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Capitulo 1
"El morir"



Sentí el contacto frío y áspero del suelo contra mi mejilla. Concebí un dolor pulsátil en mi cabeza, y me dio la impresión de que ésta había crecido varias tallas por la hinchazón. Noté que mi cuerpo no se encontraba mucho mejor. Pese a ello, de alguna forma, todavía estaba vivo. Reconocer aquello fue un chispazo en mis sesos, y me sobrevino un torbellino de imágenes y emociones, mostrándome una secuencia de acontecimientos incoherentes. Un reflejo defensivo hizo que abriera los ojos y me reincorporara de un salto. Mi corazón dio un golpe fuerte y luego latió al ritmo de un tambor de guerra. No alcancé a echar un vistazo a mi entorno, porque mi vista se nubló de inmediato y me sobrevino un vahído; me había puesto de pie muy rápido. Apreté los ojos y estiré un brazo para encontrar algún apoyo. Mi mano tocó una pared cercana y cargué parte de mi peso en ella. Jadeé por el esfuerzo.
Después de unos pocos segundos de malestar, me recuperé lo suficiente como para tomar noción del lugar en que estaba. Abrí los ojos y fruncí el ceño con tal de enfocar mejor. El lugar me fue sorprendentemente familiar. Me encontraba frente a la puerta del apartamento de mi tía, en dónde me alojaba hace años. Tomé noción del tiempo transcurrido gracias a la potente luz solar que se colaba por una pequeña ventana del otro lado del pasillo. Debían ser las primeras horas de la tarde, así que deduje que había estado inconsciente durante un buen tiempo. Mi cerebro hizo un vano esfuerzo por encontrar las escenas faltantes de la película, pero la parte de mi arribo a éste sitio, así como sucedido, parecía haber sido reemplazado por cuadros negros y mudos.

La imagen de unos despiadados ojos carmines resurgió de mis recuerdos e hizo que instintivamente me llevara mi mano al cuello. Aterrado, miré a mí alrededor en búsqueda de aquellos ojos, mas el pasillo del sexto piso se encontraba desierto. Instintivamente me examiné el cuello con la mano en búsqueda de alguna herida sangrante, pero mi tacto no encontró nada, ni siquiera una imperfección que demostrara un desgarro en la piel. Tampoco sentí dolor al comprimir la zona. Comencé entonces a sentir un dolor pulsátil en mi cabeza y mi mano se movió rápidamente hasta la parte occipital del cráneo, para constatar si es que había alguna lesión. No encontré nada más que unos cuantos cabellos apelmazados y resecos. Sé que algo ocurrió. Tenía la noción de que había peleado con alguien, e incluso más que eso, quizás hasta había defendido mi vida. Nada era claro. Tenía la certeza de que había sido herido, pero estaba ileso; nadie puede sanar tan rápido, es inconcebible. ¿Qué clase de broma absurda era ésta? ¿O acaso era un sueño como los anteriores? No sería la primera vez que sueño de una manera tan real. Reflexioné sobre la posibilidad y luego la descarté de lleno. Reconocía el ambiente de los sueños y éste no era uno. Lentamente se gestó una idea en mi interior, al principio la valoré como descabellada, pero luego fue tomando más y más lógica hasta convertirse en una alternativa bastante real. Quizás todo lo sucedido sólo había sido un delirio. Una ilusión producida por un estado sugestivo o aún peor, simplemente me había vuelto loco. El cuadro clínico de la esquizofrenia vino a mi mente. Alucinaciones, repetí para mis adentros. En un intento por racionalizar la situación, acomodé los síntomas a mi situación actual. Así me era más fácil asimilar todo, además, si mis sospechas eran correctas, y ésta era la primera manifestación de la enfermedad, estaba a buen tiempo de pedir ayuda y optar por un tratamiento que controlara nuevos episodios. Intenté convencerme de mi padecimiento, sin embargo, no podía evitar sentirme reticente ante aquella hipótesis. Me parecía que algo no encajaba en éste puzle que mi mente escéptica se esforzaba por resolver.

Distraídamente comencé a liberarme de la bata blanca que tenía encima, sin siquiera reparar en por qué la vestía. Pronto tuve la prenda en mis manos, y algo muy peculiar reclamó mi atención. Varias manchas rojas, teñían la zona del cuello y la espalda. Me quedé anonadado. Aquello era sangre, mi sangre, y no había aparecido ahí por arte de magia; había sido derramada desde una herida, de la cual no había rastro. El mundo se me puso de cabeza. Es imposible apartar el escepticismo en un minuto, sobretodo para quién ha vivido lo suficiente como para darse cuenta de que en el mundo moderno no hay cabida para los sinsentido, las piezas del puzle siempre deben calzar. Me sentí sobrepasado. Era como estar viviendo un capítulo de alguna absurda serie de ficción, mi propio “expediente X”. Hasta creí que en cualquier momento escucharía la voz de un presentador de los años sesenta indicándome que estaba entrando en una dimensión desconocida. Cada pensamiento suspicaz colisiona contra una muralla amnésica.

De pronto un malestar inexplicable se apropió de mi cuerpo y comencé a temblar. Hice responsable de aquella molestia repentina, a la ansiedad que me generaba el desborde de pensamientos, y en un intento por recobrarme, sacudí la cabeza para apartar las ideas y aclarar mi mente. Anhelé en ese instante no poder pensar en nada y efectivamente lo conseguí, ya que de pronto se me hizo imposible pensar en algo más que en el malestar que estaba sintiendo y cómo iba acrecentándose a medida que pasaba el tiempo.
El pasillo donde me encontraba me pareció apático e incómodo, lo que me hizo desear la intimidad de mi habitación, dónde podría recostarme y esperar a que se aplacara el súbito padecimiento que se estaba instalando en mi cuerpo. Metí la mano en mi bolsillo para buscar la llave de la puerta. Reconocí el tacto frío del metal de la llave y junto a ella una pequeña tarjeta de papel rígido. Me extrañó el hallazgo, ya que tenía la impresión de no haber dejado nada más que las llaves en aquel bolsillo. Movido por un sexto sentido saqué ambos elementos. Pasé las llaves a mi mano libre y observé la pequeña tarjeta extraída. Traía una frase en un lenguaje que reconocí como latín, la cual estaba escrita con una letra cursiva perfecta, sin asomo de dudas en su trazo. “Exspecto vester ira”, leí. Si bien el mensaje no significaba nada para mí, me sobrecogí al encontrar las letras “M” y “V” en el borde inferior de aquella tarjeta.
Tuve la necesidad imperiosa de recostarme, ya que me acometió un agotamiento que nunca antes había experimentado. Los escalofríos comenzaron a frecuentarme más seguido, y por un momento reflexioné sobre la posibilidad de estar febril. Devolví la tarjeta a mi bolsillo e introduje la llave en la cerradura, y el chasquido de la puerta abriéndose fue mi invitación a pasar. El apartamento estaba vacío, lo cual agradecí en sobremanera. No me creí capaz de contestar ninguna pregunta. Cerré la puerta de un golpe y me apresuré a ir hasta el baño, sin siquiera pasear mi vista en la anticuada decoración de la sala. Me quité la camisa de cualquier forma y observé mi reflejo en el espejo. La visión fue lamentable. Había imaginado que no debía tener muy buen aspecto, pero nada como esto. Mi rostro estaba luctuoso y macilento y algunas gotas de sudor se agolpaban en mi frente. Pasé mi mano por ella con tal de enjugarlo, y me asombró advertirlo frío. Descarté de plano la fiebre. Mis ojos se encontraban hundidos en sus órbitas y habían perdido el brillo astuto que los caracterizaba. Por último le eché un vistazo a mi torso y me pareció que estaba adquiriendo una palidez mortecina, además mi respiración se había tornado dificultosa y en cada inspiración pegaba mis costillas a la piel, haciéndome ver escuálido. En conclusión, mi facha era la de un enfermo terminal.

En otras condiciones me hubiera alarmado aquella visión funesta, pero no ahora. Lo que fuera que me estuviese sucediendo, no sólo estaba afectando mi organismo, si no que también mi mente. Me estaba quedando exánime, como una fogata relegada a subsistir sólo de las cenizas. Lentamente estaba siendo víctima de la más pura indiferencia, la cual me dejaba a la merced de un destino incierto, como una pluma que aguarda por los caprichos del viento. Sutilmente algo me estaba robando las fuerzas, un ladrón de manos etéreas que no se satisface con nada, solamente con el arrebato de la vida misma.

No tuve dudas entonces. Algo grave me estaba sucediendo, tan grave que si no actuaba ahora, acabaría con mi vida. Reuní bríos e intenté mantener mi mente fría para poder pensar con claridad. Resultaba casi imposible conservar la concentración con aquel malestar que se intensificaba a cada deslizamiento del minutero, pero tenía que esforzarme. Debía hallar la causa, sólo así visualizaría una salida. Logré escapar de mi desidia y mis ojos vagaron por la imagen de mi cuello indemne reflejado en el espejo. Mi mente comenzó a andar a mil por hora, ya que el tiempo era esencial. Barajé entonces la posibilidad de estar sufriendo los efectos de una pérdida brusca de sangre. Coincidía con mis síntomas. Aunque también estaba el riesgo de haber sido infectado con algo, pese a que no conseguía pensar en ningún agente contagioso conocido que actuara a tal velocidad en un organismo. No tenía cómo saberlo con exactitud, todo era tan vago. No podía estar seguro de nada. Ni siquiera de mi mismo. Súbitamente mi concentración se quebró por un intenso escozor que atacó mi estómago y ascendió hasta mi pecho. Me pareció que mis vísceras se cocinaban a fuego lento. Me doblé del dolor y proferí un alarido. Desesperado salí del baño como pude, movido completamente por la confusión.

Caminé dando tumbos hasta mi habitación; perdía el control de mi cuerpo a una velocidad aterradora. Apenas lograba coordinar mis extremidades para generar un movimiento fluido.

Llegué a duras penas a mi cuarto, el cual no me sugirió ninguna familiaridad ni sentimiento acogedor cómo había esperado que hiciera. Trastabillé en la entrada y me fui de bruces. Me azoté contra el suelo como una pieza de carne inerte. En ese momento mi cabeza comenzó a arder, como si derramaran ácido en su interior y mi cuerpo se convulsionó por el dolor. Cada segmento de mi cuerpo convulsionó violentamente. Cerré los ojos con fuerza y sentí cómo mi mandíbula se apretaba hasta causarme dolor en las sienes. Los segundos me parecieron una eternidad, pero entonces, de la misma forma brusca con que empezó aquel trance, todo cesó.

Lejos de creer que se había terminado, supe que aquella pausa era el último respiro antes de sumergirme una vez más en las aguas del dolor.
En aquel lapso sentí que desfallecía. La temperatura de mi piel comenzó a descender y su color se desvaneció casi dejándome en la más pura transparencia. Si en un principio mi cuerpo estuvo inquieto, debió haber agotado las pocas energías que le quedaban, ya que ahora se rehusaba a cualquier movimiento que pudieran alterar la posición viciosa en que me conservaba. Todo fue volviéndose borroso y confuso. Mi entorno tendía a acelerar y desacelerar vertiginosamente frente a mis ojos. Mi mente se colapsaba rápidamente, e intenté tomar a mi conciencia a la fuerza para arrastrarla hacia algún páramo retirado, donde la mantendría a salvo de algo que comenzaría en cualquier minuto. Sentí entonces como mi sangre se iba transformando en lodo dentro de mis arterias, convirtiéndose éstas en carreteras sólidas para el paso seguro de un nuevo padecimiento. Las puntas de mis dedos, en pies y manos, comenzaron a entumecerse en señal de lo que se avecinaba e involuntariamente empecé a hiperventilar, capturando menos aire en cada respiro. Entonces, de manera despiadada, cada uno de mis músculos fue apuñalado por agujas invisibles, una y otra vez. Lograba sentirlas penetrando cada microscópica fibra de la que estaba compuesto. Un grito agónico escapó de mi garganta; aquella tortura no sólo estaba destrozando mi organismo, si no que estaba rasgando mi espíritu. Mi corazón latía cada vez más lento, pero cada latido era intenso. Era su intento por impulsar con fuerza aquella sangre fangosa que lo estaba ahogando, sin embargo, era una batalla perdida. Las agujas lo atacaron a él también y el dolor me arrancó otro grito, ésta vez ronco y bajo. Mi respiración cesó de golpe.
Quedé oyendo el débily melancólico latido de mi corazón. Entendí que mi vida se acababa aquí, en el silencio de una habitación vacía. Miles de imágenes desfilaron por mi mente. La calidez del vientre materno, el mundo visto por mis ojos de bebé, las navidades de mi niñez, juegos al aire libre, mi primer día de clases, bromas con mis compañeros, mi primer beso, mi adolescencia rebelde, la universidad, mis horas en el hospital, mis amigos, mi familia…Elizabeth. Mi corazón gimió una vez, luego otra vez, y después hizo una pausa para, un segundo después, decir adiós. Un velo negro cayó sobre mis ojos y me quedé desnudo…solo en las tinieblas.

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Tag der Veröffentlichung: 30.07.2011

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