta el término de la comida no se habló más que de Mauricia, de los protestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin, Nicolás sacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando el testimonio de Fortunata. Esta, muy contra su voluntad, no tuvo más remedio que referir los novelescos pasajes del ratón, las visiones y de la botella de coñac; pero lo hizo a grandes rasgos, para acabar más pronto.
iv
Aquella noche se fueron a Variedades, que está a dos pasos del Ave-María. Otra ventaja de aquel barrio sobre Chamberí es que se puede ir de noche a ver una piececita o a pasar un rato en cualquier café, sin hacer caminatas de media legua, ni usar el tranvía. A Fortunata no le gustaba ir al teatro ni presentarse en público. Sentía inexplicable miedo de las miradas de la gente, y aunque pocos o ninguno la conocían, figurábase que la conocían todos, y que de cada boca salía un comentario acerca de ella. Por desgracia, asunto no faltaba. Pero si la miraban los hombres, era para admirarla, y si cuchicheaban luego, rara vez decían algo fundado en un conocimiento verdadero de la realidad. Otro motivo del terror que el teatro y los sitios públicos le inspiraban era encontrar caras conocidas, y este recelo la tenía como azorada y sobre ascuas durante la función.
En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero. Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...
Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los dandys. Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas, y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los dos consortes o harían más juego, y porque así la mirarían menos los extraños.
Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y aquel ver a Dios en sí fueron nada más que obra fugaz de la tristeza, o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero ardor, deseando aprender. Decíale doña Lupe que inventase algún específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto altercados muy vivos... «Como si fuera un crimen idear cualquier clase de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas hipoquitropíticas vegetales... o animales, lo mismo da... del Doctor Rubín... infalibles... contra cualquier cosa... contra la tisis... o el moquillo de los perros... Lo que importa es descubrir algo y plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato... Eres un mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo yo... Fortunata, dile que invente, hija, convéncele... Podéis ganar ríos de oro».
Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en Abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de D. Evaristo. Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como una monstruosidad. «Será verdadpensaba, como me ha dicho él, que de estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?... Qué cosas hay, pero qué cosas!... Un mundo que se ve, y otro que está debajo, escondido... Y lo de dentro gobierna a lo de fuera... pues... claro... no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».
Al anochecer entró doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las suelas en el felpudo del vecino. «Oye una cosadijo a Fortunata, quitándose el manto. He sabido esta tarde que Mauricia se está muriendo. Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de Mira el Río». Diole esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de esta, y la asistía el médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de doña Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida en toda la extensión de la palabra, diciendo que se quería morir lo más católicamente posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan fervientes que partían el corazón. «Te digo que si esto es verdad, habrá que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá».
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, por qué no había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, no era ella también dama? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor propio y el orgullo inflaban a doña Lupe cuando se consideraba mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y era que no había más remedio que dar algo de guano.
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi doña Lupe si debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente distancia.
Fin vol. 1
-VI-
Naturalismo espiritual
i
Al entrar en la calle de Mira el Río, encontraron a Severiana, a quien doña Lupe había visto algunas veces. Llevaba un vaso con medicina, tapado con un papel a estilo de botica antigua. Doña Lupe la interrogó, y enterada la otra de que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de introductora, guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa escalera, hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de Severiana era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su capacidad y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad. Vivía en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto. Cuando Guillermina, comprendiendo el fin próximo de Mauricia, indujo a Severiana a sacarla del hospital por tercera vez y llevarla a su casa, la señora viuda del comandante cedió su cuarto para tan benéfico objeto, trasladando sus muebles al cuarto de otra vecina. Mauricia fue, pues, instalada en la segunda de las dos salitas. Severiana tenía su cama en la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule, el cuadrito de los dos corazones amantes, el de la Numancia en mar de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el Rastro por una bicoca. Eran excelentes grabados ya pasados de moda, el papel viejo y con manchas de humedad, los marcos de caoba, y representaban asuntos que nada tenían de español, por cierto, las batallas de Napoleón I, reproducidas de los un tiempo célebres retratos de Horacio Vernet y el barón Gros. Quién no ha visto el Napoleón en Eylau, y en Jena, el Bonaparte en Arcola, la apoteosis de Austerlitz y la Despedida de Fontainebleau?
Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos. Las curvas airosas de la boca eran más rasgueadas, y la decomisura de los labios, que parecía obra de un agudo punzón, dábale cierto aspecto de grandeza caída o de humillación sublimemente resignada. Las cárdenas ojeras le cogían media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas negras formaban una sola línea recta. La frente era espaciosa, con un mechón de pelo negro... En fin, que la Dura completaba la historia aquella expuesta en las paredes: era el Napoleón en Santa Helena.
Cuando doña Lupe y Fortunata la saludaron, las estuvo mirando un rato, como si tardara en reconocerlas. Después las nombró. Qué voz! Siempre fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del diapasón. «Dios mío!se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla, si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas formalidad.
A ver si cuando salgas de esta, te sirve de escarmiento».
Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el techo, rezongando: «Sí... bien mala he sido, bien re-mala...». Y vuelta otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:
«Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y jabón, mucha escoba y mucho estropajo...».
Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A doña Lupe le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque a santo de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.
Gracias a la madre de los pobresdeclaró Severiana, que estaba en pie arreglando la cama, no le falta nada. Qué señora esa!
Una santa!exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico. No le dé usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...
Pero esta se ha cerrado a no comerdijo la hermana mirándola, y sin comer no viven más que los camaleones.
Pero ayunas, de verdad?....
Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana, para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de cepa, y por la noche otro dedito...
Pero de veras le dais... esa perdición?preguntó alarmadísima doña Lupe.
Lo ha mandado el médico. Dice que es medicina. Parece aquello de al revés te lo digo.
Qué cosas!... Y no te comerías túle propuso Fortunata, un muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?
Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo... «Bebe un poco de agua» le dijo Fortunata incorporándose. Pero aquello pasó, y la infeliz volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada palabra.
«Ayer me trajeron a la niña... qué guapa y qué señorita está!...».
Pero no la tienes contigo?preguntó la de Rubín.
No, señora. Si está en el colegio...replicó Severiana; interna en el colegio de señoritas de doña Visitación.
Sí... más vale que esté... allá... desapartada de mí. Ayer... qué pena!... no me conoció... Tanto tiempo sin verme!... me tenía miedo... pobrecita de mi alma!... miedo, así como se dice... Ni que su madre fuera el coco...
En esto oyeron pasos, y miraron todas a la puerta. Era doña Guillermina, que entró, como siempre, muy apresurada, encendidas las mejillas, con su perdurable mantón oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los mendigos. Doña Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían hablado una vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la nombró, porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien hablan una vez, no se les despinta. «Mi sobrina» dijo la viuda presentándola, y Guillermina la miró sonriendo. «No me es desconocida su cara... la he visto en las Micaelas... Por muchos años». En seguida dirigiose a Mauricia, apoyando ambas manos en la cama. «Y qué tal te encuentras hoy? Comerías algo?... Nada, este chubasco te pasará pronto. Mañana recibirás a Dios. Cómo va esa conciencia? Buen limpión te vamos a dar. Eso te conviene más que nada. Yo te quería coger por mi cuenta y hacerte confesar, porque diciéndole tú misma al Señor lo buena pieza que eres, el Señor te daría su gracia... Con que prepararse. Esta tarde volverá el padre Nones. Me ha dicho que te confesaste bien. Se me figura que aún tendrás algunas heces que sacar, eh?».
Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.
Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio se agarra de cualquier cosadijo la santa, acariciándole la barba. Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... Te parece? Viene a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se tendrá por qué.
La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana soltaba dos lagrimones. Fortunata sentía en su alma tanta admiración por aquella mujer, que le habría besado la orla del vestido. «Luego dicen que ya no hay gente buena en el mundopensaba. Pues y esta?... Cuidado que mandar todo a paseo, casa, parientes, fortuna, querer, y sacrificar su juventud para andar toda la vida entre miserias...!». Asustábase de medir con el pensamiento la distancia que había entre ella y la ilustre señora; distancia infinita sin duda, y que en manera alguna podía acortarse, pues aunque la gente santa pecara, y ella hiciera muchas obras de caridad, las dos almas no llegarían jamás a verse próximas.
La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba. «Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar. Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se pueda...».
Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia, que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora, fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...».
Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y ayuda sujetarla.
Verdaderamentemanifestó doña Lupe con adulación; los ejemplos que usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que seríamos si usted no existiera.
La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír, agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.
«Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a mí. Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar».
Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.
Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. Sabe Dios las misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.
Yo!... Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras en mi cuentecita del cielo; pero compararme con usted...! Calle por Dios, señora.
En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos... le parece a usted?dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto picaresco. Mi lema es este: «haga cada uno lo que pueda y lo que sepa, y Dios verá».
Eso mismo pienso yo...Conque, usted me dispensará... tengo mucho que hacer. Hasta mañana; no faltar...
Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. Sería tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. Cosas del espíritu, que no las entiende más que Dios!
Mauricia parecía melancólica y sosegada. «Qué señora esa!exclamó Fortunata. Habrá nacido de madre como nosotras?».
Apuesto a que noreplicó la Dura. Qué mujer!... El día que me quiso sacar de esos indinos protestantes, me entró el toque y la insulté... Qué mala fui!... (Iba a soltar un terno; pero se contuvo, porque le estaba absolutamente prohibido pronunciar palabras feas, siendo esto para ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de términos de su habitual lenguaje)... Y ella, como si le dijeran niña bonita...
No has visto otra. Mia que traerme aquí y cuidarme como me cuida!, re...! No sé cómo hablar... Mia que esto que hace conmigo!... Es prima hermana del Nazareno; no hay quien me lo quite de la cabeza... Figúrate lo que suponemos nosotras al compás de ella... nosotras que hemos sido unos peines...! Es que ni arrepentidas valemos para descalzarle el zapato. Pues déjate que venga la otra... también aquella es de la piel de Cristo...
Quién?La amiguita, la que protege a mi niña...
Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacintadijo; pues qué, también viene aquí esa?».
Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña. Mira; créetelo porque te lo digo yo: cuando entró paicía que entraba una luz en el cuarto.
Fortunata sentía ganas de echar a correr.
«Pero todavía le tienes tirria?... Ay, qué mala eres! Perdónala, que bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. Qué roña!... ay!, se me escapó. Palabra fea, vuélvete para adentro; no, quédate fuera... Pues chica, no seas pava... crees tú, que el mejor día no te vuelve a querer tu D. Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va a morir, ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una, y yo te digo que tu señor volverá contigo.
Es ley, hija, es ley, que no puede faltar... Y si me apuras, te diré que a Jacinta no se le importa un pito. A cuenta que no le quiere nada... Estas casadas ricas, como viven con tantismo regalo, no quieren a sus maridos... quieren a otros. No lo digo por ella, Dios me oiga, aunque sabe Dios lo que hará, lo cual no quita que sea mayormente un ángel y que reparta muchas caridades».
Fortunata no decía nada. La enferma se inclinó hacia ella, y dándose unos aires evangélicos, en el tono que podría emplear un pastor de almas, le amonestó así: «Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego. Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de entre ti, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no ajumarse, no decir mentiras; pero en el querer, aire, aire!, y caiga el que caiga. Siempre y cuando lo hagas así, tu miajita de cielo no te la quita nadie».
Algo iba a contestarle su amiga; pero no pudo porque entró doña Lupe dándole prisa para marcharse. Era un poco tarde y tenían que ir a otra parte antes de regresar a casa. Despidiéronse con promesa de volver al día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de quien dijo la de Jáuregui: «Es una mujer esa que electriza; y cuando se la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y tres reales me debía Mauricia.
Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos también».
ii
Dos horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios, ya estaba allí la fundadora. «Pero Severiana, en qué estás pensando?fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo. Quita de aquí esta artesa. Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...».
Señorita, lo iba a quitar... Pase usted. Me han dicho las vecinas que las dos láminas de Napoleón que caen al lado del altar deben quitarse, porque era muy protestante, masónico y...
Déjate de tonterías... Y cómo está esta pájara hoy? Qué tal, hija?
Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas, respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.
Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado que se le diera doble dosis de la nuez cómica, seguir con las cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el Jerez o Pajarete. Guillermina, sin dejar de oír esto, empezaba a poner su atención en otra cosa. Frente a la ventana y formando ángulo recto con la cama habían puesto la mesa, que debía ser altar, y en ella estaba de rodillas Juan Antonio, el marido de Severiana, fijando en la pared todos los clavos que creía necesarios para suspender la decoración proyectada.
«No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa... Y que el ruido la molestará... Pero qué van a poner ustedes ahí?».
La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran Poder, propiedad de la portera. «No me parece maldijo Guillermina, sacando del estuche sus anteojos y calándoselos. A ver, Juan Antonio, si se luce usted. Y flores, no tenemos?».
«De trapo... verá ustedreplicó Severiana llevando a la señora a su alcoba y mostrándole un montón de flores de papel dorado, tul y talco extendidas sobre la cama. Había también allí cintas de cigarros, y esas rosas con hojas plateadas que sirven para decorar los pitos de San Isidro. «Esto es muy feoopinó la santa, pero no hay naturales, o siquiera ramaje?».
Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por arriba haciendo cenefas...
Buscar algún bonito tiesto de bonibus, hija; no se os ocurre nadadijo Guillermina, volviendo a la sala, y en las ramas verdes atáis flores de trapo, y resulta muy bonito. Vaya, Juan Antonio, no más clavazón; ya están bien sujetas las cortinas. Ahora, cuélgueme usted la Virgen de las Angustias debajo del Señor, y a los lados...
La comandanta entró trayendo un cuadrote que representaba a Pío IX echando la bendición a las tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego, propuso Juan Antonio poner al otro lado la Numancia. Guillermina vaciló en dar su asentimiento; pero al fin... una risita y un guiño resolvieron la duda. «Poner el barquito, ponerlo, que todo lo de la mar es de Dios».
Salió luego al corredor, y habiendo notado que la escalera no estaba barrida aún, llamó a la portera. «Pero usted en qué está pensando? No le han dicho que hoy viene el Señor a esta casa? Y está ese portal que da asco mirarlo! Coja usted la escoba mujer. Si no, la cogeré yo. Qué, se cree usted que no lo hago como lo digo?».
La portera vio que doña Guillermina se quitaba el manto... «No, señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».
Pues lo vuelve usted a barrer. Bajó la señora al patio, donde había entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos jugando a los toros. «Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los vais a recoger y entregárselos a su dueño».
Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar, los otros sin teñir, cortados y apilados. Eran enemigos jurados de este industrial los chavales de la vecindad, que bonitamente le robaban los juncos para sus juegos y diabluras. Al ver a la santa parlamentando con ellos, salió de su tenducho y encarándose con la infantil cuadrilla, les dijo:
«Ya veis, gateras, lo que vus dice la señorita. Que vus estéis quietos, que vus estéis callados, que si no, vus llevará a todos a la cárcel».
Tiene razón el maestro Curtisdijo la fundadora, poniendo la cara más severa que le fue posible. A la cárcel van atados codo con codo, si no se portan hoy como es debido, hoy que viene a honrar esta casa el...
La interrumpió un sacerdote anciano que entró y fue derecho hacia ella. Era el Padre Nones. «Buenos días, maestra. Ya está usted en planta, oficiando de capitana generala».
Tengo que estar en todo. Si yo no tratara de enseñar a esta gente la buena crianza, vendría usted luego con el Santísimo y tendría que entrar pisando lodo, y cuanta inmundicia hay.
Y qué importa?observó Nones riendo.
Claro que no importa; pero por qué no hemos de tener limpieza y decoro delante del Señor, siquiera por estimación de nosotros mismos? Se limpia la casa cuando vienen el teniente alcalde y el médico del Ayuntamiento con sus bastones de borlas, y se ha de dejar sucia cuando viene el... Pero cállese usted hombre, por amor de Diosesto se lo decía al ciego de la guitarra, que habiéndose enterado de la presencia de la señora, quiso que esta conociera la suya, y se acercaba tanto, que al fin parecía querer meterle por los ojos el mango del instrumento. Al propio tiempo tocaba y cantaba hasta desgañitarse...
«Que se calle usted... por amor de Dios... Nos deja sordosdijo la santa sacando su portamonedas.
Tenga, y a la calle a cantar. Hoy no quiero aquí fandangos. Me entiende?».
Marchose el porfiado ciego, y la fundadora siguió hablando con el Padre Nones: «Suba usted a ver si me la reconcilia y le da la última pasadita. Paréceme que no está muy bien dispuesta. La encuentro peor de la enfermedad del cuerpo; y en cuanto al alma, cada vez la entiendo menos. Qué ideas tan extrañas! Arriba, arriba. Nos veremos luego. Yo no me voy ya de la casa hasta que se acabe todo».
Subió Nones, y la dama, después de recomendar al sillero y a otros vecinos que barrieran la delantera de las respectivas puertas, iba a subir también; pero le interceptaron el paso dos sujetos que bajaban. Era el uno don José Ido del Sagrario, a quien no conocerían los testigos de sus románticas hazañas al principio de esta historia, según estaba ya de bien trajeado y limpio. Visto por detrás, parecía otra persona; mas de frente, lo desengonzado de su cuerpo, la escualidez carunculosa de su cara y el desarrollo cada vez mayor de la nuez, le declaraban idéntico a sí mismo. El que le acompañaba era un infeliz músico, habitante en el segundo patio y en el mismo cuchitril en que anidara antes Izquierdo. Lo primero que se notaba en él era la gran bufanda que le envolvía el cuello subiendo en sus vueltas hasta más arriba de las orejas, y descendiendo hasta el pecho. Llevaba gorra con galón, y de la bufanda para abajo toda la ropa era de purísimo verano, y además adelgazada por el uso. Temblaba de frío, y con el brazo derecho oprimía los aros broncíneos de un trombón, dirigiendo la abollada boca hacia adelante como si quisiera bostezar con ella en vez de hacerlo con la suya propia.
«Este amigodijo Ido, en son de presentación, este amigo mío... un italiano, señora... se llama el señor de Leopardi, un artista desgraciado. Pues me ha dicho que si la señora quiere, naturalmente, se pondrá en la escalera cuando pase el Santísimo y tocará la marcha real...».
El otro infeliz murmuró algo, con marcado acento extranjero, llevándose a la gorra la temblorosa mano.
«Pero qué cosas se le ocurren a este hombre! Ave María Purísimaexclamó Guillermina con benevolencia. Déjese usted de marchas reales... No, no se quite la gorra; se va usted a constipar. Caballeros, aquí, y durante la ceremonia, mientras menos música, mejor».
Ido y Leopardi se miraron desconcertados. A la observación de la señora no se ocultó lo mal que estaba de ropa el infeliz artista, y le dijo que se fuera a su cuarto, que tocara allí el trombón todo lo que quisiese y por fin que... «Yo veré si encuentro por ahí unos pantalones».
Subió al principal, y de puerta en puerta exhortaba a los grupos de mujeres que allí estaban peinándose. «A las doce... que no vea yo aquí estos corrillos, estamos? Y barrerme bien todo el corredor. La que tenga velas que las saque; la que tenga flores o tiestos bonitos que los lleve allá... Y todos estos pingajos que aquí veo colgados, están ahora demás».
«Sirven estos ramos de caracoles?» dijo la del guarda de consumos, mostrándolos en la puerta de su casa.
Ya lo creo. Llévalos. Y tú, Rita, recógete esas melenas, mujer, que pareces una cómica. Es preciso que estéis todas muy decentes.
La mujer del sereno se disponía a encender el farol de su marido y a ponerlo colgado del chuzo en la reja de la cocina. Otra preguntaba si valía el quinqué de petróleo. A las niñas que debían salir al portal con velas, se les pusieron los pañuelos de Manila llamados de talle, y la que tenía botas nuevas se las calzaba; la que no, salía como estaba, con las alpargatas llenas de agujeros. «No se quiere lujo, sino decencia» repetía Guillermina, que comunicaba su actividad febril a todos los vecinos y vecinas de la casa. Cuando volvía al cuarto de Severiana, encontró al Padre Nones que salía. «Le he enderezado las ideas, maestra; ahora está bien preparadale dijo el clérigo que, por su alta estatura, tenía que encorvarse para hablar con ella. Voy a la iglesia. Dentro de tres cuartos de hora estamos aquí».
Entró la fundadora en la casa y vio el altar, que estaba muy bien. Juan Antonio había claveteado las flores de trapo al borde de los lienzos de damasco, formando como un marco. Resultaba un conjunto bonito y muy simpático, y así lo declaró la señora, echándole sus gafas. Luego cubrieron la mesa con una colcha muy hermosa que la comandanta, mujer de gran habilidad, había hecho para rifarla. Era de cuadros de malla, combinados con otros cuadros de peluche carmesí. Encima se puso un paño de altar traído de la parroquia, que tenía un hermoso encaje. Trajeron luego las ramas de pino, y para colocarlas fue preciso improvisar búcaros con barrilitos de aceitunas y de escabeche, que Juan Antonio cubrió y decoró con pedazos de papeles pintados. Era papelista, y en su arte, con paciencia y engrudo, hacía maravillas. Se colocaron los ramos de caracoles, cajitas de dulce y estampas; y por fin, los retratos de los dos sargentos hermanos de Juan Antonio, con su pantalón rojo, muy a lo vivo, y los botones amarillos, asomaban por entre las ramas de pino, como soldados que están en emboscada acechando al enemigo.
Poco después apareció Estupiñá, de capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y que Plácido no quiso entregar a nadie sino a la misma dueña de él. Esta salió al pasillo, recibió de manos de Rossini la sagrada imagen, y quitándole el pañuelo de seda que la envolvía, entró con ella en la sala, pareciéndose mucho, en tal momento, a una verdadera santa escapada del Año Cristiano para recibir culto en el pintoresco altar, que simbolizaba la ingenua sencillez y firmeza de las creencias del pueblo. Puso el Cristo en su sitio, regocijándose mucho con la admiración que producía el bronce en los circunstantes, y después salió a dar órdenes a Estupiñá. «Vaya usted a la parroquia para que acompañe al Santísimo, y diga que traigan pronto las velas que se han de repartir aquí».
En esto, ya habían entrado Fortunata y su tía, ambas de negro, muy decentes, y mientras la de Jáuregui metía su cucharada en el corro de Guillermina, la otra pasó a ver a Mauricia. Encontrola como aturdida, sin saber lo que le pasaba. A las preguntas que le hizo, respondía con la mayor concisión, porque el temor de decir alguna palabra fea enfrenaba sus labios. Estaba reducida a usar tan sólo la tercera parte de los vocablos que emplear solía, y aún no se le quitaban los escrúpulos, sospechando que tuviese en algún eco infernal las voces más comunes. Lo que Fortunata le oyó claramente fue esto: «Ay, qué gusto salvarse!»...
Pero al punto frunció Mauricia el ceño. Le había entrado la sospecha de que la palabra gusto fuese mala. Comunicó estos temores a su amiga, quien la tranquilizó sonriendo, y por fin le dijo que siendo su intención limpia, no importaba que se le saliese de la boca sin querer algún término sucio. Creyolo así la enferma; pero no las tenía todas consigo y estaba como bajo la presión de un gran temor. En un momento que cogió a Fortunata sola, le dijo temblorosa: «Arrepiéntete de todo, chica, pero de todo... Somos muy malas... tú no sabes bien lo malas que somos».
iii
Se acercaba la hora, y en el patio sonaba el rumor de emoción teatral que acompaña a las grandes solemnidades. El pueblo ocupaba el sitio infalible que la curiosidad dispone. En el portal no se cabía, y todos los chicos del barrio se habían dado cita allí, cual si creyeran que sin ellos no podía tener lucimiento alguno la ceremonia. Guillermina recorría toda la carrera, desde la puerta del cuarto de Severiana hasta la de la calle, dando órdenes, inspeccionando el público y mandando que se pusieran en última fila las individualidades de uno y otro sexo que no tenían buen ver. Había venido de la parroquia un hombre asacristanado, y estaba repartiendo la carga de velas que trajo.
En la parte del corredor que había de recorrer el Viático, mandó que se pusieran las niñas que lucían pañuelo de talle, y como no tuvieran velas, ordenó que se les diesen. Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada, para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y la canción de la Lola; que esto era una irreverencia y no se podía consentir. A lo que replicó la santa que no debían ocuparse de lo que pasase fuera; pero observando al punto que el profano instrumento molestaba mucho y estorbaba la edificación del vecindario, por el apetito que algunos sentían de ponerse a bailar, bajó al portal y habló con el de Orden Público que allí estaba. Todos los individuos de este cuerpo que conocían a Guillermina, la obedecían como al mismo gobernador. Total, que el piano tuvo que salir pitando, y sus arpegios y trinos se oían después perdidos y revueltos, como si alguien estuviera barriendo sus notas por la calle de Toledo abajo.
Llegó el momento hermoso y solemne. Oíase desde arriba el rumor popular; y luego, en el seno de aquel silencio que cayó súbitamente sobre la casa como una nube, la campanilla vibrante marcó el paso de la comitiva del Sacramento. El altar estaba hecho un ascua de oro con tantísima luz, que reflejaba en el talco de las flores. Había sido entornada la ventana, y todos de rodillas esperaban. El tilín sonaba cada vez más cerca; se le sentía subir la escalera entre un traqueteo de pasos; después llegaba a la puerta; vibraba más fuerte en el pasillo entre el muge-muge de los latines que venía murmurando el acólito. Apareció por fin el Padre Nones, tan alto que parecía llegaba al techo, un poco encorvado, la cabeza blanca como el vellón del Cordero Pascual, llevando agasajado el porta-formas entre los pliegues de la capa blanca. Arrodillose ante el altar y allí estuvo rezando un ratito. Mauricia estaba en aquel instante blanca, diáfana, y sus ojos entornados y como sin vida miraban al sacerdote y lo que entre manos traía. Guillermina se le puso al lado y acercó su rostro al de ella. Cuando el sacerdote se aproximaba, la santa susurró al oído de la enferma, como secreto de ángeles, estas palabras: «Abre la boca». El cura dijo: «Corpus Domini Nostri, etc.» y todo quedó en silencio, y los párpados de Mauricia se abatieron, proyectando sobre las ojeras la sombra de sus largas pestañas.
Poco después salió la comitiva, precedida de la campanilla, entre la calle formada por mujeres arrodilladas, con velas o sin ellas. Se sintió que bajaba, que salía y se alejaba por la calle. Cuando ya no se oía más el tilín, Guillermina, cesando de rezar, acercó su cara a la de Mauricia y empezó a darle besos. Todas las demás, lloriqueando, la felicitaban con ruidosos aspavientos, y por fin la misma santa hubo de mandar que cesaran aquellas manifestaciones de regocijo, porque la enferma se afectaba mucho, y podría resultarle algún retroceso peligroso. Mas por efecto de la excitación, Mauricia no sentía dolor ni molestia alguna; estaba como bajo la acción de fortísimo anestésico, de los que producen efectos infalibles aunque pasajeros. Desde la edad de doce años, en que la llevaron a comulgar por primera vez, no había vuelto a verse en otra como aquella, y con la impresión recibida retrogradaba su pensamiento a la infancia, llegando hasta adormecerse por breves momentos en la ilusión de que era niña inocente y pura, y de que, como entonces, ignoraba lo que son pecados gordos.
También mandó Guillermina despejar la habitación y que se apagaran las luces. Entre la mucha gente que había entrado, veíanse dos mujeres muy bien vestidas a la chulesca, con mantón color café con leche, delantal azul, falda de tartán, pañuelos de color chillón a la cabeza, el peinado rematado en quiquiriquí con peina de bolas, el calzado de la más perfecta hechura y ajuste. Parecían deseosas de hablar a Mauricia; pero no se atrevían a adelantarse hasta la cama. Guillermina, concluida la ceremonia, no les quitaba ojo, y por fin resolvió darles el quién vive. «Señoras míasles dijo, qué bueno traen ustedes por aquí? Si han venido por devoción, me parece muy bien. Pero si vienen a curiosear, siento tener que decirles que tomen la puerta y que aquí no hacen falta para nada».
Salieron las tales muy corridas, echando de sus bocas, por la escalera abajo, palabras absolutamente contrarias a los latines que pocos momentos antes se habían oído en el propio sitio. Todas las que presenciaron la indirecta que les echó la señora, la celebraron mucho, diciéndole doña Lupe al pasar a la sala: «Vaya unas despachaderas que tiene usted, amiga mía. Eso se llama carácter».
Una de ellasdijo Severiana, es Pepa la Lagarta... mujer de historia, sabe?... la que dicen mató a su marido con una aguja de coser serones... muy amigota de Mauricia, a quien debe quinientos reales... Y no se los puede sacar... Pero creen ustedes que no tiene dinero? Ya quisiera yo... Gasta como una marquesa, y el mes pasado costeó, en San Cayetano, una novena a la Virgen de las Angustias, que era lo que había que ver...
Novena?Sí, porque sanara el Clavelero, un chulito que tiene muy guapín, el cual recibió un achuchón en la plaza de Leganés... como que le entró el pitón por salva la parte... Pues el Clavelero sanó. Y eso...? Vea usted, señora, qué cosas hace la Virgen!
Ella se sabrá lo que le conviene, tonta.
Poco después se retiró Guillermina. La casa volvió a tomar su aspecto ordinario. La comandanta y doña Lupe estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia, que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata. Hay que decir de paso que doña Lupe estaba algo desilusionada, pues había creído que Guillermina iba siempre a sus visitas benéficas con un regimiento de señoras. «Pero dónde están esas damas distinguidas de que hablan los periódicos? Por lo que voy viendo, aquí no viene más dama que yo».
Viendo Fortunata que Mauricia se dormía profundamente, salió a la sala. No había nadie. Acercose a la ventana, mirando a la calle por entre los cristales, y allí estuvo un largo rato con la atención vagabunda y el pensamiento adormilado, cuando un rumor en el pasillo la sacó de su abstracción. Al volverse, se quedó atónita, viendo a Jacinta que, detenida en la puerta, alargaba la cabeza para ver quién estaba allí. Traía de la mano una niña, vestida a la moda, pero con sencillez y sin pizca de afectación de elegancia. Avanzó hacia Fortunata; interrogándola con aquella sonrisa angelical que vista una vez no se podía olvidar. Sentía la de Rubín una gran turbación, mezcla increíble de cortedad de genio y de temor ante la superioridad, y se puso muy colorada, después como la cera. Debió Jacinta preguntarle algo; sin duda la otra no acertó a responderle. La señora de Santa Cruz se acercó a la puerta que comunicaba con la otra sala. Entonces Fortunata, que se hallaba detrás, dijo: «Se ha quedado dormida».
Volviéndose hacia ella, otra vez le echó Jacinta aquella mirada y aquella sonrisa que la asesinaban. «En ese caso, esperaremos un poco», indicó en voz casi imperceptible, sentándose en una de las sillas de paja. Fortunata no sabía qué hacer. No tuvo valor para marcharse, y se sentó en el sofá. Casi en el mismo instante la Delfina sintiose vacilar en su asiento, porque la silla estaba inválida, y se pasó al sofá. Halláronse las dos juntas, tocando falda con falda. Fortunata, por no mirar a su rival, miraba a la niña, a quien aquella tenía en pie delante de sí, cogiéndola de las manos. Observó la de Rubín el trajecito azul de Adoración, sus botas, todo su decente atavío, y en aquella inspección fisgona que hizo, sus miradas y las de Jacinta se encontraron alguna vez. «Oh, si tú supieras al lado de quién estás!» pensaba Fortunata, y aquí su temor se desvanecía un tanto, para dejar revivir la ira. «Si yo te dijera ahora quién soy, padecerías quizás más de lo que yo padezco». Adoración quería decir algo; pero Jacinta le tapaba la boca, y mirando a la de Rubín se sonreía con esa ingenuidad que indica ganas de trabar conversación. Comprendiolo la otra, diciendo para sí: «No, pues yo no he de buscarte la lengua». La niña, aquel dato vivo de la bondad de la Delfina, no podía menos de determinar en Fortunata un pensamiento distinto de los anteriores. Pero sus renovados odios trataban de envenenar la admiración: «Oh!, sí, señorapensaba. Ya sabemos que tiene usted un sin fin de perfecciones. A qué cacarearlo tanto...? Poco falta para que lo canten los ciegos. Si estuviéramos como usted, entre personas decentes, y bien casaditas con el hombre que nos gusta, y teniendo todas las necesidades satisfechas, seríamos lo mismo. Sí, señora; yo sería lo que es usted si estuviera donde usted está... Vaya, que el mérito no es tan del otro jueves, ni hay motivo para tanto bombo y platillo. Y si no, venga usted a mi puesto, al puesto que tuve desde que me engañó aquel, y entonces veríamos las perfecciones que nos sacaba la mona esta».
Y las miradas de la de Santa Cruz volvieron a flecharla. Eran un comentario que con los ojos ponía a la tontería o pueril gracia que Adoración acababa de decirle. Sin saber cómo, aquel nuevo flechazo trajo a la mente de Fortunata un pensamiento que en cierto modo se eslabonaba con la presencia de la niña. Acordose de que Jacinta había querido recoger a otro niño, creyéndolo hijo de su marido... «Y mío...! creyéndolo el mío!». Desde la altura de esta idea, se despeñó en un verdadero abismo de confusiones y contradicciones... Habría hecho ella lo mismo? «Vamos, que no... que sí... que no, y otra vez que sí...». Y si el Pituso no hubiera sido una falsificación de Izquierdo; si en aquel instante, en vez de mirar allí a la niña de Mauricia, viera a su pobre Juanín...! Le entraron tan fuertes ganas de echarse a llorar, que para contenerse evocó su coraje, tocando el registro de los agravios, segura de que le sacarían del laberinto en que estaba. «Porque tú me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde tú estás, grandísima ladrona...». No siguió, porque Jacinta, no pudiendo resistir más las ganas de entablar conversación, la miró otra vez y le hizo esta preguntita: «Qué tal estuvo la Comunión? Y Mauricia, qué tal?...». He aquí a la prójima otra vez turbada y sin saber lo que le pasaba. «Muy bien... pero muy bien... Mauricia contenta...».
Agradeció mucho Fortunata que en aquel momento se abriese suavemente la puerta de la alcoba y apareciera la cabeza de Severiana. Hacia ella fue corriendo Adoración. «Chititole dijo su tía, entrando pasito a paso. No hagas ruido, que tu mamá está dormida. Tiempo hace que no ha cogido un sueño tan largo. Ay, señorita, lo que se perdió usted! Ha estado todo tan bien, que daba gusto».
Mientras la Delfina y Severiana hablaban, Fortunata, que continuaba sentada, examinó con curiosidad a la esposa de aquel, fijándose detenidamente en el traje, en el abrigo, en el sombrero... No le parecía propio venir de sombrero; pero por lo demás, no había nada que criticar. El abrigo era perfecto. La de Rubín hizo propósito de encargarse el suyo exactamente igual. Y la falda, qué elegante! Dónde se encontraría aquella tela? Seguramente era de París.
Oyose la voz ronca de Mauricia. Su hermana entró corriendo, y Jacinta miraba por el hueco de la puerta entornada. Cuando Severiana volvió a la sala, la señorita dijo: «Yo no entro. Pase usted con la pequeña. Yo me quedo aquí». A pesar de lo trastornadas que estaban sus facultades, Fortunata supo apreciar el verdadero sentido de aquella resistencia de Jacinta a presentarse con la niña. Era un sentimiento de modestia y delicadeza. Quería sustraerse a las manifestaciones de gratitud de la pobre enferma, y evitarle a esta el sonrojo de su desairada situación como madre.
«Será por eso por lo que no quiere entrar?se preguntó mirándola de espaldas. Qué remilgos estos! Cuando digo que me cargan a mí estas perfecciones... Qué monas nos hizo Dios! Pues lo que es yo, sí entro».
Severiana se acercó a la cama, llevando de la mano a la chiquilla. «Mira, mira lo que te traigo... Cuál visita te gusta más? Esta o la que estuvo antes?».
Mauricia le echó los brazos a su hija y le dio muchos besos. Un poco asustada, la nena besó también a su madre, sin efusión de cariño, y como besan a cualquier persona los chicos obedientes, cuando se lo manda la maestra. «Ay, qué mala he sido!exclamó la enferma, también sin efusión, como quien cumple un trámite.... Niña de mi alma, bien haces en querer a la señorita más que a mí, porque yo he sido más mala que arrancada, re...!». Atravesósele el vocablo, y ella hizo como que escupía algo. Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo: «Severiana, o tú, o cualquiera, si quisierais darme!...».
Doña Lupe y la comandanta habían entrado también. «Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. Oh, qué maja está!».
Pero la Dura tenía todo su ser embargado por la ardentísima ansiedad física que experimentaba, y sus ojos de águila se fijaron en Severiana que escanciaba en un vaso algo del contenido de una botella. El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «Cómo lo miras, bribona!pensó la escéptica y observadora doña Lupe. Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete...». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios...».
Después del trinquis, Mauricia pareció como si resucitara, y su cara resplandecía de animación y contento. Entonces sí demostró que en el fondo de su ser existían instintos y sentimientos maternales; entonces sí que abrazó y besó con efusión tiernísima a la hija que había llevado en sus entrañas... Y tanto se excitó, que temiendo le diera un síncope, quitáronle de los brazos a la nena. «Sí, que te lleven, que te quiten de mi lado... No merezco tenerte... Me tienes miedo, rica... Como que cuando seas mañosa, no te dirán 'que viene el coco', sino 'que viene tu madre'. Ay, qué pena!... Pero estoy conforme. Dicen que tengo que salvar... Ay, qué gusto! Y mi hija está mejor en la tierra con la señorita que conmigo en el Cielo... Y nada más».
Adoración rompió a llorar entre afligida y espantada. Total, que tuvieron que llevársela, porque aquel espectáculo no podía prolongarse. Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían a las demás... «Sí, sípensó doña Lupe, que también estaba conmovida. Cuánto quieres a tu hija!... Te la beberías!».
Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba. Refugiose en el cuarto interior, y echándose sobre un baúl, se echó a llorar. Los sentimientos que desataban aquel raudal de lágrimas no eran únicamente los producidos por la situación del momento; eran algo antiguo y profundo, sedimentado en su alma, su tradicional desgracia, el despecho combinado con un vago deseo de ser buena, «sin poderlo conseguir... Cuidado que esto es de lo que se dice y no se cree».
Muchas lágrimas había derramado cuando sintió el ruido del coche de Jacinta que partía, y entonces salió a la sala. Doña Lupe se despedía de la comandanta, ofreciéndole tomar diez papeletas de la rifa de la colcha, y hacía una seña a su sobrina indicándole que era hora de retirarse. Dieron un vistazo y un apretón de manos a la enferma, y salieron. Cuando iban por la calle, doña Lupe, que comprendió cuánto había impresionado a su sobrina el encuentro con la señora de Santa Cruz, intentó dos o tres veces aludir a esto; pero la prudencia y un sentimiento de delicadeza retuvieron su charlatana lengua.
iv
En el portal de su casa se separaron; doña Lupe subió y Fortunata fue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente. Al farmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotes de beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquellos cuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin duda serían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas y diversiones.
A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de aquel día. Discutiose si debían volver por la noche a la calle de Mira el Río o irse a Variedades a ver una pieza; mas como Fortunata mostrase gran repugnancia a las funciones teatrales, prevaleció lo primero, y Maxi, muy complacido de aquella aplicación a las obras de piedad, prometió que las acompañaría y que iría a recogerlas a las once. «Y como no haya esta noche quien se quede a velar, me quedaré yo» dijo la viuda, a quien no se le cocía el pan hasta no dar a Guillermina prueba palmaria de humildad y abnegación. Opusiéronse a esto el sobrino y su mujer, diciendo el primero que bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. La de Jáuregui decía con deliciosa modestia: «Si yo no lo hago por buscar un elogio; si no hay en esto el menor asomo de mérito...! Yo resisto perfectamente una noche toledana, y hasta dos y tres. De modo que...».
Las nueve sería, cuando los tres entraban por el portal de la casa de corredor, y no fue poco su asombro al ver en el patio resplandor de hoguera y multitud de antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban a la escena temeroso y fantástico aspecto. Qué era aquello? Que los granujas de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que en mitad del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas las eneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a jugar al Viático, el cual juego consistía en formarse de dos en dos, llevando los juncos a guisa de velas, y en marchar lentamente echando latines al son de la campanilla que uno de ellos imitaba y de la marcha real de cornetas que tocaban todos. La diversión consistía en romper filas inesperadamente, y saltar por encima de la hoguera. El que llevaba el copón, bien abrigadito con un refajo atado al cuello, daba las zapatetas más atrevidas que se podrían imaginar, y hasta vueltas de carnero, poniendo todo su arte en recobrar la actitud reverente en el momento mismo de tomar la vertical. En fin, que semejante escena daba una idea de aquella parte del Infierno donde deben tener sus esparcimientos los chiquillos del Demonio. Maximiliano y su mujer se detuvieron un rato a ver aquello; pero doña Lupe dirigió a la infantil tropa miradas y expresiones de desdén, diciendo que la culpa la tenían los padres que tal sacrilegio consentían.
Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían. La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «Lo de esta mañana...!, qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas. Más presente que la administración del Sacramento tenía el paso con su hija; ay, qué paso!... «No vistes a la Jacinta?preguntó a Fortunata, volviéndose de un costado y poniéndole la mano en el hombro.... Habló contigo?... Tú eres una sosona y no tienes genio... Si a mí me llega a pasar lo que te ha pasado a ti con esa pastelera; si el hombre mío me lo quita una mona golosa, y se me pone delante, ay!, por algo me llaman Mauricia la Dura. Si me la veo delante, digo, y me viene con palabras superfirolíticas... la trinco por el moño y así, así, le doy cuatro vueltas hasta que la acogoto...». Uniendo la acción a la palabra, Mauricia hacía contorsiones violentas, se destapaba, rechinaba los dientes... no pudiendo sujetarla Fortunata, llamó a Severiana: «Ay, venga usted! Está diciendo mil disparates... por Dios, vea usted de reducirla... Dele algo para que se calme, aguardiente...».
«A mí no me puede nadiegritó la infeliz con frenesí, los ojos desencajados, forcejeando contra los cuatro brazos que la querían sujetar. Soy Mauricia la Dura, la que le abrió una ventana en el casco a aquella ladrona que me robaba los pañuelos, la que le arrancó el moño a la Pepa, la que le arañó la cara a doña Malvina la protestanta... Suéltame tiorra pastelera, o de una mordida te arranco media cara. Persona decente tú!... tú, que dejas un soldado pa tomar otro... tú que tienes ya el corazón como la puerta de Alcalá, de tanta gente como ha entrado por él... Ja, ja, ja... Loba, más que loba, so asquerosa, judía, con más babas que un perro tiñoso... cara de escupidera, zurrón, celemín de peinetas... verás qué recorrido te doy... así, así, y te arranco la nariz, y te escupo los ojos, y te saco todo el mondongo...». Por fin no eran voces humanas las que de sus labios llenos de espuma salían, sino rugidos de fiera sujeta y acorralada. No pudiendo librar sus brazos de los vigorosos que la contenían, sus dedos se agarraron con rabia epiléptica a lo que encontraban, y querían deshacer y rasgar la sábana y la colcha. El fatigoso mugido iba calmándose poco a poco, las contorsiones eran menos violentas, y por fin, cayó en un colapso profundísimo. La sedación era instantánea, y a la misma muerte se parecía.
La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo: «ya ha tenido esta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis. Si viniera el médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman yeciones... sabe?, una gotita de morfina». Sin duda por esta frecuencia de los accesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que se acostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas. A poco de tranquilizarse Mauricia, la otra se dedicó a preparar la lámpara que debía arder toda la noche, un vaso con agua, aceite y una mariposa encima.
Media hora estuvo la tarasca como dormida, pronunciando en sueños retazos de palabras y fragmentos de cláusulas groseras, como retumban en lontananza los dejos de la tempestad que ha pasado. Despertó luego, y con voz sosegada dijo a su amiga: «Estás aquí?... qué gusto me da verte! De todas las personas que veo aquí, la que me gusta más eres tú. Te quiero más que a mi hermana. Lo primerito que he de pedirle al Señor cuando me meta en el Cielo, es que te haga feliz, dándote lo que es muy re-tuyo, lo que te han quitado... Su Divina Majestad puede arreglarlo, si quiere...».
A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.
«Porque tú has padecido... pobrecita! Buenas perradas te han jugado en esta vida. La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara. Pero déjate estar, que el Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote lo que te quitaron. Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando que me moría y que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos... tan monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo, mismamente le he de decir a la Virgen y al Verbo y Gracia que te hagan feliz y se acuerden de las amarguras que has pasado».
Callose un instante, y después de los dos o tres suspiros que Fortunata echó de su seno, volvió a hablar la enferma de este modo: «Has visto a Jacinta?... porque ella fue quien trajo a mi niña. Es un serafín esa mujer... Ahora cuando me pensé que estaba en el Cielo, la vi encima de una nube con un velo blanco... Estaba allí, entremedio de aquellos grandes corros de ángeles. Será que se va a morir? Lo sentiré por mi niña. Pero Dios sabe más que nosotras, verdad?, y lo que él hace, bien sabido se lo tiene... Pero dime, te habló ella? Le soltaste alguna patochada? Harías mal. Porque ella no tiene la culpa. Perdónala, chica, perdónala; que lo primerito para salvarse es perdonar a una parte y otra. Mírame a mí, que no hago más que lo que me manda el Padre Nones, y he perdonado a la Pepa, a la Matilde, que me quiso envenenar, y a doña Malvina la protestanta y a todo el género mundano... re...! Párate boca que ya ibas a soltarlo... Pues sí, perdonar; créetelo porque yo te lo digo. Ves qué tranquila estoy? Pues a cuenta que lo mismo estarás tú, y Dios te dará lo tuyo; eso no tiene duda... porque es de ley. Y por la santidad que tengo entre mí, te digo que si el marido de la señorita se quiere volver contigo y le recibes, no pecas, no pecas...».
Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto se armonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.
Me parecele dijo, que si el Padre Nones te oye eso, te ha de reprender... porque ya ves... quien manda manda, y está dispuesto que no sean las cosas así.
Qué risa contigo! Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lo malo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. Qué más quieren? Esto que te cuento es, como quien dice, una idea. No puede una tener una idea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá que tengo razón...
Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinose una brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su querida amiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:
«Qué te parece a ti, me salvaré yo?».
Pues qué duda tiene?replicó la otra tranquilizándolaDicen que aunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar... figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...
Oh!... si habrá arenas en todita la mar y sus arenales!repitió Mauricia con voz patética.
Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios los perdona cuando una se arrepiente de verdad.
Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?
Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.
Dios te oiga... Se me arranca el alma de verte penando... con un hombre que no quieres... qué traspaso! Chavala querida, muérete, y vente conmigo. Verás qué bien vamos a estar las dos allá. Porque te quiero tanto...! Dame un abrazo, hija, y muérete conmigo.
No lo digas muchobalbució Fortunata conmovidísima, acariciando a su amiga. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago en este mundo... no sé... valdría más... Ay, qué desgraciada soy!
Re...! Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lo juro por estas cruces, es que te mueras.
Las dos se echaron a llorar. En tanto doña Lupe sostenía una gallarda disputa con Severiana. «Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo me quedo esta noche para que usted descanse un poco».«Señora, no lo consiento. Hay vecinas que se quieren quedar».«Vecinas!... Aviada está la enferma con las vecinas. Son tan torpes y tan descuidadas...! Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una por otra».«Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste».«Repito que me quedo, vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. No me cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija, hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable usted de gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no vale tres cominos».
La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estaba calculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera que Guillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a las apremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, doña Lupe pensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante no va conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni a media legua a la redonda».
Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer, advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecina se quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata se retiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazo recorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de su domicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, y poniendo muy en duda que doña Lupe resistiese toda la noche sin dormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendo cortesías aunque se encontrase en visita.
A la mañana siguiente, determinó la esposa ir a enterarse de la noche toledana que habría pasado doña Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello. Cumplidas las sabias órdenes que había dado la directora de la casa, Fortunata salió con Papitos, y después de encaminarla a la compra, indicándole algunas cosas que debía tomar, separose de ella en la plazuela de Lavapiés para dirigirse a la calle Mira el Río. Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas.
«Bien por las valentías!...le dijo Fortunata. Y qué tal se ha portado la enferma?».
No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La maldita parecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que la he obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un puro delirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que ha bebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.
Doña Lupe empezó a tomar el chocolate que le trajo doña Fuensanta, y a renglón seguido continuó la relación, imitando la voz y la actitud de la delirante.
«Y se ponía así: 'Allí está, mírenlo... el señor de Sor Natividad... La bribona lo tiene preso... Bribona, más que loba...'. Sabes tú quién es el señor... con retintín, de Sor Natividad? Pues la custodia, hija, el Santísimo... Y seguía: 'Ahora voy allá, te cojo, te saco y te echo al pozo...'. Al pozo!, has visto?, arrojar la custodia al pozo! Mira tú si tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. Como no se salve esa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se sale con eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en su baúl, o qué sé yo qué. Verás: soltaba una risa que a mí me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... te comería! No me digas que no te coja, porque te cojo, aunque me muera y me eches al infierno... Sor Natividad te falta; para que lo sepas; te falta con el Padre Pintado...'. En fin, hija, que era un horror. Suprimo las flores que iba entreverando, porque me ardería la boca».
Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer hacia su paladar, con la lengua y con los rechupidos de sus labios, lo que en el fondo del pocillo quedaba, y conseguido esto al fin, acabó así: «Con estos disparates sacrílegos estuve toda la noche en vilo, horrorizada, el estómago revuelto, y deseando que el día llegara».
Me lo figurabadijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo que había dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.
«Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que no sabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendo lo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido. Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso de heroísmo; pero algo es algo...».
Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía. «Oh, qué buena es usted!le dijo la santa, estrechándole las manos. Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada. Vaya si vale. Dejar las comodidades de su casa para velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que no lo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que los donativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas... porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veo que su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted los colores a la cara. Gracias, gracias».
Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba a sacar el temido guante, se despidió con prisa. «Amiga de mi alma, la obligación me llama a mi choza...».
Sí, síle dijo Guillermina. La obligación antes que nada. Hasta luego.
Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo: «Tú te quedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mal lugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante. Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sé cumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro por ti y otro por mí; no lo olvides. No digas si podemos o no podemos más. Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...».
v
Cuando Fortunata, después de un ratito de palique con la comandanta, penetró en la otra casa, vio cosas que la pasmaron. Guillermina, dejando su mantilla y su libro de misa sobre el sofá, desempeñaba junto a Mauricia las obligaciones más penosas del arte de cuidar enfermos, acometiendo con actividad maquinal las faenas más repugnantes, como persona que tiene la obligación y la costumbre de hacerlo. Severiana se esforzaba en impedirlo; pero Guillermina no cedía. «Déjame tú... si a mí esto no me cuesta ningún trabajo... Vete a ver lo que quiere Juan Antonio, que está dando voces hace un rato». La pobre menestrala deseaba tener tres o cuatro cuerpos para atender todo. «Hombre, ten consideración. Cómo quieres que deje a la señora en...?». Al ver la de Rubín este tráfago y la poca gente que había para tan diversos quehaceres, brindose gustosa a ayudar. Lo que hacía Guillermina era para asustar a cualquiera. Fortunata no se creía con valor para tanto. Y sin embargo, al ver a la insigne dama aristocrática humillarse de aquel modo, avergonzose de no tener valor para imitarla, y sacando fuerzas de flaqueza, ofreció su ayuda. Como hija del pueblo, no quería ser menos que la señora de la grandeza en aquellos bajísimos menesteres... «Quite usted allá, por Díos, hija...replicó la santa. No faltaba más; no lo consiento... de ninguna manera. Es que quiere usted ayudarnos? Pues si tan buen deseo tiene, barra la sala, que va a venir el médico».
Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quieras que no, se la quitó de las manos. «No faltaba más... señorita. Se va usted a poner perdida...».
Por Dios, déjeme usted que la ayude. Quiere que le haga el almuerzo a su marido?
Qué cosas tiene...!
Ay qué gracia!... Cree usted que no sé?... La tortillita en la fiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro. Si he hecho yo en mi vida más almuerzos de obreros que pelos tengo en la cabeza...
Hemos encendido la lumbre en la casa de la vecina. Allá está doña Fuensanta; pero va a salir a la compra, y si usted hiciera el favor...
Fortunata no necesitó más, y fue a la otra casa, donde encontró a la comandanta muy afanada, porque no era un almuerzo, sino tres los que tenía que preparar, el de Juan Antonio y el de dos obreros más, cuyas respectivas mujeres se habían ido ya para la fábrica, dejándole aquel encargo. «Váyase usted a la comprale dijo, que de las tortillas se encarga una servidora...». Mucho agradeció esto doña Fuensanta, y poniéndose su toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y las gruesas zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue a pedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una nube de polvo. «Tráigame usted un codillo como el del otro día, para ponerlo en sal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay en casa... Ah!, no olvide las zanahorias, ni el cuarto de gallina... Si trae para usted sesada de carnero, cómpreme otra a mí...
Oiga, oiga; si ve una buena lengua, tráigamela descargada, y la salaremos para las dos...».
Salió la viuda del comandante renqueando por aquellas escaleras abajo, y a poco partieron Juan Antonio y los otros dos obreros con sus saquitos de comida en la mano. La señora de Rubín había desempeñado su cometido con tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejose llevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevo en ella. «Si es lo que a mí me gusta, ser obrera, mujer de un trabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte, y se te despega el señorío, créetelo, se te despega...».
Cuando pasó a decir a Severiana que estaba servida, esta había concluido de limpiar la sala. Como había tan mal olor allí, trajeron una paletada de carbones encendidos, y echando un puñado de espliego, la pasearon por toda la casa, desde el pasillo hasta la cocina. Después del sahumerio, Fortunata entró a ver a Mauricia, a quien encontró muy mal, en un estado de decaimiento y postración muy visibles. El médico, que llegó entonces, la examinó detenidamente, observando hinchazón en las piernas y en el vientre. La parálisis agitante crecía de una manera aterradora. Antes de partir, el doctor habló con Guillermina en la sala, diciéndole que aquello no podía menos de acabar mal, y que a todo tirar, tiraría dos días... Acercábase Fortunata para enterarse de esto, cuando vio entrar inesperadamente a una persona cuya presencia le hizo el efecto de una descarga eléctrica.
«Jesús, esa mona otra vez...!, yo me voy».
Jacinta y Guillermina hablaron un momento con el médico, que se despidió luego. «Entraré un ratito a verladijo la Delfina a su amiga, sentándose en el sofá. Va usted a estar aquí mucho tiempo?».
Tengo que pasar al otro corredor a ver al zapatero... Pobre hombre, no ha querido ir al hospital. Yo no había visto nunca un caso de hidropesía semejante. La barriga de ese infeliz era anoche como un tonel... Y ya le han dado tres barrenos; pero el de ayer con tan mala fortuna, que no le sacaron más que medio litro, y dicen que tiene en aquel cuerpo la friolera de catorce litros... Qué humanidad, Dios mío!
Fortunata pasó a la otra sala, y a poco volvió diciendo que Mauricia dormía profundamente. La fundadora hizo entonces una observación humorística. Dirigiéndose a las dos, les dijo: «Oyen ustedes ese trombón que toca la marcha real?». En efecto, se oía bien clara, aunque lejana, la marcha real tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que en la repetición le ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas.
«Pues ese pobre hombreañadió la santa conteniendo la risa, desde que se entera de que estoy aquí, se pone a tocar como un descosido. Es la manera de recordarme que le prometí vestirle, porque el desventurado está mejor de pulmones que de ropa. Mirapropuso a Jacinta, cogiéndole un brazo; en cuanto vayas hoy a tu casa, has de ver si tiene tu marido algunos pantalones que no le sirvan... Puede que no tenga porque ya hemos hecho tantos escrutinios en su guardarropa!».
No sé, no sédijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar...me parece.
Si nomanifestó prontamente la de Rubín, yo traeré unos del mío...
Dios se lo pagará a usted... porque verdaderamente parte el corazón ver a ese pobre hombre, en este tiempo, con unos calzones de hilo, de los que traen los soldados de Cuba...
Salió Guillermina para ir al almacén de maderas de la Ronda, y Jacinta la acompañó hasta el corredor. Sentose Fortunata en el sofá, creyendo que las dos se marchaban. Pero la de Santa Cruz, después de hablar con su amiga de varias cosas, le dijo: «Aquí la espero a usted. Lleve mi coche, y luego me recogerá y nos iremos juntas». Entró inmediatamente, sentándose también en el sofá.
Ponerse a su lado! No conocerle en la cara que las dos no podían estar juntas en parte alguna!...
Esto pensaba la mujer de Maxi, que sintió deseos de huir, y luego vergüenza y miedo de hacerlo. Si la otra le hablaba, no tendría más remedio que responderle. «Pues si yo le dijera quién soy, la haría temblar. Veríamos entonces quién temblaba más».
Jacinta la miró. Ya el día anterior había despertado su curiosidad hermosura tan expresiva. Y cuando sus ojos se encontraban con el rayo de aquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esos presentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto, sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente.
«Según ha dicho el médicoindicó la Delfina decidida a pegar la hebra, la pobre Mauricia no saldrá de esta».
No saldrá la pobreopinó Fortunata algo cortada, porque le asaltaba la idea de que su lenguaje no sería bastante fino.
Si sigue así, traeré esta tarde a la niña, para que la vea... De todos modos, debo traerla no le parece a usted?
Sí, tráigala. Jacinta sabía que aquella desconocida no era soltera, porque había ofrecido unos pantalones de su marido. Hízole, pues, la pregunta que ingenuamente se le salía siempre de los labios cuando se encontraba delante de una casada: «Tiene usted niños?».
No señorareplicó la de Rubín con alguna sequedad.
Yo tampoco. Pero me gustan tanto los niños, que tengo verdadera manía por ellos, y los ajenos me parece que deberían ser míos... y, créalo usted, no tendría escrúpulo de conciencia en robar uno, si pudiera...
Pues yo también, si pudiera...declaró Fortunata, que no quería ser menos que su rival en aquello de la manía materna.
Pero es que se le han muerto a usted, o que no los ha tenido?
Tuve uno, sí señora... va para cuatro años...
Y en cuatro años no ha tenido usted más que uno? Qué tiempo lleva usted de matrimonio? Perdone mi indiscreción.
Yo?...murmuró la otra vacilando. Cinco años. Yo me casé antes que usted...
Antes que yo!Sí, señora... pues decía que tuve un niño y se me murió, sí señora, y si me viviera, le digo a usted que...
Como advirtiera la dama en los ojos de su interlocutora una lucidez y movilidad singularísimas, sospechó si aquella mujer padecería enajenación mental. Su tono y su mirar eran muy extraños, impropios del lugar y de la sosegada conversación que ambas sostenían. «A esta mujer hay que dejarlapensó Jacinta; me callaré».
Guardaron silencio un rato mirando al suelo. Jacinta no pensaba en nada importante; Fortunata sí, y por la mente le pasó toda su historia como envuelta en una nube de fuego. Se le vinieron a la boca palabras duras para increpar a aquella mona del Cielo, que le había quitado lo suyo. Pues no era esto una gran injusticia? Los agravios se le revolvían en el seno, saliéndole a los labios en esa forma descomedida y grosera de las hijas del pueblo, cuando se ponen a reñir. «La cojo y la...!decía para sí clavándose las uñas en sus propios brazos. Que es un ángel? Pues que lo sea... Que es una santa? Y a mí qué?...». Pero de los labios para fuera, nada... «Qué cobarde soy! Con una palabra la haré caer redonda, y me tendrá un miedo tan grande que no le darán ganas de volverme a hacer preguntitas...».
En esto la mona del Cielo, impaciente porque no venía Guillermina, salió un instante al corredor. Al verse sola, creyó sentirse la otra con más valor para dar un escándalo... Toda la rudeza, toda la pasión gozosa de mujer del pueblo, ardiente, sincera, ineducada, hervía en su alma, y una sugestión increíble la impulsaba a mostrarse tal como realmente era, sin disimulo hipócrita. «Si no volverá!...» se dijo mirando al corredor, y al decir esto su espíritu volvía sobre sí, penetrándose del sentido lógico de las cosas... «Ella es una mujer de mérito y yo he sido una perdida... Pero yo tengo razón, y perdida o no, la justicia está de mi parte... porque ella sería yo, si estuviera en mi lugar...».
En esto vio que la mona volvía... Verla y cegarse fue todo uno. No podía darse cuenta de lo que le pasó. Obedecía a un empuje superior a su voluntad, cuando se lanzó hacia ella con la rapidez y el salto de un perro de presa. Juntáronse, chocando en mitad del angosto pasillo. La prójima le clavó sus dedos en los brazos, y Jacinta la miró aterrada, como quien está delante de una fiera... Entonces vio una sonrisa de brutal ironía en los labios de la desconocida, y oyó una voz asesina que le dijo claramente: «Soy Fortunata».
Jacinta se quedó sin habla... después lanzó un ay! agudísimo, como la persona que recibe la picada de una víbora. En tanto Fortunata movía la cabeza afirmativamente con insolente dureza, repitiendo: «Soy... soy... soy la...». Pero tan sofocada estaba, que no articuló las últimas palabras. La Delfina bajó los ojos, y dando un tirón se soltó. Quiso decir algo, no pudo. La otra se apartó, echando llamas de sus ojos y resoplidos de su pecho, y andando hacia atrás siguió diciendo, sin que las palabras llegaran a articularse: «Te cojo y te revuelco... porque si yo estuviera donde tú estás, sería...». Aquí recobró el aliento, y pudo decir: «Mejor que tú, mejor que tú...!».
La de Santa Cruz recobró la serenidad, y entrando en la sala, volvió a ponerse en el sofá. Su actitud revelaba tanta dignidad como inocencia. Era la agredida, y no sólo podía serenarse más pronto, sino responder a la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo. La otra sintió, por el contrario, tremendo peso dentro de sí. Ay, su acción descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues y doña Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero verdaderamentediscurrió tratando de serenarse. Yo qué le he hecho?, nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de Toledopensó; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando la cogí por los brazos... Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
vi
Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «...Hubiera sido mucho mejorpensó deteniendo el paso y tardando un minuto de escalón a escalón, decirle aquello de yo soy Fortunata, con calma, reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido es un tunante... a ver por dónde la tomaba».
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos, sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal, dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste. Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la desazón, y le preguntó con gran interés: «Tienes ascos, mareos...?».
No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena aquella con varias adiciones de importancia. Eran estas algo que con la prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?... «Si creerá esta señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!... Que se le quite a usted eso de la cabeza. Vaya con el modelo!... A buena parte viene usted...! Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no quiera más? Porque eso es cuestión de decir: 'Ea!'... Sí, y si me atufo no hay quien me tosa. Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres, que de eso y de mucho más soy yo capaz... Vaya con la mona del Cielo! Ea... no venga acá vendiendo mérito... Y ángel me soy! Pues para que lo sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo...».
Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo, pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación, lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para que se olviden las maldades que he hecho...».
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona un aire de señorío y de... de... de qué?, de majestad, sí... Bah!, esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias engañan...».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna, y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla. «Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es mío y te lo tengo que quitar... Pinturera... santurrona... ya te diré yo si eres ángel o lo que eres... Tu marido es mío; me lo has robado... como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale... Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy...».
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la frente a su mujer.
«Hija de mi vida, qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado respondiendo con sequedad: «Nada».
Sabes lo que dice la tía?... oye...
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; si me iría al fin del mundo por no verle...! Y yo creí que le iba tomando cariño! Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo... Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero. Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes nada, si no tienes ganale dijo Maxi, que entró mascando el postre y con un higo pasado en la mano. Por si acaso, no bajaré esta noche a la botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa, doblándose en las esquinas del muro. «Ah!... Jacinta, yo te quisiera ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar los huesos, exhalaba un ah! que no se sabía si era de dolor o de gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad. Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata, cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino. El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El mantón, dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y aire!... a la calle! La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta, y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. Para qué más? Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de D. Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la reñiría su padrino fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la idea de la fuga era un rastro del sueño. «Estoy despierta o dormida?» se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los hombros. «Qué marido este!pensaba, recogiéndose el cabello, ni atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. Qué me miras tú? Qué dices? Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un encontronazo con un omoplato. «Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
vii
Al día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a verla. «Qué tal?le dijo inclinándose sobre ella y besándola en frente. Te puedes levantar.
El día está bueno. Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo. Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal, porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, y cuándo pierdo la memoria y se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre, y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora está que no vale dos cuartos...».
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo, el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio un fuerte abrazo:
«Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho frailedijo doña Lupe, que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera boca. Y de dónde?
De Orihuela, tíareplicó el clérigo frotándose las manos. Mala catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
Cuánto me alegro!dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«Lo que es el mundo!pensaba. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por mi maldad, cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote, ordinario y hediondo! Y él tan satisfecho!».
Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. Que rabie!...
Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también... Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a doña Casta y sus simpáticas hijas...
Para, hijo, paradijo doña Lupe amoscándose, que para esas convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían la ira o el contento. «Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y vengan penas».
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he pagado y no te debo nada».
«Yo tengo que ir al Montele dijo más tarde doña Lupe, que hoy empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes ramas, los Morenos ricos y los Morenos pobres; pero habiendo nacido en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas personas que se han tratado en la infancia y que después están años y más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el cual, a pesar de ser Moreno rico, mantenía cierta comunicación de familia con aquella Moreno pobre, visitándola alguna vez. Se tuteaban por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
Jactábase doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia, dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu, estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen. Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres. Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le causaba, y a la hipérbole de doña Casta respondía con exclamaciones de pasmo y asentimiento. «Mi hijaañadió la viuda de Samaniego, estará encargada de la dirección de los trousseaux, canastillas de bautizo y demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero para montarlo mi primo D. Manuel Moreno-Isla, el hombre más bueno y más generoso del mundo, y con un capital... qué capital! Y vea usted, es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la familia... Siempre que viene a verme, le largo un espich como él dice, él se ríe, se ríe...».
Pero qué me importarán a mí todas estas cosas!pensaba Fortunata, que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que las Samaniegas se marcharan; pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
«Doña Lupe...?».
No hay nadiedijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.
Ah!, sola... y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres. Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que cruzó con Jacinta. Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los sesos y no podía dar con la razón de que la mona le trastornase su espíritu. Si era ángel, por qué la hacía mala? Por qué era con ella lo que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese, porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y enrevesadas.
viii
Lo peor del caso fue que aún no había empezado la consulta cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de Feijoo a tomar chocolate. No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina hacían a la calle de Mira el Río. «Yodeclaraba doña Lupe, reconozco que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado. Admiro mucho a la amiga Guillermina; pero no la puedo imitar». Feijoo expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón de manos.
Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado. Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado, estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de cola. «Tienes jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en una silla y apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo vacío, desalquilado, como una casa con papeles.
«Hace pocodijo con desaliento amargo, perdí la memoria de tal modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: 'Pero cómo se llama, cómo se llama?...'. Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de atropina puse el de eserina, que es la indicación contraria. Si no lo advierte Ballester... qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...».
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular bien el terror que aquellos ojos le causaban.
«Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el hombre de más seso del mundo, y se me ocurren unas cosas...! De tan sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un desmayo».
Acuéstate y descansale propuso su mujer compadecida y asustada. Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
«En cuanto muevo un brazodecía con terror, me aumentan de tal modo las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso, una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases... Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te ocurrirían esos disparatesopinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida. Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay Dios».
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
«Qué fuerza tienes!... Y yo qué débil! Y a este llaman sexo fuerte! Valiente sexo el mío!».
«Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad, creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
Si no fuera por tidijo él, como un niño mimoso, no se me importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró sueño. Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo, muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de ser tan ángel como otra cualquiera, y tendría alma, paciencia, valor y estómago para todo. «Y entonces vería esa si aquí hay perfecciones o no hay perfecciones, y que cada una es cada una... Lo malo sería que no lo viese, porque acá no ha de venir...».
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente del otro lado...
«Qué sueño!murmuró Maxi medio despierto. Soñaba que te habías marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad, sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella, abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
«Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando él salía, y hablaron».
Fortunata estaba pasmada de aquel exabrupto, y más aún del tono. Por las mañanas, solía estar Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca como aquel día. Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata, prosiguió diciendo: «Es que parece que hacen las cosas a propósito para molestarme, para que rabie... Y no eres tú sola... mi tía también. Se han propuesto sin duda hacerme perder la salud».
En el espejo pudo ver Fortunata la cara pálida y contraída de Maxi, cuya susceptibilidad nerviosa se manifestaba en un movimiento vibratorio de cabeza, la cual parecía querer arrancarse por sí misma del tronco. Disculpose ella como pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió quejándose de que le mortificaban adrede, de que se proponían acabar con él. La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante. Otras, era que le ponían un chocolate muy malo para que reventara... como que le quedan envenenar...!, o bien que dejaban los balcones y las puertas abiertas para que entrase un aire colado y le partiese. Estas manías iban de mal en peor, poniendo a doña Lupe de un humor acerbísimo y haciéndole presagiar alguna desgracia. Llegó día en que Maxi se expresaba con una violencia muy opuesta a su carácter pacífico, y cuando no le contradecían, se contestaba él, echando leña por sí propio en la hoguera de su ira; y por fin se iba refunfuñando, cerraba con golpe formidable la puerta, y bajaba la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades con su cara mitad, Maximiliano había expresado esas tristezas tan comunes en los matrimonios que no tienen hijos. Fortunata no gustaba de este tópico; pero no tenía más remedio que aceptarlo. Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo, porque llevaba a él una felicísima idea que aquel día había tenido. «Mira túdijo a su esposo; si Dios no quiere darnos una criatura, él se sabrá por qué lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito y traérnosle a casa. A mí me gustaría mucho, y a los dos nos distraería. Por qué no he de hacer yo, aunque soy pobre, lo que hacen las señoras ricas, que no tienen hijos? Es muy soso un matrimonio sin chiquitín».
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero doña Lupe, aunque no la contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla. Manía de imitación!
ix
Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. Qué diría doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia».
Se ha muerto!exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su alma.
Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo para morirse... pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano juicio. Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; pero de qué manera...! se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. Cómo se relamía la infeliz! Se calmó y pum!, la cabeza en la almohada. Entonces Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza... El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano de la casa. A mí me pareció que dijo: más, más... Otras personas que allí había aseguran que dijo: ya. Como quien dice: «Ya veo la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino más... a saber, más Jerez. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba tan variada, que si la ves no la conoces.
«Pero Guillermina... Qué mujer esa!prosiguió la de Jáuregui, después de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco. Creerás que la amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito, porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este Madrid, y de que gracias a las buenas almas 'como usted' me dijo, se remediaban muchos males. «Y la sobrinita, no ha venido?me preguntó. El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
Ah!, sírecordó Fortunata. No crea usted que lo he olvidado. Ya los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
Yo me encargo de esoreplicó doña Lupe, dando a entender que pensaba volver allá.
No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelodijo la sobrina, a quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria. Llevaremos cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina que es la que sabe agradecer. Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos. Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a comerla, doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo bruños de Portugal.
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo quiso venderle a Jacinta, qué ocasión, Cristo!, qué golpe! Que vieran, sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado, a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que no pudo permanecer allí. «Hija míadijo a su sobrina secreteándose, yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a casa. Abur».
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía... Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala, fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«Conmigo!...».Sí, con ustedy al decir esto le volvió a tocar. La impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al corazón.
«Dos palabritasañadió la santa; y luego se corrigió así: Algunas más serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo; pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. Tiene prisa?».
No señora...Yo no me había marchado por esperar a ver si usted venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas, y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a ocupar una silla, sentose ella en un cofre.
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Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al instante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quiero mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los hombres...».
La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.
«Vamos al casoprosiguió la otra, dando un castañetazo con los labios. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Me he comprometido a hablar con usted.
Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creí mejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porque me parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desde dentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. Me he llevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una persona con fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los más cristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menos se piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe. Para qué hemos de decir otra cosa?».
Claro!...murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de las palabras.
Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota sospecha tenía yo... Si esto parece comedia! Encontrarse aquí, en un acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted, si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas, si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía empezó a aflojarse.
«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».
Yo!exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la verdad que quería salir. Yo... ahora? Está usted soñando? Si hace un siglo que ni siquiera le he visto...!
De veras?preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo lo que encontraba.
Pero no lo cree?... Pero lo duda?añadió; y olvidándose de los buenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando por esta.
El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, que Guillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Pero como disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra se impacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla. «Por qué quiere usted que se lo jure?...
Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...».
No diga usted másmanifestó Guillermina con cierta solemnidad. Me basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, qué le parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora no sucede, sucediera mañana o pasado.
La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y este en la barba.
«Pero ahoraagregó la santa mujer, se me ocurre hacer otra preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el marido de mi amiga, si todo pasó, por qué guardamos ese rencor a una persona que no nos hace ningún daño?... Por qué el otro día, ahí en ese pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si aquellas diabluras se acabaron, a qué venía maltratar de palabra y hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle perdón?».
Eso fue que...murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta pelota, eso fue... pues fue que...
Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y el nudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda su vida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. La persona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la rata eclesiástica, infundíale más respeto que un confesor, más que un obispo, más que el Papa. Y la rata guiñaba más los ojos, y en su bondad quiso abrir camino a la confesión.
«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».
Fortunata no contestó. «He acertado? He puesto el dedo en la parte más sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».
Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose a tropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma: «Aquel día... cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó».
Y por qué no le pidió usted perdón?
Digo que me pesó mucho.Estamos en ello... corriente... pero conteste claro, por qué no le dio excusas?
Porque me marché a mi casa.
Bueno. Y si ahora la viera usted?
Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «Pero usted no sabe que esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero? Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? No sabe que es pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende con sólo mirarla? Pero vamos a ver, usted qué se ha llegado a figurar, que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y dispense».
Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta de piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro.
En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él una soga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bien reflexión deliberada estas palabras suyas:
«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».
Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfecciónindicó la santa irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos. Cuando hay arrepentimiento el Señor perdona. Pero usted, por lo visto, tiene una frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un lado, cómo no le escuece por el otro?
Me casé sin saber lo que hacía.
Qué angelito!... sin saber lo que hacía! Pues qué, casarse es un acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? Puede alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.
Me casaronagregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el pañuelome casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que podría querer a mi marido.
Ay, qué gracioso!... Qué monísima es la criatura!exclamó la fundadora con amable ironía y gracejo. Estas... hartas de pecados son muy saladas cuando se hacen las inocentes. Creyó que le podría querer! Y qué hizo usted para conseguirlo?... Ah! Lo que usted quería, digamos las cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre, independencia y poder corretear libremente. Más clarito todavía? Pues lo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería con apariencias de legalidad. Desdichado hombre el que cargó con usted! De veras que le cayó la lotería. Y dígame, al fin no saltó por alguna parte ese cariño que usted quería tener?
No señorareplicó Fortunata, rompiendo a llorar. Pero si me habla usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.
La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse a la silla en que estaba la otra.
«Vamos, no llore ustedle dijo con bondad, poniéndole la mano en el hombro. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su descargo».
Pero qué culpa tengo yo de no querer a mi marido?manifestó la pecadora de la manera sofocada e intermitente que el llanto le permitía. Yo no lo puedo remediar. Yo no me casé por lo que la señora dice, sino porque estaba equivocada, porque veía las cosas de otro modo que como son. A mi marido no le quiero, ni le querré nunca, aunque me lo manden todos los santos de la Corte celestial. Por eso digo que soy muy mala, muy mala.
Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terrible antagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problema insoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime. «Bien sé que es difícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo para dejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija, en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplir ciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayor hermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas de usted fueran lavadas. Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación, la renuncia de la felicidad. Qué es lo que más purifica a la criatura?, el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor de Dios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumpla todos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya, pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe, y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».
Al decir yo, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a sus ojos la expresión más hermosa.
«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa ahora conmigo».
Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron de improviso. Miraba con verdadero espanto a la rata eclesiástica.
«No se asombre usted ni ponga esos ojazosprosiguió esta. Yo no he tenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni una ilusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en que estoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, o es tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí, si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene la posibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengo envidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que me falta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios, tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».
Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata, a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, la apretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el confesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas de desbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía. La mirada sola de la virgen y fundadora parecía extraerle la representación ideal que de sus propias acciones y sentimientos tenía aquella infeliz en su espíritu, como la tenemos todos, representación que se aclara o se oscurece, según los casos, y que en aquel resplandecía como un foco de luz.
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Abriose la puerta y entró Severiana llorando a gritos. Había llegado el momento de que se llevaran el cuerpo de Mauricia, y este acto tristísimo se conoció en los gemidos y sollozos de todas las mujeres que en la casa mortuoria estaban. Cuando Guillermina y Fortunata salieron, ya el ataúd era bajado en hombros de dos jayanes para ponerlo en el carro humilde que esperaba en la calle. La curiosidad y el deseo de dar el último adiós a su amiga empujaron a Fortunata hacia la escalera... Alcanzó a ver las cintas amarillas sobre la tela negra, en la revuelta de la escalera; pero fue un segundo no más. Después se asomó al balcón, y vio cómo pusieron la caja en el carro, y cómo se puso en marcha este sin más acompañamiento que el de un triste simón en que iban Juan Antonio y dos vecinos. Se vio tan vivamente acometida de ganas de llorar, que no recordaba haber llorado nunca tanto, en tan poco tiempo.
Y no era sólo la pena de ver desaparecer para siempre a una persona hacia la cual sentía amor, afición, querencia increíble; era además una necesidad de desahogar su corazón por penas atrasadas y que sin duda no estaban bien lloradas todavía.
Pronto desapareció el carro, y de Mauricia no quedó más que un recuerdo, todavía fresco; pero que se había de secar rápidamente. A los diez minutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojos hinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que se ventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren de limpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.
Pobre Mauricia!dijo Fortunata a Guillermina, secándose el llanto a toda prisa, pues no le parecía bien ser ella la que más llorase. Mire usted, señora, a mí me pasaba con esa mujer una cosa rara. Sabiendo que era muy mala, yo la quería... me era simpática, no lo podía remediar. Y cuando me contaba las barbaridades que hizo en su vida, yo no sé... me alegraba de oírla... y cuando me aconsejaba cosas malas, me parecía, acá para entre mí, que no eran tan malas y que tenía razón en aconsejármelas. Cómo me explica usted esto?
Yo?... que le explique yo?...repuso la fundadora con cierto aturdimiento. Hay en el corazón misterios muy grandes, y en lo que toca a la simpatía, misterios de misterios... Pobre mujer! Y si viera usted qué guapa era cuando polla. Se crió en casa de mis padres. Lástima de chica! Su perfil elegante, la mirada, la expresión, eran de lo poco que se ve. Después se echó a perder, y se le puso la cara dura y hombruna, la voz ronca. Dicen que era el retrato vivo de Bonaparte, y efectivamente...
Guillermina miró las láminas napoleónicas, y Fortunata también, reconociendo el parecido. Después la santa se despidió de Severiana, diciéndole que volvería al día siguiente. Le recomendó la paciencia, y tomando el brazo de la de Rubín, se fue con ella. Severiana y la comandanta las escoltaron hasta el portal.
«Tenemos mucho que hablarle dijo Guillermina en la calle; pero mucho. Lo de hoy no ha sido más que desflorar el asunto. Me ha sabido a nada. Y usted, tendrá un poco más de paciencia para aguantarme? Porque si no ha quedado harta de mí, le he de rogar que me dé otra audiencia. Será usted tan buena que quiera tener conmigo otro rato de palique?».
Todos los que usted quierareplicó la señora de Rubín, encantada con la indulgencia y cortesía de la ilustre dama.
Bueno; ya fijaremos cuándo y cómo. Va usted hacia su casa? Pues iremos juntas, porque yo tengo que ir a la calle de Zurita a echarle un réspice a mi herrero, y no hará usted nada demás si me acompaña un poco. Pronto despacho, y la dejaré a usted en la puerta de su casa.
Aceptada con sumo agrado la proposición, anduvieron juntas el torcido y desigual camino que separa la vertiente de la Arganzuela del barranco de Lavapiés. Hablaban de cosas que nada tenían de espirituales, de lo caro que se estaba poniendo todo... La carne sin hueso, quién lo había de decir!, a peseta; la leche a diez cuartos; el pan de picos a diez y seis, y de las casas no dijéramos; un cuarto que antes costaba ocho reales, ya no se encontraba por catorce. Llegaron por fin a la calle de Zurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el piso cubierto de carbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño del establecimiento avanzó a recibir a la señora, con su mandil de cuero ennegrecido, la cara sudorosa y tiznada, y quitándose la porra, le dio sus excusas por no haber entregado los clavos bellotes.
«Pero y los gatillos, que es lo que hace más falta?dijo la dama amoscándose. Hombre de Dios, usted se va a condenar por tantos embustes como dice. No me prometió que estarían por ayer? Qué palabras son esas? Vaya, que ni Job tendría paciencia para aguantarle a usted. Están parados los carpinteros de armar, por causa de esa santa pachorra. No me extraña que esté usted tan gordo, Sr. Pepe... Y póngase la gorra, que está sudando y se puede constipar».
El herrero se excusaba con voz balbuciente, y por fin hizo juramento de dar los gatillos para el jueves, sí, para el jueves, con toda seguridad... Había tenido un encargo con muchas prisas... pero en seguida se pondría con los gatillos de la señora, y los tendría, los tendría por encima de la cabeza de Cristo para el día señalado. Volvió la fundadora a sermonearle, pues no se contentaba con promesas, y se despidió diciendo que si no estaban el jueves, se podía quedar con ellos. Salió el Sr. Pepe, haciendo cortesías, hasta media calle, y las dos señoras subieron despacio hacia la del Ave-María.
«Buenodijo Guillermina; antes de separarnos, quedaremos en algo. Quiere usted ir a mi casa? Sabe usted dónde vivo?».
Fortunata dijo que sí. Santa Cruz le había dicho varias veces que la rata eclesiástica vivía en la casa inmediata a la suya, y que ella y Barbarita se comunicaban por los miradores. Para fijar el día, tuvo que pensarlo porque no quería dar cuenta a doña Lupe de tal visita, temerosa de que metiera en ella su cucharada, y discurrió que era preciso escoger un día en que la de los pavos fuera al Monte de Piedad.
«El viernes... le parece a usted bien?, de diez a once de la mañana».
Perfectamente... Adiós, hija, conservarse.
(Ya estaban en la puerta de la casa). Que la espero a usted. Que no me dé un plantón.
Quia!... No faltaba más.
Quedose un rato Fortunata en la puerta mirándola subir, calle arriba, y después entró despacio, meditabunda. En todo el resto del día no la pudo apartar de su mente. Qué extraordinaria mujer aquella! Sentíala dentro de sí, como si se la hubiera tragado, cual si la hubiera tomado en comunión. Las miradas y la voz de la santa se le agarraban a su interior como sustancias perfectamente asimiladas. Y por la noche, cuando Maxi se durmió, y estaba ella dando vueltas en la cama sin poder coger el sueño, vínole a la imaginación una idea que la hizo estremecer. Con tal claridad veía a Guillermina como si la tuviera delante; pero lo raro no era esto, sino que se le parecía también a Napoleón, como Mauricia la Dura. Y la voz?... La voz era enteramente igual a la de su difunta amiga. Cómo así, siendo una y otra personas tan distintas? Fuera lo que fuese, la simpatía misteriosa que le había inspirado Mauricia, se pasaba a Guillermina. Cómo, pues, se podían confundir la que se señaló por sus vergonzosas maldades y la santa señora que era la admiración del mundo? «Yo no sé cómo es estodiscurría Fortunata; pero que se parecen no tiene duda. Y el habla de las dos me suena lo mismo... Señor, qué será esto!».
Se devanaba los sesos en el torniquete de su desvelo para averiguar el sentido de tal fenómeno, y llegó a figurarse que de los restos fríos de Mauricia salía volando una mariposita, la cual mariposita se metía dentro de la rata eclesiástica y la transformaba... Cosa más rara! El mal extremado refundiéndose así y reviviendo en el bien más puro!... Pero no podría ser que Mauricia, arrepentida y bien confesada y absuelta, se hubiera trocado, al morir, en criatura sana y pura, tan pura como la misma santa fundadora... o más, o más? «Qué confusión, Dios mío! Y que no haya nadie que le explique a una estas cosas...».
Después le causaba pavor la visión figurada de los pies de Mauricia... En la oscuridad, que surcaban rayas luminosas, veía las botas elegantes y pequeñas de la difunta... Los pies se movían, el cuerpo se levantaba, daba algunos pasos, iba hacia ella y le decía: «Fortunata, querida amiga de mi alma, no me conoces? Re...! Si no me he muerto, chica, si estoy en el mundo, créetelo porque yo te lo digo. Soy Guillermina, doña Guillermina, la rata eclesiástica. Mírame bien, mírame la cara, los pies... las manos, el mantón negro... Estoy loca con este asilo pastelero, y no hago más que pedir, pedir, pedir al Verbo y a la Verba. Sr. Pepe, me hace usted esos gatillos o no?... peinetas se debían volver!».
-VII-
La idea... la pícara idea
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Guillermina vivía, como antes se ha dicho, en la calle de Pontejos, pared por medio con los de Santa Cruz. Era aquella la antigua casa de los Morenos; allí estuvo la banca de este nombre desde tiempos remotos, y allí está todavía con la razón social de Ruiz Ochoa y Compañía. El edificio, por lo angosto y alto, parecía una torre. El jefe actual de la banca no vivía allí; pero tenía su escritorio en el entresuelo; en el principal moraba D. Manuel Moreno-Isla, cuando venía a Madrid, su hermana doña Patrocinio, viuda, y su tía Guillermina Pacheco; en el segundo vivía Zalamero, casado con la hija de Ruiz Ochoa, y en el tercero, dos señoras ancianas, también de la familia, hermanas del obispo de Plasencia, Fray Luis Moreno-Isla y Bonilla.
Entró Guillermina en su casa a las nueve y media de aquel día que debía de ser memorable. Tan temprano, y ya había andado aquella mujer medio mundo, oído tres misas y visitado el asilo viejo y el que estaba en construcción, despachando de paso algunas diligencias. Llegose un instante a su gabinete, pensando en la visita que aquel día esperaba, pero el interés de este asunto no le hizo olvidar los suyos propios, y sin quitarse el manto, volvió a salir y fue al despacho de su sobrino. «Se puede?» preguntó abriendo suavemente la puerta.
«Pasa, rata» replicó Moreno, que se acababa de dar un baño y estaba sentado, escribiendo en su pupitre, con bata y gorro, clavados los lentes de oro en el caballete de la nariz.
Buenos díasdijo la santa entrando; él la miraba por encima de los quevedos. No vengo a molestarte... Pero ante todo. Cómo estás hoy? No se ha repetido el ahoguillo?
Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansado una noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles me matan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.
Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosa que llevas... Pero vamos a mi pleito. Sólo te quería decir que ya que no me acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tu solar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yo las mandaré aserrar...
Vaya por las vigas, que no son viejas.
Si están medio podridas!
Qué han de estar! Pero en fin, tarasca, tuyas sonreplicó Moreno volviendo a escribir. Cuándo querrá Dios que acabes tu dichoso asilo, a ver si descansa el género humano! Mira, no sabes lo antipática que te haces con tus petitorios. Eres la pesadilla de todas las familias y cuando te ven entrar, no lo dudes, aunque te pongan buena cara, te echan de dientes adentro cada maldición...!
A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.
«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».
Carga con ellos y así te perniquiebresrepuso D. Manuel sonriendo.
Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.
Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.
Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada.
Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!
Cristiano yo!exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica. Cristiano yo! Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.
Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.
No me da la gana. Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.
Así, así...decía Guillermina dictando. «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...».
Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.
Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo: «Quién es?».
No te interrumpas... Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.
Pues que pase aquí. Por qué no pasa?
Está hablando con tu hermana. Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.
Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.
Venga usted... Jacinta por Diosdijo Moreno echando la firma al documento, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.
«Calle usted, cicaterole contestó la joven avanzando hacia la mesa. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin».
Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvaciónafirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir. Estamos perdidos.
Eh?, qué tal? Tengo buenos abogados?dijo Guillermina recogiendo su papel.
Cicatero!repitió Jacinta. Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!
Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.
No, no le dejaremos, verdad?insistió la santa. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos ahora juntas. Aunque te vuelvas turco, ya te cayó que hacer.
No, Jacinta no se mete en esos enredosdijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.
Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.
Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.
Primero te caerás tú.
Es míoafirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.
Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosareplicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.
Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...
Eso... eso...interrumpió Guillermina. Pero no te dará ni una mota. Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.
Poco a poco, señoras míasobservó el rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón. La cosa varía de aspecto. Jacinta metida a santa fundadora! Qué compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí que me condeno de veras, si me obstino en la negativa. Porque no hay duda de que esta mano que pide, mano del Cielo es...
Y tan del Cieloindicó la propia Delfina sacudiendo la mano. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.
Sí?...dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego. Pues doy, pues doy.
Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.
Eh... qué libertades son estas?gritó su sobrino sujetándole la mano.
El talonario del Banco...decía la rata eclesiástica, luchando por desasirse y por sofocar la risa. Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo.
Orden, orden, señorasarguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.
El talonario, el talonario!chillaba Jacinta, dando también palmadas.
Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...
Bah!... se está burlando de nosotras!...
No, nodijo Guillermina con ardor, ya no puede volverse atrás.
Yo no me voy ya sin la firma.Más que la firmamanifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos, vale mi palabra.
Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.
«De veras?».No hay más que hablar.Eso sídijo la santa, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...
Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.
«Pero de veras nos mandará el talón?» preguntó Jacinta, incrédula.
Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... Qué alegría!... Ya tenemos piso principal! Viva San José bendito! Vivaaaa!... Viva la Virgen del Carmen!... Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. Ah!, yo le conozco bien. Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!
ii
No les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro. «Las diez, ya veremos si vienedijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo».
Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:
«Esto no lo hago yo más que por ti... meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... Creerás una cosa? Que esa mujer no me parece enteramente mala?».
Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...
Dice que después le pesó...
Bribona!exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.
Pero, en fin, hoy la tantearemos otra vez.
Como quiera que sea, su sermoncito no hay quien se lo quite. Y por si viene pronto... quedamos en que de diez a once... debes marcharte ya, no sea que te pille aquí.
Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución: «Yo no me voy».
Hija, qué me dices!... Estás loca?
Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...
Eso sí que no te lo consiento. En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.
Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.
Pues te quedas aquí... Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.
Déjeme... por Dios! Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.
Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «lo he oído todo!».
Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.
Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...
Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.
Sonó la campanilla. «Apostamos a que es ella?... Lo siento» dijo Guillermina, asomándose a la puerta.
Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «Ah!, era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento».
Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.
Pero lo verdaderamente singular era que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse, no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva de que el matrimonio le permitiera pecar libremente, no digo que con este y con el otro, sino con el que usted quería?».
Fortunata miraba al techo, recordando.
«No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo».
Puede que sí la hubieradijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula. Puede que sí...
Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?
Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.
En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.
«Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber».
Mi conciencia!... esto sí que es raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido...
No siga ustedinterrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible. No siga usted. Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.
Parecíame a míprosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.
Calle, cállese por Dios...
Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.
Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir. «Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta».Yo no habría sido maladijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de míla santa vacilaba; no sabía por dónde romper. Ah!, sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.
Usted, hija mía, está como trastornadale dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación. El otro día me pareció usted más razonable... qué mosca la ha picado...?
Qué mosca?dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada. Qué mosca?, pues una.
Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...
En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.
Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:
«Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa».
Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.
«Es idea míaprosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...».
Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... Qué idea!... qué atrevimiento! Está usted condenada.
Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.
«Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver».
La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.
«Por qué he de ser yo tan mala como parece?... porque tengo una idea? No puede una tener una idea?... Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa: no tiene hijos, y cuando tocan a tener hijos, no me rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora... Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale... Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo... Luego nosotras...».
«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la callepensó Guillermina. Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».
Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de doña Bárbara preguntando: «Está ahí Jacinta?».
iii
La santa vaciló antes de dar respuesta. Por fin la dio: «Jacinta?... No, aquí no está». Poco más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer de siempre, segura, impávida y tan dueña de su palabra como de sus actos. La mentira y el escondite escénico de su amiga pusiéronla en la situación más crítica del mundo, porque se había hecho a la verdad, y vivía en ella como los peces en el agua. Estaba la pobre señora, con aquellos escrúpulos, como pez a quien sacan de su elemento, y aún le pasó por el magín la pavorosa idea: pecado mortal! En fin que aquello se tenía que concluir.
«Hija mía, usted está hoy un poco alucinada. Bien quisiera poderla oír, consolarla... pero tiene que dispensarme por hoy... Otro día...».
Tiene usted que salir?dijo la anarquista con pena. Bueno, volveré; yo tengo que contarle a usted una cosa... Si no se la cuento a usted, lo sentiré... Ay!, una cosa que me ha pasado ayer... tremenda, muy tremenda!
Guillermina permaneció en pie, diciendo para sí: «qué será?».
«Si persiste ustedagregó en voz alta, en tener esas ideas estrambóticas, es difícil que yo la consuele. No nos entenderemos nunca».
En aquel momento la pecadora clavaba sus ojos en la santa. Se le estaba pareciendo a Mauricia. La cara no era la misma; pero la expresión sí... y la voz, se le había enronquecido como la de las personas que beben aguardiente.
«En qué piensa usted? Por qué me mira tanto?» le preguntó Guillermina, que ya estaba impaciente por terminar.La miro a usted porque me gusta mirarla... Anoche y anteanoche, y todos los días desde aquel en que hablamos, la tengo a usted metidita dentro de mis ojos, la veo cuando duermo y cuando no duermo. Ayer, cuando me pasó lo que me pasó, dije: «No tengo sosiego hasta que no se lo cuente a la señora».
Guillermina, movida de gran curiosidad, se sentó, y tomándole una mano, le dijo en voz queda: «Cuente usted... Ya oigo».
«Pues ayerrefirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento, pues ayer... iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted... porque siempre estoy pensando en usted y... me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua... Ni sé por qué me paré allí, pues qué me importan a mí los tubos?... cuando sentí a mi espalda... mejor dicho aquí en el cuello, una voz... Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría... Me quedé helada... volvime... le vi... se sonreía».
Guillermina extendió la mano para taparle la boca; pero sin resultado.
«Yo no podía hablar... Me quedé como una estatua; me dieron ganas de llorar, de echar a correr o de no sé qué».
No le diría a usted nada de particularindicó la santa muy asustada, quitando gravedad al asunto. Nada más que un saludo...
Qué saludo?... Verá usted. Me dijo: «Chiquilla, qué es de tu vida?...». Yo no le pude contestar... Di media vuelta, y él me cogió una mano.
Vamos, vamos, esto ya es demasiadodeclaró Guillermina, levantándose turbadísima. Otro día me contará usted eso...
No, si no hay más... Yo retiré mi mano, y me fui sin decirle nada... No tuve alma para seguir adelante sin mirar para atrás, y miré y le vi... Me seguía, distante. Apresuré el paso y me metí en mi casa...
Muy bien hecho, muy bien hecho...
Pero aguárdese usteddijo Fortunata que ya no estaba exaltada, sino en un grado de humildad lastimosa, y su tono era el de los penitentes muy afligidos, que no pueden con el peso de sus culpas. Aún falta lo mejor. Después que le vi, se me ha clavado de tal manera en el pensamiento la idea de... Es una idea mía, idea mala, señora... pero usted es una santa, y me la quitará de la cabeza... Por eso no tengo sosiego hasta no decírsela...
Basta, basta; no quiero, no quiero.
Que sí quiereinsistió la joven reteniéndola por ambas manos, pues la confesora hizo ademán de apartarse de ella.
Una idea infame... la idea de pecar otra vez...dijo Guillermina, balbuciente. Es eso?...
Eso es... pero verá la señora. Yo quiero echarla de mí; pero a veces se me ocurre que no debo echarla, que no peco...
Jesús!Que así debe ser, que así está dispuestoañadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar a los poderes de la tierra. Es una idea mía, una idea muy perra, una idea negra como las niñas de los ojos de Satanás... y no me la puedo arrancar.
Cállese usted... Guillermina puso cara de consternación y dio algunos pasos, vacilando como una persona que se va a caer. Tiempo hacía, mucho tiempo, que la insigne fundadora no se había encontrado en compromiso semejante. Sentíase atada y sin libertad, y esto la ponía fuera de sí, destruyendo aquella serenidad soberana que normalmente tenía. Aún intentó un esfuerzo para dominar situación tan penosa, y echando miradas de alarma a la vidriera de su alcoba, dijo: «Pero usted... no reflexiona... que...».
No pudo concluir esta frase trivial. La otra, que siendo cifra de todas las debilidades humanas, parecía más fuerte que la gran doctora y santa, se permitió sonreír oyéndola. «Y qué saco de reflexionar? Mientras más reflexiono peor».
Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamos al estado salvaje.
Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entender Fortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedad volviera al estado salvaje...
«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios, porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenece de lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dicho Guillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición. Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas: «Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sin labrar».
Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conserva las ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la cantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee las verdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme se le van gastando las menudas, de que vive.
De repente Fortunata vaciló en su ánimo. Parecía una fuerza nerviosa que caía en brusca sedación. La otra, en cambio, se creció de repente por una sacudida de su conciencia. «Ya no más, no más mentira. No puedo, no puedo...».
Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida y sus ojos iluminados. Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estas palabras con un acento que parecía ser de otro mundo:
«Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de la mentira». Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole con profunda lástima: «Pobre mujer!, yo tengo la culpa de las atrocidades que ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido una farsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvado siempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales que desgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía que hablaba sólo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta está escondida en aquella alcoba».
Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice».
Y usted...añadió, saliendo a la puerta, bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor... Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupía las palabras para poder decir con gritos intermitentes: «Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... qué afrenta!... Ladrona...!».
Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».
La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luego la primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro. No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí, porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesote como un castillo, y a poco vino también doña Patrocinio, y después el mismo Moreno.
La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después una idea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por un brazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que la sacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se vio bajando la escalera.
Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido el conocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada, se dejó decir: «Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse a redentora».
iv
Bajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «A mí, decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no sé, no recuerdo bien si le arañé la cara. A mí decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar. La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse cuenta de la situación. Pero era verdad lo que había dicho y hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que le dijo algo. Y para qué la otra la había llamado a ella ladrona?... Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera a otra sin saber lo que hacía.
«Pero yo qué he hecho?... Oh!, bien hecho está... Llamarme a mí ladrona, ella que me ha robado lo mío!». Se volvió para atrás, y como quien echa una maldición, dijo entre dientes: «Tú me llamarás lo que quieras... Llámame tal o cual y tendrás razón... Tú serás un ángel... pero tú no has tenido hijos. Los ángeles no los tienen. Y yo sí... Es mi idea, una idea mía. Rabia, rabia, rabia... Y no los tendrás, no los tendrás nunca, y yo sí... Rabia, rabia, rabia...».
Más allá del Banco volvió a reírse. Su monólogo era así: «Lo mismo que la otra, la señora del Espíritu Santo...! Doña Mauricia, digo, Guillermina la Dura... Quiere hacernos creer que es santa... buen peine está! Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispa catoliquísima y meterse en el confesonario... Perdida, borrachona, hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos... con el Nuncio y con San José...».
De pronto sus ideas variaron, y sintiendo dolorosa angustia en su alma, como impresión de horrible vacío, pensaba así: «Pero a quién me volveré ahora? Dios mío, qué sola estoy! Por qué te me has muerto, amiga de mi alma, Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, y ahora estás divirtiéndote con los del Cielo; y yo aquí tan solita! Por qué te has muerto? Vuélvete acá... Qué es de mí? Qué me aconsejas? Qué me dices?... Qué ganas siento de llorar! Sola, sin nadie que me diga una palabra de consuelo... Oh!, qué amiga me he perdido!... Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y vuelve a vivir... Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamos llorando por ti... Los pobres que tú socorrías te llaman. Ven, ven... Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi esta mañana en la fragua, machacando, tin, tan... Mauricia, amiga de mi alma, ven y las dos juntas nos contaremos nuestras penas, hablaremos de cuando nos querían nuestros hombres, y de lo que nos decían cuando nos arrullaban, y luego beberemos aguardiente las dos, porque yo también quiero el aguardientito, como tú, que estás en la gloria, y lo beberé contigo para que se me duerman mis penas, sí, para que se me emborrachen mis penas».
Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visiones disparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en tal disposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que la observaba... «Qué tienes?... Me has asustado. Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, y se te escapaban unas palabritas...!». A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza. «En dónde has estado hoy? Tú has salido».«Fui a comprar aquella tela...».«Y dónde está?».«Que dónde está la tela?... Pues no sé...».«Parece que estás en Babia. A ti te pasa algo. Levántate de ese sofá».
Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espíritu estaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadas vergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho. Estuvo la señora de morros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo que se apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podía ver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte de la casa que fuese, seguíala doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinar de las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al día siguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a la botica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que para evitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándose en su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el día anterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que se emborrachaban con tragos de dolor y se dormían.
En tal situación siente vivos impulsos de salir a la calle; se levanta, se viste, pero no está segura de haberse quitado la venda. Sale, se dirige a la calle de la Magdalena, y se para ante el escaparate de la tienda de tubos, obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual, cuando tenemos un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos al propio sitio creyendo que lo tendremos por segunda vez. Cuánto tubo!, llaves de bronce, grifos, y multitud de cosas para llevar y traer el agua... Detiénese allí mediano rato viendo y esperando. Después sigue hacia la plaza del Progreso. En la calle de Barrionuevo, se detiene en la puerta de una tienda donde hay piezas de tela desenvueltas y colgadas haciendo ondas. Fortunata las examina, y coge algunas telas entre los dedos para apreciarlas por el tacto. «Qué bonita es esta cretona!». Dentro hay un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante, alimaña de transición que se ha quedado a la mitad del camino darwinista por donde los orangutanes vinieron a ser hombres. Aquel adefesio hace allí mil extravagancias para atraer a la gente, y en la calle se apelmazaban los chiquillos para verle y reírse de él. Fortunata sigue y pasa junto a la taberna en cuya puerta está la gran parrilla de asar chuletas, y debajo el enorme hogar lleno de fuego. La tal taberna tiene para ella recuerdos que le sacan tiras del corazón... Entra por la Concepción Jerónima; sube después por el callejón del Verdugo a la plaza de Provincia; ve los puestos de flores, y allí duda si tirar hacia Pontejos, a donde la empuja su pícara idea, o correrse hacia la calle de Toledo. Opta por esta última dirección, sin saber por qué. Déjase ir por la calle Imperial, y se detiene frente al portal del Fiel Contraste a oír un pianito que está tocando una música muy preciosa. Éntranle ganas de bailar, y quizás baila algo: no está segura de ello. Ocurre entonces una de estas obstrucciones que tan frecuentes son en las calles de Madrid. Sube un carromato de siete mulas ensartadas formando rosario. La delantera se insubordina metiéndose en la acera, y las otras toman aquello por pretexto para no tirar más. El vehículo, cargado de pellejos de aceite, con un perro atado al eje, la sartén de las migas colgando por detrás, se planta, a punto que llega por detrás el carro de la carne con los cuartos de vaca chorreando sangre, y ambos carreteros empiezan a echar por aquellas bocas las finuras de costumbre. No hay medio de abrir paso, porque el rosario de mulas hace una curva, y dentro de ella es cogido un simón que baja con dos señoras. Éramos pocos... A poco llega un coche de lujo con un caballero muy gordo. Que si pasas tú, que si te apartas, que sí y que no. El carretero de la carne pone a Dios de vuelta y media. Palo a las mulas, que empiezan a respingar, y una de estas coces coge la portezuela del simón y la deshace... Gritos, leña, y el carromatero empeñado en que la cosa se arregla poniendo a Dios, a la Virgen, a la hostia y al Espíritu Santo que no hay por dónde cogerlos.
Y el pianito sigue tocando aires populares, que parecen encender con sus acentos de pelea la sangre de toda aquella chusma. Varias mujeres que tienen en la cuneta puestos ambulantes de pañuelos, recogen a escape su comercio, y lo mismo hacen los de la gran liquidación por saldo, a real y medio la pieza. Un individuo que sobre una mesilla de tijera exhibe el gran invento para cortar cristal, tiene que salir a espeta perros; otro que vende los lápices más fuertes del mundo (como que da con ellos tremendos picotazos en la madera sin que se les rompa la punta), también recoge los bártulos, porque la mula delantera se le va encima. Fortunata mira todo esto y se ríe. El piso está húmedo y los pies se resbalan. De repente, ay!, cree que le clavan un dardo. Bajando por la calle Imperial, en dirección al gran pelmazo de gente que se ha formado, viene Juanito Santa Cruz. Ella se empina sobre las puntas de los pies para verle y ser vista. Milagro fuera que no la viese. La ve al instante y se va derecho a ella. Tiembla Fortunata, y él le coge una mano preguntándole por su salud. Como el pianito sigue blasfemando y los carreteros tocando, ambos tienen que alzar la voz para hacerse oír. Al mismo tiempo Juan pone una cara muy afligida, y llevándola dentro del portal del Fiel Contraste, le dice: «Me he arruinado, chica, y para mantener a mis padres y a mi mujer, estoy trabajando de escribiente en una oficina... Pretendo una plaza de cobrador del tranvía. No ves lo mal trajeado que estoy?» Fortunata le mira, y siente un dolor tan vivo como si le dieran una puñalada. En efecto; la capa del señorito de Santa Cruz tiene un siete tremendo, y debajo de ella asoma la americana con los ribetes deshilachados, corbata mugrienta, y el cuello de la camisa de dos semanas... Entonces ella se deja caer sobre él, y le dice con efusión cariñosa: «Alma mía, yo trabajaré para ti; yo tengo costumbre, tú no; sé planchar, sé repasar, sé servir... tú no tienes que trabajar... yo para ti... Con que me sirvas para ir a entregar, basta... no más. Viviremos en un sotabanco, solos y tan contentos».
Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.
v
Lo que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible: «Tiene que volver... Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite». Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo: «es negro y de tres aujeritos. Mala sombra». Vuelta otra vez a la cavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro que me mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivir más así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera que acabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecía darle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso doña Lupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos. «Nada, hija, que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquí perecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va a consumir la vida».
Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».
Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay que tener mucha pacienciadijo doña Lupe a Fortunata. Sabes lo que te aconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano». Sentía Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla en estos términos: «Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero». Pero doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por nada del mundo le habría hecho una confidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a doña Lupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de lo que pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señora de Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, la mortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni le pedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda le ocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va a ser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca la tragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso de Nicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si al menos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yo he faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...». Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien que discurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honor de la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».
Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron los Villuendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno-Isla... Pues irían también D. Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante, haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que iba con uno de los chicos, el gran Plácido le echó una mirada de indignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porque cuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo a Gilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabe si son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo rato contemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día. El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul, revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundo desconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramente distinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra que avanzaba ondeando; y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa de San Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquella parte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.
«Estará con su papápensó ella, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».
Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijo guardándolo.
Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «Negra!».
Ay Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, precisamente en uno de los pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que le pondría al vestido. Azul o plata vieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba. Abrió la portezuela, y miró a su antigua amiga, sonriendo; sonrisa que quería decir: Vienes o no? Si estás rabiando por venir... a qué esa vacilación?
La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal».
Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante».
Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
«Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, me guardas rencor?».
La mirada se volvió húmeda.
Yo?... ninguno.A pesar de lo mal que me porté contigo?...
Ya te lo perdoné.Cuándo?Cuándo! Qué gracia! Pues el mismo día.
Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de tidijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.
Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.
Yo te vi en la calle de la Magdalena.
Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.
Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.
Tanto tiempo sin vernos!exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.
Tenía que ser, tenía que ser!dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombre de él. Es mi destino.
Qué guapa estás! Cada día más hermosa!
Para ti todaafirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.
Para mí todadijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.
Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, sabes?
Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta: «Pero qué hermosa estás! Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?».
Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).
Quiero decir: después que volviste con tu marido, no has tenido por ahí algún devaneo...?
Yo!exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida; pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...
De cuánto tiempo puedes disponer?
De todo el que tú quieras.
Podrías tener un disgusto en tu casa.
Es verdad... pero y qué?
Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.
Pues dispongo de una hora.Y mañana?Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañesdijo ella suplicante. Estoy acostumbrada a tus papas...
No, ahora no... Me quieres?
Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, qué culpa tengo?
Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.
Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos en la rodilla).
No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.
Ah!, esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yo digo: «Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debe haber más que quererse y a vivir.
Tienes razón (abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar de besos). Quererse y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.
Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.
Reconozcoprosiguió el Delfín, que vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa, nena negra. No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todas las auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno... Quiéreme, aunque no me lo merezco.
Me muero por ti! (tirándole suavemente de las barbas). Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.
Risas. «Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío!exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».
Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; pero qué es lo que me falta a mí?».
Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.
Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.
Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacer tonterías».
Quedamos en que...Mañana, a la hora que te venga mejor.
Cochero, vuelva usted.Déjame a la entrada de la calle de Valencia.
Donde tú quieras.Y pasado mañana tambiéndijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.
Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...
Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.
Porque ahora no serás tan malito como antes. Verdad, pillín mío?... No serás, no, verdad, rico mío?
Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...
Júramelo... Ah!, qué tonta!, como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...
Y cuál es tu idea?, qué idea es esa?
No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?
Lo que tú tienes, nena negra, es toda la sal de Dios (besándola con romanticismo).
Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.
Mañana me lo dirás.
No, mañana tampoco... El año que viene.
Ya llegó el instante fiero...
Silvia de la despedida. Déjame aquí. Adiós, hijo de mi vida. Acuérdate de mí. Que no fueran los minutos horas! Adiós... me muero por ti.
Que no faltes. Y no te olvides del número.
Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.
A la una en punto. Adiós, negra salada.
Hasta mañana.Hasta mañana.
Madrid.Diciembre de 1886.
FIN DE LA PARTE TERCERA
* * * * *
Parte cuarta
-I-
En la calle del Ave-María
i
Segismundo Ballester (el licenciado en Farmacia que estaba al frente de la botica de Samaniego) tenía frecuentes altercados con Maxi por los garrafales errores en que este incurría. Llegó el caso de prohibirle que hiciese por sí solo ningún medicamento de cuidado. «Carambita!, hijo, si da usted en confundirme los alcoholatos con las tinturas alcohólicas, apaga y vámonos. Este frasco es el alcohol de coclearia, y este otro la tintura de acónito... Vea usted la receta y fíjese bien... Si seguimos así, lo mejor sería que doña Casta cerrase el establecimiento».
Y expresándose así, con ínfulas y asperezas de dómine, Ballester le quitó de las manos a su subalterno lo que entre ellas tenía. «Pero qué demonios ha echado usted aquí?dijo luego con enojo, llevándose el potingue a la nariz. O esto es valeriana o no sé lo que me pesco.
Cuando digo...! Hoy está usted muy malo. Más vale que se retire a su casa. Yo me las arreglo mejor solo. Cuidarse; llévese usted un derivativo... Mire, mire, llévese también un preparado de hierro. El derivativo se lo zampa en ayunas... Luego en cada comida se atiza una píldora de hierro reducido por el hidrógeno, con extracto de ajenjos... por la noche al acostarse se atiza usted otra... Con estos calores, conviene no abusar mucho del hierro, sabe?, y sobre todo, paséese usted y no lea tanto».
Relevado por su regente de la obligación de trabajar, Rubín se fue al laboratorio, y tomando de debajo de la silla un librote, se puso a leer. Profundísima tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado de todo lo que no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus ojos y con sus ojos su espíritu. Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca. Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta fuera una muleta, ya en fin, las piernas se extendían sobre la mesa cual si fueran brazos. La silla, sustentada en las patas de atrás, anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del lector. Tan pronto aparecía por arriba, sostenido en una sola mano, como agarrado con las dos, más abajo de donde estaban las rodillas; ya se le veía abierto con las hojas al viento como si quisiera volar, ya doblado violentamente a riesgo de desencuadernarse. Lo que nunca variaba ni disminuía era la atención del lector, siempre intensa y fija al través de todos los sacudimientos de la materia muscular, como el principio que sobrevive a las revoluciones.
Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.
«Pero, alma de Dios, ya que no trabaja usted... al menos despache menudenciasdijo, parándose ante Rubín. Mire, allí está esa mujer esperando hace un cuarto de hora... Diez céntimos de diaquilón. En aquella gaveta está. Vamos, menéese».
Rubín salía a la tienda y despachaba.
«En dónde están los frascos de Emulsión Scott?».
Mírelos, mírelos; si los tiene casi en la mano. Dígole que es preciso cuidar esa cabeza... Otra vez a leer! Bueno; usted se acordará de mí... leer, leer, y el aparato cerebro-espinal que lo parta un rayo... Tararí, tararí...
Seguía cantando y el otro plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.
«Y qué lee?... vamos a verdijo Ballester mirando el libro. La pluralidad de mundos habitados... Bueno va... Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? Le van a dar a usted algo por el descubrimiento? Tararí... tararí. Yo doy de baratoañadió luego, poniéndose a machacar en el mortero, yo doy de barato que haya familia en las estrellas; es más, declaro que la hay. Bueno, y qué? La consecuencia es que estarían tan jorobados como nosotros».
Rubín no contestaba. A cierta hora, dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que apestaba a fénico, entre dos potes de este líquido; después se restregaba los ojos y estiraba los brazos y el cuerpo todo, tardando lo menos cinco minutos en aquel desperezo que activaba la circulación de su poca sangre. Cogía el hongo que de una percha colgaba, y a la calle. Poco tenía que andar por ella para ir a su casa. Entró en esta con la cabeza baja, las cejas fruncidas. Su tía le dijo que Fortunata no había venido aún y que le esperarían para comer. Maxi ocupó su sitio en la mesa, doña Lupe le recogió el sombreo, y volviendo al poco rato, sentose en el sofá de paja; ambos esperaron un rato en silencio.
«Cuidado que hoy tarda más que nunca» observó doña Lupe; y como notase en el rostro de su sobrino señales de desasosiego, se apresuró a entablar conversación más amena.
«Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. Ah!, si tú fueras otro, si tú tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría».
No crea usted, tía, yo también he pensado en eso. Ayer se me ocurría una aplicación del hierro dializado a sin fin de medicamentos... Creo que encontraría una fórmula nueva.
Estas cosas, hijo, o se hacen en gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea panacea, una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores. Pero hombre, en tantísima droga como tenéis no hay tres o cuatro que bien combinadas sirvan para todos los enfermos? Es un dolor que teniendo la fortuna tan a la mano, no se la coja. Mira el doctor Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe... no recuerdo bien el nombre; es algo así como latro-faccioso...
El lacto-fosfato de cal perfeccionadodijo Maxi. En cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.
Qué tonto!... Y qué tiene que ver la moral con esto? Lo que digo; no saldrás de pobre en toda tu vida... Lo mismo que el tontaina de Ballester: también me salió el otro día con esa música. Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia, porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero... Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento...
Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor, mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla débilmente. Era Fortunata que, cuando iba tarde, llamaba con timidez y cautela, como si quisiera que hasta la campanilla comentase lo menos posible su tardío regreso al hogar doméstico. Papitos corrió a abrir, y doña Lupe fue a la cocina. Maxi habló con su mujer en un tono que indicaba la complacencia de verla, y se quejó suavemente de que no hubiese entrado antes. Tenía ella los ojos encendidos como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena. Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él; vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración interior. La impulsión objetiva era casi nula, resultando de esto una existencia enteramente soñadora.
A doña Lupe sí que no se le escapaba nada, y de todo iba tomando notas. Hablose en la mesa del tiempo, del gran calor que se había metido, impropio de la estación, porque todavía no había entrado Julio, aunque faltaban pocos días; de los trenes de ida y vuelta, y de la mucha gente que salía para las provincias del Norte. Con cierta timidez, se aventuró Fortunata a decir que su marido debía dejarse de píldoras, y decidirse a ir a San Sebastián a tomar baños de mar. Mostrándose muy apático, dijo el pobre chico que lo mismo era tomarlos en Madrid con las algas marinas del Cantábrico, a lo que respondió su mujer con energía: «Eso de las algas es conversación, y aunque no lo fuera, lo que más importa es tomar las brisas».
Picando con el tenedor en el plato, para coger los garbanzos uno a uno, la señora de Jáuregui se decía lo siguiente: «Te veo venir... buena pieza. Ya sé yo las brisas que tú quieres. Después de zarandearte aquí, quieres zarandearte allá, porque se te va el amigo... Sí, lo sé por Casta. Los señores de la Plazuela de Pontejos se marchan mañana. Pero yo te respondo, picaronaza, de que con esa no te sales... A San Sebastián nada menos! Estás fresca... Ya te daré yo brisas...».
Vino luego doña Casta con Olimpia a proponerles dar un paseo al Prado. Rubín vacilaba; pero su mujer se negó resueltamente a salir. Fuese doña Lupe con sus amigas, y Fortunata y Maxi estuvieron solos hasta media noche en la sala, a oscuras, con los balcones abiertos, a causa del calor que reinaba, hablando de cosas enteramente apartadas de la realidad. Él proponía los temas más extravagantes, por ejemplo: «Cuál de nosotros dos se morirá primero? Porque yo estoy muy delicado; pero con estos achaques, quizás tenga tela para muchos años. Los temperamentos delicados son los que más viven, y los robustos están más expuestos a dar un estallido». Hacía ella esfuerzos por sostener plática tan soporífera y desagradable. Otra proposición de Maxi: «Mira una cosa; si yo no estuviera casado contigo, me consagraría por entero a la vida religiosa. No sabes tú cómo me seduce, cómo me llama... Abstraerse, renunciar a todo, anular por completo la vida exterior, y vivir sólo para adentro... este es el único bien positivo; lo demás es darle vueltas a una noria de la cual no sale nunca una gota de agua».
Fortunata decía a todo que sí, y aparentando ocuparse de aquello, pensaba en lo suyo, meciéndose en la dulce oscuridad y la tibia atmósfera de la sala. Por los balcones entraba muy debilitada la luz de los faroles de la calle. Dicha luz reproducía en el techo de la habitación el foco de los candelabros, con las sombras de su armadura, y esta imagen fantástica, temblando sobre la superficie blanca del cielo raso, atraía las miradas de la triste joven, que estaba tendida en una butaca con la cabeza echada hacia atrás. Maxi volvió a machacar: «Si no fuera por ti, no se me importaría nada morirme, Es más, la idea de la muerte es grata en mi alma. La muerte es la esperanza de realizar en otra parte lo que aquí no ha sido más que una tentativa. Si nos aseguraran que no nos moriríamos nunca, pronto se convertiría uno en bestia, no te parece a ti?».
Pues qué duda tiene?respondía la otra maquinalmente, dejando a su idea revolotear por el techo.
Yo pienso mucho en esto, y me entregaría desde luego a la vida interior, si no fuera porque está uno atado a un carro de afectos, del cual hay que tirar.
Ay, Dios mío, la que me espera mañana!pensó la esposa. Era probado: Siempre que su marido estaba por las noches muy dado a la somnolencia espiritual, al día siguiente le entraba la desconfianza furibunda y la manía de que todos se conjuraban contra él.
Poco después de esto, dijo Maxi que se quería acostar. Fortunata encendió luz, y él fue hacia la alcoba, arrastrando los pies como un viejo. Mientras su mujer le desnudaba, el pobre chico la sorprendió con estas palabras, que a ella le parecieron infernal inspiración de un cerebro dado a los demonios: «Veremos si esta noche sueño lo mismo que soñé anoche. No te lo he contado? Verás. Pues soñé que estaba yo en el laboratorio, y que me entretenía en distribuir bromuro potásico en papeletas de un gramo... a ojo. Estaba afligido, y me acordaba de ti. Puse lo menos cien papeletas, y después sentí en mí una sed muy rara, sed espiritual que no se aplaca en fuentes de agua. Me fui hacia el frasco del clorhidrato de morfina y me lo bebí todo. Caí al suelo, y en aquel sopor... Tú vete haciendo cargo... en aquel sopor se me apareció un ángel y me dijo, dice: 'José, no tengas celos, que si tu mujer está encinta, es por obra del Pensamiento puro...'. Ves qué disparates? Es que ayer tarde trinqué la Biblia y leí el pasaje aquel de...».
Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia.
ii
Fortunata no se acostó en la cama, porque hacía mucho calor. Echose medio vestida en el sofá, y a la madrugada, después de haber dormido algunos ratos, sintió que su marido estaba despierto. Oíale dar suspiros y gruñir como una persona sofocada por la cólera. Sintiole palpar en la mesa de noche buscando la caja de cerillas. Esta se cayó al suelo, y en el suelo vio Fortunata la claridad lívida que los fósforos despiden en la oscuridad. La mano de Maxi descendió buscando la caja, y al fin pudo apoderarse de ella. Fortunata vio subir el azulado resplandor, como difusa humareda. Este fenómeno desapareció con el restallido del fósforo y la instantánea presencia de la luz alumbrando la estancia. Los ojos del joven se esparcieron ansiosos por ella, y viendo a su mujer acostada, dijo: «Ah!... estás ahí... qué bien haces el papel!».
Para evitar cuestiones tan a deshora, la esposa fingió que dormía. Pero entreabriendo los ojos le vio encender la vela. Púsose Maxi la ropa necesaria para no levantarse desnudo, y se bajó de la cama cautelosamente. Cogiendo la vela, salió al pasillo. Fortunata le sintió reconociendo el cerrojo de la puerta, registrando el cuarto en que ella tenía su ropa, y después el comedor y la cocina. Tantas veces había hecho Maxi aquello mismo, que su mujer se había acostumbrado a tal extravagancia. Era que le acometía la pícara idea de que alguien entraba o quería entrar en la casa con intenciones de robarle su honor.
Cuando Maxi volvió a la alcoba, ya principiaba a apuntar el día. «Si no te cojo hoy, te cojo mañanarezongaba. No hay nada; pero yo sentí pasos, yo sentí cuchicheos; tú saliste de aquí... Has vuelto a entrar y estás ahí haciéndote la dormida para engañarme... Déjate estar... Yo estoy con mucho ojo, y aunque parezca que no veo nada, lo veo todo... A buena parte vienes... Que andaba un hombre por los pasillos, no tiene duda. No vale el jurarme que no había nadie. Pues qué, no tengo yo oídos?... Estoy yo tonto?».
Decía esto sentado al borde del lecho, la vela en la mano, mirando a su mujer, que continuaba fingiéndose dormida, con la esperanza de que se aplacara. Pero esto no era fácil, y una vez desatada la insana manía, ya había jaqueca para un rato. Acabando de vestirse, empezó a dar trancos por la habitación, manoteando y hablando solo.
«No, no, no... Si creen que me la dan, se equivocan. Lo más horrible es que mi tía es encubridora... Pues qué, entraría nadie en la casa si ella no lo consintiera? Y Papitos también es encubridora. Buenas propinas se calzará. Pero ya te arreglaré yo, celestina menuda. Que no me vengan con tonterías. Ayer noté yo bien marcadas en el felpudo de la entrada las suelas de unas botas de persona fina. Dicen que el aguador... Qué aguador ni que niño muerto!... Y anteayer había en esa misma alcoba la impresión, sí, la impresión de una persona que aquí estuvo. No lo puedo explicar; era como huellas dejadas en el aire, como un olor, como el molde de un cuerpo en el ambiente. No me equivoco; aquí entró alguien. Lucido, lucido papel estoy haciendo. Dios mío! De qué le vale a uno el poner su honor por encima de todas las cosas? Viene un cualquiera y lo pisotea, y lo llena de inmundicia. Y no le basta a uno vigilar, vigilar, vigilar. Yo no duermo nada, y sin embargo... Pero es preciso vigilar más todavía y no perder de vista ni un momento a mi mujer, a mi tía, a Papitos... Esta condenada Papitos es la que abre la puerta, y yo la voy a reventar».
Fortunata creyó al fin que convenía hacer que despertaba. Lo particular era que en aquella crisis el desventurado joven no pasaba de las extravagancias de lenguaje a las violencias de obra; todo era quejas acerbísimas, afán angustioso por su honor y amenazas de que iba a hacer y acontecer.
«Qué disparates estás hablando ahí?le dijo su mujer. Por qué no te acuestas? Ya que tú no duermes, déjame dormir a mí».
Te parece que después de lo que has hecho, se puede dormir? Qué conciencias, válgame Dios, qué conciencias estas!... Tú lo negarás ahora... Quién andaba por los pasillos? Claro, el gato. El pobre minino paga todas las culpas. Y tú a qué saliste?, a jugar con el gato, verdad?, justo. Y eso me lo he de tragar yo! Lo que me anonada es que mi tía consienta esto, mi tía que me quiere tanto. Tú, ya sé que no me quieres; pero mi tía...! Vamos que... Pues esa víbora de Papitos, con su cara de mona... Qué humanidad, Dios mío! El hombre honrado no tiene defensa contra tanto enemigo; la traición le rodea; la deslealtad le acecha. Aquellos en quienes más confía le venden. Donde menos lo piensa, en el seno de la familia, salta un Judas. En la tierra no hay ni puede haber honor. En el Cielo únicamente, porque Dios es el único que no nos engaña, el único que no se pone careta de amor para darnos la puñalada.
Fortunata se vistió a toda prisa. Sabía por experiencia que mientras más le contradecía era peor. Un rato estuvo sentada en el sofá, oyéndole disparatar y aguardando a que avanzara un poco la mañana par avisar a doña Lupe. Antes de ir a lavarse, pasó por la alcoba de su tía, que ya estaba vistiendo, y le dijo: «Hoy está atroz... pobrecito!... A ver si usted le puede calmar».
Voy, voy allá... Veo que sin mí no os podéis gobernar. Si yo faltara... no quiero pensarlo. Mira, pon en planta a Papitos, y que encienda lumbre... Le haremos chocolate en seguida; porque la debilidad es lo que le pone así, y hay que meterle lastre en aquel pobre cuerpo. Toma las llaves, saca de aquel chocolate que nos dio Ballester, chocolate con hierro dializado... Qué chico, vaya por dónde le da...! Salgo al momento.
Cuando su tía entró con el chocolate, Maxi seguía tan disparado como antes. «Lo que yo extraño, tía, lo que yo no puedo explicarmedijo clavando en ella sus ojos que relampagueaban, es que usted consienta esto y lo encubra y me quiera matar, porque sépalo usted, para mí el honor es primero que la vida».
Hijo de mi almale contestó doña Lupe poniendo el chocolate sobre la mesa, después hablaremos de eso... Yo te explicaré lo que hay, y te convencerás de que todo es una figuración tuya. Toma primero el chocolate, que estás muy débil...
El joven se dejó caer en el sofá, inclinándose hacia la mesa próxima, en que el desayuno estaba, y tomando un bizcocho lo mojó en el líquido espeso. Antes de probarlo, se le fue la lengua otra vez acerca de lo mismo, si bien en tono más tranquilo. «No sé cómo me va usted a convencer, cuando yo tengo oídos, yo tengo ojos, y ante la evidencia, no valen...».
Hizo un gesto de repugnancia y horror al probar el bizcocho mojado.
«Tía... Fortunata!... qué es esto?, qué me dan?... Este chocolate tiene arsénico».
Hijo, por María Santísima!exclamó doña Lupe consternada, a punto que entraba su sobrina.
Pero ustedes creen que a mí se me puede ocultar el gusto del arsénico?...dijo enteramente descompuesto, los ojos extraviados. Y no son tontas; ponen poca dosis... un centigramo, para irme matando lentamente... Y apuesto a que ha sido Ballester el que les ha dado el ácido arsenioso... porque también él está contra mí... Qué infierno es este, Dios mío?...
Vamos, esto no se puede sufrir. Decir que le hemos envenenado el chocolate...!
Gusto a arsénico!... clavado... pero tan clavado...!
Levantose en actitud de desesperación y volvió a la inquietud delirante de sus paseos...
«Tendré que dejarme morir de hambre... es horrible... Mi casa llena de enemigos. Las personas que más me querían antes, ahora desean mi muerte».
Conque arsénico...!dijo Fortunata tomándolo a broma, con esperanza de obtener así mejor efecto. Para que veas que eres un simple y un majadero, voy a tomarme yo el chocolate.
Y en el acto empezó a tomarlo. Su marido la miraba atónito.
«A ver si espichamos de una vez... Él podrá tener veneno, pero bien rico está... Te convences ahora?... Me tomaría otra jícara. No creas, me vendría bien que esto matara, porque así me iba pronto de este mundo, que maldita la gracia que tiene, con las jaquecas que me das y lo mucho que nos haces sufrir».
Doña Lupe, en tanto, trajo la cocinilla económica para hacer en presencia de Maxi otro chocolate. Aun así, fue preciso sostener una lucha penosa para que se decidiera a probarlo, pues insistía en que también aquel tenía gusto a arsénico... «Aunque no tanto, convengo en que no es tanto». Después, tomando tonos de transacción, les dijo: «Yo creo que todo ello es cosa de Papitos... porque ustedes no saben lo mala que es y la inquina que me tiene».
Vamos, que es para pegartele contestó doña Lupe. Tomarla así con la pobre Papitos!... Mira, cuando te den manías, échame a mí toda la culpa. Yo sé desenvolverme y probar mi inocencia. Y ahora, por qué no os vais los dos a dar un paseíto por el Retiro? Hasta las nueve no hace calor; la mañana está deliciosa.
Fortunata apoyó esta proposición, pero él no tenía ganas de salir. Continuaba en el sofá, apoyado el codo en la mesilla y la cabeza en la mano, mirando al suelo como si quisiera contar los juncos de la esterita que había junto al sofá. Las dos mujeres se miraban, comunicándose con los ojos malas impresiones.
«Esomurmuró él de una manera torva y recelosa. Quieren echarme a la calle, para...».
Pero alma de Dios, si va ella contigo...
Y a dónde me quiere llevar? Sabe Dios... Alguna trampa que me quieren armar. Si sólo fuera para asesinarme, pase; pero si es para atentar al sagrado de mi honor...!
Todo sea por Dios.No sabe usted, tía, que hace tres meses...? la Correspondencia lo trajo... una mujer llevó a su marido al Retiro, y cuando iban por un paseo solitario salió el cómplice... sí, el cómplice, que estaba escondido tras unas matas, y entre ella y aquel tuno cogieron al pobre marido, le ataron de pies y manos y le arrojaron al estanque...
Jesús, qué barbaridad! De dónde has sacado esos desatinos?
La Correspondencia no ha traído tal cosadijo Fortunata.
Vamos, lo habrás soñado tú.
Yo no lo he soñadogritó él levantándose con golpe de resorte. Es verdad; lo he leído en la Correspondencia... y... También me llaman embustero! Yo no digo más que la verdad. Las embusteras son ustedes... ustedes, con esas conciencias cargadas de crímenes...
Doña Lupe cruzaba las manos y miraba al Cielo, invocando la justicia divina. Fortunata expresaba un gran abatimiento, cual si su paciencia tocase ya al punto en que agotarse debía.
«Miradijo la viuda, vete a la botica, ponte a trabajar, y con la distracción se te despejará la cabeza».
Sabía por experiencia la señora de Jáuregui que en los ataques fuertes de su sobrino, Ballester era la única persona que le hacía entrar en razón, desplegando ante él, ya la burla descarada, ya la autoridad seca y hasta cruel. Las personas de la familia, a quienes él quería, eran las más ineptas para dominarle, pues contra ellas iba la descarga de su recelo furibundo. «Bueno, bajarédijo Maxi tomando su sombrero. Tengo que ajustarle las cuentas al señor de Ballester. De mí no se ríe más... Y en último caso, que me lo diga cara a cara. A que no se atreve? Es un cobarde y un traidor, que vendiendo amistad, hiere por la espalda».
Tía y esposa no le dijeron nada, y fueron tras él. Cogiendo de la percha del recibimiento la caña que usaba, salió dando un fuerte portazo. Bajó rápidamente y estuvo hablando un rato con la portera. Desde el balcón le vieron las dos señoras salir a la calle, pasar la acera de enfrente, mirar hacia la casa... Ocultáronse ellas entonces, y asomándose con cautela por entre los hierros, viéronle seguir, gesticulando y haciendo molinete con el bastón. A cada instante se paraba y volvía hacia atrás. Daba unos cuantos pasos y otra vez por la calle arriba. En una de estas vueltas, salió Ballester a la puerta de la botica y le llamó con gesto imperativo: «Aquí pronto... Me gusta...! Venga usted aquí».
En actitud semejante a la de un perro que ante el palo de su amo agacha las orejas y arrastra el rabo por el suelo, entró Rubín en la botica diciendo a su regente: «Buenos días, amigo Ballester. No le había visto. Iba a tomar un poco el aire. Y usted, qué tal?».
iii
«Yo, bueno... conque a tomar el aire...contestó Segismundo con cara de muy mal genio.
El aire que me va usted a tomar ahora es ponerle las etiquetas a estos frascos de jarabes... Y cuidado con equivocarse. Las etiquetas rojas son las del jarabe de corteza de naranja amarga con yoduro potásico; las verdes el mismo con hierro dializado. Como usted me trueque las papeletas, le trituro».
Poníase a trabajar, y, cosa por demás extraña, a pesar del desorden de su cabeza, no cometía una sola equivocación, ni aun cuando le dieron seis clases más de jarabes con sus correspondientes letreros de diferentes colores. Ballester, que ya tenía noticia, por una esquelita de doña Lupe, del rudo acceso de aquella mañana, le vigilaba disimuladamente, mirándole por el rabillo del ojo, pero en una de las vueltas que dio al laboratorio, Maxi dejó bruscamente el trabajo y se fue a la calle sin sombrero. Al volver a la tienda y notar la ausencia del joven, el regente se quedó muy tranquilo y no dijo más que: «Ya voló... buena va». Tomaba con calma las extravagancias de su colega, y su deseo era que una de aquellas escapatorias fuera la del humo. «Pero no tendré yo esa suertedecía, y ya me lo volverán a traer para que le amanse».
Maxi subió a su casa. Al abrirle la puerta, no se admiró Fortunata de lo descompuesto que venía, porque ya no eran nuevas aquellas inesperadas apariciones. «Supongodijo él con trémulo labio, que no me lo negarás ahora... Puede que mi tía lo niegue... es tan hipócrita...! Pero tú no, tú eres mala y sincera. Cuando das el golpe mortal lo dices, verdad? Y ahora ante los hechos palpables, evidentes, qué tenéis que decir?».
«Otra vez... pero hijo...» chilló doña Lupe, saliendo al recibimiento.
Usted, tía, se empeñará en negarlo ahora... pero esta no lo niega. Cierto que no le cogeré; porque habrá saltado por el balcón; pero no me negarán que entró... Le he visto yo, le he visto pasar por delante de la botica... En la escalera ha dejado su huella, su rastro, rastro y huella, señores, que no se pueden confundir con nada... pero con nada.
Pues estamos divertidas!dijo doña Lupe a Fortunata, que daba suspiros mirando a su marido con lástima intensísima.
La que me las va a pagar todas juntas es esa indecente de Papitosgritó él, dando algunos pasos hacia la cocina.
Papitos!, está en la compra. Pobre chica!... Ea, ya estamos hartas. A ver si nos dejas en paz. Le encargaremos a Ballester que te amarre... Niño, niño, se acabaron las tonterías.
Diciendo esto le cogía por un brazo y le sacudía con ira materna y correccional. «Mira que no te podemos sufrir... Lo que tú tienes es mucho mimo».
El desgraciado joven se dejó caer en un banco que en el recibimiento había, el cual semejaba banco de iglesia, y allí se transformó la máscara insana de su rostro, pasando de la furia a la consternación. «Garantíceme usted... pues... que mi honor está... lo que llaman intacto... y yo me tranquilizaré».
«Tu honor! Pero quién diablos se ha metido con él? Si todo es humo, humo que hay dentro de esta cabeza».
Humo!... ah!...Sí, todo humodijo Fortunata, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro. No pienses y no temerás nada. Es la imaginación, nada más que la imaginación... la loca de la casa, como decía tu hermano Nicolás.
Sabes lo que vamos a hacer?indicó doña Lupe, algún tiempo después, aprovechando la relativa calma que en su sobrino se notaba. Pues vamos a darle de almorzar.
Su mujer le agarró por un brazo para llevarle a la mesa, y él no hizo ninguna resistencia. Temían una y otra que no quisiese tomar nada, fundándose en que la comida estaba envenenada; pero con gran sorpresa de ambas, Maxi no manifestó recelo alguno sobre este particular. Tenía poco apetito, y para que pasara algo, las dos hubieron de hacer a competencia considerable gasto de palabras tiernas. Tan cariñosas se mostraron, que Maxi comió más que otros días, sin hacer observación alguna ni quejarse de lo mal condimentado que estaba todo. Hiciéronle café y esto fue lo único que tomó con gana. De sobremesa, trató doña Lupe de alegrarse los espíritus, charlando de cosas enteramente contrarias a aquella monserga del honor; mas él daba a conocer con suspiros profundos que la tormenta de su alma no estaba del todo extinguida. Pero la fuerza del ataque había pasado, y pronto vendría la completa serenidad. Al despedirse para volver a la botica, llevó a su mujer aparte y le dijo: «Prométeme no salir esta tarde... prométeme no salir nunca sino conmigo».
Salir yo!, qué disparates se te ocurren! No pienso en tal cosareplicó ella sonriendo. Aquí me estaré esperándote. A la noche iremos a casa de doña Casta. Quieres? O a paseo.
Mientras esto decía, doña Lupe, acechándola desde un rincón del pasillo, fijaba en ella una mirada astuta.
Aquella tarde estuvo Maxi en la botica bastante más calmado. En un rato que tuvo libre, se fue al rincón del laboratorio en que guardaba sus libros, y cogió uno disponiéndose a sumergirse en la lectura. Pero Ballester tomó una vara; se fue derecho a él, y arrebatándole el libro, le amenazó con castigarle. «Ea, dejémonos de sabidurías, que eso es lo que nos trastorna. A ver qué es esto?... Hombre, qué bonito!
Errores de la teogonía egipcia y persa... Esto reza el epígrafe del capítulo... Pero, criatura, que siempre ha de estar usted metiéndose en lo que no le importa? Qué le va a usted ni qué le viene con que aquellos bárbaros, que ya se murieron hace miles de años, adoraran muchos dioses?... Es gana de meterse en vidas ajenas. Que tenían los dioses por gruesas! Bueno, y qué? Acaso los tiene usted que mantener? Lo que yo digo: es gana de entrometerse. No puedo ver tanta tontería (exaltándose más a cada frase y llegando hasta la cólera); no puedo ver que un cristiano se queme las cejas por averiguar cosas de las cuales ha de sacar lo que el negro del sermón... Que le escondo los libros, que se los quemo... Voy al momento».
Esto último se lo decía a un parroquiano que mostraba una receta.
«A ver, marmolillo (por Maxi) menéese usted. Alcánceme el alcanfor, el nitro dulce, el polvo de regaliz...».
Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a coger la vara, y continuó la filípica de este modo:
«Lo mismo que la tontería en que ahora ha dado... que le van a quitar su honor; que entran hombres en la casa... que por todas partes se le tienden asechanzas a su honor... Qué melodramáticos estamos y qué simples semos! Parece mentira que tales absurdos se le ocurran a quien está casado con una mujer, que es la casta Susana, sí señor, me ratifico, la casta Susana, mujer que antes se dejaría descuartizar que mirarle a la cara a un hombre. Y si lo sabe usted, para qué arma esas tragedias? Ah!, si yo tuviera una hembra así, tan hermosa, tan virtuosa; si yo tuviera a mi lado una virgen como esa, la adoraría de rodillas y primero me apaleaban que darle un disgusto. Su honor! Si tiene usted más honor que... vamos, no sé con qué compararlo. Tiene usted un honor más limpio que el sol... qué digo sol, si el sol tiene manchas? Más limpio que la limpieza. Y todavía se queja... Nada, yo le voy a curar a usted con esta vara. En cuanto hable del honor, zas!... No hay otra manera. Lo que yo digo: esas cosas las hace usted por lo muy mimadito que está. Tía que le cuida, mujer guapa que le mima también y que se mira en las niñas de sus ojos... Como que es la verdad... Carambita, pues si yo tuviera una mujer así...».
Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba más en serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casi estaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad. Y concluyó por sonreír, y al cabo de un gran rato le dijo:
«Amigo Ballester, le convido a usted a Variedades esta noche. Quiere?».
Pues no he de querer? Bueno va. Pedradas de esas vengan todos los días, ilustre amigo mío. Iremos... en el bien entendido de que venga Padilla esta noche a quedarse de guardia. Vamos ahora, mi queridísimo colega, a hacer estas píldoras de protoioduro de mercurio. Prepare usted el regaliz y el mucílago de goma arábiga. Receta de cuidado. Mucho ojo... Le digo a usted que no hay ciencia más sublime que la Farmacia. Cuánto más bonita que averiguar si hubo o no tantas o cuántas docenas de dioses! Vamos allá; mucho cuidado con este precioso mercurial. Aviado estará el enfermo para quien sea. No, no le arriendo la ganancia. Pero a fe que se habrá divertido bastante en este mundo con las mozas guapas, y si buenos azotes le cuesta ahora, buenas ínsulas se habrá calzado. Eh!... cuidado con las dosis. No sea usted tan vivo de genio. Mire que va a jorobar al paciente, y la saliva que eche va a llegar hasta aquí... Qué hermosa es la Farmacia! Para mí hay dos artes, la Farmacia y la Música. Ambas curan a la humanidad. La Música es la Farmacia del alma, y la... viceversa, ya usted me entiende. Nosotros, qué somos si no los compositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo, yo un Beethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá, aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos... aquí vomitivos, diuréticos, tónicos, etc... El quid está en saber herir con la composición la parte sensible... Qué le parecen a usted estas teorías?... Cuando desafinamos, el enfermo se muere.
A poco llegó el practicante que sólo hacía servicio en la botica por las noches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoy mismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque esta calamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si se queda solo envenene a toda la parroquia».
iv
Aquella noche, después de comer, fueron todos a casa de doña Casta, donde debían reunirse para ir a paseo. Pero a poco de estar allí, entró Ballester diciendo que se había levantado un airote muy fuerte y amenazaba tormenta, por lo que unánimemente se acordó no salir; se encendió luz en la sala, y doña Casta dijo a Olimpia que tocara la pieza para que la oyeran Maximiliano y Ballester.
Olimpia era la menor de las hijas de Samaniego, y hubiera causado gran admiración en la época en que era de moda ser tísico, o al menos parecerlo. Delgada, espiritual, ojerosa, con un corte de cara fino y de expresión romántica, la niña aquella habría sido perfecta beldad cincuenta años ha, en tiempo de los tirabuzones y de los talles de sílfide. Quería doña Casta que sus niñas tuvieran un medio de ganarse la vida para el día en que por cualquier contingencia empobreciesen, y Olimpia fue llevada al Conservatorio desde edad temprana. Siete años estuvo tecleando, y después tecleaba en casa bajo la dirección de un reputado maestro que iba dos veces por semana. Tratábase de que ganara premio en los exámenes, y para esto la niña estuvo por espacio de tres años estudiando una dichosa pieza, que no acababa de dominar nunca. Pieza por la mañana, pieza por tarde y noche. Ballester se la sabía ya de memoria sin perder nota. No había logrado Olimpia decir toda, toda la pieza, desde el adagio patético hasta el presto con fuoco, sin equivocarse alguna vez, y siempre que tocaba delante de gente, se embarullaba y hacía un pisto de notas que ni Cristo lo entendía. Por eso doña Casta la mandaba tocar cuando había personas extrañas, para que fuese perdiendo el miedo al público.
La determinación de no salir a paseo puso a la señorita de mal talante, porque no podía hablar con su novio, que a aquella hora estaba clavado en la esquina de la calle de los Tres Peces, esperando a que saliese la familia para incorporarse. Era un chico de mérito, que estudiaba el último año de no sé qué carrera, y escribía artículos de crítica (gratis) en diferentes periódicos. A pesar de sus notables prendas, doña Casta no le veía con buenos ojos, porque la crítica, francamente, como oficio para mantener una familia, no le parecía de lo más lucrativo. Pero Olimpia estaba muy apasionada; leía todos los artículos de su novio, que este le llevaba recortados de los periódicos y pegados en cuartillas, y con esta lectura se iba ilustrando considerablemente. Todo aquel fárrago de sentencias estéticas lo guardaba con las cartas y los mechones de pelo. Doña Casta no permitía aún al apreciable joven entrar en la casa.
Tocó la niña su pieza con no poca fatiga, a ratos aporreando las teclas como si las quisiera castigar por alguna falta que habían cometido, a ratos acariciándolas para que sonaran suavemente con ayuda de pedal, arqueando el cuerpo, ya de un lado, ya de otro, y poniendo cara afligida o de mal genio, según el pasaje. Parecía que los dedos eran bocas, y que estas bocas tenían hambre atrasada por las muchas notas que se comían. En ciertas escalas difíciles algunas notas se anticipaban a sus predecesoras y otras se quedaban rezagadas; pero cuando llegaba un efecto fácil, la pianista decía «aquí que no peco», y se indemnizaba de las pifias que cometiera antes. Durante el largo martirio de las teclas, las exclamaciones de admiración no cesaban. «Qué dedos los de esta chica!... Me río yo de Guelbenzu... Y qué talento artístico, qué expresión!» decía el gran tuno de Ballester.
Y doña Casta: «Ahora viene el paso difícil, ahora... En este trozo no tiene pero... Qué limpieza... qué manera de frasear!...». Doña Lupe también hacía aspavientos, y Fortunata se veía obligada a expresar su entusiasmo, aunque no entendía una palabra de tal cencerrada, y en su interior se pasmaba de que aquello se llamase arte sublime, y de que las personas formales aplaudiesen música semejante a la de un taller de calderería. Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por la calle le gustaba y la conmovía más.
Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban. La tos que le entró parecía anunciar un ataque de hemoptisis. «Hija míale dijo su mamá, viéndola ir hacia el balcón, no te asomes, que estás sudando. Toma, ponte esta toquilla».
Y se la ponía, y no pudiendo refrenar las ganas de salir al balcón, salió con Fortunata, y ambas estuvieron contemplando el alma en pena que se paseaba en la acera de enfrente.
Al poco rato entró Aurora, la mayor de las Samaniegas, que era muy distinta de su hermana, pelinegra, bien parecida sin ser una hermosura, de esas que a un color anémico unen cierta robustez fofa y lozanía de carnes incoloras. Su pecho era desproporcionadamente abultado, su cuello corto, las caderas y el talle bien torneados, y las costuras de las mangas parecían próximas a reventar por causa de la gordura creciente de los brazos. La cabeza era bonita, de poco pelo y muy bien arreglada. Tenía más entendimiento que su hermana; vestía con esa sencillez airosa de las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador de tienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su traje era siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo y como expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabaja honradamente.
Expliquemos esto. Aurora Samaniego tenía treinta años y era viuda de un francés, que vino a España representando casas extranjeras de droguería. A poco de casarse, allá por el 65, el francés se fue con su mujer a Burdeos y allí heredó de sus padres un establecimiento de ropa blanca, que mejoró a fuerza de trabajo, poniendo en él las bases de una fortuna. Pero entre Bismark y Napoleón III lo echaron todo a perder, pues por causa de estos dos personajes sobrevino la guerra de 1870, que tantas esperanzas había de segar en flor. Fenelón, que era hombre bonísimo y de inteligencia mercantil, tenía el defecto del chauvinisme. Empuñó las armas, se agregó a un cuerpo de ejército, y a los primeros disparos, los prusianos le dejaron seco.
Viuda y con poco dinero, aunque también sin hijos, Aurora volvió a Madrid, donde las disposiciones y hábitos de trabajo que había adquirido no pudieron tener empleo por no existir aquí grandes almacenes, y los que hay, están servidos por esos gandulones de horteras, que usurpan a las muchachas el único medio decoroso de ganarse la vida. Había aprendido la viuda de Fenelón cuanto hay que saber en lo concerniente al ramo de ropa blanca; estaba fuerte en contabilidad; tenía nociones claras del orden económico y del régimen a que debe sujetarse un negocio bien montado, y hablaba el francés a la perfección. Pero todos estos méritos habrían sido inútiles hasta el fin del mundo, si no se le ocurriera a Pepe Samaniego establecer el comercio de ropa blanca con arreglo a los últimos adelantos del extranjero, y llevar a él a persona tan inteligente y para el caso como su prima. El plan era vastísimo. Aurora estaría al frente del departamento de equipos de boda y canastillas de bautizo, ropa de niños y de señora. El capital para la instalación de esta importante industria habíalo facilitado D. Manuel Moreno-Isla, que tenía confianza en la honradez y tino de Pepe Samaniego. La tienda estaría en una casa nueva de la subida a Santa Cruz, frente por frente a la calle de Pontejos, y sus escaparates serían de seguro los más vistosos y elegantes de Madrid. Inauguración, el 1º de Setiembre. Samaniego estaba en París haciendo compras, y en la fecha a que esto se refiere, ya empezaban a venir algunas cajas. En la tienda provisional, que estaba próxima a la definitiva, había ya mucho trabajo. Aurora, al frente de una graciosa pléyade de oficiales habilísimas, estaba disponiendo las piezas-modelo que se habían de presentar en los primeros días, como muestras de las ricas confecciones de la casa. De sol a sol vivía entre oleadas de batista con espuma de encajes riquísimos, cortando y probando, puntada aquí, tijeretazo allá, gobernando su hato de cosedoras con tanta inteligencia como autoridad.
Por las noches, cuando llegaba a su casa, rendida, su madre gustaba de que estuvieran presentes doña Lupe, Fortunata o las demás amigas, para dar rienda suelta a su vanidad. En cuanto la veía entrar, se le iluminaba el rostro, y ya no se hablaba más que del establecimiento nuevo, y de las cosas no vistas que en él admiraría el Madrid elegante. Las cuatro mujeres no paraban el pico hasta las doce, y por eso Ballester, aquella noche, al ver que se armaba el nublado de ropa blanca, cogió por un brazo a Maxi y le dijo: «Nosotros nos vamos a ver una piececita en Variedades». Dicho se está que Olimpia, no participando de la presunción ni del entusiasmo mercantil de su mamá, seguía posada en el antepecho del balcón del gabinete, viendo pasar la sombra melancólica del aburrido Aristarco, y arrojándole desde arriba alguna palabrilla, para que endulzara el plantón.
«Estarás muy cansada, siéntatedecía doña Casta a su hija, armando el corrillo. Cómo va eso?».
Hoy han estado probando el gas en la nueva tienda. Será una cosa espléndida. Ya están llegando cajas de novedades, cosas, ay!, por ejemplo, tan bonitas, que en Madrid no se ha visto nada igual. Aquí no saben poner escaparates. Verán, verán el nuestro, con todo lo que hay de más lindo, para llamar la atención, y hacer que la gente se pare y entre a comprar algo. Después que entran, se les enseña más, se les hace ver esta y la otra cosa de precio, se les engatusa, y al fin caen. Los tenderos de aquí apenas tienen el arte del etalaje, y en cuanto al arte de vender, pocos lo poseen. Hay muchos que pertenecen todavía a la escuela de Estupiñá, que reñía a los que iban a comprar.
Yo creodijo doña Lupe con expresión avariciosa, que Pepe Samaniego va a hacer un gran negocio. Madrid está por explotar. Todo consiste en tener pesquis. Oh!, pues en el ramo de Farmacia, Dios mío, hay una verdadera mina. Yo estoy bregando con Maxi para que invente, para que salga por ahí con su poco de panacea. Pero nos hemos vuelto todos muy morales y muy rigoristas. Vean por qué esta nación no adelanta, y los extranjeros nos explotan llevándose todo el dinero.
Esta última frase llevó la conversación al primitivo terreno, del cual se había desviado un poco con aquello de la panacea.
«Por esodijo doña Casta, un establecimiento montado como los mejores del extranjero, no puede menos de hacerse de oro, pues habiéndolo aquí, las señoras de la grandeza no tendrán que ir a Bayona y a Biarritz a comprar la última novedad».
Aurora vestía un traje de percal, azul claro, con cinturón de cuero, y en este una gran hebilla. Su atavío era todo frescura, sencillez de obrera elegante. Fue un rato para adentro a tomarse la colación o golosina que su madre le guardaba siempre, y volvió con un platito en una mano y una cucharilla en la otra. Era compota de ciruelas lo que tomaba, con un pedazo de rosca.
«Ustedes gustan?... Pues decía que en las cajas que están ahora en la Aduana de Irún, vienen unos trajecitos de niño, de punto, que han de hacer sensación. El modelo llegó ayer en gran velocidad, y también vino un fichú del cual estamos haciendo imitaciones de clase inferior, con puntilla ordinaria. Verán, verán ustedes... Pues el faldón de bautizo, por ejemplo, que estamos arreglando con encaje valenciennes, no se podrá poner menos de quinientos francos. (Aurora tenía la costumbre de contar siempre por francos). Es verdaderamente encantador. Lo traeré aquí cuando esté acabado para que lo vean ustedes».
Mejor será que vayamos nosotras alládijo doña Lupe, y así veremos y hociquearemos todo antes de que se abra al público.
Fortunata decía también algo, aunque no mucho, porque lo de la tienda no despertaba en ella gran interés. Después que apuró el platillo de la compota, volvió Aurora para adentro, y trajo unas yemas en un papel. Qué golosa era! Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta se dispuso a obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señora sus cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a gala el que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su casa. Después de traer un plato con azucarillos, fue a escanciar el precioso contenido de los botijos, pues eran varios, y en ellos graduaba la temperatura, poniéndolos o no en el balcón, Doña Lupe la ayudaba en la traída de aguas, y en tanto Aurora le pasó a Fortunata el brazo por la cintura y ambas salieron al balcón de la sala.
Cada cual se comía una yema de chocolate, y después tomaron otra de coco.
Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora se secreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolo va también con ellos».
v
Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se habían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía, y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin, con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltas hacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado, estas intimidades sólo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejos de doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas se trajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.
Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dos mujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. De pronto se echó a reír Aurora.
«Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi hermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a un crítico. Merecería en castigo casarse con él. Solamente, que como es mi hermana, no le deseo esta catástrofe».
«Vaya, que está apurado el hombredecía Fortunata, riendo también. Le hace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco... Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cuales cuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre, no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... Qué pesados son estos novios!, verdad?».
Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió a decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con ellos. Creo que van a San Juan de Luz».
Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van a San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a París».
Niñasdijo doña Casta, tocándoles en los hombros. De qué agua quieren ustedes?... Progreso o Lozoya?
Lo mismo me dareplicó Fortunata.
Toma Lozoya, y créemeinsinuó doña Lupe, con su vaso en la mano. Por más que diga esta, Progreso es un poquito salobre.
Eso va en gustos... Y también influye el hábitoarguyó Casta con la suficiencia y formalidad de un catador de vinos. Como yo me he criado bebiendo el agua de Pontejos, que es la misma que la de la Merced, que hoy llaman Progreso, toda otra agua me parece que sabe a fango.
No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente. «Si bajan ustedesdijo Rubín, las espero aquí».
Olimpiagritó Ballester. Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. Qué mala es! Tiene usted ya noticias de ella?
Yo?... Qué está usted diciendo?
Como usted se trata con autoridades...
Al decir esto pasaba el crítico junto a él.
«Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a mí por qué engañan de este modo al público».
Déjeme usted en paz... Qué tonto es usted!replicó Olimpia, y se metió para adentro.
Bajáis o no?dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en la botica, que ellas bajarían. Aurora y Fortunata se reían mirando a Ponce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva el diablo.
Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a la hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelole dijo Ballester, ofreciéndole una silla. Con las murrias de estos últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele, combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme. Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto. Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que hace falta».
Pobrecito!...exclamó Fortunata. Pero ve usted por dónde le ha dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.
Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia la señora para decirle con retintín:
«Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... Pues yo no veo lo que pasa? Leo en las caras».
Pues en la mía poco habrá leído usted.
Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de despedida... ayes de soledad...
Ay, qué majadero!Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en que no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa... a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, y francamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar la equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.
Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.
«Sí, no puedo menos de deplorarprosiguió el regente inflándose, que usted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo en el mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstante y...».
Qué disparates está usted diciendo?
Oh!, no son disparatesreplicó el farmacéutico, dando algunos pasos delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos posible. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues decía... Se va usted a enfadar?
No, hombre, qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.
Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve usted que no me muerdo la lengua.
Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.
Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...
Qué?Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de gusto... Sería como una descarga eléctrica.
Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco... preparándole, como cuando se dan malas noticias...
No tanto, no tanto...Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta medicina, no hay nada que le cure la cabeza?
Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona más cuerda y más feliz de la tierra...
Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... Dios, qué píldoras!».
Para ella?No hombre, para usted.Y de qué son?Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico.
Este Segismundo está idodijo Fortunata. Vámonos.
Yo no tomo píldoras sin saber la composiciónindicó Maxi con la mayor buena fe.
Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quieren averiguar... Y ahora se va de paseíto con su tórtola! Qué babosos... semos! Luego se queja el nene!... (tirándole de una oreja), se queja de vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.
Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.
vi
Iban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid la estación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, la sociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan de la emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, pues Maxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitación correspondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a un grado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dos mujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones se manifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.
Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, había comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos pasos. Todas las personas relacionadas con la familia de Rubín sabían la historia de la mujer de Maxi, y el dramático papel que desempeñaba en ella el señorito de Santa Cruz. Algunas, quizás, tenían conocimiento de aquella tercera salida de la aventurera al campo de su loca ilusión; pero nadie se atrevió a llevar el cuento a la de los Pavos. Esta, no obstante, lo sabía por obra del puro cálculo y de sus facultades olfatorias. Arrancose una vez a armar la gorda «para que no creapensabaque me trago sus mentiras y que estoy aquí haciendo el papamoscas». Pero Fortunata, recordando al instante las lecciones de su amigo Feijoo, trazó la raya divisoria que este le recomendara, y vino a decir en sustancia: «de aquí para allá, señora, gobierna usted; de aquí para acá, están mis cosas y en ellas no tiene usted que meterse».
No se dio por vencida la orgullosa viuda del alabardero, y volvió a la carga dos o tres veces en esta forma: «Si el pobre Maxi estuviera bueno, él te arreglara como cumple a todo hombre que se estima; pero no lo está, y tengo que tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me he dicho mil veces: 'daré el estallido o no daré el estallido?'. En la situación de ese pobrecito, mi estallido sería su muerte. Por eso me contengo y me trago todo el veneno. Ves?, mi cabeza se está llenando de canas desde que veo estas ignominias sin poderlas remediar...».
Fortunata volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Esta escena ocurría en el gabinete, hallándose las dos cosiendo sus trajes de verano.
«Después de lo que pasó en Noviembre del año pasadoprosiguió la viuda con serenidad que espantaba, después de tu enmienda verdadera o falsa; después que se te perdonó (y por mi voto no se te habría perdonado); después que echamos tierra al horrible crimen, me parece que estabas obligada a portarte de otra manera. No vengas ahora con lagrimitas que han de parecer de hipocresía. Porque yo digo una cosa. Óyeme atentamente».
Doña Lupe dejó la costura y se preparó a hablar, como los oradores de profesión. «Yo me pongo en el caso de una mujer que siente una pasión antigua, con raigones muy hondos y que no se pueden arrancar. Hay casos, y verdaderamente, esto es para mirarlo despacio. Pues si tú hubieras venido a mí y me hubieras dicho: 'Tía, esto me pasa. Me persiguen; yo no sé si podré defenderme; soy débil; ayúdeme usted...'. Oh!, la cosa variaba mucho. Porque yo te habría dirigido, yo te habría dado fortaleza, consuelo... Pero no; se te antoja campar por tus respetos, y hacer y acontecer, como una mozuela sin juicio... Eso es un disparate: ahí tienes, ahí tienes el motivo de todas tus desgracias al no contar para nada con las personas que deben guiarte. Total; que cuando acudas pidiendo socorro ya será tarde, y esas personas te dirán: 'Entiéndete ahora, húndete, y cúbrete de vergüenza y date a los demonios'».
Pronunciada esta elocuente filípica, continuó la señora un buen espacio de tiempo dando resoplidos, y Fortunata no levantaba los ojos de su costura. Discurría sobre la extrañeza de aquellos conceptos de la viuda, que parecía dispuesta a ciertos temperamentos indulgentes en caso de que se la consultara, y de que se la tuviera por dispensadora infalible de protección y por sancionadora de las acciones. «Esta mujer quiere ser el Papapensaba, y con tal que la hagan Papa, se aviene a todo. Pero lo que es por mí...». A Fortunata le repugnaba la moral despótica de doña Lupe, en la cual entrevía más soberbia que rectitud, o una rectitud adaptada jesuíticamente a la soberbia. No se conformaba esto con las ideas absolutas de la joven criminal. Ella quería para sus actos la absolución completa o la completa condenación. Infierno o Cielo, y nada más. Tenía su idea y para nada necesitaba de consejos ni de la protección de nadie. Se las componía sola mucho mejor, y cualquiera que fuese su cruz, no le hacía falta Cirineo. Sus acciones eran decisivas, rectilíneas, iba a ellas disparada como proyectil que sale del cañón.
Enterada doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía, de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono menos catilinario que los anteriores.
Era aquella señora esencialmente gubernamental y edificaba siempre sobre la base sólida de los hechos consumados todos sus planes y raciocinios. «Mira tú por dónde podríamos llegar a entendernosle dijo una tarde que la volvió a coger a mano para el caso. He sabido que la persona que te trae dislocada no está ya en Madrid. Qué mejor ocasión quieres para emprender la reforma de tu estado interior, que está como una casa en ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No debiera hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las flaquezas humanas. Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo que en cosas tan delicadas se debe proceder con cierto ten con ten. Habrías de empezar por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta los menores detalles, entiéndelo bien, hasta los menores detalles; por ponerme al tanto de lo que piensas, de lo que sientes, de las tentaciones que te dan por la mañana, por la tarde y por la noche; en fin, habías de declarar todos, toditos los síntomas de esa maldita enfermedad, y darme palabra de hacer cuanto yo te mandare». Hablaba, pues, la viuda como si tuviera en el bolsillo las recetas para todos los casos patológicos del alma.
Por cumplir, más que por gusto, Fortunata tuvo la condescendencia de decir algo, reservando, como es natural lo más delicado. Doña Lupe se entusiasmó tanto con aquella muestra de sumisión, que hizo gala de sus facultades profesionales, y terminó así: «Te aseguro que si me obedeces, te quitaré eso de la cabeza y serás lo que no eres, un modelo de mujeres casadas. Por de pronto, me comprometo a que no vuelvas a caer, aun en el caso de que se te tendiera el lazo otra vez. Vaya, con el caballerito! Es cosa de dar parte a la policía. Tú déjate llevar; pon el pleito en mis manos, déjame a mí... y verás. Apuestas a que me planto un día en casa de doña Bárbara y le canto clarito? Tú no sabes quién soy, tú no me conoces. Y has sido tan tonta que no has querido valerte de mí...! Bien merecido tienes lo que te pasa. Pues lo que es ahora, que quieras que no, tomo cartas en el asunto... Has de concluir por adorarme como se adora a una madre».
Y al finalizar estaba doña Lupe radiante. Casi casi se aventuró a hacer a su sobrina una maternal caricia; tales eran su gozo y satisfacción. Un pensamiento se le salía del magín a cada instante; pero lo reservaba en la hoja más escondida de su gramática parda. Ni la sombra de este pensamiento dejaba entrever a Fortunata.
Guardábalo para sí y se recreaba con él a solas. «Le habrá dado dinero?». Siempre que se hacía esta pregunta, se contestaba afirmativamente. «Tiene que haberle dado algo, quizás grandes cantidades. Pero dónde demonios las tiene? Qué hace que no me las da para que se las coloque?... Como si lo viera: es que tiene vergüenza de poner en mis manos dinero adquirido por tales medios. Esta delicadeza la honra... Y no es otra cosa; le da vergüenza de decírmelo. Pero al fin ello saldrá».
Y una tarde que el matrimonio había ido a paseo, la gran capitalista, no pudiendo enfrenar por más tiempo su curiosidad, mandó a Papitos a un recado, por quedarse sola, y con determinación admirable hizo un registro en la cómoda y baúl de Fortunata. Valiéndose del sin fin de llaves que tenía, abrió todos los cajones y revolvió en ellos cuidadosamente, esmerándose en dejar las cosas, después de bien examinadas, en la misma disposición que antes tenían. Este proceder jesuítico lo practicaba siempre que metía sus manos escudriñadoras en donde no debían estar. Busca por allí, busca por allá, y nada. Los billetes se esconden tan fácilmente, que no hay manera de encontrarlos. Pero tenía doña Lupe tan fino olfato para descubrir dinero, que estaba segura de dar con los billetes si los había. «Tendralos cosidos en la ropa?pensó. Puede ser. Esa socarrona parece que no sabe jota, y sabe más...!». En la cómoda no había nada que a dinero se pareciese, ni tampoco cartas. Algunas joyas y chucherías vio, que le parecieron recuerdo o prenda de amores; pero lo que es guano, ni el olor.
«Es muy particulargruñía la viuda, registrando el baúl, después del reconocimiento minucioso que en la cómoda hizo. Y no se comprende que siendo él tan rico y ella una pobre...!». El baúl, que sólo contenía ropas viejas, no dio tampoco nada de sí. «Pues tiene que haber algo...rezongó la señora, tiene que haber algo. En alguna parte está el escondrijo. Dinero hay, o no hay dinero en el mundo».
Cansada de su inútil escrutinio y guardando las llaves, que formaban apretado racimo, digno del arsenal de una compañía de ladrones, doña Lupe se sentó a meditar, y poniéndose una mano sobre el pecho de algodón y acariciándoselo, se rascó con los dedos de la otra la frente, allí donde principia el cabello, como quien estimula la generación de una idea, y dijo: «Pues si efectivamente no le ha dado nada, hay que reconocer que ese hombre es el mayor de los indecentes».
vii
Apretaba el calor, y las escenas que he descrito se repetían, reproduciéndose con ese amaneramiento que suele tomar la vida humana en ciertos periodos, cual fatigado artista que descuida la renovación de la forma. Los paseítos por la noche para tomar el tranvía del barrio; las excursiones a algún teatro de verano; las tertulias en casa de Samaniego o de Rubín; las garatusas del crítico en la calle; la romántica figura de Olimpia colgada en el balcón como una muestra o insignia que dijera: «aquí se ama por lo fino»; las extravagancias de Ballester; los espasmos de Maxi, todo continuaba repitiéndose de día en día con regularidad de programa.
En Agosto ocurrió algo que no estaba en los papeles, y fue del modo siguiente. Una mañana fue Torquemada a ver a doña Lupe para tratar de negocios. Con su traje de verano, tenía el buen D. Francisco aspecto semejante al de los militares que vienen de Cuba, pues a más del trajecito azul, se había encasquetado un sombrero de paja de ala ancha. Su camisa, de rayas coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos; y para recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una parte a otra del pecho. Los pantalones eran tan cortos, que al sentarse se le veía media pierna. Allí venía bien decir que el difunto era más chico. Todo ello parecía prendas heredadas, o venidas a su poder por embargo judicial, o cogidas a algún filibustero. Servíale el sombrero de abanico, cuando estaba en visita, con la ventaja de que las personas circunstantes participaban de la ventilación que daba aquella prenda tropical tan bien manejada.
Un rato llevaban de interesante conferencia, cuando sonó la campanilla, y a poco entró Maxi en el gabinete, que era donde su tía y don Francisco estaban. Fortunata estaba planchando. En cuanto vio llegar a su marido, fue a ver qué se le ofrecía, pues algo desusado debía de ser. A tal hora, las diez de la mañana, no venía jamás a casa el pobre chico. Echándose un pañuelo por los hombros, porque el calor de la plancha la obligaba a estar al fresco, pasó al gabinete. Lo mismo ella que su tía se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a D. Francisco advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma. «Hola, D. Paco; yo bien, y usted?... Y doña Silvia y Rufinita, siguen tomando los baños del Manzanares?». Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al temperamento y a la timidez de Maxi.
«Qué traes por aquí a esta hora?» le preguntó su tía, disimulando su sorpresa.
Fortunata le examinaba atentamente, sentada lejos del grupo principal, en una silla próxima a la puerta de la alcoba de doña Lupe. Él no se sentó, y después de aquel saludo tan campechano que le echó al usurero, se puso de espaldas al balcón con las manos en los bolsillos, mirando a todos como quien espera recibir felicitaciones. «Pues nadadijo, que estoy de enhorabuena».
Qué, te ha caído la lotería?
No es eso... Para qué quiero yo loterías? Ni falta... Es mucho más que eso, porque he encontrado lo que buscaba. Ya le dije a usted que estaba pensando, que sólo me faltaba una fórmula para completar...
La combinación!... Pues qué, has encontrado la panacea?expresó la tía con incredulidad.
No es mal nombre si usted se lo quiere dardijo el pobre chico, exaltándose más a cada palabra. De pan, que significa todo... y akos que es lo mismo que decir remedio. Que lo sana y purifica todo, vamos...
Gracias a Dios que haces algo de provecho!declaró doña Lupe, recelosa, observando las miradas de Maxi, cuyo resplandor de júbilo era enteramente febril.
Anoche estuve toda la noche discurriendo muy intranquilo, los sesos como ascuas, porque al plan, mejor dicho, al sistema no le faltaba más que una fórmula para estar completo... La maldita fórmula...! Por fin, ahora, hace un ratito, se me ocurrió; di un brinco de alegría. Ballester, que no comprende esto, ni lo comprenderá nunca, se enfadó conmigo y no me quería dar papel y tinta para escribir la fórmula y dejarla consignada... Temo que se me escape, que se me vaya de la cabeza... Mi memoria es una jaula abierta, y los pájaros... pif...
Doña Lupe y Fortunata se miraron con tristeza. «Buenodijo la tía, viendo que le venía encima una nube. Tranquilízate, escribirás la fórmula, harás tu panacea, tendrá un gran éxito y ganaremos mucho dinero».
Ah!...exclamó él con la expresión que se da a toda idea de un trabajo abrumador. No crea usted... para exponer el sistema completo con claridad bastante para que todos lo comprendan, se necesita quemarse las cejas... digo! Tendré que pasar las noches de claro en claro. No importa; cuando esto empiece a correr, verán ustedes; adquiriré una reputación y una gloria tan grandes, pero tan grandes que...
Adiós mi dineromurmuró doña Lupe, y Fortunata dijo para sí algo parecido.
El problema que quedaba por resolverdijo Maxi acercándose a su tía y dando castañetazos con los dedos, era el de la emanación de las almas. De dónde emana el alma? Es parte de la sustancia divina, que se encarna con la vida y se desencarna con la muerte para volver a su origen?... o es una creación accidental hecha por Dios, subsistiendo siempre impersonal? Aquí estaba el intríngulis.
Doña Lupe dio un gran suspiro, mirando a D. Francisco que guiñaba los ojos de una manera entre burlesca y compasiva.
«Hijo, por Dios!dijo Fortunata acercándose, no discurras esas cosas que dan dolor de cabeza... Sí, está muy bien; pero todo lo que hay que averiguar sobre esto, está ya averiguado... No te calientes la cabeza».
Querida mía (rechazándola con dulzura y tomando un tonillo enfático), si en este via crucis de trabajos y persecuciones que me espera; si en el camino doloroso y glorioso de este apostolado, no me quieres acompañar tú, lo sentiré por ti más que por mí; pero tú al fin vendrás. Cómo no, si eres pecadora, y para los pecadores, para su redención y para su salvación es para lo que yo pienso lo que pienso y propongo lo que propongo?
Fortunata volvió a la apartada silla en que antes estuvo, y doña Lupe, después de llevarse las manos a la cabeza, hizo un gesto de conformidad cristiana. Le faltaba poco para echarse a llorar. En este punto creyó oportuno Torquemada intervenir, con esperanza de que sus discretas razones enderezaran el torcido intellectus del desdichado joven. «Mire usted, amigo Maximiliano, yo creo que todo lo que debemos saber sobre eso, ya nos lo han enseñado. Y lo que no, más vale que no lo sepamos... porque el mucho apurar las cosas le quita a uno la fe. Esta vida no es más que un mediano pasar: así lo encontramos y así lo hemos de dejar; y por mucho que miremos para el Cielo no ha de caer el maná... «Ganarás el pan con el sudor de tu frente», dijo quien dijo, y no hay más. Qué saca usted de ponerse a cavilar sobre si el alma es esto o aquello? Si al fin nos hemos de morir... Tengamos la conciencia tranquila; no hagamos cosas malas, y ruede la bola... y no temamos el materialismo de la muerte; que al fin polvo somos, y...».
Basta, no siga usteddijo Maxi, ceñudo, cortándole el discurso. Si usted es materialista, nunca nos entenderemos.
No, si lo que yo digo es que el alma tiene el pago que merece, y como el cuerpo no es más que a la manera de un cascarón, cuando este se pudre, a mí no me asusta el materialismo de hacerse uno polvo.
Ya... comprendidodijo el otro con mayor exaltación, y acentuando la contrariedad que experimentaba. Usted es de la escuela de mi hermano Juan Pablo: fuerza y materia. Ya discutiremos eso. Yo expondré mi doctrina; que exponga Juan Pablo la suya, y veremos quién se lleva tras sí a la señora humanidad.
Diciendo esto giró sobre un tacón, y rápidamente salió, marchándose a su cuarto. Su mujer fue tras él muy afligida. Maxi se sentó en la mesilla en que tenía algunos libros y recado de escribir. Apoyando la mano en el hombro de él, su mujer miró los garrapatos que trazaba con febril mano sobre un papel.
«Ved aquí fijados los puntos capitalesbalbucía él, escribiendo. Solidaridad de sustancia espiritual. La encarnación es un estado penitenciario o de prueba. La muerte es la liberación, el indulto o sea la vida verdadera. Procuremos obtenerla pronto...».
Chico, descansa ahora un ratitodíjole su esposa, tratando de quitarle la pluma de la mano. Bastante has trabajado hoy con esos cálculos tan difíciles... Mañana seguirás... No, no creas que me parece mal; yo te ayudaré a pensar... hablaremos de esto. Yo también discurro.
Contra lo que esperaba, Maxi no se irritó. Tenía su semblante expresión seráfica; sus modales eran suaves y más parecía un iluminado antiguo, cuya demencia se elaboraba en la soledad claustral, que el insensato de estos tiempos, educado para el manicomio en los febriles apetitos de la sociedad presente.
«Tú también discurresle dijo con dulzura. Lo sé, tú piensas, porque sientes; tú me comprendes, porque amas. Has pecado, has padecido; pecar y padecer son dos aspectos de una misma cosa; por consiguiente, tienes el sentimiento de la liberación... Usando una parábola, te escuece en las muñecas el grillete de la vida».
Fortunata se quedó en ayunas de toda esta cantinela, pero por no contrariarle, respondía que sí. «Lo que es por padecer no ha de quedar, porque toda mi vida ha sido un puro suplicio... Pero ahora no te ocupes más de eso».
Doña Lupe miraba por el hueco de la puerta entornada.
«Tú me ayudarásprosiguió Maxi con ráfagas de inspiración religiosa en sus ojos encandilados, tú me ayudarás a propagar esta gran doctrina, resultado de tantas cavilaciones, y que no habría llegado a ser completamente mía sin el auxilio del Cielo. El gran misterio de la revelación se ha renovado en mí. Lo que sé, lo sé porque me lo ha dicho quien todo se lo sabe».
Observando entonces que su tía le miraba, extendió la mano para llamarla, y le dijo: «Tía, pase usted... Aquí no hablamos en secreto. También usted será conmigo en la inmensa... en la inmensa y dolorosa propaganda... Por cierto que no me explico, que no sé cómo ustedes dejan entrar aquí a ese materialista...».
Don Francisco...!, hijo, pues qué mal puede hacerte?
Mucho, tía, mucho, porque todos los de esa infame secta no me pueden ver ni pintado, y si ese hombre sigue entrando en esta casa con tanta confianza, podría intentar el descrédito de mi sistema, robándome antes mi honor.
Y miraba a Fortunata como para buscar en su rostro la aseveración o apoyo de lo que decía. Ella lo comprendió. «Tiene razón, tía... ese materialista que no entre más aquí».
Pues no entrará, hijo, no entrará... Vaya. Yo le diré que se largue con su materialismo a los infiernos.
Te sientes bien? Quieres tomar algo?le dijo su mujer con cariño.
Me siento tan bien como nunca me he sentido, créanmelo (demostrando en su tono y semblante la placidez de su alma). Desde que di con la tan rebuscada fórmula, paréceme que soy otro... Antes mi vida era un martirio, ahora no me cambio por nadie. No me duele nada, me siento bien, y para colmo de felicidad no tengo ganas de comer ni de dormir...
Pues es preciso que tomes algo.No lo necesito... créanmelo. Verán cómo no lo necesito. Si soy otro, si no tengo ya carne ni para nada la quiero. No tengo más que el esqueleto, y él se basta para llevar el alma.
A Fortunata se le humedecieron los ojos. Poco después, cuando salió un instante, encontró a doña Lupe lloriqueando. «Está perdidole dijo la señora de Jáuregui, enteramente perdido... Ya esto no tiene soldadura».
viii
Aquella tarde pasaron las dos pobres mujeres ratos muy malos. Quedose él como aletargado en el sofá de la alcoba, más propiamente en éxtasis, porque tenía los ojos abiertos, y no parecía enterarse de nada de lo que a su alrededor pasaba. Fortunata tomó su costura y se le sentó al lado, esperando a ver en qué paraba aquello. Doña Lupe entraba y salía, dando suspiros y haciendo algún puchero. Al llegar la hora de comer, Maxi se despabiló un poco, resistiéndose a tomar alimento. Ellas no tenían ganas de probar bocado, y le instaban a él a que lo hiciese, empleando los más extraños medios de persuasión. Por fin, doña Lupe obtuvo resultado con este argumento: «No sé yo cómo vas a resistir esa vida de trabajos sin comer algo. Se dice de Cristo que ayunaba; pero no que estuviera días y días sin probar bocado. Al contrario, su institución fundamental, la Eucaristía, la hizo cenando...».
Con esto, Maxi se avino a tomar un plato de sopa y un poco de vino; pero de aquí no le hicieron pasar. Después parecía más exaltado. Tomándole las manos a su mujer, le dijo:
«Yo no soy más que el precursor de esta doctrina; el verdadero Mesías de ella vendrá después, vendrá pronto; ya está en camino. Quien todo se lo sabe me lo ha dicho a mí».
Fortunata no entendía palotada.
Doña Lupe mandó recado a Ballester, que fue a verle después de anochecido. No sabía vencer el farmacéutico su genio vivo y zumbón, ni mostrarse tan habilidoso como el caso exigía, y aunque Fortunata le tiraba de los faldones de la levita para que tomase un tono más contemporizador, el maldito no se podía contener: «Vaya con la que saca ahora... Pero, hombre de Dios, a usted qué le importa que el alma venga de acá o venga de allá? Qué se mete usted en el bolsillo con esto? Cree que le van a dar algo por el descubrimiento? Anteayer me dio usted la gran jaqueca con aquello de la cosa en sí... Pues pongamos que sea la cosa en no. Yo digo que esto es música pura; la cosa en sí bemol. Ah, qué tontita es la criatura y qué refistolera! Porque esto de meter las narices en la eternidad, es una cosa que a Dios le debe cargar mucho. A nadie le gusta que le estén atisbando de cerca y viendo lo que hace o deja de hacer. Por esto Dios, a todos los sobones y entrometidos que le siguen los pasos y le cuentan las arrugas, les castiga volviéndolos tontos. Conque, saque usted la consecuencia. Parece mentira que un hombre que podría ser el más feliz del mundo, casado con esta perla de Oriente y sobrino de esta tía, que es otra perla, se devane los sesos por cosas que no le importan. Si nadie se lo ha de agradecer!... En fin, que si estas señoras me autorizan, yo le curo a usted con el extracto de fresno administrado en vírgulas, uso externo, por la mañana y por la tarde».
Maxi le miraba con desdén, y el otro, viendo que sus cuchufletas no hacían el efecto de costumbre, púsose más serio y tomó por otros rumbos. Al salir, acompañado hasta la puerta por las dos señoras, les dijo: «Le voy a dar la hatchisschina, o extracto de cáñamo indiano, que es maravilloso para combatir el abatimiento del ánimo, causante de las ideas lúgubres y de la manía religiosa. Efecto inmediato. Verán ustedes... Si se le da a un anacoreta, en seguida se pone a bailar».
Como la nueva fase del trastorno de Maxi era pacífica, tía y esposa estaban en expectativa. Por las noches no se movía de la cama, y si bien es verdad que hablaba solo, hacíalo en voz baja, en el tono de los chicos que se aprenden la lección. A pesar de esto, Fortunata se ponía tan nerviosa que no podía pegar los ojos en toda la noche, durmiendo algunos ratos de día. El enfermo no iba ya a la botica, ni mostraba deseos de ir a parte alguna, pareciendo caer en profunda apatía y reconcentrar toda su existencia en el hervidero callado y recóndito de sus propias ideas. Fuera de los paseos que daba en el comedor o en la alcoba, no hacía ejercicio alguno, y después de la inapetencia de los primeros días, le entró un apetito voraz, que las dos mujeres tuvieron por buen síntoma. A la semana, manifestó deseos de salir; pero una y otra trataron de disuadirle. Estaba tranquilo, y como hablara de algo distinto de aquellas manías de la emanación del alma y de la doctrina que iba a predicar, se expresaba con seso y hasta con donaire. Poco a poco iban siendo menos los ratos de extravío, y se pasaba largas horas completamente despejado y tratando de cualquier asunto con discreta naturalidad. Fortunata hacía que le ayudase a estirar la ropa o a devanar madejas, y él se prestaba a todo con sumisión; doña Lupe solía encargarle que le arreglase alguna cuenta, y con esto se entretenía, y nadie le tuviera por dañado en la parte más fina de la máquina humana. A principios de Setiembre, habiendo llegado a estar tres días sin mentar para nada aquel galimatías del alma, las dos señoras estaban muy alegres confiando en que pasaría pronto el ramalazo. Volvieron los paseos de noche, y por fin le permitieron salir solo, y reanudó sus trabajos en la botica, cuidadosamente vigilado por Ballester.
Fortunata tenía además otros motivos de hondísima pena. Aquél no le había escrito ni una sola carta, faltando a su solemne promesa. Ingrato! Qué le costaba poner dos letras diciendo, por ejemplo: Estoy bueno y te quiero siempre? Pero nada, ni siquiera esto... Revelaba estas tristezas a su única confidente, Aurora, en aquellos ratos de charla sabrosa que las señoras mayores les permitían. La inauguración de la tienda de Samaniego, que se verificó hacia el 15 de Setiembre, tuvo a la viuda de Fenelón muy atareada en aquellos días. Pocas veces se vio en un comercio de Madrid tanto movimiento ni más claras señales de que había caído bien en la gracia y atención del público. Las novedades de exquisito gusto, traídas de París por Pepe Samaniego, atraían mucha gente, y las señoras se enracimaban y caían como las moscas en la miel. Los dependientes no tenían manos para enseñar, y Aurora estaba rendida de trabajo, porque los encargos de trousseaux y ajuares se sucedían sin interrupción. Doña Casta no estaba tranquila el día en que no iba a meter las narices en la tienda y taller, para traerle luego el cuento a doña Lupe de los encargos que había, y de lo que se estaba haciendo para la Casa Real y otras que sin ser reales tienen mucho dinero. Fortunata iba poco, por propia inspiración y también por consejo de Aurora, pues no convenía que la viesen allí las de Santa Cruz, que frecuentaban mucho el taller y tienda.
Los domingos pasaban juntas las dos amigas toda la tarde en la casa de una o de otra, y allí era el comer dulces y el contarse cositas, sentadas al balcón, viendo las idas y venidas del crítico desde la calle de los Tres Peces a la de la Magdalena. Él no tendría criterio, pero lo que es piernas...
Un domingo de los últimos de Setiembre, la Fenelón llevó a la otra una noticia importante: «Mañana vienen. Hoy ha estado Candelaria limpiando toda la casa».
Lo que Fortunata sintió era una combinación de pena y alegría que no la dejaba hablar. Porque deseando que volviese, al mismo tiempo tenía presentimientos de una nueva desgracia. Cuidado que no haberle escrito ni una sola letra, pero ni una...! Aurora convenía en que era una gran bribonada. Después que pusieron a esto los comentarios propios del caso, la de Fenelón dijo a su compinche algo más que fue oído con extraordinaria curiosidad y atención: «Creerás que se me ha metido una cosa en la cabeza?... Ello no será; pero bien podría ser. Ayer estuvo doña Guillermina en la tienda. Pepe le había ofrecido una cantidad para su obra, si salía bien la inauguración, y nada... que se plantó allí a cobrar... Pues hablando de la familia, dijo que el primo Moreno viene también mañana con ellos. Se fue con ellos y con ellos vuelve. Yo sé que han pasado el verano en Biarritz, y después han ido todos a París... Qué te parece a ti? El primo Manolo no viene a España más que, por ejemplo, en invierno; nunca ha venido en Setiembre. Y eso de pegarse a la familia de Santa Cruz, él, que gusta de andar siempre solo! Ello no será; pero hay tantas cosas que parece que no pueden ser y luego son! Antes de que partieran, me pareció a mí, por ciertas cosas que vi y oí, que al buen hombre le gustaba demasiado Jacinta. Si habrá algo...! A ti qué te parece?».
Fortunata estaba absorta y como lela. Le parecía increíble lo que su amiga contaba.
«Porque es muy rara esa persecución! Siempre con ellos... un hombre que no hace su nido en ninguna parte...! Yo no sé, no sé. Habrá algo?... Qué te parece a ti?».
Pues...dijo la de Rubín pensándolo mucho, a mí me parece que no.
Pues como haya algo, no se me ha de escapar, porque estoy allí, como quien dice, en mi garita de vigilancia. Desde la ventana de mi entresuelo, veo los miradores de la casa de Santa Cruz y los de Moreno. Como haya telégrafos, cuenta que les atrapo el juego... A ti qué te parece... Habrá...?
Me parece que novolvió a decir Fortunata, pensándolo cada vez más.
ix
La noticia del regreso de los de Santa Cruz, que le fue comunicada por Casta, avivó en la viuda de Jáuregui los deseos de emprender su campaña reparadora en favor de su sobrina. Cogiola muy a mano aquel día y le endilgó otra perorata: «Ahora o nunca. El enemigo en puerta. Estoy a tus órdenes, por si quieres consejos o un plan de defensa en toda regla». Dicho esto, trató de meterle los dedos en la boca para salir de dudas respecto a si había recibido o no alguna cantidad gruesa de manos de su amante.
Fortunata no apartaba los ojos de la ropa que estaba repasando. «Comprendoexpuso la señora con acento parlamentario, que tengas cortedad para confesarme ciertas cosas, y por mi parte, te soy franca: no te tengo yo por peor de lo que eres; no creo, como podrían creerlo otras personas, que tu debilidad es interesada, y que quieres a ese hombre porque es rico, y que no lo querrías si fuese pobre. No, yo no te hago ese disfavor... para que veas. Tengo la seguridad de que arrastrada y todo como eres, loca y sin pizca de juicio, tus faltas nacen del amor y no del interés; y los mismos disparates que haces por un hombre poderoso, que te da grandes cantidades, lo harías si fuera un pobre pelagatos y tuvieras que comprarle tú a él una cajetilla».
Qué está usted ahí hablando de grandes cantidades?preguntó Fortunata mirándola con sorpresa, y casi casi echándose a reír.
No, si esto no es para que me digas la cifra exacta. Cállatela... haz el favor... que ciertas cosas vale más que se queden dentro. No vayas a creerte que pretendo me entregues a mí esos capitales para colocártelos... No, ya sabrás tú manejarte bien...
Pero qué está usted diciendo... señora?...
No, yo no digo nada. Me repugnaría, puedes creerlo, manejar esos fondos.
Pero qué fondos, ni qué...? Usted está soñando.
Vaya... si pretenderás que me trague yo esa rueda de molino más grande que esta casa. Si me querrás hacer creer que no te da...!
A mí!No me hagas tan tonta...No sé de dónde ha sacado usted... Para que lo sepa de una vez: No tengo nada. Me daría si me viera en una necesidad. Me ha ofrecido... pero yo no he querido tomarlo.
Iba doña Lupe a soltarle otra andanada. «Valiente turrón te ha caído, grandísima idiota. Por no saber, no sabes ni siquiera perderte». Pero se contuvo y se tragó su ira, desahogándola después en agitado soliloquio: «No he visto otra. No tiene vergüenza, ni tampoco sentido común. Qué canalla y al mismo tiempo qué bestia! Si hubiera un Infierno para los tontos, ahí debieras ir tú de cabeza».
Maximiliano volvía lentamente a la vida regular, sin que esto quiera decir que se le quitara de la cabeza la idea aquella. Habíase transformado, y así como en las crisis hepáticas hay derrames de bilis, en aquella crisis mental parecía haberse verificado un derrame de sentimientos. No sólo era ya pacífico, sino tiernísimo, y sus afectos se habían sutilizado, como el licor que pasa por el alambique. Las fórmulas de cariño que con su tía y su mujer usaba eran extraordinariamente suaves y hasta empalagosas; se afligía cuando causaba alguna molestia, y agradeciendo mucho los cuidados que se le prodigaban, los rehuía como pudiera. Iniciábase en él cierta tendencia a imponerse privaciones y sufrimientos, y la mortificación, que antes le sublevaba, por liviana que fuese, ya le complacía. Si en la conversación, o en aquellas polémicas que con su familia tenía a las horas de comer, se le escapaba una palabra más alta que otra, luego sentía remordimientos de haberla pronunciado, y si no la recogía, pidiendo perdón de ella, era porque la timidez le ponía un freno.
Un día hubo de decirle a Papitos, porque no le había limpiado las botas: «Vaya con la chiquilla esta... Verás tú!». Y al salir de la casa sintió tal pena de haberse expresado con displicencia y ardor, que le faltaba poco para derramar una lágrima. «Cuándo se me quitará esta costumbre viciosa de ultrajar a los humildes!... Qué más da que estén las botas con o sin betún? La que debe tener lustre es el alma, no el calzado. Parece mentira que los humanos demos tal valor a estas niñerías. Injusto estuve con la pobre chiquilla! Inocente y angelical criatura! Soy un animal... Pero quién es el guapo que de estrellas abajo entiende y practica la justicia? El tenido por justo hace setenta y dos barbaridades cada día. Trabajillo cuesta el desprenderse de esta sarna moral, heredada, con la cual nace uno y con la cual vive hasta que llega la hora de la liberación».
«Qué trae usted ahí entre ceja y ceja? Saco la vara?le dijo Ballester con aquella dureza que era, según él, el más eficaz tratamiento. Porque hoy me parece que venimos muy evangelísticos. Cuidadito. Ya sabe usted cómo las gasto».
Pégueme usted. No me importale contestó Maxi, dejando el sombrero en la percha. Lo merezco, como lo merece toda persona que se enfada porque no le han limpiado las botas. Qué humanidad tan imbécil! Amigo Segismundo, qué hermosa es la muerte!
Si me vuelve usted a decir que es hermosa la muertereplicó el otro cogiendo la vara y esgrimiéndola cómicamente, le lleno el cuerpo de chichones. Decir que es guapa esa tarasca, mamarracho, más fea que el no comer! Mírela usted allí, mírela allí con esa cara que da asco... mírela, y como diga que es guapa, le pulverizo.
Señalaba a un emblema pintado en el techo de la botica, en el cual estaban, decorativamente combinados, la serpiente de Esculapio, el reloj de arena del Tiempo, un alambique, una retorta, el busto de Hipócrates y una calavera.
«Si quiere usted contemplar toda la gracia del mundo, míreme a mídijo Ballester, que dejando la vara, dio una vuelta, cogiéndose los faldones de la levita. Estoy guapo, sí o no?».
Ballester ostentaba aquel día zapatillas nuevas, estrenaba traje de lanilla de los más baratos, y se había ido a la peluquería, donde después de cardarle la caballera, se la habían rizado con tenacillas.
«Vaya, que está usted elegante» dijo Maxi, poniéndose a pesar unas dosis para píldoras.
Pues más he de estarlo mañana. Mañana se casa mi hermanita con Federico Ruiz, un chico de mucho talento. Le conoce usted? Los periódicos, que hablan constantemente de él, anteponen siempre a su nombre algún mote muy salado. Ahora le llaman el distinguido pensador. A que no le llaman a usted así, a pesar de lo mucho que piensa? Porque usted no piensa con juicio y él sí.
Por la noche estaban en la botica, además de Ballester, los dos practicantes Padilla y Rubín. Como apareciese en la acera de enfrente el célebre crítico, Segismundo se vio acometido a la ira cómica que le producía la presencia de aquel personaje de tan indudable importancia en la república de las letras. «Tengo a ese caballeritodecía, sentado en la boca del estómago... sobre todo, desde que elogió aquella obra tan mala, estrenada este invierno, diciendo que en ella se planteaba el problema, y qué sé yo qué. Veréis: Es aquel dramita moral en que se recomienda el matrimonio y las buenas costumbres; como que allí resulta que todos los solteros somos unos pillos; y porque un joven se retira tarde y se gasta algún durete en picos pardos, me le llaman monstruo y el papá le maldice... Hay una escena en que todos se desmayan, porque sale uno muy malo, que resulta ser un hombre dedicado a la ciencia, el cual dice con la mayor frescura que él no cree en Dios aunque le fusilen. Total, que cuando la vi representar, pensé que me tragaba todos los eméticos que hay en mi farmacia. La moraleja de la obra es que sin religión no hay felicidad, y por eso la pone en las nubes este ángel de Dios, que es el alcaloide de la cursilería».
Cerró la noche y Ponce se acercó para telegrafiarse con su amada. Del balcón descendía una cuerda, a la que el joven ataba un papel.
«Le manda su último artículodijo el regente a sus amigos, acechando en la puerta de la farmacia. Ahora baja la cuerda con un dulce... Como anoche, lo mismo que anoche. Veréis, veréis la broma que le tengo preparada».
Con nerviosa presteza fue a la rebotica y sacó del cajón un objeto del tamaño de una yema, blanco y de apariencia azucarada. Padilla se desternillaba de risa, y Maxi observaba con atención simpática.
«Pero es preciso que me ayudéis. Tú, Padilla, que le conoces, sales, te haces el encontradizo, le hablas de literatura dramática, le entretienes un rato volviéndole la cara para allá; y entretanto, yo, con muchísimo disimulo, me escurro pegado a la pared, en el momento en que baja el bramante con el dulce. Quito la yema, sabes?... y pongo esta. La hice anoche. Es estricnina, a la dosis que se echa a los perros, bien neutralizado el sabor con regaliz, y forrada de azúcar. Se la come y revienta como un triquitraque».
Padilla se partía de risa, y Maxi lo tomaba a broma.
«Hombre, matarle nodijo Padilla. Si la hubieras hecho de jalapa, escamonea o cosa así...».
No, chico; si yo lo que quiero es que reviente... Iré a presidio... me pierdo. Y qué? No se la perdono... Ultrajar a los hombres de ciencia y a los solteros!
Llevando su broma hasta el fin, Ballester porfiaba que la yema era venenosa; mas como el otro rechazara la complicidad en aquel homicidio, diose a partido el exaltado boticario, diciendo que la pelotilla era de azúcar con aceite de croto, que es el derivativo drástico por excelencia. Maxi, que le había ayudado a hacerla, se sonreía. Como en estos dimes y diretes se pasó bastante tiempo, cuando Ballester quiso poner en ejecución la chuscada, ya había bajado el hilo con una yema de coco, y el crítico se la estaba comiendo. El otro se consoló pensando que otra noche consumaría su trágica venganza. «Él se la tiene que comer...dijo guardando la bola. Como me llamo Segismundo, se la tiene que tragar, y entonces diré como mi tocayo: 'Vive Dios que pudo ser!'».
x
Aquella noche, cuando Maxi subió a comer, encontró a su mujer un poco enferma. Le dolía la cabeza y tenía náuseas. Doña Lupe, que la estaba observando siempre, veía en su mal un pretexto para esconder de la familia los pesares que la consumían. «Lo que tú tienespensaba, es el afán de volver al reclamo. Estás luchando contigo misma. Quieres ir y no te determinas». Algo de esto debía de ser, pues Fortunata se metió en su alcoba, resistiéndose a tomar alimento. Maximiliano no le instaba a que comiera, pues aquella actitud de su mujer tomábala él por querencia de privaciones, por iniciación del aniquilamiento, o apetito de muerte y liberación. Doña Lupe, fatigada de lidiar con tanta insensatez de una y otra parte, se retiró, dejándoles solos y diciendo: «Haced lo que queráis. Allá os arregléis a vuestro gusto. Yo estoy rendida». Comió sola, y con Papitos les mandaba de algún plato, que volvía casi intacto. Después entró un instante en la alcoba para preguntarles qué tal estaban, y se fue a descansar. «No puedo resistir más esta vida de perrosdecía. Dios tenga compasión de mí».
Fortunata habría deseado que su marido se durmiese y la dejase en paz. Pero no parecía él dispuesto a hacerle el gusto en esto. Presentábase aquella noche bastante locuaz, lo que la disgustó mucho, pues pocas veces se había sentido con menos ganas de conversación. A poco de acostarse, observó que su marido, sentado frente a la mesa donde estaba la luz, sacaba del bolsillo un paquete, después otro, objetos envueltos en papeles, y los ponía frente a sí, como un hombre que se prepara a trabajar. El ligero ruido estridente que hace el papel al ser desdoblado, ruido que se acrecía con el silencio de la noche, molestaba a Fortunata atrayendo su atención. Lo primero que hizo Maxi fue sacar de un envoltorio de regular tamaño multitud de paquetes chicos muy bien doblados, como los que en Farmacia se llaman papeletas, forma en que se dividen y expenden las dosis de las medicinas en polvo. Pero después vio la joven que desliaba otro paquete de forma larga y... Ay, Dios mío, era un cuchillo!... Lo estuvo él contemplando un rato por un lado y por otro, y acercaba la yema del dedo a la punta como para probar si era bien aguda. La esposa sintió sudor frío en todo su cuerpo... No pudo contenerse, y como si despertase a un durmiente para librarle de los fingidos horrores de angustiosa pesadilla, le dijo... «Maxi, hijo, qué haces?». Él la miró con gran tranquilidad.
«Yo creí que dormías. No tienes sueño? Pues charlaremos de cosas agradables».
Como quieras. Pero más vale que te acuestes, y dejes las cosas agradables para mañana.
No... de seguro que te gustará lo que voy a decirte. Espera un poco.
Recogió todos sus paquetes y el cuchillo, y trasladándose a la silla que estaba junto a la cama, lo puso todo sobre la mesa de noche.
«Ajajá... Ahora verásdijo sonriendo cariñosamente, como el que se dispone a dar a la persona amada la sorpresa de un regalito. Esto, ya lo ves: es un puñal».
Fortunata se estremeció como si la hoja fría le tocara las carnes, y se puso a dar diente con diente.
«Lo compré hoy en la tienda de espadas de la calle de Cañizares. Aquí dice: Toledo, 1873. Es bonito, verdad? Hace días que vengo pensando en cuál es la mejor manera de hacerle al alma el gran favor de mandarla para el otro barrio. A ti que te parece? No decido nada sin tu consejo; y lo que tú prefieras, eso preferiré yo».
La infeliz mujer estaba tan medrosa, que apenas podía hablar.
«Guarda eso, por Dios... Mira que me da mucho miedo».
Miedo!exclamó él con asombro y desconsuelo. Pues yo creí que habría conseguido infundirte mi idea y que ya mi idea te era familiar. Miedo a la muerte!, es decir, miedo a la libertad y amor al calabozo! Ahora salimos con eso? Si lo primero, mil veces te lo he dicho, es mirar a la muerte como el fin de los padecimientos, como miran a la playa los infelices que luchan con las olas, agarrados a un madero.
No, si no tengo miedodijo ella con deseos de tranquilizarle, porque observó que se exaltaba. Pero es que... esas cosas, más vale dejarlas para de día. Ahora, a dormir.
Dormir!... Ahí tienes otra tontería. Dormir, y qué saca uno de dormir? Pues embrutecerse, olvidarse de lo principal, que es el desprendimiento y la evasión. Querida mía, o estás conmigo o estás contra mí; decídete pronto. Estás dispuesta a tomar la llave de la puerta y escaparte conmigo? Sí? Pues lo primero es no tener horror a la muerte, que es la puerta, estar siempre mirándola, y prepararse para salir por ella cuando llegue la hora feliz de la liberación.
Fortunata se arropó bien, porque le había entrado más frío. Ay qué miedo tan grande!
«El momento de la liberación es aquel en que uno se considera suficientemente purificado para apechugar con el paso de un mundo a otro, y dar ese paso por sí mismo. Las religiones dominantes prohíben el suicidio. Qué tontas son! La mía lo ordena. Es el sacramento, es la suprema alianza con la divinidad... Bueno; pues las personas que por medio de la anulación social, y cultivando la vida interior, llegan a purificarse, comprenden por su propio sentido cuándo llega el momento de tomar el portante. La liberación no debiera llamarse suicidio. La expresión mejor es esta: matar a la bestia carcelera. Llega un momento en que el alma no puede ya aguantar la esclavitud, y es preciso soltarse. Cómo? Mira».
Fortunata tiritaba, discurriendo si se levantaría para llamar a doña Lupe.
«Esto es un puñal... bien afilado... Hay que tener en cuenta que la bestia se defiende, por muy decaída que esté. La carne es carne, y mientras tenga vida hace la gracia de doler. Por eso conviene que la liberación sea con el menor dolor posible, porque la misma alma, con toda su fortaleza, se amilana, siente lástima de la bestia carcelera e intercede por ella. Tú fíjate bien, y si el arma blanca no te gusta, me lo dices con franqueza. Prefieres el arma de fuego? Pueden fallar los tiros, y entonces el alma se impacienta; suele suceder que la bala no toma la dirección conveniente y queda la bestia a medio matar con medio cuerpo muerto y medio cuerpo vivo. Por eso yo te traigo aquí los medios tóxicos, que son callados y seguros».
Empezó a mostrar aquellas papeletas tan bien hechas y bien dobladas, sobre las cuales había escrito con clarísima letra el nombre de cada droga. Mirábalas Fortunata con indecible terror, y se tapaba la nariz y la boca, temerosa de que, respirando tales ingredientes, pudiera envenenarse.
«Vete enterando. Esta sustancia que ves aquí, blanca y en cristalitos, es la estricnina... Muerte segura y tetánica, y que produce muchas angustias, por lo cual no te la recomiendo. La atropina es esta, y esta la cicutina. Ves?, polvos blancos. La citutina tiene una ventaja, y es que con ella se liberó el señor de Sócrates, lo que la hace venerable. Ambos son venenos virosos, es a saber, que se queda uno dormido y en sueños se acaba. Pero yo me pregunto: En las tinieblas del sueño, no producirán los pataleos de la bestia horribles martirios? Qué te parece a ti? Preferiremos la digitalina, que mata por asfixia? O nos fijaremos en los mercuriales? Míralos aquí: El ioduro de Mercurio, rojo; el cianuro de Mercurio, blanco. También tengo un preparado de fósforo, que mata por envenenamiento de la sangre. Pero lo bueno está aquí, míralo; el verdadero ojo de boticario, la bendición de Dios. Esto sí que mata, y pronto. Ves este polvo gris? Es la gelsemina, la maravilla de la toxicación. La bestia se estremece sólo de verla; porque sabe que con esto no hay bromas. Muerte instantánea».
Basta, bastadijo Fortunata, que ya no podía resistir más. Si no guardas todo eso, me levanto y me voy.
Él la miró con semblante en que se pintaban un desconsuelo siniestro y un asombro compasivo. Esta mirada le aumentó a ella el miedo, y comprendiendo que era forzoso disimularlo, acariciándole la manía para evitar cualquier barbaridad, le dijo:
«Todo está muy bien... yo comprendo... Claro, la bestia hay que matarla. Pero si quieres que yo te quiera, ha de ser con condición de que no me traigas acá venenos...».
Ah!, corriente... Si prefieres las armas de fuego... Pero en este caso hay que ejercitarse. Preciso es que mueras primero tú, después yo... Y si me falla el tiro y me quedo vivo y viene gente y me sujetan...?
No, hijo no; cada cual coge una pistola, y apunta uno para el otro como en los desafíos... Se da la señal, pum!, y ya verás cómo quedan las dos bestias.
Maximiliano meditaba. «No me parece muy practicable tu solución».
Sí, chico, sí, te digo que sí. Hazme el favor de coger todos esos polvos y tirarlos por la ventana al patio. No, mejor será que los envuelvas en un paquete y me los des; yo los guardaré. Te prometo guardarlos. Pero qué, desconfías de mí?... Gracias, hombre.
De veras que desconfiaba, porque cuando ella extendió sus manos para coger las papeletas, acudió él a defenderlas como se defiende una propiedad sagrada. «Tate, tate; déjame esto aquí. Yo lo guardaré...».
Bueno, mételo en el cajón de la mesa de noche, y también el cuchillito. Yo te prometo no tocarlo.
Me lo juras?Te lo juro... No parece sino que yo te he engañado alguna vez. Qué cosas tienes!... Pero te has de acostar...
Si no tengo sueño, a Dios gracias. Cuando duermo algo, sueño que soy hombre, es decir, que la bestia me amarra, me azota y hace de mí lo que le da la gana... Infame carcelero!
Impaciente, Fortunata se lanzó a las determinaciones que exigen los casos graves. Echose de la cama tal como estaba, y casi a la fuerza, mezclando los cariños con la autoridad, como se hace con los niños, le hizo acostar. Quitole la ropa, le cogió en brazos, y después de meterle en la cama, se abrazó a él sujetándole y arrullándole hasta que se adormeciera. Decíale mil disparates referentes a aquello de la liberación, de la hermosura de la muerte y de lo buena que es la matanza de la bestia carcelera. «A cada bestia le llega su San Martín» repetía, con otras frases que habrían sido humorísticas, si las circunstancias no las hicieran lúgubres.
Ella durmió muy poco. Al amanecer, viéndole en profundo letargo, levantose cautelosamente y echó mano al puñal y las papeletas. Escondido el primero, vació todo el contenido de las segundas en un periódico, metiéndolo todo revuelto en un cucurucho para llevárselo a Ballester. Con ayuda de doña Lupe, que se horripilaba oyendo contar el paso de la noche anterior, pusieron en cada papelillo cantidad proporcionada de sal o azúcar molida, y bien dobladitos como estaban, volvieron a meterlos en la mesa de noche. Lo primero que él hizo al despertar fue ver si le habían quitado su tesoro, y como extrañase no hallar el puñal, díjole su mujer: «El puñal lo he guardado yo... Es monísimo. Descuida, que no lo perderé. Tienes o no confianza en mí? Tocante a esos polvos, encárgate tú de guardarlos, y si el caso llega, chico, no seré yo quien les haga ascos, porque, bien mirado, para lo que sirve esta vida... Lucidas estamos; siempre penando, siempre penando! Espera que te espera, y cada día un desengaño... Te aseguro que el vivir es una broma pesada».
Dame un abrazole dijo Maxi arrojándose a ella medio vestido. Así te quiero. Tú has padecido, tú has pecado... luego eres mía.
Y como en aquel momento entrara su tía trayéndole el chocolate, se fue hacia ella, en pernetas, con intento de abrazarla, diciéndole:
También usted ha padecido, también usted ha pecado, querida tía.
Pecar yo!...Y es usted de mi tanda.Todo lo que quieras, con tal que te tomes ahora este chocolatito.
Lo tomaré, lo tomaré, aunque no tengo apetito. Venga... Por aquello de cumplir.
Dices bien; una cosa es enamorarse de la muerte, y otra cumplir nuestras obligaciones mientras no llega el momentodijo doña Lupe con naturalidad. De mí te sé decir que estoy harta de la vida, pero harta, y si no he tomado ya una determinación es porque como tiene una tanto que hacer, no le queda tiempo ni para pensar en lo que le conviene. Pero ya lo arreglaremos, hijo, y a mí me tienes dispuesta a darle la morrada a la bestia cuando menos ella se lo piense. Ya no la puedo sufrir.
Tía y esposa, disimulando su tristeza, le contemplaban mientras tomó el chocolate, admiradas de que lo tomase con ganas. Las ganas teníalas la bestia, él no.
xi
A eso de las diez salió Fortunata para llevar a Ballester el paquete de sustancias venenosas. «Ahí tiene usted la que nos preparaba su amigole dijo con desabrimiento. Vaya un cuidado que tiene usted! Vea lo que llevó a casa...».
Ballester examinaba las terribles drogas... Después se puso muy serio: «Ese tonto de Padillita tiene la culpa. No sé cómo le permitió andar en esto. Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor será que no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto... Pero siéntese usted...».
Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirase su levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor a heliotropo. En todo reparó ella, demostrándolo con una sonrisa picaresca.
«Se ríe usted de lo reguapo que me he puesto hoy, verdad? Acostumbrada a verme hecho un cavador... Pues le diré: hoy se casa mi hermana con ese a quien llaman el distinguido pensador, Federico Ruiz. Voy a la boda, y esta noche le traeré a usted los dulces».
Fortunata volvió a su tema: «Es preciso tomar una determinación. Las medicinas que usted le da, no le hacen ningún efecto. Hoy hemos hablado mi tía y yo. Antes de llevarle a un manicomio, es preciso probar algún otro medicamento. No se decide usted a darle eso que decía?... no me acuerdo cómo se llama... eso que suena así como un estornudo...».
Ah!, el hatchiss... lo prepararemos. Usted manda en esta casa... es usted el ama, y me manda a mí, y si me pide una cataplasma hecha con picadillo de mi corazón, al momento se la hago.
Ya está usted con sus guasas?
Y ahora me toca a mí pedirle un favor...
Usted dirá.Esta noche traigo los dulces de la boda. Mando al segundo una parte, otra la dejo aquí para los amigos que vengan. Irá usted arriba a casa de doña Casta, o vendrá aquí?
Iremos arriba... Si paseamos, puede que entremos aquí. Según esté ese.
Bueno; esta noche ha de venir mi amigo el crítico. Padilla le invitará a entrar y le ofrecerá dulces. Quiero que se coma uno que tengo yo aquí preparado para él... No sabe usted cuánto le odio.
Fortunata, que tenía la cabeza caldeada con ideas de envenenamiento, se asustó.
«Pero qué demonios le va usted a dar a ese infeliz? Si es un buen chico».
Nada, no se asuste usted... No es más que un derivativo... La fiesta consiste en que luego le invite doña Casta a subir, y que suba...
No sea usted bruto. Si es un chico muy bueno! Me han dicho que mantiene a su madre...
Que mantiene a su madre! Pues estará lucida. Y con qué la mantiene? Con los artículos?
Le dan dos duros por cada uno. Ya ve usted. Y hace cuatro todas las semanas.
Buen pelo, buen pelo... Pero en fin, aunque mantenga a su madre y a su abuela y a toda su familia, y sea un excelente chico, yo le quiero dar esta broma inocente. Me hará usted el favor que le pido?
Cuál?No le pido a usted que me dé un beso, porque si le pidiera ese pedazo de la gloria, usted no me lo daría, y si me lo diera, al instante me tendrían que poner en manos del amigo Ezquerdo... Pues mis aspiraciones se concretan hoy, querida amiga, a que usted, si está aquí cuando entre ese niño ilustrado, le ofrezca la yema que yo tengo dispuesta. Dándosela usted no sospechará... Además, usted le dirá a doña Casta o a Aurora que le inviten a subir para que oiga tocar la pieza...
Quítese usted de ahí... Yo no me meto en esas intrigas. Pobre muchacho! Me pongo de su parte. Qué malo es usted!
Más mala es usted... En pago de su infamia le voy a dar una buena noticia.
A mí noticias?...Y tan buena que le ha de saber a usted mejor que los dulces que le enviaré esta noche... Ay!, me consuela una cosa, amiga mía; y es que si conmigo es usted ingrata, lo es también con otros. Mal de muchos...!
Qué está diciendo?
Pues que bien le pasean a usted la calle... Y la niña sin parecer por ninguna parte. El niño rompía el pescuezo mirando para los balcones, y usted atormentándole con su ausencia. Pobre señor!... toda la tarde calle arriba calle abajo...
Fortunata palideció, y con la mayor seriedad del mundo se dejó decir:
«Quién... y cuándo?...».
No se haga usted la tonta... Pues ayer tarde, cuando se retiró, iba con una cara de mal humor...! Plantón como aquel no se ha llevado nunca. Yo le miraba y me decía: «bien merecido te está... Aguántate, cachete... Todos somos iguales». Quiere usted que le dé un consejo? Pues trátele a la baqueta. Que suspire, que pasee, que le tome la medida a la calle. Toda la hiel no ha de ser para mí... Quiere que le dé otro consejo? Pues a usted le conviene un corazón como este que yo tengo aquí guardadito, virgen, créalo usted, virgen. Acéptelo, y déjese de querer a ingratos...
Fortunata se había puesto tan desasosegada, que no oía las amorosas confianzas del farmacéutico. «Abur, aburdijo levantándose. Tengo que volverme a mi casa».
Vamos a ver... Y si vuelve esta tarde, qué le digo?
Quítese usted allá...indicó ella corriendo hacia la puerta, y el otro detrás.
Qué le digo?... Porque aunque no le he hablado nunca, le hablaré, si usted me lo manda. Dígole que no parezca más por aquí?... Ay, qué mujer! Allá va como una exhalación. Está tocada, tan tocada como su marido... Todo por no enamorarse de un hombre digno, como por ejemplo... un servidor. Ah! Segismundo, paciencia. Imita a los pescadores de caña; espera, espera, que al fin ella picará.
Doña Lupe, cuando entró su sobrina bastante sofocada por haber subido muy aprisa la escalera, admirose de verla tan alegre. «Sabe Diosdijo para sí; sabe Dios por qué estarán los tiempos tan divertidos... Probablemente esta salidita, con pretexto de llevarle a Ballester los polvos, sería para verle... Él le diría que pasaba a tal hora... Y qué colorada viene! Sin duda ha habido hocicadas en el portal».
Maxi continuaba tranquilo. Más bien parecía un convaleciente que un enfermo. Estaba muy débil y no apetecía más que sentarse junto a los cristales del balcón del gabinete, contemplando con incierta mirada a los transeúntes. Esto no le hacía maldita gracia a Fortunata, porque... «si al otro le da la gana de pasar también esta tarde y Maxi le ve, se va a excitar mucho». Por tal motivo estuvo muy inquieta, y a cada instante se asomaba y volvía para adentro, tratando de que su marido se pusiese en otra parte. Pero al otro no le dio la gana de pasar aquella tarde. Lo que hizo fue mandar un recadito a su amiga, sacándola del purgatorio de incertidumbre y tristeza en que estaba. Servía de Celestina para estas comunicaciones la tía de Fortunata, Segunda Izquierdo, que en Mayo último se le había presentado, miserable y llorosa, a que le diera una limosna. Desde entonces iba todas las semanas, y su sobrina la socorría, unas veces con dinero, otras con comida sobrante o alguna prenda de vestir.
Santa Cruz la amparaba también, y ella se servía de su mendicidad para introducir en la morada de Rubín los mensajes de amor; y tan ladinamente lo hacía, que la sagaz doña Lupe no sospechaba nada. Pues aquella tarde, después de mucho tiempo de entrar allí con las manos vacías, puso en las de Fortunata una esquelita. Al fin, oh, dicha increíble!... Cuando pudo, leyó la feliz mujer el papelito, en el cual se le citaba a tal hora y a tal sitio para el día siguiente.
Por la noche fueron todos a casa de doña Casta, quien tomó por su cuenta a Maxi, prodigándole mil cuidados, ofreciéndole golosinas, y tratando de refrescarle el cerebro con una plácida disertación sobre las aguas de Madrid, y sobre las propiedades por que se distinguen las de la Acubilla, Abroñigal, y fuente de la Reina, de las de Lozoya.
La viuda de Fenelón llegó a la hora de costumbre, y a poco subió el mozo de la botica con la bandeja de dulces que mandaba Ballester. No tardaron en presentarse el señor y la señora del tercero de la derecha. Él, por una de esas ironías tan comunes en la vida, era el hombre más grave, seco y desapacible del mundo, comadrón de oficio, y se llamaba D. Francisco de Quevedo (hermano del cura castrense, Quevedo, a quien conocimos en la tertulia del café, junto con el Pater y Pedernero). Su mujer competía en elegancia con una boya de las que están ancladas en el mar para amarrar de ellas los barcos. Su paso era difícil, lento y pesado, y cuando se sentaba, no había medio de que se levantara sin ayuda. Su cara redonda semejaba farol de alcaldía o Casa de Socorro, porque era roja y parecía tener una luz por dentro; de tal modo brillaba. Pues a esta monstruosidad la llamaba Ballester doña Desdémona, por ser o haber sido Quevedo muy celoso, y con este mote la designaré, aunque su verdadero nombre era doña Petra. No tenía niños este matrimonio, y mientras D. Francisco se pasaba la vida sacando a luz los hijos del hombre, su esposa sacaba y criaba pájaros, para lo cual tenía muy buena mano. Estaba la casa llena de jaulas, y en ellas se reproducían diversas familias y especies de aves cantoras. Y para colmo de contrastes, era la señora del comadrón una mujer chistosísima, que contaba las cosas con mucha sal. En cambio, D. Francisco de Quevedo no tenía más chiste que el que podría tener un caimán.
xii
Aurora y Fortunata, después de cumplir un rato con la visita, riéndole las gracias a doña Desdémona, se fueron al balcón. La viuda tenía que contar a su amiga cosa de mucha importancia, y al instante empezó el secreto. «Ya no me queda duda. Ciertos son los toros. Sabes que el primo Moreno no sale de la tienda? Allí se va por las mañanas, y no quita los ojos del portal de Santa Cruz, acechando si entran o salen. El muy tonto, qué mal lo disimula! Parece mentira que se chifle así un hombre de su edad... porque anda ya cerca de los cincuenta; un hombre enfermo... porque los médicos dirán lo que quieran, pero el mejor día hace el crac... Y qué más prueba de su embrutecimiento que estar aquí?... Por qué no se va al extranjero como otros años? Buen pajarraco está. Ya ves; un hombre, por ejemplo, que podría haber hecho la felicidad de cualquier muchacha honrada, se ve ahora sin amor, sin familia propia, solo, triste... Ah!, le conozco bien: es un disoluto, un inmoral, un corrompido. No le gustan más que las casadas. Me lo ha dicho a mí misma... a mí me lo ha dicho».
Pero tú...?Espera, te contarédijo Aurora con cautela, asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la tertulia para acecharlas. Pues este primo Moreno, aunque pariente lejano, y más lejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba alguna vez... hará de esto trece o catorce años. Mamá le consideraba mucho, y cuando venía a casa le recibía poco menos que en palio. Tuvo mamá en un tiempo la ilusión qué tontería!, de casarme con él. Yo tenía dieciocho años, él treinta y pico. Te vas enterando?
Fortunata atendía con toda su alma.
«Quieres que te hable con franqueza? Pues a mí no me disgustaba; pero nunca me dijo nada... Tenía buena figura y unos aires de caballero como los tienen pocos... Mamá y papá hechos unos tontos con aquella esperanza... qué inocentes! Es muy lagarto ese hombre. Casarse conmigo! Sí, para mí estaba. A lo mejor, meses y meses sin parecer por aquí. Yo me acordaba de él y de cuando venía a casa; como que al verle entrar nos quedábamos todos turulatos y nos parecía que entraba por esa puerta la Divina Majestad... Pues como te digo, dejó de venir. En aquel tiempo conocí a Fenelón; fue mi novio y me pidió. Mamá tenía todavía ilusiones; papá se había curado de ellas. Nos casamos... Pues creerás que al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme la corte por lo fino?».
Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, según el interés y asombro que mostraba.
«Pues verás. Fenelón era un bendito; de estos que juzgan a todo el mundo por sí mismos, y que no ven el mal aunque se lo cuelguen de la nariz. No se enteraba de la persecución, y yo pasando la pena negra. Ay hija, qué peligro tan grande! Siempre que salía, pin!, me le encontraba. Yo no sé... parecía que me olía como los perros huelen la caza. Una tarde que llovía, me cogió y casi a la fuerza me metió en su coche. Estuve a dos dedos del abismo, casi a dedo y medio; pero no, no caí. Dios mío, qué hombre!, es absurdo».
Pero tú le querías?preguntó la de Rubín, que con la idea del querer resolvía todos los problemas.
Yo... te diré... me pasaba una cosa particular. Temblaba siempre que nos encontrábamos... le tenía miedo, y... de ti para mí, me gustaba. Pero, lo que yo digo, por qué no se casó conmigo?
Claro.Yo le hubiera querido mucho, y no le habría faltado por nada de este mundo. Pero estos hombres, qué malos son, pero qué malos! Pues verás. Me voy a Burdeos con mi marido, pasan meses y meses, llega el verano y nos vamos a pasar una corta temporada en Royan, un pueblo de baños de mar. Pues, hija, estaba yo una tarde en el muelle viendo desembarcar a los pasajeros que venían en el vaporcito de Burdeos, cuando me veo al primo Moreno. Me quedé... ay!, no te quiero decir nada.
Y tu marido estaba contigo?
No; ese es el caso. Fenelón había ido a París a hacer compras. En París estaba Moreno, le vio... y chitito callando se fue a Royan, sabiendo que me cogía sola y descuidada. Descuido fue, que aquella vez, hija, no pude zafarme como cuando la del coche... Ay!, estas cosas te las cuento a ti, porque sé que eres callada y no me has de hacer traición. Si mamá lo supiera...! En fin, que el muy tunante se divirtió todo lo que quiso, y después la del humo. Llegó el 70, y al pobrecito Fenelón le mataron esos infames prusianos. Fue un dolor... ah! por ser valiente, por empeñarse en salir en una descubierta! Era un hombre tan patriota, que por salvar a su querida Francia, habría dado él cien vidas que tuviera... Pero vamos al otro, a ese solterón estragado... Cuando enviudé, dije: «Pues ahora, si de veras le gusto...». Quia! Me le encontré en Madrid al año siguiente, y como si tal cosa. Creerás que me dijo algo de amor? Creerás que se acordaba de cumplir las promesas que me había hecho? Buen cumplimiento nos dé Dios. Hija, frialdad igual no he visto. Te aseguro, que me dan ganas, por ejemplo, de clavarle un puñal... Cierto que me ofreció lo que yo quisiera para establecerme... pero no quise tomar nada de aquellas manos. Monstruo! Cuando le dio al primo Pepe el dinero para la gran tienda, puso por condición que me había de colocar al frente de las labores... Pero no se lo agradezco, palabra de honor, no se lo agradezco...
A tu primo no le gustan más que las casadas.
Valiente tuno!dijo Fortunata moviendo la cabeza, como quien comprende tarde lo que debió de comprender antes.
Estos solterones vagabundos y ricos son así... Están viciosos, estragados, mimosos; y como se han acostumbrado a hacer su gusto, piden mediodía a catorce horas. Ahí le tienes ya, aburrido, enfermo; no sabe qué hacerse; quiere calor de familia y no le encuentra en ninguna parte. Bien merecido le está; me alegro. Que lo pague. Y para mayor desgracia, se engolosina ahora con Jacinta. Lo que a él le enciende el amor es la resistencia; y las que tienen fama de honradas, le entusiasman, y las que sobre tener fama, lo son, le vuelven loco. Con Jacinta debe de haber sostenido una guerra tremenda, sí, tremenda; pero al fin, ella se ha rendido, no te quepa duda. Yo fui Metz, que cayó demasiado pronto; y ella es Belfort, que se defiende; pero al fin cae también... Ah!, las señas son mortales. El primo va a la casa todos los días, y la acecha cuando sale, para hacerse el encontradizo... Algunas tardes no parece por la tienda. Tendrán citas? He aquí mi idea. Te juro que lo he de averiguar. Imposible que yo no lo averigüe. Aunque tuviera que perder mi colocación, aunque me quedara sin camisa que ponerme... Qué infamia! Y miren la otra, la mosquita muerta, con su cara de Niño Jesús y su fama de virtud. Sí; santidades a cuarto; véase la clase. Te aseguro que el día en que esto estalle y haya la gran tragedia, será el día más feliz de mi vida. Pues qué cree ese? Que se puede engañar, y engañar, y engañar siempre, y burlarse de los pobres maridos? Pues ya cayó otro; solamente que ahora no da con mi Fenelón, que era un santo y no sospechaba de nadie más que de los prusianos. Ahora da con un hombre templado, tu amigo, que no se conformará con esta deshonra, verdad? Te aseguro que le va a arder el pelo al tal primito con todo su mal de corazón y su extranjerismo.
Fortunata no chistó. Aquella revelación le había dejado tan atontada, cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza.
Jacinta... Jesús!.. el modelito, el ángel, la mona de Dios... Qué diría Guillermina, la obispa, empeñada en convertir a la gente y en ver la que peca y la que no peca?... Qué diría?... ja, ja, ja... Ya no había virtud! Ya no había más ley que el amor!... Ya podía ella alzar su frente! Ya no le sacarían ningún ejemplo que la confundiera y abrumara. Ya Dios las había hecho a todas iguales... para poderlas perdonar a todas.
-II-
Insomnio
-i
A las doce de un hermoso día de Octubre, D. Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por Hide Park ... digo, por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje, porque Moreno, en las perturbaciones superficiales que por aquel entonces tenía su espíritu, solía confundir las impresiones positivas con los recuerdos. Aquel día, no obstante, el cansancio que experimentaba, determinando en él un trabajo mental comparativo, permitíale apreciar bien la situación efectiva y el escenario en que estaba. «Muy mal debe andar la máquina, cuando a mitad de la calle de Alcalá ya estoy rendido. Y no he hecho más que dar la vuelta al estanque. Demonio de neurosis o lo que sea! Yo, que después de darle la vuelta a la Serpentine me iba del tirón a Cromwell road... friolera; como diez veces el paseo de hoy... yo que llegaba a mi casa dispuesto a andar otro tanto, ahora me siento fatigado a la mitad de esta condenada calle de Alcalá... Tal vez consista en estos endiablados pisos, en este repecho insoportable!... Esta es la capital de las setecientas colinas. Ah!, ya están regando esos brutos, y tengo que pasarme a la otra acera para que no me atice una ducha este salvaje con su manga de riego. 'Eso es, bestias, encharcad bien para que haya fango y paludismo...'. Pues por aquí, los barrenderos me echan encima una nube de polvo... 'Animales, respetad a la gente...'. Prefiero las duchas... En fin, que este salvajismo es lo que me tiene a mí enfermo. No se puede vivir aquí... Pues digo; otro pobre. No se puede dar un paso sin que le acosen a uno estas hordas de mendigos. Y algunos son tan insolentes!... 'Toma, toma tú también'. Como me olvide algún día de traer un bolsillo lleno de cobre, me divierto. Aquí no hay policía, ni beneficencia, ni formas, ni civilización!... Gracias a Dios que he subido el repecho. Parece la subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas, más... Qué hermosos nardos vende esta mujer! Le compraré uno... 'Deme usted un nardo. Una varita sola... Vaya, deme usted tres varitas. Cuánto? Tome usted... Abur'. Me ha robado. Aquí todos roban... Debo de parecer un San José; pero no importa... 'Yo no juego a la lotería; déjeme usted en paz'. Qué me importará a mí que sea mañana último día de billetes, ni que el número sea bonito o feo...? Se me ocurre comprar un billete, y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. Es la mujer de más suerte!... 'Venga ese décimo, niña... Sí, es bonito número. Y tú por qué andas tan sucia?'. Qué pueblo, válgame Dios, qué raza! Lo que yo le decía anteayer a D. Alfonso: 'Desengáñese Vuestra Majestad, han de pasar siglos antes de que esta nación sea presentable. A no ser que venga el cruzamiento con alguna casta del Norte, trayendo aquí madres sajonas'. Ya poco me falta. Francamente, es cosa de tomar un coche; pero no, aguántate, que pronto llegarás... Un entierro por la Puerta del Sol. No, lo que es aquí no me he de morir yo, para que no me lleven en esas horribles carrozas... Dan las doce. Allá están los cesantes mirando caer la bola. Buena bola os daría yo. Ahí viene Casa-Muñoz. Pero qué veo? Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que es absurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras. No me mira, no quiere que le salude. Realmente es muy ridícula la situación de un hombre que se tiñe, el día en que se decide a renunciar a la pintura, porque la edad lo exige o porque se convence de que nadie cree en el engaño... Allí va en un coche la duquesa de Gravelinas... No me ha visto... 'Abur Feijoo...'. Qué bajón ha dado ese hombre!... Vamos, ya entro por mi calle de Correos. Si habrá venido a almorzar mi primo... Lo que es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque me siento muy mal... Que me ausculte bien, porque este corazón parece un fuelle roto. Será esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veo yo el remedio... Pero qué verdes están las uvas, qué verdes! Los balcones tan tristes como siempre. Ah!... sale al mirador Barbarita para hablar con la rata eclesiástica... 'Adiós, adiós... vengo de dar mi paseíto... Estoy muy bien, hoy no me he cansado nada...'. Qué mentira tan grande he dicho! Me canso como nunca. Ahora, escalera de mi casa, sé benévola conmigo. Subamos... Ay, qué corazón, maldito fuelle! Despacito, tiempo hay de llegar arriba. Si no llego hoy, llegaré mañana. Seis escalones a la espalda. Dios mío, lo que falta todavía!».
Cuando llegó al principal, su hermana le esperaba en la puerta. «Te has cansado mucho?».Así, así. Dónde está Tom? Que venga.
Moreno entró en su habitación, seguido del criado. Este era inglés y le acompañaba en todos su viajes. Decía el anti-patriota que los sirvientes españoles son tan torpes que no saben ni cerrar una puerta. El suyo era de esos que hacen de la servidumbre una profesión inteligente, y se adelantan a los más insignificantes deseos de sus amos para satisfacerlos. En inglés le dijo Moreno que echase agua en uno de los búcaros que en la estancia había, para poner los nardos; y sin soltar estos de la mano se dejó caer en el sofá. Vestía el caballero americana oscura y pantalón de cuadros, sombrero de copa, y los indispensables botines blancos cubriendo las botas holgadísimas, con suelas de un dedo de grueso. «Ha venido mi primo?» preguntó a Tom dándole las flores.
El señor doctor está en la habitación de miss Guillermina.
Dígale usted que estoy aquí.
La fatiga del paseo y de la escalera le duraba aún cuando vio entrar al más simpático de los doctores, Moreno Rubio, despidiendo tufo de alegría, como un preservativo contra las tristezas de la medicina. Médico de gran saber y aplicación, había alcanzado mucha fama y tenía una clientela brillantísima.
«Hoy me vas a examinar bien...le dijo su primo. Figúrate que soy un desconocido que se te presenta en tu consulta. Déjate de bromas conmigo, y no me ocultes la verdad. Mira que te desacredito, si no lo haces así».
Bueno, hombre, descuida; te registraremos en toda reglareplicó el médico sonriendo y sentándose junto a él. Te has cansado mucho?
No me ves? También es gana de hacer preguntas. En cuanto almorcemos, me entrego a ti, como un cadáver de la sala de disección.
Pues mejor es antes (sacando la trompetilla y tornillándola).
Bueno, pues ya puedes empezar. (Quitándose la americana). Me echo en la cama? Es mejor, sí; aquí me tienes como un muerto, con las manos cruzadas.
No, extiende los brazos. Así...
El doctor abrió la camisa y aplicó un extremo de la trompeta, inclinándose para poner su oído en el otro. «No te muevas... Ahora, respira fuerte... da un suspiro, pero un suspiro grande, como los de los enamorados».
Me parece que tú estás de guasa. Pepe, por Dios, mira que esto es serio, muy serio. Llevo más de diez noches sin pegar los ojos, y tu dichoso digital no me alivia nada.
Cállate, y déjame oír...
Qué notas?... qué?
Pero ten paciencia. Aguarda... Pues esto está muy malo. Hay aquí dentro un zipizape de mil demonios.
Qué clase de ruido sientes? La sístole es demasiado fuerte y...
Algo de eso.El empuje de la corriente sanguínea...
Sí; pero prevalece un síntoma muy perro, un síntoma...
Cuál es?, dímelo. Cómo se llama?
Amor.Vaya! Llamaré otro médico. Tú no me sirves... con tus guasitas de mal gusto. Ni qué tendrá que ver...!
Pues no ha de tener que ver!dijo Moreno Rubio poniéndose serio y guardando su instrumento.
No sé qué te figuras tú. Quieres romper de un golpe la armonía del mundo espiritual con el mundo físico? Ya lo sabes; te lo he dicho mil veces. No necesito auscultarle más. Tienes desórdenes en la circulación, los cuales podrán ser muy graves si no cambias de vida.
No parece sino que hago yo la vida del perdido (levantándose y volviéndose a poner su ropa).
Haces la vida del caprichoso, que es peor. Te conviene una tranquilidad absoluta, renunciar a los deseos vehementes, a las cavilaciones que la no satisfacción de ellos te produce; viajar menos, ahogar todo apetito loco de los sentidos, renunciar a todos los excitantes malsanos; no me refiero solamente al café y al té, sino más principalmente a los excitantes imaginativos e ideales; huir de las emociones, y cortarte la coleta de banderillero, con intención de no dejártela crecer más; trazar una raya en tu vida y decir: «ni Cristo pasó de la Cruz, ni yo paso de aquí». Si tuvieras treinta o treinta y cinco años, te aconsejaría que te casaras; pero más vale que te hagas la cuenta de que por reciente providencia judicial... o divina, han desaparecido todas las mujeres que hay en el mundo, casadas, solteras y viudas...
Bah!, bah! Siempre la misma historiadijo Moreno-Isla, tomándolo a broma. Pero tú eres un médico o un confesor?
Las dos cosasafirmó el otro con serenidad y energía. Si no haces lo que te he dicho, Manolo, si no lo haces, te mueres, y pronto. De modo que ya sabes mi opinión. No vuelvas a consultarme. No sé más. He agotado mi ciencia contigo. Si hay algún colega que encuentre el medio de poner de acuerdo tus costumbres y tus pasiones con una ordenada y sana función vascular, llámalo, y entiéndete con él.
El criado anunció que el almuerzo estaba servido. «Vamos en seguidadijo el enfermo, cogiendo a su primo por el brazo. Espérate un poco, que te quiero consultar otra cosa».
Detuviéronse un instante en la habitación, y D. Manuel, poniéndole una cara muy seria, hizo a su primo esta pregunta: «Vamos a ver, sin guasa. En mi estado, sea bueno, sea malo, en mi estado presente, fíjate bien, tal como ahora estoy, podría yo tener hijos?».
Moreno Rubio soltó la carcajada.
«Hombre, no digo que no. Podrías tener una escuela de párvulos».
Quiero decir... pero respóndeme en serio... quiero decir, si tal como estoy, con la tubería descompuesta...
Ya lo creo, por poder...Eso te lo digo, porque después de eso, me decidiría a aceptar lo que propones, el retraimiento, cortar la coleta, etc...
Mira, inocente, no te cuides de aumentar la especie. Mientras menos seres humanos nazcan, mejor. Para lo que vale esta vida...
Creo lo mismo... pero a mí me gustaría tener la seguridad de que... Es un ejemplo, un por si acaso nada más. No creas que me parece mal tu plan de vida vegetativa. Yo lo adoptaría, sí señor; pero a su tiempo.
Primole dijo el otro mirándole con socarronería; si quieres hijos, haberlo pensado antes.
No, tonto, si no es que yo los quiera; ni maldita la falta que me hacen a mí chiquillos. Si esto te lo pregunto hipotéticamente. Me basta con tener conciencia de mi aptitud... Curiosidades de enfermo...
Que no vienen?dijo, presentándose en la puerta, la hermana de Moreno-Isla.
Vaya unas prisas. Ya vamos. Para la gana que uno tiene...!
Pero la tengo yo, canastosdijo el médico.
ii
Por la tarde pidió Moreno su coche y estuvo haciendo visitas hasta las siete. Comió en casa de los de Santa Cruz, y estos lo notaron sombrío, padeciendo chocantes distracciones, y tan indiferente a todo, que ni siquiera tomaba con calor la defensa de sus principios y gustos extranjeros, cuando Barbarita, por combatirle la murria, sacaba a relucir algún tema de entretenida polémica sobre este punto. Algo dijo, sin embargo, que animó la desmayada conversación de aquella noche. «Saben ustedes cuál es una de las cosas que me cargan más en España? La costumbre que tienen las criadas de ponerse a cantar cuando trabajan. Parecía natural que en mi casa me viera yo libre de este tormento. Pues no señor. Tiene mi tía Guillermina una criadita cuya boca vale por dos murgas. No vale mandarla callar. Obedece durante diez minutos, y de repente vuelve otra vez con el señor alcalde mayor. Dice que se olvida, Creánmelo ustedes. Le rompería la cabeza».
Y me quieres hacer creer que en el extranjero...! Pero Manolo...
Ah!, no, señora... esté usted segura de que si en Londres una criada se permitiera cantar, pronto la pondrían de patitas en la calle. Es que ni se les ocurre tal disparate.
Lo creo; tan sosas son.Es que esta pícara raza, que no conoce el valor del tiempo, tampoco conoce el del silencio. No podrá usted meterle en la cabeza a esta gente la idea de que la persona que se pone a pegar gritos cuando yo escribo, o cuando pienso, o cuando duermo, me roba. Es una falta de civilización como otra cualquiera. Apoderarse del silencio ajeno es como quitarle a uno una moneda del bolsillo.
Estas cosas hacían gracia, y aquella noche las rieron más, para animarle. Invitado por Juan a ir al Teatro Real, lo rehusó. Había en la casa muy poca gente, Guillermina en su rincón, D. Valeriano Ruiz Ochoa y Barbarita II. Barbarita I había concebido el loco proyecto de casar a Moreno con esta sobrina suya, que era muy mona, y comunicado el pensamiento a Jacinta, esta lo encontró de lo más insensato que se le podría ocurrir a nadie. «Pero mamá, si mi hermana no tiene más que dieciocho años, y Moreno anda ya cerca de los cincuenta, y además está enfermo!».
Cierto que hay diferencia de edadesdecía la señora riendo, pero es un gran partido. Ándate con repulgos y verás cómo le cae a tu hermana un subteniente, un oficial de la clase de quintos u otra lotería semejante. Este hombre es un buenazo muy rico, y eso que padece no es sino aburrimiento, mal de soltería, lo que los ingleses llaman esplín. Cásale, y se le quitan diez años de encima.
Jacinta no se convencía, y en cuanto a la enfermedad, su opinión era muy distinta de la de su suegra. Aquella noche le cogió por su cuenta para echarle un buen réspice. Estaban en el despacho apartados de los dos grupos de tresillistas (D. Baldomero, Ruiz Ochoa, su señora, Pepe Samaniego y otros). Barbarita II y su hermana tenían delante a Moreno, que en los primeros momentos de aquella situación, decía de dientes para adentro: «Creo que si no estuviera presente la polla, le diría algo. Me enfada esta niña con su inocencia y su cara bonita. Parece que se la pone al lado como un escudo contra mí... Es fatalidad esta; las pocas veces que la cojo sola, no adelanto nada. Si le digo cualquier reticencia delicada, se hace la tonta. Evita el encontrarse sola conmigo, y ahora trae siempre a rastras al espantajo angelical de su hermana para asustarme».
Pero qué callado está usted...observó Jacinta sonriendo. Qué?, se siente usted peor? Dice mamá, que si usted se casa se le quitarán diez años de encima. Conque, decidirse...
La fisonomía del misántropo se iluminó al oír esta peregrina receta.
«También yo lo creodijo. Vea usted; un remedio que parece tan fácil, es imposible».
Justo; como se ha concluido el género femenino... Tiene usted razón, ya no hay mujeres.
Para mí como si no las hubiera... Qué le dije a usted ayer? Ya no se acuerda. Si ya se sabe: cosa que yo le diga a usted es como si la escribiera en el agua.
De veras que se me ha olvidado. Te acuerdas tú, Bárbara?
No, si Bárbara no estaba presente.
No importa. Todo lo que usted me dice a mí, al instante voy a contárselo a mi hermana.
Sí, es usted muy cuentera. Y por qué se lo cuenta usted a su hermana?
Porque le hace gracia. Moreno no pudo disimular la profunda tristeza que se apoderaba de él.
«Pero qué tiene usted?... Esta noche le encuentro más esplinado que nunca».
No nos contaba ayer que dejó tres novias en Londres?apuntó Barbarita, que gustaba de buscarle la lengua.
Sí; pero a esas no las quieroreplicó Moreno con la ingenuidad de un niño. Y luego, revolcándose en aquella tristeza contra la cual nada podía su dominio de hombre de sociedad, se espetó otro monólogo: Ya estoy entrando en el periodo pueril... La tontería y la incapacidad me invaden... Esta mujer con su frialdad y su ironía me ha puesto el pie sobre la cabeza y me la ha aplastado, como la Virgen la de la serpiente... Ya empiezo a estar ridículo...
Por qué no le repite usted esta noche a mi hermana lo que le dijo la semana pasada?dijo Barbarita II al melancólico caballero.
Yo... que...? (asustado, como quien despierta de un sueño). Yo... no le he dicho nada.
Sí, la semana pasada, cuando fuimos a la Casa de Campo, y se puso usted a contar el cuento de aquella inglesona que le quiso pegar un tiro porque le dijo no sé qué, en un tren.
No me acuerdodijo el misántropo con todas las apariencias de un estúpido.
Este hombreindicó Jacinta, cuando tocan a olvidarse, no hay quien le gane. Me dijo usted que se casaba si yo me comprometía a buscarle la novia...
Ah!... Pues no; me desdigo, recojo la proposición. Si ha empezado usted sus trabajos, delos por inútiles. Pagaré indemnización, si es preciso.
Ya lo creo que es preciso... Poquito que había yo hecho ya. Vaya que la formalidad de usted...!
Ambas se pusieron muy serias. Notaban en Moreno palidez mortal, gran abatimiento, y un cierto olvido, extraño en él, de la atención constante que se debe prestar a las señoras cuando se platica con ellas. Jacinta se inclinó un poco hacia él, abriendo su abanico sobre las rodillas, y le dijo en tono muy cariñoso: «Amigo mío, es preciso que usted se cuide, y mire más por su salud. Esta tarde nos encontramos a Moreno Rubio en casa de Amalia, y me dijo que lo que usted padece no es nada; pero que si se descuida y no hace lo que él le manda, lo va a pasar mal. Usted no es un niño, y debe comprenderlo. Por qué no hace caso de lo que le dicen las personas que le quieren bien y que se interesan por usted?».
Moreno la miraba estático. Algunos monosílabos salieron de su boca; pero aquellos pedazos rotos de su pensamiento más bien parecían de aquiescencia que de protesta. Jacinta siguió hablándole en un tono dulce, tiernísimo, y más bien parecía una madre que una amiga.
«Cuánto nos alegraríamos de verle a usted bueno y sano, y qué fácil sería con buena voluntad!... Porque lo que usted tiene no es más que malas ideas. Así me lo dijo su primo, y viene bien esta opinión con lo que yo creía. Es lástima que teniendo todos los medios de ser feliz no lo sea. Qué le falta a usted?...».
Moreno sentía que el corazón se le hacía pedazos. «Pues no dice que qué me falta?... Si me falta todo, absolutamente todo. Ay, qué mujer!, si sigue en esta cuerda, creo que me pongo más en ridículo».
Qué le falta a usted? Nada. Si no se le pusieran en la cabeza cosas imposibles, estaría tan campante. Lo que tiene usted es mucho mimo. Es como los chiquillos.
«Ya lo creo; soy como los chiquillos!» pensaba el infeliz caballero.
Moreno Rubio lo ha dicho y tiene razón: usted tiene en su mano su salud y su vida. Si las pierde es porque quiere. Parece mentira que un hombre de su edad no sepa ponerse a las órdenes de la razón.
«La razón! Buena tía indecente está» observó D. Manuel dentro de su pensamiento.
Y sacudir las malas ideas y atemperar el espíritu; no desear lo que no se puede tener, y hacer vida ramplona, sin empeñarse en que todas las cosas se desquicien para acomodarse a su gusto y satisfacción. Qué es el esplín más que soberbia? Sí, lo que usted tiene es soberbia, el usted satánico. Estos inglesotes se figuran que el mundo se ha hecho para ellos... No, señor mío, hay que ponerse en fila y ser como los demás... Conque se cuidará usted, hará lo que le manda su primo y lo que le mande yo?... porque yo también soy médica... Otra cosa; aquí en España está usted siempre renegando y echando pestes. Esto no le gusta, pues para qué vive aquí? Por qué no se va a Inglaterra?
Ya me quiere echar... ve usted...?dijo Moreno mirando a Barbarita y esforzándose en sonreír para ocultar su turbación. Y luego quieren que no viaje.
No, no le conviene andar siempre de ceca en meca, como un viajante de comercio que va enseñando muestras. Márchese a su Londres, estese allí quietecito, muy quietecito, y si se le presenta una inglesa fresca y de buen genio, cásese, apechugue con ella, aunque sea protestante... Ay, Dios!, que no me oiga Guillermina; sí, cásese, y verá cómo se le pasan todas las murrias, tendrá niños... Me comprometo a ser madrina del primero... digo, si es que le bautizan. Y hasta madre me comprometo a ser si me le dan... le tomo, aunque esté sin cristianar. Yo le bautizaré. Pero no hay que hablar de esto. Me contento con ser madrina del primer Morenito que nazca, y le diré a mi marido que me lleve a Londres para el bautizo...
Moreno se levantó. Se sentía muy mal, y las palabras de la Delfina le excitaban extraordinariamente.
«Pero se va usted...? Se ha puesto malo? Es que no le gustan mis sermones?».
«Si no me voy, la entregopensaba el misántropo, apretando los labios.... Esta pícara me está asesinando».
Te vas, Manolo?le preguntó D. Baldomero desde el otro extremo de la habitación.
Si me echan, padrino...! Su hijita de usted me quiere desterrar.
Ay, qué pillo!... Si es todo lo contrario.
Barbarita I se adelantó, diciendo: «Extravagante, coge del brazo a la polla, y paséate un momento de aquí a mi gabinete, y de mi gabinete aquí. Te sientes mal? Eso no es más que nervios. Distráete un poquito. Bárbara, anda».
Moreno le dio el brazo a Barbarita II, y empezaron los paseos. De su conversación insustancial cogió al vuelo Jacinta algunas cláusulas, cuando la pareja, en aquel ir y venir de su estancia a otra, pasaba junto a ella. «Yo?, no... me lo puedo creer...». «Ay, qué cosas se le ocurren!... Pero qué malo es usted...!». «En cuanto vaya allá me voy a convertir al judaísmo». «Jesús!...». «Que yo tengo novio? De dónde ha sacado eso?...». «Lo apuntaré para que no se me olvide...». «No, si a mí no me gustan los pollos...».
«Si ésta fuera más listadijo la señora de Santa Cruz a su nuera, creo que le cazaba».
Pero Jacinta era muy incrédula en este particular, y miraba tristemente a la pareja cuando pasaba. Al retirase, Moreno pudo hablarle un instante sin testigos.
«Se hará lo que usted desea... Se ha de cumplir todo el programa... todo, hasta en lo que se refiere el nene. Tendrá usted su Morenito».
Jacinta observó en su mirada una expresión tan tétrica, que no pudo menos de decirse: «Está ya completamente trastornado».
Moreno salió con paso inseguro... La cabeza se le desvanecía, y al bajar la escalera tuvo que agarrarse al barandal para no caerse... «Cuando digo que me he vuelto tonto, pero tonto de remate... Ya no sé pensar. No sé adónde diablos se me ha ido la razón... Esta mujer me ha embrujado... Nada, enteramente imbécil».
iii
En la soledad de su alcoba, encontrose mi hombre más dueño de sí mismo, habiendo vencido aquella turbación inexplicable con que saliera de la casa de Santa Cruz. Despidió a su criado, después de quitarse la ropa, y envuelto en su bata se tendió en el sofá. En aquellas tristes horas engañaba el insomnio paseándose a ratos por la habitación, a ratos echado y descabezando un ligero intranquilo sueño. Acudían entonces a su memoria las acciones e imágenes de aquel día o de los anteriores, a veces las de fechas muy remotas y que no tenían relación alguna con su situación presente. Aquella noche, cosa rara, apenas salió el ayuda de cámara, Moreno se quedó profundamente dormido en el sofá, sin soñar nada; pero despertó a la media hora, no pudiendo apreciar el tiempo que su letargo durara. Al despertar huyó de tal modo el sueño de su cerebro y hallábase tan inquieto, que ni siquiera admitía como probable la idea de dormir. A la manera que el jugador saca las piezas del ajedrez y las va poniendo sobre el tablero de casillas blancas y negras, así fue sacando sus ideas. Tenía por pareja a sí mismo en aquel juego... «Adelante un peón».
«Te has lucido! Campaña como esta...! Cuánto tiempo hace que estás en España? A poco más, año completo. Y para qué? Para nada. Pobre hombre! Lo que me pareció fácil, resulta no ya difícil, sino imposible... Para más contrariedad, delante de esa bendita y maldita mujer, me convierto en el más insípido de los colegiales. Por qué es esto? Y dime otra cosa, idiota, qué tiene esa mona para que de este modo te hayas embrutecido por ella? Otras son más guapas, otras tienen más ingenio, otras hay más elegantes; y sin embargo, es el número uno, el número único. De gustarme pasa a enloquecerme, y noto en mí lo que no había notado nunca, una alegría, una tristeza... ganas de llorar, de reír, y aun de hacer el tonto delante de ella. Nada, que a los cuarenta y ocho años me sale el sarampión y la edad del pavo. Tampoco me había pasado nunca lo que me pasa ahora, cortarme, sentir que quiero ser atrevido y no puedo. Le voy a decir una galantería intencionada, y me sale una simpleza. Me infunde un respeto que jamás conocí. La sigo a Biarritz, la acompaño a París; y cuanto más la trato, más atado me veo por este maldecido respeto... Me cortaría yo este respeto como se corta una mano gangrenada. A qué viene tal respeto? Qué quiere decir esto? Sea lo que quiera, de esa mujer digo yo lo que hasta ahora no he dicho de ninguna, y es que si fuera soltera, me casaría con ella...».
Se agitó tanto, que tuvo que levantarse y ponerse a pasear. «Vaya que este mundo es una cosa divertida. Yo desgraciado; ella desgraciada, porque su marido es un ciego y desconoce la joya que posee. De estas dos desgracias podríamos hacer una felicidad, si el mundo no fuera lo que es, esclavitud de esclavitudes y toda esclavitud... Me parece que la estoy viendo cuando le dije aquello... Qué risita, qué serenidad, y qué contestación tan admirable! Me dejó pegado a la pared. Tan pegado estoy, que no he vuelto por otra, y cuando preparo algo para decírselo, anda valiente!... le digo todo lo contrario. Que se vuelva uno tan estúpido, es cosa que no me cabía en la cabeza. Ay! Dios, si me muero, y el pensamiento vive más allá de la muerte, estaré viendo toda la eternidad esta carita graciosa, con su expresión celestial, estos ojos serenos y risueños, esta cabellera oscura con ráfagas blancas que le hacen tanta gracia... esta boca, que no habla sin que me duela el alma. Pobre ángel!, su única pasión es la maternidad, sed no satisfecha, desconsuelo inmenso. Su pasión se me comunica y me abrasa; yo también quiero tener un hijo, yo también. Si me parece que le estoy viendo!, si está aquí, en los linderos de la vida, mirándome, diciéndome que le traiga, y no falta más que traerlo. Vendría si ella quisiera. Tengo la seguridad de que vendría; es una idea que se me ha clavado aquí. Y yo le digo: 'Por un niño, bien se podría dar la virtud...'. Ah!, no tener valor para decirle esto... Pero cómo?, si no hay palabra que se preste a decirlo!...».
La palpitación que sentía era tan fuerte que tuvo que sentarse. Se ahogaba. En la región cardiaca, o cerca de ella, más al centro, sentía el golpe de sangre, con duro y contundente compás. Era como si un herrero martillase junto al mismo corazón, remachando a fuego una pieza nueva que se acababa de echar.
«Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. Ay de mí!... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado? Ahora caigo en la cuenta de que no me he divertido nunca. Todas mis aventuras han sido el deseo corriendo detrás del fastidio. Y cree la gente que yo he sido un hombre feliz, que yo estoy enfermo de congestión de goces! Estúpidos!».
Sin saber cómo ni por qué, ciertas impresiones de aquel día se reprodujeron en su mente. Entre ellas la menos fugaz fue esta: Por la mañana, entrando en el Retiro, se le puso delante uno de esos pobres asquerosos que suelen pedir en los extremos de la población, y que a veces se corren hasta el centro. Era un hombre cubierto de andrajos, y que andaba con un pie y una muleta; la otra pierna era un miembro repugnante, el muslo hinchado y cubierto de costras, el pie colgando, seco, informe y sanguinolento. Mostraba aquello para excitar la compasión. Era la pierna para él su modo de vivir, su finca, su oficio, lo que para los mendigos músicos es la guitarra o el violín. Tales espectáculos indignaban a Moreno, que al verse acosado por estos industriales de la miseria humana, trinaba de ira. Pues cuando se volvía para no verle, el maldito, haciendo un quiebro con su ágil muleta, se le ponía otra vez delante, mostrándole la pierna. Al aburrido caballero se le quitaban las ganas de dar limosna, y por fin la dio para librarse de persecución tan terrorífica. Alejose del pordiosero, renegando. «Ni esto es país, ni esto es capital, ni aquí hay civilización!... Qué ganas tengo de pasar el Pirineo!».
Pues bien, aquella noche, se le representó el pobre paralítico con tanta viveza, que casi casi creía verle en su alcoba. Hubo un instante en que la alucinación de Moreno llegó a ser tan efectiva, que se incorporó, y cogiendo un libro que en la próxima silla estaba... «Mira, si no te marchas con tu pierna podrida...». Después cayó otra vez su cabeza en el sofá y se puso la mano sobre los ojos. «El infeliz se ha de buscar la vida de alguna manera. No tiene él la culpa de que no haya en esta tierra maldita establecimientos de beneficencia. Si le veo mañana, le doy un duro... Vaya si se lo doy... Qué envidia le va a tener mi tía Guillermina! Volvámonos ahora para la pared, a ver si me duermo un poco. Así; cerraré los ojos. No, mejor será que los abra, y que me figure que quiero despabilarme.
Lo que se desea no se tiene nunca. Ea, figurémonos que hago esfuerzos para no dormirme. Y para qué quiero yo dormir? Mejor es estar así, pensando uno en sus cosas. Estas rayas de papel, azules y verdes, se quiebran a distancia de veinticinco centímetros; no, de veinte. La flor gris alterna con la flor azul. Bonito dibujo. Cómo se le quedaría la cabeza al que lo inventó!... Y aquí hay una pequeña mancha... Creo que si me pusiera a mirar la luz, me dormiría más pronto, Vuelta otra vez».
Miró la luz puesta sobre la mesa central, grande, redonda y cubierta con rico tapete. La lámpara era de aceite, compuesta de dos candilones de bronce unidos por un vástago. Ambas luces tenían pantallas verdes, con añadidura de raso del mismo color, al modo de faldones que caían por una sola parte de las dos circunferencias. La claridad se esparcía por la mesa, y el resto de la habitación estaba en penumbra manchada, con verdosa pátina de tapiz viejo. Sobre la mesa había unos guantes, varios libros, dos retratos en bonitos marcos, uno de ellos del gordo Arnaiz, una papelera, juego de té de finísima porcelana, una cajita de marfil y otros objetos muy lindos. «Aquel guantedijo Moreno, que monta sobre la papelera, parece exactamente un lebrel que corre tras la caza... Qué silencio tan solemne hay ahora! El chorrear de la fuente de Pontejos, es lo que se siente siempre, y alguno que otro coche que pasa por la Puerta del Sol... Son los trasnochadores, que se retiran. Así iba yo en mi cab al salir del club de Picadilly... sólo que mi cab corría como una exhalación y estos carruajes andan poco y parece que se deshacen sobre los adoquines. Y cómo se me refrescan las memorias...! Parece que estoy mirando a aquella prójima que se me apareció una noche en Haymarket, al salir de aquel Bar... No me ha ocurrido otra...! Y cómo se parecía a esta tonta de Aurora Fenelón! Todo pasó, todo va cayendo atrás revolviéndose en la estela que deja el barco...».
De repente dio un salto, y levantándose se puso a dar paseos.
«Mañana mismo me voydijo, sí, me voy para siempre. Morirme yo aquí, para que me lleven en esos carros tan cursis! No; gracias a Dios que tomo una resolución; y lo que es esta viene fuertecilla. Me ha entrado de repente y con un empuje... No veo la hora de que amanezca para mandarle a Tom que haga el equipaje. Mañana haré mis compras. No puede uno ir de España sin llevar los regalitos de abanicos y panderetas... Ay, qué feliz me siento con esta idea que me ha dado! Irme!... Si esto debiste resolverlo hace tiempo! Para qué estás aquí, para consumirte más? Vamos, no dirá ella que no la obedezco; sus deseos son órdenes. Me ha dicho: 'Amigo mío, vete', y me voy.
Me querrá cuando me vaya? Pensará en mí...? Bien podría ser... Si se convenciera de que el amor que tiene a su marido es como echar rosas a un burro para que se las coma, si se convenciera de esto...! Pero vaya usted a esperar que se convenza. No puede ser. Quiere locamente a ese mico, y se morirá queriéndole. A mí se me figura que le desprecia y le ama: hay estos dualismos en el corazón humano. Pero yo digo: no pasará por su mente alguna vez la idea de quererme a mí? Me contentaría con esto, con que la idea hubiera pasado una vez; vamos, dos veces. Bien puede haber dicho: 'qué bueno es este Moreno!, si yo fuera su mujer, no me daría disgustos, y habríamos tenido un chiquillo, dos o más'. Quién sabe... Habrá dicho esto alguna vez? No sé por qué me figuro que sí lo ha dicho. Qué sé yo... dentro de mí anida este convencimiento como un germen de esperanza, como una semilla que está dentro de la tierra y que no ha brotado pero que vive... Si me constara que ella se ha dicho esto, yo al verla tan religiosa, me volvería el hombre más católico del mundo... Por agradarle, cuántas funciones y misas había de costear yo! Y no haría esto con hipocresía, porque amándola, vendría la fe, la fe, sí, que se ha ido yo no sé adónde... Creo que ya amanece. No tengo sueño, ni lo tendré más. Mañana me voy, y me iría esta tarde, si tuviera tiempo de arreglar el viaje... Y otra cosa.
Iré a despedirme de ella? No sé qué determinar. Si la veo no me voy. Pues por qué no? Me iré. Ella me ha dicho que me vaya, desea que me vaya. De lejos la querré lo mismo que de cerca, y ella me querrá tal vez. Seré para ella como un sueño, y los sueños suelen herir el corazón más que la realidad».
Volvió a echarse, y se entretuvo contemplando con errante mirada las paredes de la habitación. Había allí un San José, cuadro grande, de familia, que como pintura valía poco, pero Moreno lo tenía en gran estima, porque estuvo muchos años en la alcoba donde él nació. Se asociaba a las impresiones de su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían competencia al celaje. Se le refrescó de tal modo al buen caballero en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño. También se acordó de cuando su hermana y él (aquella misma hermana viuda que allí vivía), iban a la casa del abuelito, en la Concepción Jerónima, cogidos de la mano. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del susto. Pues un día que iba por la Plaza de Provincia, vio el burro de un aguador, suelto: el dueño estaba en la taberna próxima. Entráronle ganas a Manolito de montarse en el pollino, y como lo pensó lo hizo. Pero el condenado animal, en cuanto sintió el jinete salió escapado, y aunque el chico hacía esfuerzos por detenerlo, no podía... Total, que llegó hasta la calle de Segovia, muy cerca del puente. Y no fue que el burro se parara, sino que el jinete se cayó, abriéndose la cabeza. Todavía tenía la señal. Por suerte, los hermanos García, boteros, que tenían su taller de corambres debajo del Sacramento, y le vieron caer, le conocían, y recogiéndole, le llevaron a casa de su abuelito. La que se armó allí! Acordábase D. Manuel de aquel lance como si hubiera ocurrido el día anterior; veía a su abuelito, D. Antonio Moreno, que todavía usaba chorreras, corbatín de suela y casaca a todas las horas del día. Hasta en el almacén (droguería al por mayor), estaba de frac. Pues luego vino el papá y estuvo dudando si pegarle o no... Lo peor de todo, fue que al asno no se le vio más el pelo, y la familia tuvo que pagar por él una fuerte indemnización. «Si parece que fue ayer» decía Moreno, tocándose la frente, en el sitio donde estaba la cicatriz.
Cuando ya clareaba el día, sintió ruido en la casa; mas al punto comprendió lo que era. «Ya está en pie la rata eclesiástica. Ahora se va a oír siete misas lo menos... y a tratar de tú a la Santísima Trinidad. Pobrecilla, qué sacará de eso!... Pero en fin, saque o no saque, es una felicidad ser así...».
iv
Guillermina dio dos golpecitos en la puerta, y abriéndola un poco, asomó por ella su cara sonrosada y sus ojos vivos. «Hijo, al ver la luz en tu alcoba, dije: ese pobrecillo estará en vela todavía. Veo que acerté. Qué es eso?, has pasado otra mala noche?».
Ya lo ves. Pasa. No he dormido nada. Y tú?
Yo?, del lado que me acuesto, amanezco. No duermo más que cuatro horas; pero van de un tirón. No ves que llego a casa rendida? Y lo que tengo que cavilar lo cavilo por el día.
Qué felicidad! Te vas ahora a misa?
Sí, para lo que gustes mandarreplicó la santa; y su semblante recién lavado despedía tanta frescura como regocijo.
Y tan tranquila...!, porque tú estás muy tranquila... con tus misas por la mañana, y el resto del día dando cada sablazo que tiembla el misterio. Sabes una cosa?, te tengo envidia... me cambiaría por ti...
Pues tonto (avanzando hacia él), lo que yo hago es lo fácil, qué más tienes que... hacerlo?
Siéntate un ratitodijo Moreno, haciéndolo en el sofá y dando una palmada en el asiento. Más santidad que en oír siete misas, hay en practicar las obras de misericordia, acompañando a los enfermos y dando un ratito de conversación a quien se ha pasado toda la noche en vela. Dime una cosa. Cómo llevas las obras de tu asilo?
Pues no lo sabes? (sentándose). Bien. Gracias a las almas caritativas, la construcción va echado chispas. Jacinta lo ha tomado con tanto calor, que hoy trabaja más que yo, y maneja el sable con un garbo que me deja tamañita.
Tienes unas amigas que valen cualquier cosa. Esta noche he pensado en ti y en tus devociones. Te asombrarás si te digo que desde la madrugada se me ha metido aquí un sentimiento desconocido, algo como ganas de hacerme religioso, de pensar en Dios, de dedicarme a obras de piedad...
Manolo!... (poniéndose muy seria). Si empiezas con tus bromitas, me voy.
No, no es bromareplicó él; y tenía en su cara tal expresión de abatimiento, que la santa se quedó como lela mirándole...
Pero estás de chanza o...? Manolo, en qué piensas?... Qué te pasa?
Hay horas en la vida, que parecen siglos por las mudanzas que traen. Hace un rato, verás qué cosa tan extraña! Me acordé de un pobre que me pidió limosna esta mañana... Era un infeliz que tiene una pierna deforme y repugnante, llena de úlceras... Me pidió limosna y le arrojé una moneda de cobre, diciéndole con horror: «Quítese usted de delante de mí, so pillete». Pues esta noche he tenido aquí la visita de aquel hombre... Le he visto, como te estoy viendo a ti, y primero me inspiraba repugnancia, después compasión, y acabé por decirle: «Quieres cambiarte conmigo?». Porque con su pierna podrida, su muleta y su libertad, disfruta él de una tranquilidad que yo no tengo. Su conciencia está como un charco empozado en el cual no cae jamás la piedra más pequeña. Pobre de mí!, cambiaría con él; cambiaría mi riqueza por su mendicidad, mi corazón enfermo por su pierna inerte, y mi desasosiego por su paz. Qué crees tú?
Creo que Dios te toca en el corazóndijo la dama guiñando los ojos, y poniendo sobre la cabeza del triste caballero su mano derecha, en la cual tenía el libro de misa y el rosario. No tienes tú cara de bromas. Alguna procesión muy grande te anda por dentro. Y si otras veces te da la vena por decirme herejías y hacerme rabiar, no creas que te he tenido por malo. Eres un bendito; y si vivieras siempre con nosotras y no te pasaras la vida entre protestantes y ateos, tú serías otro.
Pero no sabes que me voy mañana?
Te vas?, de veras?con vivo desconsuelo.
Mal negocio. Buscando siempre la frialdad; huyendo siempre del calor de la familia.
No, si aquí es donde no me quierenmanifestó Moreno con aire sombrío.
Que no te queremos? Vaya con lo que sales... Tontín, no digas disparates.
Mi vida está completamente truncada y rota. No hay manera de soldarla ya... Cree que si me quisieran yo me quedaría aquí, yo sería bueno, y por darte gusto a ti y a tus amigas, me haría muy religioso, muy amigo de Dios y de la Virgen; emplearía todo mi dinero en obras de caridad, protegería la devoción...
El asombro de la santa era tan grande, que no lo podía expresar. Abría la boca, maravillada, cual si presenciara un milagro.
«Pero de veras que tú... Mira, hijo, si quieres que yo crea en ese estado de tu espíritu, es preciso que me lo pruebes...».
Cómo he de probártelo?
Vamos a verdijo la virgen y fundadora, con resolución. A que no haces una cosa?
A que sí la hago?A que no te vienes conmigo a San Ginés?
A que sí. Levantose para tirar de la campanilla.
«Necesito verlo para creerlodijo Guillermina, echando de sus ojos chispazos de alegría. Deja, yo llamaré a Tomás. El pobre chico no se habrá levantado todavía».
Creo que sí... Tom!...
Yo te haré el té... Vamos, vete vistiendo.
Aquella salida matinal le agradaba, porque rompía las tediosas rutinas de su existencia.
«Vaya que si voy a la iglesia... (disponiéndose con actividad febril). Y oiré todas las misas que quieras, y rezaré contigo... Dime, no va Jacinta a esta hora a San Ginés?».
Hombre, tan temprano no. Un poco más tarde que yo, suele ir Bárbara.
Pues me alegro de que seamos nosotros los primeros, los más madrugadores, los más impacientes por cumplir y santificarnos... Tom!
El inglés entró, y a poco, cuando ya su amo estaba vestido, le trajo el té. Guillermina, sirviéndole el desayuno, le decía: «Abrígate bien, que las mañanas están frescas. No sea cosa que por empezar tu vida nueva, vayas a coger una pulmonía».
Mejor... me he convencido de que vivir es la mayor de las sandecesle dijo él, bajando la escalera. Para qué vive uno? Para padecer. El pobre de la pierna es el que lo pasa regularmente. Porque aquello no duele. Lleva su pierna por delante como si fuera una cosa bonita que el público desea conocer.
Hay mucha miseriaobservó la dama, tomando el tema por otro lado, y los que tenemos qué comer nos quejamos de vicio. Mientras más padezcamos aquí, más gozaremos allá.
(El misántropo no dijo nada a esto. Seguía tan pensativo.)
«El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me dé la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia; Él nos da siempre lo que nos conviene».
Tampoco a esto dijo nada Moreno. Entraron en San Ginés, y Guillermina se fue derecha a la capilla de la Soledad, a punto que empezaba la primera misa. Mientras esta duró, la ilustre dama, aunque no apartaba su atención del Oficio, pudo advertir que su sobrino estaba tras ella, cumpliendo con todo el ritual como cualquier devoto, arrodillándose y levantándose en las ocasiones convenientes. Pero a la segunda misa observole distraído e inquieto. Iba de un lado para otro, examinaba los altares y las imágenes como si estuviera en un museo. Esto la disgustó, y tal fue su incomodidad, que no se atrevió a comulgar aquel día, porque no se encontraba con el espíritu absolutamente sereno y limpio. Ya en la cuarta misa, el caballero aquel, no sólo se distraía sino que perturbaba la devoción de los fieles, pasando delante de los altares, donde se decía misa, sin hacer la más ligera genuflexión ni reverencia. «Tendré que decirle que se vayapensaba la santa. Esa no es manera de estar en la iglesia».
Hallábase Moreno contemplando una imagen yacente, encerrada en lujosa urna de cristal, cuando sintió a su lado este susurro:
«Bonita efigie verdad? Es el Cristo que sacamos en la procesión del Santo Entierro».
Volviose y vio a su lado a Estupiñá, calado hasta las orejas el gorro negro de punto, señalando la imagen con gesto de cicerone.
«La mortaja de fina holanda la bordaron las señoras Micaelas, y es regalo de doña Bárbara. Escultura soberbia... y es de movimiento, porque le clavamos en la cruz o le descendemos según conviene».
Y como el caballero no le dijese nada, Plácido se alejó rezando entre dientes. Sentose en un banco, y desde entonces, sin dejar de atender a sus devociones, no le quitaba ojo al señor de Moreno, sin poder explicarse su presencia en la parroquia. «Es lo que me quedaba que verdecía, D. Manolo aquí... él, que no tiene religión! Es que gusta de ver las buenas imágenes... Por ahí empecé yo».
Menudo réspice le echó la fundadora a su sobrino cuando salieron. «Pero, hijo, me has quitado la devoción con tus paseos por la iglesia. Ya decía yo que te habías de cansar».
Pues tía, para primer día de curso, no puedes quejarte. Todo es empezar. Ya ves que oí una misita. Qué querías? Que fuera como tú? Te aseguro que me satisfizo el ensayo. Pasé un rato muy agradable, en un estado de tranquilidad que me ha hecho mucho bien. Te quejas de que me paseaba por la iglesia?... Es que cuando uno va a hacer vida nueva, le gusta enterarse... Quería yo mirar bien las imágenes. Créelo; si siguiera en Madrid, me haría amigo de todas ellas. Me gusta verlas tan hermosas, con sus ropas de lujo y sus miradas fijas en un punto. Parece que están viendo venir algo que no acaba de venir. Las que nos miran parece que nos dicen algo cuando las miramos, y que efectivamente nos han de consolar si les pedimos algo. Comprendo el misticismo; lo veo claro... Ay!, si yo me quedara aquí...
Por qué no te quedas?... Qué tonto!le dijo la santa con desconsuelo.
Imposible!... me tengo que marchar... Y allá voy a estar muy triste; como si lo viera...
Entonces... quédate. Quieres que te dé una ocupación? Buena falta te hace. Te nombro sobrestante de mis obras, administrador de mis colectas y sacristán mayor de mi capilla nueva, cuando esté concluida.
Moreno se echó a reír con gana.
«Monaguillo mayor...! Lo aceptaría. Te juro que lo aceptaría... Me estoy volviendo enteramente infantil. Monaguillo en jefe! Y yo encendería las velas, yo quitaría el polvo a las imágenes y las pondría tan guapas; yo charlaría con las beatas...! No lo creerás; pero dentro de mí está naciendo algo que se compagina muy bien con ese oficio humilde».
Si eres tú un buenazo. La ociosidad, lo mucho que te has divertido y el esplín inglés te ponen así. Y yo te juro que te aburrirás más si no vuelves a Dios tus miradas. Haz lo que yo, Manolo; dale un puntapié al mundo; hazte chiquito para ser grande; bájate para subir. Tú ya no eres pollo; tú no te has de casar ya. Ni te conviene el andar siempre de viaje, como una carta con el sobre mal puesto, que recorre todas las estafetas del mundo. Mujeres, para qué sirven sino de perdición? Ten un cuarto de hora de arrojo, y ofrécele a Dios lo que te queda de vida. No es esto decir que te metas fraile: hay mil maneras de ganarse la dicha eterna. Oye lo que se me ocurre. Por qué no dedicas tu dinero, tu actividad y todo tu espíritu a una obra grande y santa, no a una obra pasajera, sino a esas que quedan, para bien de la humanidad y gloria de Dios? Levanta de nueva planta un buen edificio, un asilo para este o el otro fin, por ejemplo, un gran manicomio en que se recoja y cuide a los pobrecitos que han perdido la razón...
Tú tienes la manía de los edificios, y quieres pegármela a mí...
Es lo primero que se me ha ocurrido. Te parece mala idea? Un manicomio modelo, como los que habrás visto en el extranjero. Aquí estamos en eso muy atrasados. Harías una inmensa obra de caridad, y Madrid y España te bendecirán.
Un manicomio!dijo Moreno, sonriendo de un modo que le heló la sangre a su generosa tía. Sí, no me parece mal. Y lo estrenaríamos tú y yo...
v
Despidiose Guillermina a la puerta de la casa, para ir al asilo, y él subió. Cosa más rara! Apenas se cansaba al acometer la escalera. Sentíase muy bien aquella mañana, el espíritu confortado, la palpitación muy adormecida, el apetito despierto. Al entrar en su casa, pidió más té, y mientras Tom se lo servía, le dijo en español:
«Mañana nos vamos. Haz el equipaje. Avisarás a Estupiñá... Que me haga el favor de venir, para que me traiga de las tiendas algunas cosillas. No puede uno ir de España a Inglaterra sin llevar a los amigos alguna chuchería que tenga color local».
Luego siguió hablando consigo mismo: «Es un mareo. Si no lleva usted panderetas con figuras de toros, chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si encuentro algunas acuarelas. También necesito mantas, moñas de toros, y trataré de encontrar algún cacharro de carácter. No hay peor calamidad que ser amigo de coleccionistas». Estupiñá, que en aquella temporada frecuentaba el trato de Moreno, por haberle este confiado la administración de su casa de la Cava, se presentó dispuesto a llevarle todo el contenido de las tiendas de Madrid para que escogiese. Panderetas de las más abigarradas, abanicos y algunos cuadritos fueron llegando sucesivamente en todo el transcurso del día, y D. Manuel escogía y pagaba. Aquello le entretuvo agradablemente, y se reía pensando en la felicidad que iba a repartir entre sus amistades londonenses. «Esta suerte de picas con el caballo pisándose las tripas está pintiparada para las de Simpson, que son tan marimachos. Esta pandereta, con la chula tocando la guitarra, para miss Newton. Si ella viera los originales, qué desilusión! Esta pareja del andaluz a caballo y la maja en la reja pelando la pava, para la sentimental y romancesca mistress Mitchell, que pone los ojos en blanco al hablar de España, el país del amor, del naranjo y de las aventuras increíbles... Ah!, este D. Quijote reventando a cuchilladas los cueros de vino, para el amigo Davidson, que llama a D. Quijote don Cuiste, y se las tira de hispanófilo... Bien, bien. De cacharros estamos tal cual. Estos botijos son horribles. Toda la cerámica moderna española no vale dos cuartos. A ver, Plácido, serías tú capaz de buscarme un vestido de torero completo?... Lo quiero para un amigo que sueña con ponérselo en un baile de trajes... Estará hecho un mamarracho. Pero a nosotros no nos importa. Podrás buscármelo?».
Pues ya lo creodijo Plácido, para quien no había nunca dificultades tratándose de compras. Usado o sin usar?
Hombre, sin usar... En fin, como le encuentres...
Salió Estupiñá como si Mercurio le hubiera prestado sus alados borceguíes, y a poco entró el doméstico, a quien su amo tenía también ocupado en la busca de ciertos encargos. Tom se había aficionado mucho a los toros; no perdía corrida, y entre sus amigos contaba a varias eminencias del arte del cuerno. Por esto le dio Moreno el encargo de buscarle alguna moña, de las que guardan los aficionados como veneradas reliquias, y convenía que tuviesen manchas de sangre y muchos pisotones, con señales de la trágica brega. Muy desconsolado entró el inglés, diciendo que no encontraba moñas ni aun ofreciendo por ellas un ojo de la cara.
«Mira, chicole dijo su amo, no te apures. Puesto que no se encuentran moñas, llevaremos otra cosa. Has visto por ahí, en el Prado y Recoletos, a un tío muy feo que lleva una cesta y en ella, puestos en cañas, formando como un gran árbol, multitud de molinillos de papel dorado y plateado y de todos los colores...? sabes?, molinillos que dan vueltas con el viento, y que los niños compran por dos o tres peniques? Pues tráete una docena, los llevamos y decimos que esas son las moñas que se les ponen a los toros cuando salen a la plaza, brrrr... reventando al mundo entero con aquellos cuernos tan afilados... Y se lo creen... Si conoceré yo a mi gente».
Tom se reía; pero en su interior rechazaba aquella superchería por dos móviles de conciencia, el móvil de la rectitud inglesa y el de la formalidad del aficionado a toros. Con el fraude propuesto por su amo se cometían dos graves faltas, engañar a una nación y ultrajar el respetable arte de la Tauromaquia, el verdadero sport trágico. No sé qué se decidió de esto. En tanto Rossini llenaba la casa de abanicos y panderetas, y Moreno escogía y pagaba, entreteniéndose luego en envolverlos en papeles y en ponerles rótulos con el nombre del destinatario.
Había resuelto hacer muy pocas visitas de despedida, pretextando el mal estado de su salud. Después de almorzar, bajó al escritorio, y se ocupó de liquidar y poner en claro su cuenta personal. No intervenía en ningún negocio; y el trabajo de banca, que en otro tiempo le había gustado tanto, aburríale ya. Pero aquel día pareció que se le despertaban las aficiones, porque habló largamente de negocios con Ruiz Ochoa, recomendándole no dejase de interesarse en alguna subasta de pastas de oro para el Banco. «Me parece que este año he de comprar algún oro... Bien podéis andar aquí con mucho pulso en eso de acuñar tanta plata, porque este metal va para abajo y ha de ir mucho más. Al precio que tienen aquí las libras, vale más expedir oro, y por mi parte, me he de llevar todo el que pueda». En esto entró Ramón Villuendas, preguntando a cómo tomaban las libras, y la conversación vino a recaer sobre el mismo tema. Él estaba mandando oro y más oro...
«Este pico, dádselo a Guillermina» dijo Moreno al ver, en la cuenta de alquileres de sus casas, un sobrante con que no contaba.
Entraron otras personas y se habló de muy diferentes cosas. Mientras duró aquella conversación, pensaba Moreno si iría o no a despedirse de los de Santa Cruz. Si no iba, se ofendería quizás su padrino, y yendo, podían sobrevenirle contrariedades mayores, incluso la de arrepentirse del viaje y aplazarlo... No había más remedio que ir. Pero a qué hora? A la de comer? Titubeaba, y de vuelta a su casa, estuvo discurriendo un largo rato sobre aquel problema de la hora. «Adoptado un partidose dijo, lo mejor será que no la vea más en carne y hueso, porque lo que es en idea, viéndola estoy a todas horas. Qué chiquillo me he vuelto!... En fin, tengo tiempo de pensarlo de aquí a mañana, porque lo que es hoy, no iré».
A eso de las cinco fue el misántropo a una tienda de la Plaza Mayor a ver las mantas granadinas con que quería obsequiar a sus amigos ingleses. Allí estuvo un cuarto de hora, y el tendero le propuso mandarle con Plácido lo mejor que tenía, para que escogiese. Ya era casi de noche, y valía más que el señor examinase de día el género. Así se convino y volviose a su casa. Al entrar en el portal sintió un golpecito en el hombro. Era Jacinta que le pegaba un paraguazo. Quedose el buen señor como si le hubieran dado un tiro. Quiso hablar y no pudo. Jacinta le cogió del brazo, y rebasados los primeros escalones, empezó el diálogo.
«Con que al fin se va usted?».
Al fin me arranco. Ya era tiempo...
Pero qué, se cansa usted mucho hoy...? Pues vamos despacio, más despacio si usted quiere... Ah!, ya me ha contado Guillermina que hoy estuvo usted muy santito... Así me gusta a mí la gente.
Por qué no fue usted a verme?... Estaba yo más salado...!
Si no lo sabía. Vuelve usted mañana?
De veras que va usted a ir a verme?... Cómo se reirá de mí!
Reírme! Qué cosas se le ocurren! Iré a tomar ejemplo.
A que no va?A que sí?Pues allí me tendrá, haciéndole la competencia a Estupiñá... Verá usted, verá usted... cada día más.
Cada día! Pero no se va usted mañana?
Es verdad, no me acordaba... Bueno, pues no me iré.
Eso no; le conviene a usted marcharse, y allí seguirá haciendo su noviciado.
Allá no vale.Cómo que no vale?Porque allá me cogen por su cuenta unas amigas protestantes que tengo, y que quiera que no, me hacen renegar... Usted tendrá la culpa; sobre su conciencia va. Conque me quedo o me voy?
Pues con esa responsabilidad tan grande no me atrevo a aconsejarle. Haga usted lo que le parezca mejor... Vaya, por fin llegamos. Se ha cansado usted mucho?
Un poquitito... pero con usted siempre contento. Quiere usted volver a bajar?
Otra vez?Sí, para volver a subir... Como si quisiera usted ir al cuarto piso.
No me lo perdonaría, si usted me acompañaba, fatigándose tanto.
Entraron, y Jacinta se metió en el cuarto de la santa. Moreno fuese al suyo y se dejó caer en el sofá, echándose el sombrero para atrás. Pensaba descansar un ratito y pasar luego a la habitación de Guillermina. «No, no paso; no quiero verla más. Para qué atormentarme? Se acabó. Pongámosle encima una losa». Al poco rato, sintiendo que Jacinta salía, acercose a la puerta con ánimo de verla. Pero no puedo ver nada. Como aún no habían encendido la luz del recibimiento, sólo columbró un bulto, una sobra y pudo oír dos o tres palabras que se dijeron, al despedirse, Jacinta y la rata eclesiástica. Esta fue entonces al cuarto de su sobrino, y hallole dando vueltas en él. «Qué tal te encuentras, catecúmeno?» le dijo con mucho cariño.
Regular, casi bien... Espero dormir esta noche.
Recógete temprano.Eso pienso hacer... y mañana... Oye una cosa: no te ha dicho Jacinta que mañana pienso volver a San Ginés?
No, no me lo ha dicho.No te ha dicho que ella iría a verme tan devoto?
No... no hemos hablado una palabra de ti.
Ni dijo que había subido conmigo y que...?
No... nada. Moreno sintió que la horrible pulsación de su pecho era anegada por una onda glacial. En aquel punto tuvo que sentarse, porque le flaqueaban las piernas, y se le desvanecía la cabeza.
«Pues si quieres volver mañana, yo vendré a llamarte. Se entiende, si pasas buena noche».
Iremos a pasar un ratodijo Moreno de una manera lúgubre, y a echarle a mi desesperación una hora de esparcimiento, como se le echa carne a una fiera para que no muerda.
Si tú le pidieras al Señor... pero bien pedido... que te curara esos esplines, te los curaría... Pídeselo, hijo; pero si sabré yo lo que me digo!
Qué has de saber tú?... Qué has de saber lo que hay del lado de allá de la puerta negra?
Ahora sales con eso?... Tú podrás haber perdido parte de la fe; pero toda no se pierde nunca. Esas cosas se dicen sin creer en ellas, por fatuidad. Con todas sus bromas, si te rascan, aparece el creyente...
No, tonta, yo no creo en nada, en nada, en nadale dijo Moreno con énfasis, complaciéndose en mortificarla.
Todo sea por Dios... Entonces, para qué vienes conmigo a la iglesia?
Toma, por distraerme un rato, por verte a ti, por ver a Estupiñá, figuras raras de la humanidad, excentricidades, tipos, como todo esto que yo llevo a Londres para los aficionados a lo característico y al color local.
Guillermina daba suspiros. No quería incomodarse.
«Para rarezas tú...dijo al fin echándose a reír. A ti sí que te debían enseñar por las ferias... a dos reales, un real los niños y soldados. Cree que ganaba dinero el que te expusiera».
Con un cartelón que dijese: «se enseña aquí el hombre más desgraciado del mundo».
Por su culpa, por su culpa; hay que añadir eso. Ser desgraciado y no volver los ojos a Dios es lo último que me quedaba que ver. Eso es, bruto, encenágate más; hazte más materialista y más gozón, a ver si te sale la felicidad... Eres un soberbio, un tonto... Mira, sobrino, me voy, porque si no me voy te pego con tu propio bastón.
Y él estaba tan abstraído que ni siquiera la sintió salir.
vi
Comió con regular apetito en compañía de su hermana y de Guillermina. Cuando concluyeron, dijo a esta que había dado orden en el escritorio de que le entregaran el sobrante de su cuenta personal, con cuya noticia su puso la fundadora como unas castañuelas, y no pudiendo contener su alegría, se fue derecha a él, y le dijo: «Cuánto tengo que agradecer a mi querido ateo de mi alma! Sigue, sigue dándome esas pruebas de tu ateísmo, y los pobres te bendecirán... Ateo tú? Ni aunque me lo jures lo he de creer!». Moreno se sonreía tristemente. Tal entusiasmo le entró a la santa, que le dio un beso... «Toma, perdido, masón, luterano y anabaptista; ahí tienes el pago de tu limosna».
Sentíase él tan propenso a la emoción, que cuando los labios de la santa tocaron su frente, le entró una leve congoja y a punto estuvo de darlo a conocer. Estrechó suavemente a la santa contra su pecho, diciéndole: «Es que lo uno no quita lo otro, y aunque yo sea incrédulo, quiero tener contenta a mi rata eclesiástica, por lo que pudiera tronar. Supongamos que hay lo que yo creo que no hay... Podría ser... Entonces mi querida rata se pondría a roer en un rincón del cielo para hacer un agujerito, por el cual me colaría yo...».
Y nos colaríamos todosindicó la hermana de Moreno, gozosa, pues le hacían mucha gracia aquellas bromas.
Vaya si le haré el agujerito!dijo Guillermina. Roe que te roe me estaré yo un rato de eternidad, y si Dios me descubre y me echa una peluca, le diré: «Señor, es para que entre mi sobrino, que era muy ateo... de jarabe de pico, se entiende; y me daba para los pobres». El Señor se quedará pensando un rato, y dirá: «Vaya, pues que entre sin decir nada a nadie».
A las diez estaba el misántropo en su habitación, disponiéndose para acostarse. «Se te ofrece algo?» le dijo su hermana.
No. Trataré de dormir... Mañana a estas horas estaré oyendo cantar el botijo e leche. Qué aburrimiento!
Pero, hombre, qué más te da? Con no comprárselo si no te gusta... Si esa gente vive de eso, déjales vivir.
No, si yo no me opongo a que vivan todo lo que quieranreplicó Moreno con energía. Lo que no quita que me cargue mucho, pero mucho, oír el tal pregón...
Vaya por Dios... Otras cosas hay peores y se llevan con paciencia.
Después llegó Tom, y la hermana de Moreno se retiró a punto que entraba Guillermina con la misma cantinela: «Quieres algo?... A ver si te duermes, que no es mal ajetreo el que vas a llevar mañana. Mira; de París telegrafías, para que sepamos si vas bien...».
Daba algunos pasos hacia fuera y volvía: «Lo que es mañana no te llamo. Necesitas descanso. Tiempo tienes, hijo, tiempo tienes de darte golpes de pecho. Lo primero es la salud».
Esta noche sí que voy a dormir bienanunció D. Manuel con esa esperanza de enfermo que es gozo empapado en melancolía. No tengo sueño aún; pero siento dentro de mí un cierto presagio de que voy a dormir.
Y yo voy a rezar porque descanses. Verás, verás tú. Mientras estés allá, rezaré tanto por ti, que te has de curar, sin saber de dónde te viene el remedio. Lo que menos pensarás tú, tontín, es que la rata eclesiástica te ha tomado por su cuenta y te está salvando sin que lo adviertas. Y cuando te sientas con alguna novedad en tu alma, y te encuentres de la noche a la mañana con todas esas máculas ateas bien curadas, dirás «milagro, milagro!» y no hay tal milagro, sino que tienes el padre alcalde, como se suele decir. En fin, no te quiero marear, que es tarde... Acuéstate prontito, y duérmete de un tirón siete horas.
Le dio varios palmetazos en los hombros, y él la vio salir con desconsuelo. Habría deseado que le acompañase algún tiempo más, pues sus palabras le producían mucho bien.
«Oye una cosa... Si quieres llamarme temprano, hazlo... Yo te prometo que mañana estaré más formal que hoy».
Si estás despierto, entraré. Si no, nodijo Guillermina volviendo. Más te conviene dormir que rezar. Necesitas algo? Quieres agua con azúcar?
Ya está aquí. Retírate, que tú también has de dormir. Pobrecilla, no sé cómo resistes... Vaya un trabajo que te tomas!...
Iba a decir «y todo para qué?» pero se contuvo. Nunca le había sido tan grata la persona de su tía como aquella noche, y se sintió atraído hacia ella por fuerza irresistible. Por fin se fue la santa, y a poco, Moreno ordenó a su criado que se retirara. «Me acostaré dentro de un ratitodijo el caballero; pues aunque creo que he de dormir, todavía no tengo ni pizca de sueño. Me sentaré aquí y revisaré la lista de regalos, a ver si se me queda alguno. Ah!, conviene no olvidar las mantas. La hermana de Morris se enfadará si no le llevo algo de mucho carácter...». La idea de las mantas llevó a su mente, por encadenamiento, el recuerdo de algo que había visto aquella tarde. Al ir a la tienda de la Plaza Mayor en busca de aquel original artículo, tropezó con una ciega que pedía limosna. Era una muchacha, acompañada por un viejo guitarrista, y cantaba jotas con tal gracia y maestría, que Moreno no pudo menos de detenerse un rato ante ella. Era horriblemente fea, andrajosa, fétida, y al cantar parecía que se le salían del casco los ojos cuajados y reventones, como los de un pez muerto. Tenía la cara llena de cicatrices de viruelas. Sólo dos cosas bonitas había en ella: los dientes, que eran blanquísimos, y la voz pujante, argentina, con vibraciones de sentimiento y un dejo triste que llenaba el alma de punzadora nostalgia. «Esto sí que tiene carácter» pensaba Moreno oyéndola, y durante un rato tuviéronle encantado las cadencias graciosas, aquel amoroso gorjeo que no saben imitar las celebridades del teatro. La letra era tan poética como la música.
Moreno había echado mano al bolsillo para sacar una peseta. Pero le pareció mucho, y sacó dos peniques (digo, dos piezas del perro), y se fue.
Pues aquella noche se le representaron tan al vivo la muchacha ciega, su fealdad y su canto bonito, que creía estarla viendo y oyendo. La popular música revivió en su cerebro de tal modo, que la ilusión mejoraba la realidad. Y la jota esparcía por todo su ser tristeza infinita, pero que al propio tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se extendía suavemente untado por una mano celestial. «Debí darle la peseta» pensó, y esta idea le produjo un remordimiento indecible. Era tan grande su susceptibilidad nerviosa, que todas las impresiones que recibía eran intensísimas, y el gusto o pena que de ellas emanaban, le revolvían lo más hondo de sus entrañas. Sintió como deseos de llorar... Aquella música vibraba en su alma, como si esta se compusiera totalmente de cuerdas armoniosas. Después alzó la cabeza y se dijo: «Pero estoy dormido o despierto? De veras que debí darle la peseta... Pobrecilla! Si mañana tuviera tiempo, la buscaría para dársela».
El reloj de la Puerta del Sol dio la hora. Después Moreno advirtió el profundísimo silencio que le envolvía, y la idea de la soledad sucedió en su mente a las impresiones musicales. Figurábase que no existía nadie a su lado, que la casa estaba desierta, el barrio desierto, Madrid desierto. Miró un rato la luz, y bebiéndola con los ojos, otras ideas le asaltaron. Eran las ideas principales, como si dijéramos las ideas inquilinas, palomas que regresaban al palomar después de pasearse un poco por los aires. «Ella se lo pierde...se dijo con cierta convicción enfática. Y en el desdén se lleva la penitencia, porque no tendrá nunca el consuelo que desea... Yo me consolaré con mi soledad, que es el mejor de los amigos. Y quién me asegura que el año que viene, cuando vuelva, no la encontraré en otra disposición? Vamos a ver... por qué no había de ser así? Se habrá convencido de que amar a un marido como el que tiene es contrario a la naturaleza; y su Dios, aquel buen Señor que está acostado en la urna de cristal, con su sábana de holanda finísima, aquel mismo Dios, amigo de Estupiñá, le ha de aconsejar que me quiera. Oh!, sí, el año que viene vuelvo... en Abril ya estoy andando para acá. Ya verá mi tía si me hago yo místico, y tan místico, que dejaré tamañitos a los de aquí... Oh!... mi niña adorada bien vale una misa. Y entonces gastaré un millón, dos millones, seis millones, en construir un asilo benéfico. Para qué dijo Guillermina? Ah!, para locos; sí, es lo que hace más falta... y me llamarán la Providencia de los desgraciados, y pasmaré al mundo con mi devoción... Tendremos uno, dos, muchos hijos, y seré el más feliz de los hombres... Le compraré al Cristo aquel tan lleno de cardenales una urna de plata... y...».
Se levantó, y después de dar dos o tres paseos, volvió a sentarse junto a la mesa donde estaba la luz, porque había sentido una opresión molestísima. Las pulsaciones, que un instante cesaron, volvieron con fuerza abrumadora, acompañadas de un sentimiento de plenitud torácica. «Qué mal estoy ahora!... pero esto pasará, y me dormiré. Esta noche voy a dormir muy bien... Ya va pasando la opresión. Pues sí, en Abril vuelvo, y para entonces tengo la seguridad de que...».
Tuvo que ponerse rígido, porque desde el centro del cuerpo le subía por el pecho un bulto inmenso, una ola, algo que le cortaba la respiración. Alargó el brazo como quien acompaña del gesto un vocablo; pero el vocablo, expresión de angustia tal vez, o demanda de socorro, no pudo salir de sus labios. La onda crecía, la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre. Dejó de ver la luz. Puso ambas manos sobre el borde de la mesa, e inclinando la cabeza, apoyó la frente en ellas exhalando un sordo gemido. Dejose estar así, inmóvil, mudo. Y en aquella actitud de recogimiento y tristeza, expiró aquel infeliz hombre.
La vida cesó en él, a consecuencia del estallido y desbordamiento vascular, produciéndole conmoción instantánea, tan pronto iniciada como extinguida. Se desprendió de la humanidad, cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo sostenida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas. Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inútiles; pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pimpollos, frescos y nuevos.
Ya de día, Guillermina se acercó a la puerta y aplicó su oído. No sentía ningún rumor. No había luz. «Duerme como un bendito... Buen disparate haría si le despertara». Y se alejó de puntillas.
-III-
Disolución
i
A mediados de Noviembre, Fortunata estaba algo desmejorada. Observándola, Ballester se decía: «Cuando yo digo que me debía querer a mí en vez de consumir su vida por ese botarate! Qué mujeres estas! Son como los burros, que cuando se empeñan en andar por el borde del precipicio, primero lo matan a palos que tomar otro camino».
Desde la rebotica, donde estaba trabajando, la vio pasar por la calle: «Allá va la nave. Siempre tan puntual a la citita. Doña Lupe furiosa, el pobre Rubín ido, y esta paloma volando al tejado del vecino. Qué lejos está ella de que le he descubierto el escondrijo! Trabajillo me costó; pero me salí con la mía. Y no es que me proponga delatarla... cosa impropia de un caballero como yo. Hágolo para mi gobierno. Yo soy así; me gusta seguir los pasos de la persona que me interesa... De seguro que al volver del tortoleo entra por aquí... Ah!, qué memoria la tuya, Segismundo; ya no te acordabas de que para hoy le prometiste tener hechas las píldoras de hatchisschina, que le quieren dar al pobre Maxi, a ver si le levantan y aclaran un poco aquellos espíritus tan entenebrecidos. Vamos a ello, y que la alegría más expansiva y la más placentera ilusión de vida (sacando de un armario el frasco del extracto indiano), iluminen el cacumen de mi infeliz amigo, a la acción de este precioso excitante».
Dos o tres horas después de esto, Fortunata entraba en la botica. El farmacéutico observó pintada en su semblante la consternación. Sin duda tenía una pena grande, grande, horrible, de esas que no pueden expresarse sino con la imagen retórica de una espada traspasando el pecho. «Amiga míale dijo Ballester, no tema usted que la mortifique con consuelos vulgares. Usted padece hoy, y no es cosa de poco más o menos, sino alguna tribulación muy gorda lo que usted tiene dentro. No, ni me lo niegue. Su cara de usted es para mí un libro, el más hermoso de los libros. Leo en él todo lo que a usted le pasa. No valen evasivas. Ni pretendo que me confíe sus penitas, hasta que no se convenza de que el médico llamado a curárselas soy yo».
Vaya Ballesterdijo Fortunata con malísimo humor. No estoy ahora para bromas.
Lo creo... Tiene usted el corazón como si se lo estuvieran apretando con una soga...
Ay!, sí...exclamó con arranque la joven a quien faltaba poco para echarse a llorar.
Y usted ha llorado, porque los ojos también lo están diciendo.
Sí, sí... pero déjese de tonterías y no se meta en lo que no le importa. Está usted hoy muy agudo.
Siempre lo fue don García. Para otras personas tendrá usted secretos, para mí no. Sé de dónde viene usted. Sé la calle, número de la casa y piso... Y si me apura, sé lo que ha ocurrido. Desazón; que si tú, que si yo; que no me quieres, que sí, que tira, que afloja, que vira, que vuelta; que me engañas, que no, que tú más, y hemos concluido, y adiós, y allá va la lagrimita.
La señora de Rubín dejó caer la cabeza sobre el pecho, dando un chapuzón en el lago negro de su tristeza. Ballester la miraba sin osar decirle nada, respetando aquel dolor que por lo muy verdadero no podía disimularse. Por fin, Fortunata, como quien vuelve en sí, se levantó de la silla, y le dijo:
Esas píldoras, las ha hecho usted?
Aquí están (entregándole la cajita). Y a propósito, a usted no le vendrá mal tomarse una.
Yo?... Lo mío no va con píldoras... Quédese con Dios; me voy a mi casa.
Consolarsele dijo Segismundo en la puerta. La vida es así; hoy pena, mañana una alegría. Hay que tener calma, y tomar las cosas como vienen, y no ligar todo nuestro ser a una sola persona. Cuando una vela se acaba, debe encenderse otra... Conque tengamos valor, y aprendamos a despreciar... Quien no sabe despreciar, no es digno de los goces del amor... Y por último, simpática amiga mía, ya sabe que estoy a sus órdenes, que tiene en mí el más rendido de los servidores para cuanto se le ocurra, amigo diligente, reservadísimo, buena persona... Abur.
Subió la joven a su casa. Doña Lupe no estaba, porque en aquellos días iba infaliblemente a las subastas del Monte de Piedad. Maximiliano permanecía largas horas en su despacho o en la alcoba, sin salir ni siquiera a los pasillos, sumergido en una meditación que más bien parecía somnolencia, por lo común echado en el sofá, la vista fija en un punto del techo, al modo de penitente visionario. No molestaba a nadie; no se resistía a tomar el alimento ni las medicinas, sometiéndose silenciosamente a cuanto se le mandaba, como si lo dominante, en aquella fase del proceso encefálico, fuera la anulación de la voluntad, el no ser nada para llegar a serlo todo. Considerándose sola en la casa, Fortunata anduvo de una parte a otra, buscando una ocupación que la distrajera y consolara. Imposible. Mientras más trabajaba, con más energía y claridad repetía su mente lo que le había pasado aquella mañana. «Yo me voy a volver locase dijo poniéndose a mojar la ropa. Más loca estoy que el pobre Maxi, y esto me acaba de rematar».
Sin que se interrumpiera la acción mecánica, el espíritu de la pobre mujer reproducía fielmente la escena aquella, con las palabras, los gestos y las inflexiones más insignificantes del diálogo. En medio de la reproducción iban colocándose, como anotaciones puestas al acaso, los comentarios que se le ocurrían. El trabajo de su cerebro era una calenturienta y dolorosa mezcla de las funciones del juicio y de la memoria, revolviéndose con desorden y alumbrándose unas a otras con aquella claridad de relámpago que a cada instante despedían.
«Tontería grande fue decírselo... Él está hace tiempo muy frío, y como con ganas de romper. Cansado otra vez!, cansado; y allá por Junio, sí, bien me acuerdo de que era en Junio, porque estaban poniendo los palos para el toldo de la procesión del Corpus, me dijo que nunca más me dejaría, que se avergonzaba de haberme abandonado dos veces, y qué sé yo cuántas mentiras más!... Lo que hace ahora es buscar un pretexto para llamarse andana... Cristo!, qué cara me puso cuando le dije aquello...! 'No seas bobito, ni fíes tanto en la virtud de tu mujer. Pues qué te crees? Que no es ella como las demás? Para que lo sepas; tu mujer te ha faltado con aquel señor de Moreno, que se murió de repente, una noche. La suerte tuya fue que dio el estallido; y es que los corazones revientan, de la fuerza del querer... Créete, como Dios es mi padre, que la mona del Cielo le quería también, y tenían sus citas... no sé dónde... pero las tenían. Tan listo como eres, y a ti también te la dan...'. Bendito Dios, qué cara me puso! Ah!, el amor propio y la soberbia le salían a borbotones por la boca...».
Después sentía claramente en su oído la vibración de aquella réplica que la había hecho estremecer, que aún la alumbraba, porque las palabras se repetían sin cesar como la pieza de una caja de música, cuyo cilindro, sonada la última nota, da la primera. «Pero qué te has figurado, que mi mujer es como tú? De dónde has sacado esa historia infame? Quién te ha metido en la cabeza esas ideas? Mi mujer es sagrada. Mi mujer no tiene mancilla. Yo no la merezco a ella, y por lo mismo la respeto y la admiro más. Mi mujer, entiéndelo bien, está muy por encima de todas las calumnias. Tengo en ella una fe absoluta, ciega, y ni la más ligera duda puede molestarme. Es tan buena, que sobre serme fiel, tiene la costumbre de entregarme todos sus pensamientos para que yo los examine. Ojalá pudiera yo entregarle los míos! Y ahora, cuando tú me traes esos absurdos cuentos, me veo tan por bajo de ella, que no puede ser más. Tú misma me estás castigando con eso de decirme que mi mujer es como tú, o que en algo puede parecerse a ti. Me castigas porque me demuestras la diferencia; te comparo con ella, y si pierdes en la comparación, échate a ti la culpa... Para concluir, si vuelves a pronunciar delante de mí una palabra sola referente a mi mujer, cojo mi sombrero... y no vuelves a verme más en todos los días de tu vida».
Comentario: «Y yo que me había hecho la ilusión de que no era honrada, para salir ahora con que no tengo más remedio que confesar que lo es! Habrá visto visiones Aurora? Lo asegura de un modo, que no sé... Puede que se equivoque... Puede que el caballero ese estuviera prendado de ella; eso no quiere decir que ella pecase ni mucho menos...».
Otra vez sentía retumbar en su oído las tremendas palabras de aquel: «Si vuelves a pronunciar delante de mí, etc...». Y el comentario parecía producirse en el cerebro paralelamente a la repetición de la filípica: «Ah!, tuno, no hablabas antes de ese modo. En Junio, sí, bien me acuerdo, todo era te quiero y te adoro, y bastante que nos reíamos de la mona del Cielo, aunque siempre la teníamos por virtuosa. Que es sagrada, dices?... Entonces, para qué la engañas? Sagrada! Ahora sales con eso. Cojo mi sombrero y no me vuelves a ver... Eso es que tú lo quieres hace tiempo. Estás buscando un motivo, y te agarras a lo que dije. Te comparo con ella, y si pierdes en la comparación, échate a ti misma la culpa. Eso es decirme que soy un trasto, que yo no puedo ser honrada aunque quiera... Cómo me requemaba oyendo esto y cómo me requemo ahora mismo! Se me aprieta la garganta, y los ojos se me llenan de lágrimas. Decirme a mí esto, a mí, que me estoy condenando por él...! Pero, Señor, qué culpa tendré yo de que esa niña bonita sea ángel! Hasta la virtud sirve para darme a mí en la cabeza. Ingrato!».
Reproducción de algo que ella le había contestado: «Mira; no lo tomes tan a pechos. Podrá ser mentira. Yo qué sé? No creerás que lo he inventado yo. Para que veas que no me gustan farsas contigo; eso que te incomoda tanto, es cosa de Aurora...».
Y él: «Como la coja, le arranco la lengua. Es una víbora esa mujer, una envidiosa, una intrigante. Ándate con cuidado con ella».
Comentario: «De veras que estuve muy prudente. No se debe hablar mal de nadie sin tener seguridad de lo que se dice. Desde aquel momento no me volvió a mirar como me mira siempre. Le chafé su amor propio. Es como cuando se sienta una, sin pensarlo, sobre un sombrero de copa, que no hay manera, por más que se le planche después, de volverlo a poner como estaba. Esta sí que no me la perdona.
Perdona él todo; pero que le toquen a su soberbia no lo perdona. «Estás enfadado?».«Si te parece que no debo estarlo...!».«Hazte el cargo de que no he dicho nada».«No puedo; me has ofendido; te has rebajado a mis ojos. Como tú no tienes sentido moral, no comprendes esto. No calculas el valor que se quitan a sí mismas las personas cuando hablan más de la cuenta».«No me digas esas cosas».«Se me salen de la boca. Desde que calumniaste a mi mujer, la veneración y el cariño que le tengo se aumentan, y veo otra cosa; veo lo miserable que soy al lado suyo; tú eres el espejo en que miro mi conciencia y te aseguro que me veo horrible».
Comentario: «Cuando toma este tonito, le pegaría... Eso es decirme que soy una indecente. Y siempre que saca estas tiologías, es porque me quiere dejar. Y yo no puedo vivir así, Dios mío; esto es peor que la muerte».
Reproducción: «Te vas ya?».«Te parece que es temprano todavía?».«Vienes el lunes?».«No puedo asegurártelo».«Ya empiezas con tus mañas».«Tú sí que te pones pesada».«No quiero disputar. Dime lo que quieras».«Si rompemos, no me eches a mí la culpa, porque eres tú quien la tiene».«Yo?».«Sí, tú, por salir con alguna patochada ordinaria».«Bueno, lo que quieras... Tú siempre has de tener razón... Adiós».«Hasta la vista».
Y al cabo de un rato, su mente saltó de improviso con una idea nueva, expresada en medio de los ahogos de la desesperación, como un rayo que atraviesa las nubes y momentáneamente las horada, las ilumina con sus refulgentes dobleces. «Pero qué demonios es esto de la virtud, que por más vueltas que le doy no puedo hacerme con ella y meterla en mí?».
Entonces advirtió que no había mojado la ropa. Su tarea estaba por empezar, y los rollos de camisas, chambras y demás prendas continuaban delante de ella, muertos de risa, lo mismo que el barreño de agua. Papitos, que entró en el comedor con los cuchillos ya limpios, fue el choque que la hizo salir de su abstracción.
ii
El día de San Eugenio propuso doña Casta ir de merienda al Pardo; pero las de Rubín no querían ni oír hablar de nada que a diversión se pareciese. Bueno tenían ellas el espíritu para meriendas. Fueron las Samaniegas con doña Desdémona, Quevedo y otros amigos. Por la noche, doña Casta se empeñaba en que todas habían de comer bellota, de la provisión que trajo. Estaban de tertulia en casa de Rubín. Sólo faltaba Aurora, a quien Fortunata esperaba con ansia, y siempre que sentía pasos en la escalera, iba a la puerta para abrirle antes de que llamase. Por fin llegó la viuda de Fenelón, fatigadísima. Los encargos en aquel mes eran considerables; las bodas aristocráticas menudeaban, y la pobre Aurora no podía desenvolverse. Como que por cumplir y hacer las entregas a tiempo se había traído alguna labor para trabajar en su casa. Velaría hasta las doce o la una. Brindose la de Rubín a ayudarla, y con la venia de las dos señoras mayores se fueron a la casa próxima. Fortunata deseaba estar sola con su amiga para hablar largo y tendido sobre diferentes cosas.
Encendieron luz en el gabinete, y sobre una gran mesa que allí había, por el estilo de las mesas de los sastres, Aurora, sacando sus avíos, se puso a cortar y a preparar. Fortunata la ayudaba a desenvolver los patrones y a hilvanarlos sobre la tela. A cada momento se arrancaba Aurora del pecho una aguja enhebrada o se la clavaba en él, pues el pecho era su acerico, y allí tenía también una batería de alfileres. Extendiendo sus miradas sobre los patrones, con atención de artista, cogiendo ora la aguja, ora las tijeras, ya inclinada sobre la mesa, ya derecha y mirando desde lejos el efecto del corte; moviendo la cabeza para obtener la oblicuidad de la mirada en ciertas ocasiones, empezó a charlar, arrojando las palabras como un sobrante de la potencia espiritual que aplicaba a su obra mecánica.
«Hoy ha sido el funeral. Cosa estupenda, según me ha dicho Candelaria! El catafalco llegaba hasta el techo, y la orquesta era magnífica; muchas luces... Ahí tienes para qué les sirve el dinero a esos celibatarios egoístas. Estaban las de Santa Cruz y Ruiz Ochoa, las Trujillas, y qué sé yo quién más... Como no nos vemos desde hace muchos días, no te he podido contar la impresión que recibí aquella mañana. Verás: pasaba yo a eso de las ocho y media por la plaza de Pontejos para ir a mi obrador, cuando vi que del portal salía despavorido el criado inglés... Según después supe, iba en busca de mi primo Moreno Rubio, que vive en la calle de Bordadores. Yo dije: 'qué pasará?' y Samaniego salió de la tienda preguntando: 'qué hay?''Cómo que qué hay?'. El inglés entonces, con un terror que no puedo pintarte, nos dijo: 'Señor muerto; señor como muerto'. Corrió allá Pepe y yo detrás. En el portal había un corrillo de gente; unos salían, otros entraban, y todos se lamentaban del suceso. Subí con Pepe... la puerta estaba abierta. Los gritos de Patrocinio Moreno se oían desde la escalera. Ay, qué paso, hija! Yo tenía un miedo que no te puedo ponderar. Acerqueme poco a poco a la habitación. Allí estaba la santa, todavía con el manto puesto y el libro de misa en la mano... Parecía una imagen. Y Moreno... no me quiero acordar, sentado en una silla junto a la mesa...
Dicen que le encontraron con la cabeza apoyada en las manos, seco, rígido y sin sangre. No puedo pintarte el horror que me causó lo que vi. Le habían incorporado en el asiento. Toda la pechera de la camisa estaba manchada de sangre, la barba llena de cuajarones... los ojos abiertos. (Aquí suspendió Aurora su trabajo, poniendo todo su espíritu en lo que relataba...) No quise entrar. De la puerta me volví, y no sé cómo llegué al taller, porque me iba cayendo por el camino; tal impresión me hizo. Hay que reconocer que ese hombre tenía que concluir de mala manera; pero eso no quita que una le tenga lástima. (Volvió a poner toda la atención en su trabajo). Estuve muy mala aquel día, y a ratos me entraban ganas de llorar. Mal se portó conmigo, muy mal... Ah!, ya veo yo que todo se paga en este mundo».
Pobre señor!exclamó Fortunata. A mí también me dio lástima cuando lo supe. Pero, no sabes una cosa?, que hoy hemos tenido la gran bronca ese y yo, porque le dije aquello...
Lo de...?apuntó Aurora, suspendiendo otra vez el trabajo, y mirando a su amiga con intención picaresca.
Sí... Se enfadó tanto, que concluimos mal. Ay, qué pena tengo! Porque si es calumnia, figúrate, qué barbaridad ir con esa historia!
Calumnia nodijo la de Fenelón, atendiendo más a su corte. Podrá ser equivocación.
Quién demonios sabe lo que pasa en el interior de la mona? Que el difunto Moreno andaba loco por ella, no tiene duda. Falta saber, por ejemplo, si ella le correspondía o no.
Tú me dijiste que sí, y que tenían citas...
Sí; pero te lo dije como una suposición nada másreplicó la astuta mujer con cierto despego, como si deseara mudar de conversación. Tú te precipitaste al llevarle ese cuento. Se habrá volado. Hay que tener tacto, amiga mía, y no herir el amor propio de los hombres. Ya debías suponer que le sabría mal.
Y tú qué crees?, hablando ahora como si estuviéramos delante de un confesor. Tú qué crees?, es, como quien dice, ángel o qué?
Aurora dejó las tijeras, y se clavó en el pecho la aguja enhebrada. Después de calcular su respuesta, la soltó en esta forma:
«Pues hablando con verdad, y sin asegurar nada terminantemente, te diré que la tengo por virtuosa. Si mi primo hubiera vivido, no sé a dónde habrían llegado las cosas. Él hacía el trovador de la manera más infantil del mundo. Quién lo diría...!, un hombre tan corrido!... Ella... no sé... creo que se reía de él... Y bien merecido le estaba, por pillo. Quizás le miraba con alguna simpatía... pero lo que es citas, amiga mía, me parece que no las hubo, digo, me parece; y si algo de esto dije, fue como un tal vez, y me vuelvo atrás».
Tornó a su faena dejando a la otra en la mayor confusión.
«Y en último resultadole dijo después, a ti qué más te da que sea honrada o deje de serlo? Lo que te importa es que él te quiera a ti más que a ella».
Oh!, no...exclamó Fortunata con toda su alma, es que si no fuera honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo y que cada cual puede hacer lo que le da la gana... Paréceme que se rompe todo lo que la ata a una; no sé si me explico; y que ya lo mismo da blanco que negro. Créetelo; esa duda no se me va de la cabeza a ninguna hora; siempre estoy pensando en lo mismo, y tan pronto me alegro de que sea mala como de que no lo sea. Ah!, no sabes tú lo que yo cavilo al cabo del día. Las cosas que me pasan a mí no tienen nombre.
Pues para que te tranquilices de una vezdijo la otra sin mirarla. Tenla por honrada, y cuando hables de esto con él, hazle entender que lo crees así, y no aspires a que él te dé su respeto; conténtate con el amor.
Quítate de ahí, mujersaltó Fortunata muy nerviosa. Si esto se acaba... Si me está faltando ese perro! Si en quince días no le he visto más que dos veces. Siempre llega tarde, y como de mala gana. Oh!, yo le conozco bien las mañas: me le sé de memoria. Nada, que quiere echarme al agua otra vez, lo veo, lo estoy viendo. Hoy se lo dije claro, y no me contestó nada.
Entonces tenemos a la mona del Cielo de enhorabuena.
Ah!, no... Me parece que ahora la veleta marca para otro lado. Me está faltando con alguna que ni su mujer ni yo conocemos. Más claro, a las dos nos está dando el plantón hache, y yo estoy que no sé lo que me pasa, más muerta que viva... llena de rabia, llena de celos. No he de parar hasta cogerle, y de veras te digo que si le cojo, y si cojo a la otra, me pierdo. Yo vengaré a la mona del Cielo, y me vengaré a mí. No quisiera morirme sin este gusto.
Dime una cosa... Te has fijado en determinada mujer?le preguntó su amiga mirándola de hito en hito.
No sé; esta noche se me ocurrió si será Sofía la Ferrolana, o la Peri, o Antonia, esa que estaba con Villalonga.
Es natural, piensas en las que conoces. Qué me das, querida mía, si te lo averiguo? Al decir esto, Aurora abandonó todo trabajo y se puso delante de su amiga en la actitud más complaciente.
«Que qué te doy? Lo que tú quieras. Todo lo que tengo... Te lo agradeceré eternamente».
Bueno; pues déjame a mí, que como yo coja el cabo del hilo, hemos de llegar a la otra punta. Verás por qué lo digo; en mi taller hay una chiquilla, muy graciosa por cierto, que me parece, me parece...
En tu taller...!Sí; pero no te precipites... No es ella tal vez... Quiero decir, que por ella he de coger el cabo del hilo, y verás... iré tirando, tirando hasta dar con lo que queremos saber. Tú confíate en mí, y no hagas nada por tu parte. Prométeme que no te has de meter en nada. Sin esa condición, no cuentes conmigo.
Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayas averiguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; te juro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...
Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, y Fortunata tuvo que retirarse. Aurora se quedó trabajando un momento más, y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia. Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».
iii
Una tarde, doña Lupe vio entrar a su sobrina tan desolada, que no pudo menos de írsele encima, llena de irascibilidad, no pudiendo sufrir ya que no le confiase sus penas, cualquiera que fuese la causa de ellas. «Te parece que estas son horas de venir? Y haz el favor, para otra vez, de dejarte en la calle tus agonías y no ponérteme delante con esa cara de viernes, pues bastantes espectáculos tristes tenemos en casa».
Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las casas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Pues estamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a la señora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, si le parece».
No estaba acostumbrada doña Lupe a contestaciones de este temple, y al pronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro: «Eso de que me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. Pues qué? Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. Crees que se te va a tolerar ese cantonalismo en que vives? Me gustan los humos de la loca esta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo».
Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que al apartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre la cómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.
«Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua».
Mejor.Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.
Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arregla nadie...
«No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la vozdijo doña Lupe levantándose de su asiento, porque no se entere ese desventurado». Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera la gresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo: «Se ha quedado dormido. Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estás portando... Silencio!».
Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña en buscarme el genio.
Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobre chico.
Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.
Y lo que más me subleva es tu terquedaddijo doña Lupe bajando la voz, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independencia estúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios. Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.
Tanta turbación había en el alma de la esposa de Rubín, que la ira estaba en ella como prendida con alfileres, y el menor accidente, una nada, determinaba la transición de la rabia al dolor, y de la energía convulsiva a la pasividad más desconsoladora. Algo se derrumbaba dentro de ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quien le descubren una travesura gorda. Doña Lupe se vanaglorió mucho de aquel cambio de tono, que consideraba obra de sus facultades persuasivas. Fortunata se dejó caer en una silla, y más de un cuarto de hora estuvo sin articular palabra, oprimiendo el pañuelo contra su cara.
«Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lo hice porque me parecía impropio. Qué barbaridad! Traer a esta casa cuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta llorar aquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. El alma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena, que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo que quiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soy mala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada».
Ahí tienesle dijo doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedos de ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal; ahí tienes lo que pasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejos que te di este verano, no te verías como te ves.
La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso de agua.
Serénatele decía, que ahora no te he de reñir, aunque bien lo mereces. No, no necesitas explicarme lo que te pasa; justo castigo de Dios. Crees que no tengo yo pesquis? Me basta verte la cara. Ello tenía que suceder, porque los malos pasos conducen siempre a malos fines... El resultado es que sale todo lo que yo digo. El pecado trae la penitencia. Otra vez te da carpetazo ese hombre, acerté?
Sí, sí... Pero qué infame!...
Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relaciones criminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y el que castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Pues estás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.
Pero qué infame!volvió a decir Fortunata, mirando a su tía con los ojos llenos de lágrimas. Pues no ha tenido el atrevimiento de decirme, entre bromas y veras, que yo estaba enredada con Ballester? Pretextos, tiologías y nada más. De seguro que no lo cree.
Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo te consuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos y te encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.
Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando, agarrose a la falda de doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal de lágrimas.
«No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo, siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, me portaré bien; ahora sí, ahora sí».
Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de Santa Bárbara sino cuando truena. Qué sacaría yo de consolarte ahora y corregirte, si el mejor día volvías a las andadas?
Ahora no... ahora no...Quien no te conoce que te compre... Al extremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenir ya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí. Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, has acudido tarde... Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sin que tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! Ay!, no puedo, no puedo.
Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad era poco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si se sometía al fin de una manera absoluta.
Pronto se hizo de noche. Los días menguaban, entristeciendo el ánimo de los que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media la casa estaba a oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo lo posible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó al sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer, sin obtener respuesta. Oía los suspiros que daba el infeliz, y en una de aquellas aproximaciones, Maxi cogiéndole las manos, se las apretó con afecto. Algo había en el alma de Fortunata que respondía a tal demostración de ternura. Sentía hacia él cariño semejante al que inspira un niño enfermo, efusión de lástima que protege y que no pide nada.
Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandilados por el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda por animar a Maxi con una broma: «Ya estáis haciendo los tortolitos?... Más cuenta te tiene comer. Quieres que esta coma aquí contigo?».
Sí, sí, yo comeré aquídijo la esposa prontamente. Y él comerá también, verdad, hijo? Verdad que comerás con tu mujer? Ella te cortará los pedacitos de carne y te los irá dando.
Pues yo os mandaré la comidaindicó doña Lupe, poniendo la pantalla al quinqué y acortando la llama. Tengo hoy un arroz con menudillos que es lo que hay que comer.
En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con el servicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramente ceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata le apoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer, como realidad social, el principio de solidaridad de la sustancia divina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo se animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «Y le dio usted al fin esas píldoras?».
«Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le di otra. No lo dispuso así Ballester...?».
Sí... Vea usted por qué está tan avispado. Vaya con el cáñamo ese! Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de un modo tan negro sino que las toma por lo risueño.
Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y él se los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risa plácida no parecía la de un demente.
Fortunata sentía leve consuelo en su alma, y se decía: «Si Dios quisiera que se pusiera bueno...! Pero cómo va Dios a hacer nada que yo le pida... Si soy lo más malo que Él ha echado al mundo! Para mí esta casa se tiene que acabar. A dónde me retiraré? Qué será de mí? Pero a donde quiera que vaya, me gustará saber de este pobrecito, el único que me ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y me perdonaría la tercera... y la cuarta... Yo creo que me perdonaría también la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y esto es por culpa mía. Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré con este peso a todas partes, y no podré ni respirar».
Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que imaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doña Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesos crujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo de gimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándose ante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitud semejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algo muy bonito en décimas o quintillas.
iv
«Vida míale dijo en el tono más dulce del mundo, gracias mil por el consuelo que me has dado con tus palabras».
Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado; pero lo mismo daba. Hizo un signo afirmativo, y adelante.
«Porque estando tú conforme conmigo, no deseo más. Mis aspiraciones están cumplidas. Viva el gran principio de la liberación por el desprendimiento, por la anulación!...».
Vivaaa...!Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina se propague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después. Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al punto de caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella esté completamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como del erizo se desprende la castaña bien madura.
Nada, hijo, que la mataremos.Me gusta verte así. Hay nada más hermoso que la muerte? Morir, acabar de penar, desprenderse de todas estas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! Hay nada que pueda compararse a este bien supremo?... Concibe el alma nada más sublime?
Y después?dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oía con mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.
Oh!, después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a la sustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel gran todo... Qué dicha tan grande!
No padecer...!murmuró la prójima inclinando su cabeza sobre el pecho de él. No temer si le hacen a uno esta o la otra perrería...!, no verse en agonías nunca y gozar, gozar, gozar...
Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en los espacios invisibles y sin confines.
«Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno en aquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso, transparente y placentero...!».
Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Lo accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con arrobamientos que no se acaban nunca.
«Querida míale dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de la cara, señal de una fuerte excitación nerviosa; los dos moriremos después que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres bien de la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial».
Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, y puso una carita muy gravemente atenta.
«Pues yo sé una cosa que tú no sabes, aunque quizás lo presientes, y que seguramente sabrás muy pronto. Quizás hayas empezado a notar algún síntoma; pero aún tu espíritu no tendrá más presentimientos de este gran suceso».
La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. Qué sería, Dios, qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojos como saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieron estremecer: «Tú estás en cinta».
Quedose un rato la infeliz mujer como petrificada. Trataba de tomarlo a broma, trataba de negarlo; pero para ninguna de estas determinaciones tenía valor. Terror inmenso llenaba su alma al ver que Maxi decía lo que decía con expresión de la más grande seguridad. Pero lo último que a Fortunata le quedaba que oír fue esto, dicho con exaltación de iluminado, y con atroz recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de la cabeza: «Ha sido una revelación. El espíritu que me instruye me ha traído anoche esta idea... Misterio bonitísimo, verdad? Tú estás embarazada... Y tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoy conociendo en la cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha de arrojar ninguna deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas es el hijo del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer al mundo su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque has padecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho. Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de la existencia. Nacerá de ti el verdadero Mesías. Nosotros somos nada más que precursores, te vas enterando?, nada más que precursores, y cuanto des a luz, tú y yo habremos cumplido nuestra misión, y nos liberaremos matando nuestras bestias».
Del salto se puso Fortunata al otro extremo de la habitación. Habíale entrado tal pánico, que por poco sale al pasillo pidiendo socorro. Maxi tenía la cara descompuesta y transfigurada, y sus ojos parecían carbones encendidos. Ni siquiera reparó que su mujer se había alejado de él, y continuó hablando como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada y muerta de miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos, miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «En qué lo habrá conocido?... Dios, qué hombre! Será farsa todo esto de la locura? Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia le persiga...? Pero cómo habrá descubierto...! Si no lo he dicho a nadie! Si no se me conoce nada todavía...! Ah!, lo que este hombre tiene es mucha picardía. Eso de la revelación lo dice para engañar a la gente... Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha conocido no sé en qué... Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque no; podrá haberlo adivinado por su propia locura. No dicen que las grandes verdades las saben los niños y los locos...? Ay, qué miedo me ha entrado! Dios mío, líbrame de esta tribulación. Este hombre me quiere matar y hace todas estas comedias para vengarse en mí y asesinarme a lo bóbilis bóbilis...».
El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temor sentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de su marido, que era tan débil. «Moñuca míale dijo apretándole el brazo con nerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichada veía confundidos al amante y al asesino. Nos liberaremos, por medio de una sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. Cuándo será? Allá por Febrero o Marzo».
Debe ser por Marzopensó Fortunata; pero para ti estaba... Ya me pondré yo en salvo. Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir para criarlo, y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mi vida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... Ves cómo me salí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces no habrá quien me tosa... Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y tú seríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí que debíamos matarnos.
Oíase el run run de las despedidas de doña Silvia y Rufinita en el pasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvió al sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.
«Qué tal?dijo doña Lupe. Hay sueño? Son las once».
Ha venido usted a turbar nuestra felicidadreplicó Maxi sentado, y moviendo las piernas en el aire. Mi elegida y yo deseamos estar solos, enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...
Pero qué volteretas son esas que das? (no sabiendo si reír o ponerse seria). Pareces un saltimbanquis.
Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables, digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar las personas vulgares.
Llamarme a mí persona vulgar!...
La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos... es decir, en hacerle mimos a la bestia.
Pero qué?, también vas a dar vueltas de carnero?dijo asustada doña Lupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabeza hasta tocar con ella la gutapercha.
Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche está fría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneo me han encendido un hornillo.
Ve usted... ve usted...?indicó Fortunata, no recatándose de decirlo en alta voz. El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no deben dársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro y adivina los secretos.
Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, qué haces?
Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un jinete que monta a la inglesa.
«Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundogruñía el infeliz, dando vueltas sobre sí mismo. Lo anunciará una estrella que ha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán con himnos de alegría».
Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.
Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrerodijo él, mirando debajo de la mesa y del sofá.
Y para qué quieres el sombrero?
Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la cabeza descubierta. Hace un calor horrible.
Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.
Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba. Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con los brazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente las extremidades para volver a levantarlas.
«Bonita noche nos va a hacer pasar!» exclamó doña Lupe cruzando las manos. Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.
«A que no me aciertan ustedes en dónde estoy?dijo el pobre demente. Me he caído del Cielo sobre un tejado. Qué hace mi mujer ahí que no viene en mi socorro?».
Pues sí señor, bonita noche!repetía doña Lupe, echando un suspiro por cada palabra.
Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos, con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono. Su risa causaba espanto a las dos señoras, y últimamente no se le entendía una palabra de las muchas que de su boca soltaba atropelladamente, pronunciándolas de un modo primitivo, como los chiquillos que empiezan a hablar. Por fin el desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quieto en el sofá, con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, la cabeza debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una mano daba contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando al brazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas variarle la difícil postura, temiendo que si le tocaban, se alborotaría de nuevo y les daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba, sentada en una silla junto a la cama del matrimonio; pero Fortunata no pegó los ojos en toda la noche.
Ya amanecía cuando le acostaron. Apenas daba acuerdo de sí, y gemía, al moverse, como si tuviera molido a palos su ruin y desdichado cuerpo.
v
Creo que fue el día de la Concepción cuando Rubín salió de su cuarto con un cuchillo en la mano detrás de Papitos, diciendo que la había de matar. El susto de la tía y de Fortunata fue muy grande, y les costó trabajo quitarle el arma homicida, que era un cuchillo de la mesa, con el cual no era fácil quitar la vida a nadie. Pero el paso fue terrible, y los chillidos de Papitos se oyeron en toda la vecindad. Salió despavorida del cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto, como si fuera a hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugió entre las faldas de su ama, gritando: «Que me mata, que me quiere matar!» y Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido a pesar de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. La resistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía de los cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el cuchillo, decía con voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...». Después se supo que Papitos tenía la culpa, porque le había irritado, contradiciéndole estúpidamente. Doña Lupe lo sospechó así, y mientras Fortunata se le llevaba otra vez a su cuarto, procurando calmarle, la señora cogió a la chiquilla por su cuenta, y con la persuasión de tres o cuatro pellizcos, hízole confesar que ella era culpable de lo ocurrido. «Mire, señorareplicaba ella bebiéndose las lágrimas; él fue quien empezó, porque yo no chisté. Estaba recogiendo el servicio, y él saltó contra mí, diciéndome que para arriba y que para abajo... Yo no lo entendía y me eché a reír... Pero dimpués salió con unos disparates muy gordos. Sabe, señora, lo que dijo? Que la señorita Fortunata iba a tener un niño, y qué sé yo qué más. No pude por menos de soltar la carcajada, y entonces fue cuando garró el cuchillo y salió tras de mí. Si no doy un blinco, me divide».
Bueno; vete a la cocina, y aprende para otra vez. A todo lo que él diga, por disparatado que sea, dices tú amén, y siempre amén.
Aquel hecho era quizás síntoma de un nuevo aspecto de locura, y las dos señoras no cabían ya en su pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ocho días sin que el caso se repitiera. Maxi pudo apoderarse de un cuchillo, y fue hacia su tía, diciendo que la quería liberar. Gracias a que estaba allí el Sr. Torquemada, no fue difícil desarmarle; pero el susto no había quien se lo quitara a doña Lupe, que tuvo que tomarse una taza de tila. Por cierto que la señora se conceptuaba infeliz entre todas las señoras y damas de la tierra, por las muchas pesadumbres que sobre su alma tenía. No era sólo el estado lastimosísimo del más querido de sus sobrinos; otras cosas la mortificaban atrozmente, abatiendo su grande espíritu. Entre Fortunata y ella mediaron ciertas palabras que imposibilitaban absolutamente toda concordia.
«Vayale dijo doña Lupe una noche, que te estás luciendo! A qué esas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? Cómo es que lo ha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en mi sano juicio? A qué esos escondites conmigo?».
Después de una larga pausa, Fortunata, con muchísimo trabajo, se determinó a responder esto: «Yo no se lo he dicho. Él lo adivinó. Esto no podía yo decirlo a nadie de esta casa, y a él menos...».
Y a él menos!repitió doña Lupe, clavando en la delincuente sus miradas como flechas.
Sí, porque él no debía saberlo nuncaprosiguió la otra haciendo el último esfuerzo. A usted pensaba yo decírselo, pero no me determiné por la vergüenza que me daba. Ahora que lo sabe, lo que tengo que hacer es pedirle que tenga compasión de mí, recoger mi ropa y marcharme de esta casa. Ahora sí que será para siempre.
La viuda de Jáuregui se tomó tiempo para dar contestación a estas gravísimas palabras. Un sin fin de ideas se le metió en la cabeza, y estuvo aturdida largo rato, sin saber con cuál de ellas quedarse. El rompimiento definitivo le arrancaba una tira de su corazón, con dolor agudísimo, por no serle posible retener las cantidades que Fortunata había puesto en sus manos. La elasticidad de su conciencia no llegaba nunca a sus estirones a la apropiación de lo ajeno, ni directa ni indirectamente. Lo ajeno era sagrado para ella, y aunque aumentase lo suyo cuanto pudiera a costa del prójimo, jamás llegaba a la absorción de lo que se le confiaba. Devolvería, pues, lo que se le había entregado, con los aumentos que a su buena administración se debían. Cierto que esta devolución era para ella un trance doloroso, algo como la separación de un hijo que se va a la guerra a que le maten, pues aquel guano, entregado a su dueño, pronto se perdería en el desorden y los vicios.
Pero si esta pena la estimulaba a transigir una vez más, su decoro y más aún su amor propio se sublevaban airados contra aquella infame, que traía al hogar doméstico hijos que no eran de su marido. Esto no se podía sufrir sin cubrirse de baldón; esto no lo toleraría doña Lupe, aunque tuviera que dar, no sólo el dinero ajeno, sino el propio... Tanto como el propio, no, vamos; pero en fin, así lo pensaba para poder expresar de una manera enfática su grandísimo enojo.
Qué diría la gente!... qué las amigas, ante quienes doña Lupe oficiaba como guardadora de la moralidad y de los buenos principios! Cierto que para el mundo la situación que crearía la maternidad de la de Rubín sería una situación legal, toda vez que Maxi, enfermo y encerrado quizá para entonces en un manicomio, no había de llamarse a engaño; pero en este caso, la afrenta sería mayor por añadirse a ella la mentira. Y todos tendrían a doña Lupe por encubridora, y le cortarían lindos sayos. Si ya le parecía a ella oírlo: «Miren esa, tan orgullosa y rígida, tapando el matute que la otra bribona ha introducido en su casa. Lo hará por la cuenta que le tiene. El padre de la criatura es hombre rico y habrá pagado bien el alijo». La idea de que pudieran decir esto hacía brotar de la frente augusta de la viuda gotas de sudor del tamaño de garbanzos.
«Ella mismapensó, no se ha recatado para decirme que el pobre Maxi está tan inocente de esto como yo. Lo cantará lo mismo a todo el mundo, porque ella es así, muy bocona... Pero entre dos afrentas, prefiero que le haya dado por pregonar la verdad, pues así no hará catálogos la gente, ni tendrá nadie que decir si el chico es o no es...».
De todo esto se deducía que aquella pícara había traído una maldición a la casa; ella tenía la culpa de la demencia de Maxi. Bien lo vaticinó doña Lupe: mucha mujer para tan poco hombre. Naturalmente, el pobre chico tenía que morirse o perder la cabeza. Lo que había que desear ya era que la prójima se perdiese completamente de vista; que entre la familia y ella mediasen abismos infranqueables; que pudiera decir doña Lupe a los amigos: «esa mujer se ha muerto para mí». La sombra de Jáuregui parecía venir en ayuda de las determinaciones de su ilustre viuda, porque a esta le faltaba poco para ver a su marido salirse de aquel cuadro en que retratado estaba, tomar vida y voz para decirle: «Si no arrojas de tu casa a esa pájara, me voy yo, me borro de este lienzo en que estoy, y no me vuelves a ver más. O ella o yo». Y cuando la pájara repitió que se marchaba, doña Lupe no pudo menos de decirle con acritud: «Pero qué haces que no has echado ya a correr?... Francamente, me pasma que tengas pachorra para estar aquí todavía. Otra de más frescura no habrá». Llevándola a su gabinete le habló de la entrega de las cantidades que en su poder tenía. Fortunata dijo con mucha calma y frialdad que no se llevaba el dinero y que sólo tomaría los réditos. «Cómo voy a colocarlo yo? Téngalo usted; yo guardo el recibo y vendré todos los trimestres a recoger el premio».
Doña Lupe abrió tanta boca, que por poco se le entra una mosca en ella. Su primer impulso fue negarse a ser administradora y apoderada de semejante persona; pero tal prueba de confianza la anonadaba. Insistió en dar el dinero; insistió más la otra en dejarlo en manos que tan bien lo sabían aumentar, y así quedó el asunto. La de los Pavos temía que entre ella y su sobrina quedase aquella relación, aquel cable telegráfico, por donde vinieran a comunicarse la honradez más pura y la inmoralidad. Conservar el dinero era sostener una especie de parentesco... Oh!, no, esto parecía como transacción con la afrenta. Pero al propio tiempo, entregar los santos cuartos a su dueña era lo mismo que tirarlos a la calle. Sus amantes se los gastarían en un decir Jesús... y era lástima que tan bonito capital se destruyese.
Mucho se disputó sobre esto, haciendo ambas alardes de delicadeza; pero, al fin, el dinero quedó en poder de doña Lupe. Ascendía la suma a treinta mil reales, los veinte mil dados por Feijoo, y diez mil y pico que habían producido desde aquella fecha, colocados por Torquemada en préstamos a militares. Precisamente en los días últimos del año, cuando ocurrió lo que ahora se cuenta, casi toda la suma estaba sin colocar, y la tenía la señora en su cómoda, esperando una proporción, que D. Francisco tenía en tratos con un señor comandante. La suma que poseía Fortunata en acciones del Banco, se conservaba en esta misma forma, porque así lo había dispuesto D. Evaristo. Guardaba la tía de Maxi el extracto de la inscripción en un hueco de su vargueño, y no se sacaba sino al fin de los semestres, para ir al Banco a cobrar el dividendo. Sobre esta clase de valores no hubo disputa entre las dos mujeres, porque desde luego pensó Fortunata llevárselos, y la otra no gustaba de conservar fondos de que no podía disponer para sus ingeniosas combinaciones financieras. La custodia de la inscripción le molestaba y la ponía tan en cuidado sin ningún beneficio, que no sintió verla salir de su casa. Los treinta mil reales quedaron bien agasajaditos en un rincón de la cómoda. Eran para doña Lupe como un hijo adoptivo a quien quería como a los hijos propios.
vi
La evasión (pues así debe llamársela) de su mujer, no fue notada por Maxi en los primeros días. Pero cuando se hizo cargo de ella, manifestó una inquietud que puso a la pobre doña Lupe en mayor aburrimiento del que tenía. Pensó seriamente en llevar a su infeliz sobrino a un manicomio. Mucha pena le daba separarse de él, entregándole a la asistencia de gentes mercenarias; pero no había otro remedio. Para tratar de esto y acordar lo más conveniente, llamó a Juan Pablo, que a la sazón había pasado de Penales a Sanidad, y podría tal vez poner a su hermano en Leganés, en un departamento de distinguidos, con pago de media pensión o quizás sin pagar un cuarto.
Entre tanto, Fortunata, al salir de la casa de su marido, y antes de dirigirse a su nueva morada, encaminó sus pasos a la de D. Evaristo. Era este la primera persona a quien tenía que consultar sobre la crítica situación en que se encontraba. Referirle lo ocurrido era ya para ella un verdadero castigo de su perversidad, porque de sólo pensar que lo refería, le entraba espanto. Bueno se iba a poner Feijoo, al saber que la chulita había hecho mangas y capirotes de la doctrina práctica expuesta con tanto ardor y cariño por el simpático anciano, cuando dispuso la separación! Cuánto mejor no haberse separado de aquel hombre sin igual! Ella le habría soportado en su vejez caduca, y habría sido feliz cuidándole como se cuida a un niño inocente! Al llegar a la Plaza de los Carros, y al ver la calle de Don Pedro, pensó que no tendría valor para contarle a su amigo sus últimas calaveradas. Subió temblando por la ancha escalera, que estaba aquel día alfombrada y con muchos tiestos, porque la noche antes se había celebrado en la legación, con gran comistraje y mucha fiesta, el aniversario del Emperador.
Así se lo dijo doña Paca a Fortunata, cuando esta le preguntó por su amo. «Anoche ha estado muy inquieto, porque hemos tenido convite y recepción en el principal y los coches no cesaron de alborotar en la calle hasta la madrugada. Esta casa es ordinariamente muy silenciosa; pero cuando hay ruido, parece que se hunde el mundo. Figúrese usted qué nos importará a nosotros que cumpla no sé cuántos años ese señor Emperador, a quien parta un rayo! Valiente jaqueca nos dio anoche!... Pase usted. Hoy le encontrará un poco aturdido a consecuencia de la mala noche».
Don Evaristo se hallaba ya en lastimoso estado. Las piernas las tenía casi completamente paralizadas, y salía a paseo en un cochecillo o sillón de ruedas, que empujaba su criado. Iba a las Vistillas a tomar el sol, y a veces se extendía hasta la Plaza de Oriente por el Viaducto. Al centro de la Villa no venía nunca, y para las relaciones y amistades que en las partes más animadas de Madrid tenía, aquella existencia paralítica y con tantos achaques, aquella vida circunscrita al barrio extremo, eran como una muerte anticipada, pues del verdadero Feijoo, tal como le conocimos, no quedaba ya más que una sombra. Estaba completamente sordo, teniendo que auxiliarse de una trompetilla para recoger algunos sonidos; su inteligencia sufría eclipses, y la memoria se le perdía en ocasiones casi por completo, quedándose en la tristeza del instante presente, sin ayer, sin historia, como si cayera de una nube en mitad de la vida, a la manera de un bólido. Sus distracciones eran ya puramente pueriles. Se pasaba las horas muertas haciendo el juego del bilboquet, o bien entretenido en enredar con los muchos gatos que había en la casa. Todas las crías de la hermosa menina de doña Paca se conservaban, al menos mientras les duraba el donaire de la infancia gatesca. Sentado al sol junto al balcón en su sillón muy cómodo, Feijoo arrojaba a sus graciosos amigos una pelota atada con un hilo, y se divertía con las monísimas cabriolas y morisquetas que hacían los pequeñuelos. Otras veces les tiraba la pelota a lo largo de la enorme estancia, o ataba al hilo un pedazo de trapo, recogiéndolo como recoge el pescador su aparejo, para verlos correr tras él. Cuando entró Fortunata, el juego del hilo y de la pelota estaba suspendido, por ley de variedad, y D. Evaristo tenía en la mano su bilboquet, saltando la bola, y acertando muy raras veces a clavarla en el palo. Dos o tres gatitos blancos con manchas grises enredaban sobre el buen señor. Uno se le subía por la manta que le envolvía las piernas; otro estaba en su regazo sentado sobre los cuartos traseros, refregándose las patas con la lengua y el hocico con la pata; y un tercero se le había subido a un hombro y allí seguía con vivaracha atención los brincos de la bola del bilboquet, marcándolos con la pata en el aire. Lo que él quería era meterte mano a la bola aquella tan bonita.
Al ver entrar a su amiga, el inválido puso una cara muy risueña. Todos los sentimientos los expresaba ya riendo. La mandó sentar a su lado, y aun quiso seguir en su solaz inocente; pero tuvo que suspenderlo para coger la trompetilla. Fortunata cogió en sus manos uno de los gatitos para acariciarlo.
«Qué hay?dijo D. Evaristo mirándola de un modo que parecía indicar agradecimiento de las caricias que al micho hacía. Ah!, ese es el más tunante de todos... Sabe más...!, y tiene más picardías! Conque a ver, chulita, qué hay?».
Fortunata no sabía cómo empezar. Contrariábala mucho tener que decir las cosas a gritos, y temía que se enterasen los criados, la vecindad y hasta el embajador con toda su gente extranjera. Y cómo se podía contar una cosa tan delicada dando berridos, al modo que cantan los serenos las horas, o como los pregones de las calles? Algo dijo que llevó al ánimo de don Evaristo el convencimiento de que su chulita se veía en un mal paso. De repente soltó mi hombre la risa infantil y babosa, diciendo: «Apostamos a que ha habido algún rasgo? Precisamente lo que más prohibí, los dichosos rasgos, que siempre traen alguna desgracia».
La consternada joven no podía asegurar que sus últimas diabluras mereciesen la denominación y categoría de rasgos; pero indudablemente eran una cosa muy mala. Sobre todo no había hecho maldito caso de las sabias recetas de vida social que le diera su amigo. Para hacerle comprender mejor que con largas explicaciones algo de lo que ocurría, sacó la inscripción, que llevaba dentro de un sobre y este envuelto en un papel.
«Qué es eso, la inscripción?dijo el anciano riéndose másPues qué... ji ji ji... ha habido rompimiento con ese bendito?...».
Y se puso la trompetilla en la oreja para coger con ella la respuesta.
Completamente ido de la cabeza... manicomio.
Que no come!Al manicomio... que le van a poner en Leganés...
Ah! Y doña Lupe?
Ella y yo... Fortunata hizo con sus dos dedos índices un signo muy expresivo, poniéndolos punta con punta.
Habéis reñido... ji ji ji... Qué cosas! Doña Lupe muy lagarta...
El gatito que se había subido en el hombro del señor, estaba muy preocupado con la trompetilla. Ignoraba sin duda lo que era aquello, y quería saberlo a todo trance, porque alargaba la pata como para hacer un reconocimiento de tan misterioso objeto. La curiosidad del animalito interrumpía la audición, que era ya bastante penosa. Feijoo tomó la inscripción diciendo: Pero qué ocurre?... doña Lupe...?, ji ji ji... Todavía sostendrá que yo le hice el amor. No hay quien se lo quite de la cabeza. Y todo porque me solía parar en la esquina de la calle de Tintoreros, esperando a la mujer de Inza, ji ji ji... el de la tienda de mantas.
Después de esta brillante ráfaga de memoria, la preciosa facultad se eclipsó por completo, y el ayer se borró absolutamente del espíritu del buen caballero. Miraba a su chulita con estupidez y cierta expresión de duda o sorpresa. Fortunata seguía pegando gritos; pero él no se enteraba; lo poco que oía era como si oyese el ruido del viento: no le sacaba sentido. Cansada de inútiles esfuerzos, la joven se calló, mirando a su amigo con hondísima pena. Y mirándola él también, de repente volvió a su risa pueril, motivada por las cosquillas que en el cuello le hacía el gatito... «Si es un granuja este... si no me deja vivir». Fortunata daba suspiros, sin que el anciano se enterase de esta expresiva manifestación de disgusto, y al fin, ella, comprendiendo que era inútil esperar de aquella ruina apuntalada un consuelo y un consejo, decidió retirarse. Al darle un cariñoso abrazo, el anciano pareció volver en sí, recobrando su acuerdo, y se le refrescó la memoria. «Chulita, no te vayasle dijo, dándole un palmetazo en el muslo. Ah... qué tiempos aquellos! Te acuerdas? Qué días tan felices! Lástima que yo no hubiera tenido veinte años menos. Entonces sí que habríamos sido dichosos». Ella decía que sí con la cabeza. Luego D. Evaristo pareció instantáneamente asaltado por una idea que le inquietaba. Después de meditar un instante, aprovechando aquella ráfaga de inteligencia que cruzaba por su cerebro, cogió el sobre que contenía la inscripción, y devolviéndoselo, le dijo: «No dejes esto aquí. Puedo morirme de un momento a otro, y tu dinero corre peligro de extraviarse. Es mejor que lo guardes tú. No tengas cuidado. Las acciones son nominativas, y nadie más que tú puede disponer de su importe». Y como si el despejo de su inteligencia no hubiera tenido más objeto que permitirle aquella importante advertencia, en cuanto la hizo, la nube invadió otra vez toda la caja del cerebro, volvió a la risa infantil, y a preocuparse más de que la bola del bilboquet se pinchase en el palito que de todo lo que a su desgraciada amiga pudiera referirse.
Salió, pues, Fortunata de la triste visita con la impresión de haber perdido para siempre aquel grande y útil amigo, el hombre mejor que ella tratara en su vida y seguramente también el más práctico, el más sabio y el que mejores consejos daba. Verdad que ella hizo tanto caso de estos consejos como de las coplas de Calaínos; pero no dejaba de conocer que eran excelentes, y que debió al pie de la letra seguirlos.
vii
De aquel anciano chocho y que más bien parecía un niño, no podía la esposa de Rubín esperar ya ninguna protección ni amparo moral. Sólo en muy contados momentos lúcidos se revelaba en él un recuerdo vago de lo que había sido. Le lloró por muerto con verdadera efusión de hija desconsolada, y se aterraba de la orfandad en que iba a quedar cuando más necesitaba de una persona sesuda y discreta que la dirigiera. La impresión de vacío y soledad que sacó de la casa, poníala en grandísima tristeza. En la Cava Baja pasó por junto a un pianito que tocaba aires de ópera con ritmo picante y amoroso. Esta música le llegaba al alma. Parose un rato a oírla, y se le saltaron las lágrimas. Lo que sentía era como si su espíritu se asomara al brocal de la cisterna en que estaba encerrado, y desde allí divisara regiones desconocidas. La música aquella le retozaba en la epidermis, haciéndola estremecer con un sentimiento indefinible que no podía expresarse sino llorando. «Yo debo de ser muy brutapensó, alejándose, porque me gusta más esta música de los pianitos de la calle que la pieza que toca Olimpia, y que dicen que es cosa tan buena. A mí me parece que, cuando la oigo, me aporrean los oídos con la mano del almirez».
Había resuelto Fortunata, de acuerdo con su tía Segunda, albergarse en la casa de esta, que vivía otra vez en la Cava. Allá se encaminó desde la calle de Don Pedro, y antes de entrar en el portal de la pollería, el mismo portal y el mismo edificio donde tuvo principio la historia de sus desdichas, una vecina le dijo que Segunda estaba en el puesto de la plazuela, comiendo con unas amigas. Fuese allá, y vio a su tía con otras dos tarascas junto a una mesilla, comiendo un guiso de cordero en platos de Talavera. Jarro de vino y botijo de agua completaban el servicio. Las tres damas estaban con los moños al aire, hablando a un tiempo en alta voz, con ese desparpajo y esa independencia de modales que caracterizan a los vendedores ambulantes que viven siempre al aire libre, y tienen la voz hecha a la gritería de los pregones. Segunda Izquierdo era una mujer corpulenta y con la cara arrebatada, el pelo entrecano. Se parecía bastante a su hermano José; pero no conservaba tan bien como este la hermosura de aquella raza de gente guapa, porque las miserias, las enfermedades y la vida aperreada de los últimos años habían hecho efectos devastadores en su cara y cuerpo. Los que trataron a Segunda en su edad de oro, apenas la conocían ya, porque su cara estaba toda llena de costurones, y en el cuello y quijada inferior llevaba unas rúbricas que daban fe de otros tantos abcesos tratados quirúrgicamente. El ojo derecho no estaba ya todo lo abierto que debía, a causa de una rija, y el párpado inferior del mismo había adquirido notoria semejanza con un tomate, a consecuencia de la aplicación de un puño cerrado, de lo que resultó una inflamación que vino a parar en endurecimiento. Ni aun su hermosa dentadura conservaba Segunda, pues un año hacía que empezaban a emigrar las piezas unas tras otras. El cuerpo se iba pareciendo al de una vaca que se pusiera en dos pies.
En cuanto vio venir a su sobrina, cogió de encima de la mesilla una llave enorme, que parecía la llave de un castillo, y alargándosela le dijo que subiera a la casa si quería. Las otras dos tiorras miraron a la joven con descarada curiosidad. A una de ellas la conocía Fortunata, a la otra no. Sentose un momento en una banqueta que le ofrecieron, porque estaba cansada; pero sintiéndose molesta por las preguntas impertinentes de las amigas de su tía, subió al cuarto que debía de ser su albergue... hasta sabe Dios cuándo. Aquel barrio y los sitios aquellos éranle tan familiares, que a ojos cerrados andaría por entre los cajones sin tropezar. Pues y la casa? En ella, desde el portal hasta lo más alto de la escalera de piedra, veía pintada su infancia, con todos sus episodios y accidentes, como se ven pintados en la iglesia los Pasos de la Pasión y Muerte de Cristo. Cada peldaño tenía su historia, y la pollería y el cuarto entresuelo y después el segundo tenían ese revestimiento de una capa espiritual que es propio de los lugares consagrados por la religión o por la vida. «Las vueltas del mundo!decía dando las de la escalera y venciendo con fatiga los peldaños. Quién me había de decir que pararía aquí otra vez!... Ahora es cuando conozco que, aunque poco, algo se me ha pegado el señorío. Miro todo esto con cariño; pero me parece tan ordinario...! Aquellas dos tiburonas... qué tipos!, pues y mi tía?...».
El cuarto que entonces tenía Segunda en aquella casa era uno de los más altos. Estaba sobre el de Estupiñá. No había llegado Fortunata al segundo, cuando vio bajar a este, y le entraron ganas de saludarle. Puso él una carátula durísima al verla; pero a pesar de esto, la joven sentía ganas de decirle algo. Érale simpático; conocía sus apetitos parlamentarios, y aunque por sus amistades con los de Santa Cruz podía contarle ella en el número de sus enemigos, le miraba ella con buenos ojos, teniéndole por hombre inofensivo y bondadoso. «Aunque usted no quiera, D. Plácido, buenos días». El gran Rossini no se dignó volver hacia ella su perfil de cotorra, y refunfuñando algo que la nueva inquilina no pudo entender, siguió por la escalera abajo, haciendo sonar con desusado estrépito los peldaños de piedra.
Fortunata vio el cuarto. Ay, Dios, qué malo era, y qué sucio y qué feo! Las puertas parecía qué tenían un dedo de mugre, el papel era todo manchas, los pisos desiguales. La cocina causaba horror. Indudablemente la joven se había adecentado mucho y adquirido hábitos de señora, porque la vivienda aquella se le presentaba inferior a su categoría, a sus hábitos y a sus gustos. Hizo propósito de lavar las puertas y aun de pintarlas, y de adecentar aquel basurero lo más posible, sin perjuicio de buscar casa más a la moderna, quisiera o no Segunda vivir en su compañía. El gabinetito que ella había de ocupar tenía, como la sala, una gran reja para la Plaza Mayor. Estuvo un rato ocupada en hacer mentalmente la colocación de sus muebles, la cama, la cómoda, una mesa y dos sillas. Por cierto que todo esto tenía que comprarlo, pues de la casa matrimonial no había de sacar nada. Recorriendo el cuarto, pensó que si el casero se conformaba a hacer algunas reparaciones, no quedaría mal. Era menester blanquear la cocina, tapar con yeso algunos agujeros y enormes grietas que por todas partes había, empapelar el gabinete, que iba a ser su alcoba, y pintar las puertas. Ya pensaba en la jaqueca que le iba a dar al administrador, cuando se acordó (su gozo en un pozo) de que el administrador era Estupiñá. «De seguro que en cuanto le hable de obras en la casa, se va a poner hecho un tigre. Claro, me tiene tirria; pues qué es él más que un servilón de los de Santa Cruz? Con todo, pienso decirle algo, porque en último caso, con dejarle el cuarto hemos concluido. Y ahora que recuerdo, esta casa era de D. Manuel Moreno-Isla, que el año pasado le dio la administración a D. Plácido. Me lo contó mi tía, y D. Plácido es tan tirano, que no da una paletada de yeso aunque le fusilen. Falta saber de quién es ahora la casa... La habrá heredado doña Guillermina?...». Quedose meditando en que su destino no le permitía salir de aquel círculo de personas que en los últimos tiempos la había rodeado. Era como una red que la envolvía, y como pensara escabullirse por algún lado, se encontraba otra vez cogida. «No; habrán heredado la casa los señores de Ruiz Ochoa, o la mujer de Zalamero... Y después de todo, a mí qué me importa que herede la finca Juan o Pedro? Yo no la he de heredar».
Si tuviera agua en abundancia, se pondría al instante a lavar toda la casa; pero desde el siguiente empezaría. Vio que la reja daba a un balconcillo o terraza, y al punto determinó poner allí todos los tiestos de flores que cupiesen. La vista del cuadrilátero de la plaza era bonita, despejada y alegre. El jardín lucía muy bien desde arriba, con sus dos fuentecillas y el caballo panzudo, del que Fortunata veía los cuartos traseros, como los de un cebón, y el Rey aquel encima, con su canuto en la mano. Acercábase Navidad, y ya estaban preparando los puestos de NocheBuena. Distinguió también a su tía y a las otras dos matronas que, ayudadas de un jayán, estaban claveteando tablas y armando un toldo. Poco después, mirando para la acera de la Casa-Panadería, alcanzó a ver a Juan Pablo, sentado en uno de los puestos de limpia-botas, y leyendo un periódico mientras le daba lustre al calzado. Después le vio pasar a la acera de enfrente y seguir hasta el rincón de la escalerilla, como si fuese al café de Gallo.
viii
Como antes se ha dicho, a los pocos días de la desaparición de su mujer, Maxi empezó a echarla de menos, mostrándose receloso, y apeteciendo su compañía con cierta mimosidad impertinente que ponía furiosa a doña Lupe. Juan Pablo y ella disertaron largamente sobre lo que se debía hacer, y por fin el primogénito dijo que intentaría aplicar a su hermano un buen sistema terapéutico, antes de recurrir al extremo de encerrarle en un manicomio. No se habían probado las duchas, ni el sacarle de paseo al campo, ni el bromuro de sodio, que estaba dando tan buen resultado contra la peri-encefalitis difusa y contra la meningo-encefalitis, etc... y siguió echando términos de medicina por aquella boca, pues entonces le daba por leer libros de esta ciencia, y con una idea tomada de aquí y otra de allá hacía unos pistos que eran lo que había que ver.
Dicho y hecho. Todas las mañanas iba Juan Pablo a buscar a su hermano, y unas veces engañado, otras casi a la fuerza, le llevaba a San Felipe Neri, y allí le arreaba una ducha escocesa capaz de resucitar a un muerto. Algunas tardes sacábale a paseo por las afueras, procurando entretener su imaginación con ideas y relatos placenteros, absolutamente contrarios al fárrago de disparates que el infeliz chico había tenido últimamente en su cerebro. A los quince días de este enérgico tratamiento, mejoró visiblemente, y su hermano y médico estaba muy satisfecho. Más de una vez se expresó Maxi durante el paseo como la persona más razonable. De su mujer no hablaba nunca; pero como saltase en la conversación algo que de cerca o de lejos se relacionara con ella, se le veía caer en sombrías meditaciones y en un mutismo tétrico del cual Juan Pablo, con todas su retóricas, no le podía sacar. Una mañana, al salir de la ducha, y cuando el enfermo parecía entonado por la reacción, ágil y con la cabeza muy despejada, se paró en la calle, y cogiendo suavemente las solapas del gabán de su hermano, le dijo: «Pero vamos a una cosa. Por qué ni tú, ni mi tía, ni nadie queréis decirme dónde está mi mujer? Qué ha sido de ella? Tened franqueza, y no hagáis más misterios conmigo... Es que se ha muerto, y no me lo queréis decir? Teméis que la noticia me altere?».
Juan Pablo no supo qué contestarle. Viendo en la cara y en los ojos de su hermano señales de nerviosa inquietud, trató de desviar la conversación. Pero el otro se aferraba a ella repitiendo sus preguntas y parándose a cada instante. «Pues mirale respondió al fin haciendo un gesto campechano. Hazte cuenta que se ha muerto... porque lo que yo te digo... A ti qué más te da que viva o muera? Para qué quieres tú mujer? Las mujeres no sirven más que para dar disgustos, chico. Ve aquí por lo que yo no he querido casarme nunca».
Muerta!dijo Maxi sin alzar la voz, pero con extraordinaria luz en los ojos. Muerta!... De modo que yo me puedo volver a casar.
Al decir esto, se insubordinaba; no quería ir por la acera, sino por el empedrado, dando manotadas y tropezando con algunos transeúntes.
Juan Pablo le metió en un coche para llevarle a su casa. Enterada la tía, apoyó la misma idea respecto a Fortunata, diciéndole: «Hijo, todos nos tenemos que morir. No te asombres de que le haya tocado a ella la china antes que a ti. Si Dios se la ha querido llevar, qué quieres que hagamos?, conformarnos, mandar decirle sus misas correspondientes... y yo te aseguro que ya lleva dichas más de cuatro, y consolarnos poco a poco, como podamos».
Desde que ocurrió esto, la mejoría iniciada con el nuevo tratamiento pareció desmentirse. El enfermo no alborotaba; pero volvió a chapuzarse en hondísimas abstracciones. Sin duda en su cerebro había aparecido una nueva idea, o reproducídose alguna de las antiguas, que ya se tenían por abandonadas o dispersas. Durante muchos días no nombró a su mujer, hasta que una noche, yendo de paseo con Juan Pablo por las calles, se paró y le dijo: «Me quieres hacer creer que se ha muerto?... Qué tontería! En ese caso, por qué no nos vestimos de luto?».
Qué atrasado de noticias estás! No sabes que hay ahora una ley prohibiendo el luto?
Una ley prohibiendo el luto! Si creerás que a mí me comulgas con ruedas de molino. Mira, chico, aunque parece que estoy trastornado, veo más claro que todos vosotros.
Y no se habló más del asunto. Conviene apuntar, antes de pasar adelante, que aquella abnegación de Juan Pablo y el asiduo interés que por la salud de su hermano mostraba, serían absolutamente inexplicables, dado el egoísmo del señor de Rubín, si no se acudiera, para encontrar la causa, a ciertas ideas relacionadas con la economía política o la ciencia que llaman financiera. Tiempo hacía que Juan Pablo tenía un proyecto de conversión de su deuda flotante, proyecto vasto, para cuyo éxito necesitaba el concurso de la casa Rostchild, por otro nombre, su tía. Respecto a la necesidad del empréstito, no cabía la menor duda; era cuestión de vida o muerte. Lo que restaba era que doña Lupe se prestase a hacerlo, pues la garantía moral de una de las entidades contratantes no era ni con mucho tan sólida como la de Inglaterra o Francia. Empezó, pues, el primogénito de Rubín por prestarle en aquel delicado asunto de la enfermedad de Maxi la oficiosa ayuda que se ha visto. Iba de continuo a la casa, y en todo cuanto hablaba con su tía, era de la opinión de esta, ya fuese de Política, ya de Hacienda lo que se tratara. Hizo entusiastas elogios del Sr. de Torquemada; explanó acaloradamente la necesidad de arreglar sus propios asuntos, con aquello de año nuevo vida nueva, estableciendo en sus gastos un orden tan escrupuloso, que no haría más el primer lord de la Tesorería inglesa. Cuando hallaba ocasión, echaba una puntadita; pero doña Lupe tenía más conchas que un galápago, y se hacía la tonta... pero tan tonta que habría que pegarle.
Apretado por el crecimiento aterrador de su deuda flotante, el filósofo desplegaba un tesón y constancia más que fraternales en el cuidado de Maxi. En Enero del 76, había conseguido domarle hasta el punto de que le llevaba consigo a la oficina, teníale allí ocupado en ordenar papeles o en tomar algún apunte, y por las noches solía llevarle a la tertulia del café, donde estaba el pobre chico como en misa, oyendo atentamente lo que se decía, y sin desplegar sus labios. Rara vez sacaba de su cabeza aquel viejo y maldecido tema de la liberación voluntaria y de la muerte de la bestia carcelera; pero una noche que estaban solos en el café, lo sacó, como se trae del desván un trasto viejo y se le limpia el polvo, a ver si lo ha deteriorado el tiempo o lo han roído los ratones. Con gran serenidad, Juan Pablo, oficiando de maestro de filosofía, dijo lo siguiente: «Mira, el dogma de la solidaridad de sustancia ha sido declarado cursi por todos los sabios de la época, congregados en un concilio ecuménico, que acaba de celebrarse en... Basilea. Las conclusiones son tremendas. Como no lees la prensa, no te enteras. Pues se ha decretado que son mamarrachos netos todos los individuos que creen en la liberación por el desprendimiento, y en que se debe dar la morcilla a la bestia. A los que sostienen la herejía filosófica de que va a venir un nuevo Mesías, encarnándose en una buena moza, etc., etc..., se les declara memos de capirote y se les condena a comer virutas».
Mira, túdijo Maximiliano con el acento más grave del mundo y como quien hace una confidencia importante. Eso del Mesías, acá para entre los dos, no lo he creído yo nunca, ni era dogma ni cosa que lo valga. Lo dije porque tuve un sueño, y al despertar se me quedó parte de él en la cabeza, y me andaba aquí dentro como un cascabel. Lo que hay es que me había entrado en aquellos días una idea de lo más estrafalario que te puedas imaginar, una idea que debía de ser criada aquí en el seno cerebral donde fermenta eso que llaman celos. Qué creerás que era? Pues que mi mujer me faltaba y estaba en cinta. Ves qué disparate?
Ave María Purísima, qué barbaridad!
Sentía en mí, detrás de aquella idea, una calentura de celos que me abrasaba. Para averiguar si era fundada aquella pícara idea, fui y qué hice? Pues saqué la cancamurria del Mesías que iba a venir, diciéndole que ella lo tenía en su seno y que el papá era el Pensamiento Puro... En fin, que con esta farsa pensaba yo arrancarle la confesión de lo que se me había metido entre ceja y ceja. Qué resultó? Nada, porque aquella noche me puse muy enfermo; pero después he comprendido mi desatino, he visto claro, muy claro, y... Dios la perdone.
Empezó a tomar su café, y en tanto Juan Pablo se decía con tristeza: «Pero qué malo está esta noche! Dios, qué malo!». Maxi repitió hasta seis veces el Dios la perdone, y cuando entraron Leopoldo Montes y otro amigo, se calló. A la hora y media de tertulia, dio en celebrar con extrema hilaridad los donaires que Montes contaba. Después tomó parte en la conversación, expresándose con tanta serenidad y con juicios tan acertados, que se maravillaban de oírle todos los presentes. Juan Pablo discurría así: «Pues no está tan guillati como pensé, y lo que dijo antes revela más bien talento agudísimo. Por vida de la santísima uña del diablo! Si consigo yo ponerte bueno, mi querida tía, alias la baronesa de Rothschild, no tendrá más remedio que hincar la jeta y darme lo que necesito».
-IV-
Vida nueva
i
El 4 del mes de Enero, Fortunata sintió un campanillazo y salió a abrir, mirando antes por el ventanillo, cubierto de una chapa de hierro con agujeros (estilo primitivo). Era Estupiñá, que miraba a los tales agujeritos del modo más autoritario. Abrió la joven, y el gran Plácido, con gesto displicente, las cejas algo fruncidas, mostrando en una mano el bastón cuyo puño era una cabeza de cotorra (regalo que le trajeron de Sevilla los señoritos de Santa Cruz), alargó con la otra un papel que tenía un sello. «El recibo del mes» dijo en tono de déspota asiático que dicta una orden de pena de muerte.
Pase, D. Plácido (sonriendo con gracia). Tengo que hablarle.
Yo no paso. Vengan los cuartos. No tengo ganas de conversación.
Decir aquel hombre que no tenía ganas de conversación era como si el mar dijese que no tiene agua! Pero el tesón podía en él más que el liviano apetito.
«Jesús, qué mal genio ha echado este hombre!
Si le voy a dar la guita. No tendrá usted mejores inquilinas que nosotras».
Sí... Buenas jaquecas me ha dado la Segunda. No... Yo no paso; no sea majadera.
Quiero que vea usted cómo está la casa, para que se convenza de que aquí no pueden vivir cristianos.
Pues mudarse.Pero, hijo, qué tiranístico se ha vuelto! No he visto casero más malo... Pero ni siquiera me blanqueará la cocina, que parece una carbonería? Y hay cada agujero!... Yo no puedo vivir entre tanta suciedad. Sabe lo que le digo? Que si no quiere usted hacer las obras, las haré yo por mi cuenta... vaya!
Eso es otra cosa. Siempre que sea bajo mi vigilancia y...
Pase, pase y verá... Al fin Plácido se dignó entrar por el pasillo adelante. Fue a la cocina, echó un vistazo a la alcoba interior que estaba llena de grietas...
«No se pueden hacer obras cada vez que lo pide un inquilino, porque sería el cuento de nunca acabar. Mañana, si a mano viene, se mudan ustedes, y el que tome el cuarto, como vea la cal fresca, pide más obras. No podemos. El mes pasado me gasté más de veinte mil reales en reparaciones. Conque, despácheme, que tengo prisa».
Pero se ha vuelto usted cohete? Siéntese un momento. Dígame una cosa...
No tengo que decir cosas. Que me voy...
Ay qué pólvora de hombre! Mire que así va a vivir poco.
Mejor. Bastante he vivido ya.Siéntese. En seguidita le doy el dinero. Pero dígame una cosa que quiero saber. De quién es ahora esta casa?
Eso a usted no le importa. Cree que estoy yo para perder el tiempo? La casa es de su amo. Le repito que no tengo ganas de conversación. Es que quiere usted comprar la finca? Vamos; al avío... Ya sabe que soy hombre de pocas palabras.
De pocas?, digo... pues si lo fuera de muchas...! Si usted el día que nació estaba charlando por siete. Dígame... de quién es la casa?
De su amo. Conque... Bastante hemos hablado... y finalmente: la finca es magnífica; está tasada en treinta y cinco mil duros. Sólo el pedernal de los cimientos y la berroqueña de la escalera valen un dineral. Pues y las paredes? El otro día, al abrir un hueco, los albañiles no le podían meter el pico, Nada, que talmente se rompen las herramientas en este ladrillo recocho que parece un diamante... Pues para concluir... no tengo ganas de conversación. Cuando se abrió el testamento del señor D. Manuel Moreno-Isla, que en gloria esté, testamento hecho tres años ha, se encontró que dejaba esta casa y el solar de la calle de Relatores a doña Guillermina Pacheco, su tía... La señora ha hipotecado ambas fincas para acabar el asilo, y por eso verá usted que este va echando chispas. Lo acabarán este año... Conque...
Extendió la mano, y con la otra mostraba el bastón, como si fuera un bastón de autoridad.
«Doña Guillermina mi casera!dijo Fortunata, pensativa, entregando el dinero. Pues a ella le voy a pedir que me haga las obras. Es amiga mía».
Qué ha de ser amiga de usted... qué ha de ser!replicó Estupiñá con sarcasmo. Y si quiere usted verla furiosa, háblele de obras que no sean las del asilo. Adiós; que haya salud... Ah!, me olvidaba: cuidado con los tiestos de la ventana. Como yo vea rezumos de agua, la echo a usted; cuente que la echo... María Santísima, y cuánta planta tiene usted aquí! Es un jardín... Me parece mucho peso... Qué vistas tan hermosas! Mal año ha sido este para los puestos de Navidad. Están los pobres vendedores que trinan. Ya se ve... con tanta agua... Y hoy me parece que tenemos nieve. En toda mi vida no he visto un invierno tan frío como este. Sabe usted que se murió el sordo, el del puesto de carne? Anoche... de repente. Yo le vi tan bueno y tan sano anteayer, y... qué vida esta!... En fin, voy a ver si les saco algo a los del segundo de la izquierda. Me deben cinco meses. Ay qué gente! Si la señora me dejara, ya les habría puesto los trastos en la calle; pero mi ama es así, no quiere desahucios.«Por Dios Plácido, no les eches... los pobrecitos ya pagarán; es que no pueden».«Pero señora, con que me dieran lo que gastan en aguardiente y lo que se dejan en la pastelería de Botín...». Total, que con caseras como la mía, estos bribones de inquilinos están como quieren.
Tanto charló aquel hombre, que Fortunata, después de haberle rogado para que entrara, le tuvo que echar con buen modo: «Pero don Plácido, mire que se le va a hacer tarde...».
Ah!, sí... la culpa la tiene usted que es lo más habladora...! Abur, abur...
Fortunata no salía nunca a la calle. Ella misma se arreglaba su comida, y Segunda, que tenía puesto en la plazuela, le traía la compra.
En los días que siguieron a la primera visita del administrador de la casa, no pudo la prójima apartar de su pensamiento a la que por tan breve espacio de tiempo fue su amiga. «Quién le había de decir a ella y quién me había de decir que viviría en su casa! Qué vueltas da el mundo! En aquellos días, ni a mí se me pasaba por la cabeza venirme aquí, ni esta casa era tampoco de ella. Y cuando don Plácido le cuente que soy su inquilina, qué dirá? Se pondrá furiosa y querrá echarme a la calle? Tal vez no, tal vez no...». Cuando esta idea u otra semejante le refrescaba el recuerdo de la inaudita escena y altercado en el gabinete de la santa, sentía la pobre mujer que la conciencia se le alborotaba, y no podía aplacarla ni aun arguyéndose que la otra la había provocado. «Me cegué, no supe lo que hice. De veras digo que si tuviera ocasión, le habría de decir a doña Guillermina que me perdonara».
La soledad en que vivía, favoreciendo en ella esta resurrección mental de lo pasado, inspirábale juicios muy claros de sus acciones y sentimientos. Todo lo veía entonces transparentado por la luz de la razón, a la distancia que permite apreciar bien el tamaño y forma de los objetos, así como la paz del claustro permite a los fugitivos del mundo ver los errores y maldades que cometieron en él. «Y a Jacinta, le pediría yo perdón?» se preguntaba sin acertar con la respuesta. Tan pronto se le ocurría que sí como que no. La Delfina la había ofendido y ultrajado, cuando ella no hacía más que contarle a la santa sus penas y el conflicto en que estaba. Por fin, a fuerza de meditar en ello, amasando sus ideas con la tristeza que destilaba su alma, empezó a prevalecer la afirmativa. Cierto que debía pedirle perdón por el intento que tuvo de arañarle la cara, qué barbaridad!, y por las palabras que se dejó decir. Mas para que esta idea triunfase por completo, faltaba aclarar el siguiente punto:
Había faltado Jacinta con el señor de Moreno?
Porque si había faltado, allá se iba la una con la otra, y tan buena era Juana como Petra. Nunca pudo la señora de Rubín llegar en sus cavilaciones a una solución terminante en este punto oscurísimo. Ya afirmaba la culpabilidad de la mona del Padre Eterno, ya la negaba. «Daría yo cualquier cosaexclamaba invocando al Cielo, por saber esa verdad que ahora no saben más que Dios y ella, pues el tercero que la sabía se ha muerto. Lo sabrá también el confesor de Jacinta, si es que lo ha confesado. Pero nadie más, nadie más. Pues no sé qué daría yo por salir de la duda. Esta curiosidad me quema la sangre... Flojilla diferencia va de una cosa a otra... Si pecó, todo varía en mí, y no me rebajo yo a pedirle perdón; pero si no faltó... ay!, la dichosa mona me tiene debajo de su pie como tiene San Miguel al diablo».
De aquí pasaba a otro eslabón de ideas: «Y ahora estamos las dos de un color. A ninguna de las dos nos quiere. Estamos lucidas... Ambas nos podríamos consolar... porque en mi terreno, yo soy también virtuosa, quiere decirse que yo no le he faltado con nadie; y si ella se hace cargo de esto, bien podría venir a mí, y entre las dos buscaríamos a la pindongona que nos le entretiene ahora, y la pondríamos que no habría por donde cogerla... Vamos a ver, por qué Jacinta y yo, ahora que estamos iguales, no habíamos de tratarnos? Por más que digan, yo me he afinado algo. Cuando pongo cuidado digo muy pocos disparates. Como no se me suba la mostaza a la nariz, no suelto ninguna palabra fea. Las señoras Micaelas me desbastaron, y mi marido y doña Lupe me pasaron la piedra pómez, sacándome un poco de lustre. Por qué no nos habíamos de tratar, olvidando aquellas bromas que nos dijimos?... Esto en el caso de que sea honrada, porque si no, no me rebajo. Cada una tiene su aquel de honradez».
Pasaba sin pensarlo a otro eslabón. «Pero ella no querrá... Tiene mucho orgullo y mucho tupé, mayormente ahora que se la comerá la envidia. Ah!, que no me venga ahora hablando de sus derechos... Qué derechos ni qué pamplinas? Esto que yo tengo aquí entre mí, no es humo, no. Qué contenta estoy!... El día en que esa lo sepa, va a rabiar tanto, que se va a morir del berrinchín. Dirá que es mujer legítima... Humo! Todo queda reducido a unos cuantos latines que le echó el cura, y a la ceremonia, que no vale nada... Esto que yo tengo, señora mía, es algo más que latines; fastídiese usted... Los curas y los abogados, mala peste cargue con ellos!, dirán que esto no vale... Yo digo que sí vale; es mi idea. Cuando lo natural habla, los hombres se tienen que callar la boca».
Y su convicción era tan profunda, que de ella tomaba fuerza para soportar aquella vida solitaria y tristísima.
ii
Una mañana, al levantarse, vio que había caído durante la noche una gran nevada. El espectáculo que ofrecía la plaza era precioso; los techos enteramente blancos; todas las líneas horizontales de la arquitectura y el herraje de los balcones perfilados con purísimas líneas de nieve; los árboles ostentando cuajarones que parecían de algodón, y el Rey Felipe III con pelliza de armiño y gorro de dormir. Después de arreglarse volvió a mirar la plaza, entretenida en ver cómo se deshacía el mágico encanto de la nieve; cómo se abrían surcos en la blancura de los techos; cómo se sacudían los pinos su desusada vestimenta; cómo, en fin, en el cuerpo del Rey y en el del caballo, se desleían los copos y chorreaba la humedad por el bronce abajo. El suelo, a la mañana tan puro y albo, era ya al mediodía charca cenagosa, en la cual chapoteaban los barrenderos y mangueros municipales, disolviendo la nieve con los chorros de agua y revolviéndola con el fango para echarlo todo a la alcantarilla. Divertido era este espectáculo, sobre todo cuando restallaban los airosos surtidores de las mangas de riego, y los chicos se lanzaban a la faena, armados con tremendas escobas. Miraba esto Fortunata, cuando de repente... ay, Dios mío!, vio a su marido; era él, Maximiliano, que entraba en la plaza por el arco del 7 de Julio, y tuvo que retroceder saltando más que de prisa, porque el chorro de agua le cortó el paso. Instintivamente se quitó la joven de su ventana; pero después se volvió a asomar, diciéndose: «Si aquí no puede verme... Lo que menos piensa él es que está tan cerca de mí... Vamos; da la vuelta... Se ha metido por los soportales. Sin duda va al café de Gallo a reunirse con su hermano, la otra cabeza de campanario. Pero cómo es que le dejan salir solo? Se habrá puesto bueno? Estará mejor? Pobre chico!...».
Y no se volvió a acordar más de él hasta la noche, cuando estaba acostada, sola en la casa, pues su tía no había entrado aún.
«Es una barbaridad que le dejen salir solo a la calle. El mejor día hace cualquier desavío y da un disgusto... Pues ahora que le he visto suelto, voy a tener miedo, y me pondré a discurrir si se meterá aquí el mejor día... La suerte es que no sabrá dónde estoy; buen cuidado tengo yo de que no lo sepa. Pero quién está segura de ningún secreto en estos tiempos? A lo mejor, cualquier chusco se lo canta y ya tenemos jaqueca para rato... Como no le dé por venir a matarme!... Eso tendrá que ver. Pero muy descuidada habría de cogerme, porque le deshago yo de un par de porrazos... Pero, y si entra, se esconde, me acecha, y pim!, me pega un tiro?... No; yo tengo que estar con mucho cuidado. Ni a Cristo le abro yo la puerta. Y voy a decirle a mi tía que necesito tomar una criada. Una chiquilla modosa y dispuestilla, así como Papitos, me vendría muy bien. Sola todo el día en esta jaula!... Ah!, gracias a Dios; ya siento el llavín de mi tía, que entra. Será ella o será alguno que le ha quitado el llavín y viene a matarme?... Tía, tía, es usted?».
Yo soy, qué se te ocurre?...
Nada; ya estoy tranquila. Es que me da mucho miedo de estar sola, y me parece que entran ladrones, asesinos y qué sé yo...
Ninguna noche conciliaba el sueño antes de que diera las doce el reloj de la Casa-Panadería. Oía claramente algunas campanadas; después el sonido se apagaba alejándose, como si se balanceara en la atmósfera, para volver luego y estrellarse en los cristales de la ventana. En el estado incierto del crepúsculo cerebral, imaginaba Fortunata que el viento venía a la plaza a jugar con la hora. Cuando el reloj empezaba a darla, el viento la cogía en sus brazos y se la llevaba lejos, muy lejos... Después volvía para acá, describiendo una onda grandísima, y retumbaba plam!, tan fuerte como si el sonoro metal estuviera dentro de la casa. El viento pasaba con la hora en brazos por encima de la Plaza Mayor y se iba hasta Palacio, y aún más allá, cual si fuera mostrando la hora por toda la Villa y diciendo a sus habitantes: «Aquí tenéis las doce, tan guapas». Y luego tornaba para acá, plam!... ay!, era la última. El viento entonces se largaba refunfuñando. Otras noches se entretenía la joven discurriendo que la hora de la Puerta del Sol y la hora de la Panadería se enzarzaban. Empezaba esta, y le respondía la otra. De tal modo se confundían los toques, que no conociera aquella hora ni la misma noche que la inventó. Las doce de acá y las doce de allá eran una disputa o guirigay de campanadas. «Vamos, que también se oye la Merced... Tantísima hora, tantísima hora, y no sabe una si son las doce o qué...».
Para tener compañía y servicio, tomó por criada a una niña, hija de una de las placeras amigas de Segunda. Llamábase Encarnación y parecía muy formalita. Su ama le leyó la cartilla el primer día, diciéndole: «Mira, si algún sujeto que tú no conoces, por ejemplo, un señorito flaco, de mal color, así un poco alborotado, te pregunta en la calle si vivo yo aquí, dices que no. No abras nunca la puerta a ninguna persona que no sea de casa. Llaman, miras, y vienes y me dices: 'Señorita, es un hombre o una mujer de estas y estas señas'. Conque fíjate bien en lo que te mando. Tu tía te habrá hecho la misma recomendación. Si no nos obedeces, sabes lo que hacemos? Pues cogerte y mandarte a la cárcel. Y no creas que te van a sacar: allí te estarás lo menos, lo menos, tres años y medio».
La chica cumplía estas órdenes al pie de la letra. Un domingo llamaron. «Señorita, ahí está un hombre con barbas largas, muy aseñorado... y tiene la voz así, como respetosa». Miró Fortunata por los agujeros de la chapa. Era Ballester. «Dile que pase». Se alegraba de verle para saber lo que ocurría en la familia, y para que le contara por qué demonios andaba suelto Maxi por esas calles.
De tan gozoso, estaba turbado el bueno del farmacéutico. Venía vestido con los trapitos de cristianar, peinado en la peluquería, con una raya muy bien sacada desde la frente a la nuca, y las mechas negras chorreando olorosa grasa, las botas nuevas y sombrero de copa muy lustroso. «Qué deseos tenía de verla a usted...! No me atrevía a venir... Pero doña Lupe me ha instado tanto para que venga, que al fin... No, no, no tema que Maximiliano descubra dónde usted está. Hay mucho cuidado para que no se entere de nada. Y eso que ahora, si viera usted, ha recobrado la razón; parece que está juiciosísimo; habla de todo con tino, y no hace ningún disparate».
Fortunata estaba algo cohibida, pues a pesar de la convicción de que hacía gala con respecto a ciertas legitimidades, le daba vergüenza de no poder disimular ya su estado ante un amigo de la familia de Rubín. Se puso muy colorada cuando Segismundo le dijo esto: «Doña Lupe me ha dado un recadito para usted. Me ha encargado decirle si quiere que le avise a D. Francisco de Quevedo... Es hombre que sabe su obligación; muy cuidadoso y muy hábil...».
No sé, veremos... lo pensaré... todavía...balbució ella cortadísima, bajando los ojos.
Cómo todavía? Me ha dicho doña Lupe que será en Marzo. Estamos a 20 de Febrero. No, no se descuide usted... que a lo mejor podría verse sorprendida... Estas cosas deben prepararse con tiempo.
Tomando una actitud galante, añadió: «Porque yo me intereso vivamente por usted en todas las circunstancias, en todas absolutamente. Soy el mismo Segismundo de siempre y cuando usted necesite de un amigo leal y callado, acuérdese de mí...».
Y elevando el tono casi hasta lo patético, saltó de repente con esto: «No me vuelvo atrás de nada de lo que he dicho a usted en otras ocasiones». Como ella aparentase no interesarse en este giro de la conversación, volvió Ballester a tomar el tono fraternal de esta manera. «Me voy a permitir hablar a Quevedo. Debemos estar prevenidos... Le diré que venga a ver a usted... Es persona de confianza, y ya sabe él que no tiene que decir nada al amigo Rubín».
Lo que tenía a Fortunata muy sorprendida y maravillada era el interés que mostraba hacia ella, según le dijo el regente, la viuda de Jáuregui.
«Yo no sé lo que es, amiga mía; pero la ministra, de unos días a esta parte me ha preguntado como unas seis veces si la había visto a usted... 'Yo no voyme dijo; pero hay que mirar algo por ella, y no abandonarla como a un perro'. Por esto me decidí a venir, y ahora me alegro, porque veo que usted me ha recibido, y que continuaremos siendo buenos amigos. Quedamos en que vendrá Quevedo. Sí; preparémonos, porque estas cosas unas veces se presentan bien y otras mal. No le faltará a usted nada. Qué caramba! Hay que afrontar las situaciones, y... Oh!, qué cabeza ésta! Pues no se me olvidaba lo mejor? (metiéndose la mano en el bolsillo). La ministra me ha dado para usted este paquetito de dinero. Por fuera está escrita la cantidad: mil doscientos cincuenta y dos reales. Debe de ser lo que le corresponde a usted por réditos de algún dinero. Para concluir: siempre que se le ofrezca a usted alguna cosa, sea del orden que fuese, piensa usted un rato, y dice: 'A quién acudiré yo?, pues a ese tarambana de Segismundo'. Con mandarme un recadito... Aunque yo cuidaré de venir algún domingo o los ratos que tenga libres, porque ahora, como estoy solo con Padilla, dispongo de muy poquito tiempo. Si pudiera, vendría mañana y tarde todos los días, contando con su permiso. Pero en este pícaro mundo, se llega hasta donde se puede, y el que, impulsado por el querer, va más allá del poder, cae y se estrella».
Repitió sus ofrecimientos y se fue, dejando a Fortunata la impresión de que no estaba tan sola como creía, y de que el tal Segismundo era, en medio de sus tonterías y extravagancias, un corazón generoso y leal. Mucho le extrañaba a la infeliz joven que Aurora no hubiese ido a verla, y sintió que se le olvidara, durante la visita del regente, preguntar a este por las Samaniegas. Pero ya se lo preguntaría cuando volviese.
Con el cambio de vida y domicilio, reanudó la señora de Rubín algunas relaciones de familia que estaban absolutamente quebrantadas, siendo de notar entre ellas la de José Izquierdo, que, empezando por ir a cenar con su hermana y sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial parasitario, por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata encontró a su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que nunca viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada instante. El bueno de Platón, encontrando al fin el descanso de su vida vagabunda, se había sentado en una piedra del camino, a la sombra de frondoso árbol cargado de fruto (valga la figura) sin que nadie le disputase el hartarse de ella. No existía por aquel entonces en Madrid un modelo mejor, y los pintores se lo disputaban. Veíase Izquierdo acosado, requerido; recibía esquelas y recados a toda hora, y le desconsolaba el no tener tres o cuatro cuerpos para servir con ellos al arte. Ni había oficio en el mundo que más le cuadrase, porque aquello no era trabajar qué demonio!, era retratarse, y el que trabajaba era el pintor, poniendo en él sus cinco sentidos y mirándole como se mira a una novia. En aquellos días de Febrero del 76, como se pusiera a hablar con su hermana y sobrina de las muchas obras que traía entre manos, no acababa. En tal estudio hacía de Pae Eterno, en el momento de estar fabricando la luz; en otro de Rey D. Jaime, a caballo, entrando en Valencia. Allí de Nabucodonosor andando a cuatro patas; aquí de un tío en pelota que le llaman Eneas, con su padre a la pela. «Pero lo mejor que estamos pintando ahora... y que lo vamos sacando de lo fino..., es aquel paso de Hernán-Cortés cuando manda dar fuego a las judías naves...». Ganaba mi hombre todo lo que necesitaba, y era venturoso, y la sujeción del día la compensaba con las largas expansiones de charla y copas que se daba de noche en algún café, convidando a los amigos. A su sobrina le prestaba servicios, haciéndole cuantos encargos eran compatibles con sus tareas artísticas. Solía ella enviarle con algún mensaje a casa de su costurera, o se valía de él para recados y compras. Más de una vez le mandó a la gran tienda de Samaniego por tela o encajes para el ajuar que estaba haciendo; pero siempre le encargaba que no la descubriese allí, pues ya que Aurora no había ido a verla, lo que propiamente era una falta de educación, y hablando mal y pronto, una cochinada, no quería ella tampoco aparentar que solicitaba su amistad; y si razones tenía la Samaniega para retraerse, también ella las tenía para no rebajarse. «A fina me ganará; pero a orgullosa no».
-V-
La razón de la sinrazón
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La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante, que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que doña Lupe estaba pasmada y contentísima. En Febrero ya le permitieron salir solo, pues no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.
Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, doña Lupe le fijaba la hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la deambulación pasada y la presente. Aquella era nocturna y tenía algo de sonambulismo o de ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más sana y más conforme con la higiene cerebro-espinal. En aquella, la mente trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en la razón, entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el furor de la lógica, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.
Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué decirlo. «Que vive, no tiene duda; este es un principio inconcuso que ni siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui; luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En tal caso, qué persona sería esta? En todo rigor de lógica no puede ser doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada, anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego, Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber correspondencia; luego está en Madrid».
Quedose muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero yo sostengo que hay comunicación. Si no, qué significa el papelito de apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía: Corresponden a F. 1.252 reales? F. quiere decir ella. Luego hay comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal, resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».
Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía: «Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la lógica. De qué vive? Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y pienso. Así sabré todo lo que quiero. Qué hermosa es la verdad, mejor dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en grande».
Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo Maximiliano cosas muy buenas.
Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese. Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a saber: una abuela que había sido víctima del 2 de Mayo, y siete menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio, había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia. En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora, alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho, con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido guillotinadas muchas almas. Oír que se hablaba de Historia y no meter baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a modelo sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un endivido muy templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel hombre dijo acerca del Pronunciamiento de Francia, hicieron reír mucho a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas el compañero de Platón, persona enteramente desconocida para Maxi, debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy distintos del gárrulo lenguaje de su amigo: «Al Rey Luis XVIdijo, y a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente, porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente, aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro, y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente, a la diosa Razón».
Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93. «Porque mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le aplaudo».
Y yo tambiéndijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente.
Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?...prosiguió Ido. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.
Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.
Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín, sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de ella... ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. Y por qué no las lleva ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, de qué?».
ii
Platón se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que tenía que ir a la calle del Arenal.
«Justodiscurrió Maxi sin decir una palabra.
Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con la lógica lo averiguaré. Para qué quiero esta gran cordura que ahora tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».
Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató, que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo que se iba a poner y otras menudencias.
Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron unas palabras.
«En seguida voy al cafédijo el modelo, mostrando varios paquetes a su amigo, que los miraba con curiosidad. Subo a largar esto: Varas de cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo burro».
Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.
Dátiles!... Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se despepita por ellas...pensó el razonador, penetrando en el establecimiento, sin ver nada de lo que en él había. Come dátiles... luego no está mala; los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...
Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».
Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyoles la conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él, pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las ventajas de no tener familia que mantener. «Musotros los viudos estamos como queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el hombro. El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes. Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el cálculo de un cerebro lleno de luz... Con que yo viudo! Lo mismo que mi tía, que me dijo ayer: «desde que enviudaste, pareces otro...». Me conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo admirablemente y me río del mundo. Qué bonita es la lógica; pero qué bonita! Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi casa, que mi tía me espera».
Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente. Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que no querían oyese Maximiliano.
Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo al farmacéutico en tono muy misterioso: «Ha preparado usted el cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora».
«Qué tal, paseamos mucho, joven?agregó en alta voz, volviendo hacia Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una expresión de ferocidad. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... por aquello de muerto el perro se acabó la rabia». Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo con el mayor esmero. La antiespasmódica la llevaré yo». El comadrón tomó el paquete y se fue.
A poco entró doña Desdémona preguntando por su marido, y pudo observar el joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo: «Ha ido otra vez a la Cava?». Aquello se arregló y doña Desdémona invitole a que la acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría, un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo: «No hay nada todavía...». Y como vio allí al sobrino de doña Lupe, no dijo más.
Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la más prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había visto. «Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y nada más que lógica. Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas enteramente absurdas. Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación! Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. Qué claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la antiespasmódica. Ah!, cómo me río yo de estos imbéciles que creen que me engañan!... Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma cordura! Dios mío, qué talento tengo! Qué manera de discurrir!... Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a todos los que hacen delante de mí esta comedia! 'Todavía no hay nada', fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada, falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en Marzo. Bien, no me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».
Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de Marzo, y los que se llamaban José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual aseguró haber comido fuerte y no hallarse muy bien del estómago. Poco a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le preguntó lo que tenía. «Amigole dijo Ido con voz cavernosa, mostrando su cara descompuesta, ve usted cómo me tiembla el párpado derecho? Pues es señal de que me estoy poniendo malo... pero no tiene usted idea de lo malo que me pongo».
Vamos, D. José, eso no es más que aprensión (tratando de llevarle al grupo principal).
Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra, y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted, caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi desgracia y me compadece.
D. José... que se le quiten esas cosas de la cabezale dijo el otro, oficiando de hombre sesudo y razonable.
Ah!... pues quíteme del campo de mi vida los hechos... (tocándole amigablemente el brazo). Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer una barbaridad.
Eso está muy bien discurrido.
Oh!, la desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate de casarse, se engrana, se engrana, me entiende usted?, y ya no es dueño de su movimiento.
Entiendo, sí...Pues no me acuse usted si oye que he cometido un crimen (hablándole al oído), porque los que tenemos la desgracia de ser esposos de una adúltera... Los que tenemos esa desgracia, no podemos responder de aquel mandamiento que dice: no matar. Creo que es el quinto.
Sí, el quinto esdijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole por el espinazo.
Y aquí donde usted me ve... (echándose para atrás y expresándose siempre en voz muy baja), hoy mato yo...
Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo a reír, soltó esta andanada: «Pues no dice este judío Dio que hoy mata él!... En qué plaza, camaraíta?».
Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal, diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y compasión: «Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con aguardiente».
Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento, mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de sodio. Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me tiene tan sano y tan bueno».
Y volviendo al grupo principal: «Nada, hay que dejarle. Eso le pasará. Pobrecito!, me da mucha lástima».
De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado: «Déjalo tú, qué te importa?». Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes; y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría de aquella gente.
iii
Comió Rubín aquella noche sosegadamente con su tía, contándole algo de lo que había visto y oído en el café, a lo que respondió la gran señora expresándole su deseo de que no fuese más a aquel establecimiento, por estar muy lejos, y porque en él siempre encontraría una sociedad inculta y ordinaria. El joven parecía conformarse con esta idea, y aseguró que no volvería más. Después fue con su tía a casa de Samaniego, y mientras duró la tertulia, permaneció apartado de ella, labrando y puliendo su idea. «Es en la casa de los escalones de piedra... Después que echó aquel brindis estúpido, Izquierdo habló de subir a gatas a casa de su hermana, y de bajar rodando por los escalones de piedra... Ya sé, pues, dónde está. Ahora, hay que proceder con sigilo y decisión. Llegó la hora de castigar. El honor me lo pide. No soy un asesino, soy un juez. Aquel desgraciado hombre lo decía: 'Estamos engranados en la máquina, y la rueda próxima es la que nos hace mover. Sus dientes empujan mis dientes, y ando'».
Por qué suspiras, hijo?le preguntó su tía, observándole caviloso y suspirante.
Contestó evasivamente, y a poco se retiraron, no sin que doña Desdémona invitase al joven a pasar en su casa la mañana siguiente. Le enseñaría todos sus pájaros y le daría de almorzar. Aceptada esta fineza, Maxi se personó en casa de Quevedo desde las nueve, hora en que la señora aquella se hallaba en la plenitud de sus funciones, limpiando jaulas, revisando nidos, examinando huevos, y sosteniendo con este y el otro volátil pláticas muy cariñosas. Su obesidad no le impedía ser ágil y diligentísima en aquella faena. Gastaba una bata de color de almagre, y como su figura era casi esférica, no parecía persona que anda, sino un enorme queso de bola que iba rodando por las habitaciones y pasillos. No tardó en asociar al chico a sus operaciones, enseñándole a distribuir el alpiste a toda la familia. Con algunos sostenía doña Desdémona conversaciones maternales.
«Qué dices tú, chiquitín de la casa?... gloria mía... A ver, tiene el niño mucha hambre...? Ay qué pico me abre este hijo!». Y los trinos ensordecían la casa. Con verdadero ahínco, Maximiliano seguía torneando en su cabeza las ideas de la noche anterior. «La mataré a ella y me mataré después, porque en estos casos hay que poner el pleito en manos de Dios. La justicia humana no lo sabe fallar».
Qué mala es esta pájara!decía doña Desdémona, no sabe usted lo mala que es. Ha matado ya tres maridos... y de los hijos no hace caso. Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.
Hay que perdonarlareplicó Maxi con humorismo, porque no sabe lo que se hace... Y si la fuéramos a condenar, quién le tiraría la primera piedra?
Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.
«La lógica exige su muertepensaba Rubín colgando cuidadosamente una jaula en que había muchos nidos. Si siguiera viviendo, no se cumpliría la ley de la razón».
La renovación del alpiste y del agua daba a aquellos infelices y graciosos seres aprisionados una alegría insensata; y poniéndose todos a piar y a cantar a un tiempo, no era posible que se entendieran las personas que entre ellos estaban. Doña Desdémona hablaba por señas. Maxi parecía contento, y hubiera vuelto a empezar todas las operaciones por puro entretenimiento. Cuando llegó la hora de almorzar, tenía ya muy buen apetito, y el comadrón y su esposa estuvieron muy amables con él, diciéndole que le agradecerían fuese todos los días, si tenía gusto en ello. Ya Quevedo no era celoso, y desde que su esposa se había redondeado hasta hacer la competencia a los quesos de Flandes, se curó el buen señor de sus murrias y no volvió a hacer el Otelo. Sin embargo, a ninguno que no fuera el pobre Rubín, le habría permitido entrar libremente en la casa, porque en verdad, no le consideraba a éste capaz de comprometer la honra de ningún hogar donde penetrase.
Doña Lupe entró muy gozosa, diciendo: «Qué tal se ha portado el galán?».
Admirablemente, señora. Es lo más amable...replicó doña Desdémona, y llevándola aparte, añadió: Si está bueno y sano... Si viera usted qué contento y qué tranquilo...! Nada, como la persona de más juicio.
Yo creodijo la de Jáuregui, que si no está curado, le falta poco. Y qué hay de eso?
Esta mañana volvió Quevedo. Todavía nada... Esperando por momentos... Ella, con mucho miedo.
Algo más cotorrearon, pero no hace al caso. Doña Lupe se llevó a su sobrino al Monte de Piedad, y como aquel día las ventas fueron de muy poco interés, tornaron pronto a casa, después de comprar fresa y espárragos en un puesto de la calle de Atocha. Por la tarde, la señora encargó a su sobrino que le hiciera unas cuentas algo complicadas, y él las despachó con presteza y exactitud, sin equivocarse ni en un céntimo; y como su tía se maravillase de aquel tino aritmético, el joven se echó a reír, diciéndole: «Pero usted qué se ha figurado? Si tengo yo la cabeza como no la he tenido nunca. Si estoy tan cuerdo, que me sobra cordura para darla a muchos que por cuerdos pasan».
Hacía muchísimo tiempo que doña Lupe no había visto al chico tan despejado, con tanto reposo en el espíritu y el ánimo tan dispuesto a la alegría, señales todas de reparación indudable. «Si no dudo que estés bien... Cierto que ya quisieran muchos... Yo me alegro infinito de verte así, y le pido a Dios que te conserve».
Crea usted que seguiré lo mismo. Yo reconozco en mi cabeza una fuerza que nunca he tenido. Discurro admirablemente, y se lo voy a probar a usted ahora mismo. Se pasmará usted al ver que si buena comedia han hecho ustedes conmigo, mejor la he hecho yo con ustedes. Los engañadores son los engañados.
Doña Lupe empezó a alarmarse.
Pues verá usted (continuando en la mesa en que había hecho las cuentas y con el papel de ellas entre las manos). Mi familia, Ballester y todas las personas a quienes conozco fuera de casa, bordaban admirablemente su papel; y yo callado... haciéndome el tonto, mientras con la sola fuerza del cálculo, descubría la verdad.
Y doña Lupe tan parada, que no sabía qué decirle.
«Y vea usted cómo le pruebo que mi cabeza da quince y raya hoy a las cabezas mejor organizadas, incluso la de usted. Sin decir una palabra a nadie, sin preguntar a bicho viviente, y fundándome sólo en algún indicio que pescaba aquí y allí, sentando hechos y deduciendo consecuencias, he descubierto la verdad... todo con la pura lógica, tía, con la lógica seca. Atienda usted y asómbrese».
Estaba, en efecto, la viuda ilustre tan asombrada como quien ve volar un buey.
«Pues por el orden siguiente, he ido descubriendo estos hechos: Que Fortunata no se ha muerto, que está en Madrid, que vive cerca de la Plaza Mayor, que vive en la Cava de San Miguel, en la casa de los escalones de piedra, que está fuera de cuenta desde hace un mes, y que D. Francisco de Quevedo la asiste».
Doña Lupe no se atrevió a negar; tan abrumadoras eran las verdades que su sobrino manifestaba. «Verás... Tú no debes ocuparte de eso... Te concedo que vive, pero no sé dónde. Y en cuanto al embarazo, es error tuyo y de tu maldita lógica. Vaya con la salida! El diablo cargue con tu lógica».
Si insiste usted, querida tía, en hacer comedias, creeré que quien ha perdido el juicio es usted. Yo afirmo lo que he dicho, y tengo la evidencia de que es verdad. Mí lógica no me engaña ni puede engañarme. Con franqueza: nota usted en mí algo que remotamente se parezca a falta de juicio?
Doña Lupe no supo qué responder.
«He dicho algún disparate?... Se atreve usted a sostener que lo he dicho? Pues tomemos un coche y vamos a la Cava... Ah!, no quiere usted. Luego, yo he dicho la verdad, y la que falta ahora a ella, sin duda con muy buen fin, es mi señora tía. Quién es aquí el cuerdo y quién no lo es?».
Pues repito que eso del estado interesante es una papadijo la viuda llena de confusión. Alguien ha querido darte un bromazo, que por cierto es de muy mal gusto.
Yo le juro a usted que con nadie he hablado de este asunto, absolutamente con nadie. El conocimiento adquirido es obra del cálculo puro. Y ahora, por si alguien duda todavía de que yo sea la cordura andando, voy a dar a todos la última prueba de ella. Cómo? Pues no volviendo a hablar de semejante asunto. Se acabó. Sigamos la vida ordinaria... Aquí no ha pasado nada, tía; hágase usted cuenta de que no hemos hablado nada. No me dijo usted que tenía otra cuenta que arreglar? Venga; estoy pronto, con una cabeza que es un acero para los números, pues estos son la pura esencia de la lógica.
Y se puso a trabajar en las operaciones aritméticas con tanta serenidad, y un temple tan equilibrado, que doña Lupe salió de la estancia haciéndose cruces y diciendo que si lo que acababa de oír se lo hubieran contado los cuatro Evangelistas, no les habría dado crédito. Pero siendo lo que refirió el sobrino un prodigio de capacidad intelectual, la señora no las tenía todas consigo respecto al estado de aquella cabeza. Entráronle alarmas, como las de los peores días pasados, y se puso de un humor vidrioso no acertando a determinar si aquello de la lógica era una crisis favorable, o por el contrario, traería nuevas complicaciones.
Y no estuvo muy feliz Juan Pablo, en la elección de aquel día para hacer a doña Lupe la proposición de empréstito, pues encontró a la capitalista dada a todos los demonios. Era el hombre de menos suerte que existía, pues nunca daba en el quid de la buena ocasión; lástima grande, porque el discurso que llevaba preparado para convencer a la señora era admirable, y una roca se ablandaría oyéndolo. Su tía no le dejó pasar del exordio, negándose absolutamente a contratar ninguna clase de préstamo ni en las condiciones más usurarias. Total: que salió Juan Pablo de la casa renegando de su estrella, de su tía y de todo el género humano, revolviendo en su mente propósitos de venganza con proyectos de suicidio, pues estaba el infeliz como el náufrago que patalea en medio de las olas, y ya no podía más, ya no podía más. Se ahogaba.
iv
En la noche de aquel aciago día, que creyó deber marcar con la piedra más negra que en su triste camino hubiera, Juan Pablo sostuvo en el café del Siglo las teorías más disolventes. Con gran estupefacción de D. Basilio Andrés de la Caña, que volvió a la tertulia, embistió contra la propiedad individual, haciendo creer al propio sujeto y a otros tales que se había dado un atracón de lecturas prudhonianas. No había visto un solo libro, ni por el forro, y toda su argumentación ingeniosa sacábala de la rabia que contra doña Lupe sentía, rencor satánico que habría bastado para inspirar epopeyas.
Como el gran principio de la propiedad individual no tenía en aquella desigual contienda más defensor que D. Basilio, quedó maltrecho. La mesa de mármol, en torno de la cual formaban animado círculo las caras de los combatientes, estaba a última hora llena de cadáveres, revueltos con las cucharillas, con los vasos que aún tenían heces de café y leche, con la ceniza de cigarro, los periódicos y los platillos de metal blanco, en los cuales la mano afanadora de D. Basilio no había dejado más que polvo de azúcar. Dichos cadáveres, horriblemente destrozados, eran la propiedad, todas las clases de propiedad posibles, el Estado, la Iglesia y cuantas instituciones se derivan de estos dos principios, Matrimonio, Ejército, Crédito público, etc... Con admiración de todos, Juan Pablo se lanzó a la defensa del amor libre, de las relaciones absolutamente espontáneas entre los sexos, y puso la patria potestad sobre la cabeza de la madre. Al Papa le deshizo, y la tiara quedó pateada bajo la mesa, con los pedazos de periódico, los salivazos y el palillo deshilachado de D. Basilio, quien al fin, en el barullo de la derrota, arrojó lejos de sí aquel marcador de sus argumentos. También andaba por el suelo la corona real, triturada por las suelas de las botas, y el cetro de toda autoridad corría la misma suerte. Las conteras de los bastones, golpeando con furia el sucio entarimado, remataban las víctimas que iban cayendo de la mesa, expirantes. Creeríase que Juan Pablo las estrujaba con los codos, después de acribillarlas con su dialéctica, y cuando cogía un lápiz y trazaba números con febril mano sobre el mármol, para probar que no debe haber presupuesto, parecía un Fouquier de Thinville firmando sentencias de muerte y mandando carne a la guillotina.
Y qué menos podía hacer el desgraciado Rubín que descargar contra el orden social y los poderes históricos la horrible angustia que llenaba su alma? Porque estaba perdido, y la cruel negativa de su tía le puso en el caso de escoger entre la deshonra y el suicidio. Antes de ir al café había tenido un vivo altercado con Refugio, por pretender ésta que fuese con ella a Gallo, y el disgusto con su querida, a quien tenía cariño, le revolvió más la bilis. Sus amigos no podían con él; estaba furioso; poco faltaba para que insultase a los que le contradecían, y su numen paradójico se excitaba hasta un grado de inspiración que le hacía parecer un propagandista de la secta de los tembladores. El que mejor replicaba parece increíble!, era Maxi, que se quedó en el café más tiempo del acostumbrado, retenido por el interés de la polémica. Defendía el joven Rubín los principios fundamentales de toda sociedad con un ardor y una serena convicción que eran el asombro de cuantos le oían. No se alteraba como el otro; argumentaba con frialdad, y sus nervios, absolutamente pacíficos, dejaban a la razón desenvolverse con libertad y holgura. La suerte de Rubín mayor fue que Rubín menor se marchó a las diez, pues doña Lupe le tenía prescrito que no entrase en casa tarde, y por nada del mundo desobedecería él esta pragmática. Había vuelto a la docilidad de los tiempos que se podrían llamar antediluvianos o que precedieron a la catástrofe de su casamiento. Dejando que su hermano se arreglara como pudiese con los demás tratadistas de derecho público, abandonó el café con ánimo de irse derechito a su casa. Atravesó la Plaza Mayor, desde la calle de Felipe III a la de la Sal, y en aquel ángulo no pudo menos que pararse un rato, mirando hacia las fachadas del lado occidental del cuadrilátero. Pero esta suspensión de su movimiento fue pronto vencida del prurito de lógica que le dominaba, y se dijo: «No; voy a casa, y han dado ya las diez... Luego, no debo detenerme». Siguió por la calle de Postas y Vicario Viejo, y antes de desembocar en la subida a Santa Cruz, vio pasar a Aurora, que salía de la tienda de Samaniego para ir a su casa. «Qué tarde va hoy!» pensó, siguiendo tras ella por la calle arriba, hacia la plazuela de Santa Cruz, no por seguirla, sino porque ella iba delante de él, sin verle. Andaba la viuda de Fenelón a buen paso, sin mirar para ninguna parte, y llevaba en la mano un paquete, alguna obra tal vez para trabajar en su casa el día siguiente, que era domingo, y domingo de Ramos por más señas.
Como iba más aprisa que él, pronto se aumentó la distancia que les separaba. En vez de seguir por la calle de Atocha para tomar por la de Cañizares, como parecía natural (este era el itinerario que usaba Maxi), la joven se metió por el oscuro callejón del Salvador. En la sombra del Ministerio de Ultramar la esperaba un hombre que la detuvo un instante: diéronse las manos y siguieron juntos. «Hola, holase dijo Maxi acechando, belenes tenemos?». Y viéndoles ir por el callejón adelante, una idea o más bien sospecha encendió en él vivísima curiosidad. Siguiéndoles a cierta distancia, se cercioró al punto de lo que antes fuera presunción, y la certidumbre produjo en su alma violentísima sacudida. «Es él, ese infame... La espera; van juntos... y toman la vía más solitaria... Luego, son amantes... Engañar a una pobre mujer... un hombre casado!...». Determinose en él con poderosa fuerza el rencor de otros tiempos, aquel rencor concentrado y sutil que era como un virus ponzoñoso, tan pronto manifiesto como latente, y que al derramarse por todo su ser, producía tantos y tan distintos fenómenos cerebrales. Al propio tiempo se desbordaba en el alma del desdichado joven un sentimiento quijotesco de la justicia, no tal como la estiman las leyes y los hombres, sino como se ofrece a nuestro espíritu, directamente emanada de la esencia divina. «Esto lo tolera y aun lo aplaude la sociedad... Luego, es una sociedad que no tiene vergüenza. Y qué defensa hay contra esto? En las leyes ninguna. Ay, Dios mío, si tuviera aquí un revólver, ahora mismo, ahora mismo, sin titubear un instante, le pegaba un tiro por la espalda y le partía el corazón! No merece que se le mate por delante. Traidor, miserable, ladrón de honras! Y esa tonta que se deja engañar!... Pero ella no merece la muerte, sino la galera, sí señor, la galera...».
Al día siguiente del lastimoso lance ocurrido cerca de Cuatro Caminos, no estaba Maxi más excitado y rencoroso que aquella noche lo estuvo. En el tiempo transcurrido desde la noche aciaga de Noviembre, no había visto a su ofensor sino muy contadas veces, y siempre de lejos; nunca le había tenido así, tan a tiro... «Ay!, por qué no traigo un revólver?... Ahora mismo le dejaba seco. Si pasara por una armería, lo compraba... Pero si no tengo dinero. La tía no me da más que los dos reales para el café. Dios, qué desesperación! Si me infundes la idea de la justicia, idea lógica, perfectamente lógica, por qué no me das los medios para hacerla efectiva?... Verle expirar revolcándose en su sangre; no tenerle ninguna lástima... Que no vea yo esto, Dios!... Que no lo vea el mundo entero... porque el mundo entero se había de regocijar...!».
Después de recorrer la calle de Barrionuevo y la Plaza del Progreso, la pareja tomó por la calle de San Pedro Mártir, buscando la vía menos concurrida. «Van a tomar por la calle de la Cabezadijo Maxi, por donde no pasa un alma a estas horas. Ah!, trasto, ladrón de honras, asesino... La justicia caerá sobre ti algún día, si no hoy, mañana. Lo que siento es que no sea por mi mano». Seguíales sin perderles de vista, a bastante distancia... «Me duelen las contusiones que recibí aquella noche, como si las acabara de recibir... Perdulario, cobarde, que te ensañas con los débiles de cuerpo, con los enfermos que no se pueden tener... A ti se te contesta con una bala... plaf! Y se te deja seco... Y yo me quedaría tan fresco si te pudiera dar lo que mereces... pero tan fresco y tan satisfecho como se queda todo el que ha hecho un bien muy grande, pero muy grande...».
Al llegar a la calle del Ave María, Rubín se pasó a la acera de los impares y se puso en acecho en la esquina de la calle de San Simón, en la sombra. Detuviéronse: Aurora parecía decir a su galán que no siguiese más. Era prudente esta indicación, y el galán se despidió apretándole la mano. Maxi le miró subir hacia la calle de la Magdalena, y sentía deseos de gritar e írsele encima: «Ratero de mi honor y de todos los honores... ahora las vas a pagar todas juntas». Creía que se le afilaban las uñas haciéndosele como garras de tigre. En un tris estuvo que Maxi diese el salto y cayese sobre la presa. La lógica le salvó. «Soy mucho más débil, y me destrozará... Un revólver, un rifle es lo que yo necesito».
Cuando los amantes desaparecieron de su vista, Rubín penetró en su casa. Lo más particular fue que la idea de su mujer se borró de su mente durante aquel suceso, o quizás personificaba en Aurora la totalidad de las deslealtades y traiciones femeninas. A solas en su cuarto, fue acometido de una duda horrible. «Pero esto que me desvela ahorase decía revolviéndose en el lecho, es verdad, o lo he soñado yo? Sé que entré, sé que caí en la cama, sé que dormí, y ahora me encuentro con esta impresión espantosa en mi cerebro. Es verdad que les he visto, al infame y a ella, o lo he soñado? Que yo he tenido un sopor breve y profundo, es indudable... Pues ya voy creyendo que ha sido sueño... Sí; sueño ha sido... Aurora es honrada. Vaya con las cosas que sueña uno... Pero no, Dios, si lo vi, si lo estoy viendo todavía, y si tengo estampadas aquí las dos figuras...! Esto es para volverse loco... y sería lástima, ahora que estoy tan cuerdo...!».
Todo el día siguiente estuvo con la misma confusión en su mente. Lo había visto, o lo había soñado? El Miércoles Santo enviole su tía con un recado a casa de Samaniego, y después de estarse allí gran rato, oyendo tocar la pieza, notó que doña Casta hablaba muy vivamente con Aurora.«Vaya, hija, que hoy nos has dado un buen plantón. Tres horas esperándote!... A qué tienes tú que ir hoy al obrador, si hoy no se trabaja?... Lo mismo que el Domingo de Ramos... Toda la tarde en el obrador, y luego viene Pepe y me dice que ni has aparecido por allí ni ese es el camino. En dónde estuviste? En casa de las de Reoyos! Y qué hacías tú tantas horas en casa de las de Reoyos? Tengo yo que averiguarlo...».
Aurora se defendía con ingenio y tesón, como quien sabe que es mayor de edad y puede, cuando quiera, echar a rodar la autoridad materna; pero no llegó el caso de hacerlo así. Maxi, aparentando poner sus cinco sentidos en la pieza que tocaba Olimpia, no perdía sílaba de aquel doméstico altercado. Gracias que la cuestión ocurrió cuando la niña tenía entre sus dedos el andante cantabile molto expresivo, que si llega a coincidir con el allegro agitato, ni Dios pesca una letra de lo que hija y madre hablaron. Durante el presto con fuoco, Maxi se decía: «Parece mentira que dudara yo un instante de que aquello era la pura realidad... Y lo creí sueño...!, qué imbécil!... Un dato tomado de la existencia positiva me ha quitado todas las dudas. Ahora no me basta con la lógica, necesito ver algo más... y veré. Qué lección para mi mujer! Oh! Dios mío, ahora me asalta otra duda horrible. Si la mato no hay lección. La enseñanza es más cristiana que la muerte, quizá más cruel, y de seguro más lógica... Que viva para que padezca y padeciendo aprenda... Pero a él debo matarle... a él sí!».
Oyendo el estrepitoso fin de la pieza, tuvo como un sopor de medio minuto, y volvió de él asaltado por esta idea que le sacudía: «No, matar no. Su maldad es necesaria para este gran escarmiento. La vida es lo que duele y lo que enseña... La muerte para los buenos... para los perversos, lógica, lógica».
Apenas se había acabado la tocata, entró doña Casta a decirle: «Maxi, la señora de Quevedo me ha llamado por la ventana del patio para decirme que le mande a usted subir un momento. Tiene que enviar un recado a Lupe». Subió el pobre chico, y doña Desdémona le hizo esperar un ratito, pues estaba ayudando a su marido a desnudarse. Acababa de entrar, muy fatigado; le llamaron a las doce y hasta aquella hora no había podido volver a casa.
«Queridodijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el hombro. Hágame el favor de decirle a Lupe que la pájara mala sacó pollo esta mañana... un polluelo hermosísimo... con toda felicidad...».
Maxi se rascó una oreja, y sacando de su alma a los labios una sonrisa extraña, cuya significación no pudo entender la señora de Quevedo, «la pájara maladijo con acento de niño mimoso, enséñemela usted... y el pollo... enséñemelo también».
No, no, ahora noreplicó doña Desdémona empujándole hacia la puerta. Mañana los verá... Vaya ahora a decirle esto a su tía.
v
El interés con que doña Lupe esperaba noticias de la pájara mala y de si sacaba bien o mal el pollo, no podrá ser comprendido sin tener en cuenta las grandes ideas que en aquellos días despuntaban en el caletre de la insigne señora. Su entendimiento excelso sugeríale determinaciones para todos los casos, y medios de armonizar los hechos con los principios en la medida de lo posible. Era su lema que debemos partir siempre de la realidad de las cosas, y sacrificar lo mejor a lo bueno, y lo bueno a lo posible. Esto lo había aprendido en la experiencia de los negocios, la cual se aplica con éxito a los asuntos morales, del mismo modo que el ejercicio de las matemáticas y la agilidad gimnástica que dan al entendimiento, facilitan el estudio de la filosofía.
Pues pensando en su sobrina, vino a sentar ciertas bases que discutió consigo misma, dándolas al fin por indestructibles, a saber: que aquello no tenía remedio, que la deshonra era inevitable, si bien no recaía sobre doña Lupe, pues a todo el mundo constaba que ella no alentó ni favoreció jamás los desvaríos de Fortunata. Esto lo sabían hasta los perros de la calle. Por consiguiente, bien podía la señora estar tranquila sobre este particular. Segundo punto: Fortunata sería todo lo mala que se quisiera suponer; pero había pertenecido a la familia, y la persona más importante de esta no podía menos de echar una mirada a la descarriada joven para enterarse de sus pasos, y tratar de impedir que arrojase sobre el claro apellido de Rubín ignominias mayores. Presentábase un problema grave, cuya solución no estaba al alcance de los entendimientos vulgares. Aquel pequeñuelo que iba a presentarse en el mundo era, por ley de la naturaleza, sucesor de los Santa Cruz, único heredero directo de poderosa y acaudalada familia. Verdad que por la ley escrita, el tal nene era un Rubín; pero la fuerza de la sangre y las circunstancias habían de sobreponerse a las ficciones de la ley, y si el señorito de Santa Cruz no se apresuraba a portarse como padre efectivo, buscando medio de transmitir a su heredero parte del bienestar opulento de que él disfrutaba, era preciso darle el título de monstruo.
«Oh!, si a mí me hubiera pasado lo que le pasa a esa panfilonase decía, cómo no me había de señalar el otro una pensión de alimentos?
Bonito genio tengo yo para estas cosas... Ah! Pues si esa hiciera caso de mí, y se dejara llevar...! Lo que es ahora, yo le aseguro que sus dos o tres mil duros de pensión no se los quitaba nadie... Lo primerito que yo haría era plantarme en casa de doña Bárbara y leerle la cartilla bien leída... Y lo haré, lo haré, aunque esa simple no me autorice. No lo puedo remediar, la iniciativa me alborota todo el espíritu, y reviento si no le doy salida... Y me inspira lástima lo que va a nacer, porque es un dolor que viva pobre viniendo de quien viene. Pues el día de mañana (pongo que sea varón), cuando crezca y sea preciso librarle de quintas, qué va a hacer esa infeliz? No, esto no puede quedar así... pobre criaturita! Hay que hacer algo, y véase aquí cómo es una caritativa cuando menos lo piensa... No, lo que es yo no me callo, yo me voy a ver a doña Bárbara, y con esta labia que tengo y lo bien que pongo los puntos, le haré ver el disparate de que su nieto esté peor que un inclusero... porque de qué va a vivir? Las acciones del Banco se las comerán hijo y madre en un par de años, y con el rédito de los treinta mil reales no tienen ni para sopas. Lo que es dinero de Maxi no lo han de ver, de eso respondo, porque sería el colmo de la afrenta y de la tontería... Nada, nada; que yo doy la campanada gorda, siempre y cuando el señorito ese no le señale el estipendio en el término de un mes. Vaya si la doy... Me pongo mi abrigo de terciopelo, mi capota, mis guantes y hala!... Ahora se me ocurre que debo empezar por darle una embestida a mi amiga Guillermina, que se hará cargo de la justicia del caso... Sí, magnífica idea! Guillermina hablará con la otra y... Ahora, ahora comprenderá esa loquinaria la diferencia que hay entre obrar ella por cuenta propia y tenerme a mí por consejera y directora. Apostamos a que ella, si el otro no le da un cuarto, se deja estar con su santa pachorra, sin atreverse a nada, tragando hiel y muriéndose de hambre? Pero yo, cuando hago el bien, lo hago contra viento y marea, y se lo meto en los hocicos a las personas tercas e inútiles que no saben hacer nada por sí».
Estas ideas, que fermentaron en el cerebro de aquella gran diplomática y ministra durante todo el mes de Marzo, determinaron los recaditos que mandó a Fortunata con Ballester, el encargo que hizo a Quevedo de asistirla cuando el caso llegara, no vacilando en decir al feo y hábil profesor de obstetricia que sus honorarios no serían perdidos. Algo la desconcertó Maxi el día en que se mostró sabedor del secreto, pues la señora, para hacer todos aquellos proyectos benéficos en interés del vástago de Santa Cruz, partía del principio de que su sobrino desconocía en absoluto la verdad. Muchísimo se alegraba de verle tan sereno; pero la sacaba de quicio el pensar que se volvería razonable hasta el punto de compadecerse de su mujer, y asignarle alguna pequeña renta para que no pidiera limosna o se prostituyese. No, el otro, el que había roto los vidrios, era el que los tenía que pagar.
A esta altura estaban sus cavilaciones, cuando Maxi le llevó la noticia que le diera doña Desdémona. Lo primero en que doña Lupe puso su atención inteligente fue en la cara del joven al dar el recado, y se pasmó de su impavidez, a pesar de que demostraba penetrar el sentido recto de la alegoría empleada por la señora de Quevedo. Después de repetir textualmente el recado, añadió: «Ha sido esta mañana. D. Francisco acababa de llegar y se estaba acostando».
Doña Lupe no volvía de su asombro. «Vaya, que lo toma con calma. Más vale así. Y esto es cordura o qué es? Será lo que llaman filosofía... Dios nos tenga de su mano, si después le da por la filosofía contraria».
Piensa usted ir a verla?le preguntó después el chico con la mayor naturalidad.
Yo?... pero qué cosas tienes... Veo que es inútil hacer comedias contigo. Con ese talentazo que estás echando, nada se te escapa... Verla yo! Sólo por curiosidad he querido saber lo que sé... De aquí en adelante, como si no existiera. No piensas tú lo mismo?
Exactamente lo mismo... Ve usted lo frío y sereno que estoy?
Así me gusta. Esto se llama ser filósofo en toda la extensión de la palabra, y elevarse sobre las miserias humanasdijo la viuda con emoción verdadera o falsa. No vuelvas a acordarte más del santo de su nombre...
Y aunque me acordara, tía, aunque me acordara...
Para qué?... Tú no has de verla.
Y aunque la viera, tía, aunque la viera...
Doña Lupe se inquietó un poco oyendo esta frase, dicha con cierto sentido de tenacidad maniática. Pero Maximiliano se apresuró a tranquilizarla con otro argumento: «Pero no observa usted lo cuerdo que estoy? Si no me he visto nunca así, ni en mis mejores tiempos... Ya quisieran todos...».
La señora tomó pie de esto último para variar la conversación: «Dices bien. Sabes que tu hermano Juan Pablo me parece a mí que no está bueno de la cabeza? Hoy estuvo otra vez a darme la jaqueca... Pues que le he de hacer el préstamo o se pega un tirito. Como no se mate él! Es el egoísmo andando. Se necesita atrevimiento. Pedirme dinero un hombre que, cuando debe, no hay medio de sacarle un real, y se enfada si una reclama lo suyo! Dice que le van a hacer secretario de un gobierno de provincia y qué sé yo qué... Tú lo crees? Muy rebajada está la talla de los empleados; pero no tanto...».
En aquel segundo ataque desesperado que dio Juan Pablo a su tía, salió de la casa el pobre hombre más muerto que vivo. Su tía no era ya simplemente una mujer mala; era un monstruo, una furia, un dragón mitológico. Aquel tiro con que él se amenazaba a sí mismo, cuánto mejor estaría empleado en ella! «Pero ese tiro, me lo doy o no me lo doy?... No tengo más remedio que dármelodiscurría entrando por la calle de la Magdalena. Por ninguna parte veo la solución. Sí, lo que es el tiro me lo pego; vaya si me lo pego... Lo malo es que no tengo revólver... Se me está figurando que al fin y al cabo no me pegaré tiro ninguno. Es uno así, tan dejado, que no se arranca... Ya voy viendo yo que una cosa es decir uno de buena fe que se mata, y otra cosa es hacerlo... Pero en fin, yo sigo en mis trece, y al fin, me lo tendré que pegar, no habrá más remedio».
vi
Estuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «Dios!se decía; será para darme la secretaría? Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios. La contra es que no tengo revólver... Me tiraré por el balcón... No, eso no; me haría una tortilla!... Vamos, que el corazoncito me anuncia secretaría... Ánimo, chico, que hoy te va a sonreír la suerte».
El director era hombre muy expeditivo, y sin hacerle sentar le dijo: «Amigo Rubín, usted es listo y me conviene usted...».
Rubín vio la cara del director como la del Padre Eterno que los pintores ponen entre nubes, esmaltadas de angelitos.
«Me conviene usted, y yo le voy a meter en carrera».
Muchas gracias, Sr. D. Jacinto. Ya sabe que estoy a sus órdenes.
Pues le voy a dar a usted la gran sorpresa. Yo necesito un hombre; y como entiendo que usted sabrá desenvolverse en el destino delicadísimo que le pienso dar...
La secretaría de...No, amigo; es más. Yo, cuando encuentro una persona que me entra por el ojo derecho, y que sirve, digo copo, y la tomo para que me sirva a mí. Le juro a usted que me conviene, camará. Allá va la bomba. Va usted a ser gobernador de una provincia de tercera clase.
Rubín no pudo decir nada. Creyó que se le caía encima el techo del despacho y todo el Ministerio de la Gobernación.
«Pues sí, gobernador de mi provincia. Quiero ver cómo arreglo aquello. Usted no tiene que entenderse más que conmigo. El Ministro me da vara alta».
Señor directorbalbució Rubín, disponga usted de mí.
Pues será usted incluido en la combinación que va mañana a la firma del Rey. Ya hablaremos, y le contaré a usted de cómo está aquello. Creo que iremos bien.
Luego echaron un cigarro, y hablaron algo del estado de la provincia, desflorando el asunto. Empezó a entrar gente en el despacho, y Rubín se retiró para comenzar sus preparativos. Estaba el hombre que no sabía lo que le pasaba; creía soñar... se daba pellizcos a ver si estaba despierto, anduvo algún tiempo por la calle como un insensato... se reía solo... le dieron ganas de comprar un revólver para ponerse a disparar tiros al aire... Ah!, lo que debía hacer era meterle un par de balas en el cuerpo a doña Lupe... sí, por mala, por tacaña... Pero no, no; perdonar a todo el mundo... La vida es hermosa, y gobernar un pedazo de país es el mayor de los deleites. A los individuos de Orden Público o de la Guardia Civil que iba encontrando, les miraba ya como subalternos, y por poco les manda prender a su tía y a Torquemada.
En el café, aquella noche, hubo la gran escena.
Al principio no dijo nada, esperando dar la sorpresa de sopetón; pero sus amigos conocieron que no era el mismo hombre. Daba un sonsonete de autoridad a sus palabras, medíalas mucho, tomaba el café con más pausa que de costumbre, y a cada momento echaba una frasecilla de protección. «Pero amigo Montes, no hay que apurarse... ya veremos, ya veremos si se te puede meter en algún hueco... D. Basilio me tiene que dar unos datos que necesito sobre la recaudación de la provincia de X... Oiga usted, Relimpio, no se dé prisa a presentar la memoria, porque esta situación dura. Cánovas tiene para un rato. Es hombre que entiende la aguja de marear». Y como se suscitara un debate político de los más graves, Rubín se puso de parte de los que defendían la tesis más razonable, conciliadora y templada. «Pero ustedes, qué creen, que una sociedad puede vivir siempre soñando con trastornos? Seamos prácticos, señores, seamos prácticos, y no confundamos las pandillas de politicastros con el verdadero país».
En esto llegó La Correspondencia, y a las primeras ojeadas conspicuas que arrojó sobre las columnas de ella el buen D. Basilio, tropezó con la combinación de gobernadores, y lanzando un berrido de sorpresa, se restregó los ojos creyendo que leía mal. Mas convencido de que no era error, lanzó otra exclamación más fuerte y al instante se enteraron todos, y Juan Pablo fue objeto de aclamaciones y plácemes, unos sinceros, otros con su poco de bien disimulada envidia.
«Hace tiempo que el amigo Villalonga tenía empeño en eso. Hoy ha machacado tanto que no he podido decirle que no».
Pero qué callado se lo tenía!
De todos lados de la cámara... digo del café, vino gente a felicitar al gobernador, y el mozo, a quien Juan Pablo debía el consumo de cinco meses, y algunos picos, se puso más contento que si le hubiera caído la lotería; y hasta el amo del establecimiento fue a dar un apretón de manos a su parroquiano, diciéndole si podía colocar en las oficinas de la provincia a un sobrinito suyo que tenía muy buena letra.
«No le digo que sí ni que no, D. José. Veremos. Tengo la mar de compromisos... Pero ya sabe usted que haré los imposibles por servirle... Usted me manda».
El hombre compensó con los goces de aquella noche los sufrimientos y tristezas de tantísimos meses. Toda la gente que próxima estaba, mirábale con cierta expresión de asombro y respeto, como se mira a quien es, ha sido o va a ser algo en el mundo. En cuantos asuntos se trataron aquella noche en el círculo, Rubín hizo gala de las ideas más sensatas. Era preciso moralizar la administración provincial, desterrar abusos; sobre todo, en el destierro de los abusos insistió mucho. Su plan de conducta era muy político... contemporizar, contemporizar mientras se pudiera, apurar hasta lo último el espíritu conciliador; y cuando se cargara de razón, levantar el palo y deslomar a todo el que se desmandase... Mucho respeto a las instituciones sobre que descansa el orden social. Cuando va cundiendo el corruptor materialismo, es preciso alentar la fe y dar apoyo a las conciencias honradas. Lo que es en su provincia, ya se tentarían la ropa los revolucionarios de oficio que fueran a predicar ciertas ideas. Bonito genio tenía él...! En fin, que el pueblo español está ineducado y hay que impedir que cuatro pillastres engañen a los inocentes... La mayoría es buena; pero hay mucho tonto, mucho inocente, y el Gobierno debe velar por los tontos para que no sean engañados... En cuanto a moralidad administrativa, no había que hablar. Él no pasaba ni pasaría por ciertas cosas. Ya le había dicho a Villalonga que aceptaba con la condición de que no le pondría veto a la persecución y exterminio de los pillos... «A muchos que mangonean ahora, les he de llevar codo con codo a la cárcel de partido... Yo soy así; hay que tomarme o dejarme».
Don Basilio era de los que sinceramente se alegraban del golpe de suerte que había tenido Juan Pablo. Aquel destino no era de su ramo, y por tanto, no lo envidiaba. Si se hubiera tratado de la dirección económica de una provincia, D. Basilio habría sentido tristeza del bien ajeno. Pero no le sacaran a él de sus números... Por cierto que el Ministro le había encargado un trabajo que le traía marcado... proyecto de reglamento para la cobranza del subsidio industrial... «Siempre me caen a mí estos turrones. Ocurre en secretaría que no se conocen los antecedentes de tal o cual cosa... 'Ah!, la Caña lo sabrá'. Piden en el Congreso una nota del estado en que se halla la codificación de Hacienda. Qué lío! Nadie sabe una palabra... 'Ah!... a ver... la Caña'. Y la Caña les saca del apuro. Que el Ministro quiere enterarse de los trabajos hechos para el establecimiento del Registro fiscal, que es el gran medio para descubrir la riqueza oculta... Pues toda la casa revuelta; busca por aquí, busca por allá. Hasta que a uno se le ocurre decir... 'Eso la Caña...' y efectivamente; como que la Caña es el que hizo los primeros estudios del Registro fiscal». Total, que si por desgracia llegaba a faltar D. Basilio del Ministerio de Hacienda, este se venía abajo de golpe como un edificio al cual falta el cimiento.
Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín le llevase de secretario; pero esto no era fácil. «Chico, yo se lo diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos si te meto de inspector de policía». Otros tertuliantes sentían envidia, y aunque felicitaban y adulaban al favorecido, al propio tiempo hacían pronósticos de las dificultades que había de tener en el gobierno de su ínsula. Pero ello es que la lisonja y la envidia, la codicia ambiciosa, la curiosidad y la novelería aumentaban considerablemente el personal de la tertulia en el tiempo que medió entre el nombramiento y la salida de Rubín para su destino. Mucho ajetreo tuvo aquellos días para arreglar sus asuntos y proveerse de ropa. Y no dejaron de molestarle también y entorpecerle ciertas disensiones domésticas, pues Refugio, que ya se estaba dando pisto de gobernadora, y se había despedido de sus amigas con ofrecimientos de protección a todo el género humano, se quedó helada cuando su señor le dijo que no la podía llevar... Pucheros, lloros, apóstrofes, quejas, gritos... «Pero, hija de mi alma, hazte cargo de las cosas; no seas así. No comprendes que no me puedo presentar en mi capital de provincia con una mujer que no es mi mujer? Qué diría la alta sociedad, y la pequeña sociedad también, y la burguesía!... Me desprestigiaría, chica, y no podríamos seguir allí. Esto no puede ser. Pues estaría bueno que un gobernador, cuya misión es velar por la moral pública, diera tal ejemplo. El encargado de hacer respetar todas las leyes, faltando a las más elementales!... Bonita andaría la sociedad, si el representante del Estado predicara prácticamente el concubinato! Ni que estuviéramos entre salvajes... Convéncete de que no puede ser. Tú te quedas aquí y yo te mandaré lo que vayas necesitando... Pero lo que es allá no me pongas los pies... porque si lo hicieras, tu chachito se vería en el caso de cogerte... ya sabes que tengo mucho carácter... de cogerte y mandarte para acá por tránsitos de la Guardia civil».
-VI-
Final
i
Fortunata sintió ruido en la puerta y esta voz: «Se puede?».«Pase usted, D. Segismundo» dijo reconociendo al regente de la botica. Y entró el tal con cara risueña y actitud oficiosa, como de persona que cree ser útil. Estaba la joven incorporada en su lecho, con chambra y pañuelo a la cabeza. «Qué reguapa está!pensaba Ballester al saludarla, apretándole mucho la mano. Lástima de mujer!».
«Ayer no pasó ustedle dijo ella con amabilidad, porque yo no sabía quién era, y no quiero recibir visitas. Estoy muerta de miedo, y por las noches sueño que alguien viene a robármelo. Quiere usted verle?...».
A su lado estaba, durmiendo con plácido sueño, el recién venido personaje, cuyas precoces gracias quería mostrar a su amigo. Así lo hizo con más orgullo que vergüenza, y apartó las sábanas, dejando ver la carita sonrosada y los puños cerrados del tierno niño.
«Cuidado que es bonito!» dijo Ballester inclinándose.
Tiene a quien salir por una y otra banda.
Dos horas hace que está tan dormidito. Qué ángel! Y si viera usted qué pillo es, y qué tragón! Viene determinado a darse buena vida. Si lo viera usted cuando se pone a mirarme... Pobrecito! Me quiere mucho. Sabe que le quiero más que a mi vida, y que es para mí el mundo entero.
Ya sabe usted lo convenido. Seré padrino de Su Excelencia. Usted me lo prometió la última vez que nos vimos.
Sí, sí, y no me vuelvo atrás. Usted será padrino.
Y después del primer nombre, que usted designará (poniéndose muy inflado), llevará el mío, Segismundo. Qué le parece a usted?
Muy bien. Se llamará Juan, después Evaristo, y después Segismundo.
Bueno; transijo con el tercer lugar en el escalafón, pero de ahí no paso; como usted me quiera echar al cuarto, me sublevo.
Ambos se rieron. Ballester se había sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le daría cuatro besospensaba; pero de amistad, de pura amistad, porque me interesa esta infeliz... y digan lo que quieran, no es tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la familia y amigos, las cuales oía Fortunata con gran curiosidad. «Doña Lupe, con toda su fiereza, no la olvida a usted. Todos los días nos pide noticias a mí o a Quevedo, y pregunta también por el muchacho, si es robusto, si mama bien, si tiene algún defecto físico...».
Defecto!...exclamó la madre indignada. Si es una preciosidad. Más perfecto es que las perfecciones. Se lo enseñaré a usted desnudo, para que vea qué hermosura de hijo. Estoy loca con él. Me parece que han de venir a quitármelo. Y no crea usted; hay tanta envidiosona...!
Dejando que pasara la racha de entusiasmo maternal, Ballester continuó así: «Pero lo que la pasmará a usted es saber que el amigo Maxi está tan mejorado, pero tan mejorado, que si le ve usted no le conoce».
Pero es de verdad?... Quia: guasas de usted.
No hija. Siempre que ocurre en la casa o en la vecindad algo difícil de resolver, se le consulta a él. Está hecho un Salomón. Doña Desdémona, cuando surge alguna dificultad en su república de pájaros, le llama, y lo que él dice, se hace.
Vaya, que hoy estamos de vena. Ojalá fuera verdad lo que usted dice. Yo me alegraría mucho, con tal que no se acordara de mí para nada, ni supiera que estoy viva.
Pues eso sí que no lo logra usted... Todo lo sabe.
Ay, no me lo diga, por Dios! (asustadísima y palideciendo). No sabe usted el miedo que me ha entrado. Ya no voy a tener un minuto de tranquilidad. Pero es eso verdad? No se divierta conmigo, Ballester; mire que estoy temblando de miedo.
Miedo a qué? Si está muy razonable, y más tranquilo que nunca. Todas sus ideas son ideas de benevolencia y tolerancia. Habla poco, y a lo mejor se descuelga diciendo cosas muy buenas. No le suelta a usted un disparate ni aunque se lo pida por favor. Respecto de usted, creo que el sentimiento que tiene es la indiferencia, si es que la indiferencia se puede llamar sentimiento.
No me fío, no me fío (meditaba, demostrando en el tono que no las tenía todas consigo). Verá usted cómo el mejor día...
La conversación pasó de Maximiliano a las Samaniegas, mostrando Fortunata gran extrañeza de que Aurora no se acordase de ella. «Es una mala crianza, porque bien sabe dónde estoy, y desde su obrador aquí se viene en tres minutos. Y si no quería ella venir, qué le costaba mandar una oficiala a preguntar si vivo o si muero?... Crea usted que esto me duele; porque yo, a quien me quiere como dos le quiero como catorce».
Ballester contestó con un gran suspiro, al cual no dio su interlocutora la interpretación conveniente. De pronto el farmacéutico mudó el tema: «Ah!, me olvidaba de lo mejor. Sabe usted que el crítico y yo nos hemos hecho amigos? Quién lo creería! Tanto como yo le odiaba! Pues verá usted. Padillita le metió un día en la botica, y yo empecé a darle guasa con sus críticas, diciéndole que me gustaban mucho. Pues resulta que es muy modesto y que se asusta cuando le elogian lo que escribe. Poco a poco hemos ido intimando, y toda la inquina que le tenía se ha evaporado. Es tan honradito el pobre Ponce, que todo lo que escribe es de conciencia, y hasta cuando elogió el dramón aquel que a mí me sacaba de quicio, lo hizo porque le salía de dentro. Y aunque le paguen tarde, mal y nunca, él tan conforme en su sacerdocio; lo toma en serio, y le parece que nadie ha de tener opinión sobre las obras si él no la da. Ha hecho oposición a una placita en el Tribunal de Cuentas y la ha ganado. Pues qué cree usted? El infeliz tiene que mantener a su madre, que está enferma; y yo, desde que me contó su historia, no le cobro nada por las medicinas. Le damos bromas con Olimpia y la pieza que toca, diciéndole que su adorada es muy romántica y que no tenga miedo de casarse, porque no come. Ni necesitan cocinera, ni cocina, ni siquiera cesto para la compra. Yo le digo que abandone el sacerdocio y que deje a los autores y al público que se arreglen como quieran. Está conforme conmigo, y por fin me ha revelado un secreto: ha escrito un drama y lo tiene en el Español; y como se represente, el exitazo es seguro. La noche del estreno pienso ir con todos mis amigos para armar un alboroto y llamar al autor a la escena lo menos cuarenta veces. Me quiere leer la obra y yo le he dicho que me la deje allí. Sin leerla, le diré que es magnífica, y un amigo mío periodista pondrá un sueltecito con aquello de que en los círculos literarios se habla mucho, etc... Le digo a usted que me interesa mucho ese infeliz, y que haría yo algo por él si pudiera. En bálsamo tranquilo le tengo dado ya más de medio cuartillo, y el extracto de belladona se lo lleva de calle, porque lo que padece la mamá es reuma. También le he hecho una bizma para la cintura que vale cualquier dinero. Yo soy así; al que me entra por el ojo derecho, le doy hasta la camisa. Y si viera usted qué cariño me ha tomado Ponce! Echamos largos párrafos sobre el arte realista, y el ideal, y la emoción estética, y cuanto yo digo, aunque sea un gran desatino, porque en mi vida las he visto más gordas, lo escucha como el Evangelio, y yo me doy con él un lustre que no hay más que ver. Fuera de estas tonterías de la crítica, es un alma de Dios, muy agradecido, muy delicado, sin más debilidad que la de querer a Olimpia y figurarse que un hombre de sesos se puede casar con semejante inutilidad. Yo me he propuesto quitárselo de la cabeza, y creo que lo voy consiguiendo. Porque yo le digo: «Con qué se van a mantener? Con la pieza?». Si se casa, van a ser cuatro de familia; el matrimonio y la mamá de él, enferma, y una hermanita que, según me ha contado Ponce, debe de tener hambre canina. De esto hablamos largamente en la botica, que llamamos el círculo literario, y le voy engatusando. Olimpia me sacaría los ojos si supiera las cosas que le digo a su novio; pero que se fastidie. Ya le he conocido siete osos, y lo que es a este no le pesca tampoco. Yo le he tomado bajo mi protección, y le he de salvar. Buen turrón le caía si se casara...!».
Qué risa con usted! Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla.
Ah!, de buena escapó. Guardo la fatídica yema para otro, sí, para otro, en quien ahora recaen todos mis odios. No me pregunte usted quién es, porque no se lo he de decir... Se lo diré después que se la haya zampado, porque se la tiene que comer, como este es día.
En esto, el ruido de voces, que sonaba en la salita próxima aumentó considerablemente, y a los oídos de Ballester llegaban estas palabras: envido a la chica, órdago a los pares.
«Es mi tío Josédijo Fortunata, que está jugando al mus con su amigo. Le mando que venga aquí para que me acompañe mientras estoy en la cama, porque tengo mucho miedo, y para que no se aburra, hago que le traigan una botella de cerveza y le permito que venga su amigo a hacerle compañía».
Ballester se asomó a la puerta entornada para ver a la pareja. No conocía a ninguno de los dos; pero la cara de Ido del Sagrario no era nueva para él, y creía haberla visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde ni cuándo.
ii
La primera vez que Ballester vio a Izquierdo y a su docto amigo, no les dijo más que algunas palabras dictadas por la buena crianza; pero a la segunda se cruzó entre ellos tal tiroteo de cumplidos, ofrecimientos y franquezas, que no había de tardar la amistad en unirles a los tres con apretado lazo.
Desde su alcoba, donde continuaba encamada, Fortunata se reía de las ocurrencias de Segismundo buscándole la lengua a Platón y a Ido del Sagrario, a quien solía llamar maestro. Siempre que iba por las noches el farmacéutico, les encontraba infaliblemente y se divertía con ellos lo indecible.
Mucho agradecía la desdichada joven aquellas visitas. Ballester era el corazón más honrado y generoso del mundo, y tenía cierta vanidad en tomar sobre sí el cumplimiento de los deberes que correspondían a otros y que estos otros olvidaban. Y aunque alentara, con respecto a la señora de Rubín, pretensiones amorosas a plazo largo, no dejaban por eso de ser puros y desinteresados sus actos de caridad, y habrían sido lo mismo aun en el caso de que su amiga espantara de fea y careciese de todo atractivo personal.
Fortunata iba adquiriendo confianza con él, y le revelaba sus pensamientos sobre diferentes cosas. No obstante, algo había que no se atrevía a manifestar, por no tener la seguridad de ser bien comprendida. Ni Segunda ni José Izquierdo lo comprenderían tampoco. Y como le era forzoso echar fuera aquellas ideas, porque no le cabían en la mente y se le rebosaban, tenía que decírselas a sí misma para no ahogarse. «Ahora sí que no temo las comparaciones. Entre ella y yo, qué diferencia! Yo soy madre del único hijo de la casa, madre soy, bien claro está, y no hay más nieto de don Baldomero que este rey del mundo que yo tengo aquí... Habrá quien me lo niegue? Yo no tengo la culpa de que la ley ponga esto o ponga lo otro. Si las leyes son unos disparates muy gordos, yo no tengo nada que ver con ellas. Para qué las han hecho así? La verdadera ley es la de la sangre, o como dice Juan Pablo, la Naturaleza, y yo por la Naturaleza le he quitado a la mona del Cielo el puesto que ella me había quitado a mí... Ahora la quisiera yo ver delante para decirle cuatro cosas y enseñarle este hijo... Ah!, qué envidia me va a tener cuando lo sepa!... Qué rabiosilla se va a poner!... Que se me venga ahora con leyes, y verá lo que le contesto... Pero no, no le guardo rencor; ahora que he ganado el pleito y está ella debajo, la perdono; yo soy así».
«Pues él, digo!, cuando lo sepa, qué hará?, qué pensará? No acabo de cavilar en esto, Dios mío! Él será un pillo, y un ingrato; pero lo que es a su nene le tiene que querer. Como que se volverá loco con él. Y cuando vea que es su retrato vivo Cristo! Pues digo, si doña Bárbara le viera...! Y le verá, toma, le verá... Como hay Dios, que se vuelve loca. Qué contenta estoy, Señor, qué contenta! Yo bien sé que nunca podré alternar con esa familia, porque soy muy ordinaria, y ellos muy requetefinos; yo lo que quiero es que conste, que conste, sí, que una servidora es la madre del heredero, y que sin una servidora no tendrían nieto. Esta es mi idea, la idea que vengo criando aquí, desde hace tantísimo tiempo, empollándola hasta que ha salido, como sale el pajarito del cascarón... Bien sabe Dios que esto que pienso, no es porque yo sea interesada.
Para nada quiero el dinero de esa gente, ni me hace maldita falta: lo que yo quiero es que conste... Sí, señora doña Bárbara, es usted mi suegra por encima de la cabeza de Cristo Nuestro Padre, y usted salte por donde quiera, pero soy la mamá de su nieto, de su único nieto».
Quedábase muy convencida después de sentar estas arrogantes afirmaciones, y la satisfacción le producía tal contento, que se ponía a cantar en voz baja, arrullando a su hijo; y cuando este se dormía, continuaba rezongando como la pájara en el nido. El gozo, algunas noches, no la dejaba dormir, y se pasaba largas horas jugando con su idea ya realizada, saltándola como Feijoo saltaba el bilboquet.
Quevedo iba a verla todos los días, y aunque la encontraba muy bien, ordenaba que no se levantase. Qué aburrimiento estar tanto tiempo prisionera! Gracias que con su chiquitín se entretenía. De noche le ayudaba Segunda a fajarlo y limpiarlo; por el día Encarnación, que era muy lista y se volvía loca de gusto cuando su ama le dejaba tener el pequeñuelo en brazos durante algunos minutos. En sus ratos de alegría delirante, Fortunata se acordaba mucho de Estupiñá. «Pero, tía, no se ha tropezado usted en la escalera con Plácido? Dígale que pase, que le tengo que hablar». Respondía Segunda que no una ni dos veces, sino más de veinte había encontrado al tal; pero que todas las chinitas que le echaba para que subiese habían sido como si no. «Me puso una cara, chica, cuando le conté la novedad, que parecía un juez de primera estancia. Y ayer me dijo: 'Quite usted allá, so chubasca, encubridora; a usted y a la otra farfantona, las voy a poner en la calle!'».
Ya se amansará. Qué apostamos a que se amansa?decía la joven sonriendo. Yo quiero que entre y vea esta estrella que se ha caído del Cielo.
Tanto hizo Segunda y tales enredos armó, que Estupiñá entró una mañana, gruñendo y echándoselas de hombre de mal genio que tiene que contraer todos los músculos de su cara para enfrenar su indignación. A cuanto le decían Segunda y su hermano, respondía con bufidos; y si la señora de Izquierdo no me le sujeta por un brazo, de fijo que echa a correr por las escaleras abajo. «No se puede tratar con estas tías farfantonas... Vaya usted al rábano. Vaya usted muy enhoramala». Pero dando estos respiros a su ira verdadera o falsa, ello es que no se marchaba, y Segunda le metió casi a la fuerza en la alcoba. Obedeciendo a un impulso instintivo, Estupiñá se quitó el sombrero en el momento en que sentía los chillidos del heredero de Santa Cruz que estaba pidiendo la teta con mucha necesidad. Al ver que el hablador descubría su venerable cabeza, Fortunata sintió en su alma inundación de alegría, y se dijo: «Eso es, saluda a tu amito. Él te protegerá como te han protegido sus abuelos y su padre». Plácido se inclinó para verle, y aunque se quería hacer el hombre terrible, se le escapó esta frase: «Clavado, talmente clavado...».
«Qué feo es!... verdad, D. Plácido?dijo la madre, radiante de gozo. Qué, no le da un beso?... Cree que le va a pegar algo? Descuide, que lo bonito no se pega... Sabe una cosa don Plácido? Me parece que le va usted a querer... y él a usted también. A que sí?».
El hablador murmuraba algo que no se oía bien. Estuvo un momento como indeciso entre el furor y la suavidad. Después rompió a hablar con Segunda sobre si esta ponía o no ponía aquel año cajón en San Isidro, y se retiró al fin, despidiéndose de una manera que bien podía pasar por conciliadora. Fortunata estaba contentísima, y se decía: «De seguro que ahora mismo va con el cuento. Es lo que yo quiero, que lleve el chisme». Encadenando ideas, se daba a pensar en el gusto que tendría de ver a doña Guillermina, presumiendo al mismo tiempo que si la viera había de sentir mucha vergüenza. «Le pediré perdón por lo mal que me porté aquel día, y me perdonará... como esta es luz. De fijo que me calienta las orejas; pero paso por todo con tal de ver la cara que pone delante de este hijo. A ver qué tiene que decir de mi idea. Qué se le ocurrirá? Alguna cosa que yo no entenderé ni la entenderá nadie... Diga lo que quiera y tómelo por donde lo tome, Dios no puede volverse atrás de lo que ha hecho; y aunque se hunda el mundo, este hijo es el verídico nieto natural de esos señores, D. Baldomero y doña Bárbara... y la otra, con todo su ángel, no toca pito, no toca pito... eso es lo que yo digo. Que me presente uno como este... No lo presentará, no. Porque Dios me dijo a mí: tú pitarás; y a ella no le ha dicho tal cosa. Y si doña Bárbara se chifló por el Pituso falso, cómo no se dislocará por el de oro de ley! De lo contenta que estoy, creo que me voy a poner mala... Y de fijo que Estupiñá lleva el cuento. La que yo quiero que lo sepa primero de todos es mi amiga la obispa. Apostamos a que viene a verme? Ya... no se le queda a ella en el cuerpo el sermón que me tiene preparado. Vengan sermones! No me importa; mejor. Yo le diré que tiene razón; pero que yo tengo el hijo, y allá se van hijos con razones».
Esta visita teníala por infalible, pues la santa era muy amiga de echar réspices y de enderezar a las que cometían pecados gordos. Tan segura estaba de verla, que siempre que sonaba la campanilla creía que era ella, y se preparaba a recibirla, arreglando la cama y poniéndose con la mayor decencia posible, trémula de emoción y esperanza.
iii
El bautizo se celebró con modestia suma en San Ginés, una mañana de Abril, y le pusieron al chico los nombres de Juan Evaristo Segismundo y algunos más. Ballester se corrió gallardamente aquel día a convidar a Izquierdo y a Ido del Sagrario en el próximo café de Levante. Instó mucho al maestro a que tomara un biftec; pero D. José lo rehusó, aunque buenas ganas tenía de aceptarlo. De solo oler la carne y ver la sangre de ella y la grasa en el plato de sus amigos, le parecía que se trastornaba. Su almuerzo fue un café con media tostada de abajo... y otra media de arriba. Tras el café vinieron las incitantes copas, y también les hizo escrúpulos el profesor; no así el modelo, que se llenó el cuerpo de ron hasta que ya no podía más, sin que por eso se perturbase su sólida cabeza, que debía de ser un alambique. Mientras comían, vieron pasar a Maximiliano Rubín, que salía del café; pero como él no aparentó verlos, no le dijeron nada. A eso de la una, Ballester se fue a su botica y los dos Josés a la casa de la Cava. Era domingo y ninguno de los dos tenía ocupaciones. Izquierdo mandó a Encarnación por una grande de cerveza, y sacando de una caja muy sucia el juego de dominó, extendió y mezcló las fichas para empezar una partidita. Y cuentan las crónicas platónicas, que antes de llegar a la mitad del segundo juego, las pobres fichas se quedaron solas. Ido se había levantado y daba paseos por la sala. Izquierdo se dejó caer sobre el sofá de Vitoria y dormía como un verídico bruto, el sombrero sobre los ojos, la boca abierta y las cuatro patas estiradas. La señá Segunda se llevó a Encarnación a la plazuela, porque la noche antes había habido fuego en dos o tres puestos inmediatos al de ella, y se pasó la mañana ayudando a sus compañeras a meter los trastos que se sacaron, y a reparar lo que de reparación era susceptible.
Fortunata estuvo aquel día aburridísima, con muchas ganas de levantarse. Por respeto a las ordenanzas del señor de Quevedo, seguía en la cama, pero ya no aguantaría aquella cárcel enojosa dos días más. Juan Evaristo Segismundo, después que le trajeron de San Ginés, estaba tan guapote y satisfecho, cual si tuviera conciencia de su dichoso ingreso en la familia cristiana; y para celebrarlo, en cuantito llegó al lado de su madre, buscó la despensa y se puso el cuerpo que no le cabía una gota más de leche. Oía Fortunata los ronquidos del venerable Platón, cual monólogo de un cerdo, y sentía también los paseos de Ido, y algún monosílabo ininteligible, suspiros que parecían ayes de pena o invocaciones poéticas; y cuando el profesor llegaba en su deambulación febril a la puerta de la alcoba, creía distinguir sus manos o parte de un brazo que subían hasta cerca del techo. Luego sonó la campanilla y D. José fue a abrir. Fortunata creyó que era Encarnación que volvía de la plazuela; pero se equivocaba. No tardó en oír cuchicheos en la puerta. Quién sería? Después sintió pasos y un chillar de botas que la hicieron estremecer, y se quedó muda de terror al ver en la puerta a Maximiliano. Era él; así lo afirmó después de dudarlo un momento. La estupefacción que sentía apenas le permitió dar un grito, y su primer movimiento fue echarle los brazos al nene, decidida a comerse a bocados a quien intentase hacerle daño o quitárselo. Rubín estuvo más de un minuto sin dar un paso, clavado en la puerta y destacándose dentro del marco de ella como la figura de un cuadro. Cosa rara! Ningún signo de hostilidad se veía en su cara ni en su ademán. Miraba a su mujer con seriedad, pero sin dureza, y cuando dio los primeros pasos para acercarse a la cama, su expresión era casi indulgente. Pero ella no las tenía todas consigo, y le miró como quien se dispone a una defensa enérgica. «Tío, tíodijo alzando la voz. Encarnación...». Como ni Izquierdo ni la criada respondieran, quiso llamar al esperpento aquel que en el cuarto se paseaba. Mas al ir a pronunciar su nombre se le borró de la memoria.
«Cómo diablos se llama este hombre?... Usted, venga acá... Ah!, ya me acuerdo. Señor Sagrario, haga el favor de despertar a mi tío». Pero ni el tío despertaba, ni D. José se hacía cargo de que le llamaban.
«Parece que me tienes miedo, y que pides socorrole dijo Maxi con fría bondad. No te voy a comer. Estás equivocada si piensas que vengo de malas. Si no se trata ya de matarte ni de matar a nadie... Esa idea estúpida voló... por fortuna de todos».
Diciendo esto se sentó en la silla, y quitándose el sombrero lo puso sobre la cama. Fortunata le encontró más delgado; la calva parecía mayor, y sus miradas tenían cierto reposo que la tranquilizó.
«Aunque nadie me ha dicho una palabraprosiguió Rubín, sé todo lo que te ha pasado; lo he sabido por mi propia razón, y vengo a compadecerte y a hacerte un gran bien... Porque yo perdí la razón, bien lo sabes; pero luego la volví a adquirir. Dios me la quitó y me la volvió a dar tan completa, que en este momento estoy más cuerdo que tú y que toda la familia. No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy a decirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué, no lo crees?».
Fortunata no sabía si creerlo o no. Su miedo no se había extinguido, y esperaba que tras aquellas palabras tranquilas, vinieran otras airadas y sin pies ni cabeza. No dijo nada, y siguió protegiendo a su hijo, en actitud de defenderle al primer ataque. Maxi no parecía reparar en el niño. Con gran serenidad habló así:
«Tan sano estoy de la cabeza, que me hago cargo de tu situación y de la mía. Ya entre tú y yo no puede haber nada. Nos casamos por debilidad tuya y equivocación mía. Yo te adoraba; tú a mí no. Matrimonio imposible. Tenía que venir el divorcio, y el divorcio ha venido. Yo me volví loco, y tú te emancipaste. Los disparates que habíamos hecho los enmendó la Naturaleza. Contra la Naturaleza no se puede protestar».
Miraba el bulto que en la cama hacía Juan Evaristo; pero como su ademán no tenía nada de hostil, Fortunata se iba sosegando.
«Ya sé lo que hay aquí! Pobre niño! Dios no ha querido que sea mío. Si lo fuera, me querrías algo. Pero no lo es, todo el mundo lo sabe, y lo sé yo también... Divorcio consumado. Más vale así. Yo no debí casarme contigo. Bien lo pagué perdiendo la razón. Qué debo hacer ahora que la he recobrado? Pues ver las cosas de muy alto, y acatar los hechos, y observar las lecciones tremendas que da Dios a las criaturas... Antes me las dio a mí... ahora a ti. Prepárate. No vengo a hacerte daño, sino a anunciarte la buena nueva de la lección, porque estas pedradas que vienen de arriba sanan, curan y fortalecen».
Pero este hombrese decía Fortunata, está cuerdo o está más loco que antes? Buena jaqueca me está dando; pero como no pase de ahí, se le puede aguantar.
Algo quiso decir en alta voz; pero él no la dejaba meter baza, y como si trajera un discurso preparado y no quisiera dejar de pronunciar ninguna de sus partes, pegó en seguida la hebra: «Te acuerdas de cuando yo estaba loco? Los ratos que te di te los tenías bien merecidos; porque en realidad te portabas muy mal conmigo. Tu infidelidad se me había metido a mí en la cabeza; no tenía ningún dato en qué fundarme; pero el convencimiento de ella no lo podía echar de mí. No sé decir bien si soñé que ibas a ser madre, o si me inspiraron esta idea los celos que tenía. Porque yo tenía unos celos ay!, que no me dejaban vivir. 'Mi mujer me faltadecía yo, no tiene más remedio que faltarme; no puede ser de otra manera'. Y como por lo mucho que te quería, yo no encontraba a tu pecado más solución que la muerte, ahí tienes por qué me nació en la cabeza, lo mismo que nace el musgo en los troncos, aquella idea de la liberación, pretextos y triquiñuelas de la mente para justificar el asesinato y el suicidio. Era aquello un reflejo de las ideas comunes, el pensar general modificado y adulterado por mi cerebro enfermo. Ay, qué malo me puse! Te digo que cuando inventé aquel sistema filosófico tan ridículo, estaba en el periodo peorcito. No me quiero acordar. Los disparates que yo decía los recuerdo como se recuerdan los de las novelas que uno ha leído de niño; y ahora me río de ellos, y calculo cuánto se reirían los demás. Te acuerdas tú?».
Fortunata respondió que sí con la cabeza. No le quitaba los ojos, siguiendo atentamente sus movimientos por ver si se descomponía, y estar preparada a cualquier agresión.
«Después me atacó lo que yo llamo la Mesianitis... Era también una modificación cerebral de los celos. El Mesías... tu hijo, el hijo de un padre que no era tu marido! Empezó por ocurrírseme que yo debía matarte a ti y a tu descendencia, y luego esta idea hervía y se descomponía como una sustancia puesta al fuego, y entre las espumas burbujeaba aquel absurdo del Mesías. Examínalo bien, y verás que todo era celos, celos fermentados y en putrefacción. Ay, hija, qué malo es estar loco! Cuánto mejor es estar cuerdo, aunque uno, al recobrar el juicio, se encuentre apagado el hornillo de los afectos, toda la vida del corazón muerta, y limitado a hacer una vida de lógica, fría y algo triste».
Al oír esto, que Maxi expresó con cierta elocuencia, Fortunata volvió a inquietarse, y llamó de nuevo a su tío, que seguía dando los ronquidos por respuesta. El mismo resultado tuvieron las voces de «Señor Sagrario, señor Sagrario... haga el favor de venir». D. José se asomó a la puerta, echando a la pareja una mirada de maestro de escuela que inspecciona el aula en que estudian sus alumnos, y vuelta a pasearse sin hacer caso de nada.
Rubín acercó más la silla, y Fortunata tuvo más miedo: «Pero todo aquello de la liberación y del Mesías voló. Los hechos reales sustituyeron a las figuraciones de mi cerebro... Dios me devolvió mi razón, y me la devolvió corregida y aumentada. Con ella vi los hechos; con ella descubrí lo que mi familia me ocultaba; con ella reconstruí mi ser, que había pasado por tantos cataclismos; con ella me penetré bien de nuestro divorcio y deseché dos y hasta tres veces la idea de homicidio; con ella pude llegar a considerarte mujer extraña, madre de hijos que yo no podía tener, y con ella me he revestido de serenidad y conformidad. No te admiras de verme como me ves? Más te asombrarías si pudieras leer en mi pensamiento, y comprender esta elevación con que yo miro todas las cosas, la calma con que te veo a ti, la indiferencia con que veo a tu hijo... Un ser más en el mundo! Cuando él ha venido sus razones tendrá. Qué derecho tengo yo a estorbarle la vida? Qué derecho a matarte a ti porque se la hayas dado? Fíjate bien: es muy grave eso de decir: 'tal o cual persona no debió de nacer'».
Dios mío!exclamó para sí Fortunata. Pero este hombre está cuerdo o cómo está? Eso que dice es razón, o los mayores disparates que en mi vida le he oído...?
Yo preguntoañadió Maxi acercándose más. El derecho a nacer, no es el más sagrado de todos los derechos? Quién me mete a mí a poner estorbo a ningún nacimiento? Estaría gracioso... Nazcan y vivan, que viviendo aprenderán.
«Nada, para mí está peor que antespensaba la esposa, y esto que dice podrá ser cuerdo, pero yo no entiendo palotada».
Parece que me tienes miedole dijo él siempre serio y tranquilo. No sé por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie.
Sí, es verdad; pero...Pero qué...?Tú dirás que gato escaldado del agua fría huye (sonriéndose ligeramente, por primera vez en aquella conferencia). Otra cosa: enséñame a tu hijo.
Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manos hacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo: «Otro día le verás... Déjale... está dormido y me le vas a despertar».
Pero qué maniática eres!... Yo creí que después de haberme oído, te convencerías de que mi razón está como un reloj y de que además me ha entrado un gran talento. Qué has visto en mí que te parezca sospechoso? Nada absolutamente. Mis sentimientos son de paz; la última idea mala la tuve hace días; pero la arranqué y estoy limpio de ira y de odio. Y para decírtelo todo en una palabra: Fortunata, soy un santo. No es esto jactancia, es la verdad... Crees que voy a hacer daño a tu hijo? Hacer daño a una criatura! Eso no cabe en lo humano. Déjamele ver, y te diré algo que te aprovechará.
Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle, permitiole ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con sus manos. No dijo nada mientras le miraba. Después volvió a su asiento y estuvo un rato con la mirada perdida entre los ramos de la colcha, ligeramente fruncido el ceño.
«Se parece a tu verdugo. Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad».
iv
«Tío, por Dios, tío, despierte usted» volvió a decir Fortunata gritando; y como asomase a la puerta la flácida y carunculosa efigie de Ido del Sagrario, la joven le dijo: «Pero qué hace usted que no despierta a mi tío?... Qué sola me tienen aquí! Y esa chiquilla que no viene!».
Ido refunfuñó algo que Fortunata no pudo entender. Mirando al profesor con lástima, Maxi dijo a su esposa: «Este buen señor está tocado. Me da mucha lástima, porque sé lo que es andar mal de la cabeza. Si él quisiera seguir mi plan, yo me comprometía a ponerle como nuevo».
Y en alta voz, viendo al desgraciado Ido llegar otra vez hasta la puerta de la alcoba y mirar hacia dentro con los ojos de estúpido: «Señor D. José, serénese, y aprenda a ver la vida como es... Es tontería creer que las cosas son como nos las imaginamos y no como a ellas les da la gana de ser. Al amor no se le dictan leyes. Si la mujer falta, divorcio al canto, y dejar que obre la lógica, pues ella castiga sin palo ni piedra».
Y Fortunata se persignaba, llena de admiración, diciéndose: «Pero será verdad, Dios mío, que a mi marido le ha entrado un gran talento, o estas cosas que dice son farsa para tapar una mala idea? Qué haré yo para que se marche pronto? Porque a lo mejor me sale por malagueñas, y me da el gran susto».
«Se parece a tu enemigo!repitió Maxi, volviendo a la idea que le había excitado ligeramente. Es una desgracia para él. Y si en lo moral saca la casta, peor que peor. El niño inocente no es responsable de las culpas del padre; pero hereda las malas mañas. Pobre niño!, tengo lástima de él. Si se te muere debes alegrarte, porque si vive te dará muchos disgustos».
A Fortunata le indignó esta idea; pero no se atrevió a contradecirla. Que dijera todo lo que quisiese. Su plan era no contestarle nada, a ver si se aburría y se marchaba pronto.
«Tiene a quien salirañadió Maxi con lúgubre ironía. Su papá es de oro... No necesitas decirme que no te hace caso... Harto lo sé. Ni siquiera habrá venido a verle... También me lo figuro. No vendrá; ten por cierto que no vendrá».
Quién sabe!...se dejó decir la joven, sintiendo que se le apretaba la garganta.
Te repito que no vendrá... Tengo mis razones para asegurarlo.
Claro... qué ha de venir...! Ni falta.
Dices bien; ni falta. Gracias que te oigo una expresión filosófica. Ese hombre tiene ahora otros entretenimientos.
Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía.
«Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardas en regenerarte».
La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse.
Es preciso que lo sepasvolvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato. Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.
Con otra mujer!dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla, a la cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de la colcha.
Sí, con otra mujer a quien tú conoces.
El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas, y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quiso sobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, como para alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, le dijo: «Qué historias me vienes a contar ahí?... Déjame en paz».
Esto que te cuento no es un enredo; es verdad. Ese hombre está enamorado de otra mujer, y tú la conoces. Aprende, pues. Ahí tienes la maravillosa arma de la lógica humana, con la cual te hiero para sanarte. Más vale morir aprendiendo, que vivir ignorando. Esta lección terrible puede llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo me encuentro. Y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues una lección, una simple lección.
Mira, Fortunata, bendito sea el cuchillo que sana.
Falta que sea verdad lo que cuentasdijo la víctima defendiéndose.
Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no la medicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tu conciencia. Quieres otra? Quieres el nombre de la que te ha robado lo que tú robaste? Pues te lo voy a decir.
Fortunata sintió como un desvanecimiento, y al incorporarse se le iba la cabeza, y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano a los ojos, dijo a su marido:
«Me lo tienes que decir».
Es una amiga tuya.Amiga mía!Sí, y su nombre empieza con A.
Aurora, Aurora es!exclamó la joven dando un salto en su lecho, y mirando a su marido como miran las personas de honor que han recibido una bofetada.
Ella es.Hace tiempo que el corazón me decía algo de esto, pero muy bajito, y yo no lo quería creer.
Estoy tan seguro de lo que afirmo, que no puede ser más.
Tú me engañas, tú me engañasreplicó la joven en actitud de Dolorosa. Tú me quieres matar, y en vez de pegarme un tiro, me vienes con esta historia.
Si lo tomas como golpe de muerte, tómalomanifestó Rubín con implacable frialdad.
Aurora... Aurora!... Dios mío!, qué idea tan perra...! (agitándose extraordinariamente). Pero no puede ser. Este hombre está loco y no sabe lo que se dice.
Que estoy loco?... (imperturbable). Bueno, defiéndete con eso. Pero tú caerás, tú te convencerás. No tienes escape. La verdad se impone. Ahí tienes un tiro que no yerra nunca. Quieres más señas? Cuando Aurora sale de su obrador, él la espera en la calle de Santo Tomás y van juntos hacia el Ave-María. Los domingos, Aurora dice en su casa que va al obrador, y a donde va es a...
Cállate; te digo que te callesgritó Fortunata retorciéndose los brazos. Eres un mentiroso, un calumniador.
Pues qué querías tú...? (con sonrisa glacial). Hija, es preciso estar a las agrias y a las maduras. Qué querías? Herir y que no te hirieran? Matar y que no te mataran? El mundo es así. Hoy tiras tú la estocada, y mañana eres tú quien la recibe... Dudas todavía?
La víctima no dijo nada. No dudaba, no; lo denunciado por aquel hombre, que a veces parecía demente, a veces no, revestía las apariencias de un hecho cierto. Algo tenía la infeliz joven en su cabeza que se lo confirmaba, inundándola de luz. Recordó frases y actos, ató cabos, y... nada, que era verdad, como hay Dios. El infeliz chico estaría todo lo enfermo que se quisiera suponer; pero lo que decía, verdad era.
«Lo dudas todavía?» volvió a preguntar él.
No sé, no sé... Y si te has equivocado?... (con extremada inquietud y ráfagas de ira). No sé qué pensar... Maxi, Maxi, si me hubieras dado un tiro, me habrías matado menos. Te juro que si es verdad, esa mujer, esa hipócrita, esa sinvergüenza que me vendía amistad, no se ha de reír de mí. Te juro que le pateo el alma más pronto que lo digo (revolcándose en el lecho). Esto no puede quedar así. La mato, le saco los ojos, le arranco el corazón... Que me traigan mi ropa. Tío, chiquilla; quiero levantarme. Pero qué abandonada me tienen!
Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí; pero luego me he vuelto estoico. Aprende de mí. No ves qué sereno estoy? He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura...
Porque tú no eres un hombre (interrumpiéndole).
Es que las lecciones me han valido.
Bueno; porque eres un santo... Yo no soy santa, ni quiero.
Y por qué no habías de serlo tú también? (tomándole las manos y tratando de contener con suavidad sus movimientos de ira). Por qué no habías de aspirar al estado en que yo me encuentro? A él he llegado pasando por la rabia, por la locura... Ahora mismo, no hace mucho, cuando vi a ese diablo de hombre cometiendo una nueva infamia, sentí otra vez la debilidad de espíritu que creía vencida... me entraron ganas de pegarle un tiro, por librar a la humanidad de semejante monstruo... Pero después he sabido vencerme y he dicho: Mejor castiga una consecuencia lógica que un puñal.
Quiere decirse que le viste con ella y te quedaste tan fresco!gritó la joven, furibunda, echando llamaradas de los ojos.
No me quedé fresco... Me alboroté mucho; pero después vino la reflexión. Lo que importa, me dije, no es que él muera, sino que ella aprenda. Y tú has aprendido.
Pues si yo les llego a ver...!
Si les llegas a ver, acuérdate de mí. Hazte santa como yo... Les miras y pasas...
Tú no eres hombre... Tú no eres nadaexclamó la joven con desprecio. A ella, a esa bribona es a quien yo quisiera arreglar. Si la cojo, no lo cuenta. Infame, arrastrada, indecente, engañarme así!
Tú, mira bien si tienes derecho a tratarla de ese modo.
Pues no he de tener! (ofuscándose por completo y sin reparar en lo que decía). Me ha quitado lo mío. Yo seré mala; pero ella lo es más, mucho más.
Comprendo tu exaltación. Yo, que no tenía otro móvil que la justicia, cuando les vi, cuando me persuadí de que pecaban, creo que si tengo un revólver, les suelto los seis tiros por la espalda.
Bien, biendijo la esposa con ferocidad. Por qué no lo hiciste? Eres un tonto... Aunque después me hubieras matado a mí también. Tienes derecho a hacerlo.
Les vi entrar en aquella casa... Fortunata abría los ojos con espanto.
«Les esperé para verles salir. Calle tal, número tantos. Me escondí en un portal. Oh!, la suerte de ellos fue que no llevaba revólver...».
Yo te lo compraré... Hoy mismo, ahora mismo (agitándose en el lecho, cogiendo a su hijo, volviéndolo a dejar, descubriéndose el pecho, tapándoselo y sin saber qué hacer).
Matar!... Lección a ella? Y la tuya?
La mía, la mía? Ya la tengo, majadero. Todavía quieres más lección? A esa traicionera sí que se la voy a dar, y gorda.
Irás a presidio si matas.Pues iré contenta.Y tu hijito? Al oír esto, Fortunata tuvo un retroceso en su salvaje idea, y cogiendo al chiquillo, que empezaba a rezongar, se lo llevó al seno.
La madre lloraba, el chico también, y el gran Ido apareció otra vez en la puerta sin decir nada, contemplando a marido y mujer con miradas semejantes a las de las estatuas de yeso o mármol, pues parecía no tener niñas en los ojos. Gracias que la entrada de Segunda puso término a la situación; y lo mismo fue ver a Rubín que volarse, soltando por aquella boca sapos y culebras y echando la culpa de todo a su hermano y al tagarote inútil de don José Ido, el cual, viéndose insultado, a su parecer tan sin motivo, hacía contracciones casi inverosímiles con los músculos de la cara, juntando un ojo con la boca y encaramando el otro hasta la raíz del pelo. «Yo no sé lo que esdecía, yo no sé lo que es; pero hoy no tengo la cabeza buena... Y conste que si entró fue porque quiso; que yo no le mandé entrar... y si la mata, sus razones tendrá, naturalmente... Vaya con la señora esta qué genio gasta!, y cómo me trata! No sabe quién soy? Pues soy Josef... el Idumeo... profesor en partos... intelectuales».
v
«Cállese usted, so guillatichillaba Segunda, que por los movimientos amenazadores que hizo, parecía dispuesta a desbaratar con un par de bofetadas la frágil persona del profesor idumeo. La culpa la tiene este morral que está aquí durmiéndola».
Obra de romanos fue el despertar a Platón; por fin, su hermana le tiró de una pata, mientras Encarnación tiraba de la otra, y el corpachón del modelo, resbalando sobre el sofá, se desplomó con estruendo sobre el piso. Un rato estuvo estirándose, refregándose los ojos con las manazas, y escupiendo más hostias que palabras. «Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso?, hostia!, que le parto por la metá». El lenguaje de Segunda no desmerecía del de su hermano por la finura ni por lo escogido de las voces, lo que desagradaba extraordinariamente a Ido. Maxi salió a la salita, y José Izquierdo se le cuadró ladrándole así: «Ah!, era usté. Ora mismo a la calle... brrr... Y que tengo yo un genio mu blando...! Pues si le llego a ver antes hostia!, me caso con la santísima... si le llego a ver antes, por el judío balcón, hostia!, va solutamente a la calle».
Sin demostrar temor alguno, Maximiliano sonreía. Se armó tal zaragata, que tuvo que intervenir Ido con frases de concordia, y Segunda manoteaba, echando la culpa al calzonazos de su hermano, y este increpaba a Encarnación, y la chiquilla daba de rechazo contra Maxi; y fue tal el vocerío que hubo de presentarse en la puerta, que estaba abierta, Estupiñá, y penetró en la casa con ademanes policiacos, mandando callar a todo el mundo y amenazando con traer una pareja. «Ya decía yo que en este cuarto no habría paz, y como sigan así, pronto los planto a todos en la calle». Se fue refunfuñando, y al anochecer, cuando ya Ido y Maxi se habían marchado, y los hermanos Izquierdo estaban comiendo, volvió a subir, con bastón de mando, y dijo despóticamente: «Orden, orden y el primero que meta ruido, va a la cárcel».
Pues qué, D. Plácido, va a venir el Viático?
Poco menosreplicó el hablador entrando sin pedir permiso y dirigiéndose a la alcoba. Que va a venir el ama, la señora casera. Mucho orden, señores, mucha formalidad.
Lo mismo fue oír Platón que la señora de Pacheco venía, que el temor de verla le intranquilizó y no tuvo ya sosiego. A trangullones despachó la comida, apresurándose a largarse a la calle. Tal era su miedo de que la señora le viese, que bajó la escalera a escape, y se le erizaba el cabello pensando en que si Guillermina subía cuando él bajaba, no tendría dónde meterse para evitar su encuentro.
Desde la entrevista con su marido, Fortunata se puso tan inquieta, que Segunda tuvo que enfadarse para impedir que se levantara, pues quería hacerlo a todo trance. El chiquitín debía de encontrar novedad en lo tocante a provisiones de boca, porque estaba mal humorado, como si quisiera también echarse a la calle, en son de pronunciamiento. El aviso de la visita de la santa calmó bastante a la madre; pero no al hijo, que no entendía aún ni jota de santidades. Presentose la dama a las nueve, acompañada de Estupiñá; y después de saludar a Segunda como si fuera esta la señora más encopetada, pasó, y antes de decir nada a la que fue su amiga, examinó bien a Juan Evaristo Segismundo. Segunda acercaba una vela para que la dama pudiera ver bien las facciones del niño, quien no parecía entusiasmado, ni mucho menos, con inspección tan impertinente ni con la viveza de la luz, tan próxima a sus ojitos.
«Qué mal genio tiene!» dijo la santa sentándose junto al lecho, mientras Fortunata agasajaba a su hijo, y metiéndole el pecho en la boca, trataba de aplacarle. Fue Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, esta no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba. Fortunata notó en la cara apacible de la fundadora cierta severidad estudiada, y para romper aquel hielo, dijo lo siguiente, cuya oportunidad podría dudarse: «Este sí que es el Pituso legítimo, el de la propia tía Javiera, verdad, señora? Ah!, no sabe? En cuanto mi tío José oyó decir que usted venía, salió de carrera, como alma que lleva el diablo».
Por el miedo que me tiene. Buena nos la dio... Déjele usted estar, que como yo le coja a mano, le he de decir cuatro cosas.
Y cuando la madre puso al niño a su lado, ya harto y dormido, Guillermina le volvió a mirar atentamente, observando sus facciones como el numismático observa el borroso perfil y las inscripciones de una moneda antigua para averiguar si es auténtica o falsificada. Después dio un suspiro, y guiñando los ojos para mirar a Fortunata, se expresó así: «Buena la hemos hecho, buena!...».
Y ambas estuvieron calladas un rato, mirándose.
Señoradijo de improviso la parida, como queriendo romper un secreto que abruma. Yo tengo que pedir a usted perdón...
A mí!, perdón... de qué?
De las burradas que hice, de las atrocidades que dije aquella mañana en su casa de usted. También a ella le pediría perdón si la viera... Me porté mal, lo conozco. Yo no guardo rencor a nadie... digo, no se lo guardo a ella, porque...
Ay, señora, usted no sabe lo que pasa, usted no sabe que a las dos nos está engañando... y sé quién es la que nos le entretiene, una culebra, una hipocritona, que me vendía amistad...! Esto no quedará así, señora, no quedará así...
No me traiga usted a mí cuentos, que no me dan frío ni calor (con reprensión graciosa). Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas...
Y volvió a mirar al chico, recreándose silenciosamente en su hermosura y lozanía. Fortunata le bebía a ella las miradas, jactándose de adivinarle el pensamiento, el cual bien podía ser este: «Si Jacinta le viera...!». Pero cómo le había de ver? Esto sí que era imposible. «Por mípensaba la Pitusa, no habría inconveniente... Pero cuánto sufrirá la pobrecilla, si le ve! Y puede que se le antoje... Sí, para ella estaba... Amiga mía, tenerlos, tenerlos... Esta le irá contando cómo es; le dirá: 'tiene la boca así, los ojos asado, y en esto se parece a su padre y en lo otro a su madre. Criatura más perfecta no ha echado Dios al mundo'».
«Cuando usted esté buena, hablaremosindicó la santa con ánimo ya de retirarse. Yo tengo una idea... No es usted sola quien tiene ideas; sólo que las mías no son malas, al menos no las tengo por tales. Y para concluir por hoy, necesita usted algo? Si no puede criar, no se apure, le pondremos un ama a este caballerito, que me parece no habría de hacerle ascos. Es preciso criarle bien».
Yo puedo, yo puedo... vaya!replicó la otra contrariada. Qué cree usted? Soy muy fuerte. Mi hijo no lo cría nadie más que yo.
Pues alimentarse bien (recobrando su tono dulcemente autoritario). Y cuidado con hacerme disparates. Obedecer al médico... Nada de arrebatos de ira, ni devaneos. Ah!, yo dudo mucho que usted sirva...
Y sintiendo uno de aquellos arranques de inspiración que la embellecían y sublimaban, le dijo esto, ya en pie para marcharse:
«Porque ha de saber usted que Dios me ha hecho tutora de este hijo... Sí, buena moza, no se espante ni me ponga esos ojazos. Su madre es usted, pero yo tengo sobre él una parte de autoridad. Dios me la ha dado. Si su madre le faltara, yo me encargo de darle otra, y también abuela. Hijo mío, has venido al mundo con bendición, porque suceda lo que suceda, no estarás nunca solo. Déjeme usted que le vea otra vez. No me harto de mirarle. Quiero llevármele metido dentro de mis ojos. Virgen del Carmen!, qué lindísimo es...! Tiene a quien salir. Adiós, adiós».
Salió acompañada de Estupiñá, diciendo al modo de rezo: «Acatemos la voluntad de Dios... Él sabrá por qué ha mandado acá este angelote. Jacinta, furiosa, dice que Dios está chocho y que no hace más que disparates... Pobrecilla... Qué limitada inteligencia la nuestra! No comprendemos nada, pero nada, de lo que Él hace, y nos devanamos los sesos por adivinar el sentido de ciertas cosas que pasan, y mientras más vueltas les damos menos las entendemos. Por eso yo corto por lo sano, y todas mis matemáticas se reducen a decir: «Cúmplase la voluntad del Señor».
Fortunata soñó aquella noche que entraban Aurora, Guillermina y Jacinta, armadas de puñales y con caretas negras, y amenazándola con darle muerte, le quitaban a su hijo. Después era Aurora sola la que cometía el nefando crimen, penetrando de puntillas en la alcoba, dándole a oler un maldecido pañuelo empapado en menjurje de la botica, y dejándola como dormida, sin movimiento, pero con aptitud de apreciar lo que pasaba. Aurora cogía al chiquillo y se lo llevaba, sin que su madre pudiera impedirlo, ni siquiera gritar. Despertó acongojadísima. Se sentía mal, propensa a desvaríos de la mente en cuanto se aletargaba, y con muchísima sed. Esta llegó a ser tan fuerte, que no pudiendo despertar a su tía dando con los nudillos en el tabique, tuvo al fin que levantarse en busca de agua. Al volverse a acostar sintió bastante frío, y con estas alternativas de frío y calor estuvo hasta la mañana.
vi
Ballester fue temprano, y a ella le faltó tiempo para hablarle de la visita de Maxi y de la historia que este le había llevado. Mucho se incomodó el regente al enterarse de esto, y con desusada seriedad y calor hubo de negar lo que su amigo contara de la Samaniega.
«Mire, compañerodijo ella, mientras más se amontone usted para negarlo, más creo yo en ello. Usted no habla nunca así; y cuando se pone serio, no dice más que mentiras. Lo que quiere es que yo me serene. Se lo agradezco; pero no puede ser. Y lo que es esa francesilla asquerosa no se ríe de mí».
Agotó el buen amigo toda su lógica para arrancarle aquella idea, sin adelantar nada. «Y por findijo tomando el tono festivo y maleante que empleara con Maxi en otra ocasión, para qué hacemos caso de lo que diga ese desventurado?... Ay qué románticas y qué súpitas... semos! Mi amigo Rubín, con esas apariencias que ahora tiene de hombre de seso, está más tocati que nunca. Todo lo dice al revés, y el otro día me sostenía que doña Desdémona es una mujer hermosa. Me parece que si seguimos por ese camino, tendré que traerme acá la vara...».
No afectaron a Fortunata estas bromas.
Observábala él con atención seria, notando que una idea muy siniestra y tenaz la dominaba, y que no era fácil quitársela de la cabeza. Temió que aquel estado de ánimo influyese desfavorablemente en su salud, y para prevenirlo metiole miedo. «Me ha dicho Quevedo que en estos días hay que tener mucho cuidado con usted, y que no le permitirá levantarse hasta la semana que viene. Cualquier disparate que usted hiciera podría sernos fatal. Conque, hija mía (tomándole las manos), muchísimo cuidado. No le digo que lo haga por mí. Qué caso hace usted de este pobre boticarín? Ninguno, y con razón, porque yo para usted no soy nadie... hágalo por mi amigo Juan Evaristo, a quien quiero ya como si fuera hijo mío, sí, sépalo usted, y me constituyo en su tutor; hágalo por él, y tutti contenti».
Parecía convencida, y Ballester se fue con la impresión de haber triunfado. Tranquila estuvo toda la mañana; pero a eso del mediodía, al despertar de un sueño breve, se sintió tan vivamente acometida de ganas de salir a la calle, que no pudo sobreponerse a este ciego impulso. Levantose, con gran sorpresa de Encarnación, única persona que en la sala estaba, se peinó a la ligera y se puso su falda de merino oscuro, pañuelo de crespón negro, otro de color a la cabeza, mitones colorados, sus botas de caña clara, y... Pero antes de salir dedicó un gran rato a su hijo, que habiendo despertado cuando la mamá se vestía, parecía declarar con sus chillidos que le cargaba la salidita. Le convenció ella dándole todo lo que quiso o lo que había, y el angelito se quedó dormido en su cuna de mimbres. «Miradijo a Encarnación su ama; yo voy a salir. No estaré fuera sino poco tiempo, porque tomaré un coche, y haré la diligencia en media hora. Tú no te separas de aquí, y si despierta el niño, le arrullas y le meces, diciéndole que yo vendré en seguidita... Cuidado cómo te separas de él. Oye; mientras yo esté fuera, no abres a nadie... Mejor será otra cosa; yo cierro dando las dos vueltas y me llevo la llave. Si viene Segunda, que espere en la escalera». Dio muchos besos a su hijo, de quien por primera vez en aquella ocasión se separaba, y salió, cerrando la puerta y llevándose la llave. «No sea cosa que alguien venga y... No, no me le quitarán; pero se han dado casos. Este ángel mío, veo que tiene muchos golosos. Y sobre todo esa envidiosona de Jacinta es la que más miedo me da. De la pelusa que tiene le van a salir más canas, y se va a poner como un alambre de flaca. Pero qué remedio tiene sino conformarse...? Bastante he penado yo... que pene ahora ella. Ah!, siento pasos. Francamente, no quisiera que me viera nadie, porque empezarán a decir que si salgo o no salgo, y no me gustan refirencias.
Me parece que es D. Plácido el que sube. Me guardaré un poquito hasta que entre en su casa... Ya llega, abre su puerta. Ahora me escabullo, y Dios me acompañe. Debiera llevar algo que duela... Ah!, la llave. Es mejor que la mano del almirez. Con esto y las uñas... yo le juro que...».
Tomó un coche y apenas entró en él se sintió tan mareada, a causa del movimiento y de su propia debilidad, que hubo de cerrar los ojos e inclinar la cabeza para no ver las casas volteando en torno suyo. «Debí haber tomado un caldito antes de salir... Pero a buena hora me acuerdo. En fin, esto pasará». Pasó ciertamente, y lo primero que hizo al reponerse fue variar la orden que había dado al simón. Habíale dicho Ave María, 18; pero tuvo una idea, y dijo Cabeza, 10, sacando la suya por la ventanilla, alargando el brazo y tocando con la llave que en la mano llevaba, al modo de un arma, el brazo del cochero. En la casa últimamente designada estuvo como una media hora, y cuando bajó a tomar de nuevo el carruaje, su cara pálida tenía transparencias de cera, los labios no tenían color... «A dónde vamos, señora?» le preguntó el cochero, viendo que pasaba tiempo sin que diera ninguna orden. «Subida a Santa Cruz, esquina a la calle de Vicario Viejo». Y dicho esto, y al rodar de la berlina, daba vueltas a este pensamiento: «Claro; lo que yo dije. La Visitación a mí no me lo había de ocultar. Y luego dice el tonto de Ballester que mi marido está loco! Más razón tiene y más talento que todos los cuerdos juntos... No se ha equivocado ni en tanto así. Veinte duros le he dado a la Visitación por la cantinela... Claro; a mí no me lo había de negar...». Y partiendo de esta idea, volvía a la misma cien y cien veces, describiendo el doloroso círculo.
Apeose en la subida a Santa Cruz, y subió al obrador de Samaniego, entrando por el portal, que estaba en la calle de Vicario Viejo. Iba tan decidida, que no tuvo ni la más ligera vacilación. La puerta del entresuelo tenía mampara de hule, que al abrirse hacía sonar un timbre. Fortunata había estado allí en los días que precedieron a la inauguración de la tienda, y recordaba perfectamente todo. No había que llamar, sino que se empujaba la mampara, sonaba un plin muy fuerte, y ya estaba uno dentro. Así lo hizo aquel día, y apenas recorrió el corto pasillo que a la estancia principal conducía, encarose con Aurora que en aquel momento iba desde el centro, donde estaba la mesa, hacia una de las ventanas, llevando telas en la mano. Alrededor de la mesa vio Fortunata como unas seis o siete oficialas, cosiendo, y en un sofá, junto a la ventana apaisada que daba a la calle, estaban dos señoras, examinando a la luz encajes y telas.
«Buenos días» dijo la Rubín, deteniéndose un instante y recorriendo con mirada fugaz todas las caras que delante tenía. Aurora, al verla, se quedó tan inmutada, que no supo ni qué decir ni qué cara poner. «Ah!... tú, Fortunata... Cuánto tiempo...!». De improviso tomó un tonillo de sequedad. «Dispensa... Estoy ocupada. Si quisieras volver a otra hora...». Pero al instante cambió de registro. «Qué cara te vendes! Has estado mala?».
Y tú, cómo estás?... siempre tan famosa...le dijo Fortunata acercándose y poniendo una cara fingidamente amable; pero en la cual no era difícil ver la cruel suavidad con que algunas fieras lamen a la víctima antes de devorarla.
Y tú, dónde te metes?balbució Aurora muy cortada, sin saber para dónde volverse.
Por fin se dirigió a las señoras que allí estaban; pero no supo qué decirles. Fortunata se le puso delante cuando volvía hacia la mesa central. «Tenía que hablar contigo... Como no se te ve... Ay, qué amigas estas, se muere una sin que le digan nada!».
Algo se tranquilizaba Aurora con este lenguaje, y sonriendo contestó: «Hija, con tantas ocupaciones, no tiene una tiempo para visitas. Pensé ir a verte... Pero siéntate».
Estoy bien así... Pronto despacho.
Aurora se acercó otra vez a las señoras, y al volverse, su amiga le tocó un brazo. «Tenía que hablarte dos palabras... una cosita que te quería decir. Me estaba muriendo por verte. Ingrata! Sabiendo el gusto que me da tu compañía...!».
Tienes razóndijo la otra volviendo a inquietarse, porque en la cara de su amiga advirtió algo que la puso en cuidado. Todos los días pensaba ir...
Sabiendo que te quiero tanto...Y yo a ti... Pero por qué no te sientas?
No... Me voy en seguida. No he venido más que a traerte una cosa...
A traerme una cosa... a mí!
Sí, verás. Y diciendo verás, hizo con el brazo derecho un raudo y enérgico movimiento, y le descargó tan de lleno la mano sobre la cara, que la otra no pudo resistir el impulso, y dando un grito, se cayó al suelo. Fortunata dijo: «Toma, indecente, púa, ladrona!».
Bofetada más sonora y tremenda no se ha dado nunca. Todas las ofícialas corrieron espantadas al auxilio de su jefe; pero por pronto que acudieron, no fue posible impedir que Fortunata, empuñando su llave con la mano derecha, le descargase a la otra un martillazo en la frente; y después, con indecible rapidez y coraje, le echó ambas manos al moño y tiró con toda su fuerza. Los chillidos de Aurora se oían desde la calle. Las dos señoras aquellas salieron a la escalera pidiendo socorro. Gracias que las oficialas sujetaron a la fiera en el momento en que clavaba sus garras en el pelo de la víctima, que si no, allí da cuenta de ella. Sujetada por tantas manos, Fortunata hizo esfuerzos por desasirse y seguir la gresca; pero al fin el número, que no el valor, venció su increíble pujanza. A una de las modistillas la tiró patas arriba de una manotada; a otra le puso un ojo como un tomate. Dando resoplidos, lívida y sudorosa, los ojos despidiendo llamas, Fortunata continuaba con su lengua la trágica obra que sus manos no podían realizar. «Eso para que vuelvas, so tunanta, a meter tus dedos en el plato ajeno... Embustera, timadora, comedianta, que eres capaz de engañar al Verbo Divino. Lástima de agua del bautismo la que te echaron! Tramposa, chalana... Te pateo la cara aunque me deshonre las suelas de las botas».
Y tal esfuerzo hizo por desasirse, que a punto estuvo de lograrlo. Dos de ellas habían acudido a levantar a Aurora, que continuaba dando gritos de dolor. Si no se presentan Pepe Samaniego y un dependiente, sabe Dios la que se arma allí.
«Qué es esto? Qué ha pasado aquí? Quién es usted? Qué busca usted?».
Quién soy!...gritó Fortunata con desesperación. Una persona decente...
Sí, ya se conoce... Aurora, por Dios!... Qué es esto?
Una persona decente, que he venido a ajustarle la cuenta a este serpentón que tiene usted en su casa. Y también es calumniadora.
Cállese usted y váyase muy enhoramala... Pero qué es esto, Aurora?... Jesús!, sangre en la cabeza. Una herida... Oiga usted, mujerzuela, ahora mismo va usted a la cárcel... Eh!, llamar a una pareja.
La Fenelón estaba como desmayada, y sus alumnas le desabrocharon el vestido para aflojarle el corsé.
Quien va a ir a la cárcel es esachilló la agresora, frenética, revertida otra vez bruscamente a las condiciones de su origen, mujer del pueblo, con toda la pasión y la grosería que el trato social había disimulado en ella. Yo no he faltado... A mí sí que me han faltado... Esa bribona me ha engañado, nos ha engañado a las dos, porque somos dos las agraviadas, dos, y usted debe saberlo... Aquella es un ángel, yo otro ángel, digo, yo no... Pero hemos tenido un hijo; el hijo de la casa, y esta es una entrometida, fea, tiñosa y sin vergüenza que me la tiene que pagar, me la tiene que pagar.
Si no se calla usted...!dijo Samaniego, llegándose a ella con ademán amenazador. Vamos, que por ser usted mujer, no le sacudo el polvo ahora mismo.
Usted a mí?... falta que pueda. Más le valdrá a usted no permitir las indecencias que hace esta...
Le digo a usted que si no se calla... No me puedo contener... Eh!, llamar a una pareja.
La escena tomó aún peor carácter con la aparición de doña Casta, que hubo de llegar a la tienda en aquel instante, y enterada de la zaragata, subió renqueando, y entró en el teatro del dramático suceso, dando gritos. «Hija de mi alma!... Pero qué!... la han matado!... Sangre!... Ay, Dios mío! Aurora... Aurora...! Pero quién ha sido?... Ah!, esa mujer...».
Sí, yo, yo he sidole dijo Fortunata desde el rincón donde la tenían acorralada. Mejor cuenta le tendría a usted, so bruja, no ser tapadera de las tunanterías de su niña...
Doña Casta, acudiendo a su hija, no se hacía cargo de las flores que la otra le echaba. Aurora volvió en sí exhalando gemidos. «No es nada, tía dijo Samaniego. No se asuste usted... Una leve contusión, y el susto correspondiente... Pero no se calla esa salvaje?... A la prevención, a la prevención...».
Dejarla; que se vaya...murmuró Aurora con los ojos cerrados.
A la cárcelgritaba ronca doña Casta.
No, a la cárcel nodijo la víctima, haciendo gala de generosidad...dejarla, dejarla... Pepe, no le hagas nada.
No; si yo no le pego... Allá se entenderá con el juez.
No, juez no, juez nodecía la de Fenelón muy apurada. La perdono. Dejarla; que se vaya, que se vaya pronto; que yo no la vea.
Fortunata, implacable, no se quería callar, y entre los que rodeaban a la víctima se dividieron los pareceres respecto a lo que se debía hacer con la agresora. Subió más gente, y el obrador, con tanto vocear y las pisadas de los que entraban y salían, parecía un infierno.
vii
La primera que llegó a la casa de la Cava, durante la ausencia de la Pitusa, fue Guillermina. Después de llamar dos veces, la voz de Encarnación le respondió al través de los agujeros de la chapa: «La señorita ha salido. Me ha dejado encerrada».
Ha salido!... Dios nos asista!... Pero es eso verdad, o es que no quiere recibirme?
No, señora, no está. Dijo que volvería pronto. Echó la llave con dos vueltas.
Y el niño?Sigue tan dormidito.Esperaré un ratodijo la santa dando un suspiro; y cansada de estar en pie, se sentó en el más alto escalón del tramo. Parecía una pobre que espera se abra la puerta para pedir limosnaPero dónde habrá ido esa loca?... Lo que yo digo: a esta no la sujeta nadie. No va a poder criar a su hijo. Tiene a lo mejor algunas corazonadas felices; pero cuando menos se piensa la pega... El mejor día abandona a su niño o lo mete en la Inclusa... No, eso sí que no se lo consentimos. Si el pobrecito tiene una madre descastada, no le faltará quien mire por él.
Cuando esto pensaba, sintió subir a otra persona. Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado. «Viene usted a esta casa?le dijo la dama. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar».
Pero si le habíamos prohibido que saliera! (asustadísimo y disgustado). Anoche, según me dijo D. Francisco de Quevedo, estaba algo excitada. Por eso yo venía a ver... Qué disparates hace!
Ya lo creo que es disparate! Y usted no sospecha dónde podrá estar?
Yo... nada. En fin, esperaremos. Sentose el regente dos escalones más abajo, y la santa guiñó los ojos para mirarle. Como no se paraba en barras cuando creía necesario interrogar a alguna persona, de buenas a primeras acometió a Ballester en esta forma: «Dígame usted, caballero, y dispense la confianza. Es usted la persona que ahora... tiene más ascendiente con esta mujer?».
Yo, señora... ascendiente no creo tenerlo... La conozco hace poco tiempo. Soy su amigo; me intereso algo por ella.
No trato yo de que usted me diga qué clase de amistad es esa...
Las relaciones más puras... Qué, no lo cree usted?
Sí, yo creo todo. Precisamente, tengo mucha fe (riendo con gracia); pero no se trata ahora de esto. A mí qué me importa? Lo que quiero decir es que si usted tiene algún influjo sobre ella, debe aconsejarle que... Porque el día mejor pensado, esta mujer vuelve a las andadas, y se cansará de criar a su niñito. Lo mejor sería que le pusiera un ama, entregándoselo a personas que le habrían de cuidar mejor que ella. Aconséjele usted esto.
Yo... que quiere usted que le diga... creo que no le abandonará. Está muy entusiasmada con él.
Sí; buen entusiasmo nos dé Dios. Mire usted que esta...! Marcharse a paseo!, qué ganas de calle tenía. Ni sé cómo el angelito aguanta tanto tiempo sin mamar...
No había acabado de decirlo, cuando oyeron los chillidos del pobre niño. No pudiendo contenerse, Guillermina se levantó y fue hacia la chapa agujereada, y por allí echó estas vehementes expresiones: «Hijo mío, esa loca que no viene!... tienes razón... bribona! Aguárdate un poquitín, un poquitín». Llamó para que viniese a la puerta la chiquilla, y le dijo: «Oye, niña, a ver cómo le entretienes un momentito, que tu ama no puede tardar. Mécele en su cunita, cántale algo, sosona».
Y volviendo al peldaño, charló con su compañero de plantón: «Qué alma de mujer...! Ay!, tengo el genio tan vivo, que rompería la puerta, cogería al niño y le llevaría a que le dieran de mamar... Es usted médico?».
No, señora; soy farmacéutico.
Se calló porque sintieron pasos, ya muy cerca, como de una persona que subía con cautela, y miraron a la meseta intermedia, esperando a que el que subía diese la vuelta. La aparición de aquella persona les dejó a ambos muy sorprendidos. Era Maximiliano, quien al ver a doña Guillermina y a Segismundo sentados en la escalera, hizo el siguiente razonamiento: «Dos personas que esperan y que se sientan cansadas. Luego, hace tiempo que esperan, y la casa está cerrada».
Un rato estuvo inmóvil sin saber si seguir subiendo o volverse para abajo. El regente se reía y Guillermina le miraba con gracejo.
«Nadale dijo esta, que tiene usted que esperar también. Tiene usted llave?».
Llave yo?La del campoindicó Ballester con mal humor, discurriendo que maldita la falta que hacía Maxi allí. Más vale que se vaya usted, amigo Rubín, y vuelva, porque esto va largo.
Esperaré yo tambiéncontestó el otro sentándose debajo de Ballester.
Y volvieron a oírse los desesperados gritos del Pituso, y Guillermina no disimulaba su impaciencia y zozobra. «Ya se ve, la pobre criatura tiene ganita... Cuidado que levantarse antes de tiempo y plantarse en la calle...! Le digo a usted que le pegaría...».
Maximiliano callaba, no quitándole los ojos a la santa, a quien nunca había visto tan de cerca.
Pues estamos lucidosañadió ella. Ya somos tres. Y esto va picando en historia. Siento pasos. Si será al fin esa veleta...
Los pasos no parecían de mujer. Quién sería? Miraron los tres, y apareció José Izquierdo, quien al ver a doña Guillermina, se sobresaltó extraordinariamente y miró para abajo, como si se quisiera tirar de cabeza. Habría él dado cualquier cosa por tener dónde meterse. La santa se reía en sus barbas, y por fin le dijo: «No me tenga usted miedo, señor de Platón... Por qué está usted tan asustado? No me como la gente. Si somos amigos usted y yo...».
Señoradijo el modelo con un gruñido, cuando el endivido tiene necesidad, no pue ser caballero y hace cualquiera cosa.
Sí, hombre, ya lo sé; y aquel gran timo que usted nos dio está olvidado... Pues si viera usted qué guapo está el Pituso!
De veras? Ay!, probe piojín de mis entrañas!
Sí; se cría perfectamente. Y es tan listo y tan travieso que tiene alborotado todo el asilo.
Ay!, cómo se le conoce la santísima sangre de su madre, que revolvía medio mundo. Si tenía aquel chico un talento macho... vamos que...
Ahora está usted como quiere, Sr. de Platón, según he oído, ganando unos grandes dinerales con la pintura.
Defendemos el santo garbanzo, señora...
Yo me alegro por diferentes motivos, pues estando usted tan en grande no se le ocurrirá engañar a la gente.
Izquierdo se rascaba una oreja, y la habría dado porque la santa mudara de conversación.
Si la señora quiere, no miremos pa tras.
Si esto no es mirar pa tras... Vamos, que ahora, si usted estuviera mal de fondos, bien podría intentar otro negocio como aquel... y no con moneda falsa, sino con legítima.
Ballester se reía y Maximiliano estaba muy serio, lo que reparó la fundadora, apresurándose a decir: «Si no fuera por estas bromas, cómo pasaríamos el horrible plantón? Yo me consumo cuando tengo que esperar, y cuando espero estúpidamente por la tontería de una persona, pierdo la paciencia en absoluto...».
Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillermina tiró de la campanilla para decir a la criada: «Mujer, entretenle; dile cositas. Pareces tonta... Hijo mío, ya viene, ya viene!... Verás qué soba le doy cuando entre, por tenerte así tan solito, muertecito de hambre... Señores (volviendo al escalón), ustedes me han de dispensar, y si alguno se cansa, no esté aquí por hacerme compañía. Algo debe de haberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto. Propongo que se nombre una comisión, que vaya a hacer un reconocimiento a la calle y averigüe dónde puede estar». Al decir esto, miraba a Maxi, dando a entender que fuera él de la citada comisión. El joven no hizo ademán alguno que indicara intención de moverse, y en la misma actitud perezosa en que estaba, mirando de soslayo a sus compañeros de plantón, dijo así: «Hace como unos cinco cuartos de hora iba en un coche por la calle de Atocha... Entró por la calle de Cañizares... Hace como unos tres cuartos de hora, vi el mismo coche atravesar la plaza de Santa Cruz hacia la calle de Esparteros...».
Ballester y Guillermina se miraron alarmados. «Pues propongorepitió ella, que vaya una comisión a la calle de Esparteros...
Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?».
No, señora... Yo creí que el coche venía hacia acá, pues aunque el camino más directo desde la calle de Atocha es Plaza Mayor, Ciudad Rodrigo y Cava, como en la entrada de la Plaza, por Atocha, están adoquinando y no se puede pasar, dije yo: «Es que el cochero va a tomar la calle Mayor». Pero por lo visto no ha venido aquí. Luego, ha ido a otra parte. Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, por ejemplo...
Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud. «Lo que este chico diceindicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores, me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto».
Oyéronse pasos otra vez; pero eran muy pesados y los acompañaba un carraspeo y resoplido de persona madura, por lo que nadie creyó fuera Fortunata la que llegaba. «Es Sigunda», dijo izquierdo antes de verla, y no se equivocó. La placera se puso en jarras al ver la escalonada tertulia que allí había, y cuando apreció quién estaba sentada en el lugar más alto, abrió medio palmo de boca, expresando su admiración de esta manera: «Bendito Dios! El ama de la casa sentadita en la escalera, como una pobre que está esperando las sobras de la comida! Pero qué, no está esa diabla?
Se ha escapado a la calle! Me lo temía. Qué cabeza! Si estaba ella anoche muy encalabrinada...! Pero señora, por qué no pasa a casa de D. Plácido? Allí habrá sillas, al menos, y podrán la señora y los señores sentarse a gusto...».
Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengo la seguridad de que él la encuentra.
Segunda llamó, y Plácido no estaba.
«Quiere la señora que vaya a buscarla?... Pero adónde?».
Yo irédijo Ballester, que no podía desechar la idea de que en el obrador de Samaniego darían razón de la fugitiva. Pero aún hablaba con Guillermina en secreto, cuando Segunda, que había bajado en busca de una llave o ganzúa con que abrir la puerta, gritó desde el principal: «Ya está aquí, ya está aquí».
Ah!, gracias a Dios...!exclamó Guillermina sin intención de doble sentido. Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae.
Una de dosdijo Ballester suspirando: o trae la cara arañada, o trae sangre o quizás piel humana en las uñas.
Es mucha mujer esta... Todos se levantaron menos Maximiliano, que continuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer. Esta subía jadeante, sofocadísima, limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara, y levantándose las faldas para no pisárselas. En la mano traía la llave de la casa. «Qué, he tardado?... Si no he tardado nada. Despaché en seguida... Ah!, doña Guillermina también aquí. Hija, yo creí desocuparme más pronto... Y mi rey tiene hambre... ya le oigo llorar... Voy, voy, hijo de mis entrañas... Ay!, creí que no me dejaban venir. Si me llevan a la cárcel, no sé... pobrecito mío».
Abra usted, abra pronto...le dijo Guillermina empujándola, callejera, cabra montés. Está visto; no sirve usted para madre... Ángel de Dios!, hace dos horas que está rabiando... Si usted no se enmienda, tendremos que mirar por él.
viii
Abrió y entraron todos atropelladamente; Fortunata delante, Guillermina agarrada a ella, y detrás Ballester, Maxi, Izquierdo y Segunda. La madre corrió derecha a la alcoba, donde estaba el pequeño en su cuna, dando unos gritos que enternecerían al caballo de bronce de Felipe III. «Aquí estoy, rico mío, aquí está tu esclava... Ven, ven, cielo de mi vida; toma la tetita, toma... Ay qué hambre tan grande!... Cuánto ha llorado mi ángel!... Yo desatinada por venir. Qué contento se pone mi niño!... Ya no llora más, verdad? Ya no más...».
Sin quitarse el mantón, había cogido al chiquillo, disponiéndose a aplacar su gran necesidad. Se sentó en la cama, para dejar a Guillermina la única silla que en la alcoba había. La santa no atendía más que al pequeñuelo, observando si la ansiedad con que mamaba iba acompañada de satisfacción: «Me temo que con esos arrebatos se quede usted sin leche».
Quia!, no señora... Vea usted, la tengo de sobra. Al contrario, creo que si no me desahogo, me quedo seca. Estaba yo anoche, que no cabía en mí. Me era tan preciso vengarme como el respirar y el comer. Pues verá usted... después de darle una bofetada que debió de oírse en Tetuán, le pegué un achuchón con la llave, y la descalabré... después metí mano a las greñas...
Cállese usted por Dios, que me da horror de oírla.
Me querían llevar a la cárcel, y estuvieron cerca de una hora si me llevan o no me llevan. Fueron los policías, y yo dije que estaba criando. Total, que por fin me soltaron, y aquí me vine corriendo. Si no hay como ser así para que la respeten a una! Si no están allí las condenadas modistas, me paseo por encima de su corpacho como por esa sala. Porque mire usted que es remala; engañar a dos, a dos, señora, a mí y a la otra, que es un ángel, según dice todo el mundo! Dígale usted que su cuenta con la Samaniega está ajustada.
Me parece que está usted muy trastornada... Cállese, cállese y atienda a su hijo...
Ya atiendo, señora, ya atiendo. Pues no me ve?... Hijo, gloria de tu madre, emperador del mundo... Ay!, crea usted que si aquellos perros guindillas no me dejan venir a dar de mamar a mi hijo, no sé lo que me pasa... El mismo Samaniego fue quien me soltó, diciendo: «Que se vaya noramala». Pues sí, señora, estoy contenta. Y crea usted que no me alegro por interés... Para qué quiero yo el dinero? Para nada. Me alegro por tener el hijo de la casa, y esto no me lo quita nadie. Ni con latines ni sin latines me lo quitan. Verdad, señora? Usted está ahora de mi parte. Y ella también está ahora de mi parte, verdad?
Cuando digo que usted no tiene la cabeza buena (bastante alarmada). Cállese la boca. Tengamos formalidad (dándole palmadas en el hombro), porque si no le cría bien, le pondremos ama; y en último caso, hasta le recogeremos para tenerlo con nosotras.
Quia!... no señora... Yo no lo suelto (con gran excitación y desbordamientos de alegría). Estoy tan contenta!... Usted me va a querer, señora verdad? Me querrá usted? Porque yo necesito que alguien me quiera de firme. Verá usted qué bien me voy a portar ahora. Hombres?, ni mirarlos. No quiero cuentas con ninguno. Mi hijito y nada más.
Sí... quien te conozca que te compre.
Ah!, usted no me conoce, señora... Cree que...? Ja, ja, ja... Mi hijito, y aquí paz... Verá usted; nos haremos cargo de que es hijo de las tres, y tendrá tres madres en vez de una...
A la santa le hizo gracia aquella extraña idea.
«Mire usted; después que Dios me ha dado al hijo de la casa, no le guardo rencor a la otra... Porque yo soy tanto como ella por lo menos... Como no sea más. Pero pongamos que soy lo mismo. No le guardo rencor, y como me apuren mucho, hasta le tomaré cariño... Tres mamás va a tener este rico, esta gloria: yo, que soy la mamá primera; ella la mamá segunda, y usted la mamá tercera».
«Pero, hija, qué alborotada está usted, y qué disparates dice! (tomándole el pulso y examinando con alarma el brillo de sus ojos). Extraño mucho que el pobre Juanín encuentre qué sacar de ese pecho...».
Las demás personas que en la casa entraron estaban en la sala, sin atreverse a pasar mientras durase aquel animado coloquio de la diabla y la santa, cuyo lejano run run oían. Guillermina pasó a la salita en busca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristales de la ventana, mirando a la plaza, y le dijo: «Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque... Hay aquí antiespasmódica?».
Sí, sí, la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más esta noche. Dice usted que está excitadísima?
Pero atroz... Cabeza trastornada; dice mil despropósitos. Entre usted.
Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven: «Lo que quiero es agua. Tengo una sed horrible... la boca seca». Bebió con ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y le decía:
Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, qué viene a buscar aquí? Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?
Señorareplicó el regente fluctuando entre la seriedad y la risa. Usted no lo entiende?... pues yo tampoco. Su natural es tímido. Por eso, cuando veo que rompe a hablar con personas que no son de confianza, me escamo mucho. De algún tiempo acá todo cuanto ese chico habla es tan atinado, que podrían tenerlo por suyo los siete sabios de Grecia.
Pero no está...?preguntó la dama llevándose a la sien su dedo índice.
A saber... Él fue quien le trajo el cuento de lo del tal con la cual, quiero decir, con la Fenelona. Yo no me fío de la cordura de este caballerito, y siempre que le cojo a mano le registro, a ver si trae algún arma. No me gusta nada verle aquí.
Rubín e Izquierdo estaban sentados en el sofá de la sala, ambos silenciosos, Fortunata llamó a Ballester y a Platón para contarles lo que había hecho, y en tanto Guillermina se fue a sentar junto a Maximiliano, insinuándose con él por medio de una sonrisa de benignidad. Quiso la dama hablarle, y no pudo decir una palabra, pues con todo su talento y práctica del mundo no acertaba con la clave de las ideas que ante aquel hombre, dada la situación de él, debía desarrollar. Qué le diría? Este sí que era problema! Qué tono tomaría? Era cuerdo el tal o no? Porque si había dificultades considerándole demente, tratándole como sano las dificultades eran tales que rayaban en lo imposible. Le hablaría del niño?... Jesús qué disparate. Le diría que su mujer era una joya? Qué barbaridad! Acometería el estado real de las cosas? Ni pensarlo. Lo tomaría por el lado religioso y de la resignación? Tampoco. Por el lado mundano? Quia... Nunca se había visto la buena señora enfrente de un problema de ciencia social tan enrevesado y temeroso. Aquel enigma superaba a cuantos enigmas había visto ella en su vida infatigable.
«Vamospensó la fundadora, a que tirando por la calle de en medio salgo bien? Es lo mejor, y este sistema siempre me ha dado resultados. Oiga usted, caballerito...».
Señora... Y aquí se atascó el diálogo, porque la santa no se atrevía a pasar adelante. Pero quiso Dios que la misma esfinge le abriese camino diciéndole: «Yo conocía a usted de vista y de fama; pero nunca había tenido el gusto de hablarle... Es usted una santa, y cuando se muera, la canonizaremos y la pondremos en los altares».
Gracias; es favorreplicó ella con gracejo. Y a mí me parece que el santo es usted.
Yo... (sin maravillarse mucho de la lisonja). Pero de mí a usted hay una gran diferencia. Cierto que yo he ganado algunas batallitas contra mis pasiones; pero no he llegado, ni con mucho, al grado de perfección que usted. Disto bastante todavía. Si con padecer se llegara, ya estaríamos en el pináculo, porque yo he padecido mucho, señora. Usted se pasmará de la serenidad que nota en mí. Todos se pasman, y no es para menos. Porque aquí donde usted me ve, he estado loco, loco perdido...
Lo sé, lo sé... Ay, qué dolor!
Y he ido pasando por este y el otro grado. Primero tuve el delirio persecutorio, después el delirio de grandezas... Inventé religiones; me creí jefe de una secta que había de transformar el mundo. Padecí también furor de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento...
Pero Dios quiso curarme, y poco a poco aquellos estados fueron pasando, y la razón, que estaba muerta, empezó a nacer, primero chiquitita, y después creció tanto, tanto, que se me hizo un cerebro nuevo, y fui otro hombre, señora. Y me encontré entonces con la novedad de un gran talento, perdóneme usted la inmodestia, con una gran aptitud para juzgar de todas las cosas...
Guillermina estaba pasmada y no se le ocurría nada que oponer a aquellas razones. Expresábase él con admirable serenidad y con fácil y aun ingeniosa palabra, sin atropellarse ni vacilar un instante, las facciones reposadas, todo cortesía y aplomo.
«Y cuando volví a la vida, porque volver a la vida fue aquello, encontreme como el que sube a un monte muy alto, muy alto, y ve todas las cosas de golpe, reducidas a mínimo tamaño. 'Aquellodecía yoque me pareció tan grande, vedlo allá tan chiquitín'. Híceme cargo de todo lo que había pasado durante mi enfermedad, que más bien me parecía sueño, y vi la infidelidad de esa desgraciada, vi también que tenía una cría, y la claridad de aquella razón nueva y robusta que yo había echado, me hizo ver un caso de aplicación de la justicia, y consideré que era de mi deber contribuir a la extirpación del mal en la humanidad, matando a esa infeliz, con lo cual la redimía, porque yo he dicho siempre: 'Bienaventurados los que van al patíbulo, porque ellos en su suplicio se arrepienten, y arrepintiéndose se salvan'».
Guillermina iba a contestar algo a esto; pero el otro no la dejaba meter baza.
«Aguárdese usted un poquito, que falta la segunda parte. Pensaba yo cómo realizaría aquel acto de justicia, cuando la casualidad, mejor será decir la Providencia, me deparó una solución mejor y más cristiana que la muerte. Esta pobre mujer no necesitaba de mi justicia. Dios mismo había dispuesto su castigo y una lección tremenda. Qué debía yo hacer? Dejar que hiriera la lección. La infidelidad castiga la infidelidad. Hay nada más lógico que esto? Yo debía, pues, dejar que obrase la lógica. Di gracias a Dios por aquella luz que hizo venir a mí. Dios es el único que castiga, verdad, señora? Y qué bien que lo sabe hacer! A qué usurparle sus funciones? Dios, realizando la justicia por medio de los sucesos, lógicamente, es el espectáculo más admirable que pueden ofrecer el mundo y la historia. Así es que yo me lavo las manos, y dejo que la lección natural se produzca y la justicia se cumpla. Es esto ser razonable? Es esto ser cuerdo...?».
Hizo la pregunta cruzándose de brazos, y Guillermina después de vacilar, le dijo: «Vaya si lo es. Y Cristo nos enseña que no debemos tomarnos la justicia por nuestra mano, pues Dios castiga sin palo ni piedra, y Él da a cada criatura lo que le conviene. Cuando alguna injusticia nos envuelve, por picardías de los hombres, lo que debemos hacer es aguantar, y cruzarnos de brazos y decir: 'Vengan palos. Mientras más me humillen, más me levantaré después. Mientras más me azoten aquí, más salud tendré allá'».
Eso mismo pienso yo. Los resentimientos que había en mi corazón, los he ido desechando... La idea de matar la considero yo ineficaz y absurda, como un medicamento equivocado. Sólo Dios mata, y Él es quien siempre enseña. Yo he tenido celos horribles, yo he tenido rencores ardientes; sin embargo, toda esta maleza va cayendo bajo el hacha de la razón... Razón y nada más que razón. Ya no pienso en matar a nadie, ni aun a los que tanto odié. Veo las admirables enseñanzas de Dios, veo a los malos recibir su castigo, y procuro no merecerlo yo... Este es mi sistema, esta es mi vida.
Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba. Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado a la santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó de este modo: «Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y de la cordura; pero...».
No las tiene usted todas consigo... Ni yo tampoco.
ix
Izquierdo entró con una botella de cerveza y detrás el mozo del café de Gallo con un grande de limón, ponchera y copas. «La señoradijo él queriendo ser amable, va a tomar un vasito de cerveza con limón».
Quite usted allá!replicó la dama. Yo no bebo esas porquerías. Se lo agradezco...
A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, y pidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes.
Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estado muy católico. El falso gozo que la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo ya qué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que llevaba con tan cristiana mansedumbre el cargamento de sus agravios. La diabla, al oír esto, se reía más, diciendo que su marido era un santo, un verdadero santo, y que si le canonizaban y le ponían en los altares, ella le rezaría y le escupiría. Esto no lo oyó Rubín, que a la sazón estaba jugando a las damas con Izquierdo.
Trajeron la leche, y cuando Encarnación se la servía a su ama, esta vio que habían caído dos moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquilla como hoja de perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandó traer más leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues no tenía asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga le criticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta sequedad. Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas, y mientras Fortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra, diciendo bromas y chuscadas, con las cuales no lograba disipar la negra tristeza en que la joven había caído tras la ruidosa alegría. Mandola acostar, y entretanto, pasó el farmacéutico a la sala, haciendo que atendía al juego de las damas. No podía tener tranquilidad mientras Maxi estuviera allí, ni se fiaba de sus apariencias resignadas y filosóficas. Con disimulo, y fingiendo que le hacía cosquillas, por jugar, le tocó los bolsillos, temeroso de que llevara algún arma. Pero nada encontró en su disimulado reconocimiento. A pesar de todo, no quería Ballester irse sin llevarle por delante, y tanto bregó con él, que hubo de conseguirlo. Salió, pues, el regente haciendo propósito de volver, pues su amiga le había puesto en cuidado.
Platón se fue también al anochecer, pero a las nueve regresó encendiendo luz en la sala. No eran las nueve y cuarto, cuando Fortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que un hombre entraba en la alcoba. «Quién es?preguntó alarmada, echando los brazos a su hijo. Ah!, eres tú, Maxi; no te había conocido. Está esto tan oscuro...».
La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola. Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño, y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba. Sentose Maximiliano junto a la cama como el día anterior, y bondadosamente le dijo: «Esta tarde había aquí mucha gente y no pude hablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. Doña Casta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que está contra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que te quiero comunicar».
Dímelo, dímelo prontitoindicó ella, que sin saber por qué, esperaba de aquel hombre, a quien tenía en tan poco ideas extrañas y quizás consoladoras.
Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemigaafirmó Rubín con severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habían de hacer en ella. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y no conoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis de la razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretos para mí.
Fortunata no comprendía. «Me explicaré mejor. Quiero decir que al maltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quien queréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la que definitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre una que se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra que padece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Toda víctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En un pleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que está escrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan claro como leemos una noticia en El Imparcial. Yo lo sé todo; nada se me oculta. Demasiadas pruebas tienes de ello».
A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger la palmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho: «Pues si gana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que la deje de querer...».
Y ahora la va a querer tantoagregó Maxi impasible y frío, la va a querer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos. La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiran amor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá con locura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizo con ninguna. Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a sus anchas con ella... Y serán felices y tendrán muchos hijitos.
Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de coger la palmatoria. Después se tapó la cara con la mano.
«Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdad para que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonita enseñanza, verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer y aprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, y ojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al Cielo».
La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.
«Veo que me crees y haces bien. Lo que te he dicho ha salido siempre verdad. Yo lo sé todo, y mi razón me presenta la vida como un panorama ante los ojos. Es un don que recibí de Dios. Cuando estaba loco, adivinaba por inspiración; bien lo sabes, y recordarás que te anuncié todo lo que iba a pasar... La verdad venía entonces a mí envuelta en una especie de simbolismo, como las verdades reveladas a los pueblos de Oriente. Pero luego entré en la época de la razón, y la verdad se me ofrece clara y desnuda, y desnuda y clara te la digo. Acerté a encontrarte cuando todos me decían que te habías muerto? Acerté a descubrir lo de Aurora con los detalles de casa, hora a que se reunían, etcétera? Pues ya ves. Nada se me esconde, y lo que acabo de decirte es el Evangelio. Has dado la victoria a tu enemiga... aguanta el golpe. Tu víctima y tu verdugo serán felices y tendrán muchos hijos».
Cállate, cállate o verás...dijo Fortunata amenazándole con el puño, y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su marido le inspiraba. Yo también sé verdades y te voy a decir una.
Pues dímela pronto.Digo que eres un hombre sin honor...
Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo. «Y qué más?» dijo.
Te parece poco?prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los labios. Pues Ballester y doña Guillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene el sentimiento del honor». Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero verte más. Unos dicen que estás cuerdo, y otros que estás loco. Yo creo que estás cuerdo, pero que no eres hombre; has perdido la condición de hombre, y no tienes... vamos al decir, amor propio ni dignidad... Conque ahí tienes tu lección. Aguanta y vuelve por otra. Qué creías?, que yo iba a sufrirte tus lecciones, y no te iba yo a dar las mías?
Lo que dices (con glacial estoicismo) es propio de una criatura llena de debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estado embrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y del vicio.
Tiologías!gritó Fortunata exaltándose y moviendo los brazos como una actriz en pasaje de empeño. Si tú hubieras tenido tanto así de dignidad, me habrías pegado un tiro... No lo has hecho. Mejor para mí. Y otra cosa te digo. Si hubieras tenido un adarme de sangre de hombre, cuando viste a ese y a esa, les habrías pegado seis tiros, dejándoles secos a los dos. Pero tú no tienes sangre. Esa santidad y esa cristiandad y esa pastelera razón son la horchata que tienes en las venas...
Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitar aquel coloquio que tan mal giro tomaba: «Eadijo entrando, bastante hemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomar soleta...».
Le cogía por un brazo, sin que él hiciese resistencia. Rubín estaba algo aturdido, como si analizara y descompusiera en su mente las acusaciones de su mujer antes de darles la réplica que merecían. De repente, cual movida de un impulso epiléptico, Fortunata se incorporó en el lecho, echó los brazos hacia adelante, clavó los dedos de una mano en el hombro de su marido con tanta fuerza que le tuvo atenazado, y comiéndoselo con los ojos, le gritó de este modo: «Marido mío, quieres que te quiera yo?, quieres que te quiera con el alma y la vida?... Di si quieres... Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, me portaré bien. Seré una santa como tú... Di si quieres...».
Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.
«Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos hijos tú y yo... Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere por un hombre. Pobretín, esa miel no la has catado nunca!... No darías tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?... Te acuerdas de cuando me adorabas, te acuerdas?... Pues figúrate que yo te adoro a ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas a mí...».
Maximiliano empezó a inmutarse... La máscara fría y estoica parecía deshacerse como la cera al calor, y sus ojos revelaban emoción que por instantes crecía, como una ola que avanza engrosando.
«Di si quieres...repetía la diabla con exaltación delirante. Déjate de santidades y reconciliémonos y querámonos... Tú no lo has catado nunca. No sabes lo que es ser querido... Verás... Pero ha de ser con una condición... Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina, matarla... porque lo merece... Yo te compro el revólver... ahora mismo...».
Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el portamonedas. De él sacó un billete de Banco. «Toma, quieres más? Compras un revólver... bien seguro... pero bien seguro... la acechas, y plim... la dejas seca... Oye otra cosa: Para que se te quiten los celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos, sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos (con salvaje sarcasmo), después de muertos, que tengan los hijos en el otro mundo!... Con que lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que es un ángel... las dos somos ángeles, cada una a su manera... Dime que lo harás... Y luego te querré tanto...! No viviré más que para ti... Qué felices vamos a ser!... tendremos niños... hijos tuyos, qué te crees?...».
Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron... Se deshelaba. Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos.
«Sí... quererte a tiañadió ella. No sé por qué lo dudas. Ah!, no me conoces... no sabes de lo que soy capaz... déjate de tiologías... El amor! Yo te enseñaré lo que es... No lo sabes, tontín... la cosa más rica...!».
Vamos, qué yeciones son estas?clamó Izquierdo, tirando a Rubín de un brazo. Basta de música... A la calle, que esta chica está mu mala.
Tío, déjele usted, déjele usted... Es mi marido, y queremos estar juntos... Vaya!...
Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo matarles, matarles, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos.
«Mátameles, sí...añadió la diabla, retorciéndose las manos. Hijos ella!... En el infierno los tendrá...».
Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama.
Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la colcha. Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho de ver al filósofo otra vez allí.
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«Demonio de chico!dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín. Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, qué tal está?... Buena moza, cómo va ese valor?».
La joven no respondía. Estaba como aletargada. Pero el chico siguió chillando, y al reclamo de él, la madre abrió los ojos, y tomándole en brazos, le acercó a su seno. Ballester mandó a la criada que quitara la luz, que acaloraba mucho la alcoba, y se sentó donde antes había estado Maxi. Luego sacó una cajita de medicinas y una botellita con poción. «Aquí traigo otra antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo también el percloruro de hierro y la ergotina, por si acaso... Mucho cuidado, hija mía, mucho reposo; que las emociones y los disparates de hoy nos pueden traer un trastorno. Apuesto a que Maxi ha venido a contarle a usted alguna otra tontería. Es preciso prohibirle la entrada».
Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus lengüetazos.
«Buenas tragaderas tiene el amigodijo Ballester; y para sí, contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir: Qué hermosa está!... Le daría yo un par de besos... con la intención más pura del mundo... He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene sugestionada... Lástima de corazón echado a los perros...!».
El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él.
«Amigo Ballester... sabe usted que me parece que me quedo sin leche?... Mi hijo chupa, chupa y no saca...».
No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: Maxi le ha dicho a usted alguna tontería?
Tontería no... verdades...
Verdades!... (rompiendo a reír). Y cómo sabe usted que son verdades?
Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.
Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.
Es que mi marido no está loco... Tiene ahora mucho talento. Tal creo yo.
Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.
«Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted... Está riquísima. Es preciso calmar los nervios».
La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica.
«Qué bueno es usted, Segismundo! Qué agradecida estoy a lo que hace por mí!».
Todo y mucho más se lo merece usted, carambitareplicó el farmacéutico con efusión de cariño. Hemos de ser muy amigos.
Amigos sí, porque lo que es querer... No vuelvo yo a querer a ningún hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.
A su marido! (tomándolo a broma). No me parece mal. Y ahora que está hecho un santo...
Santo, no... qué simplezas dice usted!
Santo; así como suena. De modo que será usted también santa... Pues yo seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia y comer yerba.
Cállese usted.Usted es la que se va a callar... a ver si se duerme y se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias. Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como si fuera mi cara mitad.
No; si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular esta noche, casi bien. Anoche sabe?, estaba peor.
Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer La Correspondencia o a jugar al tute con el señor de Izquierdo. Y si la veo a usted tranquila y dormida, me retiraré. Si no, aquí me estoy de centinela.
Así lo hizo, y no habiendo observado hasta más de media noche nada de particular, salió de puntillas, dando a la placera instrucciones por si la mamá o el niño tenían alguna novedad durante la noche. El modelo se fue también, y Segunda se metió en su cuchitril; mas apenas había descabezado el primer sueño, la llamó Encarnación de parte de la señorita, que se sentía mal. El chiquillo soltaba todos los registros de su voz y no había manera de acallarle. Agotó la madre todos sus medios y Encarnación los suyos, que eran cogerle en brazos y dar un paso adelante y otro atrás, como si bailara, tratando de persuadirle con amorosas palabras de que los niños deben estarse calladitos.
«Parécemedijo Fortunata con terror, que me estoy secando».
Pues si te secasle contestó su tía, que hasta para consolar era regañona y desapacible, pues si te secas, demonche!, mejor, ponemos un ama, y a vivir...
Diga usted, tía, ha venido mi marido?
Segunda la miró asombrada. «Tu marido!... sabes la hora que es? Y para qué quieres que venga acá ese tipo?».
Tenía que hablarle...Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!... A buenas horas nos entra la fineza... El demonio que te entienda, chica, ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no parezca por acá en mil años.
Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.
Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería. «Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez...».
Ah!, esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches... Creí que había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la idea del tiempo...
La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar. «Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me lo creería».
Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello, porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se dormía en pie.
A la mañana siguiente, subió Estupiñá a preguntar por toda la familia con un interés del cual Segunda sabía sacar partido. «Cómo ha pasado la noche la mamá? Y el niño, qué tal? Ya me he enterado del artículo de amas, y tengo noticias de tres muy buenas, la una pasiega, otra de Santa María de Nieva y la tercera de la parte de Asturias, con cada ubre como el de una vaca suiza. Género excelente!».
«Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, D. Plácido, porque estoy en que se nos secadijo la placera, gozosa de meter su cucharada en aquel asunto; y si la señora (aludiendo a Guillermina), quiere que se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad».
Plácido, después de cotorrear un poco con Segunda en la puerta de la casa de esta, bajó a la suya, y en la salita, tapizada de carteles de novenas y otras funciones eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el rosario y el libro de rezos en la mano. La casera y el administrador cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la puerta. «Dígame usted, está durmiendo ahora? Y el niño mama o no mama?»«Pues ahora están los dos callados... Paice que duermen».«Pues silencio. Cuide usted de que no haya ruido en la casa... Yo, verá usted, como salgan los chicos del latonero a alborotar en la escalera, les deslomo».
Y vuelta a bajar y a subir nuevamente con un mensaje. «Señá Segunda, oiga. Que no deje usted de mandar recado hoy a ese señor de Quevedo, para que la vea y nos diga si traemos el ama o no traemos el ama».«Bien está, bien».«Yo estaré a la mira; ya las tengo apalabradas, y las reconoceremos en mi casa. Buenas mujeres, y no tienen pretensiones de cobrar un sentido. Como leche, señá Segunda, como leche, creo que la asturiana nos ha de dar mejor resultado que ninguna. Tengo yo un ojo... En fin, mucho cuidado».
Y tornó a bajar con toda su oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir cien veces si fuese menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa de su amigo, el cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda honrada con persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera, el trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo, cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la simpática figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la corte celestial penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no hizo más que sonreír de un modo que significaba: «Qué raro verme aquí!». Guillermina alzó la voz desde la sala diciendo: «Pasa, aquí estoy...». Estupiñá, siempre delicado, se apartó para dejarlas hablar a solas. Parecía que la santa reprendía paternalmente a la otra: «Si ya te he dicho que lo dejes de mi cuenta. Yo me entiendo. Si te empeñas en meter la cuchara, creo que lo vas a echar a perder... No, no te dejo subir... te parece fácil entrar a verle sin que se entere su madre? Atrevidilla te has vuelto... Que le bajen aquí? Vamos; las cosas que se te ocurren...! Tiempo tienes de verle. Si empezamos a hacer disparates y a portarnos como dos intrigantas que se meten donde no las llaman, merecemos que nos tome Ido por tipos de sus novelas. Vámonos ahora a San Ginés, y luego sabremos la opinión del señor de Quevedo. Descuida, que no se nos morirá de hambre».
Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga: «Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo».
La santa no respondió, porque dentro de la iglesia no gustaba de tratar ciertos asuntos de reconocida profanidad; pero cuando salían por el patio que da a la calle del Arenal, tomó el brazo de su amiguita, diciéndole: «Bueno estuvo el lance, bueno. Qué par de alhajas!».
Crea usted que a mí me daba una alegría cuando lo oí contar!... Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia...
Quite allá... es repugnante... Dos mujeres pegándose...
Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la moderna.
Este mundo, hija mía, está lleno de maldades. A donde quiera que mira una, no ve más que pecados, y pecados cada vez más gordos, porque la humanidad parece que se vuelve de día en día más descarada y menos temerosa de Dios... Quién había de decir que esa muchacha, esa Aurorita, que parecía tan buena, tan lista...! No, como lista, ya lo es; aunque la otra lo ha sido más... Y qué dice Bárbara?, estaba encantada con ella, y todos los días iba al obrador a verla trabajar... Pero cállate, que aquí viene tu señora suegra...
Barbarita y la pareja se encontraron.
«Ya no alcanzas la del señor cura... Qué horas de ir a misa!».
Pero si no me han dejado salir en toda la mañana... Mira, Jacinta, allí tienes a tu marido llama que te llama... Entré y... «Que dónde estabas tú. Que qué tenías tú que hacer en la calle tan temprano». Conque bien puedes darte prisa.
Que espere... Pues no faltaba más...replicó Jacinta con tedio. Que tenga paciencia, que también la tienen los demás.
Y vosotras, de dónde venís?
Nosotras? De ver amas de críadijo la santa sonriendo.
Amas de cría!...Sí, no es broma... amas, amas, amas.
Qué graciosa estás hoy!...
Pues qué, no te ha dicho esta tonta que hemos encontrado otro Pituso?
Barbarita se echó a reír con donaire. «Pero qué, os han dado otro timo?».
Quia; ahora no. Este es auténtico... este es de ley; no tiene hoja, como el otro, por quien perdiste la chaveta.
Bah!, no quiero oírte...repuso Barbarita con humor festivo, y se separó de ellas para ir presurosa a la iglesia.
Oye... miradijo Guillermina llamándola...Cuando salgas, date una vuelta por las tiendas. Allí tienes a tu corredor, Estupiñá el Grande. Aguarda, oye; te compras una buena cuna...
La dama se reía; todas se reían.
xi
El dictamen de Quevedo no fue alarmante con respecto a la madre; pero al chico le dio el comadrón malas noticias, anunciándole que se quedaba sin provisiones. Por la tarde, Plácido comunicó a la señora que la mujer aquella se negaba a poner a su hijo en pechos de nodriza, aunque esta fuese bajada del Cielo; insistía en que tenía leche; el niño berreaba, dando a entender que su mamá faltaba descaradamente a la verdad... «En fin, señoraagregó Estupiñá con oficiosidad sañuda; que a esa mujer hay que matarla. Es más mala que arrancada, y lo que ella quiere es que la criaturita perezca...».
Fue allá la fundadora, y se alegró de encontrar a Ballester en la sala. «A ver si la convence usted de que no puede criar. La pobre, como tiene la cabeza un tanto débil y trastornada, se figura que le van a quitar a su hijo... Y no es eso, no es eso... Hay interés en que le críe bien».
Ya se lo he dicho... Casi he empleado las mismas palabras, señora... Pero si viera usted... Hállase hoy en un estado de apatía y tristeza que no me hace maldita gracia. No hay medio de sacarle una respuesta a nada de lo que se le dice. Tiene el chico en brazos, y cuando le hablan de amas o de que ella se está secando, le aprieta, le aprieta tanto contra sí, que me temo que en una de estas le ahogue.
Todo sea por Dios... Entraré a ver a la fiera, y trataremos de amansarla.
Sin abandonar aquella actitud de desconfianza y miedo, Fortunata pareció alegrarse de ver a Guillermina, que la saludó con extremada amabilidad, demostrando un gran interés por ella y por su niño.
«Qué gusto verla a usted!exclamó la pecadora sin moverse. Tenía yo ganas de que viniera para decirle una cosa...».
Pues ya me la está usted diciendo, porque me voy a escape.
La infeliz joven puso el nene a su lado, mostrando menos desconfianza; pero le rodeó con su brazo en ademán de protección.
«Pero me le quitará?... Diga si me le quería quitar... Fuera bromas. Lo que usted me diga lo creeré».
Muchas gracias, amiga mía... Me toma por ladrona de chiquillos. No sabía yo que soy bruja...
No; es que... verá. Yo pensaba que me lo iban a quitar, por lo mala que he sido. Pero eso no tiene que ver, verdad? Pues ahora soy mucho más mala. Ay!, señora, he cometido un pecado tan grande, tan regrande, que no creo que me lo perdone Dios.
Apostamos a que es cualquier tontería? (inclinándose hacia ella y acariciándole la barba).
Ay, señora, ojalá fuera tontería!... Voy a decírselo... Pero no me riña mucho... Pues anoche estuvo aquí mi marido, hablamos, y le di veinte duros para que comprara un revólver. El revólver es para matar a ese y a esa... sobre todo a la francesota, infame, traicionera...
Guillermina recibió impresión muy fuerte con estas palabras; pero hizo un esfuerzo por aparentar que no perdía su serenidad. «Fuertecillo es, sí, señora... Pero su marido de usted no hará nada. He hablado con él y me ha parecido muy razonable».
La razón es su tema... pero no hay que fiar... Lo que es los tiros, crea usted que no se le escapan. Yo le calenté bien la cabeza... Toda aquella sabiduría que ahora tiene se la quité con las cosas que le dije... Se volvió loco otra vez, señora; le prometí quererle como él me quiso a mí, y crea usted que hice la promesa con voluntad.
Me hace usted temblar (alarmándose). Vamos; el pecado ese es de lo más atroz que puede haber. Él, si los mata, peca menos que usted, por haberle mandado que lo hiciera, acalorándole con promesas.
Lo mismo me parece a mí, y por eso he estado con miedo toda la noche.
Si usted reconoce que ha hecho mal, y le pide perdón a Dios de su mala intención y procura limpiarse de ella, Dios tendrá piedad de la pecadora.
Es que... verá usted... estoy arrepentida por mitad. Matarle a él!, sabe usted que me da lástima? No, no, que no le mate... Pero lo que es a esa bribona, tramposa, embustera... Pues no tiene la poca vergüenza de creer que tendrá hijos?... Hijos ella...! Dígame usted, qué se pierde con que se vaya para el otro mundo un trasto semejante?
Esto lo decía con tanta naturalidad, que Guillermina, por un instante, no supo si indignarse o tomarlo a risa. «Vaya, que las ideas de usted me gustan... Se me figura que marido y mujer allá se van... en sabiduría. Si usted no se desdice al momento en todos esos disparates me voy y no vuelve a verme en su vida más. No se puede tolerar esto...».
De modo que a esta tía monstrua no se le da un castigo?... Eso sí que está bueno. Y seguirá riéndose de nosotras... No lo entiendo.
Dios es el que castiga; nosotros aprendemos.
Ambas callaron, mirándose. «Tengo que traerle a usted un confesor. Usted no está buena ni del cuerpo ni del alma. Pues digo, si lo que Dios no quiera, sobreviene la muerte a la hora menos pensada, y la coge así, le cayó la lotería».
Si me muero, me llevo a mi hijo conmigodijo la diabla, volviéndole a coger y estrechándole contra sí.
Otra barbaridad. Hoy estamos de vena.
Pues no es mío?, no le he dado yo la vida? (con febril impaciencia y ardor).
Cómo!... darle vida usted? Hija, no tiene usted pocas pretensiones. También quiere ponerse en competencia con el Creador del mundo y de todas las cosas... Vamos, lo mejor es que me eche a reír... En fin, estamos aquí como dos tontas, y hay que poner las cosas en su lugar. Tiene usted que llamar a su marido y decirle que para quererle como Dios manda, es preciso que no mate a nadie, absolutamente a nadie. Lo hará usted?
Si usted me lo manda, sí... Ay!, yo creí que matar al que nos engaña, al que nos vende, no es pecado... vamos, que no era pecado muy gordo, se me subió la hiel a la cabeza. Le tengo tanta rabia a ésa...! Digo yo que se puede tener rabia a otra persona, desear que la maten, y sin embargo no ser una mala.
Incorporose para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se le había ocurrido y que creía de gran fuerza: «Vamos a ver, señora. A que la dejo callada ahora?, a que, sabiendo usted tanto como sabe, no me devuelve esta?».
Qué?Esta razón. Vamos a ver. La señorita Jacinta es, como quien dice, un ángel... Todos la llaman así... Bueno; pues con todo su mérito y su santificación, no se alegrarla ella de que me quitaran a mí de en medio?
Se volvió a reclinar en las almohadas, satisfecha, esperando la respuesta, con la seguridad de que la santa no tenía más remedio que mentir para no darle la razón.
«Qué está usted diciendo?replicó Guillermina indignada. Jacinta desear que maten a nadie!... O usted es tonta o ha perdido el juicio!».
Vamos... Pues bueno, diré otra cosa (retirándose a la segunda paralela después de rechazada en la primera). No se alegrará la señorita de que yo me muera?...
Alegrarse... de que usted se muera... de que se la lleve Dios...? (titubeando). Tampoco... tampoco... Jacinta no desea el mal del prójimo, y sabe que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos aborrecen.
Con un ju ju melancólico expresaba Fortunata su incredulidad.
«Ay!, no lo cree?...».
Que me desea bien a mí!
Tie gracia.
Jacinta no sabe tener rencor... ni se acuerda de usted para nada...
Pero de eso a que me mire con buenos ojos...
Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere a mí... Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Con que la perdone debe darse por satisfecha...
Y me perdona de verdad?... pero es de verdad?
Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor de Dios, ni nada, no comprende esto.
Y podría ser mi amiga?...
Hija, tanto como amiga... Eso ya es un poco fuerte (no pudiendo contener la risa). Vamos, que no pide usted poco... Ahora quiere que después de lo que ha pasado partan un piñón...
Amigas!...repitió la diabla frunciendo las cejas. Por más que usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y ella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le dé vueltas.
Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la santa, esta le dijo: «Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una comedia. Su amiga de usted está por conquistar. Qué ideas tiene! Por cierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle una limpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va la mañana».
Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otra vez. «Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella».
Veamos esa duda... otro despropósito. Ay, qué cabeza!
Siéntese usted un momento, que le voy a hacer otra pregunta. Dígame (bajando la voz), Jacinta faltó o no faltó con aquel caballero?
Ave María Purísima!... con qué caballero?
Con aquel que se murió de repente...
Cállese, cállese o le pego...
No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente de Aurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo... sólo que tenía un poquito de duda.
Esa...? (con soberano desprecio). Y se atrevía a decir...!
Si es lo más mala... Usted no puede figurarse lo mala que es (con la mayor buena fe). Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy un ángel.
Lo creo (sonriendo). No nos ocupemos de esas miserias. Jacinta faltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas...
No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí (muy apurada). Ella fue la que lo dijo y lo creía... Sabe una cosa? (Atrayéndola a sí y hablándole en secreto). Créame esto que le voy a decir... Uno de los motivos porque le pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de que Jacinta era como nosotras... Y dígame, no merecía el morrazo que le di con la llave por afrentar a nuestra amiguita?... No lo merecía? Claro que sí...
Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar...
«Quedamos en una cosadijo levantándose; mañana vendrá el Padre Nones para usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según dice Estupiñá...».
Ama, no... para qué? Si puedo... No ha visto lo satisfecho que está el rey de la casa? No es verdad, rico, que para nada te hacen falta amas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.
El Sr. de Quevedo sabe más que usted... Aquí no se hace más que lo que yo mandodeclaró la santa con aquel ademán y tono autoritarios a los cuales nadie se podía oponer. Si de aquí a mañana Quevedo no varía de opinión, vendrá la nodriza. Usted se calla y obedece... Yo pago y dispongo. Conque a cuidarse, y ya hablaremos. El excelentísimo señor de Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto.
xii
Por la tarde llegó doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano, a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, de quien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase de relaciones con ella. En la sala cuchicheó la ministra con Segismundo contándole lo ocurrido. Pues ahí era nada: Maximiliano había comprado un revólver... pero quién diablos le dio el dinero? Descubriolo la señora por una casualidad... Le dio el olor, al verle entrar con un bulto entre papeles. Lo peor del caso fue que no pudo quitárselo. Salió escapado de la casa, y al poco rato los del herrero del bajo vinieron diciendo que le habían visto en la Ronda, pegando tiros contra la tapia de la fábrica del Gas, como para ejercitarse... Ay!, la de los Pavos estaba aterrada. Toda aquella sabiduría lógica, que el pobre chico tenía en la cabeza, se le había convertido en humo sin duda. Y lo peor era que no había ido a almorzar, ni se sabía su paradero... «Tenemos que dar parte a la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé que habría venido aquí, y corrí desolada... Dónde demonios estará? Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto. Usted es la única persona que le domina cuando se pone así... Salga a ver si le encuentra; yo se lo ruego». A esto replicó el buen farmacéutico que no podía repicar y andar en la procesión. Fuese la de Jáuregui desconsoladísima, con intento de ver al Sr. de Torquemada, faro luminoso que le marcaba el puerto en todas las borrascas de la vida.
Fortunata había oído la voz de doña Lupe, y cuando esta se retiró, quiso que Ballester le explicase qué traía por allí.
«Pues nada, que la ministra esa quiere meter las narices, y ver a usted, y hablarle y decirle cosas que sin duda la marearán».
Ah!, que no entre... no la puedo ver. Creo que me pondré mala si la veo. Y de mi marido, qué dijo?
No le nombró.Pues tampoco a Maxi le quiero ver... No sabe usted lo mal que me sienta verle y hablar con él... Me trastorna. No les deje usted pasar. Que se vayan a los infiernos. Estoy tan tranquila aquí solita con mi hijo, y los amigos que me protegen...! Que no venga, por Dios! Usted me promete que no vendrán?
Lo pedía con terror suplicante. Ballester, deshaciéndose en demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino pasando sobre su cadáver.
Toda aquella tarde estuvo la joven con la idea fija de lo antipáticos que eran los Rubín, y de lo que ella haría para no recibirlos si a verla iban. El buen Segismundo se esforzaba en tranquilizarla sobre este particular, y habiendo observado que el recuerdo de otras personas excitaba y encendía su ánimo favorablemente, le habló de doña Guillermina y de su hermosa vida. «Sabe lo que me dijo al salir? Pues que si se le ofrece a usted algo no estando yo aquí, avise a D. Plácido, al cual se ha encargado que se ponga a las órdenes de usted si lo necesitara».
Clarodijo Fortunata rebosando de orgullo inocente; como que Plácido es todo de la casa, y desde chiquito no hace más que llevar recados de los señores, y servirles en mil menudencias. Es un buen hombre, y yo le quiero mucho... Y a doña Bárbara, la conoce usted? Yo tampoco... Pero cuando Jacinta y yo seamos amigas, también lo seré de doña Bárbara... Francamente, estoy admirada del cariño que le tengo ahora a la mona del Cielo, cuando en otro tiempo, sólo de pensar en ella me ponía mala. Verdad que no acababa de aborrecerla, quiere decirse, que la aborrecía y me gustaba... cosa rara, verdad? Ahora seremos amigas, crea usted que seremos amigas... Lo duda usted?
Cómo he de dudar eso, criatura?
Es que usted parece como que se sonríe un poquitín, cuando me lo oye decir.
Está usted viendo visiones. Bueno va...
Pues, aunque usted se guasee, seremos amigas... y nadie tendrá que decir de mí ni esto, para que usted lo sepa... Porque voy a portarme... Cristo, cómo me voy a portar ahora! Mi hijo, mi hijo, y nada más... Vaya, me sostendrá usted que no se sonríe ahora?
Sí; pero es de satisfacción, por verla a usted tan regenerada... Quién le tose a usted ahora, hallándose en relaciones con personas de la corte celestial...!
Y nada más... Pues qué se creía usted?
Se sofocaba tanto, que el farmacéutico creyó prudente llevar la conversación a un terreno insignificante; pero Fortunata se las componía para volver a lo mismo, a que ella y la Delfina iban a ser uña y carne, y a que su conducta en lo sucesivo había de ser como de quien está en escuela de serafines. «Aquí donde usted me ve, amigo Ballester, yo también puedo ser ángel, poniéndome a ello. Todo está en ponerse... Y es cosa muy sencilla. Al menos a mí me parece que no me ha de costar ningún trabajo. Lo siento yo aquí entre mí».
Depende también de las personas con quien uno se juntale dijo su amigo muy serio. Hablemos ahora de otra cosa. De ciertos atrevimientos que yo tenía y tengo respecto a usted, no quiero decirle nada, porque se nos va a hacer santa... Aunque todo podía conciliarse, me parece a mí, ser santa y querer a este hijo de Dios... Pero en fin, vuelvo la hoja. Sabe usted que si me descuido pierdo mi colocación en la botica de Samaniego? Si doña Casta sabe que estas ausencias mías son para venir a visitar a la que le tomó las medidas a su niña, al instante me limpia el comedero. Por eso no puedo tirar mucho de la cuerda, y esta noche no vendré. Tengo que quedarme de guardia. Yo rompería con todo, si no fuera porque me será difícil encontrar colocación inmediatamente, y crea usted que un periodo de vacaciones me balda... Por mí no me importaría; pero a mi madre y a mi hermana no quiero hacerlas ayunar. El pobre pensador, mi ilustre cuñado, está mal de intereses, y si yo no tiro del carro, los ayes y lamentos pidiendo pan se han de oír en Algeciras.
Pero no sea usted tontodijo Fortunata con aquel arranque de generosidad, que en ella era tan común. Yo tengo guita. Si quiere mandar a paseo a las Samaniegas, mándelas. Que se fastidien, que se arruinen, que coman piedras... Yo le doy a usted lo que necesite para su madre y para el pensador, hasta que encuentre otra botica. Tenga confianza conmigo... O semos o no semos.
Ballester era tan delicado, que de sólo oír tal proposición, le salieron los colores a la cara, y se excusó con expresiones de gratitud. Poco después de anochecer se retiró dando las órdenes más rigurosas a los hermanos Izquierdo con respecto a visitas. Si algún Rubín, fuese quien fuese, se presentaba, no abrir. Dejó sobre la mesa de la sala un arsenal de medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que diese con la puerta del cerebro en los hocicos a toda idea triste que se presentara.
Izquierdo se plantó de centinela en la sala, acompañado de una grande de cerveza, y por si la grande no era bastante para pasar la noche, llevó también una chica de añadidura. Segunda regresó a las diez, después de la horita de tertulia que solía pasar en el puesto de carne, y viendo a su sobrina muy despabilada, le dio un poco de palique: «Sabes a quién he visto?, a la tía esa, la de los Pavos. Fue a buscarme al cajón, muy ofendida porque el señor Ballester no la dejó entrar a verte. Anda a caza del sobrino que se les escapó esta mañana, y todavía no ha aparecido. Sabes lo que me dijo? Te lo cuento para que te rías. Dice que las Samaniegas están trinando contigo, y que la viejona aquella, doña Casta, no parará hasta no verte en el modelo. Qué comedia! Ríete, que eso es envidia. Pues verás, La tía esa indecente, la Fenelona, francesota, más mala que el no comer, dice que este hijo que tienes no es hijo de quien es, sino de D. Segismundo. Tú ríete, tonta, que eso no es más que envidia».
La prójima no chistó; pero bien se conocía que aquellas palabras habían hecho en su espíritu un efecto desastroso. Cuando se quedó sola, no le fue posible contener los impulsos de levantarse. La rabia surgió terrible en su alma, y sin reparar en lo que hacía, incorporose en el lecho, alargando las manos a la percha para coger su ropa... «Ahora mismo, ahora mismo voy, y con esta zapatilla le aporreo la cara hasta chafarle la nariz... trasto, indecente. Decir eso...!, una mentira tan grande! Pero qué hora es? Si están dando las doce! Sea la hora que quiera, saldré, no me puedo contener... Voy, entro en la casa, la saco a rastras de la cama, me paseo por encima de su alma... Decir eso, decir eso...!, sin creerlo, porque ella no lo cree. Lo dice por deshonrarme! Antes calumnió a Jacinta, y ahora me calumnia a mí».
Se sentó en la cama, entreviendo, a pesar de lo ofuscado que su espíritu estaba, las dificultades de la empresa. «Si lo dejo para mañana, ya no iré, porque me lo quitarán de la cabeza... Y yo le he de refregar la jeta con la suela de mis botas. Si no lo hago, Dios mío, me va a ser imposible ser ángel, y no podré tener santidad. Como no haga esto, tendré que volver a ser mala; lo conozco en mí».
Y tan pronto se ponía una pieza de ropa como se la quitaba, con vacilación horrible, fluctuando entre los ímpetus formidables de su deseo y el sentimiento de la imposibilidad. Por fin se vistió, y saliendo a la sala, vio a su tío dormido, de bruces sobre la mesa, junto a la luz, la botella grande a su lado, medio vacía. «Podría salir sin que me sintiera nadie... Y si despertara a mi tío y le dijera que viniese conmigo...?». La idea de asociar a Platón a su temeraria empresa, hízole ver la realidad, y lo disparatado de aquella idea. «Pues lo que es mañana tempranose dijo volviendo a la alcoba, mañana tempranito, antes de que salga para el obrador, voy y la acogoto...».
Al mirar a su hijo, la llama de su ira se avivó más. «Decir que no es hijo de su padre...! Qué infamia! La despedazaría sin compasión ninguna. Inocente!, tan chiquito y ya le quieren deshonrar! Pero no le deshonrarán, no, porque aquí está su madre para defenderle; y al que me diga que este no es el hijo de la casa, le saco los ojos. Él no puede haberlo dicho... A mí me la soltó, pero fue así como en broma. Él no puede haberlo dicho, y si yo supiera que lo había dicho, juro por esta cruz (haciéndola con los dedos y besándola), por esta cruz en que te mataron, Cristo mío, juro que le he de aborrecer... pero aborrecerle de cuajo, no de mentirijillas... Ay, Dios mío! (echándose en la cama, acongojadísima); si le dicen esta mentira tan gorda a Guillermina y a Jacinta, la creerán?... Puede que sí... Todo lo malo se cree, y lo malo que de mí se diga, se cree más... Pero no, puede que no lo crean... Es muy atroz el embuste. Esto no lo puede creer nadie, no puede ser, no puede ser, y primero creerán que el mundo se vuelve del revés, y que el día se hace noche, y el sol luna, y el agua fuego. Y si alguien lo creyera, él lo desmentiría; estoy segura de que lo desmentiría. Yo no he faltado, yo no he faltado (alzando la voz), y quien diga que yo he faltado, miente, y merece que se le arranque la lengua con unas tenazas de hierro echando fuego. Quieren que yo me pierda; pero por más que hagan esos perros, no me quitarán, Dios mío, que yo sea tan ángel como otra cualquiera. Que rabien, que rabien, porque lo seré, lo seré».
Estaba inquietísima, dando vueltas en la cama. El hijito pidió y tomó el pecho; pero no debía de encontrar muy abundante el repuesto, cuando a cada instante apartaba su boca, chillando desesperadamente. A sus gritos de necesidad y desconsuelo, uníanse los de su madre, que decía: «Hijo de mi alma... qué, no hay?... Esa, esa bruja ratera tiene la culpa; ella te lo ha quitado. Ya verás cómo la arregla tu mamá... Pobretín, tan chiquitito y ya le quieren deshonrar... Y mi niño es el rey de España, y nada tiene que ver con Ballester, que es su amiguito y nada más... Y mi niño es de quien es, y no hay otro en la casa, ni le habrá, verdad?... verdad, gloria, cielo, alegría del mundo?».
xiii
Todo esto era muy bonito y muy tierno; pero la leche no parecía, por lo cual Juan Evaristo no se daba por satisfecho con aquellas expresiones de tan poco valor en la práctica. Los alaridos que la madre y el hijo daban, cada uno en su registro, no despertaron a José Izquierdo, pues este era hombre que en cogiendo la mona, no le enderezaba un cañón; pero sí sacaron de su letargo a Segunda, que fue a ver lo que ocurría, y hallando a su sobrina medio vestida, se puso hecha una furia y por poco le pega. «Mira que te estrello, si das en hacer funciones de comediale dijo con aquellas formas exquisitas que usaba. Pero no ves, burra, no ves que se te ha retirado la leche, y el pobrecito no tiene qué mamar?».
Por fortuna, entre las cosas que dejó Ballester en previsión de todos los contratiempos posibles, había un biberón muy majo. Segunda, con determinación rápida, lo llenó de leche (de la cual tenía por casualidad un par de copas) y probó a dárselo al chico. Este al principio extrañaba la dureza y frialdad de aquel pezón que en su boquita le metían. Hizo algunos ascos, pero al fin pudo más el hambre que los remilgos, y apencó con la teta artificial. «Mira, mira, qué pronto se hace a todo el angelito. Si es lo más noble...! Rico... qué carpanta estábamos pasando!». La madre le miraba con desconsuelo, aunque contenta de que se hubiera encontrado forma y manera de vencer la dificultad. «Sabes una cosa?le dijo su tía, poniéndole las manos en la cara. Tienes calentura... Eso es por ponerte a pensar lo que no debes. Si hicieras caso de mí, ahora que vas a ser la reina del mundo...! Porque lo que es tu tanto mensual te lo tienen que dar. De eso hablamos la de los Pavos y yo... Vaya, pues no vas tú a ser ahora poco señora...! Chica, chica, no te hagas de miel; levanta tu cabeza. Aire!... Pues no ves que las señoronas esas te hacen la rueda? Como que será una potentada, y yo que tú, no paraba hasta que la Jacinta viniera a besarme la zapatilla. Pues qué... crees que él no ha de venir también? Ya le llamará la sangre, y en cuantito que vea a este retrato suyo, se le caerá la baba... y... chica, créemelo, hasta coche vamos a tener... qué comedia! Cuando digo que estaremos en grande! Vendrá, vendrá él, y te aseguro que si tarda cuatro días es mucho tardar. No ves que esa familia no tiene un nene que la alegre?... si se están todos muriendo de ganas de chiquillo...! Tú, trabájalo bien, que nos ha venido Dios a ver con este hijo de nuestras entrañas... Yo estoy muy orgullosa, porque él Santa Cruz es como hay Dios; pero su poco de Izquierdo no se lo quita nadie: las dos familias están de enhorabuena... Ya he empezado yo a sacudirme las pulgas, y esta tarde le eché su puntadita a Plácido para que nos diera la casa gratis... Qué te crees?... Si están los Santa Cruz con tu hijo como chiquillos con zapatos nuevos... Te diré una cosa que no sabes. Ayer estuvo la Jacinta en casa de D. Plácido... Quería subir a verle; pero esa otra, la santona, le dijo que otro día, por si tú te remontabas... Conque vete enterando... Ah! Quién me lo había de decir!... Todavía me he de ver yo cogida al brazo de don Baldomero, dando vueltas en la Castellana... y poco charol que me voy a dar...! Si es una comedia... Tú date tono, no seas boba... que si sabemos aprovecharnos, de esta hecha vamos para marquesas».
Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta; pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidad pasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con la cara anegada en llanto.
«No, no te rías; tanto como marquesas no; ni para qué queremos nosotras ser títulas; pero lo que es nuestro coche no nos lo quita nadie... Yo te aseguro que si hoy viene la Jacinta, tiene que subir... Verás qué prontito viene el otro... Claro, cuando no esté aquí su mujer... Me paice a mí que su mujer, de esta hecha se tendrá que ir a plantar cebollino. Tú, tú eres la que va a subir al trono ahora, o no hay equidad en la tierra... Y no digan que eres casada y que tu hijo se tiene que llamar Rubín... Qué comedia! Tú eres mayormente viuda y libre, porque a tu marido cuéntale como que está en gloria... Y bien saben todos que a la vuelta lo venden tinto, y el chico en la cara trae la casta, y lo que es la pensión verás cómo te la dan».
Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad. Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamente sosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco de quedarse sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña. Se le nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al volver en sí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los pajarillos que tenían su cuartel general en los árboles de la Plaza Mayor y en las crines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a coger a su hijo en brazos, y apenas podía con él. Le faltaban las fuerzas; pero de qué manera!, y hasta la vista parecía amenguársele y pervertírsele, porque veía los objetos desfigurados y se equivocaba a cada momento, creyendo ver lo que no existía. Se asustó mucho y llamó; pero nadie vino en su auxilio. Después de llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta, y... aquello sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se le quedaba la intención de la palabra en la garganta sin poderla pronunciar. Dio algunos toques con los nudillos en el tabique; pero al fin su mano se quedó como si fuera de algodón; daba golpes con ella, y los golpes no sonaban. También podía ser que sonaran y ella no los oyera. Pero cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado del tabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta, resistiéndose a moverse. «Será que me estoy muriendo?» pensó la joven, echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar el interior a oscuras o fantásticamente iluminado. Todas sus ideas sufrieron trastornos más o menos febriles, las imágenes se disfrazaron, cual si fuesen a las máscaras, tomando cara y apariencia de lo que no eran, y la única sensación dominante con alguna claridad en aquel desorden fue la de estar inmóvil y rígida, con los movimientos involuntarios suspendidos y los voluntarios desobedientes al deseo. A su parecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato alguna impresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran como algo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda y oírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seres endemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia la mano derecha. El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombrío confín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.
Pasado cierto tiempo, indeterminado para ella, recobró sus sentidos y pudo moverse, apreciando fácilmente la realidad. «Quién eres tú? preguntó a Encarnación, única persona que estaba a su lado. Ah!, ya te conozco... Qué tonta soy! No está mi tía?». Díjole la chiquilla que la señá Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche para el niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aquel desvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como las ideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella mañana. Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o descomposición irremediables, que la conciencia fisiológica revelaba con diagnóstico infalible, semejante a inspiración o numen profético. La cabeza se le había serenado; la respiración era fácil aunque corta; la debilidad crecía atrozmente en las extremidades. Pero mientras la personalidad física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor y fortaleza. En aquella idea vaciaba, como en un molde, todo lo bueno que ella podía pensar y sentir; en aquella idea estampaba con sencilla fórmula el perfil más hermoso y quizás menos humano de su carácter, para dejar tras sí una impresión clara y enérgica de él. «Si me descuidopensó con gran ansiedad, me cogerá la muerte, y no podré hacer esto... qué gran idea!... Ocurrírseme tal cosa es señal de que voy a ir derecha al Cielo... Pronto, pronto, que la vida se me va...». Llamando a Encarnación, le dijo: «Chiquilla, vete corriendito al cuarto de abajo, y le dices a D. Plácido que le necesito... entiendes?, que le necesito, que suba... Anda, no te detengas. Ya debe de estar ahí, de vuelta de la iglesia, tomándose su chocolate... Anda prontito, hija, y te lo agradeceré mucho».
En el tiempo que estuvo fuera Encarnación, la diabla no hizo más que dar a su hijo muchos besos, diciéndole mil ternezas. El chico estaba despierto, y callado la miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuró que hablaba... «Estarás tan ricamente... hijo mío. No te querrán tanto como yo, pero sí un poquito menos... Me estoy muriendo... qué sé yo qué tengo... La medicina esa... yo la tomaría... dónde está?... Encarnación!... Pero si ha ido abajo... Parece que me voy en sangre... Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por tu bien... Me muero; la vida se me corre fuera, como el río que va a la mar. Viva estoy todavía por causa de esta bendita idea que tengo... Ah!, qué idea tan repreciosa... Con ella no necesito Sacramentos; claro, como que me lo han dicho de arriba. Siento yo aquí en mi corazón la voz del ángel que me lo dice. Tuve esta idea cuando estaba aquí sin habla, y al despertar me agarré a ella... Es la llave de la puerta del Cielo... Hijo mío, estate calladito, y no chistes, que si tu mamá se va es porque Dios se lo manda... Ah!, don Plácido, está usted ahí?...».
Sí, señoradijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanes más oficiosos del mundo. Qué se le ofrece a usted? La señora me ha encargado...
Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme la medicina, esos polvos amarillos... cuáles?, no sé... Pero deje, deje, que me tiene que escribir una carta.
Una carta!... Pero antes... (revolviendo en la mesa de noche). Qué medicamento quiere?
Ninguno, ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero.
Que se muere! Vamos... no bromee usted.
Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Si pudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo...
No, hija, no hay que apurarse. Voy por el tinteroy no tardó cinco minutos en volver, y al entrar de nuevo en la alcoba, vio que Fortunata se había incorporado en su cama con el chiquillo en brazos, y que después, entre ella y Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cuna de mimbres, la cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre las manos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relación que la pluma y papel pudieran tener con lo que veía. «Don Plácidodijo Fortunata con mucha animación; hágame el favor de escribir... Aquí no hay mesa. Chiquilla, tráele el tablero de las damas. Déjate de medicinas... Para qué ya?... Vaya, D. Plácido, prepárese; verá qué golpe... Se me ocurrió una idea, hace poco, cuando estaba sin habla, al punto que me entraba también la idea de mi muerte... Ponga ahí lo que yo le diga: «Señora doña Jacinta. Yo...».
Yo...repitió Plácido.
No; hay que empezar de otra manera... No se me ocurre. Qué torpe soy! Ah!, sí, ponga usted. «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, y ahora se me alcanza lo mala que he sido...». Qué tal?, va bien así?
«Lo mala que he sido...».
En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D. Plácido, ese mono del Cielo que su esposo de usted me dio a mí, equivocadamente...». No, no, borre el equivocadamente; ponga: «que me lo dio a mí robándoselo a usted...». No, D. Plácido, así no, eso está muy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada. Lo que hay es que yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, y porque es mi amiga... Escriba usted. «Para que se consuele de los tragos amargos que le hace pasar su maridillo, ahí le mando al verdadero Pituso. Este no es falso, es legítimo y natural, como usted verá en su cara. Le suplico...».
«Le suplico...».Usted póngalo todo muy clarito, D. Plácido; yo le doy la idea. Pues «le suplico que le mire como hijo y que le tenga por natural suyo y del padre... Y mande a su segura servidora y amiga, que besa su mano...». Qué tal? Está con finura?... Ahora, veremos si puedo echar mi nombre... Me tiembla mucho el pulso... Tráigame la pluma...
Puso un garabato, y luego mandó a Estupiñá abriese la cómoda y sacara la inscripción de las acciones del Banco. Después de revolver mucho, fue encontrado el documento. «Esodijo Fortunata, se lo da usted a mi amiga doña Guillermina».
Pero no vale sin transferenciareplicó el hablador examinando el papel.
Sin qué?Sin transferencia en toda regla.Pamplinas. Es mío, y yo lo puedo dar a quien quiera. Coja usted la pluma, y ponga que es mi voluntad que esas acciones sean para doña Guillermina Pacheco. Le echaré muchas firmas debajo, y verá si vale.
Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se le mandaba.
Ahora, amigodijo ella, perdiendo gradualmente el uso de la palabra, coja usted a mi hijo y lléveselo... ay!, déjemelo besar otra vez... Aguarde a que me muera... No; lléveselo antes de que venga mi tía, o mi marido, o doña Lupe... gente mala. Pueden venir, y ya ve usted... qué compromiso. No me dejarán hacer mi gusto, me enfadaré, y no me moriré tan santamente... como quiero morirme.
No dijo más. Plácido, acercándose a contemplarla, se asustó extraordinariamente. Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelopensó el buen viejo. Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara. «Fortunata... Pitusa» murmuró echando talmente la voz en el oído de la joven. A la tercera o cuarta llamada, Fortunata movió ligeramente los párpados, y desplegando los labios, apenas dijo: «Nene...».
xiv
«Caracoles!, esta mujer se va... Y yo solo aquí con ella!, y el crío allá abajo. Van a decir que le he robado! Anda, los ladrones serán ellos. Que digan lo que quieran. A mí, qué? Les presento el papelito firmado por ella, y en paz. Pobre mujer! (contemplándola horrorizado). Virgen del Carmen, si se va en sangre!... Pero esta gentuza, cómo es que la abandona así? No vieron el peligro? Y ese médico, en qué está pensando?... Qué compromiso! Y qué le diría yo?... Aquí hay medicinas; se las daré. Pero y si me equivoco? Cuidado con las drogas, Plácido, y no hagas una barbaridad. Esperaremos. Pero qué... si cuando vengan ya estará ella en el otro barrio. Dios la perdone y le dé lo que más le convenga... Es preciso tratar de animarla... (hablándole al oído). Fortunata, Fortunatita, abra usted los ojos, y no se nos muera así tan tontamente... Le traeré el Viático, si quiera la Santa Unción... Eh!, hija, chica... Quia, no se entera... Esto está perdido. Hija mía, piense usted en Dios y en la Santísima Virgen; invóqueles en esta hora tremenda y la ampararán... Nada, como si le hablaran en griego; no oye, o es que está tan aferrada a la maldad que no quiere que se le hable de religión. Voy a tocar otro registro (con malicia).
Fortunata, buena moza, mire usted quién está aquí... despierte y verá... No le conoce? Es aquel sujeto, el Sr. D. Juanito que viene a ver a su... dama... Mírele, mírele tan afligido de verla a usted malita. (Hablando para sí). Cómo se sonríe la picarona! Ah!, está dañada hasta el tuétano. Abre los ojos y le busca con las miradas. Es como los borrachos, que aunque estén expirando, si les nombran vino, parece que resucitan... Como no se salve esta! Al infierno se va de cabeza... Vean qué manera de arrepentirse. Le nombro a Nuestro Divino Redentor y a María Santísima del Carmen, y como si tal cosa... Sorda como una tapia. Pero le nombro al señorete, y ya la tiene usted tan avispada, queriendo vivir, y sin duda con intenciones de pecar. Ah!, cualquier día se salva esta... Me parece que sube ya la tía. Oigo sus resoplidos como los de una loba marina... Sí, aquí vienen (saliendo al pasillo y hablando con Segunda, que subía sofocadísima precedida de Encarnación). Vaya una calma que tiene usted! Se ha puesto muy mala, pero muy mala».
Apenas entró en la alcoba, Segunda empezó a dar gritos. «Hija de mi alma, me la han matado, me la han matado, me la han asesinado! Ay, qué carnicería!, cómo está!... Me la han matado... Y el niño? Nos le han robado, nos le han robado...».
Atienda a su sobrina, y vea si la puede salvardijo Estupiñá cogiéndola por un brazo, y déjese de asesinatos, y de robos de hijos, y no sea usted mamarracho.
Niña de mi alma... pero qué? Fortunata... te han matado, o qué es esto? A ver, cordera, tienes heridas? Paice que te han dado cien puñaladas... Pero estás viva. Cuéntame qué ha sido, quién ha sido? Y tu niño, nuestro niño, dónde está? Te lo quitaron?...
Llame usted al médicoindicó Plácido con ira. Dónde vive? Yo le avisaré... Y no se cuide del niño, que está mejor que quiere, y nada le falta.
Pero dónde está?... D. Plácido, D. Plácidoexclamó Segunda, descompuesta y furiosa; me parece que va usted a ir al palo... Voy a dar parte a la justicia. Usted es un forajido, sí señor, no me vuelvo atrás... Usted nos ha birlado a la criatura.
Atiza!... Pero mujer de Barrabás (retirándose por miedo a que Segunda le sacara los ojos). Quiere usted callarse? No ve que su sobrina se muere?
Porque usted me la ha matado, so verdugo, caribe, usted, usted.
Dale con gracia... Habrá que ponerle un bozal. Voy a avisar a la Casa de Socorro.
A la cárcel... es donde tiene que ir usted.
Y en aquel momento entró José Izquierdo, a quien su hermana quiso incitar para que acometiese al bueno de Estupiñá. Platón vacilaba, no dando a Segunda todo el crédito que esta creía merecer.
«Ea, que me voy cargando... y quien va a traer el juez soy yoafirmó el anciano, dando una patada. El chico está donde debe estar, y bien saben que yo no miento. Y si no, pregúntenle a su madre».
Hija de mi vidachillaba Segunda, abrazando y besando a su sobrina, que si no era ya cadáver, lo parecía. Dinos lo que te han hecho, dímelo, corazón. Ay, qué dolor de hija!...
Usteddijo Plácido a Izquierdo autoritariamente, corra a llamar a ese señor boticario que suele venir, el que ahora la protege. Yo avisaré a otra persona, y vamos a escape, que la muerte nos coge la delantera.
Se escabulló sin esperar la opinión de Segunda. Platón, comprendiendo por instinto antes que por criterio, que las órdenes de Estupiñá eran más prácticas que las de la placera, salió y fue presuroso a la calle del Ave María.
La primera persona que llegó a la casa fue Guillermina, a quien Plácido enteró por el camino de cuanto había ocurrido. Subiendo la escalera, la santa dijo a su sacristán: «Entre usted en su casa a esperar a Jacinta que vendrá en seguida. Adviértale que no quiero que suba. En cuanto pueda, bajaré yo. A Jacinta que no se mueva de aquí y me aguarde».
Cuando la fundadora entró, la enferma continuaba en el mismo estado. Segunda, llena de consternación, no hablaba ya de asesinato, y aunque no acababa de comprender el robo del chiquillo, no se atrevió a mentarlo ante la señora casera. Había intentado hacerle tomar a Fortunata fuertes dosis de ergotina; pero no pudo conseguirlo. Apretaba los dientes, y no había medio de traerla a la razón. Guillermina tuvo más suerte o puso en ejecución mejores medios, porque logró hacerle beber algo de aquel eficaz medicamento. Hubo gran barullo, aplicación precipitada de remedios diferentes, externos e internos. La santa y la placera, ambas con igual ardor, trabajaron por atajar la vida que se iba; pero la vida no quería detenerse, y ante la ineficacia de sus esfuerzos, las dos mujeres se pararon rendidas y desconsoladas. Fortunata miraba con expresión de gratitud a su amiga, y cuando esta le cogía la mano, trataba de hablarle; pero apenas podía articular algún monosílabo. Calladas, se hablaron mirándose.
«El Padre Nones va a venirdijo la santa; le mandé recado al salir de casa. Prepárese usted, hija mía, poniendo el pensamiento en Nuestro Señor Jesucristo; y como le pida perdón de sus pecados con verdadera contrición, se lo dará. Se lo ha pedido usted?».
Fortunata dijo que sí con la cabeza.
«Mi amiguita se ha enterado del regalo que usted le ha hecho, y está tan agradecida. Ha sido un rasgo feliz y cristiano».
En las nieblas que envolvían su pensamiento, la infeliz joven, al oír aquello del rasgo, se acordó de Feijoo y de sus prohibiciones; pero este recuerdo no la hizo arrepentirse de su acción.
«Jacinta me encarga que dé a usted las gracias. No le guarda ningún rencor. Al contrario; usted ha sabido arreglarse para dejar buena memoria de sí. Además, ella es de las pocas personas que saben perdonar. Imítela usted ahora, que no le vendría mal en este instante sofocar sus pasiones, amar a sus enemigos y hacer bien a los que la aborrecen. Hija mía (abrazándola), ha perdonado usted al hombre que tiene la culpa de todos sus males y que la ha arrastrado tantas veces al pecado?».
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y sus miradas daban a entender que aquel perdón era de los fáciles, porque el amor andaba de por medio.
«Perdona usted también a esa mujer de quien se suponía ofendida, y a quien usted ofendió de palabra y de obra, con o sin motivo?».
Este perdón sí que era de los duros. Callose la santa observando a la diabla intranquila. Esta tenía la cabeza echada hacia atrás, moviéndola sobre la almohada con cierta inquietud, y sus miradas vagaban por el techo.
«Qué?, duda usted?... Pues Dios, para perdonarnos, necesita saber si perdonamos nosotros antes. Para qué quiere usted ahora ese odio mezquino? De qué le sirve? De peso para impedirle subir al Cielo. Hay que arrojar ese plomo (abrazándola con más cariño). Amiguita, hágalo por mí, por el mono del Cielo, que debe quedar aquí rodeado de bendiciones, no de maldiciones».
Fortunata se estremeció desde el cabello hasta los pies... Su respiración fatigosa indicaba el afán de vencer las resistencias físicas que entorpecían la voz. «No necesita usted hablarle dijo la santa; basta que manifieste su intención respondiéndome con la cabeza. Perdona usted a Aurora...?». La moribunda movió la cabeza de un modo que podría pasar por afirmativo, pero con poco acento, como si no toda el alma, sino una parte de ella afirmase.
«Más, más claro».
Fortunata acentuó un poquitito más, y sus ojos se humedecieron.
«Así me gusta».
Entonces resplandeció en la cara de la infeliz señora de Rubín algo que parecía inspiración poética o religioso éxtasis, y vencida maravillosamente la postración en que estaba, tuvo arranque y palabras para decir esto: «Yo también... no lo sabe usted...?, soy ángel...».
Y algo más expresó; pero las palabras volvieron a ser ininteligibles, y en la cara le quedó una expresión de dicha inefable y reposada. La santa estuvo un instante sin saber qué actitud tomar.
«Ángel!... sídijo al fin; lo será, si se purifica bien. Amiga querida, es preciso prepararse con formalidad. El Padre Nones va a venir, y él le dará a usted consuelos que yo no puedo darle... Ahora recuerdo que usted tenía una idea maligna, origen de muchos pecados. Es preciso arrojarla y pisotearla... Busque, rebusque bien en su espíritu y verá cómo la encuentra; es aquel disparate de que el matrimonio, cuando no hay hijos, no vale... y de que usted, por tenerlos, era la verdadera esposa de... Vamos (con extraordinaria ternura), reconozca usted que semejante idea era un error diabólico a fuerza de ser tonto, y prométame que ha de renegar de ella y que no la olvidará cuando el amigo Nones la confiese. Mire usted que si se la lleva consigo le ha de estorbar mucho por allá».
La Pitusa no expresaba nada, por lo cual su fervorosa amiga volvía al ataque con más brío y pasión. «Fortunata, hija mía, por el cariño que me tiene, y que yo no me merezco, por el que yo le he tomado y que le conservaré toda mi vida, le pido que se arranque esa idea, y la arroje aquí, como si fuera un adorno de los que se ponen las pecadoras, un lunar postizo, un colorete. Eso no sirve allá, como no le sirva al demonio para hacer de las suyas... Se la arranca usted, sí o no? Hágalo por mí, para que yo me quede tranquila».
Fortunata volvió a tener la llamarada en sus ojos, al modo de un reflejo de iluminación cerebral, y en su cuerpo vibraciones de gozo, como si entrara alborotadamente en ella un espíritu benigno. La voluntad y la palabra reaparecieron; pero sólo fue para decir: «Soy ángel... no lo ve?...».
Ángel, sí; bueno, esa convicción me gusta (con inquietud). Pero yo quisiera...
Interrumpió a la señora la aparición del Padre Nones, que no cabía por la puerta, y tuvo que inclinarse para poder entrar. Toda la estancia se llenó de una negrura triste y severa. «Aquí estoy, maestra» dijo el anciano, y la dama se levantó para dejarle el asiento. Algo susurraron los dos antes de que ella se retirara. Nones habló cariñosamente a la enferma, que le miraba con empañados ojos, sin dar ninguna respuesta a sus palabras... Por fin, echó una voz que parecía infantil, voz quejumbrosa y dolorida, como de una tierna criatura lastimada. Lo que Nones creyó entender entre aquellas articulaciones de indefinible sentimiento fue esto: «No lo sabe?... soy ángel... yo también... mona del Cielo».
Y siguió su exhortación el cura, diciendo para sí: «Trabajo perdido... cabeza trastornada».
Y en alta voz: «Ángel, sí; pero es preciso, hija mía, confesar la fe de Cristo, consagrar a ella nuestros últimos pensamientos y pedirle con el corazón que nos perdone. Es tan bueno, tan bueno, que no niega su amparo a ningún pecador que se llegue a Él por empedernido que sea... Lo principal es tener un interior puro, un...».
La miró alarmado. Había dicho algo? Sí; pero Nones no pudo enterarse. Fue sin duda aquello de soy ángel, y luego inclinó la cabeza como quien se va a dormir. El sacerdote la miró más de cerca, y en alta voz dijo: «Maestra, maestra, venga usted».
Entró Guillermina y ambos la observaron.
«Creodijo Nonesque ha concluido. No ha podido confesar... Cabeza trastornada... Pobrecita! Dice que es ángel... Dios lo verá...».
La maestra y el cura se pusieron a rezar en voz alta. Segunda empezó a escandalizar, y en aquel momento llegaba Segismundo, quien sabedor en la escalera de lo que ocurría, entró en la casa y en la alcoba más muerto que vivo.
xv
Mientras estuvo allí el Padre Nones, Ballester se mantuvo en una actitud consternada, contemplando el lastimoso cuadro con el respeto que infunden los muertos, y encerrando su dolor en una compostura que tenía cierta corrección. Pero cuando no quedaron allí más testigos que la santa y Segunda, el buen farmacéutico creyó que no tenía para qué sujetar la onda impetuosa que del corazón le salía, y llegándose al cuerpo todavía caliente de su infeliz amiga, la abrazó, y estampó multitud de besos en su frente y mejillas.
«Ah!, señoradijo a la fundadora, secándose las lágrimas; veo que se asombra usted de... de verme llorar así, y de estas demostraciones... Es que yo la quería mucho... era mi amiga... iba a ser mi querida... digo... no, dispense usted, éramos amigos... Usted no la conocía bien; yo sí... Era un ángel... digo, debía serlo, podría serlo; dispense usted, señora, no sé lo que me digo; porque me ha llegado al alma esta desgracia. No la esperaba... Ha sido un descuido. Ella misma, con los disparates que hacía... porque era de estos ángeles que hacen muchos disparates... me entiende usted?... Pobre mujer... tan hermosa y tan buena!... La hemorragia ha provenido sin duda de no haberse verificado la involución... Me lo temía... La salida antes de tiempo, la agitación moral... Añada usted descuidos, falta de asistencia, de vigilancia, y de una autoridad que se le hubiera impuesto. Ah!, si yo hubiera estado aquí. Pero no podía, no podía. Mis obligaciones... Ah!, señora, crea usted que tengo el corazón destrozado, y que tardaré en consolarme de esta pesadumbre... La había tomado yo tanto cariño, que a todas horas la tenía en el pensamiento. Mi destino me ligaba a ella, y hubiéramos sido felices, sí, felices, créalo usted... Nos habríamos ido a otro país, a un país lejano, muy lejano. Con permiso de usted, la voy a besar otra vez. No la había besado nunca. No me atrevía, ni ella lo habría consentido, porque era la persona más honrada y honesta que usted puede imaginar».
Guillermina sentía tanto asombro como lástima ante las demostraciones de aquel buen hombre que con tanta franqueza se expresaba. Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía.
«Ah!, no señora; dispense usted. Los gastos del entierro los pago yo. Quiero tener esa satisfacción. No me la quite usted, por Dios...».
Pero, hijoreplicó la fundadora, si usted es un pobre. Qué necesidad tiene de ese gasto? Si no hubiera más remedio, muy santo y muy bueno. Pero no sea usted tonto y guarde su dinero, que bastante falta le hace. Esta obligación la pagará quien debe pagarla, y no digo más: al buen entendedor...
No dándose por vencido, Ballester persistió en su idea: pero Guillermina hubo de machacar tanto, que al fin se la quitó de la cabeza. Segunda y sus dos compañeras de plazuela amortajaron a la infeliz señora de Rubín, y en tanto el farmacéutico se ocupaba con incansable actividad en los preparativos del entierro, que debía de ser a la mañana siguiente. En todo aquel día no abandonó la casa mortuoria. Al mediodía estaba solo en ella, y el cuerpo de Fortunata, ya vestido con su hábito negro de los Dolores, yacía en el lecho. Ballester no se saciaba de contemplarla, observando la serenidad de aquellas facciones que la muerte tenía ya por suyas, pero que no había devorado aún. Era el rostro como de marfil, tocado de manchas vinosas en el hueco de los ojos y en los labios, y las cejas parecían aún más finas, rasgueadas y negras de lo que eran en vida. Dos o tres moscas se habían posado sobre aquellas marchitas facciones. Segismundo sintió nuevamente deseos de besar a su amiga. Qué le importaban a él las moscas? Era como cuando caían en la leche. Las sacaba, y después bebía como si tal cosa. Las moscas huyeron cuando la cara viva se inclinó sobre la muerta, y al retirarse tornaron a posarse. Entonces Ballester cubrió la faz de su amiga con un pañuelo finísimo.
Guillermina volvió más tarde. Subía del cuarto de Plácido a decir a Ballester algo referente al entierro. Un rato hablaron, y como ella se mostrase recelosa de que el marido de la difunta fuese por allá y armara un escándalo, el farmacéutico la tranquilizó diciéndole: «No tema usted nada. Esta mañana hemos conseguido encerrarle. Está furioso el infeliz, y costó Dios y ayuda quitarle un maldito revólver que ha comprado y con el cual quiere fusilar a las pobres Samaniegas y a otra persona que suele pasear por el barrio. La célebre doña Lupe estaba con el alma en un hilo. Acudimos Padilla y yo, y con gran trabajo pudimos desarmar al filósofo y encerrarle en su cuarto, donde quedó dando cabezadas contra las paredes y pegando unos gritos que se oían desde la calle».
Ya lo dije yo. Tanta y tanta lógica tenía que parar en eso... Conque ya sabe usted. A las diez habrá misa y responso en el cementerio. Y se ha dispuesto, por quien debe hacerlo, que el entierro sea de primera, coche de lujo con seis caballos; irán los niños del Hospicio... Usted dirá que esta ostentación no viene al caso.
No, yo no digo nada.
No tendría nada de particular que lo dijera, porque a primera vista es absurdo. Pero la complicación de causas trae la complicación de efectos, y por eso vemos en el mundo tantas cosas que nos parecen despropósitos y que nos hacen reír. Vea usted por qué yo profeso el principio de que no debemos reírnos de nada, y que todo lo que pasa, por el hecho de pasar, ya merece algo de respeto. Se va usted enterando?
Algo más iba a decir; pero entró Plácido, sombrero en mano, y con ciertos aires de ayudante de campo anunció a su generala que había llegado doña Bárbara.
Bajó, pues, la santa, y encontró a su amiga un poco adusta, observando los cariñosos extremos de Jacinta con aquel canario de alcoba que estaba en su poder, como si se lo hubiera encontrado en la calle o se lo hubieran puesto en una cesta a la puerta de su casa. Algo le decían también a la señora de Santa Cruz las facciones del chiquitín; pero escarmentada y previsora, se contenía por no incurrir en la ridiculez de un chasco semejante al de marras. Estaba, pues, la señora, indecisa, sin resolverse a entusiasmarse; y las razones que Guillermina le dio para convencerla no la sacaron de aquella actitud reservada y suspicaz. Los afectos que se desbordaban del corazón de la Delfina eran combinación armoniosa de alegría y de pena, por las circunstancias en que aquella tierna criatura había ido a sus manos. No podía apartar su pensamiento de la persona que un poco más arriba, en la misma casa, había dejado de existir aquella mañana, y se maravillaba de notar en su corazón sentimientos que eran algo más que lástima de la mujer sin ventura, pues entrañaban tal vez algo de compañerismo, fraternidad fundada en desgracias comunes. Recordaba, sí, que la muerta había sido su mayor enemiga; pero las últimas etapas de la enemistad y el caso increíble de la herencia del Pituso, envolvían, sin que la inteligencia pudiera desentrañar este enigma, una reconciliación. Con la muerte de por medio, la una en la vida visible y la otra en la invisible, bien podría ser que las dos mujeres se miraran de orilla a orilla, con intención y deseos de darse un abrazo.
Las tres señoras dijeron a un tiempo: «y qué hacemos ahora?». Entablose discusión breve sobre el punto a que llevarían aquella adquisición preciosa. Guillermina cortó las dificultades, proponiendo que le llevaran a su casa. Se dieron órdenes a Estupiñá para que fuesen conducidas también al domicilio de la santa las tres mujeronas entre las cuales sería elegida, a toda conciencia, la que había de criar al mono del Cielo.
Por la noche de aquel célebre día, hubo en la casa de Santa Cruz una escena memorable.
Jacinta y su suegra cogieron por su cuenta al Delfín, y le pusieron en duro compromiso, refiriéndole lo ocurrido, mostrándole la carta redactada por Estupiñá y obligándole (con lastimoso desdoro de su dignidad) a manifestarse sinceramente consternado, pues el caso no era para puesto en solfa, ni para rehuido con cuatro frases y un pensamiento ingenioso. Había faltado gravemente, ofendiendo a su mujer legítima, abandonando después a su cómplice, y haciendo a esta digna de compasión y aun de simpatía, por una serie de hechos de que él era exclusivamente responsable. Por fin, Santa Cruz, tratando de rehacer su destrozado amor propio, negó unas cosas, y otras, las más amargas, las endulzó y confitó admirablemente, para que pasaran, terminando por afirmar que el chico era suyo y muy suyo, y que por tal lo reconocía y aceptaba, con propósitos de quererle como si le hubiera tenido de su adorada y legítima esposa.
Cuando se quedaron solos los Delfines, Jacinta se despachó a su gusto con su marido, y tan cargada de razón estaba y tan firme y valerosa, que apenas pudo él contestarle, y sus triquiñuelas fueron armas impotentes y risibles contra la verdad que afluía de los labios de la ofendida consorte. Esta le hacía temblar con sus acerados juicios, y ya no era fácil que el habilidoso caballero triunfara de aquella alma tierna, cuya dialéctica solía debilitarse con la fuerza del cariño. Entonces se vio que la continuidad de los sufrimientos había destruido en Jacinta la estimación a su marido, y la ruina de la estimación arrastró consigo parte del amor, hallándose por fin este reducido a tan míseras proporciones, que casi no se le echaba de ver. La situación desairada en que esto le ponía, inflamaba más y más el orgullo de Santa Cruz, y ante el desdén no simulado, sino real y efectivo, que su mujer le mostraba, el pobre hombre padecía horriblemente, porque era para él muy triste, que a la víctima no le doliesen ya los golpes que recibía. No ser nadie en presencia de su mujer, no encontrar allí aquel refugio a que periódicamente estaba acostumbrado, le ponía de malísimo talante. Y era tal su confianza en la seguridad de aquel refugio, que al perderlo, experimentó por vez primera esa sensación tristísima de las irreparables pérdidas y del vacío de la vida, sensación que en plena juventud equivale al envejecer, en plena familia equivale al quedarse solo, y marca la hora en que lo mejor de la existencia se corre hacia atrás, quedando a la espalda los horizontes que antes estaban por delante. Claramente se lo dijo ella, con expresiva sinceridad en sus ojos, que nunca engañaban. «Haz lo que quieras. Eres libre como el aire. Tus trapisondas no me afectan nada». Esto no era palabrería, y en las pruebas de la vida real, vio el Delfín que aquella vez iba de veras.
Durante algún tiempo, el Delfinito siguió en casa de Guillermina, donde estaba la nodriza, hasta que enteraron de todo a D. Baldomero, y se le pudo llevar a la casa patrimonial. Jacinta vivía consagrada a él en cuerpo y alma, y tenía la satisfacción de que todos en la casa le querían, incluso su padre. A solas con él, la dama se entretenía fabricando en su atrevido pensamiento edificios de humo con torres de aire y cúpulas más frágiles aún, por ser de pura idea. Las facciones del heredado niño no eran las de la otra, eran las suyas. Y tanto podía la imaginación, que la madre putativa llegaba a embelesarse con el artificioso recuerdo de haber llevado en sus entrañas aquel precioso hijo, y a estremecerse con la suposición de los dolores sufridos al echarle al mundo. Y tras estos juegos de la fantasía traviesa, venía el discurrir sobre lo desarregladas que andan las cosas del mundo. También ella tenía su idea respecto a los vínculos establecidos por la ley, y los rompía con el pensamiento, realizando la imposible obra de volver el tiempo atrás, de mudar y trastocar las calidades de las personas, poniendo a este el corazón de aquel, y a tal otro la cabeza del de más allá, haciendo, en fin, unas correcciones tan extravagantes a la obra total del mundo, que se reiría de ellas Dios, si las supiera, y su vicario con faldas, Guillermina Pacheco. Jacinta hacía girar todo este ciclón de pensamientos y correcciones alrededor de la cabeza angélica de Juan Evaristo; recomponía las facciones de este, atribuyéndole las suyas propias, mezcladas y confundidas con las de un ser ideal, que bien podría tener la cara de Santa Cruz, pero cuyo corazón era seguramente el de Moreno... aquel corazón que la adoraba y que se moría por ella... Porque bien podría Moreno haber sido su marido... vivir todavía, no estar gastado ni enfermo, y tener la misma cara que tenía el Delfín, ese falso, mala persona... «Y aunque no la tuviera, vamos, aunque no la tuviera... Ah!, el mundo entonces sería como debía ser, y no pasarían las muchas cosas malas que pasan...».
xvi
En el entierro de la señora de Rubín contrastaba el lujo del carro fúnebre con lo corto del acompañamiento de coches, pues sólo constaba de dos o tres. En el de cabecera iba Ballester, que por no ir solo se había hecho acompañar de su amigo el crítico. En el largo trayecto de la Cava al cementerio, que era uno de los del Sur, Segismundo contó al buen Ponce todo lo que sabía de la historia de Fortunata, que no era poco, sin omitir lo último, que era sin duda lo mejor; a lo que dijo el eximio sentenciador de obras literarias, que había allí elementos para un drama o novela, aunque a su parecer, el tejido artístico no resultaría vistoso sino introduciendo ciertas urdimbres de todo punto necesarias para que la vulgaridad de la vida pudiese convertirse en materia estética. No toleraba él que la vida se llevase al arte tal como es, sino aderezada, sazonada con olorosas especias y después puesta al fuego hasta que cueza bien. Segismundo no participaba de tal opinión, y estuvieron discutiendo sobre esto con selectas razones de una y otra parte, quedándose cada cual con sus ideas y su convicción, y resultando al fin que la fruta cruda bien madura es cosa muy buena, y que también lo son las compotas, si el repostero sabe lo que trae entre manos.
En esto llegaron y se dio tierra al cuerpo de la señora de Rubín, delante de las cuatro o cinco personas acompañantes, las cuales eran Segismundo y el crítico, Estupiñá, José Izquierdo y el marido de una de las placeras, amiga de Segunda. Ballester, afectadísimo, hacía de tripas corazón, y se retiró el último. De regreso a Madrid en el coche, llevaba fresca en su mente la imagen de la que ya no era nada. «Esta imagendijo a su amigo, vivirá en mí algún tiempo; pero se irá borrando, borrando, hasta que enteramente desaparezca. Esta presunción de un olvido posible, aun suponiéndolo lejano, me da más tristeza que lo que acabo de ver... Pero tiene que haber olvido, como tiene que haber muerte. Sin olvido, no habría hueco para las ideas y los sentimientos nuevos. Si no olvidáramos no podríamos vivir, porque en el trabajo digestivo del espíritu no puede haber ingestión sin que haya también eliminación».
Y más adelante: «Mire usted, amigo Ponce, yo estoy inconsolable; pero no desconozco que, atendiendo al egoísmo social, la muerte de esa mujer es un bien para mí (bienes y males andan siempre aparejados en la vida); porque, créamelo usted, yo me preparaba a hacer grandes disparates por esa buena moza; ya los estaba haciendo, y habría llegado sabe Dios a dónde... calcule usted qué atracción ejercía sobre mí! Me tengo por hombre de seso, y sin embargo, yo me iba derecho al abismo. Tenía para mí esa mujer un poder sugestivo que no puedo explicarle; se me metió en la cabeza la idea de que era un ángel, sí, ángel disfrazado, como si dijéramos, vestido de máscara para estampar a los tontos, y no me habrían arrancado esta idea todos los sabios del mundo. Y aun ahora, la tengo aquí fija y clara... Será un delirio, una aberración; pero aquí dentro está la idea, y mi mayor desconsuelo es que no puedo ya, por causa de la muerte, probarme que es verdadera...
Porque yo me lo quería probar... y créalo usted, me hubiera salido con la mía».
A la semana siguiente, Ballester salió de la botica de Samaniego, porque doña Casta se enteró de sus relaciones (que a ella se le antojaron inmorales) con la infame que tan groseramente había atropellado a Aurora, y no quiso más cuentas con él. Doña Lupe le rogó varias veces que fuese a ver a Maximiliano, que continuaba encerrado en su cuarto, y le daban la comida por un tragaluz, no atreviéndose a entrar ni la señora ni Papitos, porque los aullidos que daba el infeliz eran señal de agitación insana y peligrosa. Segismundo fue el primero que penetró en la estancia, sin miedo alguno, y vio a Maxi en un rincón, hecho un ovillo, con más apariencias de imbecilidad que de furia, demudado el rostro y las ropas en desorden.
«Qué?le dijo el farmacéutico inclinándose y tratando de levantarle. Se va pasando eso?... Como hace días nos quiso usted morder, cuando le quitamos el revólver, y daba mordiscos y patadas, y quería matar a todo el género humano, tuvimos que encerrarle. Justo castigo de la tontería... Qué? Ha perdido el uso de la palabra? Míreme de frente y no hagamos visajes, que se pone muy feíto. No me conoce? Soy Ballester, y ahí tengo la vara aquella para enderezar a los niños mal criados».
Ballesterdijo Maxi mirándole fijamente y como quien vuelve de un letargo.
El mismo, y qué?... Quiere que le dé noticias del mundo? Pues prométame tener juicio.
Juicio...? Ya lo tengo, ya lo tengo. Pues acaso he perdido yo alguna vez ni tanto así del juicio?
Quia! Nada en gracia de Dios. Usted perder el juicio! Bueno va...
Ello es que yo he dormido, amigo Ballesterdijo Rubín con relativa serenidad levantándose. Lo que recuerdo ahora es que yo estaba cuerdo, más cuerdo que nadie, y de repente me entró el frenesí de matar. Por qué, por qué fue?
Eso, rásquese la cabecita a ver si hace memoria... fue porque semos muy tontos. Era usted el espejo de los filósofos, y ya iba para santo, cuando de repente le dio por comprar un revólver...
Ah!... sí (abriendo espantado lo ojos), fue porque mi mujer me dio palabra de quererme con verdadero amor, de quererme con delirio, oye usted?, como ella sabe querer.
Bueno va. Y ahora le quiere echar la culpa a la otra pobre.
Ella, sí, ella fue. Me arrebató... y arrebatado estoy. Tengo dentro de mí el espíritu del mal... y apenas me queda un recuerdo vago de aquel estado de virtud en que me hallaba.
Qué lástima, hijo, qué lástima! Tenemos que volver a las duchas y al bromuro de sodio. Es lo mejor para echar virtud y filosofía.
Volverédijo Maxi con gravedad suma, cuando haya cumplido la promesa que a mi mujer hice. Mataré, gozaré después de aquel amor inefable, infinito, que no he catado nunca y que ella me ofreció en cambio del sacrificio que le hice de mi razón, y luego nos consagraremos ella y yo a hacer penitencia y a pedir a Dios perdón de nuestra culpa.
Bonito programa, sí, señor, bonito contrato! Sólo que ya no puede realizarse, porque falta una de las partes.
Qué parte?La que ponía el amor, ese amor tan sublime y... delirante.
Maxi no comprendía, y Ballester, decidido a darle la noticia sin rodeos ni atenuaciones, concluyó así:
Sí, su mujer de usted ya no existe. La pobrecita se nos ha muerto hace hoy ocho días.
Y al decirlo, se conmovió extraordinariamente, velándosele la voz. Maxi prorrumpió en una risa desentonada. «Otra vez la misma comedia, otra vez... Pero ahora, como entonces, no cuela, Sr. Ballester... Apostamos a que con mi lógica vuelvo a descubrir dónde está? Ay, Dios mío!, ya siento la lógica invadiendo mi cabeza con fuerza admirable, y el talento vuelve... sí, me vuelve, aquí está, le siento entrar. Bendito sea Dios, bendito sea!».
Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora.
«Entre usted, doña Lupele dijo Segismundo. Ya está bien. Pasó el arrebato. Pero no quiere creer que hemos perdido a su esposa. Ya; como la otra vez le engañamos... Pero él tuvo más talento que nosotros».
Y ahora también, y ahora tambiénafirmó Rubín con maniática insistencia. Empezaré al instante mis trabajos de observación y de cálculo.
Pues no necesitará calentarse la cabeza, porque yo se lo probaré... yo demostraré lo que he dicho. Doña Lupe, hágame el favor de traerle la ropita, porque no está bien que salga a la calle con esa facha.
Pero a dónde le va usted a llevar? (alarmada).
Déjeme usted a mí, señá ministra. Yo me entiendo. Teme que le robe esta alhaja?
Mi ropa, tía, mi ropadijo Maxi tan animado como en sus mejores tiempos, y sin ninguna apariencia de trastorno mental.
Por fin, se hizo lo que Ballester deseaba; Maxi se vistió y salieron. En el pasillo, Segismundo comunicó su pensamiento a doña Lupe: «Mire usted, señora, yo tengo que ir al cementerio a ver la lápida que he hecho poner en la sepultura de esa pobrecita. La costeo yo; he querido darme esa satisfacción... una lápida preciosa, con el nombre de la difunta y una corona de rosas...».
Corona de rosas!exclamó la de los Pavos, que con toda su diplomacia no supo disimular un ligero acento de ironía.
De rosas... y qué más le da a usted...? (quemándose). Acaso tiene usted que pagarla?... Yo hubiera querido hacerla de mármol; pero no hay posibles... y es de piedra de Novelda; tributo modesto y afectuoso de una amistad pura... Era un ángel... Sí; no me vuelvo atrás, aunque usted se ría.
No, si no me he reído. Pues no faltaba más.
Un ángel a su manera. En fin, dejemos esto y vamos a lo otro. Como ha de influir mucho en el estado mental de este pobre chico el convencerse de que su mujer no vive, le pienso llevar... para que lo vea, señora, para que lo vea.
Aprobó doña Lupe, y los dos farmacéuticos salieron y tomaron un simón. Por el camino iba Maxi cabizbajo, y la aproximación al cementerio le imponía, subyugando su ánimo con la gravedad que lleva en sí la idea del morir. «Adelante, niño» le dijo su amigo cogiéndole por un brazo, y llevándole dentro del camposanto. Atravesaron un gran patio lleno de mausoleos de más o menos lujo, después otro patio que era todo nichos; pasaron a un tercero en el cual había sepulturas abiertas, recién ocupadas, y paráronse delante de una en la cual estaban aún los albañiles, que acababan de poner una lápida y recogían las herramientas.
«Aquí esdijo Ballester, señalando la gran losa de cantería de Novelda, en cuyo extremo superior había una corona de rosas, bastante bien tallada, debajo del R.I.P. y luego un nombre y la fecha del fallecimientoQué dice ahí?».
Maximiliano se quedó inmóvil, clavados los ojos en la lápida... Bien claro lo rezaba el letrero! Y al nombre y apellido de su mujer se añadía de Rubín. Ambos callaban; pero la emoción de Maxi era más viva y difícil de dominar que la de su amigo. Y al poco rato, un llanto tranquilo, expresión de dolor verdadero y sin esperanza de remedio, brotaba de sus ojos en raudal que parecía inagotable. «Son las lágrimas de toda mi vidapudo decir a su amigo, las que derramo ahora... Todas mis penas me están saliendo por los ojos».
Ballester se le llevó no sin trabajo, porque aún quería permanecer allí más tiempo y llorar sin tregua. Cuando salían del cementerio, entraba un entierro con bastante acompañamiento.
Era el de D. Evaristo Feijoo. Pero los dos farmacéuticos no fijaron su atención en él. En el coche, Maximiliano, con voz sosegada y dolorida, expresó a su amigo estas ideas:
«La quise con toda mi alma. Hice de ella el objeto capital de mi vida, y ella no respondió a mis deseos. No me quería... Miremos las cosas desde lo alto: no me podía querer. Yo me equivoqué, y ella también se equivocó. No fui yo solo el engañado, ella también lo fue. Los dos nos estafamos recíprocamente. No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates, y la Naturaleza nos los corrige. Protestamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo. Esto me lo dice mi razón, amigo Ballester, mi razón, que hoy, gracias a Dios, vuelve a iluminarme como un faro espléndido. No lo ve usted?... pero no lo ve?... Porque el que sostenga ahora que estoy loco es el que lo está verdaderamente, y si alguien me lo dice en mi cara, vive Cristo, por la santísima uña de Dios!, que me la ha de pagar».
Calma, calma, amigo mío (con bondad). Nadie le contradice a usted.
Porque yo veo ahora todos los conflictos, todos los problemas de mi vida con una claridad que no puede provenir más que de la razón... Y para que conste, yo juro ante Dios y los hombres que perdono con todo mi corazón a esa desventurada a quien quise más que a mi vida, y que me hizo tanto daño; yo la perdono, y aparto de mí toda idea rencorosa, y limpio mi espíritu de toda maleza, y no quiero tener ningún pensamiento que no sea encaminado al bien y a la virtud... El mundo acabó para mí. He sido un mártir y un loco. Que mi locura, de la que con la ayuda de Dios he sanado, se me cuente como martirio, pues mis extravíos, qué han sido más que la expresión exterior de las horribles agonías de mi alma? Y para que no quede a nadie ni el menor escrúpulo respecto a mi estado de perfecta cordura, declaro que quiero a mi mujer lo mismo que el día en que la conocí; adoro en ella lo ideal, lo eterno, y la veo, no como era, sino tal y como yo la soñaba y la veía en mi alma; la veo adornada de los atributos más hermosos de la divinidad, reflejándose en ella como en un espejo; la adoro, porque no tendríamos medio de sentir el amor de Dios, si Dios no nos lo diera a conocer figurando que sus atributos se transmiten a un ser de nuestra raza. Ahora que no vive, la contemplo libre de las transformaciones que el mundo y el contacto del mal le imprimían; ahora no temo la infidelidad, que es un rozamiento con las fuerzas de la Naturaleza que pasan junto a nosotros; ahora no temo las traiciones, que son proyección de sombra por cuerpos opacos que se acercan; ahora todo es libertad, luz; desaparecieron las asquerosidades de la realidad, y vivo con mi ídolo en mi idea, y nos adoramos con pureza y santidad sublimes en el tálamo incorruptible de mi pensamiento.
Era un ángelmurmuró Ballester, a quien, sin saber cómo, se le comunicaba algo de aquella exaltación.
Era un ángelgritó Maxi dándose un fuerte puñetazo en la rodilla. Y el miserable que me lo niegue o lo ponga en duda se verá conmigo...!
Y conmigo!repitió Segismundo, con igual calor. Lástima de mujer... Si viviera!
No, amigo, vivir no. La vida es una pesadilla... Más la quiero muerta...
Y yo tambiéndijo Ballester, cayendo en la cuenta de que no debía contrariarle. La amaremos los dos como se ama a los ángeles. Dichosos los que se consuelan así!
Dichosos mil veces, amigo mío!exclamó Rubín con entusiasmo, los que han llegado, como yo, a este grado de serenidad en el pensamiento. Usted está aún atado a las sinrazones de la vida; yo me liberté, y vivo en la pura idea. Felicíteme usted, amigo de mi alma, y deme un gran abrazo, así, así, más apretado; más, más, porque me siento muy feliz, muy feliz.
Al entrar en su casa lo primero que dijo a doña Lupe fue esto: «Tía de mi alma, yo me quiero retirar del mundo, y entrar en un convento donde pueda vivir a solas con mis ideas». Vio el cielo abierto la de Jáuregui al oírle expresarse de este modo, y respondió: «Ay, hijo mío, si ya te tenía yo dispuesta tu entrada en un monasterio muy retirado y hermoso que hay aquí, cerca de Madrid! Verás qué ricamente vas a estar. Hay en él unos señores monjes muy simpáticos que no hacen más que pensar en Dios y en las cosas divinas. Cuánto me alegro de que hayas tomado esa determinación! Anticipándome a tu deseo, te estaba yo preparando la ropa que has de llevar». Apoyó Ballester la idea que a su amigo le había entrado, y todo el día estuvo hablándole de lo mismo, temeroso de que se desdijera; y para aprovechar aquella buena disposición, al día siguiente tempranito, él mismo le llevó en un coche al sosegado retiro que le preparaban. Maxi iba contentísimo y no hizo ninguna resistencia. Pero al llegar, decía en alta voz como si hablara con un ser invisible: «Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la sumisión absoluta de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mi persona. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar... lo mismo da».
Madrid.Junio de 1887.
FIN DE LA NOVELA
Tag der Veröffentlichung: 23.05.2008
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